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jueves, 12 de julio de 2012

En Familia - Guy de Maupassant

Hace algunos años, cuando me interesé por el naturalismo francés, di con el siguiente cuento de Guy de Maupassant, que si bien no está considerado un escritor propiamente naturalista, muchos de sus relatos han sido englobados dentro de ese género.
"En familia", publicado por primera vez en 1881, si bien comienza algo lento para mi gusto, no tiene desperdicio.  Es un relato cargado de ironía y humor negro que se burla de nuestras miserias humanas. 
De alguna manera un tanto "bizarre" se asemeja a las tragicomedias italianas en las que uno no sabe si reír, indignarse o llorar, y al mostrarnos lo que sucede en el seno de una familia cuando la matriarca, conocida por su avaricia y su mal genio, muere, resulta inevitable sentir una mezcla de emociones parecida a lo que mi abuela llamó "vergüenza ajena". 
:D


En Familia


Por la puerta de Maillot acababa de pasar el tranvía de Neuilly y se desplazaba a lo largo de la avenida que conduce hasta las orillas del Sena. La agobiante tarde de verano caía sobre el camino del que se levantaba, aunque casi no había aire, una polvareda blanca, opaca, sofocante y caliente, que se pegaba a la piel sudorosa y se metía en los ojos y en los pulmones.

Los vecinos, anhelando un poco de aire fresco, estaban en las puertas.


Los vidrios del coche estaban bajos y las cortinas flotaban, impulsadas por la precipitada carrera. En el interior había pocos viajeros, ya que el extremo calor los empujaba hacia el imperial y las plataformas.

Próximo a la puerta, un hombre bajito y regordete, cuyo vientre estaba excesivamente desarrollado, vestido con traje negro y con una condecoración el el ojal, conversaba con un tipo alto y desaliñado, que vestía un traje de dril blanco muy sucio y un panamá raído. El primero hablaba lentamente, vacilando de tal manera que parecía tartamudo; era el señor Caraván, el jefe de la sección, del ministerio de Marina. El otro, un antiguo médico de la marina mercante, se había establecido en Courbevoie donde aplicaba, entre sus hambrientos clientes, los escasos conocimientos médicos que habían logrado sobrevivir a las contigencias de su vida. Su nombre era Chenet y se hacía llamar doctor. Su fama no era demasiado buena.

El señor Caraván siempre había llevado la vida normal de los burócratas. Hacía treinta años que iba a la oficina por el mismo camino, encontrando a las mismas horas y en los mismos lugares a las mismas caras de la gente que marchaba por sus asuntos. Luego retornaba por idéntico camino, encontrando las mismas caras que había visto envejecer.

Todos los días, luego de comprar el diario en la esquina del arrabal de Saint-Honoré, iba a buscar a sus dos pancitos y después entraba al Ministerio con el aspecto de un culpable que se considera preso; ocupaba su lugar con vivacidad y con el corazón inquieto, siempre temiendo recibir una reprimenda por las faltas que podría haber cometido.

Nunca nada alteró la monotonía de su vida, ya que nada le interesaba fuera de los asuntos de la oficina, de los ascensos y de los aguinaldos. Y así, ya estuviera en el Ministerio como en su casa (pues había contraído matrimonio con la hija de un colega pobre), sólo hablaba del servicio. Su inteligencia, atrofiada por el trabajo embrutecedor de la oficina, jamás tenía otro tipo de pensamiento ni otras esperanzas ni otras ensoñaciones más que las relacionadas con su Ministerio.

Un continuo malestar amargaba sus satisfacciones de empleado: el nombramiento de los comisarios de marina (de los hojalateros, como los denominaba por sus galones de plata), paro los cargos de jefe y subjefe. Todas las noches, a la hora de la comida, argumentaba con su mujer, que compartía sus ideas, demostrándole que es aburrido dar empleos en París a los que tienen la obligación de navegar.

Sin haber sentido el paso de la vida, ya era viejo, dado que de la escuela fue a parar a la oficina y, del mismo modo en que antes temía a los ayudantes, ahora los que le inspiraban un miedo tremendo eran los jefes. y por miedo continuo se presentaba de manera torpe y tartamudeaba al hablar.

Conocía a París poco más o menos que un ciego que cada día es guiado por su perro hasta el mismo lugar. Y si bien leía en el periódico callejero sobre los hechos y escándalos, éstos le parecían puros inventos para regocijo y pasatiempo de los empleados. Hombre de orden aunque sin pertenecer a ningún partido político, pero enemigo de las novedades, no leía los sucesos políticos, que el diario desfiguraba a su gusto a favor de determinada causa. Y por las noches, cuando recorría la avenida de los Campos Elíseos, observaba a la muchedumbre agitada y la oleada de carruajes, como un viajero que mira las lejanas comarcas que atraviesa.

Como ese año iba a cumplir treinta de servicio, el primero de enero le habían entregado la cruz de la Legión de Honor que, en esas oficinas militarizadas, recompensa una prolongada y miserable servidumbre (leales servicios, como las llaman) de esos condenados engrillados a las carpetas. Esa inesperada dignidad, al darle una idea más elevada de su capacidad, cambió completamente sus costumbres. A partir de ese momento suprimió los pantalones de color, el saco claro, y se entregó a los trajes negros, sobre los cuales resaltaba su condecoración. Se afeitaba todos los días, limpiaba con esmero sus uñas, cambiaba de camisa día por medio por un legítimo sentimiento de orgullo y respeto por la Orden de la nación, de la que formaba parte. Se había convertido en un Caraván bastante presumido, majestuoso y condescendiente.

En su casa hablaba sin ton ni son de "su cruz", no toleraba que los demás llevaran condecoraciones diferentes. Las órdenes extranjeras, sobre todo, lo indignaban. "No deberían dejar que las usaran en Francia"; y no soportaba al doctor Chenet, con el que se encontraba todas las noches en el tranvía, y que ostentaba una condecoración con distintivo blanco, azul, naranja o verde, según los casos. La charla de los dos hombres, desde el Arco del Triunfo hasta Neuilly.

Después, como suele pasar en compañía de un médico, Caraván habló de enfermedades, esperando recoger informaciones útiles y gratuitas sin que el otro se diera cuenta. Hacía tiempo que el estado de su madre lo alarmaba. Sufría de frecuentes y largos desmayos y, aunque ya tenía noventa años, no quería cuidarse.

Su edad avanzada enternecía al burócrata que solía decirle al doctor Chenet: "¿No es verdad que hay pocas personas que llegan a su edad?" y se frotaba las manos de placer, quizá no tanto porque sintiera especial gusto en que la vieja se eternizara en la tierra, sino porque la duración de la vida de su madre constituía algo así como una promesa para él.

- Sí -decía -. En mi familia somos longevos. Estoy seguro de que, a menos de que suceda una desgracia, vivirá muchos años.

Su compañero lo miró con lástima. Reparó en su cara congestionada, en su cuello corto y en su barriga colgante - toda esa grasa digan de una apoplegía de un empleado veterano -, y rezongó mientras arreglaba con la mano su panamá poco limpio.

- No es tan seguro como lo cree usted, amigo mio. Su señora madre está sumamente delgada, pero usted come mucho.

Caraván, turbado, enmudeció.

El tranvía llegaba en ese momento a la parada. Los dos compañeros bajaron y Chenet pagó el vermouth en el Café del Globo, del que eran asiduos concurrentes. El dueño les extendió la mano por encima de las botellas y después fueron a reunirse con tres amigos que jugaban al dominó desde el mediodía. Intercambiaron las frases consabidas; los jugadores continuaban el partido. Después les alargaron la mano, sin levantar la vista de las fichas, y los dos amigos se fueron a comer.

Caraván vivía al lado de la encrucijada de Courbevoie, en una casita de dos pisos en cuya planta baja vivía un barbero.

Dos habitaciones, un comedor y una cocina constituían la casa que la señora Caraván limpiaba desde la mañana hasta la noche, mientras su hija María Luisa, de doce años, y su hijo Felipe Augusto, de nueve, correteaban por la avenida, junto con todos los chiquillos del barrio.

El señor Caraván había instalado a su madre en el piso de arriba. La buena señora, famosa por su avaricia y su exagerada delgadez, inspiraba a sus vecinos de que Dios había aplicado las teorías de la vieja en su propia persona. Siempre estaba de mal humor y no pasaba día sin que armara un revuelo tremendo. Desde la ventana les chillaba a los vecinos, a los vendedores de fruta, a los barrenderos y a los jóvenes que, para vengarse, cuando salía a la calle la seguían de lejos gritándole:

- ¡A ella! ¡A ella!

Una criadita de Normandía, que parecía ser la encarnación del aturdimiento, cuidaba la casa y, por las noches, dormía en el cuarto de la abuela. Cuando caraván entró a su casa su mujer, en pleno ataque de limpieza, que era algo así como su enfermedad crónica, frotaba de rodillas los respaldos y los listones de las sillas, que estaban desperdigadas por las habitaciones sin amoblar. Siempre usaba guantes de hilo, se cubría la cabeza con una cofia adornada con cintas multicolores, que siempre llevaba ladeada y repetía cada vez que la encontraba cepillando, fregando o limpiando:

- No soy rica y mis muebles son humildes, pero me gusta tener todo bien limpio; ése es mi único lujo.

Como poseía gran sentido práctico le servía de guía a su marido. Todas las noches, antes en la mesa y después en la cama, consideraban detenidamente todo lo que pasaba en la oficina y, aunque tenía veinte años menos que él, Caraván confiaba en ella como en un director espiritual y seguía sus consejos.

Nunca había sido linda y ahora ya era decididamente fea, bajita y delgada. Además, las pocas gracias femeninas que tenía su cuerpo y que, a lo mejor, con mayor cuidado se hubieran puesto de manifiesto, nunca se destacaban debido a su desaliño en el vestir.

Llevaba la pollera torcida y solía rascarse en cualquier parte, sin importarle en absoluto que la vieran, por un impulso que no podía contener. El único adorno que se permitía era la exagerada cantidad de cintas que usaba en las cofias de entrecasa.

En cuanto vio a su marido le dio un beso y le preguntó:

- ¿Te has ocupado de lo de Potin, amigo mío?

Era un encargo que él le había prometido hacer y era ya la cuarta vez que lo olvidaba. Se dejó caer aterrado en una silla.

- Es una desgracia - decía - nunca puedo recordarlo.

Y como se lo veía tan desconsolado, su mujer le dijo:

- ¡Bah! Mañana te acordarás, ¿qué novedades hay en el Ministerio?
- Una gran noticia: nombraron subjefe a otro hojalatero.
- ¿De qué departamento?
- Del de compras en el exterior

Estalló indignada:

- ¿Entonces ocupa el lugar de Ramón, el que yo quería para ti? ¿Y qué hicieron con Ramón? ¿Lo jubilaron?
- Sí, lo jubilaron - balbuceó Caraván.

Su esposa, furiosa, terminó de torcer la cofia y exclamó:

- De esa malhadada jaula no se puede esperar ningún beneficio. ¿Cómo se llama tu comisario?
- Bonassot.

Se apoderó del anuario de la marina, que siempre tenía a mano, y buscó: "Bonassot, Tolón. Nacido en 1851. Aspirante en 1871. Subcomisario en 1875".

- ¿Y ha navegado?

Al escuchar esa pregunta Caraván se sintió aliviado. Se largó a reír y respondió:

- Igual que Balin, igual que su jefe Balin - dijo, y agregó, muerto de risa, un chiste que le encantaba a todos los empleados -: Si los mandan en barco a visitar la estación naval de Point-du Jour se marean.

Pero a su mujer no le causó ninguna gracia. Se quedó seria, como si no lo hubiera oído, y después dijo, rascándose el mentón:

- ¡Si por lo menos tuviéramos a algún diputado amigo! El día que se sepa en la Cámara lo que ocurre en tu oficina, salta todo el Ministerio...

De pronto, se oyeron gritos en la escalera. Eran María Luisa y Felipe Augusto, que volvían de la calle, y en cada escalón se daban sopapos. La madre corrió hacia ellos y, tomando a cada uno por un brazo, los hizo entrar a la casa zamarreándolos con fuerza.

En cuanto vieron a su padre, se abalanzaron hacia él, que los abrazó con ternura. después se sentó, los puso sobre sus rodillas y charló con ellos. Felipe Augusto era un muchachito sucio, andrajoso y con cara de bobo. María Luisa era parecida a la madre: hablaba como ella, repetía sus palabras e, incluso imitaba sus gestos. Ella también preguntó:

- ¿Qué novedades hay en el ministerio?

Caraván respondió alegremente:

- Que tu amigo Ramón, el que viene a comer todos los meses, nos deja pequeñita. Acaban de nombrar a un nuevo subjefe.

Luisa alzó la vista y dijo, mirándolo con una condescendencia de niño precoz:

- Otro que te supera.

Caraván dejó de sonreír y no contestó; después de cambiar de tema, preguntó dirigiéndose a su mujer:

- ¿Cómo está mi madre?

La señora Caraván dejó de fregar, giró, se arregló la cofia y dijo, con el labio inferior tembloroso:

- ¡As, sí! Más vale no hablar de tu madre. ¡Linda me la ha hecho! Imagínate que la señora Lebaudin, la mujer del peluquero, subió hace poco para pedirme prestado un paquete de almidón. Y como yo no estaba, tu madre cerró la puerta en las narices tratándola de "pordiosera". Ya le dije lo que se merecía. Pero hizo como si no oyera, como siempre que se le cantan las verdades, aunque oye tan bien como tú y como yo. Todo eso es pura farsa y lo prueba el hecho de que haya subido a su cuarto sin replicar.

Caraván, confundido, seguía callado cuando la criada anunció que estaba lista la comida. Entonces, para avisar a su madre, tomó un palo de escoba, que siempre estaba escondido en un rincpon, y dio tres golpes en el techo. Después pasaron al comedor y la señora sirvió la sopa, esperando a la vieja. Pero ésta no aparecía y la sopa se enfriaba. Finalmente, comieron despacio y, una vez que los plators quedaron vacíos, la señora Caraván exclamó iracunda:

- Lo hace para molestarnos. Y tú eres el culpable porque siempre la defiendes.

Entonces, perplejo, por temor a las dos mujeres, mandó a Luisa en busca de la abuela y permaneció inmóvil, con la vista baja, mientras su esposa golpeaba furiosamente la base de la copa con el cuchillo.

De pronto se abrió la puerta y apareció la niña, sofocada y pálida. Dijo atropelladamente:

- La abuela está tirada en el suelo.

Caraván se levantó de un salto, arrojó la servilleta sobre la mesa y se abalanzó hacia la escalera, donde pronto retumbó su paso pesado, mientras su mujer subía más despacio, pensando que la vieja intentaba gastarles una broma de mal gusto.

La anciana estaba tendida en el suelo, de bruces, y una vez que su hijo la puso de espaldas se la vio con los ojos cerrados, pálida, con la cara demacrada, el cuerpo apergaminado, sin dar señales de vida.

Caraván, arrodillado a su lado, gemía:

- ¡Pobre mamá! ¡Pobre mamá!

Su mujer, tras mirarla un instante, exclamó:

- ¡Bah! Es uno de los desmayos de siempre. Seguro que lo hizo para no dejarnos dormir.

Después de desnudarla la llevaron a la cama y todos, incluso la criada, comenzaron a friccionarla. Pero a pesar de los esfuerzos no volvió en sí. Entonces mandaron a Rosalía en busca del doctor Chenet, que vivía en el muelle, hacia Suresnes. Tardó en llegar. Finalmente llegó y luego de examinar, papar y auscullar a la vieja, declaró:

- No hay nada que hacer.

Caraván abrazó llorando al cadáver; besaba convulsivamente la cara de su madre y derramaba tan copiosas lágrimas que con ellas empapaba el rostro de la muerta.

La señora Caraván demostrpo su pesadumbre de una manera adecuada a las circunstancias: de pie, detrás de su marido, emitía débiles gemidos y se frotaba los ojos con obstinación.

Caraván, con el rostro hinchado, el pelo en desorden, más feo, el pobre, desde que lo arrebatara su dolor verdadero, se irguió de pronto y preguntó:

- Dígame, Doctor, ¿no se habrá equivocado usted?

Chenet se acercó a la cama y, moviendo el cadáver con habilidad profesional, como un comerciante cuando elogia su mercadería, dijo:

- Mire usted esos ojos, amigo mío.

Levantó el párpado y apareció la mirada de la vieja no mucho más apagada que lo habitual. Caraván sintió como una puñalada en el corazón y se estremeció de miedo. Chenet tomó el brazo crispado, abrió la mano por la fuerza y, con gesto de furiosa, como si le fastidiara que lo contradijeran, exclamó:

- Mire esta mano: yo nunca me engaño.

Caraván volvió a caer de bruces sobre la cama, mientras su mujer, sin dejar de lloriquear, se ocupaba de lo necesario. Puso una carpeta sobre la mesa de luz y encima de ella colocó cuatro velas encendidas. Tomó una ramita de boj que estaba detrás del espejo de la chimenea y la colocó entre las velas, en un plato que, a cambio de agua bendita, llenó con agua clara. Sin embargo, luego de reflexionar un momento, echó una pizca de sal en el líquido, imaginando que ese acto era una suerte de consagración.

Una vez terminados los preparativos se quedó inmóvil, hasta que Chenet, que la había ayudado en estas tareas, le dijo:

- Hay que llevarse de aquí a Caraván.

Ella asintió con un gesto y se acercó a su marido que sollozaba de rodillas. Lo tomó por un brazo y el doctor por el otro.

Entre ambos lo sentaron en una silla y su mujer, dándole un beso en la frente, hizo algunas reflexiones. El médico las apoyaba y le aconsejaba tener resignación, valor y firmeza: todo lo que es imposible tener en casos semejantes. Después, los dos volvieron a tomarlo por los brazos y se lo llevaron.

Lloraba como un chico, sollozaba con los brazos caídos y las piernas flojas, y bajó las escaleras sin darse cuenta, moviendo maquinalmente los pies.

Lo dejaron en el sillón que siempre ocupaba para comer y le pusieron delante su plato con un resto de sopa. Se quedó quieto, mirando la sopa, con la mente en blanco.

La señora Caraván discurría con el doctor en un rincón y le preguntaba qué había que hacer en esos casos. Finalmente, el señor Chenet, que parecía aguardar algo, recogió su sombrero, declaró que aún no había comido y que se marchaba. La dueña de casa dijo entonces.

- ¿Cómo? ¿Que no ha comido usted? Por favor, quédese, doctor, quédese. Comerá lo que haya, aunque no quede mucho.

Él rehusó, disculpándose, pero ella inistió.

- Le ruego que se quede. En estos casos es muy agradable la presencia de un amigo. Nos hará un enorme favor y, tal vez, usted pueda lograr que mi marido tome un bocado.

El doctor se inclinó, dejó su sombrero y dijo:

- Si es así, acepto señora.

Ella impartió órdenes a Rosalía y se sentó a la mesa "para acompañar al doctor".

Comieron guiso, del que Chenet se sirvió dos veces. Después sacaron un embutido que apestaba a cebolla. La señora decidió probarlo.

- Es buenísimo - dijo el doctor
- ¿No es cierto? - repuso la señora sonriendo. Después se dirigió a su marido:
- Come un pedacito, Alfredo. Algo tienes que comer, hijo mío, piensa que vas a perder la noche.

El alargó el plato con la misma docilidad con que se habría metido en la cama si se lo hubieran aconsejado, sin saber qué hacía. Y comió.

El doctor repitió dos veces sirviéndose por su cuenta, y la señora Caraván, de tanto en tanto, pinchaba un gran bocado con el tenedor y se lo comía como al descuido.

Cuando apareció la fuente de macarrones a la italiana, el doctor exclamó:

- Tiene buen aspecto

La señora les sirvió a todos, incluso a los niños, los que aprovechaban la libertad en los que los dejaban para tomar vino puro y darse puntapiés por debajo de la mesa.

El señor Chenet recordó que Rossin era un gran aficionado a los macarrones y dijo:

- Bien podría comenzar una tonadilla con estos versos:
El maestro Rossini, en fin,
por los macarrones siente frenesí...
No lo escuchaban. La señora Caraván pensaba en las posibles consecuencias de esa muerte, mientras su marido hacía bolitas de pan, que abandonaba sobre el mantel, y miraba como atontado. Ardía de sed, y bebía vaso tras vaso de vino, de modo que su razón, ya trastornada por ese golpe imprevisto, parecía escapar de él, aumentando el malestar de una mala digestión.

El doctor tomaba como una esponja: se emborrachaba. Hasta la señora Caraván, que sólo bebía agua, sufría los efectos de la reacción que es consecuencia de toda conmoción nerviosa y se sentía turbada.

El señor Chenet contaba historias de fallecimientos que le parecían graciosas porque en los arrabales parisinos, repletos de provincianos, campeaba la indiferencia que sienten los aldeanos por los muertos, aunque sean de la familia. Hablaba de esa falta de respeto y de esa ferocidad inconsciente tan comunes en el campo y tan extrañas en París, y decía:

- Fíjense. La semana pasada me llaman de Puteaux. Voy. Encuentro al paciente ya muerto mientras su familia, reunida en torno de la cama, terminaba una botella de anís que habían comprado el día anterior para satisfacer un capricho del difunto.

Pero la señora no escuchaba, absorta en un sólo pensamiento, la herencia. y Caraván, con la cabeza trastornada, no podía comprender nada.

Sirvieron el café, que hicieron muy fuerte para animarse. La aromática bebida mezclada con coñac acabó de enredar las ideas de aquellas vacilantes inteligencias.

Después, apoderándose de una botella de anís, el doctor les sirvió un traguito a todos. Y se quedaron un rato largo sin hablar, sumidos en esa suerte de agradable modorra que provoca el alcohol después de comer, y sorbiendo lentamente el café y los licores.

Los chicos ya se habían dormido y Rosalía se encargó de acostarlos. Entonces, llevado por esa necesidad de aturdirse que sienten todos los desgraciados, Caraván tomaba más aguardiente y se le encandilaron los ojos.

El doctor se levantó para marcharse y tomando por el brazo a su amigo le dijo:

- Vamos, venga conmigo. Le haría bien dar un pequeño paseo. Cuando uno está apenado lo mejor es ponerse en movimiento.

Caraván obedeció. Tomó el sombrero y el bastón y salió. Tomados del brazo fueron los dos hasta el Sena, a la luz de las estrellas. El aire de la noche era puro y olía a bálsamo, porque todos los jardines de los alrededores estaban florecidos y parecía que los perfumes, que durante el día estaban como dormidos, despertaran por la noche de exhalar su olor flotando en alas de la brisa.

 La ancha avenida se veía desierta y silenciosa, con sus dos filas de faroles que llegaban hasta el Arco del Triunfo. Por ese lado llegaba el rumor de París, al que, de tanto en tanto, parecía contestar desde la llanura el silbato de algún tren que pasaba a toda máquina o que, atravesando la provincia, escapaba hacia el mar.

El aire fresco sorprendió al principio a los dos hombres, entorpeciendo el equilibrio del doctor y acentuando los vértigos que sentía Caraván por haber comido. Era como si anduviera en sueños con la mente embotada, sin sentir dolor, dominado por una suerte de atonía moral que le impedía sufrir y sentía cierto alivio, aumentado por los aromas que flotaban en el aire.

Al llegar al puente doblaron hacia la derecha y sintieron en la cara la frescura del río. Este corría melancólico y apaciguado a lo largo de una cortina de altos álamos. Las estrellas parecían nadar en el agua, llevadas por la corriente. Una niebla poco densa y blanquecina, que se cernía sobre la otra orilla, llegaba con su carga de humedad hasta los pulmones. Caraván, al sentir el olor del río, que despertaba en su corazón recuerdos muy lejanos, se detuvo de pronto.

En ese momento se le apareció la madre tal cual como es su infancia, arrodillada junto a la puerta, lavando de prisa en el arroyito que pasaba por el jardín de la casita de Picardía. oía el golpeteo de la pala resonando en el silencio de la campaña y la voz de su madre diciendo:

- Alcánzame el jabón, Alfredo.

Y sentía ese mismo olor del agua, esa misma bruma que surgía de la tierra empapada de agua, ese vaho del pantano de cuyo olor jamás había podido olvidarse y que ahora que su madre acababa de morir, se le aparecía con mayor fuerza.

Se detuvo envuelto en un nuevo ataque de dolor. Fue como una llamarada que alumbrara de golpe la magnitud de su pena. Y el encuentro de aquel soplo errabundo lo sumió en una desesperación abrumadora. El corazón se le desgarraba por esa eterna separación. Su vida quedaba cortada en dos y toda su juventud desaparecía tragada por aquella muerte. El pasado íntegro había terminado; se disipaban todos sus recuerdos de adolescente. Ya nadie iba a poder hablarle de las cosas de antes, de la gente que había conocido en otros tiempos, de su tierra, de él mismo, de la intimidad de su vida pasada. Una parte de su vida había muerto; la otra también debería extinguirse.

Empezaron a desfilar los recuerdos. Veía a su "mamá" más joven, con su vestido ajado por tanto uso, un vestido que parecía integrarse a su personalidad a medida que pasaban los años. Se acordaba de miles de ínfimos detalles: sus gestos, sus ademanes, la expresión de sus ojos, los tonos de su voz, sus hábitos, sus modalidades, sus arrebatos, las arrugas de su rostro, la manera en que movía los afilados dedos, las actitudes que le eran familiares y que ya nunca más observaría.

Se agarró del brazo del doctor y emitió dolorosos gemidos. Le temblaban las piernas; todo su corpulento cuerpo se estremecía impulsado por los sollozos y exclamaba:

- ¡Madre mía! ¡Pobre madre! ¡Pobre madre...!

Pero su compañero, que todavía estaba borracho y que pensaba acabar la noche en lugares que solía visitar en secreto, impaciente por esa crisis de dolor, lo hizo sentar sobre el pasto y lo abandonó casi enseguida, alegando que debía ir a visitar a un enfermo.

Caraván lloró un rato muy largo. Después cuando se quedó sin lágrimas y con ellas se deslizó todo su dolor, si así puede decirse, sintió cierto alivio, cierta tranquilidad, experimentó un súbito sosiego.

Había salido la luna y el horizonte aparecía bañado en su plácida claridad. Los altos álamos se elevaban con sus reflejos plateados y la niebla parecía florar sobre la llanura. El río, que ya no reflejaba las estrellas, era como un ancho cinturón de nácar que se deslizaba salpicado de puntitos brillantes. el aire era tibio y la brisa llegaba perfumada. El sueño de la tierra era reposado y Caraván aspiraba la dulzura de la noche. Y respiraba fuertemente, como si así, con esa agradable frescura, penetrara en su ser un consuelo sobrehumano.

Trataba de resistirse a ese bienestar y repetía:

- ¡Mamá! ¡Pobre mamá!

E intentaba llorar, creyendo que su conciencia se lo exigía; pero ya no podía, ni sentía la menor tristeza al pensar en las cosas que poco antes lo inundaban en lágrimas.

Entonces se levantó y se dirigió muy despacio hacia su casa, impregnado por la serena indiferencia de la naturaleza y ya apaciguado su dolor.

Al llegar al puente vio el farol del último tranvía que estaba a un tris de partir y vio también las ventanas iluminadas del café del Globo.

Experimentó la necesidad de contarle a alguien la aflicción inmensa que lo embargara, de suscitar la conmiseración, de hacerse el interesante. Al abrir la puerta adoptó una expresión desconsolada y fue hasta el mostrador donde estaba el dueño. Pensó que iba a producir un gran efecto, que todos se levantarían para darle la mano y preguntarle qué le pasaba. Pero nadie reparó en la tristeza de su rostro. Entonces se acodó sobre el mostrador y apretándose las sienes murmuró:

- ¡Dios mío! ¡Dios mío!
- ¿Se encuentra usted mal, señor Caraván?
- No amigo mío: mi madre acaba de morir.

Su interlocutor largó un distraído "¡Ah!" y al oír que un parroquiano le pedía un chop, le contestó en seguida con voz estentórea:

- ¡Ya voy! ¡Buuum! - dejando a Caraván atónito.

En la misma mesa adonde habían comido, absortos e inmóviles, los tres jugadores de dominó proseguían su partida. Caraván se les acercó buscando su lástima. Como ninguno reparó en él, se decidió a hablar:

- Desde que me fui me sucedió una gran desgracia
- ¿Qué te pasa?
- ¡Mi madre acaba de morir!

Uno de ellos murmuró:

- ¡Ah! ¡Demonios" - con esa pena fingida que los indiferentes adoptan en semejantes casos.

Otro, sin saber qué decir, agachó la cabeza y emitió un lúgubre silbido. El tercero se ensimismó otra vez en el juego como si pensara: "Oh, es natural".

Caraván aguardaba una de esas palabras que "salen del corazón", como suele decirse. Pero al ver que lo recibían de esa manera se alejó indignado por la indiferencia con que atendían el dolor de un amigo, aunque en ese momento ya no fuera tan vivo.

Salió.

Su mujer lo esperaba en camisón, sentada en una silla baja junto a la ventana abierta, absorta en la herencia.

- Desvístete - le dijo - hablaremos en la cama.

Caraván, señalando el techo con la vista, dijo:

- ¿Arriba no hay nadie?
- Si, está Rosalía. A las tres, cuando hayas dormido, subirás tú.

Por precaución no se sacó los calzoncillos. Se anudó un pañuelo de seda a la cabeza y se metió en la cama.


Durante un rato quedaron callados. Ella reflexionaba.


Como siempre, tenía la cofia adornada con un lazo de color rosa, inclinada hacia un lado.

En un instante dado, girando la cabeza, exclamó:

- ¿Sabes si tu madre hizo testamento?

- No... creo que no... Pienso que no

La señora Caraván clavó los ojos en su marido y dijo en voz baja y en tono encolerizado:

- Eso es una barbaridad, porque hace diez años que nos desvivimos cuidándola y dándole de comer. ¡Creo que tu hermana no hubiera hecho ni la mitad, y yo tampoco, de saber cuál sería la recompensa! ¡Esto avergüenza su memoria! Si, seguramente objetarás que pagaba pos su manutención, es cierto. Pero las atenciones y los cuidados de los hijos se recompensan a través de un testamento. Por lo menos, las personas honradas lo hacen así. En cambio, yo trabajé para nada. ¡Está bien, muy bien está!

Caraván decía desesperado:

- Serénate, serénate, querida, te lo ruego, te lo imploro.

Por fin se calmó y dijo con su ordinario acento:

- Mañana a la mañana deberás avisarle a tu hermana.
- Es cierto. No había pensado en eso. En cuanto amanezca, le mandaré un telegrama.
- No - repuso ella -; no lo mandes hasta las diez, así tendremos tiempo de prepararnos para su llegada. Desde Charenton tardarán por lo menos dos horas. Les diremos que, debido al disgusto, te olvidaste de avisarles con tiempo. Unas horas más o menos no hacen al caso.

Caraván se pasó la mano por la frente y con el tono tímido que usaba cada vez que hablaba con su jefe, cuyo recuerdo lo había temblar, dijo:

- Tenemos que avisar al Ministerio.
- ¿Para qué? En estos casos no hace falta avisar. Créeme, no mandes ningún recado; el jefe no podrá regañarte y, en cambio, lo fastidiarás.
- Si, flor de rabieta se pescará al notar que no voy. Tienes razón, es una buena idea. Cuando le informe que murió mi madre, no podrá gritar.

El empleado, muy contento con su broma, se frotaba las manos de placer, mientras en la habitación de arriba yacía el cadáver de la vieja, cerca de la criada dormida.

La señora Caraván cavilaba, como si estuviera preocupada por pensamientos que no se animaba a expresar. Por fin se decidió.

- ¿No es cierto que tu madre te había dado el reloj de su pieza?
- Si, creo que si. Cuando vino a vivir con nosotros dijo que me daría el reloj siempre que lo cuidáramos.

La señora Caraván, tranquilizada, respondió:

- Entonces es necesario ir a buscarlo, porque si lo dejamos allá, mientras esperamos a tu hermana, adiós.
- ¿Te parece...¡

Ella se enojó:

- ¡Por su puesto! En cambio, una vez que esté aquí, aunque reclamen, ya es nuestro. Y con la cómoda de su pieza, la que tiene mármol, haremos lo mismo. Me la regaló a mí un día que estaba de buen talante. Bajaremos las dos cosas juntas.

Caraván parecía dudar:

- Es una gran responsabilidad, querida - dijo-
- ¡Ah, si! - exclamó su mujer hecha una furia - ¿De manera que nunca cambiarás? Antes de decidirte permitirás que tus hijos se mueran de hambre. ¿Acaso no me dio esa cómoda? Pues entonces es mía. Y si a tu hermana no le satisface, peor para ella. ¡Por lo que me importa tu hermana! ¡Vamos! Levantémonos y tomemos de inmediato lo que nos regaló tu madre.

Tembloroso y vencido, bajó de la cama. Iba a ponerse los pantalones pero su mujer lo detuvo.

- No hace falta vestirse. Yo tampoco me vestiré.

Y ambos subieron en paños menores y en el mayor silencio; abrieron la puerta con sumo cuidado y entraron en la habitación donde las cuatro velas, encendidas alrededor del plato adonde estaba el boj bendito, parecían velar a la muerta en la rigidez de su sueño, porque Rosalía roncaba con las piernas estiradas, los brazos caídos y la boca abierta.

Caraván tomó el reloj. Era uno de esos grotescos objetos que produjo el arte imperial. Una joven de bronce bruñido, adornada con flores en la cabeza, sostenía con la mano un bilboquet, cuya bola hacía las veces de péndulo.

- Dame eso - dijo su esposa - y toma el mármol de la cómoda.

El obedeció resoplando y alzó el mármol con gran esfuerzo. Entonces la pareja se alejó. Caraván se agachó para pasar por la puerta y bajó las escaleras temblando, en tanto que su mujer, que bajaba de espaldas, lo alumbraba con una mano y con la otra sostenía el reloj.

Cuando llegaron a su habitación ella suspiró satisfecha.

- Ya hicimos lo más difícil; vamos a terminar.

Los cajones del mueble estaban llenos de ropa de la muerta. Era necesario esconderlas en algún lado.

La señora Caraván tuvo una idea:

- Ve a traer el cajón de leña que está en el vestíbulo. No vale ni dos francos y podremos ponerlo aquí.

Caraván llevó el cajón y empezaron a trasladar la ropa.

Sacaban uno detrás de otro cuellos, corpiños, puños, camisas, gorras, todas las pobres prendas de la vieja que yacía detrás de ellos, y las ponían metódicamente en el cajón, para engañar a la señora Braux, es decir, la hija de la difunta, que llegaría al día siguiente.

Después bajaron los cajones vacíos y, por fin, entre los dos, la cómoda. Tardaron un rato en decidir adónde quedaría mejor, hasta que resolvieron ponerla entre las dos ventanas, frente a la cama.

Una vez en su lugar, la señora Caraván la llenó con su propia ropa. El reloj fue colocado en la chimenea de la sala y la pareja observó el efecto: les pareció encantador.

- Queda muy bien - dijo ella
- Sí, muy bien - respondió Caraván.

Se acostaron. Ella apagó la lámpara y al rato todos dormían en la casa.

Ya era de día cuando Caraván despertó. Estaba como atontado y sólo después de un momento recordó los sucesos de la víspera. Ese recuerdo les produjo una conmoción y se tiró de la cama trastornado, a punto de llorar.

Subió al cuarto del segundo piso, adonde Rosalía, que había pasado la noche entera durmiendo, aún soñaba. La mandó a sus tareas, cambió las velas que se estaban acabando y miró a su madre pensando en esas ideas medio religiosas, medio filosóficas que acuden a la mente de las personas de mediana inteligencia ante el espectáculo de la muerte.

Su mujer lo llamaba y bajó. Había confeccionado una lista de las cosas que había que hacer y se la entregó. Eso lo asustó. Leyó:

1° Hacer la declaración en la alcaldía
2° Avisar al médico forense
3° Encargar el ataúd
4° Ir a la parroquia
5° Avisar a la casa de pompas fúnebres
6° Pasar por una imprenta y encargar las esquelas
7° Ir a lo del notario
8° Ir al telégrafo para avisar a la familia

Además debía hacer otros mandados de menor importancia. Tomó el sombrero y salió.

La noticia había circulado y muchas vecinas fueron a la casa para ver a la difunta.

En la casa del barbero, mientras éste afeitaba a un cliente y su mujer tejía calceta, ambos entablaron el siguiente diálogo:

- Otra avara que se va al otro mundo. Yo no la tragaba, pero de todos modos tendré que ir a verla.

Su marido, mientras enjabonaba al cliente gruñó:

- ¡Demonios de mujeres! ¡Son el mismísimo demonio! No conformes con mortificarnos en vida, ni siquiera nos dejan en paz después de muertas.

Pero su mujer, sin inmutarse, contestó con calma:

- Tengo ganas de ir, no puedo evitarlo. Si no la viera creo que pensaría en ella durante toda la vida. Cuando la haya visto bien quedaré satisfecha.

El barbero se encogió de hombros y le dijo al parroquiano, cuya mejilla rasuraba:

- ¡Vaya con las ideas de las mujeres! ¡Buena vista para un ciego! No seré yo quien vaya a ver muertos.
- Hijo, no sé que decirte - repuso la comadre. Luego dejó la calceta sobre el mostrador y subió al primer piso.

Ya había dos vecinas hablando con la señora Caraván que les explicaba los detalles del accidente.

Fueron hasta la habitación mortuoria. Las cuatro mujeres entraron a paso de lobo, una tras otra salpicaron con agua salada la sábana; se arrodillaron, se persignaron y musitaron una oración. Al levantarse, contemplaron largo rato el cadáver mientras la nuera de la difunta, llevándose el pañuelo a la cara, simulaba un gemido de desesperación.

Cuando se dio vuelta para marcharse vio en el umbral de la puerta a María Luisa y a Felipe Augusto, los dos en camisón y mirando con mucha curiosidad. Entonces, olvidando su pena, se abalanzó hacia ellos chillando:

- ¡Largo de aquí, entrometidos!

Luego de diez minutos, al volver con una nueva tanda de vecinas, vio otra vez a los niños y los retó por puro formulismo. Pero al rato ya no se preocupó por ellos, que se arrodillaban e imitaban todo lo que le veían hacer a su madre.

A las primeras horas de la tarde la cantidad de vecinos ya había menguado. Poco después ya no apareció ninguno. La señora Caraván preparaba todo lo necesario para las ceremonias fúnebres, mientras la difunta yacía solitaria.

La ventana de la habitación estaba abierta. Entraba un calor sofocante y grandes bocanadas de polvo; las llamas de las velas se agitaban cerca del cuerpo inmóvil. Y por las sábanas, por el rostro y las manos rígidas, paseaban, corrían, iban y venían mosquitos, que visitaban a la vieja esperando su hora próxima.

maría Luisa y Felipe Augusto estaban correteando por la calle y pronto los rodeó un gran grupo de amiguitos, sobre todo de niñas, que son más despiertas que los niños y se interesan antes por los misterios de la vida. Preguntaban como personas mayores:

- ¿Ha muerto tu abuela?
- Sí, anoche.
- ¿Cómo ha muerto?

María Luisa les explicaba todo, detallando la ramita de boj, las velas y el rostro de la difunta. Todo eso despertó enorme curiosidad en los niños, que también ver el cadáver.

María Luisa organizó una primera expedición con las cinco niñas y los dos niños mayores, los más atrevidos. Los obligó a descalzarse, para que no descubrieran su presencia, y el grupo se deslizó sin hacer ruido, escaleras arriba, como un ejército de ratones. Una vez en el cuerto, la mocosa, imitando a su madre, dispuso la ceremonia. Se arrodilló, se persignó, hizo como si rezara, y se levantó; sus compañeros la imitaron y rociaron las sábanas con el agua del plato. Estaban fascinados y, al mismo tiempo, les daba miedo ver la cara y las manos de la muerta. La niña simuló sollozar tapándose la cara con el pañuelo. Pero de pronto se consoló, al recordar a los que estaban esperando. Se retiró con ese primer grupo y volvió poco después con otro y después con otro y luego con otro, pues todos los chiquillos del barrio querían disfrutar de ese nuevo entretenimiento, y ella imitaba cada vez con mayor desenvoltura las tonterías de su madre.

Finalmente se cansó; todos los niños empezaron a jugar a otra cosa y la vieja quedó sola y totalmente olvidada.

El cuarto se llenó de sombras y la luz de las velas provocaba bruscas claridades que iluminaban la cara seca y arrugada de la muerta. A las ocho subió Caraván, que cambió las velas y cerró la ventana. Acostumbrado al espectáculo de la muerte, ya entrada a la habitación tranquilamente, como si el cadáver estuviera allí desde hacía meses. Notó que no había señales de descomposición y se lo comunicó a su esposa en el momento de sentarse a la mesa para comer.

- No es de extrañar - respondió-. Está apergaminada; si se nos diera la gana se conservaría un año.

Tomaron la sopa sin cambiar palabra. Los niños, cansados de correr durante todo el día, dormitaban en las sillas y todos permanecían en silencio.

De pronto, la luz de la lámpara bajó.

La señora Caraván hizo girar la llave, pero fue en vano. La luz se apagó. Habían olvidado comprar aceite. Si iban hasta la tienda se enfriaría la comida. Buscaron velas. Las únicas que había eran las que ardían arriba, sobre la mesa de luz.

La señora Caraván, mujer decidida, envió a María Luisa a buscar dos y esperaron a oscuras.

Se oían con claridad los pasos de la niña al subir la escalera. Después reinó el silencio durante un instante y, de pronto, la niña bajó atropelladamente. Abrió la puerta despavorida, más trastornada que la noche anterior, cuando anunció la desgracia, y murmuró aterrada:

- ¡Ay papá! La abuela se está vistiendo.

Caraván se levantó tan sobresaltado que tiró la silla y preguntó:

- ¿Qué dices? ¿Qué estás diciendo?

María Luisa, ahogada por la emoción, repitió:

- La abuela... la abuela... la abuela se está vistiendo y va a bajar.

Caraván se lanzó como un loco hacia la escalera, seguido por su mujer. Pero una vez delante de la puerta del segundo piso se detuvo; de susto no se animaba a entrar. ¿Qué iría a ver? La señora Caraván, más resuelta, giró la llave y entró en la habitación. Esta parecía más sombría y, en el centro, se movía una figura alta y delgada. La vieja estaba dde pie. Estaba de pie y, al levantarse de su sueño letárgico, antes de volver por completo en sí, se había incorporado y apagado tres de las cuatro velas que ardían junto a la cama mortuoria. Después, recobradas las fuerzas, se levantó para vestirse. Al comienzo, le llamó la atención la desaparición de la cómoda; pero finalmente encontró su ropa en la caja de madera blanca y se vistió con tranquilidad. Después de tirar el agua que había en el plato, puso la ramita de boj detrás del espejo, arregló las sillas e iba a bajar cuando entraron su nueva y su hijo.

Caraván se abalanzó hacia ella, le tomó las manos y la besó llorando, mientras su mujer decía detrás de él con acento hipócrita:

- ¡Qué suerte! ¡Oh! ¡Qué suerte!

Pero la vieja, sin enternecerse, simulando no comprender nada, preguntó con frialdad:

- ¿Estará lista la comida?

Su hijo, sin saber qué decía, replicó:

- Si, mamá, si; te estábamos esperando.

Y con desusado cariño, la tomó del brazo mientras la nuera los alumbraba bajando de espaldas, tal como la noche anterior, cuando su marido bajaba el mármol de la cómoda.

Al llegar al primer piso casi tropieza con unas personas que subían. Eran los parientes de Charentón, la señora Braux y su marido.

La hermana de Caraván, alta y robusta, con el vientre hinchado por hidropesía, lo que la obligaba a echar el cuerpo hacia atrás, abría los ojos asustada y dispuesta a huir. Su marido, un zapatero socialista, hombrecito delgaducho y con mucho vello, como un mono, murmuró sin conmoverse:

- ¡Ah! ¡Parece que resucitó!

En cuanto los reconoció, la nuera les hizo expresivos gestos y dijo en voz alta:

- ¡Vaya! ¿Ustedes por aquí? ¡Qué agradable sorpresa!

La señora Braux, estupefacta, seguía sin entender nada y repuso a media voz.

- Vinimos al recibir el telegrama; creíamos que ya no había nada que hacer

Su marido, que estaba detrás, la pellizcaba para que se callara y dijo, con una sonrisa irónica:

- Gracias por habernos invitado; ya ven que hemos venido enseguida - agregó, aludiendo a la enemistad que existía entre ambas parejas desde hacía años -. Después fue hacia la vieja, que ya había llegado al descansillo y frotándole la cara demacrada y pálida con su barba, le gritó al oído debido a su sordera - ¡Veo que estamos fuertes abuela!

La señora Braux, por la sorpresa de encontrar viva a la que creía muerta, ni siquiera se animaba a besarla, y su enorme barriga ocupaba el descansillo e impedía el paso a los demás.

La vieja, inquieta y desconfiada, pero sin decir palabra, observaba a sus hijos con ojitos de dura mirada, escrutándolos, examinando a uno por uno y turbándolos a todos.

Para tratar de explicarse de algún modo Caraván dijo:

- Estuvo un poco delicada, pero ahora está mejor, ¿verdad, mamá?

La buena mujer siguió caminando y contestó con su voz cascada, que parecía llegar desde lejos:

- Fue un desmayo; oí todo lo que decían.

Siguió un silencio lamentable. Entraron en la sala y después se dispusieron a comer un refrigerio improvisado en unos minutos. El único que había mantenido su aplomo era Braux. Su cara de gorila maléfico gesticulaba y largaba frases de doble sentido, que fastidiaban a todos.

A cada momento sonaba el timbre de la puerta y Rosalía corría desesperada a llamar a Caraván. Este se levantaba y arrojaba la servilleta. Su cuñado le preguntó con un tonito zahiriente si tenía una recepción.

- No, son encargos que me traen - balbuceó.

Trajeron un gran paquete. Lo abrió atolondradamente y aparecieron las esquelas mortuorias orladas de negro. Entonces enrojeció hasta las orejas y escondió el paquete.

Su madre no lo había visto. Miraba obstinadamente el reloj, cuya bola doraba oscilaba sobre la chimenea. Todos estaban cada vez más turbados debido, precisamente, al silencio.

De pronto, la vieja giró hacia su hija su arrugado rostro de bruja y, con los ojos relucientes de malicia, dijo:

- El lunes trae a tu hija, quiero verla.
- Si mamá - repuso con júbilo la señora Braux, mientras la nuera empalidecía de angustia.

Por fin, los dos hombres comenzaron a hablar; discutían sobre un tema político. Braux sostenía las doctrinas revolucionarias y comunistas; movía las manos y vociferaba con los ojos relampagueantes bajo su densa pelambre.

- ¡Si, señor! La propiedad es un robo que perjudica al trabajador, la tierra es de todos; ¡la herencia es una infamia y una vergüenza...!

Después se calló de golpe, como quien acaba de decir una tremenda tontería, y agregó en tono más suave:

- Aunque este no es el momento más propicio para hablar de ello.

Se abrió la puerta y apareció el doctor Chenet. Durante un instante permaneció anonadado, pero de inmediato se repuso y acercándose a la vieja, exclamó:

- ¡Ah, ah! Veo que está mejor, abuela. Ya lo sospechaba y mientras subía la escalera pensé "apuesto a que ya está levantada".

Y luego de darle un golpecito en la espalda añadió:

- Es más fuerte que el Puente Nuevo. Ya verán como los entierra a todos.

Se sentó, aceptó el café que le ofrecían e intervino en la discusión apoyando a Braux, porque él también había sido comunista en 1871.

La anciana, que estaba cansada, quiso ir a su habitación. Caraván fue a su encuentro. Ella lo miró fijamente y le dijo:

- Vamos, sube de inmediato la cómoda y él reloj.
- Sí, mamá - balbuceó.

La vieja tomó a su hija del brazo y se alejó con ella.

Los dos Caraván quedaron mudos, anonadados, sintiendo que se avecinaba un desastre. Mientras tanto, Braux sorbía lentamente el café con evidente satisfacción.

En cierto momento, la señora Caraván se abalanzó hacia él chillando:

- Ladrón, canalla, asaltante... ¡Le escupo la cara! Le... le...

Y al no encontrar un insulto suficientemente terrible se ahogaba, embargaba por la cpolera, en tanto él seguía riendo y bebiendo. Al aparecer la cuñada aumentó el alboroto. La señora Caraván la injurió de manera detestable y ambas se dijeron cosas indecibles, de esas que ni siquiera se dicen las prostitutas, contrastando el corpachón de una con la figura escuálida y esmirriada de la otra.

Chenet y Braux se interpusieron y Braux tomó a su mujer por los hombros y la echó gritando:

- Cállate, burra; chillas demasiado. - Y se los oyó pelear mientras se alejaban.

El señor Chenet se despidió.

Los Caraván permanecieron frente a frente.

Entonces, sudando de angustia, él se desplomó en una silla y murmuró:

- Y ahora, ¿qué le digo a mi jefe?.





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