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martes, 27 de noviembre de 2012

Moby Dick - Cap XLVIII y XLIX - Herman Melville

Viene de "Moby Dick - Cap XLV, XLVI y XLVII - Herman Melville"


Capítulo XLVIII

EL PRIMER ATAQUE

Los fantasmas, pues eso parecían entonces, daban vueltas por el otro lado de la cubierta, y, con celeridad sin ruido, soltaban las jarcias y amarras de la lancha que allí se balanceaba. Esa lancha siempre se había considerado una de las lanchas de reserva, aunque técnicamente se la llamaba «la del capitán», a causa de que colgaba al lado de estribor. La figura que ahora estaba junto a su proa era alta y sombría, con un solo diente blanco sobresaliendo malignamente de sus labios acerados. Una arrugada chaqueta china de algodón negro le revestía funeralmente, con anchos pantalones negros del mismo material oscuro. Pero coronando extrañamente todo su color de ébano, había un resplandeciente turbante blanco entrelazado, con el pelo vivo, trenzado y retorcido, dando vueltas a la cabeza. Menos sombríos de aspecto, los compañeros de esta figura eran de ese color vívido, de amarillo de tigre, peculiar de algunos de los aborígenes de Manila; una raza famosa por cierto diabolismo de sutileza, y que algunos marineros honrados suponen que son espías pagados y agentes confidenciales y secretos en las aguas, enviados por el demonio, su señor, cuyo despacho suponen que está en otro sitio.

Mientras la interrogativa tripulación del barco miraba a aquellos desconocidos, Ahab gritó al viejo de turbante blanco que iba a la cabeza de ellos:

—¿Todos dispuestos, Fedallah?
—Dispuestos —fue la respuesta medio siseada.
—Botes al agua, entonces, ¿oís? —gritando a través de la cubierta—. Botes al agua ahí, digo.

Tal fue el trueno de su voz, que a pesar de su asombro, los hombres saltaron sobre el pasamanos, las roldanas dieron vueltas como torbellinos en los motones, y con un chapuzón, las tres lanchas cayeron al mar, mientras, con diestra y tranquila osadía, desconocida en cualquier otra profesión, los marineros, como machos cabríos, se dejaban caer de un brinco desde el costado balanceante del barco a las agitadas lanchas de abajo.

Apenas habían remado hasta salir de sotavento de la nave, cuando una cuarta quilla, viniendo del lado de barlovento, bogó dando la vuelta bajo la popa y mostró a los cinco desconocidos remando con Ahab, quien, de pie en la popa, gritaba ruidosamente a Starbuck, Stubb y Flask que se dispersaran mucho para cubrir una gran extensión de mar. Pero con todos sus ojos clavados en el sombrío Fedallah y su tripulación, los marineros de las otras lanchas no obedecieron la orden.

—¿Capitán Ahab...? —dijo Starbuck.
—Dispérsense —gritó Ahab—: dejen sitio, las cuatro lanchas. ¡Tú, Flask, echa más a sotavento!
—Sí, sí, capitán —gritó animosamente el pequeño «Puntal» haciendo girar su gran remo de gobernalle—. ¡Atrás! —dirigiéndose a su tripulación—. ¡Ahí, ahí!, ¡ahí otra vez! ¡Ahí delante mismo está soplando, muchachos! ¡Atrás!
—No te preocupes de esos tipos amarillos, Archy.
—¡Ah, no me importan, señor! —dijo Archy—: ya lo sabía todo antes de ahora. ¿No los había oído en la bodega? ¿Y no se lo dije, aquí, a Cabaco? ¿Qué dices tú, Cabaco? Son polizones, señor Flask.
—¡Remad, remad, mis queridos valientes; remad, hijos míos; remad, pequeños! —gruñó y suspiró mimoso Stubb a los de su tripulación, algunos de los cuales todavía mostraban señales de intranquilidad—. ¿Por qué no os rompéis los espinazos, muchachos? ¿Qué os quemáis mirando? ¿Aquellos muchachos de ese bote? ¡Chist! Solamente son cinco hombres más que han venido a ayudarnos; no importa de dónde; cuanto más, más contentos. Remad, entonces, remad; no os preocupéis del azufre; los demonios son bastante buenos chicos. Ea, ea, ea, ya estamos; ése es el golpe, por mil libras; ¡ése es el golpe para llevarse la partida! ¡Hurra por la copa de oro de aceite de ballena, mis héroes! Tres hurras, muchachos; ¡ánimo todos! Tranquilos, tranquilos, no tengáis prisa. ¿Por qué no partís los remos, bribones? ¡Morded algo, perros! Ea, ea, ea, ahora; suave, suave. ¡Eso es, eso es! Largo y fuerte. ¡Dejad sitio ahí, dejad sitio! ¡El diablo os lleve, bribones andrajosos; estáis dormidos todos! Dejad de roncar, dormilones, y remad. Remad, ¿queréis? Remad, ¿no sabéis? Remad, remad ¿vamos allá? En el nombre de los gobios y los pasteles de jengibre, ¿no remáis? Remad y romped algo; remad, sacaos los ojos. ¡Vamos! —sacando del cinto el afilado cuchillo—: que cada hijo de su madre saque el cuchillo, y reme con la hoja entre los dientes. Eso es..., eso es. Ahora, haced algo; esto ya tiene buen aspecto, mis pedacitos de acero. ¡Dadle fuerte, dadle fuerte, mis cucharitas de plata! ¡Dadle fuerte, pedazos de pasadores!

Se da aquí por extenso el exordio de Stubb a su tripulación por que tenía en general un modo bastante peculiar de hablarles, y en especial al inculcarles la religión del remo. Pero no se ha de suponer por esta muestra de sus sermones que alguna vez se lanzara a furores completos con su feligresía. De ningún modo; y en eso consistía su principal peculiaridad. Decía a su tripulación las cosas más terroríficas en un tono tan extrañamente compuesto de broma y furia, y la furia parecía tan meramente calculada como condimento para la broma, que ningún remero podía oír tan extrañas invocaciones sin remar como cosa de vida o muerte, y sin embargo remando por el simple chiste del asunto. Además, todo el tiempo tenía él mismo un aire tan tranquilo e indolente, y manejaba con tal ocio su remo de gobernalle, y bostezaba tan largo —a veces quedándose con la boca abierta—, que la mera visión de semejante jefe bostezante, por pura fuerza de contraste, actuaba como un encantamiento sobre la tripulación. Además, Stubb era de esa extraña clase de humoristas cuya jovialidad a veces es cruelmente ambigua, como para poner en guardia a todos los inferiores en el asunto de obedecerle.

Obedeciendo a una señal de Ahab, Starbuck ahora bogaba oblicuamente por delante de la proa de Stubb, y cuando, durante cerca de un minuto, las dos lanchas estuvieron bastante próximas una de otra, Stubb gritó al oficial:

—¡Señor Starbuck, lancha a babor, eh!; ¡una palabra con usted, por favor!
—¡Hola! —replicó Starbuck, sin volverse una sola pulgada al hablar, y todavía apremiando a su tripulación con empeño, pero en un susurro, y la cara apartada de la de Stubb, fija como un pedernal.
—¿Qué piensa de esos muchachos amarillos, señor Starbuck?
—Entraron a bordo de contrabando, no sé cómo, antes que zarpara el barco. (¡Fuerte, fuerte, muchachos!) —en un susurro a la tripulación, y luego volviendo a hablar alto—: ¡Un triste asunto, señor Stubb! (¡Dadle, dadle, chicos!), pero no se preocupe, señor Stubb, todo será para bien. Que toda su tripulación reme fuerte, pase lo que pase. (¡Pegad, hombres, pegad!) Hay bocoyes de aceite por delante, señor Stubb, y a eso es a lo que vinimos. (¡Remad, muchachos!) ¡Aceite, aceite es el juego! Esto por lo menos es obligación: obligación y ganancia de la mano.
—Sí, sí, eso pensé yo —soliloquizó Stubb, al separarse los botes—; en cuanto les eché el ojo, lo pensé. Sí, y a eso es a lo que él bajaba tanto a la bodega, como sospechaba hace mucho Dough-Boy. Estaban escondidos allá abajo. La ballena blanca está en el fondo de esto. ¡Bueno, bueno, sea así! ¡No se puede remediar! ¡Dejad sitio!

Ahora, la aparición de esos exóticos desconocidos en tan crítico instante como el de arriar los botes de cubierta, había despertado no sin razón una especie de desconcierto supersticioso en algunos de la tripulación del barco, pero como el imaginado descubrimiento de Archy se había difundido entre ellos hacía algún tiempo, aunque desde luego sin que le dieran crédito, eso les había preparado para el acontecimiento en cierta pequeña medida. Les había embotado el filo del asombro, y así, con todo esto y con el modo confiado de Stubb de explicar su aparición, quedaron por el momento libres de hipótesis supersticiosas, aunque el asunto aún dejaba lugar abundante para toda clase de desatadas conjeturas en cuanto a la exacta intervención de Ahab en el asunto desde el principio. En cuanto a mí, recordaba silenciosamente las misteriosas sombras que vi deslizarse a bordo del Pequod durante el opaco amanecer en Nantucket, así como las enigmáticas sugerencias del inexplicable Elías.

Mientras tanto, Ahab, fuera del alcance del oído de sus oficiales, por haberse desviado lo más posible a barlovento, todavía llevaba la delantera a las otras lanchas, circunstancias que proclamaba qué poderosa tripulación le impulsaba. Aquellas criaturas de amarillo atigrado parecían todas de acero y ballena; como cinco martinetes, se levantaban y bajaban con golpes regulares de energía, que intermitentemente sacudían la lancha a lo largo del agua, como la caldera de transmisión horizontal en un vapor del Mississippi. En cuanto a Fedallah, a quien se veía tirando del remo de arponero, había echado a un lado su chaqueta negra, exhibiendo desnudo el pecho con toda la parte entera de su cuerpo que quedaba por encima de la borda, claramente recortada sobre las depresiones alternativas del horizonte acuático, mientras al otro extremo de la lancha, Ahab, con un solo brazo, igual que un esgrimidor, medio echado para atrás en el aire, como para contrapesar cualquier tendencia a volcarse, aparecía manejando; con firmeza su remo de gobernalle igual que en otras mil bajadas al mar antes que la ballena blanca le hubiera destrozado. De repente su brazo extendido hizo un movimiento peculiar y luego quedó fijo, mientras se veía que los cinco remos de la lancha se erguían simultáneamente. La lancha y la tripulación quedaron inmóviles en el mar. Al momento, las tres lanchas dispersas a retaguardia se detuvieron en su camino. Las ballenas se habían sumergido irregularmente en el azul, sin dar así señal de su movimiento que fuera discernible a lo lejos, aunque Ahab lo había notado por su mayor cercanía.

—¡Cada cual mire siguiendo sus remos! — gritó Starbuck—. Tú, Queequeg, ponte de pie.
Poniéndose ágilmente de un salto en la caja triangular elevada en la proa, el salvaje se quedó allí erguido, y con ojos intensamente serios lanzó su mirada hacia el lugar donde se habían señalado por última vez sus presas. Igualmente, en el extremo de la popa, donde había también una plataforma triangular al nivel de la borda, se vio al propio Starbuck, con frialdad y destreza, equilibrándose entre las convulsivas oscilaciones de su cáscara de nuez, y observando cara a cara en silencio la vasta mirada azul del mar.

No muy lejos, también la lancha de Flask estaba en reposo y como sin aliento, con su jefe descuidadamente de pie en el bolardo, una especie de poste recio, con base en la quilla, que se eleva un par de pies por encima del nivel de la plataforma de popa. Se usa para dar vuelta en torno a él en la estacha de la ballena. Su extremo no es más ancho que la palma de la mano de un hombre, y, al ponerse de pie en una base como ésa, Flask parecía encaramado sobre el mastelerillo de un barco que se hubiera hundido entero menos las perillas de los palos. Pero el pequeño «Puntal» era pequeño y bajo, y al mismo tiempo, el pequeño «Puntal» estaba lleno de grande y alta ambición, de modo que aquel punto de apoyo en el bolardo no satisfacía en absoluto a «Puntal».

—No puedo ver más allá de tres olas: vamos a poner de pie un remo aquí, y yo me subiré.

Ante esto, Daggoo, con las manos en la borda para apoyarse en el camino, se deslizó rápidamente a popa, y entonces, irguiéndose, ofreció sus elevados hombros como pedestal.

—Una cofa tan buena como otra cualquiera, señor Flask. ¿Quiere subir?
—Ya lo creo, y muchas gracias, mi buen amigo; sólo que me gustaría que fueras cincuenta pies más alto.
Entonces, plantado firmemente con los pies contra dos tablas opuestas de la lancha, el gigantesco negro se agachó un poco, presentó la palma de la mano extendida al pie de Flask, y luego, poniendo la mano de Flask en su cabeza con penacho de plumas y pidiéndole que saltara cuando él le empujara, de un solo golpe diestro hizo al hombrecito posarse sano y salvo en sus hombros. Y allí estaba ahora Flask, mientras

Daggoo, con un brazo elevado, le proporcionaba un parapeto en que apoyarse y afirmarse. En cualquier momento, es para un novicio un extraño espectáculo ver con qué sorprendente costumbre de habilidad inconsciente mantiene el cazador de ballenas una postura vertical en la lancha, aun sacudido por los mares más amotinadamente perversos y entrecruzados. Aún más extraño es el verle aturdidamente encaramado en el propio bolardo en tales circunstancias. Pero el espectáculo del pequeño Flask subido en el gigantesco Daggoo era aún más curioso, pues, sosteniéndose con una majestad fría, indiferente, cómoda y sin preocupaciones, el noble negro mecía armoniosamente su hermosa figura a cada balanceo del mar. En su ancha espalda, Flask, con su pelo rubio, parecía un copo de nieve. La montura parecía más noble que el jinete. Aunque el pequeño Flask, verdaderamente vivaz, tumultuoso y ostentoso, de vez en cuando pataleaba de impaciencia, no daba con eso ningún empujón adicional al señorial pecho del negro. Igual he visto a la Pasión y la Vanidad pataleando sobre la magnánima tierra viva, sin que la tierra alterase por ello sus mareas ni sus estaciones.

Mientras tanto Stubb, el tercer oficial, no manifestaba tales afanes de mirar a larga distancia. Quizá las ballenas habrían dado una de sus zambullidas normales, no sumergiéndose temporalmente por simple susto, y por si ése era el caso, Stubb, como parece que tenía por costumbre en tales ocasiones, había decidido entretener el enervante intervalo con su pipa. La sacó de la cinta del sombrero, donde la llevaba siempre al sesgo como una pluma. La cargó, y atacó la carga con el pulgar, pero apenas había encendido el fósforo pasándolo por el áspero papel de lija de su mano, cuando Tashtego, su arponero, cuyos ojos estaban fijos a barlovento como dos estrellas fijas, se dejó caer, con la velocidad de la luz, abandonando su actitud erguida para sentarse, y exclamó en vivo frenesí de apresuramiento:

—¡Abajo, abajo todos, y adelante! ¡Ahí están!
Para un hombre de tierra adentro, en ese momento no habrían sido visibles ni ballenas ni señales de arenques; nada sino una mancha turbia de agua verdiblanca y sutiles vahos dispersos de vapor cerniéndose sobre ella y deshaciéndose con el viento hacia sotavento, como el confuso celaje de las agitadas olas blancas. El aire, de repente, vibró alrededor y retiñó, por decirlo así, como aire sobre planchas de hierro muy caliente. Bajo esas ondas y rizos de la atmósfera, y en parte también bajo una delgada capa de agua, nadaban las ballenas. Vistos por delante de toda otra indicación, los vahos de vapor que lanzaban parecían sus heraldos precursores, sus batidores destacados a galope.

Las cuatro lanchas estaban ya en afanosa persecución de aquel único punto de agua y aire turbios. Pero éste se empeñaba en dejarlas atrás; volaba y volaba, como una masa de burbujas entremezclada al ser arrastrada por un rápido torrente de los montes.

—Remad, remad, mis buenos chicos — decía Starbuck a sus hombres, en el susurro más bajo posible, pero más intensamente concentrado, mientras la mirada, aguda y fija, de sus ojos se disparaba derecha por delante de la proa, casi semejante a un par de agujas visibles en dos infalibles brújulas de bitácora.

No dijo mucho a su tripulación, sin embargo, ni tampoco su tripulación le decía nada. Sólo el silencio de la lancha era roto, a intervalos, de modo sobresaltador, por uno de sus peculiares susurros, unas veces ásperos, al dar órdenes, otras veces suaves, al rogar.

¡Qué diferente el ruidoso y pequeño «Puntal »!

—¡Gritad y decid algo, queridos míos! ¡Rugid y remad, relámpagos míos! Encalladme, encalladme en sus lomos negros, muchachos; hacedlo por mí, y yo os dejaré en testamento la plantación en Marth's Vineyard, chicos; incluyendo mujer e hijos. ¡Atracadme allí, atracadme! ¡Oh, Señor, Señor, pero me voy a poner loco de remate, de atar! ¡Mirad, mirad esta agua blanca!

Y gritando así, se quitó el sombrero de la cabeza, y lo pisoteó; luego, recogiéndolo, lo tiró al mar, bien lejos; y finalmente, se puso a dar saltos y corvetas en la popa de la lancha como un potro enloquecido en la pradera.

—Mirad ahora a ese muchacho —gruñó filosóficamente Stubb, que, con su corta pipa sin encender sujeta maquinalmente entre los dientes, le seguía a poca distancia—: Le entran ataques a ese Flask. ¿Ataques? Sí, dadle ataques, ésa es la palabra: echadle ataques encima. Alegres, alegres, con ánimo. Hay pastel de cena, ya sabéis; alegres, eso es. Remad, muchachos; remad, cachorritos; remad todos. Pero ¿para qué demonios os dais tanta prisa? Suavecito, suavecito y firme, hombre. Sólo remad y seguid remando; nada más. Partíos todos los espinazos, y romped en dos los cuchillos de un mordisco, eso es todo. Tomadlo con calma: ¡por qué no lo tomáis con calma, digo, y echáis fuera todos los hígados y los pulmones!

Pero en cuanto a lo que decía el inescrutable Ahab a su tripulación de amarillo de tigre... esas palabras es mejor que se omitan aquí, pues vivís bajo la luz bendita de la tierra evangélica. Sólo los tiburones infieles de los mares audaces pueden prestar oído a palabras como aquellas con que, con frente de ciclón y ojos de crimen rojo, y labios pegados por la espuma, Ahab saltaba tras su presa.

Mientras tanto, todas las lanchas se abrían paso. Las repetidas alusiones específicas de Flask a «esa ballena», como llamaba el ficticio monstruo que declaraba que le atraía la proa del barco con la cola; esas alusiones suyas, a veces, eran tan vívidas y semejantes a la realidad, que hacían que uno o dos de sus hombres lanzaran una mirada temerosa por encima del hombro. Pero eso iba contra todas las reglas; pues los remeros deben sacarse los ojos y meterse un asador por el cuello, por decretar la costumbre que, en esos momentos cruciales, no deben tener más órganos que los oídos, ni más miembros que los brazos.

¡Era un espectáculo lleno de prodigio vivo y de temor! Las vastas hinchazones del mar omnipotente; el rugido hueco y explosivo que hacían, al pasar a lo largo de las ocho bordas, como gigantescas bolas en una ilimitada bolera de césped; la breve angustia suspensa de la lancha, como si por un momento se fuera a volcar en el filo de cuchillo de las olas más agudas, que casi parecían amenazar cortarla en dos; la súbita zambullida repentina en los valles y oquedades del agua; las apremiantes incitaciones y estímulos a ganar la cima de la colina de enfrente; el deslizarse boca abajo, como en trineo, por el otro lado; todas estas cosas, con los gritos de los jefes y los arponeros, y los estremecidos jadeos de los remeros, y la prodigiosa visión del marfileño Pequod siguiendo a sus lanchas con las velas tendidas, como una gallina sobresaltada tras la pollada gritadora; todo eso era emocionante. Ni el recluta bisoño, saliendo del abrazo de su mujer hacia el calor febril de su primera batalla; ni el espíritu de un muerto al encontrar al primer fantasma desconocido en el otro mundo, ninguno de éstos puede sentir más fuertes y más extrañas emociones que el hombre que por primera vez se encuentra remando en el hirviente círculo mágico del cachalote perseguido.

El agua blanca en danza que se formaba en la persecución, ahora se iba haciendo más visible, debido a la creciente tenebrosidad de las negruzcas sombras que las nubes proyectaban sobre el mar. Los chorros de vapor ya no se mezclaban, sino que doblaban por todas partes a derecha e izquierda; las ballenas parecían separar sus estelas. Los botes se separaron remando, y Starbuck persiguió a tres ballenas que corrían derechas a sotavento. Izamos ahora la vela, y, con viento siempre en aumento nos precipitamos adelante; la lancha avanzaba tan locamente por el agua, que casi no se podían manejar los remos de sotavento tan deprisa como para evitar que fueran arrancados de las chumaceras.

Pronto corrimos por un difuso y ancho velo de niebla; no se veían ni lancha ni barco.

—Adelante, muchachos —susurró Starbuck, echando más a popa la escota de su vela—: todavía hay tiempo de cazar un pez antes que llegue el chubasco. ¡Allí hay otra vez agua blanca!, ¡acercaos! ¡Saltad!

Poco después, dos gritos en rápida sucesión, a cada lado de nosotros, denotaron que las otras lanchas habían hecho presa, pero apenas las habíamos oído, cuando con un susurro disparado como un relámpago, Starbuck dijo: «¡De pie!», y Queequeg, arpón en mano, se puso en pie de un salto.

Aunque ninguno de los remeros entonces daba la cara al peligro de vida o muerte que tenían tan cerca, sin embargo, con los ojos en la tensa expresión del oficial en la popa de la lancha, supieron que había llegado el momento decisivo, y oyeron también un enorme ruido de revolverse, como si cincuenta elefantes se removiesen en la paja de dormir. Mientras tanto, la lancha seguía disparada a través de la neblina, con las olas rizándose y siseando a nuestro alrededor como crestas erguidas de serpientes coléricas.

—Ésa es la joroba. ¡Ahí, ahí, dale! —susurró Starbuck.

Un breve ruido zumbante salió disparado de la lancha: era el hierro lanzado de Queequeg. Entonces, en una sola conmoción mezclada, vino por la popa un empujón invisible, mientras la lancha, a proa, parecía chocar con un arrecife: la vela se hundió y estalló; un borbotón de vapor abrasador brotó muy cerca disparado; algo rodó y se agitó como un terremoto debajo de nosotros. La tripulación entera quedó medio sofocada al ser lanzada en confusión entre la blanca espuma cuajada de aquel huracán. El chubasco, la ballena y el arpón se habían fundido, y la ballena meramente arañada por el hierro, se había escapado.

Aunque completamente inundada, la lancha estaba casi intacta. Nadando alrededor de ella recogimos los remos que flotaban, y, echándolos adentro por la borda, volvimos a desplomarnos en nuestros puestos. Teníamos mar hasta las rodillas, con el agua cubriendo toda tabla y toda cuaderna, de modo que, para nuestros ojos, mirando hacia abajo, la embarcación en suspenso parecía una lancha de coral que creciera hasta nosotros desde el fondo del océano.

El viento aumentó hasta ser un aullido; las olas entrechocaron sus escudos: el chubasco entero rugió, se dividió y crepitó en torno a nosotros como un fuego blanco por la pradera, en que ardíamos sin consumirnos; ¡inmortales en esas mandíbulas de muerte! En vano gritamos a las otras lanchas; gritar a esos botes en la tormenta era igual que rugir a los carbones encendidos desde lo alto de la chimenea de una fundición llameante. Mientras tanto, los crecientes celajes, nubes y neblinas, se oscurecían cada vez más con las sombras de la noche: no se podía ver señal del barco. El mar, cada vez más fuerte, impedía todos los intentos de achicar la lancha. Los remos eran inútiles para impulsar, realizando ahora funciones de salvavidas. Así, cortando las ataduras del barrilillo impermeable de fósforos, después de varios fracasos, Starbuck se las arregló para encender la lámpara de la linterna, y luego, elevándola en un palo desprendido, se la entregó a Queequeg como abanderado de esta esperanza desesperada. Allí, pues, se sentó éste, elevando aquella imbécil candela en el corazón de aquella todopoderosa desolación. Allí, pues, se sentó, signo y símbolo de un hombre sin fe, elevando desesperadamente la esperanza en medio de la desesperación.

Mojados, calados y tiritando de frío, desesperando de barco o de lancha, elevamos nuestras miradas cuando llegó el alba. Con la niebla todavía extendida por el mar, la linterna vacía quedaba aplastada en el fondo de la lancha. De repente, Queequeg se puso en pie de un salto, ahuecando la mano junto al oído. Todos oímos un leve crujido, como de jarcias y vergas, hasta entonces sofocado por la tormenta. El sonido se acercó cada vez más: las densas nieblas quedaron vagamente divididas por una enorme forma imprecisa. Asustados, nos echamos todos al agua, mientras por fin el barco aparecía, dirigiéndose derecho hacia nosotros a una distancia no mucho mayor que su longitud.

Flotando en las olas, vimos la lancha abandonada que por un momento era zarandeada y abierta bajo la proa del barco como una astilla al pie de una catarata; y luego el enorme casco pasó sobre ella, y no se la vio hasta que subió revolcada a popa. Otra vez nadamos a ella, y fuimos lanzados contra ella por las olas, y por fin fuimos recogidos y llevados a bordo sanos y salvos. Antes que llegase el chubasco, las otras lanchas se habían separado de sus ballenas, volviendo a tiempo al barco. El barco nos había dado por perdidos, pero seguía todavía navegando por allí a ver si por casualidad tropezaba con algún rastro de nuestra perdición, un remo o un palo de lanza.

Capítulo XLIX

LA HIENA


Hay ciertas extrañas ocasiones y coyunturas en este raro asunto entremezclado que llamamos vida, en que uno toma el entero universo por una enorme broma pesada, aunque no llega a discernirle su gracia sino vagamente, y tiene algo más que sospechas de que la broma no es a expensas sino de él mismo. Con todo, no hay nada que desanime, y nada parece valer la pena de discutirse. Uno se traga todos los acontecimientos, todos los credos y convicciones, todos los objetos duros, visibles e invisibles, por nudosos que sean, igual que un avestruz de potente digestión engulle las balas y los pedernales de escopeta. En cuanto a las pequeñas dificultades y preocupaciones, perspectivas de desastre súbito, pérdida de vida o de algún miembro, todas estas cosas, y la muerte misma, sólo le parecen a uno golpes bromistas y de buen carácter, y joviales puñetazos en el costado propinados por el viejo bromista invisible e inexplicable. Esta extraña especie de humor caprichoso de que hablo, le sobreviene a uno solamente en algún momento de tribulación extrema; le llega en el mismísimo centro de su seriedad, de modo que lo que un poco antes podía haber parecido una cosa de más peso, ahora no parece más que parte de una broma general. No hay cosa como los peligros de la pesca de la ballena para engendrar esta especie, libre y tranquila, de filosofía genial del desesperado; y con ella yo consideraba ahora todo este viaje del Pequod y la gran ballena blanca que era su objetivo.

—Queequeg —dije, después que me arrastraron a mí, en último lugar, a la, cubierta, y cuando todavía me sacudía con el chaquetón para quitarme el agua—: Queequeg, mi buen amigo, ¿ocurren muy a menudo este tipo de cosas?

Sin mucha emoción, aunque calado igual que yo, me dio a entender que tales cosas ocurrían muy a menudo.

—Señor Stubb —dije, volviéndome a ese ilustre personaje, que, abotonado hasta el cuello en su capote aceitado fumaba tranquilamente su pipa bajo la lluvia—, señor Stubb, creo haberle oído decir que, de todos los cazadores de ballenas que ha conocido usted, nuestro primer oficial, el señor Starbuck, es con mucho el más cuidadoso y prudente. ¿He de suponer, entonces, que echarse de golpe contra una ballena que huye, con la vela desplegada, entre un chubasco con niebla, es la cima de la discreción de un cazador de ballenas?
—Por supuesto. Yo he arriado la lancha para perseguir ballenas en un buque que hacía agua, en medio de una galerna a lo largo del cabo de Hornos.
—Señor Flask —dije, volviéndome al pequeño «Puntal», que estaba allí cerca—, usted es experto en estas cosas, y yo no. ¿Me quiere decir si es ley inalterable en estas pesquerías, señor Flask, que un remero se parta el espinazo remando de espaldas para meterse en la boca de la muerte?
—¿No lo puede decir más sencillo? —dijo Flask—. Sí, ésta es la ley. Me gustaría ver a la tripulación de un bote dando marcha atrás por el agua hacia una ballena, con la cara para delante. Ja, ja!, la ballena les devolvería el bizqueo, ¡fíjese bien!

Allí entonces, de tres testigos imparciales, tenía una circunstanciada declaración sobre todo el asunto. Considerando, pues, que los huracanes y vuelcos en el agua y consiguientes vivaqueos en las profundidades eran asuntos que ocurrían comúnmente en esta clase de vida; considerando que el instante superlativamente crítico de lanzarnos del que gobernaba la lancha —a menudo un tipo que, en ese mismo momento, está a punto, a fuerza de ímpetu, de hacer un escotillón en la lancha con sus frenéticos pataleos—; considerando que el desastre ocurrido precisamente a nuestra precisa lancha se había de atribuir principalmente a que Starbuck se lanzó contra su ballena casi en las fauces de un chubasco, y considerando que, a pesar de eso, Starbuck era famoso por su gran cuidado en la pesca; considerando que yo pertenecía a la lancha de ese Starbuck tan insólitamente prudente; y, por último, considerando en qué persecución diabólica me había metido, respecto a la ballena blanca; tomando todas estas cosas juntas, digo, pensé que bien podría bajar a hacer un borrador de mi testamento.

—Queequeg —dije—, ven conmigo y serás mi notario, albacea y heredero.
Puede parecer extraño que los marineros, más que nadie, anden enredando con sus últimas voluntades y testamentos, pero no hay en el mundo gente más aficionada a esta diversión. Era la cuarta vez en mi vida náutica que había hecho esto mismo. En la actual ocasión, una vez que estuvo concluida la ceremonia, me sentí mucho mejor; se me había quitado una piedra de encima del pecho. Además, todos los días que ahora viviera serían tan buenos como los días que vivió Lázaro después de su resurrección; una ganancia en limpio suplementaria de tantos meses o semanas como hubiera de ser. Me sobrevivía a mí mismo; mi muerte y mi entierro estaban encerrados en mi pecho. Miré a mi alrededor con tranquilidad y satisfacción, como un espíritu tranquilo, con la conciencia limpia, sentado entre las rejas de un confortable panteón de familia.

«Ahora, pues —pensaba yo, remangándome distraídamente el blusón—, vamos allá en frío y atentamente, a una zambullida en la muerte y la destrucción, y al último que se lo lleve el diablo.» 


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