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miércoles, 21 de noviembre de 2012

Moby Dick - Cap XXXIII, XXXIV y XXXV - Herman Melville

Viene de "Moby Dick - Cap XXXII - Herman Melville"
 


Capítulo XXXIII

EL «TROCEADOR»


Respecto a los oficiales de un barco ballenero, este momento me parece tan bueno como cualquier otro para anotar una pequeña particularidad doméstica de a bordo, debida a la existencia de la clase arponera de oficiales, una clase, por supuesto, desconocida en cualquier otra marina que no sea la flota ballenera. La amplia importancia atribuida a la profesión de arponero se evidencia por el hecho de que, al principio, en la antigua pesquería holandesa, hace más de dos siglos, el mando de un barco ballenero no residía totalmente en la persona hoy llamada capitán, sino que se dividía entre él y un oficial llamado el Specksynder, el «Troceador». Literalmente, esta palabra significa «cortador de grasa», pero el uso la hizo con el tiempo equivalente a arponero en jefe. En aquellos días, la autoridad del capitán se restringía a la navegación y manejo general del navío, mientras que el Specksyndero arponero en jefe reinaba de modo supremo sobre el departamento de la cala de la ballena y todos sus intereses. En la Pesquería Británica de Groenlandia se conserva todavía esta antigua dignidad holandesa, bajo el corrompido título de Specksioneer, pero su antigua dignidad ha quedado completamente menguada. Actualmente, tiene el simple rango de primer arponero, y, en cuanto tal, no es más que uno de los más inferiores subalternos del capitán.

Sin embargo, como el éxito de un viaje ballenero depende en gran medida de la buena actuación de los arponeros, y como en la pesquería americana no sólo es un oficial importante del barco, sino que en ciertas circunstancias (guardias nocturnas en aguas balleneras) también tiene a su mando la cubierta, por tanto la gran máxima política del mar exige que viva nominalmente aparte de los marineros del castillo de proa, y se distinga en cierto modo como su superior profesional, aunque siempre es considerado por ellos como su igual en compañía. Ahora, la gran distinción establecida en el mar entre oficial y marinero es ésta: aquél vive a popa, éste, a proa. Por tanto, lo mismo en barcos balleneros que en mercantes, los oficiales tienen su residencia con el capitán, y así también, en la mayor parte de los balleneros americanos, los arponeros se alojan en la parte de popa del barco. Es decir, comen en la cabina del capitán y duermen en un lugar que comunica indirectamente con ella.

Aunque la larga duración de un viaje ballenero al sur (con mucho, el más largo de todos los viajes que se han hecho, ahora y siempre, por el hombre), sus peculiares peligros y la comunidad de intereses que domina en un grupo en que todos, altos o bajos, dependen de sus beneficios y no de paga fija, sino de su suerte en común, así como de su vigilancia, intrepidez y esfuerzo en común, aunque todas esas cosas en muchos casos tienden a producir una disciplina menos rigurosa que la habitual en los barcos mercantes, sin embargo, por más que estos cazadores de ballenas, en casos primitivos, convivan de modo muy parecido a una antigua tribu mesopotámica, con todo, es raro, por lo menos, que se relajen las exterioridades puntillosas del alcázar, y en ningún caso se abandonan. En efecto, son muchos los barcos de Nantucket en que se ve al capitán pasando revista a la cubierta con una solemne grandeza no sobrepasada en ningún navío militar; más aún, exigiendo casi tanto homenaje exterior como si llevara la púrpura imperial y no el más ajado de los chaquetones de piloto. Y aunque el maniático capitán del Pequod era el hombre menos dado a esta clase de presunción superficial, aunque el único homenaje que requería era la obediencia silenciosa e instantánea, aunque no requería que nadie se quitase el calzado de los pies antes de subir al alcázar, y aunque había momentos en que, debido a circunstancias peculiares en relación con acontecimientos que se detallarán luego, les dirigía la palabra en términos insólitos, fuera por condescendencia, o in terrorem, o de otro modo, sin embargo, el capitán Ahab no dejaba en absoluto de observar las principales formas y usos del mar. Y no se dejará quizá de percibir en definitiva que a veces se enmascaraba tras esas formas y costumbres, haciendo uso de ellas, incidentalmente, para otras finalidades más personales que aquellas para las que en principio se suponía que servían. Ese cierto sultanismo de su cerebro, que de otra manera habría quedado en buena medida sin expresar, a través de esas formas se encarnaba en una irresistible dictadura. Pues, sea cual sea la superioridad intelectual de un hombre, nunca puede asumir la supremacía práctica y utilizable sobre otros hombres, sin ayuda de alguna especie de artes y parapetos, siempre más o menos mezquinos y bajos en sí mismos. Ello es lo que aparta para siempre a los auténticos príncipes imperiales por la gracia de Dios, a distancia de las asambleas de este mundo, y lo que reserva los más altos honores que puede dar ese aire a aquellos hombres que se hacen famosos más bien por su infinita inferioridad alelegido y oculto puñado de los Divinos Inertes, que por su indiscutible superioridad sobre el muerto nivel de la masa. Tan gran virtud se oculta en esas cosas pequeñas cuando las afectan las extremadas supersticiones de la política, que en algunos ejemplos egregios han infundido potencia en el caso del zar Nicolás, la redonda corona de un imperio geográfico rodea un cerebro imperial, entonces, los rebaños de la plebe se aplastan humillados ante la tremenda centralización. Y el dramaturgo trágico que quiera pintar la indomabilidad humana en su más pleno alcance y su más directo empuje, jamás deberá olvidar una sugerencia tan importante, de paso, para su arte como la que ahora se ha aludido.

Pero Ahab, mi capitán, todavía sigue moviéndose ante mí en toda su tenebrosidad hirsuta de hombre de Nantucket, y en este episodio que se refiere a emperadores y reyes no debo ocultar que sólo tengo que habérmelas con un pobre y viejo cazador de ballenas como él, y, por tanto, me están negados todos los ornamentos exteriores y decorados de la majestad.

¡Oh, Ahab!, ¡lo que en ti sea grandioso habrá de ser por fuerza arrancado a los cielos, y sacado de la profundidad en zambullida, y configurado en el aire sin cuerpo!


Capítulo XXXIV

LA MESA DE LA CABINA


Es mediodía, y Dough-Boy, el mayordomo, sacando su pálida cara de hogaza por el portillo de la cabina, anuncia la comida a su dueño y señor, quien, sentado bajo el bote de pescantes de sotavento, acaba de hacer una observación del sol, y ahora está calculando silenciosamente la latitud en la lisa tableta, en forma de medallón, reservada para esta finalidad cotidiana en la parte superior de su pierna de marfil. Por su completa falta de atención al aviso, pensaríais que el maniático Ahab no ha oído a su sirviente.

Pero de repente, agarrándose a los obenques de mesana, se lanza a cubierta y, diciendo con voz igual y sin animación: «La comida, señor Starbuck», desaparece en la cabina. Cuando se ha extinguido el último eco del paso de su sultán, y Starbuck, el primer emir, tiene todos los motivos para suponer que está sentado, se levanta de su quietud, da unas cuantas vueltas por la cubierta y, tras una grave ojeada a la bitácora, dice, con cierto acento placentero:  «La comida, señor Stubb», y baja por el portillo. El segundo emir se demora un rato por los aparejos, y luego, sacudiendo ligeramente la braza mayor, para ver si no le pasa nada a tan importante jarcia, asume igualmente la vieja carga, y con un rápido «La comida, señor Flask», sigue a sus predecesores.

Pero el tercer emir, viéndose ahora por completo a solas en el alcázar, parece sentirse aliviado de alguna singular sujeción, pues, lanzando a todas las direcciones toda clase de guiños entendidos, y quitándose de un golpe los zapatos, se arranca en una brusca, pero silenciosa racha de danza marinera encima mismo de la cabeza del Gran Turco, y luego, lanzando con un diestro golpe su gorra hasta la cofa de mesana, como a una estantería, baja haciendo el loco, al menos mientras queda visible desde cubierta, y cierra la marcha con música, al revés que en todas las demás procesiones. Pero antes de entrar por la puerta de la cabina de abajo, se detiene, embarca una cara totalmente nueva, y luego el independiente y risueño pequeño Flask entra a la presencia del rey Ahab en el papel de Abyectus, el esclavo.

De todas las cosas raras producidas por la intensa artificialidad de las costumbres marinas, no es la menor que muchos oficiales, mientras están al aire libre, en cubierta, se comporten a la menor provocación de modo atrevido y desafiante respecto a su jefe, pero que, en diez casos contra uno, esos oficiales bajen un momento después a su acostumbrada comida en la cabina del mismo capitán, e inmediatamente tomen un aire inofensivo, por no decir suplicante y humilde, hacia aquél, sentado a la cabecera de la mesa: es algo maravilloso, y a veces muy cómico: ¿Por qué tal diferencia? ¿Un problema? Quizá no. En haber sido Baltasar rey de Babilonia, y haberlo sido de modo no altivo, sino cortés, en esto sin duda debió de haber algún toque de grandeza humana. Pero aquel que con espíritu auténticamente real e inteligente preside su propia mesa particular de comensales invitados, ese hombre tiene por el momento un poder sin rival y el dominio de la influencia individual; la realeza de rango de ese hombre supera a Baltasar, pues Baltasar no era el más grande. Quien por una sola vez haya invitado a comer a sus amigos, ha probado a qué sabe ser césar. Es una brujería de zarismo social a que no se puede resistir. Ahora, si a esa consideración se sobreañade la supremacía oficial del capitán de un barco, por deducción se obtendrá la causa de esa peculiaridad de la vida marítima recién mencionada.

Sobre su mesa taraceada de marfil, Ahab presidía como un león marino, mudo y melenudo, en la blanca playa de coral, rodeado por sus cachorros, bélicos pero deferentes. Cada oficial aguardaba a ser servido en su propio turno. Estaban ante Ahab como niñitos; y sin embargo Ahab no parecía abrigar la menor arrogancia social. Con una sola mente, todos clavaban sus ojos atentos en el cuchillo del viejo, mientras trinchaba el plato principal ante él. Por nada del mundo supongo que habrían profanado ese momento con la más leve observación, aunque fuera sobre un tema tan neutral como el tiempo. ¡No! Y cuando, extendiendo el cuchillo y el tenedor entre los cuales se  encerraba la tajada de carne, Ahab hacía señal a Starbuck de que le acercara el plato, el primer oficial recibía su alimento como si recibiera limosna, y lo cortaba tiernamente, un poco sobresaltado si por casualidad el cuchillo rechinaba contra el plato, y lo masticaba sin ruido, y se lo tragaba no sin circunspección. Pues, como el banquete de la Coronación en Francfort, donde el Emperador germánico come gravemente con los siete Electores Imperiales, así esas comidas en la cabina eran comidas solemnes, no se sabe cómo, tomadas en temeroso silencio; y, sin embargo, el viejo Ahab no prohibía la conversación en la mesa, sino que solamente permanecía mudo él mismo. ¡Qué alivio era para el atragantado Stubb que una rata hiciera un repentino estrépito en la bodega de abajo! Y el pobre pequeño Flask era el menor y el niñito de esa fatigada reunión familiar. A él le tocaban los huesos de canilla del salobre buey; a él le tocaban las patas de los pollos, pues para Flask, haberse atrevido a servirse, le habría parecido algo equivalente a hurto de primer grado. Sin duda, si se hubiera servido él mismo en la mesa, jamás se habría atrevido a ir con la frente alta por este honrado mundo; y no obstante, por raro que sea decirlo, Ahab nunca se lo prohibía. Y si Flask se hubiera servido, lo probable es que Ahab ni siquiera se habría dado cuenta. Menos que nada se atrevía Flask a servirse manteca. Si era porque pensaba que los propietarios del barco se lo negaban a causa de
que le haría tener pecas en su tez clara y soleada, o si juzgaba que, en un viaje tan largo en tales aguas sin mercados, la manteca debía de estar muy cara, y por tanto no era para un subalterno como él, por cualquier cosa que fuera, Flask, ¡ay!, era hombre sin manteca.

Otra cosa. Flask era el último en bajar a comer, y Flask era el primero en subir. ¡Consideradlo! Pues de este modo la comida de Flash quedaba apretada de mala manera en cuanto al tiempo. Starbuck y Stubb le llevaban ventaja en la salida, y además tenían el privilegio de entretenerse después. Si sucede además que Stubb, que apenas está a una clavija por encima de Flask, tiene por casualidad poco apetito y pronto muestra síntomas de que va a terminar su comida, entonces Flask tiene que moverse, y ese día no sacará más de tres bocados, pues va contra la sagrada costumbre que Stubb salga antes que Flask a cubierta. Por consiguiente, Flask reconoció una vez en privado que, desde que había ascendido a la dignidad de oficial, no había sabido, ya a partir de ese momento, lo que era no estar más o menos hambriento. Pues lo que comía, más que aliviarle el hambre, se la mantenía inmortal en él. «La paz y la satisfacción —pensaba Flask— han abandonado para siempre mi estómago. Soy oficial, pero ¡cómo me gustaría poder echar mano a un trozo de buey al viejo estilo en el castillo de proa, como solía hacer cuando era marinero! Ahí están ahora los frutos del ascenso; ahí está la vanidad de la gloria; ahí está la locura de la vida.» Además, si ocurría que algún simple marinero del Pequod tenía algún agravio contra Flask en su dignidad de oficial, a ese marinero le bastaba, para obtener amplia venganza, ir a popa a la hora de comer y atisbar a Flask por la lumbrera de la cabina, sentado como un tonto en silencio ante el horrible Ahab.

Ahora, Ahab y sus tres oficiales formaban lo que podría llamarse la primera mesa en la cabina del Pequod. Después de su marcha, que tenía lugar en orden inverso al de su llegada, el pálido mayordomo limpiaba el mantel de lona, o más bien lo volvía a poner en cualquier orden apresurado. Y entonces se invitaba al festín a los tres arponeros, siendo sus legatarios residuales. Éstos convertían en una especie de temporal cuarto de servidumbre la alta y poderosa cabina.

Extraño contraste con la sujeción apenas tolerable y las invisibles tiranías innombrables de la mesa del capitán formaban la licenciosidad y la tranquilidad absolutamente despreocupadas de aquellos compañeros inferiores, los arponeros, en democracia casi frenética. Mientras que sus señores, los oficiales, parecían temerosos del ruido de los goznes de sus propias mandíbulas, los arponeros masticaban su alimento con tal  complacencia que se oía el estrépito. Comían como señores; se llenaban la barriga como barcos de la India que se cargan todo el día de especias. Queequeg y Tashtego tenían tan prodigiosos apetitos, que para llenar los huecos dejados por la comida anterior, a menudo el pálido Dough-Boy se resignaba a traer un gran cuarto de buey en salazón, al parecer desgajado del animal entero. Y si no andaba vivo en ello, si no iba con un ágil salto y brinco, entonces Tashtego tenía un modo nada caballeroso de acelerarle disparándole un tenedor a la espalda, como un arpón. Y una vez Daggoo, invadido por un humor repentino, le ayudó la memoria a Dough-Boy agarrándole en peso y metiéndole la cabeza en un gran trinchero vacío de madera, mientras Tashtego, cuchillo en mano, empezaba a trazar el círculo preliminar para arrancarle la cabellera. Este mayordomo de cara de pan era por naturaleza un tipo pequeño, muy nervioso y estremecido, progenie de un panadero en quiebra y una enfermera de hospital. Y con el espectáculo continuo del negro y terrorífico Ahab, y con los periódicos ataques tumultuosos de aquellos tres salvajes, la vida entera de Dough-Boy era un continuo castañeteo de dientes. Normalmente, en cuanto veía a los arponeros provistos de todas las cosas que pedían, se escapaba de sus garras, a la pequeña despensa adyacente, y les atisbaba temerosamente por los postigos de la puerta, hasta que todo había pasado.

Era un espectáculo ver a Queequeg sentado frente a Tashtego, que enfrentaba sus dientes afilados a los del indio: de medio lado, Daggoo, sentado en el suelo —pues en un banco el catafalco de plumas de su cabeza habría llegado a tocar los bajos entremiches—, hacía temblar la estructura de la baja cabina a cada movimiento de sus colosales miembros, como cuando un elefante africano va de pasajero en un barco. Pero, a pesar de todo eso, el gran negro era admirablemente abstemio, por no decir melindroso. Parecía apenas posible que con unos bocados tan pequeños relativamente pudiera mantener la vitalidad difundida por una persona tan amplia, varonil y soberbia. Pero indudablemente este noble salvaje comía de firme y bebía a fondo el abundante elemento del aire, y a través de sus aletas ensanchadas inhalaba la sublime vida de los mundos. Ni de carne ni de pan se hacen y se nutren los gigantes. Pero Queequeg hacía al comer tan mortal y bárbaro chasquido de labios —un sonido realmente feo—, que el tembloroso Dough-Boy casi se miraba a ver si encontraba señales de dientes en sus propios brazos flacos. Y cuando oía a Tashtego gritarle que se asomara para que le recogiera los huesos, el mentecato mayordomo casi destrozaba toda la vajilla que pendía a su alrededor en la despensa, con sus súbitos ataques de perlesía. Y la piedra de afilar que los arponeros llevaban en el bolsillo, para sus lanzas y otras armas, y con las cuales en la comida afilaban ostentosamente los cuchillos, no tendían en absoluto a tranquilizar con sus rechinamientos al pobre Dough-Boy. ¡Cómo podía él olvidar que en sus tiempos en la isla, Queequeg, por su parte, seguramente había sido culpable de ciertas indiscreciones asesinas y banqueteadoras! ¡Ay, Dough-Boy, mal le va al camarero blanco que sirve a caníbales! No debería llevar una servilleta al brazo, sino un escudo. Pero en definitiva, para su gran felicidad, los tres guerreros de agua salada se levantaban y se marchaban: ante los crédulos y mitificadotes oídos de Dough-Boy, todos sus huesos marciales tintineaban a cada paso, como alfanjes moros en sus vainas.

Pero aunque esos bárbaros comían en la cabina y nominalmente vivían en ella, sin embargo, no siendo nada sedentarios en sus costumbres, escasamente estaban allí sino a las horas de comer, y justo antes de dormir, cuando pasaban por ella hacia sus alojamientos propios. En este único aspecto Ahab no parecía ser excepción entre la mayoría de los capitanes balleneros de América, que, en corporación, se inclinan más bien a la opinión de que la cabina del barco les pertenece por derecho, y que sólo por cortesía se permite estar allí a cualquier otro. De modo que, en auténtica verdad, de los oficiales y arponeros del Pequod se podía decir con más propiedad que vivían fuera de la cabina que en ella. Pues cuando entraban era igual que como entra en casa una puerta de la calle, metiéndose dentro por un momento, sólo para ser rechazada un instante después, y, de modo permanente, residiendo al aire libre. Y no perdían gran cosa con ello; en la cabina no había compañerismo; socialmente, Ahab era inaccesible. Aunque nominalmente incluido en el censo de la cristiandad, seguía siendo extraño a ella. Vivía en el mundo como, el último de los osos pardos vivía en el colonizado Missouri. Y lo mismo que, al pasar la primavera y el verano, aquel viejo Logan de los —bosques, sepultándose en el hueco de un árbol, invernaba allí chupándose las zarpas, así, en su vejez inclemente y aullante, el alma de Ahab, encerrada en el tronco ahuecado de su cuerpo, se alimentaba de las tristes zarpas de su melancolía. 

Capítulo XXXV

LA COFA


Con el tiempo más agradable fue cuando, en debida rotación con los demás marineros, me tocó mi primer turno en la cofa. En la mayoría de los balleneros americanos se pone gente en las cofas casi a la vez que el barco sale del puerto, aunque le queden quizá quince mil millas o más que navegar antes de llegar a las aguas propiamente de pesca. Y si tras de un viaje de tres, cuatro o cinco años se acerca al puerto llevando algo vacío —digamos, incluso, una ampolla vacía—, entonces las cofas siguen con gente hasta el final, sin abandonar por completo la esperanza de una ballena más hasta que sus espigas de mastelerillo de sosobre avanzan navegando entre los chapiteles del puerto.

Ahora, como el asunto de situarse en lo alto de cofas, en tierra o en mar, es muy antiguo e interesante, extendámonos aquí en cierta medida. Entiendo que los más antiguos habitantes de cofas fueron los antiguos egipcios, porque, en todas mis investigaciones, no encuentro ninguno anterior. Pues aunque sus progenitores, los constructores de Babel, sin duda intentaron con su torre elevar la más alta cofa de toda Asia, y también de África, sin embargo, dado que (antes de que se le pusiera la última galleta de tope) ese gran mástil suyo de piedra se puede decir que salió por la borda, en la terrible galerna de la ira de Dios, no podemos por tanto dar prioridad a esos constructores de Babel sobre los egipcios. Y que los egipcios fueron una nación de gente subida a cofas es una aserción basada en la creencia general de los arqueólogos de que las primeras pirámides se fundaron con propósitos astronómicos, teoría singularmente apoyada por la peculiar estructura escalonada de los cuatro lados de esas edificaciones, por la cual, con  elevaciones prodigiosamente largas de sus piernas, esos antiguos astrónomos solían ascender a la cima y gritar sus descubrimientos de nuevas estrellas, del mismo modo que los vigías de un barco actual gritan señalando una vela o una ballena recién salida a la vista. En cuanto al Santo Estilita, el famoso ermitaño cristiano de tiempos antiguos, que se construyó una elevada columna de piedra en el desierto y pasó en su cima toda la parte final de su vida, izando la comida del suelo con un aparejo, en él tenemos un notable ejemplo de un intrépido vigía de cofa, que no fue expulsado de su sitio por nieblas ni heladas, granizo o nevisca, sino que, haciendo frente a todo con valentía hasta el final, murió literalmente en su puesto. De los modernos residentes en cofas no tenemos más que un grupo inanimado: hombres de mera piedra, hierro y bronce que, aunque muy capaces de afrontar una recia galerna, son por completo incompetentes en el asunto de gritar al descubrir alguna visión extraña. Ahí está Napoleón, quien, en lo alto de la columna de Vendome, se yergue con los brazos cruzados, a unos ciento cincuenta pies en el aire, despreocupado, ahora, de quién gobierna las cubiertas de abajo, sea Luis Felipe, Louis Blanc o Luis el Diablo. FI gran Washington, también, se eleva a gran altura en su descollante cofa de Baltimore, y, como una de las columnas de Hércules, su columna marca el punto de grandeza humana más allá del cual irán pocos mortales. El almirante Nelson, igualmente, en un cabrestante de metal de cañón, se eleva en su cofa de Trafalgar Square, y aun cuando está muy oscurecido por el humo de Londres, se nota que allí hay un héroe escondido, pues por el humo se sabe dónde está el fuego. Pero ni el gran Washington, ni Napoleón, ni Nelson contestarán a una sola llamada desde abajo, por más locamente que se les invoque para que sean propicios con sus consejos a las consternadas cubiertas que ellos contemplan; si bien se puede suponer que sus espíritus penetran a través de la densa niebla del futuro, distinguiendo qué bajos y qué escollos han de eludirse.

Puede parecer poco justificado unir en ningún aspecto a los vigías de las cofas de tierra con los del mar, pero que no es así en realidad, queda evidenciado claramente por un punto de que se hace responsable Obed Macy, el único historiador de Nantucket. El digno Obed nos dice que, en los primeros tiempos de la pesca de la ballena, antes de que se lanzaran regularmente barcos en persecución de la presa, la gente de la isla erigía elevadas astas a lo largo de la costa, a las que los vigías ascendían por medio de abrazaderas con clavos, algo así como cuando las gallinas suben las escaleras a su gallinero. Hace pocos años ese mismo plan fue adoptado por los balleneros de la bahía de Nueva Zelanda, quienes, al señalar la presa, daban aviso a botes ya tripulados que estaban preparados junto a la playa. Pero esa costumbre ahora se ha quedado anticuada; volvamos entonces a la única cofa propiamente dicha, la de un barco ballenero en el mar.

Se tienen vigías en las tres cofas, de sol a sol, alternándose los marineros por turnos regulares (como en la caña), y relevándose cada dos horas. En el tiempo sereno de los trópicos, la cofa es enormemente agradable; incluso deliciosa para un hombre soñador y meditativo. Ahí está uno, a cien pies por encima de las silenciosas cubiertas, avanzando a grandes pasos por lo profundo, como si los palos fueran gigantescos zancos, mientras que por debajo de uno, y como quien dice entre las piernas, nadan los más enormes monstruos del mar, igual que antaño los barcos navegaban entre las botas del famoso Coloso de la antigua Rodas. Ahí está uno, en la secuencia infinita del mar, sin nada
movido, salvo las ondas. El barco en éxtasis avanza indolentemente; soplan los perezosos vientos alisios; todo le inclina a uno a la languidez. Casi siempre, en esta vida ballenera en el trópico, a uno le envuelve una sublime ausencia de acontecimientos: no se oyen noticias, no se leen periódicos, no hay números especiales con informes sobresaltadores sobre vulgaridades que le engañen a uno excitándole sin necesidad; no se oye hablar de aflicciones domésticas, fianzas de quiebra, caídas de valores; nunca preocupa la idea de qué habrá de comer, pues todas las comidas, para tres años y más, están confortablemente estibadas en barriles, y la minuta es inmutable.

En uno de esos balleneros del sur, en un largo viaje de tres o cuatro años, como a menudo ocurre, la suma de las diversas horas que uno pasa en la cofa equivaldría a varios meses enteros. Y es muy deplorable que el lugar a que uno dedica tan considerable porción del término total de su vida natural, esté tan tristemente carente de cualquier cosa aproximada a una cómoda habitabilidad, o capaz de engendrar una confortable localización de nuestro sentir, tal como corresponde a una cama, una hamaca, un coche fúnebre, una garita, un púlpito, una carroza, o cualquier otra de esas pequeñas y gratas invenciones en que los hombres se aíslan temporalmente. El lugar más habitual de posarse es la cabeza del mastelero de juanete, donde uno se pone sobre dos finas traviesas paralelas (casi exclusivas de los barcos balleneros) llamadas baos de juanete. Allí, zarandeado por el mar, el principiante se siente casi tan a gusto como si estuviera sobre los cuernos de un toro. Desde luego, en tiempo frío uno puede llevar consigo a lo alto su casa, en forma de un capote de guardia; pero, hablando en propiedad, el capote más espeso no es más casa que el cuerpo desvestido; pues del mismo modo que el alma está pegada por dentro a su tabernáculo carnal, y no se puede mover libremente por él, ni tampoco moverse saliendo de él, sin correr gran riesgo de perecer (como un peregrino ignorante que cruza los Alpes nevados en invierno), así un capote no es tanto una casa cuanto un mero envoltorio, o una piel adicional que nos enfunda. No se puede meter uno en el cuerpo una estantería ni un cajón, y tampoco se puede convertir el capote en un armario conveniente. En referencia a todo esto, ha de lamentarse vivamente que las cofas de un ballenero del mar del Sur no estén provistas de esos envidiables pabelloncitos o púlpitos, llamados «cofa de vigía de tope» o «nido de cuervo», en que los vigías de los balleneros de Groenlandia quedan protegidos del inclemente tiempo de los mares helados. En la hogareña narración del capitán Sleet titulada Un Viaje entre los Icebergs, en busca de la ballena de Groenlandia, e incidentalmente para el redescubrimiento de las Perdidas Colonias Islandesas de la Vieja Groenlandia, en ese admirable volumen, digo, todos los vigías de las cofas están dotados de una explicación deliciosamente detallada del entonces recién inventado «nido de cuervo» del Glacier, que era el nombre de la excelente nave del capitán Sleet. Él lo llamó «nido de cuervo de Sleet» en honor a sí mismo, por ser él su inventor original y  patentador, y estar libre de toda ridícula delicadeza falsa, considerando que si llamamos a nuestros propios hijos con nuestros propios nombres (puesto que los padres somos sus inventores originales y patentadores), igualmente deberíamos denominar con nuestro nombre cualquier otro artefacto que engendremos.

En forma, el «nido de cuervo de Sleet» es algo así como un gran barril o tubo, pero abierto por arriba, donde está provisto de una pantalla móvil lateral para poner a barlovento de la cabeza en una dura galerna. Estando sujeto al extremo del palo, se sube a él por una pequeña escotilla en trampa puesta en el fondo. En la parte trasera, o sea, la más próxima a popa del barco, hay un cómodo asiento, con un cajón debajo para paraguas, bufandas y capotes. Delante hay una bolsa de cuero, donde se guarda el altavoz, la pipa, el telescopio y demás utensilios náuticos. Cuando el capitán Sleet en persona se situaba en la cofa, en aquel nido de cuervo suyo, nos dice que siempre llevaba consigo un rifle (sujeto también a la bolsa) junto con un frasco de pólvora y munición, con el fin de disparar a los narvales errantes, los vagabundos unicornios marinos que infestaban aquellas aguas; pues no se les puede disparar con buenos resultados desde la cubierta, debido a la resistencia del agua, pero dispararles desde arriba es cosa muy diferente. Ahora es evidentemente resultado del amor que el capitán Sleet describa, como lo hace, todas las comodidades detalladas de su nido de cuervo, pero aunque se extienda tanto en algunas de ellas, y aunque nos obsequie con una explicación muy científica de sus experimentos en el nido de cuervo, con una pequeña brújula que guardaba allí con el fin de contrarrestar los errores de lo que llamaba la «atracción local» de todos los imanes de bitácora (error atribuible a la vecindad horizontal del hierro en las tablas del barco, y, en el caso del Glacier, quizá, a que hubiera entre la tripulación tantos herreros en bancarrota), digo que aunque el capitán es aquí muy discreto y científico, con todo, a pesar de sus doctas «desviaciones de bitácora», «observaciones azimutales de la brújula» y «errores de aproximación», sabe de sobra el capitán Sleet que no estaba tan sumergido en esas profundas meditaciones magnéticas como para dejar de ser atraído de vez en cuando hacia la bien provista cantimplora tan lindamente encajada en un lado de su nido de cuervo, a fácil alcance de la mano. Por más que, en conjunto, admire grandemente, e incluso quiera, al valiente, honrado y docto capitán, no obstante, le tomo muy a mal que no haga caso en absoluto a la cantimplora sabiendo qué fiel amiga y consoladora debía haber sido mientras él estudiaba matemáticas, con dedos enmitonados y cabeza encapuchada, en lo alto de aquel nido a tres o cuatro varas del Polo.

Pero si nosotros, los pescadores de ballenas del sur, no estamos tan cómodamente alojados en lo alto como el capitán Sleet y sus hombres de Groenlandia, esa desventaja queda grandemente contrapesada por la serenidad, en gran contraste, de los seductores mares en que solemos flotar los pescadores del sur. Yo, por mi parte, solía subir con gran sosiego y ocio por las jarcias, descansando en lo alto para charlar con Queequeg, o con cualquier otro franco de servicio a quien encontrara allí; luego, ascendiendo un poco más allá, y echando perezosamente una pierna sobre la verga de gavia, lanzaba una ojeada preliminar a las dehesas acuáticas, y así por fin me elevaba a mi destino definitivo. Quiero descargar aquí mi conciencia y admitir con franqueza que hacía muy mal la guardia. Con el problema del universo dando vueltas en mí, ¡cómo podía yo —quedando tan completamente solo en una altura que tantos pensamientos engendraba—, cómo podía yo observar sino de modo muy ligero mis obligaciones de cumplir las órdenes permanentes de todos los barcos balleneros: «Abre el ojo a barlovento y grita a cada vez».

Y en este punto, dejadme amonestaros de modo conmovedor, ¡oh armadores de Nantucket! ¡Cuidado con alistar en vuestras vigilantes pesquerías a ningún muchacho de frente descarnada y mirada profunda, dado a tan inoportuna meditatividad, y que se ofrece para embarcarse llevando en la cabeza el «Fedón» en vez del Bowditch! Cuidado con semejante persona, digo: vuestras ballenas han de ser vistas para poder ser muertas; y este joven platónico de ojos hundidos os remolcará diez vueltas alrededor del globo sin enriqueceros en una sola pinta de grasa. Y no son del todo superfluas estas admoniciones. Pues hoy día la pesca de la ballena proporciona un asilo para muchos jóvenes románticos, melancólicos y distraídos, disgustados del acerbo cuidado de la tierra, y buscando sentimiento en el alquitrán y el aceite de la ballena. No pocas veces Childe Harold se encarama en la cofa de algún barco ballenero decepcionado y sin suerte, y exclama en melancólico fraseo: ¡Sigue moviéndote, hondo, sombrío mar azul!

Vanamente diez mil balleneros te cruzan. Muy a menudo los capitanes de semejantes barcos riñen a esos distraídos jóvenes filósofos, acusándoles de no tomarse suficiente «interés» por el viaje; medio sugiriendo que están tan desesperadamente perdidos para toda ambición honrosa, que en lo secreto de sus almas preferirían no ver ballenas en vez de verlas. Pero todo en vano: esos jóvenes platónicos tienen la idea de que su visión es imperfecta: son miopes: ¿de qué sirve, entonces, esforzar el nervio óptico? Se han dejado en casa los gemelos de teatro.

—Vamos, tú, mono —decía un arponero a uno de esos muchachos—: llevamos ya sus buenos años de travesía, y todavía no has señalado una ballena. Mientras tú estás ahí arriba, las balirnas son tan escasas como los dientes de gallina.

Quizá era así o quizá podían haber estado en mana as en el remoto horizonte; pero este distraído joven está adormecido en tal desatención drogada de ensueño vacío e inconsciente, por la cadencia mezclada de las olas y los pensamientos, que finalmente pierde su identidad; toma el místico océano a sus pies por la imagen visible de esa profunda alma azul y sin fondo que penetra la humanidad y la naturaleza; y cualquier cosa extraña, medio vista, elusiva, y hermosa, que se le escapa, cualquier aleta que asoma, confusamente percibida, de alguna forma indiscernible, le parece la encarnación de esos elusivos pensamientos que sólo pueblan el alma volando continuamente a través de ella. En este encantado estado de ánimo, tu espíritu refluye al lugar de donde vino, se difunde a través del tiempo y el espacio, como las dispersas cenizas panteístas de Cranmer, formando al menos una parte de todas las orillas en torno al globo.

No hay vida en ti, ahora, salvo esa vida mecida que te comunica un barco que se balancea suavemente, y que él toma prestado del mar, y el mar, de las inescrutables mareas de Dios. Pero mientras está en ti este sueño, este ensueño, mueve una pulgada el pie o la mano, dejan de resbalar un poco, y tu identidad regresa horrorizada. Te ciernes sobre vórtices cartesianos. Y quizá a mediodía, en el más claro tiempo, con un grito medio estrangulado, caerás por ese aire transparente al mar estival, para no volver a subir jamás. ¡Tened mucho cuidado, oh panteístas!

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