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miércoles, 14 de noviembre de 2012

Moby Dick - Cap XIX, XX y XXI - Herman Melville

Viene de "Moby Dick - Cap XVII y XVIII - Herman Melville"



Capítulo XIX

EL PROFETA


—Marineros, ¿os habéis enrolado en ese barco?

Queequeg y yo acabábamos de dejar el Pequod y nos alejábamos tranquilamente del agua, cada cual ocupado por el momento en sus propios pensamientos, cuando nos dirigió las anteriores palabras un desconocido que, deteniéndose ante nosotros, apuntó con su macizo índice al navío en cuestión. Iba desastradamente vestido con un chaquetón descolorido y pantalones remendados, mientras que un jirón de pañuelo negro revestía su cuello. Una densa viruela había fluido por su cara en todas las direcciones, dejándola como el complicado lecho en escalones de un torrente cuando se han secado las aguas precipitadas.

—¿Os habéis enrolado en él? —repitió.
—Supongo que se refiere al barco Pequod —dije, tratando de ganar un poco más de tiempo para mirarle sin interrupción.
—Eso es, el Pequod ese barco —dijo, echando atrás el brazo entero, y luego lanzándolo rápidamente por delante, derecho, con la bayoneta calada de su dedo disparada de lleno hacia su objetivo.
—Sí —dije—, acabamos de firmar el contrato.
—¿Y se hacía constar algo en él sobre vuestras almas?
—¿Sobre qué?
—Ah, quizá no tengáis almas —dijo rápidamente—. No importa, sin embargo: conozco a más de un muchacho que no tiene alma: buena suerte, con eso está mejor. Un alma es una especie de quita rueda para un carro.
—¿De qué anda cotorreando, compañero? —dije.
—Quizá él sea suficiente, sin embargo, para compensar todas las deficiencias de esta especie en otros muchachos —dijo bruscamente el desconocido, poniendo nerviosos énfasis en la palabra él.
—Queequeg —dije—, vámonos; este tipo se ha escapado de algún sitio; habla de algo y de alguien que no conocemos.
—¡Alto! —gritó el desconocido—. Decís la verdad: no habéis visto todavía al Viejo Trueno, ¿eh?
—¿Quien es el Viejo Trueno? —dije, otra vez aprisionado por la loca gravedad de sus modales.
—El capitán Ahab.
—¿Cómo?, ¿el capitán de nuestro barco, el Pequod?
—Sí, entre algunos de nosotros, los viejos marinos, se le llama así. No le habéis visto todavía, ¿eh?
—No, no le hemos visto. Dicen que está enfermo, pero que se está poniendo mejor, y no tardará en estar bien del todo.
—¡No tardará en estar bien del todo! —se rió el desconocido, con una risa solemne y despreciativa—. Mirad, cuando el capitán Ahab esté bien del todo, entonces su brazo izquierdo vendrá derecho a ser mío, no antes.
—¿Qué sabe de él?
—¿Qué sabéis vosotros de él? ¡Decid eso!
—No nos han dicho mucho de él; sólo he oído que es un buen cazador de ballenas, y un buen capitán para la tripulación.
—Es verdad, es verdad; sí, las dos cosas son bastante verdad. Pero tenéis que saltar cuando él dé una orden. Moverse y gruñir, gruñir y marchar; ésa es la consigna con el capitán Ahab. Pero ¿nada sobre aquello que le pasó a la altura del cabo de Hornos, hace mucho, cuando estuvo como muerto tres días con sus noches; nada de aquella esgrima mortal con el español ante el altar de Santa? ¿No habéis oído nada de eso? ¿Nada sobre la calabaza de plata en que escupió? ¿Y nada de que perdió la pierna en su último viaje, conforme a la profecía? ¿No habéis oído una palabra sobre esas cosas y algo más, eh? No, no creo que lo hayáis oído; ¿cómo podríais? ¿Quién lo sabe? No toda Nantucket, supongo. Pero de todos modos, quizá hayáis oído hablar por casualidad de la pierna, y de cómo la perdió; sí, habéis oído hablar de eso, me atrevo a decir. Ah, sí, eso lo saben casi todos: quiero decir, que ahora no tiene más que una pierna, y que un cachalote se le llevó la otra.
—Amigo mío —dije—: no sé a qué viene toda esa cháchara, ni me importa, porque me parece que debe estar un poco estropeado de la cabeza. Pero si habla del capitán Ahab, de este barco, el Pequod;, entonces permítame decirle que lo sé todo sobre la pérdida de la pierna.
—Todo sobre ella... ¿De veras?, ¿todo? — Por supuesto.

Con el dedo extendido y los ojos apuntando hacia el Pequod el desconocido de aspecto de mendigo se quedó un momento como en un ensueño turbado; luego, sobresaltándose un poco, se volvió y dijo:

—Os habéis enrolado, ¿eh? ¿Los nombres puestos en el papel? Bueno, bueno, lo que está firmado, firmado está; y lo que ha de ser, será; y luego, también, a lo mejor no será, después de todo. De cualquier modo, todo está fijado ya y arreglado; y unos marineros u otros tendrán que ir con él, supongo; lo mismo da éstos que cualquier otros hombres. ¡Dios tenga compasión de ellos! Buenos días, marineros, buenos días; los inefables Cielos os bendigan: lamento haberos detenido.
—Mire acá, amigo —dije—: si tiene algo importante que decirnos, fuera con ello; pero si sólo trata de enredarnos, se equivoca en el juego; eso es todo lo que tengo que decirle.
—¡Y está muy bien dicho, y me gusta oír a un muchacho expresarse de ese modo; eres el hombre que le hace falta a él..., gente como tú! Buenos días, marineros, buenos días. ¡Ah, cuando estéis allí, decidles que he decidido no ser uno de ellos!
—Ah, mi querido amigo, no nos puede engañar de ese modo; no nos puede engañar. La cosa más fácil del mundo es poner cara de que se tiene dentro un gran secreto.
—Buenos días, marineros, tened muy buenos días.
—Sí que son buenos —dije—. Vamos allá, Queequeg, dejemos a este loco. Pero, alto, dígame su nombre, ¿quiere?
—¡Elías!

« ¡Elías!», pensé; y nos marchamos comentando, cada cual a su modo, sobre ese viejo marinero andrajoso; y estuvimos de acuerdo en que no era nada sino un impostor que quería hacer el coco. Pero no habíamos recorrido quizá unas cien yardas, cuando, al volverme por casualidad doblando una esquina, ¡a quién vi sino a Elías que nos seguía, aunque a distancia! No sé por qué, el verle me impresionó de tal modo que no dije nada a Queequeg de que venía detrás, sino que seguí andando con mi compañero, afanoso de ver si el desconocido doblaría la misma esquina que nosotros. Así lo hizo, y entonces me pareció que nos espiaba, pero no podía imaginar por qué, ni por nada del mundo.

Esta circunstancia, unida a su manera de hablar, ambigua, embozada, medio sugiriendo y medio revelando, produjo entonces en mí toda clase de vagas sospechas y  semiaprensiones, todo ello en relación con el Pequod y el capitán Ahab, y la pierna que había perdido, y el ataque en el cabo de Hornos, y la calabaza de plata, y lo que había dicho de él el capitán Peleg, cuando yo salí del barco, el día anterior, y la predicción de la india Tistig, y el viaje que nos habíamos comprometido a emprender, y otras cien cosas sombrías.

Estaba decidido a cerciorarme de si ese andrajoso Elías realmente nos espiaba o no, y con esa intención crucé la calle con Queequeg, y por ese lado volví sobre nuestros pasos. Pero Elías pasó adelante, sin parecer advertirnos. Esto me alivió, y una vez más, y a mi parecer de modo definitivo, le sentencié en mi corazón por un impostor.


Capítulo XX

EN PLENA AGITACIÓN


Pasaron un día o dos, y hubo gran actividad a bordo del Pequod. No sólo se remendaban las velas viejas, sino que se subían a bordo velas nuevas, y piezas de lona y rollos de jarcia; en resumen, todo indicaba que los preparativos del barco se apresuraban a su conclusión. El capitán Peleg rara vez o nunca bajaba a tierra, sino que estaba sentado en su cabaña india manteniendo una estrecha vigilancia sobre los tripulantes. Bildad hacía todas las compras y provisiones en los almacenes; y los hombres empleados en la bodega y en los aparejos trabajaban hasta mucho después de medianoche.

Al día siguiente de firmar Queequeg el contrato, se mandó aviso a todas las posadas donde se alojaba la gente del barco de que sus cofres debían estar a bordo antes de la noche, pues no cabía prever qué pronto podría zarpar el barco. Así que Queequeg y yo llevamos nuestros bártulos, aunque decididos a dormir en tierra hasta el final. Pero parece que en esos casos avisan con mucha anticipación, y el barco no zarpó en varios dias. No es extraño; había mucho quehacer, y no se puede calcular en cuántas cosas había que pensar antes que el Pequod quedara completamente equipado. Todo el mundo sabe qué multitud de cosas —camas, cacerolas, cuchillos, tenedores, palas y tenazas, servilletas, cascanueces y qué sé yo— son indispensables para el asunto de llevar una casa. Lo mismo ocurre con la pesca de la ballena, que requiere tres años de llevar una casa sobre el ancho océano, lejos de todos los tenderos, fruteros, médicos, panaderos y banqueros.

Y aunque esto también es cierto de los barcos mercantes, sin embargo no lo es hasta el mismo punto que en los balleneros. Pues además de la gran duración del viaje de la pesca de la ballena, del gran número de artículos requeridos para llevar a cabo la pesca, y de la imposibilidad de reemplazarlos en los remotos puertos que suelen frecuentarse, se debe recordar que, entre todos los barcos, los balleneros son los más expuestos a accidentes de todas clases, y especialmente, a la destrucción y pérdida de las mismas cosas de que depende más el éxito del viaje. De aquí los botes de repuesto, las vergas de repuesto, las estachas y arpones de repuesto, y los repuestos de todo, casi, salvo un capitán de repuesto y un duplicado del barco.

En la época de nuestra llegada a la isla, el aprovisionamiento más pesado del Pequod estaba casi completo, comprendiendo la carne, galleta, agua, combustible y zunchos y duelas de hierro. Pero, como ya se indicó más arriba, durante algún tiempo hubo un continuo acarreo a bordo de diversas cosas sueltas, tanto grandes como pequeñas. La más destacada entre las personas que hacían el acarreo era la hermana del capitán Bildad, una flaca anciana de espíritu muy decidido e infatigable, pero no obstante muy benévola, que parecía resuelta a que si ella podía remediarlo, no se echara de menos nada en el Pequod una vez bien metido en el mar. Unas veces llegaba a bordo con un tarro de adobos para la despensa del mayordomo; otras veces, con un manojo de plumas para el escritorio del primer oficial, donde éste llevaba el cuaderno de bitácora; en otra ocasión, con una pieza de franela para la rabadilla reumática de alguno. Nunca hubo mujer que mereciera mejor su nombre, que era Caridad: tía Caridad, como la llamaban todos. Y como una Hermana de la Caridad, esta caritativa Caridad se afanaba de un lado para otro, dispuesta a extender su corazón y sus manos hacia todo lo que prometiera proporcionar seguridad, comodidad y consuelo a cuantos estaban a bordo del barco en que tenía intereses su amado hermano Bildad, y en que ella misma había invertido una veintena o dos de dólares bien ahorrados.

Pero fue desconcertante ver a esta cuáquera de excelente corazón subir a bordo, como lo hizo el último día, con un largo cucharón para aceite en una mano, y un arpón todavía más largo en la otra. Y tampoco se quedaron atrás el propio Bildad ni el capitán Peleg. En cuanto a Bildad, llevaba consigo una larga lista de los artículos necesarios, y, a cada nueva llegada, ponía su señal junto a ese artículo en el papel. De vez en cuando Peleg salía renqueando de su guarida de hueso de ballena, rugía a los hombres en las escotillas, rugía a los aparejadores subidos en los masteleros, y luego terminaba por volver rugiendo a su cabaña india.

Durante esos días de preparativos, Queequeg y yo a menudo visitamos la nave, y también a menudo pregunté por el capitán Ahab, y cómo estaba, y cuándo subiría a bordo de su barco. A esas preguntas me contestaban que se estaba poniendo cada vez mejor y que le esperaban a bordo de un día a otro; mientras tanto, los dos capitanes, Peleg y Bildad, podían ocuparse de todo lo necesario para acondicionar el barco para el viaje. Si yo hubiera sido absolutamente sincero para conmigo mismo, habría visto con toda claridad en mi corazón que no me acababa de gustar comprometerme de ese modo a tan largo viaje sin haber puesto los ojos una sola vez en el hombre que iba a ser su absoluto dictador, tan pronto como el barco saliera a alta mar. Pero cuando un hombre sospecha algo que no está bien, ocurre a veces que, si ya está metido en el asunto, se esfuerza sin sentirlo por esconder sus sospechas incluso ante sí mismo. Y eso es lo que me pasó a mí. No dije nada, y trataba de no pensar nada.

Al fin, se anunció que a cierta hora del día siguiente el barco zarparía con toda seguridad. Así que a la mañana siguiente, Queequeg y yo nos levantamos muy pronto.


Capítulo XXI

YENDO A BORDO


Eran casi las seis, pero sólo con un amanecer a medias, gris y neblinoso, cuando nos acercamos al muelle.

—Hay unos marineros que corren ahí delante, si no veo mal —dije a Queequeg—: no puede ser, una sombra: el barco zarpa al salir el sol, supongo. ¡Vamos allá!
—¡Esperad! —gritó una voz, cuyo propietario, llegando al mismo tiempo junto a nosotros, nos puso una mano a cada uno en el hombro, y luego, introduciéndose entre los dos, se quedó inclinándose un poco hacia delante, en la penumbra incierta, y lanzando extrañas ojeadas desde Queequeg a mí. Era Elías.
—¿Vais a bordo?
—Fuera las manos, ¿quiere? —dije.
—Cuidado —dijo Queequeg, sacudiéndose—: ¡váyase!
—¿No vais a bordo, entonces?
—Sí que vamos —dije—, pero, ¿a usted qué le importa? ¿Sabe usted, señor Elías, que le considero un poco impertinente?
—No, no me daba cuenta de eso —dijo Elías lentamente y lanzando miradas interrogativas alternativamente a mí y a Queequeg, con las más inexplicables ojeadas.
—Elías —dije—, mi amigo y yo le estaríamos muy agradecidos si se retirara. Nos vamos al océano Pacífico y al Índico, y preferiría que no nos entretuviera.
—Conque os vais, ¿eh? ¿Volveréis para la hora de desayunar?
—Está tocado, Queequeg —dije—, vámonos.
—¡Eh! —gritó Elías, inmóvil, hacia nosotros cuando nos apartamos unos pocos pasos.
—No te importe —dije—: Queequeg, vamos.

Pero él volvió a deslizarse hasta nosotros, y echándome de repente la mano por el hombro, dijo:

—¿Has visto algo que parecía unos hombres corriendo hacia el barco, hace un rato?

Sorprendido por esa sencilla pregunta positiva, contesté diciendo:

—Sí, me pareció ver a cuatro o cinco hombres, pero estaba demasiado oscuro para tener la seguridad.
—Muy oscuro, muy oscuro —dijo Elías—. Tened muy buenos días.

Una vez más le dejamos, pero otra vez más llegó suavemente por detrás de nosotros, y tocándome de nuevo en el hombro, dijo:

—Mirad si los podéis encontrar ahora, ¿queréis?
—¿Encontrar a quién?
—¡Tened muy buenos días, muy buenos días! —replicó, volviendo a alejarse—. ¡Oh! Era para preveniros contra..., pero no importa, no importa..., es todo igual, todo queda en familia, también...; hay una helada muy fuerte esta mañana, ¿no? Adiós, muchachos. Supongo que no os volveré a ver muy pronto, a no ser ante el Tribunal Supremo.

Y con estas demenciales palabras, se marchó por fin, dejándome por el momento con no poco asombro ante su desatada desvergüenza.

Por fin, subiendo a bordo del Pequod, lo encontramos todo en profunda calma, sin un alma que se moviera. La entrada de la cabina estaba atrancada por el interior; las escotillas estaban todas cerradas, y obstruidas por rollos de jarcia. Avanzando hasta el castillo de proa, encontramos abierta la corredera del portillo. Al ver una luz, bajamos y encontramos sólo un viejo aparejador, envuelto en un desgarrado chaquetón. Estaba tendido todo lo largo que era sobre dos cofres, con la cara hacia abajo, metida entre los brazos doblados. El sopor más profundo dormía sobre él.

—Aquellos marineros que vimos, Queequeg, ¿dónde pueden haber ido? —dije, mirando dubitativamente al dormido. Pero parecía que, cuando estábamos en el muelle,  Queequeg no había adverado en absoluto aquello a que ahora aludía yo, por lo que habría considerado que sufría una ilusión óptica, de no ser por la pregunta de Elías, inexplicable de otro modo.

Pero silencié el asunto, y, volviendo a observar al dormido, sugerí jocosamente a Queequeg que quizá sería mejor que velásemos aquel cuerpo presente, diciéndole que se acomodara del modo adecuado. Él puso la mano en las posaderas del durmiente, como para tocar si eran bastante blandas, y luego, sin más, se sentó encima tranquilamente.

—¡Por Dios, Queequeg, no te sientes ahí! — dije.
—¡Ah, mucho buen sentar! —dijo Queequeg—, como en país mío; no hacer daño su cara.
—¡Su cara! —dije—: ¿le llamas cara a eso? Un rostro muy benévolo, entonces; pero respira muy fuerte: se está incorporando. Quítate, Queequeg, que pesas mucho; eso es aplastar la cara de los pobres. ¡Quítate, Queequeg! Mira, te derribará pronto. Me extraña que no se despierte.

Queequeg se apartó hasta junto a la cabeza del durmiente, y encendió su pipa-hacha. Yo me senté a los pies. Nos pusimos a pasarnos la pipa por encima del durmiente, del uno al otro. Mientras tanto, al preguntarle, Queequeg me dio a entender en su forma entrecortada, que, en su país, debido a la ausencia de sofás y canapés de toda especie, los reyes, jefes y gente importante en general, tenían la costumbre de engordar a algunos de las clases bajas con el, fin de que hicieran de otomanas, y para amueblar cómodamente una casa en ese aspecto, sólo había que comprar ocho o diez tipos perezosos y dejarlos por ahí en los rincones y entrantes. Además, resultaba muy conveniente en una excursión, mucho mejor que esas sillas de jardín que se pliegan en bastones de paseo; pues, llegado el momento, un jefe llamaba a su asistente y le mandaba que se convirtiera en un canapé bajo un árbol umbroso, quizá en algún lugar húmedo y pantanoso. Mientras narraba esas cosas, cada vez que Queequeg recibía de mí la pipa-hacha, blandía el lado afilado sobre la cabeza del durmiente.

—¿Por qué haces eso, Queequeg?
—Mucho fácil matar él, ¡ah, mucho fácil!

Iba a seguir con algunas locas reminiscencias sobre la pipa-hacha, que, al parecer, en ambos usos, había roto el cráneo a sus enemigos y había endulzado su propia alma, cuando fuimos totalmente reclamados por el aparejador dormido. El denso vapor que ahora llenaba por completo el angosto agujero, empezaba a hacerse notar en él. Respiraba con una suerte de ahogo; luego pareció molesto en la nariz; luego se revolvió una vez o dos, y por fin se incorporó y se restregó los ojos.

—¡Eh! —exhaló por fin—: ¿quiénes sois, fumadores?
—Hombres de la tripulación — contesté—: ¿cuándo se zarpa?
—Vaya, vaya, ¿conque vais aquí de marineros? Se zarpa hoy. El capitán llegó a bordo anoche.
—¿Qué capitán? ¿Ahab?
—¿Quién va a ser, si no?

Iba a preguntarle algo más sobre Ahab, cuando oímos un ruido en cubierta.

—¡Vaya! Starbuck ya está en movimiento —dijo el aparejador—. Es un primer oficial muy vivo; hombre bueno y piadoso, pero ahora muy vivo: tengo que ir allá. —Y así diciendo, salió a la cubierta y le seguimos.

Ahora amanecía claramente. Pronto llegó la tripulación a bordo, en grupos de dos o tres; los aparejadores se movieron; los oficiales se ocuparon activamente, y varios hombres de tierra se afanaron en traer varias cosas últimas a bordo. Mientras tanto, el capitán Ahab permanecía invisiblemente reservado en su cabina.

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