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lunes, 26 de noviembre de 2012

Moby Dick - Cap XLV, XLVI y XLVII - Herman Melville

Viene de "Moby Dick - Cap XLII, XLIII y XLIV - Herman Melville"




Capítulo XLV
EL TESTIMONIO



Para lo que pueda tener de novela este libro, y, desde luego, en cuanto se refiere indirectamente a una o dos curiosas e interesantes particularidades de las costumbres de los cachalotes, el capítulo precedente, en su parte inicial, es tan importante como cualquier otro que se encuentre en este volumen, pero su materia básica requiere todavía que nos extendamos y nos familiaricemos más con ella, para que se entienda adecuadamente, y además para eliminar cualquier incredulidad que la profunda ignorancia de todo el asunto pueda producir en algunas mentes, en cuanto a la verdad natural de los principales puntos de esta cuestión. No me importa ser meticuloso en la realización de esta parte de mi tarea, pero me contentaré con producir la impresión deseada mediante citas separadas de partidas que, como balleneros, sé que son reales y fidedignas; y de esas citas, entiendo que se seguirá naturalmente y por sí misma la conclusión a que apunto con mi intención.


Primero: he conocido personalmente tres casos en que una ballena, después de recibir un arpón, ha realizado un escape completo; y, tras un intervalo (en un caso, de tres años), ha vuelto a ser herida por la misma mano, y muerta, y entonces se sacaron del cuerpo los dos hierros, ambos marcados con la misma marca personal. En el caso en que transcurrieron tres años entre el lanzamiento de los dos arpones —y creo que quizá fuera algo más que eso—, el hombre que los disparó en ese intervalo tuvo ocasión de ir a África en un barco mercante, bajando allí a tierra, uniéndose a una expedición de descubrimiento y penetrando mucho por el interior, donde viajó durante casi dos años, a menudo puesto en peligro por serpientes, salvajes, tigres, miasmas venenosos, y todos los demás peligros corrientes que acompañan a un recorrido por el corazón de regiones desconocidas. Mientras tanto, la ballena que él había herido debía haber estado también viajando; sin duda, habría dado tres vueltas al globo, rozando con sus flancos todas las costas de África, pero sin consecuencias. Ese hombre y esa ballena volvieron a reunirse, y el uno venció a la otra. Digo que yo mismo he conocido tres casos semejantes a éste: esto es, en dos de ellos he visto herir a la ballena, y en el segundo ataque, vi los dos hierros, con las respectivas señales grabadas en ellos, que se sacaron del pez muerto. En el caso de los tres años, ocurrió que yo estaba en la lancha ambas veces, la primera y la última, y la última vez reconocí claramente una peculiar especie de enorme lunar bajo el ojo de la ballena, que había observado tres años antes. Digo tres años, pero estoy casi seguro de que fue más que eso. Aquí hay tres casos, pues, cuya verdad conozco personalmente, pero he oído otros muchos casos de personas cuya veracidad en el asunto no hay buenas razones para poner en tela de juicio.


En segundo lugar: es bien sabido en la pesca de cachalotes, por muy ignorante de ello que pueda estar el mundo de tierra firme, que ha habido varios memorables casos históricos en que una determinada ballena del océano se ha hecho popularmente reconocible en lugares y momentos distantes. La razón de que una ballena fuese así señalada no era debido de modo total y absoluto a sus peculiaridades corporales, en cuanto diferentes de otras ballenas; pues por muy peculiar que pueda ser en ese aspecto una ballena cualquiera, pronto se pone fin a esas peculiaridades matándola, y concretándola en un aceite peculiarmente valioso. No; la razón era ésta: que, por las experiencias mortales de la pesca, pendía tan terrible prestigio de peligrosidad sobre esa ballena como sobre Rinaldo Rinaldini, hasta el punto de que la mayor parte de los pescadores se contentaban con reconocerla sólo llevándose la mano al sombrero cuando la descubrían vagando por el mar junto a ellos, sin tratar de cultivar una amistad más íntima; como algunos pobres diablos de tierra firme que conocen por casualidad a un gran hombre irascible, y le hacen lejanos saludos en la calle sin estorbarle, no sea que, si llevan más allá su conocimiento, reciban un golpe sumario por su presunción.


Pero no sólo gozaba cada una de esas famosas ballenas de gran celebridad individual, que, mejor dicho, se podría llamar renombre oceánico; no sólo era cada una de ellas famosa en vida, y ahora es inmortal tras de su muerte, en los relatos del castillo de proa, sino que se la admitía a todos los derechos, privilegios y distinciones de un nombre, y tenía en efecto tanto nombre como Cambises o César. ¿No fue así, oh, Tom de Timor, tú, el famoso leviatán, mellado como un iceberg, que durante tanto tiempo acechaste en los estrechos orientales de ese nombre, y cuyo chorro se vio a menudo desde la playa de palmeras de Ombay? ¿No fue así, Jack de Nueva Zelanda, tú, el terror de todos los navíos que trazaban sus estelas en la vecindad de la Tierra Tatuada? ¿No fue así, oh, Morquan, rey del Japón, cuyo poderoso chorro dicen que a veces tomaba semejanza de una cruz nívea contra el cielo? ¿No fue así, oh, Don Miguel, el cetáceo chileno, marcado como una tortuga vieja con jeroglíficos místicos en el lomo? En sencilla prosa, aquí hay cuatro ballenas conocidas para los estudiosos de la Historia de los Cetáceos como Mario o Sila para el erudito clásico.


Pero eso no es todo. Tom de Nueva Zelanda y don Miguel, después de producir en diversas ocasiones gran agitación entre las lanchas de diversos barcos, fueron al fin buscados, perseguidos sistemáticamente, cazados y muertos por valientes capitanes balleneros, que levaron anclas con ese objeto determinado tan a la vista como, al ponerse en marcha a través de los bosques de Narragansett, el antiguo capitán Butler llevaba la intención de capturar al famoso asesino salvaje Annawon, el principal guerrero del rey indio Felipe.


No sé dónde encontrar un sitio mejor que aquí mismo para hacer mención de una o dos cosas que me parecen importantes, en cuanto que establecen en forma impresa, en todos los aspectos, lo razonable de' toda la historia de la ballena blanca, y más especialmente su catástrofe. Pues éste es uno de esos descorazonadores ejemplos en que la verdad requiere tanto apoyo como el error. Tan ignorantes están la mayor parte de los terrícolas sobre algunas de las más claras y palpables maravillas del mundo, que, sin algunas sugerencias en cuanto a los puros hechos, históricos o de otra especie, sobre la pesca, podrían desdeñar a Moby Dick como una fábula monstruosa, o aún algo peor y más detestable, como una alegoría horrible e intolerable.


Primero: aunque muchos hombres tienen algunas vagas ideas vacilantes sobre los peligros generales de esa grandiosa pesca, no tienen, sin embargo, nada como un concepto fijo y vívido de esos peligros y la frecuencia con que se repiten. Una razón, quizá, es que ni uno de cada cincuenta de los desastres efectivos y las muertes por accidente en la pesca encuentra jamás noticia pública en la patria, ni aun de modo transitorio e inmediatamente olvidado. Este pobre muchacho que aquí, tal vez arrastrado en este momento por la estacha del arpón, a lo largo de la costa de Nueva Guinea, es arrastrado al fondo del mar por el leviatán zambullido, ¿suponéis que su nombre aparecerá en los fallecimientos del periódico que leeréis mañana en el desayuno? No, porque los correos son muy irregulares, entre aquí y Nueva Guinea. En realidad, ¿habéis oído jamás algo que pudiera llamarse noticias regulares, directas o indirectas, de Nueva Guinea? Sin embargo, os diré que en un determinado viaje que hice al Pacífico, hablamos, entre otros muchos, con treinta barcos, cada uno de los cuales había sufrido una muerte por una ballena, algunos más de una, y tres habían perdido la tripulación de una lancha. ¡Por Dios, sed ahorrativos con las lámparas y candelas! No queméis un galón sin que al menos se haya vertido por él una gota de sangre humana. En segundo lugar: la gente en tierra firme tiene, en efecto, alguna idea indefinida de que una ballena es una enorme criatura de enorme fuerza, pero he encontrado siempre que cuando les contaba algún ejemplo concreto de esa doble enormidad, me felicitaban significativamente por mi buen humor, siendo así que, lo declaro por mi alma, no tenía más intención de gastar bromas que Moisés cuando escribió la historia de las plagas de Egipto. Pero, afortunadamente, el punto determinado que busco aquí puede apoyarse en un testimonio completamente independiente del mío. Ese punto es el siguiente: el cachalote, en algunos casos, es lo bastante poderoso, experto y juiciosamente maligno, como para desfondar un gran barco con directa premeditación, destruyéndolo totalmente y hundiéndolo; y lo que es más, el cachalote lo ha hecho así. Primero: el año 1820, el barco Essex, al mando del capitán Pollard, de Nantucket, atravesaba el océano Pacífico. Un día vio chorros, arrió las lanchas y persiguió una manada de cachalotes. Antes de mucho, varios de los cetáceos quedaron heridos, cuando, de repente, un cachalote enorme que huía de las lanchas, se apartó de la manada y se lanzó directamente contra el barco. Disparando la frente contra el casco, lo desfondó de tal modo, que en menos de «diez minutos» se inclinó y desapareció. No se ha vuelto a ver desde entonces ni una tabla superviviente. Después de las mayores penalidades, parte de la tripulación llegó a tierra en las lanchas. Después de regresar otra vez a la patria, el capitán Pollard volvió a zarpar hacia el Pacífico al mando de otro barco, pero los dioses le hicieron naufragar otra vez contra rocas y rompientes desconocidas; por segunda vez se perdió totalmente su barco, y abjurando con ello del mar, no ha vuelto a intentarlo más. Actualmente, el capitán Pollard reside en Nantucket. He visto a Owen Chace, que era primer oficial del Essex en el momento de la tragedia: he leído su clara y fidedigna narración; he conversado con su hijo, y todo ello a pocas millas de la escena de la catástrofe.


Segundo: el barco Unión, también de Nantucket, se perdió totalmente en 1807, a lo largo de las Azores, en un episodio semejante, pero nunca he tenido ocasión de encontrar los detalles auténticos de esta catástrofe, aunque he oído a los cazadores de ballenas aludir de vez en cuando casualmente a ella.


Tercero: hace unos dieciocho o veinte años, el comodoro J..., que entonces mandaba una corbeta americana de guerra, de primera clase, comía por casualidad con un grupo de capitanes balleneros a bordo de un buque de Nantucket, en el puerto de Oahu, islas Sandwich. Al recaer la conversación en las ballenas, al comodoro se le antojó mostrarse escéptico en cuanto a la sorprendente fuerza que les atribuían los profesionales allí presentes. Por ejemplo, negó perentoriamente que ninguna ballena pudiera dañar su robusta corbeta de guerra como para hacerla embarcar un dedal de agua. Muy bien, pero aún viene más. Unas semanas después, el comodoro se hizo a la vela en su inexpugnable embarcación hacia Valparaíso. Pero le detuvo por el camino un obeso cachalote que le rogó unos pocos momentos para un asunto confidencial. Este asunto consistió en dar al barco del comodoro tal golpe que, con todas las bombas en acción, se dirigió en seguida al puerto más cercano para dar la quilla y repararse. No soy supersticioso, pero considero la entrevista del comodoro con esa ballena como providencial. ¿No se convirtió Saulo de Tarso de su incredulidad por un espanto semejante? Os digo que el cachalote no aguanta tonterías.


Ahora os remitiré a los Viajes de Langsdorff para una pequeña circunstancia a propósito, de interés peculiar para el que esto escribe. Langsdorff, por cierto, debéis saber que estaba agregado a la famosa expedición exploratoria del almirante ruso Krusenstern, a comienzos de este siglo. El capitán Langsdorff empieza así su capítulo decimoséptimo:


«Para el 13 de mayo nuestro barco estaba dispuesto, y al día siguiente salíamos a alta mar, en ruta hacia Ojotsk. El tiempo era bueno y claro, paro tan intolerablemente frío que estábamos obligados a conservar nuestra vestimenta de piel. Durante unos días tuvimos muy poco viento; sólo el día diecinueve empezó a soplar un viento vivo del noroeste. Una ballena extraordinariamente grande, cuyo cuerpo era mayor que el propio barco, estaba casi en la superficie del agua, pero no la percibió nadie a bordo hasta el momento en que el barco, que iba a toda vela, estuvo casi encima, así que fue imposible evitar chocar contra ella. Nos encontrábamos así en el peligro más inminente, cuando esta gigantesca criatura, levantando el lomo, elevó el barco por lo menos tres pies fuera del agua. Los palos oscilaron, las velas se sacudieron, mientras que los que estábamos abajo saltamos al instante a cubierta, suponiendo que habíamos chocado con alguna roca, pero, en vez de eso, vinos al monstruo que se alejaba navegando con la mayor gravedad y solemnidad. El capitán D'Wolf se aplicó inmediatamente a las bombas para examinar si el barco había recibido o no algún daño en el choque, pero encontramos que, por gran suerte, había escapado sin ningún daño en absoluto.»


Ahora, el capitán D'Wolf aquí aludido como al mando del buque en cuestión, es uno de New England que, tras una larga vida de insólitas aventuras como capitán de marina, hoy día reside en la aldea de Dorchester, junto a Boston. Tengo el honor de ser sobrino suyo. Le he preguntado detalladamente en cuanto a este pasaje de Langsdorff. Él confirma todas las palabras. El barco, sin embargo, no era en absoluto grande: una embarcación rusa construida en la costa siberiana, y adquirida por mi tío después de quitarse de encima la embarcación en que llegó de su patria.


En ese libro, tan viril de arriba abajo, de aventuras a la antigua, y tan lleno, también, de honradas maravillas, que es el viaje de Lionel Wafer, uno de los viejos compadres del antiguo Dampier, he encontrado una pequeña cuestión anotada de modo tan semejante a la recién citada de Langsdorff, que no puedo menos de insertarla aquí como ejemplo corroborativo, si es que se necesita.


Lionel, según parece, iba rumbo a «John Ferdinando», como llama a la isla hoy llamada Juan Fernández. «En nuestra travesía allá — dice—, hacia las cuatro de la mañana, cuando estábamos a unas cientos cincuenta leguas del continente americano, nuestro barco sintió un terrible choque, que puso a nuestros hombres en tal agitación que apenas podían decir dónde estaban o qué pensar; pero todos empezaron a prepararse para morir. Y, desde luego, el choque fue tan súbito y violento, que dimos por seguro que el barco había chocado contra una roca; pero cuando pasó un poco la sorpresa, echamos la sonda y no encontramos fondo... Lo repentino del choque hizo que los cañones saltasen de sus cureñas, algunos de los hombres salieron lanzados de sus hamacas. El capitán Davis, que estaba tendido con la cabeza en un cañón, fue lanzado fuera de su cabina.» Luego Lionel pasa a atribuir el choque a un terremoto, y parece enfriar la atribución afirmando que hacia ese momento un gran terremoto hizo, efectivamente, mucho daño por la tierra española. Pero no me extrañaría mucho que, en la oscuridad de aquella temprana hora de la madrugada, el choque hubiera sido causado, pese a todo, por una ballena que no vieron y que hizo saltar verticalmente el casco desde abajo. Podría continuar con varios ejemplos más, que he conocido de un modo o de otro, de la gran fuerza y malicia que a veces tiene el cachalote. En más de un caso, se ha sabido que no sólo persiguió las lanchas atacantes haciéndolas volver a los barcos, sino que persiguió al propio barco, resistiendo durante mucho tiempo todas las lanzas que le disparaban desde la cubierta. El barco inglés Pusil Hall puede contar una historia en este apartado, y, en cuanto a su fuerza, permítaseme decir que ha habido ejemplos en que las estachas sujetas a un cachalote fugitivo se han llevado, en tiempo de calma, hasta el barco, amarrándose allí, y el cachalote ha remolcado su gran casco por el agua, como un caballo que echa a andar con un carro. También, se observa muy a menudo que si al cachalote, una vez herido, se le deja tiempo para reponerse, no actúa entonces tanto con cólera ciega cuanto con tercos y deliberados designios de destrucción de sus perseguidores; y no deja de dar alguna indicación elocuente de su carácter el que, al ser atacado, frecuentemente abre la boca y la mantiene con esa terrible apertura durante varios minutos seguidos. Pero debo contentarme con otra ilustración conclusiva, muy notable y, significativa, por la que no dejaréis de ver que el acontecimiento más maravilloso de este libro no sólo queda corroborado por hechos evidentes en los días actuales, sino que esas maravillas (como todas las maravillas) son meras repeticiones a través de las épocas; de modo que por millonésima vez decimos Amén a Salomón: verdaderamente no hay nada nuevo bajo el sol.


En el siglo VI después de Cristo vivió Procopio, un magistrado cristiano de Constantinopla, en los días en que Justiniano era emperador y Belisario general. Como muchos saben, escribió la historia de sus tiempos, obra en todos los sentidos de valor extraordinario. Las mejores autoridades le han considerado siempre historiador fidedigno y sin exageración, salvo en dos o tres detalles, que no afectan en absoluto al asunto que se va a mencionar ahora. Entonces, en esa historia suya, Procopiomenciona que durante el término de su prefectura en Constantinopla, se capturó un gran monstruo marino en el cercano Propontis, o mar de Mármara, después de haber destruido barcos, de vez en cuando, en esas aguas, durante un período de más de cincuenta años. Un hecho anotado así en una historia positiva no puede ser puesto fácilmente en cuestión. Ni hay ninguna razón para que lo sea. No se menciona de qué especie determinada era ese monstruo marino. Pero puesto que destruyó barcos, así como por otras razones, debió de ser una ballena, y me inclino mucho a creer que un cachalote. Y os diré por qué. Durante mucho tiempo, se me antojaba que el cachalote había sido desconocido en el Mediterráneo y en las aguas profundas que comunican con él. Incluso ahora, estoy seguro de que esos mares no son, ni quizá pueden ser nunca, en la actual disposición de las cosas, un lugar donde habitualmente acudan en manada. Pero posteriores investigaciones me han demostrado recientemente que en tiempos modernos ha habido ejemplos aislados de la presencia del cachalote en el Mediterráneo.


Me han dicho, con buena autoridad, que en la costa de Berbería cierto comodoro Davis, de la Armada británica, encontró el esqueleto de un cachalote. Ahora, dado que un barco de guerra pasa muy bien por los Dardanelos, según eso, un cachalote, por la misma ruta, podría pasar desde el Mediterráneo al Propontis. En el Propontis, que yo sepa, no se encuentra nada de esa peculiar sustancia llamada brit, que es el alimento de la ballena propiamente dicha. Pero tengo todas las razones para creer que el alimento del cachalote —el calamar o sepia— se oculta en el fondo de ese mar, porque en su superficie se han encontrado grandes ejemplares, aunque no los más grandes de su especie. Entonces, si reunís adecuadamente estas afirmaciones, y meditáis un poco sobre ellas, percibiréis claramente que, conforme a todo razonamiento humano, el monstruo marino de Procopio, que durante medio siglo desfondó los barcos del emperador romano, debía de ser con toda probabilidad un cachalote.

Capítulo XLVI
HIPÓTESIS

Aunque, consumido por el cálido fuego de su propósito, Ahab tenía siempre a su vista la captura definitiva de Moby Dick, en todos sus pensamientos y acciones; aunque parecía dispuesto a sacrificar todos los intereses mortales a esa pasión única; sin embargo, quizá ocurría que, por naturaleza y largo hábito, estaba demasiado consustanciado con el feroz modo de ser del ballenero para abandonar del todo el interés colateral del viaje. O al menos, si era de diverso modo, no faltaban otros motivos con influjo mucho mayor en él. Sería afinar demasiado, quizá aun considerando su monomanía, sugerir que su vengatividad hacia la ballena blanca podía haberse extendido en algún prado a todos los cachalotes, y que cuantos más monstruos mataba, tanto más multiplicaba las probabilidades de que la ballena encontrada a continuación resultase ser, la odiada ballena que perseguía. Pero si tal hipótesis es realmente objetable, había aún consideraciones adicionales que, aunque no estrictamente de acuerdo con la locura de su pasión dominante, no eran de ningún modo incapaces de desviarle. Para cumplir su objetivo, Ahab debía usar instrumentos; y de todos los instrumentos usados en todo el mundo sublunar, los hombres son los más capaces de estropearse. Él sabía, por ejemplo, que por magnético que fuera su ascendiente en muchos aspectos sobre Starbuck, ese ascendiente no cubría toda su humanidad espiritual, por lo mismo que la mera superioridad corporal no implica el dominio intelectual; pues respecto a lo puramente espiritual, lo intelectual está en una suerte de relación corporal. El cuerpo de Starbuck y la coaccionada voluntad de Starbuck eran de Ahab mientras que Ahab mantuviera su magnetismo sobre el cerebro de Starbuck; pero él sabía, con todo eso, que su primer oficial aborrecía la búsqueda del capitán, y, si pudiera, de buena gana se separaría de ella, o incluso la frustraría. Podría ocurrir que transcurriese un largo intervalo antes que se viera la ballena blanca. Durante ese largo intervalo, Starbuck siempre estaría dispuesto a entrar en abiertas recaídas de rebelión contra el dominio de su capitán, a no ser que se hicieran actuar sobre él ciertas influencias ordinarias, prudentes y circunstanciadas. No solamente eso, sino que la sutil demencia de Ahab respecto a Moby Dick no se manifestaba de modo más significativo que en su superlativa sensatez y astucia al prever que, por el momento, la caza debía despojarse de alguna manera de esa extraña impiedad imaginativa que la revestía por naturaleza: que todo el terror del viaje debía quedar retirado al fondo oscuro (pues pocos hombres tienen un valor a prueba de una prolongada meditación no aliviada por la acción); que, mientras hacían sus largas guardias nocturnas, sus oficiales y marineros debían tener algunas cosas más inmediatas en que pensar que en Moby Dick. Pues por mucho ímpetu y empeño con que la salvaje tripulación hubiera saludado el anuncio de su persecución, sin embargo, todos los marineros de cualquier especie son más o menos caprichosos y poco de fiar —viven en el cambiante tiempo exterior, y aspiran su volubilidad—, y cuando se les retiene para algún objeto remoto y vacío en su persecución, por más que prometa vida y pasión al final, se requiere, más que nada, que intervengan intereses y ocupaciones temporales que les mantengan saludablemente en suspenso para el ataque final.

Y tampoco se olvidaba Ahab de otra cosa. En tiempos de fuerte emoción, la humanidad desdeña todas las consideraciones bajas, pero esos tiempos se desvanecen. «La condición constitucional y permanente del hombre, tal como está fabricado —pensaba Ahab—, es la sordidez. Aun concediendo que la ballena blanca incite plenamente los corazones de esta mi salvaje tripulación, y que, dando vueltas a su salvajismo, llegue incluso a producir en ellos cierta generosidad de caballeros andantes, sin embargo, mientras que por su amor persiguen a Moby Dick, deben también tener alimento para sus apetitos más comunes y cotidianos. Pues aun los elevados y caballerescos cruzados de tiempos antiguos no se contentaban con atravesar dos mil millas de tierra para luchar por su Santo Sepulcro, sin cometer robos, hurtar bolsas, y obtener otras piadosas preparaciones por el camino. Si se hubieran atenido estrictamente a su único y romántico objetivo final, demasiados habrían vuelto la espalda a ese romántico objetivo final. «No despojaré a estos hombres —pensaba Ahab de todas su esperanzas de dinero; sí, dinero. Ahora quizá desprecien el dinero, pero que pasen varios meses sin que tengan en perspectiva una promesa de dinero, y entonces este mismo dinero ahora silencioso se amotinará de repente en ellos, y ese mismo dinero pronto liquidará a Ahab.» Tampoco faltaba otro motivo de precaución más relacionado personalmente con Ahab. Habiendo revelado, probablemente de modo impulsivo y quizá algo prematuro, el principal, pero personal objetivo del viaje del Pequod, Ahab ahora tenía plena conciencia de que, al hacerlo así, se había expuesto indirectamente a la acusación sin respuesta de ser un usurpador; y su tripulación, si así se le antojaba y era capaz de ello, y con perfecta impunidad, moral y legal, podía rehusarle toda sucesiva obediencia, y aun arrancarle violentamente del mando. Desde luego, Ahab debía tener gran afán de protegerse de ser acusado, aun por mera sugestión, de usurpación, y de las posibles consecuencias de que ganara terreno semejante impresión reprimida. Para protegerse no tenía sino su propio cerebro dominante, su corazón y sus manos, respaldados por una atención, vigilante y estrechamente calculadora, hacia toda menuda influencia atmosférica a que fuera posible que se sujetara su tripulación.

Por todas esas razones, pues, y otras quizá demasiado analíticas para desarrollarse aquí verbalmente, Ahab veía claramente que aún debía continuar en buena medida siendo fiel al propósito natural y nominal del viaje del Pequod; observar todos los usos acostumbrados, y, no sólo eso, sino obligarse a evidenciar su conocido interés apasionado en la tarea general de su profesión.

Sea como sea todo esto, su voz se oía ahora a menudo llamando a los tres vigías y exhortándoles a mantener una aguda vigilancia, sin dejar de señalar ni una marsopa. Esa vigilancia no tardó en tener recompensa.

Capítulo XLVII
EL ESTERERO


Era una tarde nublada y bochornosa; los marineros vagaban perezosamente por las cubiertas, o miraban con aire ausente a las aguas plomizas. Queequeg y yo estábamos pacíficamente ocupados en tejer lo que se llama una «estera de sable», como amortiguador adicional para nuestra lancha. Tan tranquila y silenciosa era toda la escena, y sin embargo, no sé cómo, tan cargada de presagios, y en el aire flotaba tal hechizo de fiesta, que cada silencioso marinero parecía disuelto en su propio yo invisible. Yo era el asistente o criado de Queequeg, ocupado en la estera. Mientras pasaba y repasaba el relleno o trama de merlín entre los largos hilos de la urdimbre, usando mi propia mano como lanzadera, y mientras Queequeg puesto de medio lado, de vez en cuando deslizaba su pesado sable de encina entre los hilos, y apartando la mirada ociosamente hacia el agua, descuidado y sin pensar, llevaba a su sitio cada hilo: digo que tan extraño aire de sueño reinaba entonces sobre el barco y sobre todo el mar, sólo roto por el sonido sordo e intermitente del sable, que parecía que aquello fuera el Telar del Tiempo, y yo mismo fuera una lanzadera tejiendo y tejiendo los Hados. Allí estaban los hilos fijos de la urdimbre, sujetos a una única vibración insistente e inalterable, y esa vibración era meramente suficiente para dejar pasar la mezcla entrecruzada de otros hilos con el suyo propio. Esta urdimbre parecía la Necesidad; y aquí, pensaba yo, con mi propia mano paso mi lanzadera y tejo mi destino entre estos hilos inalterables. Mientras tanto, el indiferente e impulsivo sable de Queequeg, a veces golpeando la trama de medio lado, o torcido, o fuerte, o débil, según fuera el caso, y produciendo, con esa indiferencia en el golpe conclusivo, un contraste correspondiente en el aspecto final del tejido terminado; el sable de este salvaje, pensaba yo, que así da forma final y contextura tanto a la urdimbre como a la trama; ese tranquilo e indiferente sable debe ser el Azar: sí, el azar, el libre albedrío, y la necesidad; de ningún modo incompatibles, sino trabajando juntos y entretejidos. La recta trama de la necesidad, que no se ha de desviar de su curso definitivo; pues cada una de sus vibraciones alternantes, en efecto, sólo tiende a esto: el libre albedrío, todavía libre para pasar la lanzadera entre los hilos; y el azar, aunque sujeto en su juego a las líneas rectas de la necesidad, y dirigido lateralmente en sus movimientos por la libre voluntad, aun así prescrito por ambos, los va dirigiendo alternativamente, y da a los acontecimientos el último golpe configurador.

Así tejíamos y tejíamos cuando me sobresalté ante un sonido tan extraño, prolongado y musicalmente salvaje y sobreterrenal, que cayó de mi mano el ovillo de libre albedrío, y me quedé mirando a las nubes de donde bajaba esa voz como un ala. En lo alto de los canes del palo estaba aquel loco Gay-Head, Tashtego. Su cuerpo se echaba ansiosamente hacia delante, y a intervalos breves y súbitos, continuaba sus gritos. Por supuesto, el mismo sonido se oyó quizá en ese mismo momento por los mares, lanzado por centenares de vigías balleneros elevados en el aire, a la misma altura, pero de pocos de esos pulmones podía el viejo grito acostumbrado haber sacado tan maravillosa cadencia como de los de Tashtego el indio. Al verle cerniéndose por encima, medio suspendido en el aire, escudriñando el horizonte de modo tan loco y ansioso, se le habría creído un profeta o vidente observando las sombras del Hado, y anunciando su llegada con esos locos gritos.

—¡Allí sopla ¡Allí, allí, allí!, ¡sopla, sopla!
—¿Por dónde?
—¡De través a sotavento, a unas dos millas! ¡Una manada de ellas! Al momento, todo fue conmoción.

El cachalote sopla como el tictac de un reloj, con la misma uniformidad infalible y segura. Y por eso distinguen los balleneros este pez entre las diferentes tribus de su género.

—¡Allí van colas! —fue ahora el grito de Tashtego, y las ballenas desaparecieron.
—¡Deprisa, mayordomo! —gritó Ahab—. ¡La hora, la hora!
Dough-Boy bajó deprisa, lanzó una mirada al reloj e informó a Ahab del minuto exacto. El barco abatió, y continuó balanceándose suavemente por delante del viento. Como Tashtego informó de que las ballenas se habían sumergido avanzando a sotavento, mirábamos confiados para verlas otra vez delante mismo de nuestra proa. Pues esa singular astucia a veces mostrada por el cachalote cuando, zambulléndose con la cabeza hacia una dirección, sin embargo, mientras está oculto bajo la superficie, da media vuelta y nada rápidamente en sentido opuesto, ese carácter engañoso, ahora no podía estar en acción, pues no había motivo para suponer que los peces vistos por Tashtego estuvieran de ningún modo alarmados, ni en absoluto supieran de nuestra cercanía. Uno de los hombres elegidos para guardar los barcos —es decir, de los que no están designados para las lanchas— relevó entonces al indio en la cofa del palo mayor. Los marineros del trinquete y del palo de mesana habían bajado; se pusieron en su sitio las tinas de estacha; se sacaron las grúas, se dio atrás a la verga mayor, y las tres lanchas se balancearon sobre el mar como tres cestos de hinojo sobre altos acantilados. Fuera de las amuras, sus ansiosas tripulaciones se agarraron con una mano al pasamano, mientras apoyaban expectantemente un pie en la borda. Tal aspecto tiene la larga línea de marineros de un barco de guerra a punto de lanzarse al abordaje de un barco enemigo.

Pero en ese momento crítico se oyó una exclamación repentina que apartó todas las miradas de la ballena. Con un sobresalto, todos fijaron la mirada en el sombrío Ahab, quien estaba rodeado por cinco fantasmas oscuros que parecían recién formados del aire.


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