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sábado, 8 de septiembre de 2012

Charlie y la fábrica de chocolate - Cap. IX y X - Roald Dahl

Viene de "Charlie y la fábrica de chocolate - Cap. VII y VIII - Roald Dahl"


 IX

El abuelo Joe se arriesga

Al día siguiente, cuando Charlie volvió de la escuela. y entró a ver a sus abuelos se encontró con que sólo el abuelo Joe estaba despierto. Los otros tres roncaban ruidosamente.

—¡Sshhh! —susurró el abuelo Joe, e indicó a Charlie que se acercase.

Charlie lo hizo de puntillas y se detuvo junto a la cama. El anciano le sonrió maliciosamente y luego empezó a buscar algo metiendo la mano debajo de la almohada; cuando su mano volvió a salir llevaba un antiguo monedero de cuero aferrado entre los dedos. Cubriéndose con las mantas, el anciano abrió el monedero y le dio la vuelta. De él cayó una moneda de plata de seis peniques.

—Es mi botón secreto —susurró——. Los demás no saben que lo tengo. Y ahora tú y yo vamos a hacer un último intento para encontrar el billete restante. ¿Qué te parece, eh? Pero tendrás que ayudarme.
—¿Estás seguro de que quieres gastarte tu dinero en eso, abuelo? —murmuró Charlie.
—¡Claro que estoy seguro! —exclamó excitado el anciano—. ¡No te quedes ahí discutiendo! ¡Yo tengo ganas como tú de encontrar ese billete! Toma, coge el dinero, vete corriendo a la tienda más cercana, compra la primera chocolatina de Wonka que veas, tráela aquí y la abriremos juntos.

Charlie cogió la pequeña moneda de plata y salió rápidamente de la habitación. Al cabo de cinco minutos estaba de vuelta.
—¿Ya la tienes? —susurró el abuelo Joe, con los ojos brillantes.

Charlie hizo un gesto afirmativo con la cabeza y le enseñó la chocolatina. SORPRESA DE NUEZ WONKA, decía el envoltorio.
—¡Bien! —murmuró el anciano, incorporándose en la cama y frotándose las manos—. Y ahora ven aquí y siéntate a mi lado y la abriremos  juntos. ¿Estás preparado?
—Sí —dijo Charlie—. Estoy preparado.
—De acuerdo. Abrela tú.
—No —dijo Charlie—. Tú la has pagado. Hazlo tú todo.

Los dedos del anciano temblaban terriblemente mientras intentaba abrir la chocolatina.

—La verdad es que no tenemos ninguna esperanza —murmuró, riendo nerviosamente—. Sabes que no tenemos ninguna esperanza, ¿verdad?
—Sí —dijo Charlie—. Lo sé.

Los dos se miraron y empezaron a reír nerviosamente.

—Claro —dijo el abuelo Joe—, que siempre existe una pequeñísima posibilidad de que pueda ser ésta, ¿no estás de acuerdo?
—Sí —dijo Charlie—. Por supuesto. ¿Por qué no la abres, abuelo?
—Todo a su tiempo, mi querido muchacho, todo a su tiempo. ¿Cuál de los dos extremos crees tú que debería abrir primero?
—Aquél. El que está lejos de ti. Desprende un pedacito de papel, pero no lo bastante para que podamos ver nada aún.
—¿Así? dijo el anciano.
—Sí. Y ahora un poquito más.
—Hazlo tú —dijo el abuelo Joe—. Yo estoy demasiado nervioso.
—No, abuelo. Debes hacerlo tú mismo.
—Está bien. Allá vamos —y rasgó el envoltorio.

Los dos miraron lo que había debajo. Era una chocolatina, nada más. A la vez, los dos vieron el lado cómico de la situación y estallaron en sonoras carcajadas.

 —¿Qué diablos ocurre? —exclamó la abuela Josephine, despertándose de repente.
—Nada —dijo el abuelo Joe—. Vuelve a dormirte. 

X

La familia empieza a pasar hambre

Las dos semanas siguientes hizo mucho frío. Primero llegó la nieve. Empezó a nevar de repente una mañana cuando Charlie se estaba vistiendo para ir a la escuela. De pie junto a la ventana vio los enormes copos descendiendo lentamente de un helado cielo color de acero.

Al llegar la noche había cuatro pies de nieve alrededor de la casita, y el señor Bucket tuvo que cavar un camino desde la puerta hasta la carretera.

Después de la nieve vino una helada ventisca que sopló sin cesar días enteros. ¡Qué frío hacía! Todo lo que Charlie tocaba parecía estar hecho de hielo, y cada vez que se aventuraba fuera de la puerta el viento era como un cuchillo sobre sus mejillas.

Dentro de la casa pequeñas corrientes de aire helado entraban a raudales por los resquicios de las ventanas y por debajo de las puertas, y no había sitio adonde ir para evitarlas. Los cuatro ancianos yacían silenciosos y acurrucados en su cama, intentando ahuyentar el frío de sus huesos. El entusiasmo provocado por los Billetes Dorados había sido olvidado hacía mucho tiempo. Nadie en la familia pensaba en otra cosa que no fuera los vitales problemas de mantener el calor y conseguir lo suficiente para comer. 

No sé que ocurre en los días fríos que da un enorme apetito. La mayoría de nosotros nos sorprendemos deseando espesos guisos calientes y tibios trozos de pastel de manzana y toda clase de deliciosos platos calientes, y teniendo en cuenta que somos mucho más afortunados de lo que pensamos, a menudo obtenemos lo que deseamos, o casi. Pero Charlie Bucket nunca obtenía lo que deseaba porque la familia no podía permitírselo, y a medida que el frío persistía, empezó a sentir un hambre devoradora. Las dos chocolatinas, la que había recibido para su cumpleaños y la que había comprado el abuelo Joe, hacía mucho tiempo que se habían terminado, y todo lo que comía ahora eran esas escasas raciones de repollo tres veces al día.

Y de pronto esas raciones se volvieron aun más escasas.

La causa de esto fue que la fábrica de pasta dentífrica donde trabajaba el señor Bucket quebró inesperadamente y tuvo que cerrar. En seguida el señor Bucket intentó conseguir otro empleo. Pero no tuvo suerte. Finalmente, la única manera de conseguir reunir unos pocos centavos fue la de barrer la nieve de las calles. Pero esto no era suficiente para comprar ni siquiera la cuarta parte de la comida que necesitaban aquellas siete personas. La situación se hizo desesperada. El desayuno consistía ahora en una rebanada de pan para cada uno, y el almuerzo, con suerte, en media patata cocida.

Lenta, pero inexorablemente, los habitantes de la casita empezaron a morirse de hambre.

Y todos los días el pequeño Charlie Bucket, abriéndose paso entre la nieve camino de la escuela, debía pasar delante de la gigantesca fábrica de chocolate del señor Willy Wonka. Y cada día, a medida que se acercaba a ella, elevando su pequeña nariz respingona, olfateaba el maravilloso aroma del chocolate derretido. A veces se quedaba inmóvil junto a los portones durante varios minutos, aspirando profundas bocanadas de aire, como si estuviese intentando comerse el olor mismo.

—Ese niño —dijo el abuelo Joe, sacando la cabeza fuera de las mantas una helada mañana—, ese niño tiene que tener más comida. Nosotros no importamos. Somos demasiado viejos para preocuparnos de nada. ¡Pero un niño en edad de crecer! ¡No puede seguir así! ¡Ya casi parece un esqueleto!
—¿Qué podemos hacer? —murmuró tristemente la abuela Josephine—. Se niega a aceptar nuestras raciones. Su madre intentó poner en el plato de Charlie su propia rebanada de pan esta mañana durante el desayuno, pero él no quiso tocarla. Se la devolvió inmediatamente.  
—Es un muchacho estupendo —dijo el abuelo George—. Merece algo mejor que esto.

El crudo invierno seguía y seguía.

Y cada día Charlie Bucket adelgazaba más y más. Su cara se volvió aterradoramente pálida y demacrada. La piel estaba tan estirada sobre sus mejillas que se adivinaban los huesos debajo de ella. Parecía poco probable que pudiese seguir así mucho más tiempo sin enfermar seriamente.

Y ahora, tranquilamente, con esa curiosa sabiduría que tan a menudo parecen adquirir los niños en tiempos difíciles, empezó a hacer pequeños cambios aquí y allá en todo lo que hacía para conservar sus energías. Por la mañana salía de su casa diez minutos más temprano para poder caminar lentamente hacia la escuela sin tener que correr nunca. Se quedaba tranquilamente sentado en la sala de clase durante los recreos, descansando, mientras los demás corrían fuera y lanzaban bolas de nieve y se revolcaban en ella. Todo lo que hacía ahora, lo hacía lenta y cuidadosamente para evitar el agotamiento.
Una tarde, mientras volvía a su casa con el helado viento dándole en la cara (y sintiéndose, incidentalmente, más hambriento de lo que se había sentido nunca), sus ojos se vieron atraídos por el brillo de un objeto plateado que había sobre la nieve junto a una alcantarilla. Charlie bajó de la acera y se inclinó para examinarlo. Parte del objeto estaba enterrado en la nieve, pero el niño vio inmediatamente lo que era. 

¡Era una moneda de cincuenta peniques!

Rápidamente miró a su alrededor.

¿La acabaría de perder alguien?

No, eso era imposible, puesto que parte de la moneda estaba enterrada.

Varias personas pasaban a su lado apresuradamente, las barbillas hundidas en los cuellos de sus abrigos, sus pasos crujiendo sobre la nieve. Ninguno de ellos parecía estar buscando dinero; ninguno de ellos prestaba la más mínima atención al niño agachado junto a la alcantarilla. 

Entonces, ¿esta moneda cincuenta peniques era suya?
¿Podía quedarse con ella?

Cuidadosamente, Charlie la extrajo de la nieve. Estaba húmeda y sucia, pero en perfectas condiciones.
¡Una moneda de cincuenta peniques para él solo!

La sostuvo fuertemente entre sus dedos temblorosos, mirándola. En aquel momento esa moneda sólo significaba una cosa para él. Significaba COMIDA. 

Automáticamente, Charlie se volvió y empezó a buscar la tienda más cercana. Sólo quedaba a diez pasos..., era una tienda de periódicos y revistas, la clase de tienda que vende también golosinas y cigarrillos..., y lo que haría, se dijo rápidamente... sería comprarse una sabrosísima chocolatina y comérsela toda, mordisco a mordisco, allí mismo y en ese momento..., y el resto del dinero lo llevaría a su casa y se lo entregaría a su madre. 


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