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viernes, 2 de noviembre de 2012

Moby Dick - Cap III - Herman Melville

Viene de "Moby Dick - Cap I y II - Herman Melville"


Capítulo III

La posada del chorro

Al entrar en esta Posada del Chorro, coronada de buhardillas, uno se encontraba en un ancho  vestíbulo, bajo e irregular, lleno de entablamentos pasados de moda, que recordaban las amuradas de alguna vieja embarcación desechada. A un lado colgaba un enorme cuadro al óleo tan enteramente ahumado y tan borrado por todos los medios, que, con las desiguales luces entrecruzadas con que uno lo miraba, sólo a fuerza de diligente estudio y de una serie de visitas  sistemáticas y de averiguaciones cuidadosas entre los vecinos, se podía llegar de algún modo a entender su significado.

Había tan inexplicables masas de sombras y claroscuros, que al principio casi se pensaba que algún joven artista ambicioso, en los tiempos de las brujas de New England, había intentado delinear el caos embrujado. Pero a fuerza de mucho contemplar con empeño, y de abrir del todo  la ventanita al fondo del vestíbulo, se llegaba por fin a la conclusión de que tal idea, por  descabellada que fuera, podría no carecer completamente de fundamento.

Pero lo que más desconcertaba y confundía era una masa negra, larga, blanda, prodigiosa, de algo que flotaba en el centro del cuadro, sobre tres líneas azules, borrosas y verticales, en medio de una fermentación innominada. Ciertamente, un cuadro aguanoso, empapado, pútrido, capaz de sacar de quicio a un hombre nervioso. Pero había en él una suerte de sublimidad indefinida, medio lograda e inimaginable, que le pegaba a uno por completo al cuadro, hasta que  involuntariamente se juramentaba uno consigo mismo para descubrir qué quería decir esa maravillosa pintura.

De vez en cuando, cruzaba como una flecha alguna idea brillante, pero ¡ay!, engañosa:

«Es el mar Negro en noche de galerna»,
«Es el combate antinatural de los cuatro elementos primitivos»,
«Es un matorral maldito»,
«Es una escena invernal hiperbórea»,
«Es la irrupción de la corriente del Tiempo, rompiendo el hielo».

Pero todas esas fantasías cedían ante aquel portentoso no sé qué había en el centro del cuadro. Una vez averiguado aquello, lo demás estaría claro. Pero, alto ahí: ¿no muestra un leve parecido con un gigantesco pez? ¿Incluso, con el propio gran Leviatán? Efectivamente, la intención del  artista parecía ésa: conclusiva opinión mía, basada en parte sobre las opiniones reunidas de diversas personas ancianas con quienes conversé sobre el tema. El cuadro representa un navío del Pacífico, en un gran huracán; el barco, medio sumergido, se revuelve allí en las aguas, con sus tres mástiles desmantelados solamente visibles; y una ballena exasperada, al intentar dar un salto limpiamente sobre la embarcación, se ha empalado en los tres mastelerillos.

La pared de enfrente, en este zaguán, se había decorado toda ella con una pagana ostentación de monstruosos dardos y rompecabezas. Algunos estaban densamente incrustados de dientes brillantes, pareciendo sierras de marfil; otros estaban coronados con mechones de pelo humano; uno tenía forma de guadaña, con un amplio mango que barría en torno como el sector que deja en la hierba recién segada un segador de largos brazos. Uno se estremecía al mirar, preguntándose qué monstruoso caníbal salvaje podría haber ido jamás a cosechar muerte con tan horrible herramienta tajadora. Mezclados con esto, había viejos y enmohecidos arpones balleneros, deformados y rotos. Algunos eran armas con mucha historia. Con aquella vieja lanza, ahora brutalmente torcida, cincuenta años antes, Nathan Swain mató quince ballenas de sol a sol. Y ese arpón —ahora tan parecido a un sacacorchos— se lanzó en mares de Java, y lo arrastró una ballena que años después fue muerta a la altura del cabo del Blanco.

El hierro primitivo había entrado junto a la cola, y como una aguja móvil dentro del cuerpo de un hombre, había viajado sus buenos cuarenta pies, hasta que por fin se encontró incrustada en la joroba.

Cruzando este sombrío vestíbulo, y a lo largo de ese pasadizo de arcos bajos abierto a través de lo que en tiempos antiguos debió ser una gran chimenea central con hogares alrededor), se entra en la sala común. Ésta es un lugar aún más sombrío, con tan pesadas vigas por encima, y tan agrietadas tablas viejas por debajo, que uno casi se imaginaría que pisa la enfermería de alguna vieja embarcación, sobre todo en tal noche ululante, cuando esa vieja Arca, anclada en su esquina, se balanceaba tan furiosamente.

A un lado había una mesa, larga y baja, a modo de estantería, cubierta de recipientes de cristal resquebrajado, llenos de polvorientas rarezas reunidas desde los más remotos rincones del  ancho mundo. Asomando desde el ángulo más apartado de la sala, queda una guarida de  aspecto sombrío, el bar; tosco intento de semejanza de una cabeza de ballena.

Sea como sea, allí está el vasto hueso en arco de la mandíbula de la ballena, tan amplio que casi podría pasar un coche por debajo. Dentro hay sucios estantes, con filas, alrededor, de viejos frascos, botellas y garrafas; y en esas mandíbulas de fulminante aniquilación, como otro maldito Jonás (nombre por el que, efectivamente, le llaman), se atarea un hombrecillo viejo y marchito, que vende a los marineros, a cambio de sus dineros, delirios y muerte.

Abominables son los vasos en que escancia su ponzoña. Aunque por fuera son cilindros verdes, por dentro esos villanos vidrios verdes, como ojos pasmados, se van ahusando engañosamente hacia abajo, hasta un fondo tramposo. Líneas geográficas de paralelos, groseramente grabadas en el cristal, rodean esos cuencos de salteadores de caminos. Llenando hasta esta señal, no hay que pagar más que un penique; hasta aquí, un penique más; y así sucesivamente, hasta el vaso lleno, la medida total, como pasando el cabo de Hornos, que se puede ingurgitar por un chelín.

Al entrar en aquel sitio, encontré cierto número de marineros jóvenes reunidos alrededor de
una mesa, examinando, a una luz mortecina, diversas muestras de skrimshander. Busqué al patrón, y al decirle que deseaba que me hiciera el favor de un cuarto, recibí como respuesta que su casa estaba llena: ni una cama sin ocupar.

—Pero espere —añadió, dándose un golpe en la frente—; ¿no tendrá inconveniente en compartir la manta con un arponero, eh? Supongo que va a ir a las ballenas, de modo que es mejor que se acostumbre a esas cosas.

Le dije que no me había gustado nunca dormir de dos en dos; que si lo hacía alguna vez, dependería de quién pudiera ser el arponero, y que si él (el patrón) no tenía de veras otro sitio para mí, y el arponero no era decididamente objetable, en fin, mejor que seguir vagabundeando por una ciudad desconocida en una noche tan dura, me las arreglaría con la mitad de la manta de cualquier hombre decente.

—Ya lo suponía. Muy bien: siéntese. ¿Va a cenar?, ¿quiere cenar? La cena estará en seguida.

Me senté en un viejo banco de madera, todo tallado como un banco de Battery. En un extremo, un meditativo lobo de mar seguía adornándolo con su navaja de muelles, inclinado y  despachando diligentemente el trabajo en el espacio entre las piernas. Estaba probando su habilidad en un barco a toda vela, pero me pareció que no adelantaba gran cosa.

Por lo menos cuatro o cinco de nosotros fuimos convocados a comer en el cuarto adyacente. Estaba tan frío como Islandia; no había fuego en absoluto: el patrón decía que no se lo podía permitir. Nada más que dos lúgubres  candelas de sebo, cada cual envuelta en un papel. Nos apresuramos a abotonarnos nuestros chaquetones, y a llevarnos a los labios talas de té  abrasador, con nuestros dedos medio helados. Pero la comida fue del género más sustancioso; no sólo carne con patatas, sino albóndigas: ¡Santo Cielo!, ¡albóndigas de cena! Un tipo joven de gabán verde se dirigió a estas albóndigas del modo más amenazador.

—Muchacho —dijo el patrón—, como que me tengo que morir, que vas a tener pesadillas.  
—Patrón —susurré yo—, no es éste el arponero, ¿no?
—Oh, no —dijo, con cara diabólicamente divertida—, el arponero es un mozo de color oscuro. Nunca come albóndigas, no; no come más que filetes, y le gustan crudos.
—Demonio de gusto —dije—. ¿Dónde está ese arponero? ¿Está aquí?
—Estará antes de mucho —fue la respuesta.

No pude remediarlo; empezaba a sentir sospechas sobre ese arponero «de color oscuro». En
cualquier caso, decidí que si resultaba que teníamos que dormir juntos, él debería desnudarse y meterse en la cama antes que yo.

Terminada la cena, el grupo volvió a la sala del bar, donde, no sabiendo qué hacer de mí mismo, decidí pasar el resto de la velada como observador. Pero después se oyó fuera un ruido de motín. Levantándose sobresaltado, el patrón exclamó:

—Es la tripulación del Grampus. Lo he visto anunciado a lo largo de esta mañana; un viaje de tres años, con el barco lleno. ¡Hurra, muchachos; ahora tendremos las últimas noticias de las Fidji!

Se oyó en el vestíbulo un pisoteo de botas de mar; se abrid la puerta de par en par, y entró en tropel un grupo salvaje de marineros. Envueltos en sus ásperos capotes de guardia, y con las cabezas abrigadas con pasamontañas de lana, remendados y harapientos, y con la barba rígida de carámbanos, parecían una erupción de osos del Labrador. Acababan de desembarcar, y ésta era la primera casa en que entraban. No es extraño, pues, que se lanzaran derechos a la boca de la ballena, el bar, donde el pequeño, viejo y arrugado Jonás que allí oficiaba, pronto les escanció vasos llenos a todos a la redonda. Uno se quejaba de un fuerte resfriado de cabeza, para el cual Jonás le mezcló una poción de ginebra y melaza que parecía pez, y juró que era una cura soberana para todos los resfriados y catarros, cualesquiera que fueran, sin importar su  antigüedad, ni si se habían contraído a la altura de la costa del Labrador, o al socaire de urja isla de hielo.

La bebida pronto se les subió a la cabeza, como suele ocurrir con los más curtidos bebedores recién desembarcados del mar, y empezaron a hacer cabriolas alrededor, del modo más estrepitoso.

Observé, sin embargo, que uno de ellos se mantenía un tanto apartado, y aunque parecía deseoso de no estropear el buen humor de sus compañeros de tripulación con su cara sobria, no obstante, en conjunto evitaba hacer tanto ruido como el resto. Este hombre me interesó en  seguida; y como los dioses marinos habían dispuesto que pronto se convirtiera en compañero mío de tripulación (aunque sólo compañero de dormir, por lo que se refiere a esta narración), me atreveré aquí a una pequeña descripción de él. Tenía sus buenos seis pies de alto, con nobles hombros, y un pecho como una ataguía. Rara vez he visto tanto músculo en un hombre. Tenía la cara muy morena y tostada, haciendo resplandecer por contraste sus blancos dientes, mientras que en las profundas sombras de sus ojos flotaban algunas reminiscencias que no parecían darle mucha alegría. Su  voz anunciaba en seguida que era un sueño y, por su buena estatura, pensé que debía ser uno de esos altos montañeses del Alleghenian Ridge, en Virginia. Cuando la disipación de sus compañeros llegó a su cumbre, el hombre se deslizó fuera,  inadvertido, y no le volví a ver hasta que fue mi camarada en el mar.

Al cabo de pocos minutos, sin embargo, sus compañeros le echaron de menos, y como al parecer no  se sabe por qué, era su gran predilecto, empezaron a gritar: ¡Bulkington! ¡Bulkington!, ¿dónde está Bulkington? —y salieron de la casa como flechas en su seguimiento.

Eran entonces alrededor de las nueve, y como la sala parecía casi sobrenaturalmente callada tras  de esas orgías, empecé a felicitarme por un pequeño plan que se me había ocurrido antes mismo de que entraran los marineros. A ningún hombre le gusta dormir con otro en una cama. En  realidad, uno preferiría con mucho no dormir ni con su propio hermano. No sé por qué, pero a la gente le gusta el aislamiento para dormir. Y cuando se trata de dormir con un desconocido extraño, en una posada extraña, y ese desconocido es un arponero, entonces las objeciones se multiplican indefinidamente. Y no es que haya razón en este mundo por la cual un marinero tenga que dormir con otro en una cama, más que cualquier otra persona; pues los marineros no duermen de dos en dos en los barcos más que los reyes solteros en tierra firme. Por supuesto, duermen todos juntos en un solo local, pero cada cual tiene su propia hamaca, y se cubre con su propia manta, y duerme en su propia piel.

Cuanto más cavilaba sobre ese arponero, más aborrecía la idea de dormir con él. Era lícito presumir que, siendo arponero, sus lanas o linos, según fuera el caso, no serían de lo más limpio, ni, desde luego, de lo más delicado.

Empecé a sentir picores por todas partes.

Además, se iba haciendo tarde, y mi decente  arponero debería estar en casa y yendo rumbo a la cama. Supongamos ahora que cayera sobre mí a medianoche, ¿cómo podría yo decir de qué vil agujero venía?

—¡Patrón! He cambiado de idea sobre ese arponero. No voy a dormir con él. Probaré este banco. —Como quiera; siento no poder dejarle un mantel como colchón, y esta tabla de aquí es muy áspera y molesta... —tocando los nudos y bultos—. Pero espere un poco, Skrimshander; tengo  un cepillo de carpintero ahí en el bar; espere, digo, y le pondré bastante a gusto.

Diciendo así, buscó el cepillo, y con su viejo pañuelo de seda desempolvó primero el banco, y se puso vigorosamente a alisarme la cama, haciendo muecas mientras tanto como un mono. Las virutas volaban a derecha e izquierda, hasta que, por fin, el filo del cepillo chocó contra un nudo indestructible.

El patrón estuvo a punto de dislocarse la muñeca, y yo le dije que lo dejara, por lo más sagrado; la cama ya estaba bastante blanda para mí, y no sabía cómo ningún acepillado del mundo podía convertir en edredón una tabla de pino. Así que, reuniendo las virutas con otra mueca, y echándolas a la gran estufa de en medio de la sala, se marchó a sus asuntos, y me dejó en negras reflexiones.

Tomé entonces medidas al banco, y encontré que le faltaba un pie de largo, aunque eso se podía arreglar con una silla. Pero también le faltaba un pie de ancho, y el otro banco del cuarto era unas cuatro pulgadas más alto que el cepillado, de modo que no se podían emparejar. Entonces puse el primer banco a lo  largo del único espacio libre contra la pared, dejando un pequeño intervalo en medio para  poder acomodar la espalda. Pero pronto encontré que venía hacia mí tal corriente de aire  frío, desde el hueco de la ventana, que ese plan no iba a servir en absoluto, sobre todo, dado que otra corriente, desde la desvencijada puerta, salía al encuentro de la de la  ventana, y ambas juntas formaban una serie de pequeños torbellinos en inmediata proximidad al lugar donde había pensado pasar la noche.  

«El demonio se lleve a ese arponero — pensé—, pero, un momento, ¿no podría sacarle una  ventaja? ¿Cerrar su puerta por dentro, y meterme en su cama sin dejarme despertar por los golpes más violentos?» No parecía mala idea; pero, pensándolo mejor, lo deseché. Pues ¿quién podría decir que a la mañana siguiente, tan pronto como yo saliera del cuarto corriendo, el,  arponero no iba a estar plantado en la entrada, dispuesto a derribarme de un golpe?

Sin embargo, volviendo a mirar a mi alrededor, y no viendo ocasión posible de pasar una noche tolerable a no ser en la cama de otra persona, empecé a pensar que, después de todo, podía estar abrigando prejuicios injustificados contra ese desconocido arponero. Pensé: «Voy a esperar mientras tanto; no tardará en dejarse caer por aquí. Entonces le miraré bien, y quizá lleguemos a ser alegres compañeros de cama; no puede saberse».

Pero aunque los otros huéspedes iban viniendo, sueltos, o en grupos de dos o de tres, para costarse, no había todavía señales de mi arponero.

—¡Patrón! —dije—: ¿qué clase de muchacho es éste? ¿Siempre vuelve a tan altas horas? —Ya eran casi las doce.

El patrón volvió a risotear con su mezquina risita, y pareció enormemente divertido por algo que escapaba a mi comprensión.

—No —contestó—, generalmente es pájaro madrugador: se acuesta pronto y se levanta pronto; sí, es un pájaro de los que cogen el gusano. Pero esta noche ha ido a vender, ya ve, y no comprendo qué demonios le hace retrasarse tanto, a no ser, quizá, que no pueda vender su cabeza.
—¿Que no puede vender su cabeza? ¿Qué clase de embauco me cuenta? —Y me entró una furia creciente—. ¿Intenta decirme, patrón, que ese arponero se dedica realmente, esta bendita noche de sábado, o mejor dicho, esta mañana de domingo, a vender su cabeza por la ciudad?
—Eso es, exactamente —dijo el patrón—, y ya le dije que no la podría vender aquí; que hay demasiadas existencias en el mercado.
—¿De qué? —grité.
—De cabezas, claro; ¿no hay demasiadas cabezas en este mundo?
—Escuche lo que le digo, patrón —dije, con toda calma—: sería mejor que dejase de contarme  esos cuentos; no estoy tan verde.
—Es posible —y sacó un palo y se puso a afilarlo en mondadientes—, pero me imagino que ese arponero le dejaría negro si lo oyera hablar mal de su cabeza.
—Yo se la romperé —dije, volviendo a encolerizarme ante esa inexplicable cháchara del patrón.
—Ya está rota —dijo.
—Rota —dije yo—; ¿quiere decir que está rota?
—Claro, y ésa es la razón por la que no puede venderla, me parece.
—Patrón —dije, levantándome hacia él, tan  frío como el monte Hecla en una tormenta de nieve—: patrón, deje de afilar. Tenemos que entendernos usted y yo, y sin perder un momento. Llego a su casa y quiero una cama, y usted me dice que sólo puede darme media, y que la otra media pertenece a cierto arponero. Y sobre ese arponero, a quien todavía no he visto, se empeña en contarme las historias más mistificadoras y desesperantes, para dar lugar a que yo tenga una sensación incómoda hacia el hombre que me señala como compañero de cama; un tipo de relación, patrón, que es íntima y confidencial hasta el mayor extremo. Ahora le pido que me  explique y me diga quién y qué es ese arponero, y si no hay ningún peligro en pasar la noche con él. Y, para empezar, tendrá la bondad de retirar esa historia de que vende su cabeza, que, si es verdad, entiendo que es suficiente evidencia de que el arponero está loco de atar, y no pienso dormir con un loco; y usted, patrón, a usted le digo, usted, señor, tratando de hacerlo así con todo conocimiento, se haría merecedor de ser perseguido por lo criminal.
—Bueno —dijo el patrón, dando un amplio respiro—, es un sermón bastante largo para un compadre que de vez en cuando gasta un poco de broma. Pero esté tranquilo, esté tranquilo, este arponero que le digo acaba de llegar de los mares del Sur, donde ha comprado un lote de cabezas embalsamadas de Nueva Zelanda (estupendas curiosidades, ya sabe) y las ha vendido todas menos una, que es la que trata de vender esta noche, porque mañana es domingo, y no estaría bien vender cabezas humanas por las calles cuando la gente va a las iglesias. Lo quería hacer el domingo pasado, pero yo se lo impedí en el momento en que salía por la puerta con cuatro cabezas en ristra, que parecían completamente una ristra de cebollas.

Esta explicación aclaró el misterio, inexplicable de otro modo, y demostró que el patrón,  después de todo, no había tenido intención de burlarse de mí; pero, al mismo tiempo, ¿qué podía pensar yo de un arponero que se quedaba fuera un sábado por la noche, hasta el mismísimo santo día del Señor, ocupado en un asunto tan canibalesco como vender las cabezas de unos idólatras muertos?  

—Tenga la seguridad, patrón, de que ese arponero es hombre peligroso.
—Paga con toda puntualidad —fue la réplica—. Pero vamos, se está haciendo terriblemente tarde, y sería mejor que volviera la aleta de cola: es una buena cama. Sally yo dormimos en esa  cama la noche que nos juntamos. Hay sitio de sobra para que dos den patadas  por esa cama; es una cama grande y todopoderosa. Bueno, antes de que la dejáramos, Sally solía poner a nuestro Sam y al pequeño Johnny a los pies. Pero una noche tuve una pesadilla y di patadas y golpes, y, no sé cómo, Sam cayó al suelo y casi se rompió el brazo. Después de eso, Sally dijo que no estaba bien. Venga por aquí, le daré luz en un periquete. —Y diciendo así encendió una vela y  me la alargó, disponiéndose a mostrarme el camino. Pero yo me detuve indeciso, hasta que él  exclamó, mirando el reloj del rincón—: Ya veo que es domingo; esta noche no verá al arponero: habrá echado el ancla en cualquier sitio; vamos allá, entonces: vamos, ¿no quiere?

Consideré el asunto un momento, y luego subimos las escaleras, y me hizo entrar en un cuartito,  frío como una almeja, y amueblado, desde luego, con una prodigiosa cama, casi lo bastante  grande como para que durmieran cuatro arponeros en fila.

—Ahí —dijo el patrón, poniendo la vela en un absurdo cofre de marinero que hacía doble servicio como lavabo y mesa de centro—: ahí tiene; póngase cómodo, y tenga buenas noches.

Aparté los ojos de la cama para mirarle, pero había desaparecido.

Echando atrás la colcha, me incliné sobre la cama. Aunque no de lo más elegante, resistía bastante bien la inspección. Luego miré el cuarto alrededor; y además de la cama y la mesa del centro, no pude ver más mobiliario en aquel sitio si no una vasta estantería, las cuatro paredes, y una pantalla de chimenea forrada de papel, representando a un hombre que arponeaba una ballena.

De cosas que no pertenecieran propiamente al lugar, había una hamaca amarrada y tirada en un rincón por el suelo; y asimismo un gran saco de marinero, que contenía el guardarropa del  arponero, en lugar de baúl de los de tierra adentro. Igualmente, había un paquete de anzuelos exóticos, de hueso de pez, en la estantería sobre la chimenea, y un largo arpón erguido a la cabecera de la cama.

Pero ¿qué es eso que hay sobre el cofre? Lo levanté, lo acerqué a la luz, lo toqué, lo olí, y probé todos los modos posibles de llegar a alguna conclusión satisfactoria referente a ello. No puedo compararlo más que con un amplio felpudo de puerta, adornado en los bordes con  pequeños colgajos tintineantes, algo así como  las púas teñidas de puerco espín alrededor de un mocasín indio. En medio de esa estera había un agujero o hendidura, como se ve en los ponchos sudamericanos.

Pero ¿sería posible que ningún arponero sobrio se metiese en una estera de puerta, y desfilase con esa clase de disfraz por las calles de una ciudad cristiana? Me lo puse para probármelo, y me pesó como un cuévano, por ser extraordinariamente erizado y espeso, y me pareció que también un poco mojado, como si el misterioso arponero lo hubiera llevado puesto un día de  lluvia. Me acerqué con él a un pedazo de espejo pegado a la  pared, y nunca vi tal espectáculo en mi vida. Me despojé de él con tanta prisa que me disloqué el cuello.

Sentado en el borde de la cama, empecé a pensar en ese arponero vendedor de cabezas y en su estera de puerta. Después de pensar un rato en el borde de la cama, me incorporé, me quité el chaquetón, y me quedé entonces parado en medio del cuarto, pensando. Luego me quité la  chaqueta, y volví a pensar un poco más en mangas de camisa. Pero como ya empezaba a sentir mucho frío, medio desnudo como estaba, y recordando lo que había dicho el patrón de que el arponero no volvería a casa en toda la noche por ser tan tarde, no enredé más, sino que me salí de un salto de los pantalones y las botas, y luego, soplando la vela, me eché de un tumbo en la cama, encomendándome al cuidado del cielo.

No es posible saber si ese colchón estaba relleno de panochas de maíz o de vajilla rota, pero di vueltas un buen rato sin poder dormir durante mucho tiempo. Por fin, resbalé a un sopor ligero, y ya había navegado un buen trecho hacia la tierra de Duermes, cuando oí unos pesados pasos en el corredor, y vi un destello de luz que entraba en el cuarto por debajo de la puerta.

«¡Válgame Dios! —pensé—, ése debe ser el arponero, el infernal vendedor de cabezas.»

Pero me quedé completamente quieto, decidido a no decir una palabra hasta que me dijeran
algo. Con una luz en una mano, y la mismísima cabeza de Nueva Zelanda en la otra, el recién llegado entró en el cuarto y, sin mirar a la cama, puso la vela muy lejos de mí en el suelo de un rincón, y luego empezó a desatar las cuerdas anudadas del gran saco que antes dije que había en el cuarto.

Yo estaba ansioso de verle la cara, pero él la mantuvo apartada un rato mientras se ocupaba de  desatar la boca del saco. Logrado esto, sin embargo, se volvió y... ¡Santo  cielo!, ¡qué visión! ¡Qué cara! Era de color oscuro, purpúreo y amarillo, incrustada acá y allá de amplios cuadrados de aspecto negruzco. Sí; es como pensaba, es un temible compañero de cama; ha tenido una pelea, le han hecho unos cortes horribles, y aquí está, recién salido del médico. Pero en ese momento dio la casualidad de que se volvió hacia la luz, y vi claramente que no podían ser en absoluto  parches de heridas esos cuadrados negros de sus mejillas. Eran manchas de alguna otra especie.

Al principio, no supe cómo tomarlo, pero pronto se me ocurrió un asomo de la verdad. Recordéun relato sobre un blanco —también ballenero— que, al caer entre caníbales, había sido tatuado por éstos. Deduje que este arponero, en el transcurso de sus largos viajes, debía haber pasado por una aventura semejante. ¡Y qué es eso, pensé, después de todo! Es sólo su exterior; un hombre puede ser honrado en cualquier clase de piel. Pero entonces, ¿cómo entender ese color extraterrenal, esa parte suya, quiero decir, que queda a su alrededor, y que es completamente independiente de los cuadrados del tatuaje? Desde luego, no puede ser sino una buena capa de curtido tropical, pero nunca he oído decir que  el curtido de un sol caliente convierta a un hombre blanco en amarillento y purpúreo. Sin  embargo, yo nunca había estado en los mares  del Sur, y quizá el sol de allá produjera esos  extraordinarios efectos en la piel. Ahora, mientras todas esas ideas cruzaban por mí como un relámpago, el arponero no me observó en absoluto. Pero, después de hallar alguna dificultad para abrir el saco, empezó a hurgar a tientas en él, y por fin sacó una especie de hacha india y una bolsa de piel de foca con pelo y todo.  Colocándolas en el viejo cofre de en medio del cuarto, tomó la cabeza de Nueva Zelanda — cosa sobradamente horrenda— y la encajó en el fondo del saco. Luego se quitó el sombrero —un sombrero nuevo de castor— y yo estuve a punto de gritar de sorpresa. No había pelo en su  cabeza; al menos, no se podía hablar de él; nada sino un pequeño nudo retorcido en la frente. Su purpúrea cabeza calva ahora parecía completamente una calavera mohosa. Si el recién llegado no hubiera estado entre la puerta y yo, me habría lanzado por ella con más prisa que nunca me  he lanzado sobre una comida.

Aun así, pensé un momento en escurrirme fuera por la ventana, pero era un segundo piso. No soy cobarde, pero superaba en absoluto mi comprensión cómo entender a aquel granuja purpúreo que vendía cabezas. La ignorancia engendra al miedo, y yo, completamente abrumado y confundido sobre el recién llegado, confieso que le tenía ahora tanto miedo como si fuera el propio diablo que se hubiera metido así en mi cuarto en plena noche. Efectivamente, le tenía tanto miedo que no fui capaz de dirigirle la palabra para pedirle una respuesta  satisfactoria respecto a lo que me parecía inexplicable en él.

Mientras tanto, él siguió el asunto de desnudarse, y por fin mostró el pecho y los brazos. Como que me tengo que morir, esas partes cubiertas suyas estaban salpicadas de los mismos cuadrados que su cara; la espalda, también,  estaba cubierta de los mismos cuadrados oscuros; parecía haber estado en una Guerra de los Treinta Años, y acabarse de escapar por ella  con una camisa de parches de heridas. Aún más, hasta sus piernas estaban marcadas, como  si un montón de oscuras ranas verdes subieran corriendo por unos troncos de palmeras jóvenes.

Ahora estaba bien claro que debía ser algún abominable salvaje, o algo parecido, embarcado a bordo de un ballenero en los mares del Sur, y desembarcado así en este país cristiano. Me estremecí al pensarlo. ¡Un vendedor de cabezas, además; quizá las cabezas de sus propios hermanos! Se le podría antojar la mía. ¡Cielos!, ¡mira aquella hacha india!  

Pero no hubo tiempo de temblar, porque ahora el salvaje se dedicó a algo que fascinó por completo mi atención, y me convenció de que debía de ser, en efecto, un pagano. Acercándose a su pesado chaquetón con capucha, el Sobretodo o dreadnaught, que antes había colgado en una silla, hurgó en los bolsillos, y sacó al cabo de un rato una pequeña imagen, extraña y deformada, con una joroba en la espalda, y exactamente del color de un niño congoleño de tres días. Recordando la cabeza embalsamada, al principio creí que ese maniquí negro fuera un niño de verdad, conservado de algún modo semejante. Pero al ver que no era en absoluto blando, y que brillaba mucho, como ébano pulido, deduje que no debía de ser sino un ídolo de madera, como efectivamente resultó ser. Pues ahora el salvaje se acerca al vacío hogar y, apartando la pantalla empapelada, pone esa pequeña imagen jorobada, de pie como un bolo, entre los moribundos. Las jambas de la chimenea y todos los ladrillos de dentro estaban llenos de hollín, de modo que pensé que ese hogar resultaba un pequeño nicho o capilla muy apropiada para su congoleño ídolo.

Fijé entonces atentamente los ojos en la imagen medio oculta, sintiéndome a la vez muy incómodo, para ver qué pasaba después. Primero saca un par de puñados de virutas del bolsillo del chaquetón, y los coloca cuidadosamente ante el ídolo; luego, poniendo encima un poco de galleta de barco, y aplicándole la llama de la lámpara, enciende las virutas en una llamarada sacrificial.

Al fin, después de varias  metidas apresuradas entre las llamas, retirando  los dedos aún más apresuradamente (con lo que parecía quemárselos de mala manera), consiguió por fin retirar la galleta; y entonces, soplándola para enfriarla y para quitarle las cenizas, se la ofreció cortésmente al negrito.

Pero no pareció que al pequeño demonio le apeteciera tan seco alimento: no movió en absoluto los labios. Todas esas extrañas gesticulaciones iban acompañadas de sonidos guturales, aún más extraños, por parte del devoto, que parecía rezar en una cantinela, o cantar alguna salmodia pagana, durante la cual contraía espasmódicamente la cara del modo menos natural. Finalmente, apagando el fuego, recogió el ídolo con muy poca ceremonia, y se lo volvió a embolsar en el bolsillo del chaquetón como si fuera un cazador echando al zurrón una becada muerta.

Todas esas raras actividades aumentaron mi incomodidad, y, al ver que ahora mostraba fuertes síntomas de que acababa las operaciones de su asunto, y que se metería de un salto en la cama conmigo, pensé que era más que  hora, ahora o nunca, antes que se apagara la  luz, de romper la fascinación en que yo había quedado tanto tiempo sujeto. Pero el intervalo que empleé en deliberar qué decir fue fatal. Tomando de la mesa el hacha india, examinó un momento la cabeza, y luego, acercándola a la luz, sopló grandes nubes de humo de tabaco.

Un momento después, la luz estaba apagada, y ese salvaje caníbal, con el hacha entre los dientes, saltaba a la cama conmigo. Lancé un grito, sin poderlo remediar; y él, con un súbito gruñido de asombro, empezó a tocarme.

Tartamudeando no sé qué, me escapé de él hacia la pared, y luego le conjuré, quienquiera o
cualquier cosa que fuera, a estarse quieto y dejarme levantar y encender la luz otra vez. Pero
sus respuestas guturales me convencieron en seguida de que comprendía muy poco lo que yo quería decir.

—¿Quién demonio usté? —dijo por fin—; usté no hablar, maldito, yo matarle.

Y diciendo así, el hacha brillante empezó a gritar a mi alrededor en la sombra.

—¡Patrón, por Dios, Peter Coffin! —grité—. ¡Patrón, despierte! ¡Coffin! ¡Ángeles, salvadme!
—¡Hablar! ¡Decirme quién ser, o, maldito, matarte! —volvió a rezongar el caníbal, mientras
que, al blandir horriblemente su hacha india, desparramaba calientes cenizas de tabaco sobre mí, hasta que creí que se me iba a incendiar la ropa. Pero, gracias a Dios, en ese momento entró el patrón en el cuarto, vela en mano, y yo, saliendo de un brinco de la cama, corrí hacia él.  
—No tenga miedo ahora —dijo, volviendo a sonreír—. Este Queequeg no le va a tocar un pelo de la cabeza.
—Deje de sonreír —grité—: ¿por qué no me dijo que ese infernal arponero era un caníbal?
—Pensé que lo sabía: ¿no le dije que iba vendiendo cabezas por la ciudad? Pero vuélvale la cola y échese a dormir. Queequeg, ea; tú entender mí, yo entender tú; este hombre dormir tú; ¿entender tú?
—Yo entender mucho —gruñó Queequeg, soplando por la pipa y sentado en la cama—. Usted meterse —añadió, haciéndome un ademán con el hacha india, y abriendo las mantas a un lado.

Realmente, lo hizo de un modo no sólo cortés, sino benévolo y caritativo. Me quedé quieto un  momento mirándole. Con todos sus tatuajes, en conjunto era un caníbal limpio y de aspecto decente.

«¿A qué viene todo este estrépito que he hecho? —pensé para mí mismo—. Este hombre es un  ser humano lo mismo que yo: tiene tantos motivos para tener miedo de mí, como yo para tener miedo de él. Más vale dormir con un caníbal despejado que con un cristiano borracho.»

—Patrón —dije—; dígale que deje el hacha india, o la pipa, o como lo llame; en una palabra, dígale que deje de fumar, y yo me pondré con él. Porque no me hace gracia tener conmigo en la cama a un hombre que fuma. Es peligroso. Además, no estoy asegurado.

Al decir esto a Queequeg, inmediatamente se avino, y volvió a hacerme un cortés ademán de que me metiera en la cama, enrollándome hacia una orilla, como si dijera: No le voy a tocar ni una pierna.

—Buenas noches, patrón —dije—: se puede ir.

Me metí en la cama, y nunca en mi vida he dormido mejor.

Continúa leyendo esta historia en "Moby Dick - Cap IV, V y VI - Herman Melville"

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