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domingo, 25 de noviembre de 2012

Moby Dick - Cap XLII, XLIII y XLIV - Herman Melville

Viene de "Moby Dick - Cap XL y XLI - Herman Melville"


 


Capítulo XLII
LA BLANCURA DE LA BALLENA

Lo que era la ballena blanca para Ahab, ya se ha sugerido; lo que a veces era para mí, todavía está por decir.

Aparte de esas consideraciones más obvias respecto a Moby Dick que no podían dejar de despertar ocasionalmente cierta alarma en el ánimo de cualquiera, había otro pensamiento, o más bien otro vago horror sin nombre, que a veces, por su intensidad, dominaba completamente a los demás; y, sin embargo, era tan místico y poco menos que inefable, que casi desespero de presentarlo en una forma comprensible. Era la blancura de la ballena lo que me horrorizaba por encima de todas las cosas. Pero ¿cómo puedo tener esperanzas de explicarme aquí? Y, sin embargo, de algún modo azaroso y crepuscular, tengo que explicarme, o si no, todos estos capítulos no serán nada. Aunque en muchos objetos naturales la blancura realza la belleza con refinamiento, como infundiéndole alguna virtud especial propia, según ocurre en mármoles, camelias y perlas; y aunque diversas naciones han reconocido de un modo o de otro cierta preeminencia real en este color —hasta los bárbaros y grandiosos reyes antiguos del Perú, que ponían el título de «Señor de los Elefantes Blancos» por encima de sus demás grandilocuentes atribuciones de dominio; y los modernos reyes de Siam, que despliegan el mismo níveo cuadrúpedo en el estandarte real; y la bandera de Hannover, que ostenta la figura de un corcel níveo; y el gran Imperio Cesáreo Austríaco, heredero de la supremacía de Roma, con el mismo color imperial como color del Imperio—, y aunque esa preeminencia que hay en él se aplica a la misma raza humana, dando al hombre blanco un señorío ideal sobre todas las tribus oscuras; y aunque, además de todo esto, la blancura siempre se ha considerado significativa de la alegría, pues entre los romanos una piedra blanca marcaba un día gozoso; y aunque, en otras simpatías y simbolismos mortales, este mismo color se hace emblema de muchas cosas nobles y conmovedoras —la inocencia de las novias, la benevolencia de la ancianidad—; y aunque entre los pieles rojas de América la entrega del cinturón blanco de conchas era la más profunda prenda de honor; y aunque, en muchos climas, la blancura representa la majestad de la justicia en el armiño del juez, y contribuye a la cotidiana solemnidad de los reyes y reinas transportados por corceles blancos como la leche; y aunque incluso en los más altos misterios de las más augustas religiones se ha hecho símbolo de la fuerza y la pureza divinas —por los adoradores del fuego persas, al considerar la bifurcada llama blanca como lo más sagrado del altar; y en las mitologías griegas, al; encarnarse el propio gran Júpiter en un toro níveo—; y aunque para el noble iroqués el sacrificio, en mitad del invierno, del sagrado Perro Blanco era con mucho la festividad más santa de su teología, por considerarse a esa fiel criatura sin mancha como el más puro enviado que podían mandar al Gran Espíritu con las noticias anuales de su propia fidelidad; y aunque todos los sacerdotes cristianos derivan directamente de la palabra latina por «blanco» el nombre de una parte de sus vestiduras sagradas, el alba, la túnica que llevan bajo la casulla; y aunque entre las pompas sacadas de la fe romana el blanco se emplea especialmente en la celebración de la Pasión de Nuestro Señor; y aunque en la Visión de san Juan se dan mantos blancos a los redimidos, y los veinticuatro ancianos se presentan vestidos de blanco ante el gran trono blanco, y el santo que se sienta en él, blanco como la lana; sin embargo, a pesar de todo este cúmulo de asociaciones con todo lo que es dulce, honroso y sublime, se esconde algo todavía en la más íntima idea de este color, que infunde más pánico al alma que la rojez aterradora de la sangre.

Es esta alusiva cualidad lo que causa que la idea de blancura, si se separa de asociaciones más benignas y se une con cualquier objeto que en sí mismo sea terrible, eleve ese terror hasta los últimos límites. Testigo, el oso blanco de los Polos, y el tiburón blanco de los trópicos: ¿qué, sino su blancura suave y en copos, les hace ser esos horrores trascendentales que son? Esa blancura fantasmal es lo que comunica tal suavidad horrenda, aún más repugnante que aterradora, al mudo goce maligno de su aspecto. Así que ni el tigre de fieras garras, con su manto heráldico, puede estremecer el valor tanto como el oso o el tiburón de blanco sudario. Acuérdate del albatros: ¿de dónde vienen esas nubes de asombro espiritual y terror pálido en que ese blanco fantasma navega por toda imaginación? No fue Coleridge el primero en lanzar ese hechizo; sino el gran poeta laureado de Dios, la Naturaleza sin lisonja.

En nuestros anales del Oeste y entre las tradiciones indias, es famosísima la del Corcel Blanco de las Praderas: un magnífico caballo de blanco lácteo, de grandes ojos, cabeza pequeña y ancho pecho, y con la dignidad de mil monarcas en su altanero y super despectivo andar. Él fue el Jerjes elegido de vastas manadas de caballos salvajes, cuyos pastos, en aquellos días, estaban sólo cercados por las Montañas Rocosas y los Alleghanies. A la cabeza dé ellos, llameante, llevó al oeste su tropel como esa estrella elegida que todas las tardes hace entrar las huestes de la luz. La centelleante cascada de su melena, la cometa curva de su cola, le revestían de gualdrapas más resplandecientes que las que podían haberle proporcionado orfebres y plateros; una imperial y arcangélica aparición de ese mundo del oeste, como anterior a la caída, que ante los ojos de los viejos tramperos y cazadores revivía las glorias de aquellos tiempos prístinos en que Adán caminaba majestuoso como un dios, con ancha frente y sin temor, igual que este poderoso corcel. Bien fuera marchando entre sus ayudantes y mariscales en la vanguardia de innumerables cohortes que se desbordaban sin fin por las llanuras, como un Ohio; o bien mientras sus súbditos circundantes ramoneaban a todo su alrededor hasta el horizonte, el Corcel Blanco les pasaba revista al galope con las cálidas aletas de la nariz enrojeciendo a través de su frío color lácteo; en cualquier aspecto que se presentara, siempre era objeto de reverencia temblorosa y de temor para los indios más valientes. Y no se puede poner en duda, por lo que se halla en el relato legendario de este noble caballo, que era sobre todo su blancura espiritual lo que así le revestía de divinidad; y que esa divinidad llevaba en sí que, aunque imponiendo adoración, al mismo tiempo producía cierto terror sin nombre.

Pero hay otros ejemplos en que la blancura pierde toda esa gloria accesoria y extraña que le reviste en el Corcel Blanco y el Albatros. ¿Qué es lo que en el hombre albino repele tan peculiarmente y a menudo hiere la mirada, hasta el punto de que a veces repugna a su propia parentela? Es la blancura que le reviste, algo expresado por el nombre que lleva. El albino está tan bien hecho como otros hombres, no tiene deformidad sustancial, y, sin embargo, el mero aspecto de blancura que todo lo invade lo hace más extrañamente horrible que el más feo aborto. ¿Por qué ha de ser así?

Ni, en otros aspectos, deja la naturaleza de alistar entre sus fuerzas, con agentes menos palpables, pero no menos maliciosos, este atributo coronador de lo terrible. Por su aspecto níveo, el desafiador fantasma de los mares del Sur se ha denominado Chubasco Blanco. Y en algunos ejemplos históricos, el arte de la malicia humana no ha omitido a tan poderoso auxiliar. ¡Qué desatadamente realza el efecto de aquel pasaje de Froissart en que, enmascarados con el níveo símbolo de su fracción, los Encapuchados Blancos de Gante asesinan a su bailío en la plaza mayor!

Y, en ciertas cosas, la experiencia común y hereditaria de toda la humanidad no deja de rendir testimonio de la condición sobrenatural de este color. No se puede dudar de que la cualidad visible del aspecto de los muertos que más horroriza al observador, es la palidez marmórea que queda en ellos; como si, en efecto, esa palidez fuera la divisa de la consternación en el otro mundo, igual que aquí lo es de la trepidación mortal. Y de esa palidez de los muertos tomamos el expresivo color del sudario en que los envolvemos. Ni siquiera en nuestras supersticiones dejamos de poner el mismo manto níveo en torno a nuestros fantasmas: todos los espectros se elevan en una niebla de blancura láctea... Sí, mientras nos invaden esos terrores, añadamos que hasta el rey de los terrores, al ser personificado por el Evangelista, cabalga en un caballo pálido. Por tanto, aunque, en otros humores, el hombre pueda simbolizar con la blancura cualquier cosa que se le antoje, grandiosa o graciosa, no le es posible negar que en su más profundo significado idealizado evoca una peculiar aparición del alma.

Pero aunque se establezca este punto sin disensión, ¿cómo puede dar razón de ello el hombre mortal? Analizarlo parecería imposible. ¿Acaso, a fuerza de citar algunos de esos ejemplos en que esa cosa que es la blancura — aunque por el momento despojada por completo o en gran parte de toda asociación directa capaz de comunicarle nada terrible— se encuentra, sin embargo, que ejerce en nosotros el mismo hechizo, aunque modificado de algún modo; acaso, digo, podemos así tener esperanza de iluminar alguna clave azarosa que nos lleve a la causa oculta que buscamos?

Vamos a probarlo. Pero en una cuestión como ésta, la sutileza llama a la sutileza, y sin imaginación nadie puede seguir a otro por estas salas. Y aunque, sin duda, algunas por lo menos de las impresiones imaginativas que se van a presentar, quizá hayan sido compartidas por la mayor parte de los hombres, puede ser, sin embargo, que pocos se dieran cuenta por completo de ellas en aquel momento, y por consiguiente no sean capaces de evocarlas ahora. ¿Por qué, para el hombre de idealización sin trabas, que no tiene acaso más que un vago conocimiento del carácter peculiar de esta fiesta, la mera mención del Domingo in albis introduce en la fantasía tan largas, silenciosas e impresionantes procesiones de peregrinos a paso lento, con los ojos bajos y encapuchados de nieve recién caída? O, para el protestante sin lecturas ni sofisticación de los estados centrales de Norteamérica, ¿por qué la mención pasajera de un fraile blanco o una monja blanca evoca en el alma tal estatua sin ojos? O ¿qué es lo que, aparte de las tradiciones de guerreros y reyes en mazmorras (lo que no sería una explicación total), hace que la Torre Blanca de Londres hable con fuerza mucho mayor a la imaginación del americano que no ha viajado, que esas otras estructuras historiadas que están al lado: la Torre Byward, y aun la Torre Sangrienta? Y en cuanto a esas más sublimes torres, las Montañas Blancas de New Hampshire, ¿de dónde, en estados de ánimo peculiares, procede esa gigantesca espectralidad que invade el alma a la simple mención de su nombre, mientras que el recuerdo de la Cadena Azul de Virginia está lleno de una lejanía soñadora, suave y con rocío? O ¿por qué, prescindiendo de toda latitud y longitud, el nombre del mar Blanco ejerce tal espectralidad sobre la fantasía, mientras que el del mar Amarillo nos arrulla con mortales pensamientos de largas tardes, suaves y latadas, sobre las olas, seguidas por los ocasos más gozosos y a la vez más soñolientos? O, para elegir un ejemplo totalmente inmaterial, puramente dirigido a la fantasía, al leer, en los viejos cuentos de hadas de Europa central, sobre el «hombre alto y pálido» de los bosques del Hartz, cuya palidez inalterada se desliza sin roce por el verde de la espesura, ¿por qué este fantasma es más terrible que todos los ululantes duendes del Blocksberg? Ni es, en conjunto, el recuerdo de sus terremotos derribando catedrales, ni las estampidas de los mares frenéticos, ni la ausencia de lágrimas en áridos cielos que jamás llueven; ni la visión del ancho campo de agujas inclinadas, bóvedas desencajadas, y cruces desplomadas (como penoles inclinados de flotas ancladas), ni sus avenidas suburbanas de paredes de casas caídas unas sobre otras, como un castillo de naipes hundido; no son sólo estas cosas las que hacen de Lima, la sin lágrimas, la ciudad más extraña y triste que puede verse. Pues Lima ha tomado el velo blanco; y hay un horror aún más alto en esa blancura de su pena. Antigua como Pizarro, esa blancura conserva sus ruinas para siempre nuevas; no deja aparecer el alegre verdor de la decadencia completa; extiende sobre sus rotos bastiones la rígida palidez de una apoplejía que inmoviliza sus propias contorsiones. Sé que la comprensión corriente no confiesa que este fenómeno de la blancura sea el principal factor para exagerar el terror de los objetos que ya son terribles de otro modo; y para la mente sin imaginación no hay nada de terror en esas visiones cuyo carácter terrorífico para otra mente consiste casi solamente en ese único fenómeno, sobre todo cuando se muestran bajo alguna forma que en cierto modo se aproxime a la mudez o a la universalidad. Lo que quiero decir con estas dos afirmaciones quizá sea aclarará con los siguientes ejemplos.

Primero: el marinero, cuando se acerca a las costas de países extranjeros, si oye de noche rugido de rompientes, se precipita a la vigilancia, y siente sólo la agitación suficiente para aguzarle todas sus facultades; pero en circunstancias exactamente semejantes, hacedle llamar de su hamaca para que observe su barco navegando a medianoche a través de un mar de blancura láctea, como si desde los promontorios cercanos vinieran manadas de peinados osos blancos a nadar a su alrededor: entonces sentirá un terror silencioso y supersticioso: el fantasma con sudario de las aguas blanqueadas es para él tan horrible como un espectro auténtico; en vano el plomo le asegurará que todavía está lejos de los bajos; se le caerán a la vez el corazón y la caña del timón, y no descansará hasta que debajo de él vuelva a ver agua azul. Pero ¿dónde está el marinero que te diga: «Capitán, lo que me agitó de ese modo no era tanto el miedo de chocar con escollos escondidos, cuanto el temor de esa horrible blancura»?

Segundo: al indio nativo del Perú, la continua visión de los Andes, con la nieve encima como el baldaquino sobre un elefante, no le infunde nada de temor, excepto, quizá, en el mero fantasear sobre la eterna desolación helada que reina en tan vastas alturas, y la natural consideración de qué terror sería perderse en tan inhumana soledad. Mucho de lo mismo le ocurre al colonizador de los bosques del Oeste, que con relativa indiferencia observa una pradera ilimitada revestida de nieve extendida, sin sombra de árbol o rama que rompa el inmóvil trance de blancura. No así el marinero, al observar el escenario de los mares antárticos, donde a veces, por algún infernal juego de prestidigitación en los poderes del hielo y del aire, él, tiritando y medio naufragado, en vez de arco iris proclamando esperanza y consuelo para su miseria, observa lo que parece un ilimitado cementerio haciéndole muecas con sus descarnados monumentos de hielo y sus cruces astilladas.

Pero dices: «Me parece que este capítulo al albayalde sobre la blancura no es más que una bandera blanca que asoma desde un alma cobarde; te rindes a una hipocondría, Ismael». Dime, este joven potrillo, parido en algún pacífico valle de Vermont, bien apartado de todo animal de presa, ¿por qué será que en el día más soleado, apenas agites detrás de él una piel fresca de búfalo, de tal modo que no la pueda ver, sino que sólo huela su salvaje olor animalesco a almizcle, por qué echa a correr, bufa, y, con ojos que estallan, patea el suelo con frenesíes de espanto? No hay en él recuerdos de acorneamiento de criaturas salvajes en su verde patria norteña, de modo que el extraño olor almizclado que percibe no puede evocar en él nada asociado a la experiencia de peligros anteriores; pues, ¿qué sabe él, este potro de New England, de los bisontes negros del lejano Oregon? No, pero aquí observas, aun en un animal mudo, el instinto del conocimiento del demonismo que hay en el mundo. Aunque a miles de millas de Oregon, sin embargo, cuando huele ese salvaje almizcle, los acorneadores y laceradores rebaños de bisontes están tan presentes para él como para el abandonado potro salvaje de las praderas que quizá en ese momento estarán ellos pisoteando en el polvo.

Así pues, los sofocados balanceos de un mar lácteo; los desolados crujidos de los festoneados hielos de las montañas; los tristes desplazamientos de los niveles de las praderas, llevadas por el viento, todas estas cosas, para Ismael, son como el agitar esa piel de búfalo para el potro asustadizo.

Aunque ni uno ni otro sabemos dónde se extienden las cosas sin nombre de que la mística señal ofrece tales sugestiones, sin embargo,  para mí, como para el potro, esas cosas tienen que existir en algún sitio. Aunque en muchos de sus aspectos este mundo visible parece formado en amor, las esferas invisibles se formaron en terror.

Pero todavía no hemos explicado el encantamiento de esta blancura, ni hemos descubierto por qué apela con tal poder al alma: más extraño y mucho más portentoso..., por qué, como hemos visto, es a la vez el más significativo símbolo de las cosas espirituales, e incluso el mismísimo velo de la Deidad cristiana, y, sin embargo, que tenga que ser, como es, el factor intensificador en las cosas que más horrorizan a la humanidad.

¿Es que por su naturaleza indefinida refleja los vacíos e inmensidades sin corazón del universo, y así nos apuñala por la espalda con la idea de la aniquilación, cuando observamos las blancas honduras de la Vía Láctea? ¿O es que, dado que, por su esencia, la blancura no es tanto un color cuanto la ausencia visible de color, y al mismo tiempo la síntesis de todos los colores, por esa razón es por lo que hay semejante vacío mudo, lleno de significado, en un ancho paisaje de nieve; un incoloro ateísmo de todos los colores, ante el que nos echamos atrás? Y si consideramos esa otra teoría de los filósofos de la naturaleza, de que todos los demás colores terrenales —toda decoración solemne o deliciosa, los dulces tintes de los cielos y bosques del poniente; sí, y los dorados  terciopelos de las mariposas, y las mejillas de mariposa de las muchachas—, todos ellos, no son sino engaños sutiles, que no pertenecen efectivamente a las sustancias, sino que sólo se les adhieren desde fuera, de tal modo que toda la naturaleza deificada se pinta como la prostituta cuyos incentivos no recubren sino el sepulcro interior; y si seguimos más allá y consideramos que el místico cosmético que produce todos sus colores, el gran principio de la luz, sigue siendo para siempre blanco o incoloro en sí mismo, y que si actuase sin un medio sobre la materia, tocaría todos los objetos, aun los tulipanes y las rosas, con su propio tinte vacío; al pensar todo esto, el universo paralizado queda tendido ante nosotros como un leproso; y, como los tercos viajeros por Laponia que rehúsan llevar en los ojos gafas coloreadas y coloreadoras, así el desdichado incrédulo mira hasta cegarse el blanco sudario monumental que envuelve toda perspectiva ante él. Y de todas estas cosas, la ballena albina era el símbolo. ¿Os asombra entonces la ferocidad de la caza?

Capítulo XLIII
¡ESCUCHA!

—¡Chist! ¿Oyes ese ruido, Cabaco?

Era en la guardia de media, con hermosa luna; los marineros estaban formando cadena desde uno de los toneles de agua dulce en el combés hasta el tonel de junto al coronamiento de popa. De este modo se pasaban los cubos para llenar el tonel de popa. Como en su mayor parte estaban junto a los sagrados recintos del alcázar, tenían cuidado de no hablar ni hacer ruido con los pies. De mano en mano, los cubos pasaban en el silencio más profundo, roto sólo por el gualdrapazo ocasional de una vela y el zumbido continuo de la quilla en su incesante avance. En medio de este reposo fue cuando Archy, uno de los de la cadena, cuyo puesto estaba cerca de las escotillas de popa, susurró a su vecino, un cholo, las palabras antes mencionadas.

—¡Chist! ¿Oyes ese ruido, Cabaco?
—Vuelve a coger el cubo, ¿quieres, Archy? ¿Qué ruido dices? —Ahí está otra vez: debajo de las escotillas: ¿no lo oyes? Una tos..., sonaba como una tos.
—¡Qué condenada tos ni nada! Pásame ese cubo de vuelta.
—Otra vez está ahí... ¡Ahí está! ¡Suena como dos o tres hombres dormidos que se dieran la vuelta, ahora!
—¡Caramba! ¿Has terminado, compañero? Son las tres galletas mojadas que has cenado, y que te dan vueltas dentro..., nada más. ¡Mira el cubo!
—Di lo que quieras, compañero, pero tengo buen oído.
—Sí, sí, tú eres aquel tipo, ¿verdad?, el que oyó el ruido de las agujas de hacer media de la vieja cuáquera a cincuenta millas a la altura de Nantucket: ése eres tú.
—Échalo a risa; ya veremos qué resulta. Escucha, Cabaco, hay alguien en la bodega de popa que todavía no se ha visto en cubierta; y sospecho que nuestro viejo mongol también sabe algo de eso. Oí que Stubb le decía a Flask, en una guardia de alba, que había algo de eso en el aire.
—¡Calla!, ¡el cubo!

Capítulo XLIV
LA CARTA

Si hubierais bajado a la cabina detrás del capitán Ahab después del huracán que tuvo lugar en la noche sucesiva a aquella desatada ratificación de su propósito con su tripulación, le habríais visto ir a un cofre en el yugo, y, sacando un gran rollo arrugado de amarillentas cartas de marear, extenderlas ante él en su mesa atornillada al suelo. Luego, sentándose ante ella, le habríais visto estudiar atenta mente las diversas líneas y sombreados que se presentaban a su vista, y, con lápiz lento pero firme, trazar líneas adicionales en espacios que antes estaban vacíos. De vez en cuando, consultaba montones de viejos cuadernos de bitácora que tenía al lado, donde estaban anotados las épocas y lugares en que, en diversos viajes anteriores de varios barcos, se habían visto o capturado cachalotes.

Mientras así estaba ocupado, la pesada lámpara de peltre colgada de cadenas sobre su cabeza se mecía continuamente con el movimiento del barco y lanzaba destellos y sombras de líneas continuamente desplazados sobre su frente arrugada, hasta que casi pareció que, mientras él estaba trazando líneas y recorridos en las arrugadas cartas, algún lápiz invisible trazaba también líneas y recorridos en la carta, profundamente marcada, de su rostro. Pero no fue esa noche en particular cuando Ahab caviló así en la soledad de su cabina sobre sus mapas. Casi todas las noches se sacaban; casi todas las noches de borraban algunas señales de lápiz, y se sustituían otras. Pues, con las cartas marinas de los cuatro océanos ante él, Ahab devanaba un ovillo de corrientes y remolinos, con vistas al más seguro cumplimiento de aquella idea monomaníaca de su alma. Ahora, para cualquiera que no estuviera plenamente familiarizado con las costumbres de los leviatanes, podría parecer una tarea absurdamente desesperanzada buscar así una sola criatura solitaria en los ilimitados océanos de este planeta. Pero no se lo parecía a Ahab, que conocía los sentidos de todas las mareas y corrientes, y calculaba con eso las derivaciones del alimento de los cachalotes, y así, teniendo en cuenta también las temporadas normales y comprobadas para cazarlos en diversas latitudes, podía llegar a hipótesis razonables, casi próximas a ser seguridades, en cuanto al día más oportuno para estar en tal o cual lugar en busca de su presa.

Tan comprobado, en efecto, es el hecho de la periodicidad de la presencia del cachalote en unas aguas determinadas, que muchos cazadores creen que, si se pudiera estudiar y observar de cerca por todo el mundo, y se compararan cuidadosamente los cuadernos de bitácora de una sola campaña de toda la flota ballenera, se encontraría que las emigraciones del cachalote se parecen en lo invariable a las de los bancos de arenques o a los vuelos de las golondrinas. Con esta sugerencia, se han hecho intentos de construir complicados mapas de emigración del cachalote.

Además, cuando van en travesía de un lugar de pasto a otro, los cachalotes, guiados por algún instinto infalible —digamos, más bien, por alguna secreta noticia de la Divinidad—, suelen nadar en venas, como las llaman, continuando su, camino por una determinada línea del océano, con exactitud tan infalible que ningún barco ha navegado en su travesía ni con la décima parte de tan maravillosa precisión. Aunque en esos casos la dirección emprendida por un determinado cetáceo sea tan recta como la línea de un agrimensor, y aunque la línea de avance se atenga estrictamente a su propia e inevitable estela derecha, sin embargo, la arbitraria vena en que se dice que nada en esas ocasiones, generalmente abarca varias millas de anchura (más o menos, puesto que se supone que la vena se ensancha o se contrae), pero nunca excede el campo visual de los vigías del barco ballenero al deslizarse de modo circunspecto por esa zona mágica. El resultado es que, en determinadas épocas, dentro de esa anchura y a lo largo de ese camino, se pueden buscar cetáceos emigrantes con mucha confianza. Y por tanto, Ahab podía esperar encontrar su presa no sólo en momentos averiguados y en bien conocidos parajes de pasto, por separado, sino que, al cruzar las más amplias extensiones de agua entre esos parajes, podía, con sus artificios, colocarse en lugar y hora tales que no le faltaran perspectivas de encuentro.

Había una circunstancia que a primera vista parecía enredar su proyecto, delirante pero metódico; por más que quizá no era así en la realidad. Aunque los gregarios cachalotes tienen sus épocas regulares para determinados parajes, en general no se puede deducir que las manadas que se hicieron visibles, digamos, en tal o cual latitud o longitud este año, resultarán ser exactamente las mismas que se encontraron la época precedente, por más que haya ejemplos peculiares e indiscutibles en que ha resultado cierto lo contrario de esto. En general, esta misma observación se aplica, sólo que en límites menos amplios, a los ejemplares solitarios y eremíticos que hay entre los cachalotes maduros y envejecidos. De modo que, aunque se había visto a Moby Dick en un antro anterior, por ejemplo, en lo que se llama el paraje de las Seychelles, en el océano índico, o en Volcano Bay, por las costas de Japón, no se infería, sin embargo, que si el Pequod visitaba uno de esos lugares en alguna época posterior correspondiente, le encontraría allí sin falta. Y lo mismo ocurría con otros parajes de pasto donde se había revelado a veces. Pero todos ésos parecían sólo sus lugares de detención casual, sus posadas marinas, por decirlo así, no sus lugares de residencia prolongada. Y al hablar hasta ahora de las probabilidades de Ahab de alcanzar su objetivo, se ha hecho alusión a qué otras perspectivas secundarias, antecedentes o extraordinarias, podía tener, antes de alcanzar un determinado momento o lugar, en que todas las posibilidades se convertirían en probabilidades, y, según pensaba Ahab con delicia, toda probabilidad se haría lo más cercano posible a una certidumbre. Ese tiempo y ese lugar determinados se conjugaban en una sola expresión técnica: la temporada del ecuador. Pues allí y entonces, durante varios años seguidos, se había señalado periódicamente a Moby Dick, permaneciendo durante algún tiempo en esas aguas, mientras el sol, en su giro anual, se demora durante un intervalo predeterminado en un signo del zodíaco. Allí era también donde habían tenido lugar la mayor parte de los encuentros mortales con la ballena blanca; allí las olas estaban ilustradas con la historia de sus gestas; allí también estaba aquel trágico lugar donde el monomaniático viejo había encontrado el horrendo motivo de su venganza. Pero con la cauta amplitud e incesante vigilancia con que Ahab había lanzado su alma meditativa a esa persecución incansable, no se permitía descansar todas sus esperanzas en ese único hecho cimero antes mencionado, por más lisonjero que pudiera ser para esas esperanzas, ni, en la vigilia continua de su voto, podía tranquilizar su corazón inquieto aplazando toda búsqueda por el momento.

Ahora, el Pequod había zarpado de Nantucket, en el comienzo mismo de la temporada en el ecuador. Ningún esfuerzo posible, entonces, permitiría a su capitán recorrer la gran travesía al sur, doblar el cabo de Hornos, y luego desandar sesenta grados de latitud para llegar al Pacífico ecuatorial a tiempo de realizar allí su campaña. Por tanto, debía aguardar a la temporada siguiente. Pero el prematuro momento de zarpar el Pequod quizá estaba correctamente elegido por Ahab con vistas a su consecución del asunto. Porque tenía por delante un intervalo de trescientos sesenta y cinco días y noches, intervalo que, en vez de soportar con impaciencia en tierra, ocuparía en persecución variada, si por casualidad la ballena blanca, pasando sus vacaciones en mares muy remotos de sus periódicos parajes de pastos, sacaba su arrugada frente en el golfo Pérsico, en la bahía de Bengala, en los mares de la China, o en cualquier otro mar frecuentado por su raza. Así que monzones, vientos pamperos, noroeste, harmattans, o alisios; todos los vientos, menos el levante y el simún, podían impulsar a Moby Dick al tortuoso círculo en zigzag, alrededor del mundo, de la estela circunnavegadora del Pequod.

Pero, admitido todo esto, sin embargo, y considerándolo de modo discreto y en frío, ¿no parecía una idea loca ésta: que en el amplio océano sin límites una ballena solitaria, aun encontrada, se considerase susceptible de reconocimiento individual por su cazador, lo mismo que si fuera un muftí de barba blanca por las atestadas encrucijadas de  Constantinopla? Sí. Pues la peculiar frente nívea de Moby Dick, y su joroba nívea, no podían menos de ser inconfundibles.

« ¿Y no he, marcado a la ballena —murmuraba para sí Ahab, cuando, tras de escudriñar sus cartas hasta mucho después de medianoche, se dejaba caer en ensueños—, no la he marcado? ¿Acaso se me va a escapar? ¡Sus anchas aletas están perforadas y festoneadas como la oreja de una oveja perdida!» Y aquí su mente loca se lanzaba a una carrera sin aliento, hasta que le invadía una fatiga y un desmayo de cavilar, y trataba de recobrar sus fuerzas al aire libre, en cubierta. ¡Ah, Dios!, ¡qué trances de tormento soporta el hombre que se consume con un único deseo incumplido de venganza! Duerme con las manos apretadas, y despierta con sus propias uñas ensangrentadas en las palmas.

A menudo, cuando le sacaban a la fuerza de su hamaca sueños nocturnos agotadores e intolerablemente vívidos, que, volviendo a tomar sus más intensos pensamientos de a lo largo del día, los llevaban adelante entre un entrechocarse de frenesíes, dándoles vueltas como un torbellino en su cerebro llameante, hasta que el mismo latir de su centro vital se le convertía en angustia insufrible; y cuando, como ocurría a veces, estos sobresaltos espirituales le elevaban en todo su ser desde su base, y parecía abrirse en él un abismo desde el que subían disparadas llamas bifurcadas y relámpagos, y demonios malditos le incitaban a dejarse caer entre ellos; cuando ese infierno de su interior se abría como un bostezo debajo de él, se oía un grito salvaje por el barco, y Ahab salía con ojos centelleantes de su cabina, como escapándose de una cama en llamas. Pero estas cosas, quizá en vez de ser los síntomas incontenibles de alguna debilidad latente, o de miedo ante su propia resolución, no eran sino los síntomas más evidentes de su intensidad. Pues, en tales momentos, el loco Ahab, el planeador, el perseguidor inexorablemente constante de la ballena blanca, este Ahab que se había acostado en la hamaca, no era el mismo agente que le hacía volver así a salir de ella con horror. Éste era el eterno principio vivo, el alma que había en él; y en el sueño, al quedar por algún tiempo disociado de la mente caracterizadora, que en otras ocasiones lo empleaba como su vehículo o agente exterior, buscaba escape espontáneamente de la abrasadora contigüidad de aquella cosa frenética de que, por el momento, ya no era parte integrante. Pero dado que la mente no existe a no ser ligada al alma, por tanto, en el caso de Ahab debía de ser que, al entregar todos sus pensamientos y fantasías a su único propósito supremo, ese propósito, por su misma y estricta obstinación de volumen, se obligaba a sí mismo a ponerse contra dioses y demonios, en una especie de entidad propia, independiente y asumida por él mismo. Más aún, podía vivir y arder sobriamente, mientras la vitalidad común, con que estaba conjugada, huía aterrorizada de aquel nacimiento espontáneo y sin paternidad. Por tanto, el atormentado espíritu, que salía centelleando de sus ojos corporales, cuando lo que parecía Ahab se precipitaba fuera de su cuarto, no era por el momento sino una cosa vacía, una entidad sonámbula y sin forma, un rayo de luz, viviente, ciertamente, pero sin objeto que colorear, y por consiguiente, un vacío en sí mismo. Dios te ayude, viejo; tus pensamientos han creado en ti una criatura; y cuando alguien se hace un Prometeo con su intenso pensar, un buitre se alimenta de su corazón para siempre, y ese buitre es la propia criatura que él crea.

Continúa leyendo esta historia en "Moby Dick - Cap XLV, XLVI y XLVII - Herman Melville" de pronta publicación

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