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viernes, 6 de julio de 2012

¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap VII - Philip K. Dick

Viene de "¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap VI - Philip K. Dick"




CAPÍTULO VII



Pues bien, así será, pensó J. R. Isidore, con su blando paquete de margarina aferrado en la mano. Aunque quizá cambie de idea y me permita que la llame Pris. Y también acerca de la cena, si puedo conseguir un bote de hortalizas de antes de la guerra.

Puede ser que no sepa cocinar, se dijo de pronto. Está bien, pero yo puedo. Prepararé la cena para los dos. Y le enseñaré, para que ella también pueda hacerlo en el futuro si lo desea. Y sin duda querrá, cuando haya aprendido. Por lo que sé, a la mayoría de las mujeres, incluso las jóvenes como ella, le agrada cocinar. Es un instinto.

Subió las escaleras oscuras y regresó a su apartamento.

Verdaderamente ella no sabe nada, pensó mientras se ponía su blanco uniforme de trabajo. Incluso si se daba prisa llegaría tarde a su trabajo y el señor Sloat se enfadaría, pero ¿qué importaba? Por ejemplo, no había oído hablar del Amigo Buster. Eso era imposible: Buster era la persona viva más importante, a excepción, por supuesto de Wilbur Mercer... Pero Mercer no era humano, reflexionó; evidentemente se trataba de una entidad arquetípica de las estrellas, impresa en nuestra cultura por un troquel cósmico... Al menos eso es lo que he oído decir a algunas personas, al señor Sloat, por ejemplo. Y Hannibal Sloat tenía que saberlo.


También era extraño que ella no hubiese podido ponerse de acuerdo acerca de su propio nombre. Quizá necesitaba ayuda. ¿Podré ayudarla de alguna manera?, se preguntó. Un especial, un cabeza de chorlito, ¿qué puede hacer? No puedo casarme.

Una hora más tarde, en el camión de la compañía, recogía el primer animal averiado del día: un gato eléctrico. Lo había dejado en la parte posterior del camión, una caja plástica a prueba de polvo. Y allí estaba jadeando en forma extraña. Cualquiera pensaría que es real, se dijo Isidore mientras regresaba al hospital de animales Van Ness, esa pequeña empresa de nombre cuidadosamente simulado que apenas lograba sobrevivir en el duro y competitivo sector de la reparación de animales falsos.

El gato gemía.

Por Dios, se dijo Isidore. Verdaderamente, parece que se está muriendo. Quizá su batería de diez años ha sufrido un corto circuito y se le están quemando todas las conexiones. Un trabajo importante: Milt Borogrove, el encargado de reparaciones del hospital, tendría mucho que hacer. Y yo no pude hacerle un presupuesto al propietario, recordó Isidore, preocupado. El hombre simplemente me arrojó el animal: dijo que había empezado a fallar durante la noche, y luego se fue a trabajar. Bruscamente, el momentáneo intercambio verbal había cesado; el dueño del gato había desaparecido en el cielo, en su hermoso coche aéreo a la medida, de último modelo. Y era un cliente nuevo.

—¿Puedes aguantar hasta que lleguemos? —le dijo al gato, que seguía jadeando—Te recargaré en el camino —Isidore, después de adoptar esta decisión, aparcó el camión aéreo en el primer terrado que vio, lo dejó con el motor en marcha, fue a la parte posterior, y abrió la caja plástica a prueba de polvo, que junto con su traje blanco y con el nombre del hospital impreso en el camión daban perfectamente la impresión de un verdadero veterinario que estaba curando a un verdadero animal.

El gato eléctrico, con su piel de estilo auténtico, echaba espuma por sus fauces metálicas apretadas, y tenía los ojos vidriosos. Siempre le habían sorprendido los circuitos de “enfermedad” que les ponían a los animales falsos: el aparato que tenía en el regazo había sido construido de tal manera que si un elemento esencial fallaba, la cosa parecía no estar rota sino orgánicamente enferma. El mismo habría
podido confundirse. Buscó en el estómago el panel oculto del control (muy pequeño en ese tipo de seudo-animal), y los terminales de carga rápida de la batería; no los encontró. Y no podía perder mucho tiempo, porque el mecanismo estaba a punto de detenerse. Si realmente es un cortocircuito, pensó, debería arrancar uno de los cables de la batería. Se detendrá, pero no seguirá deteriorándose. Y luego, en la tienda, Milt volverá a cargarlo. 

Pasó diestramente los dedos por la columna vertebral. Allí tendrían que estar los cables, pero ni siquiera tras un minucioso examen logró descubrirlos. Una obra maestra, una imitación absolutamente perfecta. Debía de ser de Wheelright & Carpenter; eran más caros, pero estaba a la vista la calidad del trabajo. 

Se dio por vencido. El falso gato había dejado de funcionar; sin duda el cortocircuito —si de eso se trataba— había agotado la reserva de energía y dañado el mecanismo básico. Eso significaba dinero, pensó. Pero el dueño evidentemente no había procedido al lavado y engrasado preventivo, tres veces por año, que era esencial. Tal vez ahora aprendería, por las malas.

Isidore retornó al asiento del conductor, llevó los mandos a la posición de ascenso y el aparato zumbó nuevamente hacia el cielo, para continuar el viaje hasta la tienda de reparaciones.

Ya no tenía que oír el estertor del gato eléctrico, y podía relajarse. Es curioso, pensó; sé racionalmente que es falso, pero con todo, los ruidos que hace un animal eléctrico cuando se le quema el motor me producen un nudo en el estómago. Me gustaría conseguir otro empleo. Si no hubiera fracasado en el test del CI no estaría obligado a cumplir esta vergonzosa tarea, con todas sus secuelas emocionales. Por otra parte, los sufrimientos sintéticos de los seudo-animales en nada afectan a Milt Borogrove ni a su jefe Hannibal Sloat. Así que quizá sea todo cosa mía, se dijo John Isidore. Tal vez, cuando uno retrocede en la escala de la evolución, como yo he hecho; cuando uno se hunde en el pantanoso mundo-tumba de ser un especial..., lo mejor es no preocuparse por ese tipo de inquietudes. Nada le deprimía más que las evocaciones de la capacidad mental que una vez había poseído, en comparación con su estado presente. Cada día era menos fuerte y sagaz, así como miles de otros especiales que, en toda la Tierra, se dirigían hacia el montoncito final de cenizas hasta convertirse en kippel viviente. 

En busca de compañía, encendió la radio y buscó el show del Amigo Buster que, como la versión de TV, duraba veintitrés horas continuadas por día. La hora restante era ocupada por una señal religiosa de ajuste, diez minutos de silencio, y otra señal religiosa que indicaba el comienzo del programa siguiente. 

—... felices de que vuelva a estar con nosotros —decía el Amigo Buster— Veamos, Amanda: hace dos días que no vienes. ¿Has iniciado una huelga, querida?
—Vien, yo estó por hacer una velga aier, pero me iamarron a las siete...
—¿A las siete AM? —preguntó el Amigo Buster.
—Sí, a las siete “am”, Vuster —Amanda Werner soltó esa famosa risa, tan falsa como la del mismo Buster.

Amanda Werner y varias otras damas extranjeras, hermosas, elegantes, de senos cónicos, provenientes de países no especificados ni bien definidos, junto con unos pocos presuntos humoristas rurales, constituían el perpetuo grupo del Amigo Buster. Las mujeres como Amanda Werner nunca aparecían en películas ni obras de teatro: vivían sus extrañas y alegres vidas como huéspedes del interminable show de Buster, donde aparecían unas setenta horas semanales, según lo que una vez había calculado Isidore. 

¿Cómo hacía el Amigo Buster para realizar sus dos shows, el de radio y el de TV? ¿Y cómo encontraba tiempo Amanda Werner para participar día por medio en el show, mes tras mes y año tras año? ¿Cómo hacían para hablar todo el tiempo? Porque jamás se repetían. Sus réplicas, siempre nuevas e ingeniosas, no podían haber sido ensayadas. Amanda tenía el pelo, los ojos, los dientes brillantes. Nunca estaba decaída o cansada, nunca dejaba de hallar una respuesta graciosa para el tiroteo de chistes y agudezas del Amigo Buster. El Show del Amigo Buster, transmitido y televisado a toda la Tierra vía satélite, llegaba también a los emigrantes en los planetas-colonia. Se habían hecho transmisiones de prueba a Próxima, por si la colonización humana se extendía hasta allá. Si el Salander 3 hubiese llegado a su destino, sus pasajeros habrían de encontrar ahí el Show del Amigo Buster. Y se alegrarían. 

Pero había algo de Buster que irritaba a Isidore, una cosa muy particular. De un modo sutil, casi imperceptiblemente, ridiculizaba a las cajas de empatía. Lo había hecho muchas veces, y lo estaba haciendo precisamente en ese momento.

—... Nada de rocas para mí —le decía a Amanda Werner—Y si tengo que trepar a una montaña, me llevaré un par de botellas de cerveza Budweiser —el público se rió y aplaudió—Y allí en la cima, revelaré una gran noticia cuidadosamente documentada. ¡Faltan exactamente diez horas para el informe especial!
—¿Y yo, querrido? —exclamó Amanda—¡Llévame consigo! Yo protejo ti si nos tirran piedra —el público volvió a aullar de risa y John Isidore sintió una furia sorda e impotente que le subía por la nuca. ¿Por qué el Amigo Buster siempre atacaba al Mercerismo? A nadie más parecía molestarle. Hasta las Naciones Unidas aprobaban. Y eso que la policía soviética y la americana habían declarado
públicamente que el Mercerismo reducía la delincuencia al tornar a los ciudadanos más conscientes de sus vecinos. Titus Corning, el Secretario General de las Naciones Unidas, había repetido varias veces: “La humanidad necesita más empatía”. Quizá Buster esté celoso, pensó Isidore. Eso sería una explicación.

Wilbur Mercer y él competían. Pero, ¿por qué competían? Por nuestras mentes, se respondió Isidore. Luchan por el control de nuestro yo psíquico; por una parte la caja de empatía y por otra las burlas y risotadas del Amigo Buster. Debo decirle esto a Hannibal Sloat y preguntarle si es cierto, pensó. El ha de saberlo. 

Aparcó su camión en el terrado del hospital de animales Van Ness y llevó rápidamente la caja plástica con el seudo-gato inerte al despacho de Hannibal Sloat. Apenas entró, el señor Sloat despegó la vista de un catálogo de repuestos. Su cara gris parecía ondulada como el mar. Hannibal Sloat, aunque no era un especial, era demasiado viejo para emigrar y estaba condenado a pasar el resto de su vida en
la Tierra. A lo largo de los años, el polvo radiactivo lo había desgastado. Había tornado grises sus facciones y sus pensamientos, débiles sus piernas e incierto su andar. Veía el mundo a través de unas gafas literalmente cubiertas de polvo. Por alguna razón jamás las limpiaba, era como si estuviese resignado: se había sometido al polvo que, mucho antes, había emprendido la tarea de sepultarlo. Ya
oscurecía su visión, y durante los pocos años que le restaban corrompería sus otros sentidos hasta que sólo quedara su voz de pájaro, y ella también terminaría por desaparecer. 

—¿Qué es eso? —preguntó el señor Sloat.
—Un gato con un cortocircuito en la batería —respondió Isidore, depositando la caja sobre la mesa cubierta de papeles de su jefe.
—¿Y por qué me lo traes a mí? —preguntó Sloat—Llévaselo abajo a Milt.

A pesar de lo que había dicho, Sloat abrió la caja y sacó el gato. En un tiempo se había ocupado de las reparaciones. Y por cierto que muy bien.

Isidore dijo:

—Se me ha ocurrido que el Amigo Buster y el Mercerismo están en pugna por el control de nuestro yo psíquico.
—Si es así —repuso Sloat mientras examinaba al gato—, Buster está ganando.
—Por ahora sí —dijo Isidore—, pero finalmente perderá. 

Sloat alzó la cabeza y lo miró fijamente.

—¿Por qué?
—Porque Wilbur Mercer se renueva continuamente. Es eterno. En la cima de la colina cae derribado; se hunde en el mundo-tumba, y luego, inevitablemente, vuelve a elevarse. Y nosotros con él. Así que también nosotros somos eternos —se sentía bien, y hablaba claramente. Normalmente, en presencia del señor Sloat tartamudeaba. 

Sloat respondió:

—Buster es inmortal, como Mercer. No hay ninguna diferencia.
—Pero ¿cómo puede ser? Si es un hombre...
—No sé —dijo Sloat—Pero es cierto. Por supuesto, jamás han dicho nada.
—¿Será por eso entonces que Buster puede hacer cuarenta y seis horas de show por día?
—Así es —respondió Sloat.
—¿Y Amanda Werner, y las demás mujeres?
—También son inmortales.
—¿Son alguna forma superior de vida, de otro sistema?
—Nunca he podido determinarlo con seguridad —dijo el señor Sloat, que continuaba examinando al animal—, como lo he hecho de modo concluyente en el caso de Wilbur Mercer —se quitó las gafas cubiertas de polvo y miró sin ellas la boca entreabierta del gato. Luego soltó una maldición, una larga retahíla de improperios que duró, a juicio de Isidore, un minuto completo—Este gato no es falso —dijo finalmente—Siempre supe que podía ocurrir una cosa así. Y está muerto —miró el cadáver del gato y volvió a maldecir. 

En la puerta del despacho apareció Milt Borogrove, corpulento, de piel granulada, con la sucia bata de lona azul. 

—¿Qué ocurre? —preguntó. Al ver al gato, entró en el despacho y lo alzó.
—Lo acaba de traer el cabeza de chorlito —respondió Sloat. Nunca había usado esa expresión en presencia de Isidore.
—Si viviera —dijo Milt—, podríamos llevarlo a un verdadero veterinario. Me pregunto cuánto valdrá... ¿No hay un ejemplar del Sidney?
—¿Sss-ssu ss-sseg-gugugu seguro lo cucucucubre? —le preguntó Isidore al señor Sloat. Le temblaban las piernas, y sentía que la habitación se tornaba castaño oscuro con manchitas verdes.
—Sí —respondió finalmente Sloat—Pero me duele la pérdida, la pérdida de otra criatura viviente. ¿No te diste cuenta, Isidore? ¿No veías la diferencia?
—Yo creí que era una imitación de primera —logró articular Isidore—, tan buena que me engañó. Quiero decir, que parecía vivo y que...
—No creo que Isidore pudiera ver la diferencia —dijo bonachonamente Milt—Para él, todos están vivos, incluso los seudo-animales. Y seguramente intentó salvarlo. ¿Qué hiciste? Trataste de recargar la batería..., ¿verdad? — preguntó a Isidore—¿O de localizar el cortocircuito?
—Sí—admitió Isidore.
—Probablemente ya era tarde para salvarlo —agregó Milt—Deja en paz a Isidore, Han. No le falta razón: los seudo-animales están empezando a ser casi reales, con esos circuitos de enfermedad que les ponen a los últimos modelos. Y los animales de verdad se mueren: ése es el riesgo de tener uno. Lo que sucede es que nosotros no estamos acostumbrados porque sólo nos ocupamos de los falsos.
—Una maldita pérdida —insistió Sloat.
—Pero según Mmemercer —observó Isidore—, to-toda vida retorna. Y los animales ta-también cucumplen el ciclo. Quiero decir, todos ascendemos con él, morimos y...
—Eso se lo dirás al dueño del gato —repuso Sloat. 

Sin saber si su jefe hablaba seriamente, Isidore dijo:

—¿Quiere decir que yo debo hacerlo? Pero siempre se ocupa usted mismo del videófono —le tenía fobia al videófono; y hacer una llamada, sobre todo a un desconocido, le resultaba virtualmente imposible. Y el señor Sloat, naturalmente, lo sabía.
—No lo obligues —dijo Milt—Yo lo haré. ¿Cuál es el número?
—Lo he metido en alguna parte —replicó Isidore, buscando en los bolsillos de su bata.
—Quiero que llame el cabeza de chorlito —ordenó Sloat.
—Pero no puedo usar el videófono —protestó Isidore, angustiado—Porque soy feo, agachado, peludo, ceniciento y de dientes separados. Y además me siento mal a causa de la radiación. Creo que me voy a morir. 

Milt sonrió y dijo:

—Creo que si yo me sintiera así tampoco usaría el videófono. Vamos, Isidore; si no me dices el número del dueño no podré llamar y tendrás que hacerlo tú.
—O llama el cabeza de chorlito, o está despedido —Sloat no se dirigía a Milt ni a Isidore, sólo miraba al frente.
—Vamos —protestó Milt.
—Nonono quiero queque me llame ca-cabeza de chor chorlito. El pol polvo le ha hecho daño a us usted también. Aunque no en el cerebro, como a mí —estoy despedido, pensó. No puedo hacer esa llamada. Pero entonces recordó que el dueño del gato se había marchado a trabajar. No habría nadie en la casa—Buebueno, llamaré —dijo, sacando la tarjeta con el número.
—¿Ves? —le dijo el señor Sloat a Milt—Si tiene que hacerlo, lo hace.

Sentado ante el videófono, con el receptor en la mano, Isidore llamó.

—Sí —respondió Milt—Pero no deberías exigírselo. Y tiene razón: también a ti te ha afectado el polvo. Estás casi ciego y dentro de un par de años no oirás nada.
—Y tu cara parece alimento para perros —le recordó Sloat. En la pantalla apareció una cara de mujer centroeuropea, de aire ansioso, con el pelo atado en un rodete alto.
—¿Sí? —dijo.
—¿Ss-señora Pilsen? —dijo Isidore, presa del pánico. No había previsto que el propietario del gato pudiera tener una esposa que estaba en su casa—Le hablo por el g-g-g-g-... —se interrumpió y se frotó el mentón para reprimir el tic—Por su gato.
—Ah, sí. Usted se llevó a Horace —dijo la señora Pilsen—¿Era finalmente neumonitis? Eso es lo que pensaba el señor Pilsen.
—Su gato se murió —dijo Isidore.
—Oh, no, por Dios.
—Lo reemplazaremos. Tenemos seguro —miró al señor Sloat, que parecía estar de acuerdo—El director de nuestra firma, señor Hannibal Sloat, se ocupará personalmente de...
—No —objetó Sloat—Le daremos un talón. Por el precio del catálogo de Sidney.
—... de elegir un nuevo animal para usted —después de comenzar una conversación que no podía soportar, tampoco podía retroceder. Lo que decía estaba dotado de una lógica intrínseca que no podía interrumpir, y que debía llegar hasta su propia conclusión. Tanto el señor Sloat como Milt Borogrove lo miraban mientras continuaba—: Por favor, dígame que clase de gato desea. El color, el sexo, el tipo, como persa, siamés, abisinio...
—Horace ha muerto —dijo la señora Pilsen.
—Padecía de neumonitis —dijo Isidore—Murió durante el viaje al hospital. Nuestro médico jefe, el doctor Hannibal Sloat, expresó la opinión de que, dado su estado, nada habría podido salvarlo. Pero, ¿no es afortunado, señora Pilsen, que lo podamos reemplazar? ¿No cree usted? 

Con lágrimas en los ojos, la señora Pilsen respondió:

—No hay otro gato como Horace. Cuando era un gatito, solía pararse y mirarnos como si preguntara algo. Nunca supimos cuál era la pregunta. Quizás ahora sepa la respuesta —brotaron más lágrimas—Y finalmente a todos nos ocurrirá lo mismo.

Isidore tuvo una inspiración.

—¿No querría un duplicado exacto de su gato, eléctrico? Podríamos ofrecerle un magnífico trabajo artesanal de Wheelright & Carpenter en que cada detalle del animal desaparecido sea fielmente...
—Pero eso es terrible —protestó la señora Pilsen—¿Qué me dice usted? No se lo proponga a mi esposo; si Ed se enterara se enfurecería. Amaba a Horace más que a cualquier otro gato de los que ha tenido, y ha tenido gatos desde su infancia...

Cogiendo el videófono, Milt dijo:

—Podemos entregarle un talón por la cantidad estipulada en el catálogo de Sidney, o como ha sugerido el señor Isidore, elegir un gato nuevo para usted. Lamentamos mucho la muerte de su gato, pero como le ha dicho el señor Isidore, el animal tenía neumonitis, que es casi siempre fatal —su tono era profesional. De los tres miembros del hospital de animales Van Ness, Milt era el mejor cuando de llamadas videofónicas se trataba.
—No me atreveré a contárselo a mi marido —respondió la señora Pilsen.
—Muy bien, señora —dijo Milt, con un mohín—Nosotros lo llamaremos. ¿Quiere decirme el número de su despacho? —buscó papel y un bolígrafo, que el señor Sloat le alcanzó.
—Escuche —dijo la señora Pilsen, que parecía más compuesta—Tal vez el otro señor tuviera razón. Tal vez debería pedir un sustituto eléctrico de Horace. Pero Ed no debería saberlo nunca. ¿Es posible una reproducción tan fiel que mi marido no se dé cuenta?
—Si usted lo desea —respondió Milt, dudando—Pero según nuestra experiencia, el propietario del animal nunca se engaña. Observadores casuales, como los vecinos, sí; pero si uno se acerca mucho a un animal falso...
—Ed nunca se acercaba físicamente a Horace, aunque lo quería. Yo me he ocupado siempre de todas las necesidades materiales de Horace, incluso de su caja de arena. Creo que me gustaría hacer la prueba con un animal falso. Si eso no diera resultado, pediría un gato verdadero... No quiero que mi esposo se entere, no podría soportarlo. Por eso no se acercaba nunca a Horace. Le daba miedo. Y cuando se enfermó, de neumonitis, como me han dicho, Ed se aterrorizó. Simplemente, no quería reconocer el hecho. Por eso esperamos tanto antes de llamar. Demasiado... Y yo lo sabía..., antes de que me llamaran. Lo sabía —ahora sus lágrimas estaban dominadas—¿Cuánto tiempo le llevaría?
—Podríamos tenerlo listo en diez días —calculó Milt—Se lo entregaremos de día, mientras su marido está en el trabajo. 

Se despidió, colgó, y luego le dijo al señor Sloat:

—El marido se dará cuenta en cinco segundos. Pero eso es lo que ella quiere.
—Los propietarios de animales, cuando los quieren —observó sombríamente el señor Sloat—, quedan destrozados en estos casos. Me alegro de no tener nada que ver con animales reales. ¿Comprendéis que los veterinarios se vean obligados a hacer llamados como éste todo el tiempo? —miró a John Isidore—Después de todo, en algunos aspectos no eres tan estúpido. Has llevado el asunto bastante bien. Aunque Milt tuviera que intervenir.
—Lo estaba haciendo muy bien —dijo Mil—Ha sido terrible, por Dios — recogió el cadáver de Horace—Lo llevaré abajo. Han, llama a Wheelright & Carpenter y haz que venga el constructor a fotografiarlo y tomar las medidas. No les permitiré que se lo lleven a su taller; quiero comparar personalmente el resultado.
—Será mejor que llame Isidore —resolvió el señor Sloat—El empezó con este asunto. Si pudo arreglarse con la señora Pilsen podrá también tratar con Wheelright & Carpenter.
—Haz que no se lleven el cuerpo original —dijo Milt, alzando a Horace— Querrán hacerlo porque les facilitaría la tarea. Tendrás que ser firme.
—Está bien —respondió Isidore, parpadeando—Quizá será mejor que llame ahora mismo, antes de que empiece a decaer. ¿No decaen, o algo así, los cuerpos muertos?

Estaba feliz.


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