CAPÍTULO VI
El televisor atronaba. Mientras descendía las grandes escaleras desiertas y cubiertas de polvo hacia el nivel inferior, John Isidore distinguía la voz familiar y burbujeante del Amigo Buster, que se dirigía eufórico a su audiencia de todo el sistema.
—Hola, hola, amigos. ¡Zip, clip, zip! Es la hora de nuestro breve comentario sobre el tiempo de mañana. Primero la Costa Este de los Estados Unidos. El satélite Mungoose comunica que la radiación aumentará hacia el mediodía y disminuirá luego, gradualmente. De modo que todos los queridos amigos que deseen salir deberán esperar hasta la tarde, ¿en? Y hablando de esperar, faltan sólo diez horas para el anuncio de una gran noticia, en mi informe especial. Decid a vuestros amigos que no se pierdan el programa. Revelaré algo que os asombrará. Quizás algunos conjeturen que, como de costumbre...
Isidore golpeó la puerta y la voz cesó. No era meramente que hubiese callado; había dejado de existir, aterrorizada hasta la muerte por el golpe.
Isidore sintió, detrás de la puerta cerrada, la presencia de vida. Sus sentidos alerta percibían, o fabricaban, el miedo silencioso y terrible de alguien que se alejaba, que se apretujaba contra la pared opuesta para escapar de él.
—Eh —dijo—Yo vivo arriba. He oído la TV. Deberíamos conocernos, ¿no le parece? —esperó mientras escuchaba; ni un sonido, ni un movimiento. Sus palabras no habían logrado tranquilizar al vecino—Le he traído un paquete de margarina —agregó, acercándose a la puerta para que le oyeran mejor—Mi nombre es J. R. Isidore y trabajo para el conocido veterinario, el señor Hannibal Sloat, sin duda habrá oído hablar de él. Soy una persona honorable, y tengo un trabajo: conduzco el camión del señor Sloat.
La puerta se entreabrió y vio la figura fragmentaria, torcida y encogida de una chica que al mismo tiempo trataba de alejarse y de mantenerse cogida de la puerta, como buscando apoyo físico. El miedo le daba el aire de una persona enferma, distorsionaba las líneas de su cuerpo, como si alguien lo hubiese roto y luego lo hubiera armado deliberadamente en desorden. Sus ojos, enormes, lo miraban fijamente mientras intentaba sonreír.
Isidore comprendió de repente y dijo:
—Usted creía que aquí no vivía nadie. Pensó que la casa estaba abandonada...
—Sí —susurró la muchacha.
—Pero es una suerte tener un vecino —respondió Isidore—Hasta su llegada, yo no tenía ninguno —y eso no era nada divertido, bien lo sabía.
—¿Es usted el único? —preguntó la chica—¿En todo el edificio, aparte de mí? —estaba perdiendo la timidez, su cuerpo se enderezó y se alisó el pelo con la mano.
El advirtió que tenía una bonita silueta, aunque pequeña, y bellos ojos subrayados por largas pestañas. Cogida de sorpresa, sólo tenía puestos los pantalones de un pijama. Más atrás se veía una habitación en desorden. Había maletas abiertas aquí y allá, con el contenido medio desparramado por el suelo cubierto de cosas. Era natural: acababa de llegar.
—Sí, soy el único —respondió Isidore—Y no quiero molestarla —se sentía alicaído; su ofrenda, que tenía el carácter de un auténtico rito de preguerra, no había sido aceptada. En realidad, la chica ni siquiera se había dado cuenta. O tal vez no sabía qué era un paquete de margarina. El tuvo esa intuición. La muchacha parecía, sobre todo, asombrada, como si acabara de emerger de las profundidades y flotara ahora a la deriva entre el oleaje menguante del miedo—El viejo amigo Buster —agregó, tratando de deponer su actitud rígida—¿Le gusta? Yo lo veo todas las mañanas y también a la noche, cuando vuelvo a casa. Mientras ceno, y también el programa final. Es decir, lo veía antes de que se me rompiera el televisor.
—¿Quién...? —empezó la chica, y se interrumpió. Se mordió el labio, evidentemente furiosísima con ella misma.
—El Amigo Buster —explicó Isidore. Le parecía extraño que esa muchacha nunca hubiera oído hablar del cómico de TV más chistoso de la Tierra—¿De dónde ha venido usted? —preguntó.
—No me parece que eso tenga importancia —la chica alzó rápidamente la vista hacia él y vio algo que aparentemente le devolvió la serenidad pues su cuerpo se relajó—Cuando esté más instalada, me encantará su compañía. Pero... ahora mismo, no puede ser.
—¿Por qué no puede ser? —estaba sorprendido. Todo en ella le sorprendía. Quizás he vivido solo demasiado tiempo, pensó, y me he vuelto raro. Dicen que eso ocurre a los cabezas de chorlito. La idea lo entristeció aún más—Podría ayudarle a desempacar —sugirió. La puerta estaba casi cerrada—Y con sus muebles.
—No tengo muebles —respondió ella, y agregó, señalando—: Todo eso ya estaba aquí.
—No servirá —dijo Isidore. Bastaba con una mirada. Las sillas, las mesas, la alfombra, todo estaba deteriorado, amontonado, era víctima de la fuerza despótica del tiempo. Y del abandono. Nadie había vivido en ese apartamento durante años; la ruina era casi completa. No podía imaginar cómo esa chica se proponía vivir allí—Escuche —le dijo con seriedad—, si recorremos el edificio, probablemente encontraremos cosas en mejor estado. Una lámpara en un piso, una mesa en otro...
—Gracias —replicó ella—Lo haré yo misma.
—¿Y va a entrar sola en los apartamentos? —no lo podía creer.
—¿Por qué no? —volvió a estremecerse, e hizo una mueca, consciente de haberse equivocado.
—Una vez lo hice —dijo Isidore—Después me metí en mi casa y no volví a pensar en el resto. Apartamentos donde nadie vive..., son centenares. Están llenos de cosas de la gente; fotos de familia, ropas... Los que murieron no pudieron llevarse nada, y los que emigraban no querían... Aparte de mi piso, este edificio está completamente kippelizado.
—¿Kippelizado? —ella no entendía.
—Kippel son los objetos inútiles, las cartas de propaganda, las cajas de cerillas después de que se ha gastado la última, el envoltorio del periódico del día anterior. Cuando no hay gente, el kippel se reproduce. Por ejemplo, si se va usted a la cama y deja un poco de kippel en la casa, cuando se despierta a la mañana siguiente hay dos veces más. Cada vez hay más.
—Comprendo —la chica lo miraba con duda, no sabía si creer o no, ni siquiera si él hablaba en serio.
—Esa es la primera Ley de Kippel —dijo él—El kippel expulsa al no-kippel. Como la ley de Gresham acerca de la mala moneda. Y en estos apartamentos no hay nadie para compartir el kippel.
—De modo que se ha apoderado de todo —concluyó la muchacha—Ahora comprendo.
—Este lugar —continuó Isidore—, este apartamento que ha elegido, está demasiado kippelizado para vivir en él. Podemos rechazar el factor Kippel; podemos hacer lo que le dije, buscar en los otros apartamentos. Pero...
Se interrumpió.
—¿Pero qué?
—No podemos ganar.
—¿Por qué no? —la chica salió al pasillo cerrando la puerta tras de sí. Cruzó los brazos modestamente sobre sus senos altos y pequeños, y enfrentó a Isidore, ansiosa por comprender. Al menos eso le pareció a él. Se la notaba atenta.
—Nadie puede vencer al kippel —continuó—, salvo, quizás, en forma temporaria y en un punto determinado, como mi apartamento, donde he logrado una especie de equilibrio entre kippel y no-kippel, al menos por ahora. Pero algún día me iré, o moriré, y entonces el kippel volverá a dominarlo todo. Es un principio básico: todo el universo avanza hacia una fase final de absoluta kippelización. Con la única excepción del ascenso del Wilbur Mercer.
La muchacha lo miró.
—No veo qué tiene eso que ver...
—Pues es la base del Mercerismo —nuevamente se sintió sorprendido—¿No participa usted de la fusión? ¿No tiene una caja de empatía?
Después de una pausa, la chica dijo cuidadosamente:
—No la he traído. Pensé que encontraría una aquí.
—Pero una caja de empatía es... es la cosa más personal que alguien puede poseer —dijo él, tartamudeando de excitación—Es una extensión del cuerpo, la forma de tocar a todos los demás seres humanos y dejar de estar solo. Usted lo sabe, todo el mundo lo sabe... Mercer permite que incluso gente como yo... —se interrumpió, pero era demasiado tarde. Pudo ver en la cara de la chica un destello de brusco rechazo; era evidente que había comprendido—Casi pasé el test de CI — continuó en voz baja y temblorosa—No soy muy especial, sólo moderadamente, y no como otros. Pero a Mercer no le importa.
—Para mí —respondió ella—, ése es un grave defecto del Mercerismo —su voz era clara y neutra, sólo se proponía enunciar un hecho: cómo consideraba ella a los cabezas de chorlito.
—Creo que volveré arriba —dijo Isidore, y empezó a alejarse, con su paquete de margarina, que en contacto con su mano se había puesto húmedo y blando.
La chica lo miró con la misma expresión neutra, y luego lo llamó.
—Espere.
—¿Por qué —preguntó él, volviéndose.
—Lo necesito. Para buscar muebles adecuados, en otros pisos, como usted dijo —avanzó hacia él. Su cuerpo desnudo de la cintura para arriba, delgado, perfecto, no tenía un solo gramo de grasa de más—¿A qué hora vuelve a su casa del trabajo? Cuando regrese me ayudará.
—¿No podría preparar usted la cena para los dos..., si yo traigo lo necesario?
—No, tengo mucho que hacer —la chica rechazó el pedido sin esfuerzo y, como él pudo advertir, sin haberlo comprendido; ahora que el miedo había desaparecido, empezaba a brotar de ella algo más, algo extraño. Y deplorable, pensó Isidore. Cierta frialdad, semejante al hálito del vacío entre los mundos habitados, algo venido de ninguna parte. No era lo que ella decía o hacía, sino más bien lo que no hacía ni decía—En alguna otra oportunidad —agregó la chica, retrocediendo hacia la puerta de su apartamento.
—¿Entendió mi nombre? —preguntó él—John Isidore. Trabajo para...
—Ya me lo ha dicho —se detuvo junto a la puerta y la abrió—Una persona llamada Hannibal Sloat, que no sé si existe fuera de su imaginación. Y mi nombre es —lo miró sin calidez, vacilando, mientras entraba— Rachael Rosen.
—¿... de la Rosen Association? —preguntó él—Es el mayor fabricante en todo el sistema, de los robots humanoides que se emplean en nuestro programa de colonización —una complicada expresión pasó fugazmente por su rostro y desapareció enseguida.
—No —respondió ella—Nunca he oído hablar de ellos. No sé nada de eso. Me figuro que serán sólo fantasías de un cabeza de chorlito. John Isidore y su caja de empatía privada, pobre señor Isidore.
—Pero su nombre...
—Mi nombre es Pris Stratton —dijo la chica—Es mi nombre de casada, el que siempre uso. Puede llamarme Pris —reflexionó—No. Será mejor que me llame señora Stratton, porque en realidad no nos conocemos. Al menos yo no lo conozco —la puerta se cerró e Isidore se encontró solo en el pasillo oscuro y cubierto de polvo.
Continúa la historia leyendo "¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap VII - Philip K. Dick"
—Hola, hola, amigos. ¡Zip, clip, zip! Es la hora de nuestro breve comentario sobre el tiempo de mañana. Primero la Costa Este de los Estados Unidos. El satélite Mungoose comunica que la radiación aumentará hacia el mediodía y disminuirá luego, gradualmente. De modo que todos los queridos amigos que deseen salir deberán esperar hasta la tarde, ¿en? Y hablando de esperar, faltan sólo diez horas para el anuncio de una gran noticia, en mi informe especial. Decid a vuestros amigos que no se pierdan el programa. Revelaré algo que os asombrará. Quizás algunos conjeturen que, como de costumbre...
Isidore golpeó la puerta y la voz cesó. No era meramente que hubiese callado; había dejado de existir, aterrorizada hasta la muerte por el golpe.
Isidore sintió, detrás de la puerta cerrada, la presencia de vida. Sus sentidos alerta percibían, o fabricaban, el miedo silencioso y terrible de alguien que se alejaba, que se apretujaba contra la pared opuesta para escapar de él.
—Eh —dijo—Yo vivo arriba. He oído la TV. Deberíamos conocernos, ¿no le parece? —esperó mientras escuchaba; ni un sonido, ni un movimiento. Sus palabras no habían logrado tranquilizar al vecino—Le he traído un paquete de margarina —agregó, acercándose a la puerta para que le oyeran mejor—Mi nombre es J. R. Isidore y trabajo para el conocido veterinario, el señor Hannibal Sloat, sin duda habrá oído hablar de él. Soy una persona honorable, y tengo un trabajo: conduzco el camión del señor Sloat.
La puerta se entreabrió y vio la figura fragmentaria, torcida y encogida de una chica que al mismo tiempo trataba de alejarse y de mantenerse cogida de la puerta, como buscando apoyo físico. El miedo le daba el aire de una persona enferma, distorsionaba las líneas de su cuerpo, como si alguien lo hubiese roto y luego lo hubiera armado deliberadamente en desorden. Sus ojos, enormes, lo miraban fijamente mientras intentaba sonreír.
Isidore comprendió de repente y dijo:
—Usted creía que aquí no vivía nadie. Pensó que la casa estaba abandonada...
—Sí —susurró la muchacha.
—Pero es una suerte tener un vecino —respondió Isidore—Hasta su llegada, yo no tenía ninguno —y eso no era nada divertido, bien lo sabía.
—¿Es usted el único? —preguntó la chica—¿En todo el edificio, aparte de mí? —estaba perdiendo la timidez, su cuerpo se enderezó y se alisó el pelo con la mano.
El advirtió que tenía una bonita silueta, aunque pequeña, y bellos ojos subrayados por largas pestañas. Cogida de sorpresa, sólo tenía puestos los pantalones de un pijama. Más atrás se veía una habitación en desorden. Había maletas abiertas aquí y allá, con el contenido medio desparramado por el suelo cubierto de cosas. Era natural: acababa de llegar.
—Sí, soy el único —respondió Isidore—Y no quiero molestarla —se sentía alicaído; su ofrenda, que tenía el carácter de un auténtico rito de preguerra, no había sido aceptada. En realidad, la chica ni siquiera se había dado cuenta. O tal vez no sabía qué era un paquete de margarina. El tuvo esa intuición. La muchacha parecía, sobre todo, asombrada, como si acabara de emerger de las profundidades y flotara ahora a la deriva entre el oleaje menguante del miedo—El viejo amigo Buster —agregó, tratando de deponer su actitud rígida—¿Le gusta? Yo lo veo todas las mañanas y también a la noche, cuando vuelvo a casa. Mientras ceno, y también el programa final. Es decir, lo veía antes de que se me rompiera el televisor.
—¿Quién...? —empezó la chica, y se interrumpió. Se mordió el labio, evidentemente furiosísima con ella misma.
—El Amigo Buster —explicó Isidore. Le parecía extraño que esa muchacha nunca hubiera oído hablar del cómico de TV más chistoso de la Tierra—¿De dónde ha venido usted? —preguntó.
—No me parece que eso tenga importancia —la chica alzó rápidamente la vista hacia él y vio algo que aparentemente le devolvió la serenidad pues su cuerpo se relajó—Cuando esté más instalada, me encantará su compañía. Pero... ahora mismo, no puede ser.
—¿Por qué no puede ser? —estaba sorprendido. Todo en ella le sorprendía. Quizás he vivido solo demasiado tiempo, pensó, y me he vuelto raro. Dicen que eso ocurre a los cabezas de chorlito. La idea lo entristeció aún más—Podría ayudarle a desempacar —sugirió. La puerta estaba casi cerrada—Y con sus muebles.
—No tengo muebles —respondió ella, y agregó, señalando—: Todo eso ya estaba aquí.
—No servirá —dijo Isidore. Bastaba con una mirada. Las sillas, las mesas, la alfombra, todo estaba deteriorado, amontonado, era víctima de la fuerza despótica del tiempo. Y del abandono. Nadie había vivido en ese apartamento durante años; la ruina era casi completa. No podía imaginar cómo esa chica se proponía vivir allí—Escuche —le dijo con seriedad—, si recorremos el edificio, probablemente encontraremos cosas en mejor estado. Una lámpara en un piso, una mesa en otro...
—Gracias —replicó ella—Lo haré yo misma.
—¿Y va a entrar sola en los apartamentos? —no lo podía creer.
—¿Por qué no? —volvió a estremecerse, e hizo una mueca, consciente de haberse equivocado.
—Una vez lo hice —dijo Isidore—Después me metí en mi casa y no volví a pensar en el resto. Apartamentos donde nadie vive..., son centenares. Están llenos de cosas de la gente; fotos de familia, ropas... Los que murieron no pudieron llevarse nada, y los que emigraban no querían... Aparte de mi piso, este edificio está completamente kippelizado.
—¿Kippelizado? —ella no entendía.
—Kippel son los objetos inútiles, las cartas de propaganda, las cajas de cerillas después de que se ha gastado la última, el envoltorio del periódico del día anterior. Cuando no hay gente, el kippel se reproduce. Por ejemplo, si se va usted a la cama y deja un poco de kippel en la casa, cuando se despierta a la mañana siguiente hay dos veces más. Cada vez hay más.
—Comprendo —la chica lo miraba con duda, no sabía si creer o no, ni siquiera si él hablaba en serio.
—Esa es la primera Ley de Kippel —dijo él—El kippel expulsa al no-kippel. Como la ley de Gresham acerca de la mala moneda. Y en estos apartamentos no hay nadie para compartir el kippel.
—De modo que se ha apoderado de todo —concluyó la muchacha—Ahora comprendo.
—Este lugar —continuó Isidore—, este apartamento que ha elegido, está demasiado kippelizado para vivir en él. Podemos rechazar el factor Kippel; podemos hacer lo que le dije, buscar en los otros apartamentos. Pero...
Se interrumpió.
—¿Pero qué?
—No podemos ganar.
—¿Por qué no? —la chica salió al pasillo cerrando la puerta tras de sí. Cruzó los brazos modestamente sobre sus senos altos y pequeños, y enfrentó a Isidore, ansiosa por comprender. Al menos eso le pareció a él. Se la notaba atenta.
—Nadie puede vencer al kippel —continuó—, salvo, quizás, en forma temporaria y en un punto determinado, como mi apartamento, donde he logrado una especie de equilibrio entre kippel y no-kippel, al menos por ahora. Pero algún día me iré, o moriré, y entonces el kippel volverá a dominarlo todo. Es un principio básico: todo el universo avanza hacia una fase final de absoluta kippelización. Con la única excepción del ascenso del Wilbur Mercer.
La muchacha lo miró.
—No veo qué tiene eso que ver...
—Pues es la base del Mercerismo —nuevamente se sintió sorprendido—¿No participa usted de la fusión? ¿No tiene una caja de empatía?
Después de una pausa, la chica dijo cuidadosamente:
—No la he traído. Pensé que encontraría una aquí.
—Pero una caja de empatía es... es la cosa más personal que alguien puede poseer —dijo él, tartamudeando de excitación—Es una extensión del cuerpo, la forma de tocar a todos los demás seres humanos y dejar de estar solo. Usted lo sabe, todo el mundo lo sabe... Mercer permite que incluso gente como yo... —se interrumpió, pero era demasiado tarde. Pudo ver en la cara de la chica un destello de brusco rechazo; era evidente que había comprendido—Casi pasé el test de CI — continuó en voz baja y temblorosa—No soy muy especial, sólo moderadamente, y no como otros. Pero a Mercer no le importa.
—Para mí —respondió ella—, ése es un grave defecto del Mercerismo —su voz era clara y neutra, sólo se proponía enunciar un hecho: cómo consideraba ella a los cabezas de chorlito.
—Creo que volveré arriba —dijo Isidore, y empezó a alejarse, con su paquete de margarina, que en contacto con su mano se había puesto húmedo y blando.
La chica lo miró con la misma expresión neutra, y luego lo llamó.
—Espere.
—¿Por qué —preguntó él, volviéndose.
—Lo necesito. Para buscar muebles adecuados, en otros pisos, como usted dijo —avanzó hacia él. Su cuerpo desnudo de la cintura para arriba, delgado, perfecto, no tenía un solo gramo de grasa de más—¿A qué hora vuelve a su casa del trabajo? Cuando regrese me ayudará.
—¿No podría preparar usted la cena para los dos..., si yo traigo lo necesario?
—No, tengo mucho que hacer —la chica rechazó el pedido sin esfuerzo y, como él pudo advertir, sin haberlo comprendido; ahora que el miedo había desaparecido, empezaba a brotar de ella algo más, algo extraño. Y deplorable, pensó Isidore. Cierta frialdad, semejante al hálito del vacío entre los mundos habitados, algo venido de ninguna parte. No era lo que ella decía o hacía, sino más bien lo que no hacía ni decía—En alguna otra oportunidad —agregó la chica, retrocediendo hacia la puerta de su apartamento.
—¿Entendió mi nombre? —preguntó él—John Isidore. Trabajo para...
—Ya me lo ha dicho —se detuvo junto a la puerta y la abrió—Una persona llamada Hannibal Sloat, que no sé si existe fuera de su imaginación. Y mi nombre es —lo miró sin calidez, vacilando, mientras entraba— Rachael Rosen.
—¿... de la Rosen Association? —preguntó él—Es el mayor fabricante en todo el sistema, de los robots humanoides que se emplean en nuestro programa de colonización —una complicada expresión pasó fugazmente por su rostro y desapareció enseguida.
—No —respondió ella—Nunca he oído hablar de ellos. No sé nada de eso. Me figuro que serán sólo fantasías de un cabeza de chorlito. John Isidore y su caja de empatía privada, pobre señor Isidore.
—Pero su nombre...
—Mi nombre es Pris Stratton —dijo la chica—Es mi nombre de casada, el que siempre uso. Puede llamarme Pris —reflexionó—No. Será mejor que me llame señora Stratton, porque en realidad no nos conocemos. Al menos yo no lo conozco —la puerta se cerró e Isidore se encontró solo en el pasillo oscuro y cubierto de polvo.
Continúa la historia leyendo "¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap VII - Philip K. Dick"
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