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martes, 24 de julio de 2012

¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap XIX - Philip K. Dick

Viene de "¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap XVIII - Philip K. Dick"



CAPÍTULO XIX

John Isidore bajó la vista y vio sus manos, aferradas a las asas gemelas de la caja de empatía. Mientras la miraba, absorto, las luces del living de su casa se apagaron. Vio que Pris corría a la cocina, para apagar la lámpara de la mesa. 

—Oye, J. R. —susurraba ásperamente Irmgard mientras le cogía por el hombro y le clavaba las uñas. Parecía no tener conciencia de lo que hacía. A la escasa luz que se filtraba del exterior, el rostro de Irmgard se veía distorsionado, con los ojos pequeños, huidizos, sin párpados—Tienes que ir a la puerta — susurró—, cuando golpee, si golpea. Y debes mostrarle tu identificación, y decirle que ésta es tu casa, y que aquí no hay nadie más. Y pedirle que te muestre una orden judicial.

Pris, de pie, del otro lado, con el cuerpo arqueado, murmuró:
—No lo dejes entrar, J. R. Haz cualquier cosa para que no entre. ¿Sabes lo que haría aquí un cazador de bonificaciones? ¿Comprendes lo que nos haría? 

Isidore se apartó de las dos androides y se dirigió a la puerta. Encontró sin dificultad, a oscuras, el picaporte, y se detuvo a escuchar. Podía sentir que el pasillo estaba como siempre: vacío, resonante, sin vida. 

—¿Oye algo? —preguntó Roy Baty, inclinándose. Isidore percibió el olor de su cuerpo; olor a miedo, un miedo que casi se materializaba en una niebla—Salga a mirar.

Isidore abrió la puerta y contempló el pasillo. El aire parecía limpio, a pesar del polvo. Todavía tenía en la mano la araña que Mercer le había dado. ¿Era realmente la misma que Pris había mutilado con las tijeras de uñas de Irmgard? Probablemente no, y nunca lo sabría. Pero estaba viva. Se movía dentro de su mano cerrada, sin picarle. Las mandíbulas de las arañas pequeñas no pueden atravesar la piel humana. 

Llegó al extremo del pasillo, descendió las escaleras y salió al exterior, a lo que había sido un sendero rodeado por un jardín. El jardín había muerto con la guerra, y el sendero estaba roto por todas partes. Pero Isidore conocía su superficie; sus pies la recorrían con agrado y la siguieron, junto al lado más largo del edificio, hasta el único punto verde de los alrededores. Era un metro cuadrado de hierbas cubiertas de polvo. Ahí depositó a la araña. Miró su ondulante camino una vez que hubo abandonado su mano. Pues bien, pensó, ya está. Y se incorporó. 

La luz de una linterna enfocó las hierbas. Las hojas y ramitas, que apenas lograban sobrevivir, parecían severas y amenazantes. Pudo ver a la araña, sobre una hoja de borde aserrado. 

—¿Qué estaba haciendo? —preguntó el hombre de la linterna. 
—Traje una araña —respondió, sin comprender cómo el hombre no la veía. A la luz amarillenta, la araña parecía de mayor tamaño—Para que pueda escapar.
—¿Y por qué no se la ha llevado a su apartamento? Debería guardarla en un frasco. Según el Sidney de enero, la mayoría de las arañas han aumentado un diez por ciento. Podría conseguir algo más de cien dólares.
—Si la llevara arriba, ella volvería a cortarla en pedazos —respondió Isidore—Una pata tras otra, para ver qué hace.
—Cosa de androides —dijo el hombre. Sacó de su chaqueta algo que abrió y mostró a Isidore.

En la penumbra, el cazador de bonificaciones parecía un hombre corriente, no peligroso. Cara redonda, lampiña, rasgos suaves, como de burócrata. Metódico pero informal. Y no tenía el aspecto de un semidiós, como Isidore esperaba. 

—Soy investigador del departamento de policía de San Francisco. Deckard. Rick Deckard —cerró su carnet y se lo metió en el bolsillo—¿Están arriba? ¿Los tres?
—La verdad es que yo los estaba cuidando —repuso Isidore—Hay dos mujeres. Son los últimos del grupo; el resto ha muerto. Subí la TV de Pris desde su apartamento al mío, para que pudieran ver al Amigo Buster. Buster demostró sin lugar a dudas que Mercer no existe —Isidore se sentía excitado: sabía una cosa muy importante que el cazador de bonificaciones ignoraba.
—Subamos —dijo Deckard. Tenía un tubo láser apuntado contra Isidore; lo desvió—Usted es un especial, ¿verdad? Un cabeza de chorlito...
—Pero tengo un trabajo. Me ocupo de conducir el camión de —con horror, descubrió que se le había olvidado el nombre— del hospital de animales... El Hospital de Animales Van Ness, de propiedad de... de... Hannibal Sloat.
—¿Quiere indicarme en qué apartamento están? Hay más de mil en el edificio. Puede ahorrarme una buena cantidad de tiempo —su voz revelaba fatiga.
—Si los mata no podrá volver a fundirse con Mercer —dijo Isidore.
—¿No me quiere decir? ¿O indicarme el piso? Dígame sólo en qué piso es. Yo buscaré el apartamento.
—No —respondió Isidore.
—Según la ley federal y del estado —empezó Deckard, pero inmediatamente interrumpió y abandonó el interrogatorio—Buenas noches —se alejó y entró en el edificio, precedido por el sendero difuso y amarillento que esparcía su linterna.

Una vez dentro, Rick Deckard la apagó. Recorrió el pasillo a la escasa luz de las lamparillas embutidas, meditando. El cabeza de chorlito sabe que son androides. Lo sabía antes de que yo se lo dijera. Pero no comprende. Y por otra parte, ¿quién comprende? ¿Acaso yo? Y antes, ¿comprendía? Uno de ellos es un duplicado de Rachael, pensó. Tal vez el especial vivía con ella... ¿Le gustaría? Tal vez fuera precisamente ella la que, según él, despedazaría a la araña. Podría volver a coger esa araña; nunca he encontrado un animal vivo. Debe ser una experiencia maravillosa inclinarse y ver una cosa viva que se escabulle. Quizás algún día me ocurra.

Había traído un aparato para escuchar. Lo encendió; era un detector giratorio con una pantalla de centelleo. No se veía nada en ella. En la planta baja no es, se dijo. Pero en sentido vertical el detector daba una pequeña señal. Arriba. Con el aparato y su cartera subió las escaleras hacia el primer piso. Una figura acechaba en las sombras.

—Si se mueve lo retiro —dijo Rick. El hombre, esperándolo. Sentía en los dedos la dureza del tubo láser, pero ya no podía alcanzarlo ni apuntar. Había sido cogido de sorpresa.
—No soy un androide —dijo la figura—Mi nombre es Mercer —dio un paso y entró en una zona iluminada—Estoy en este edificio a causa del señor Isidore. El especial de la araña; has hablado unas palabras con él afuera.
—¿Es verdad lo que dijo el cabeza de chorlito? —preguntó Rick—¿Quedaré fuera del Mercerismo si hago lo que debo hacer dentro de unos minutos?
—El señor Isidore habló por él y no por mí —dijo Mercer—Lo que piensas hacer debe ser hecho; ya te lo he dicho antes —alzó el brazo y señaló las escaleras, a espaldas de Rick—Vine a decirte que uno de ellos está detrás de ti, abajo, y no en el apartamento. Es el más peligroso de los tres, y el que debes retirar primero —la vieja voz cascada se tornó urgente—Rápido, Deckard. En los escalones.
Con el tubo láser en la mano, Rick giró y se agachó. Por las escaleras subía una mujer. La conocía. Bajó el tubo. 

—Rachael —dijo, asombrado. ¿Lo habría seguido hasta aquí, en su propio coche? ¿Por qué?—Vuelve a Seattle. Déjame tranquilo —dijo—Mercer dice que debo hacerlo —advirtió entonces que no era exactamente Rachael.
—Por todo lo que nos hemos dado el uno al otro —dijo la androide con los brazos extendidos, como para aferrarlo. 

La ropa no es la misma, pensó Rick. Pero los ojos son los mismos ojos. Y hay más, toda una legión, cada una con su nombre, pero todas son Rachael Rosen, el prototipo utilizado por la fábrica para proteger a las demás. Disparó su arma mientras ella, con ademán suplicante, se lanzaba contra él. El cuerpo se dispersó en añicos; Rick se cubrió la cara; luego miró y vio el tubo láser que ella traía, rebotando escalón por escalón. El ruido del tubo metálico resonó, se alejó, se tornó más lento. El más peligroso de los tres androides, había dicho Mercer. Buscó a Mercer, pero el anciano se había marchado. 

Quizá me persigan con copias de Rachael Rosen hasta matarme, pensó, o hasta que el modelo quede obsoleto, lo que ocurra primero. Pero ahora, los otros dos. Mercer me dijo que ella estaba en la escalera. Mercer me salvó. Se manifestó y me ayudó. Si Mercer no me hubiera avisado, ella me habría matado. Ahora puedo ocuparme del resto. Ella sabía que yo no podía atacarla; que para mí era imposible.

Y ahora todo ha terminado, en un instante. He hecho lo que no podía hacer. A los Baty los puedo atacar del modo corriente. Serán difíciles, pero no de esta manera. 

Estaba a solas en el pasillo, junto a la escalera. Mercer había terminado su obra y se había marchado. Rachael —o mejor dicho, Pris Stratton— yacía diseminada, de modo que estaba solo. Pero en alguna parte del edificio los Baty lo esperaban. Sabían lo que él había hecho. Probablemente estaban asustados. Esa había sido su defensa, la respuesta a su presencia en el edificio. Y sin la ayuda de Mercer, ellos habrían triunfado. Pero para ellos había llegado el invierno.

Hay que proceder velozmente, se dijo. Avanzó por el pasillo y de repente su detector registró la cercanía de la actividad cerebral. Había encontrado el apartamento. Ya no necesitaba el aparato; lo dejó en el suelo y golpeó la puerta. 

—¿Quién es? —preguntó una voz de hombre.
—Soy Isidore —respondió Rick—Yo los estoy cuidando, a usted y a las do-do-dos mu-mujeres.
—No abriremos —dijo una voz femenina.
—Quiero ver al Amigo Buster en la TV de Pris —continuó Rick—Ahora que Mercer no existe es muy importante ver su pro-programa. Yo me ocupo de conducir el camión del Hospital de Animales Van Ness, cuyo propietario es el señor Hannibal Sloat... Abran... Esta es mi casa —aguardó y la puerta se abrió. En la oscuridad vio dos formas indistintas.
—Debe hacernos el test —dijo la forma más pequeña, la mujer.
—Es demasiado tarde —repuso Rick. La figura más alta intentó cerrar la puerta y poner en marcha algún aparato electrónico—Voy a entrar —dijo Rick. Dejó que Roy Baty disparara primero, y eludió el rayo—Ahora han perdido sus derechos legales. Deberían haberme obligado a aplicar el test de Voigt-Kampff. Pero ya no tiene importancia —Roy Baty disparó de nuevo, erró y desapareció en el interior del apartamento, quizás en otra habitación, abandonando el equipo electrónico.
—¿Por qué Pris no lo mató? —preguntó la señora Baty.
—No hay ninguna Pris —respondió Rick—Sólo Rachael Rosen, una tras otra —vio el tubo láser en la mano de ella, en la penumbra: Roy Baty se lo había dado, tratando de atraerlo al interior mientras ella lo atacaba por la espalda—Lo siento, señora Baty —dijo Rick, y disparó.

En la otra habitación, Roy Baty lanzó un grito angustioso.
—Sí, la amaba usted —dijo Rick—Y yo amaba a Rachael, y el especial amaba a la otra Rachael —avanzó y disparó contra Roy Baty; su gran cuerpo estalló y se desmoronó como una pila mal asentada de pequeños objetos separados y quebradizos. Cayó sobre la mesa de la cocina y arrastró platos y tazas en su caída. 

Algunos circuitos reflejos hacían que partes del cuerpo caído se movieran, pero estaba muerto. Rick lo ignoró. No lo miró, ni tampoco al cuerpo de Irmgard Baty.

Era el último, pensó Rick. Seis en un día. Casi un récord. Ahora todo ha terminado, puedo irme a casa, puedo regresar a Irán y a la cabra. Y por una vez tendremos un poco de dinero.

Se sentó en el diván, y en medio del silencio apareció en la puerta el señor Isidore, el especial.

—Es mejor que no mire —dijo Rick.
—La vi en la escalera. A Pris —el especial lloraba.
—No se lo tome usted así —dijo Rick. Se puso de pie con esfuerzo, mareado—¿Dónde está el videófono?

El especial no contestó. Permanecía inmóvil. Rick buscó el videófono, lo encontró y llamó al despacho de Harry Bryant.


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