CAPÍTULO VIII
Después de aparcar el veloz coche aéreo del departamento en el terrado de la Corte de Justicia de San Francisco, en la calle Lombard, el cazador de bonificaciones Rick Deckard, con su cartera en la mano, bajó al despacho de Harry Bryant.
—Vuelve usted muy pronto —dijo su jefe, echándose atrás en su sillón y cogiendo una pizca de rapé Specific No. 1.
—He logrado hacer lo que usted me ha pedido —Rick se sentó ante la mesa y en ella puso la cartera. Estoy cansado, se dijo; ya de regreso, la fatiga había caído sobre él. Se preguntó si podría recobrarse para afrontar la tarea que le aguardaba— ¿Cómo está Dave? ¿Podré hablar con él? Querría hacerlo antes de empezar con los andrillos.
—Antes tendrá que ocuparse de Polokov, el que disparó contra Dave. Conviene hacerlo ahora mismo, porque sabe que lo estamos siguiendo.
—¿Antes de hablar con Dave?
Bryant cogió una hoja de papel muy fino, una borrosa tercera o cuarta copia.
—Polokov ha conseguido un empleo oficial como recolector de basuras.
—¿Pero no son solamente los especiales quienes hacen ese tipo de trabajo?
—Polokov imita a un especial muy deteriorado. Eso engañó a Dave. Creo que Polokov es tan parecido a un cabeza de chorlito que por eso Dave no lo tomó en consideración. ¿Está usted seguro del test de Voigt-Kampff? ¿Le consta absolutamente, por lo ocurrido en Seattle, que...
—Sí —respondió Rick, sin dar más explicaciones.
—Acepto su palabra —dijo Bryant—Pero no debe haber el menor error.
—Como siempre en la caza de andrillos. Este caso no es distinto.
—El Nexus-6 es distinto.
—Ya he conocido uno —dijo Rick—Y Dave ya ha visto a dos. Tres, si contamos a Polokov. Está bien. Retiraré hoy a Polokov, y quizás esta noche o mañana hable con Dave.
—¿Pero no son solamente los especiales quienes hacen ese tipo de trabajo?
—Polokov imita a un especial muy deteriorado. Eso engañó a Dave. Creo que Polokov es tan parecido a un cabeza de chorlito que por eso Dave no lo tomó en consideración. ¿Está usted seguro del test de Voigt-Kampff? ¿Le consta absolutamente, por lo ocurrido en Seattle, que...
—Sí —respondió Rick, sin dar más explicaciones.
—Acepto su palabra —dijo Bryant—Pero no debe haber el menor error.
—Como siempre en la caza de andrillos. Este caso no es distinto.
—El Nexus-6 es distinto.
—Ya he conocido uno —dijo Rick—Y Dave ya ha visto a dos. Tres, si contamos a Polokov. Está bien. Retiraré hoy a Polokov, y quizás esta noche o mañana hable con Dave.
Cogió la copia borrosa, el informe sobre el androide Polokov.
—Otra cosa —agregó Bryant—Un policía soviético de la WPO viene hacia aquí. Llamó mientras usted estaba en Seattle; viaja en un cohete de Aeroflot que ha de llegar dentro de una hora. Su nombre es Sandor Kadalyi.
—¿Qué quiere? —los policías de la WPO no venían con frecuencia a San Francisco.
—La WPO está bastante interesada en los nuevos modelos Nexus-6, tanto como para enviar un observador. Además, si es que puede, le ayudará. Usted decidirá si acepta o no su ayuda, y en qué momento. Yo ya le he dado permiso.
—¿Y la bonificación? —preguntó Rick.
—No tendrá usted que dividirla —respondió Bryant, con una sonrisa arrugada.
—No me parecería justo —Rick no tenía la menor intención de compartir sus ganancias con un bandido de la WPO. Estudió el informe sobre Polokov: daba una descripción del hombre (del andrillo) y el nombre y dirección de la empresa en que trabajaba: la Bay Área Scavenger Company, de Geary.
—¿Prefiere esperar al policía soviético antes de retirar a Polokov? —preguntó Bryant.
—Siempre he trabajado solo —respondió Rick, irritado—Por supuesto, la decisión es suya y haré lo que me diga. Pero me gustaría coger ahora mismo a Polokov, sin esperar a Kadalyi.
—Adelante, entonces —aprobó Bryant—Podrá trabajar con Kadalyi en el caso siguiente, un tal Luba Luft... Aquí está el informe.
—¿Qué quiere? —los policías de la WPO no venían con frecuencia a San Francisco.
—La WPO está bastante interesada en los nuevos modelos Nexus-6, tanto como para enviar un observador. Además, si es que puede, le ayudará. Usted decidirá si acepta o no su ayuda, y en qué momento. Yo ya le he dado permiso.
—¿Y la bonificación? —preguntó Rick.
—No tendrá usted que dividirla —respondió Bryant, con una sonrisa arrugada.
—No me parecería justo —Rick no tenía la menor intención de compartir sus ganancias con un bandido de la WPO. Estudió el informe sobre Polokov: daba una descripción del hombre (del andrillo) y el nombre y dirección de la empresa en que trabajaba: la Bay Área Scavenger Company, de Geary.
—¿Prefiere esperar al policía soviético antes de retirar a Polokov? —preguntó Bryant.
—Siempre he trabajado solo —respondió Rick, irritado—Por supuesto, la decisión es suya y haré lo que me diga. Pero me gustaría coger ahora mismo a Polokov, sin esperar a Kadalyi.
—Adelante, entonces —aprobó Bryant—Podrá trabajar con Kadalyi en el caso siguiente, un tal Luba Luft... Aquí está el informe.
Rick guardó los papeles en su cartera, abandonó el despacho de su jefe y regresó al terrado, donde estaba aparcado su coche aéreo. Ahora, se dijo, a visitar al señor Polokov. Acarició su tubo láser y subió.
Como primer paso en su cacería del androide Polokov, Rick descendió en la Bay Scavengers Company.
—Estoy buscando a uno de sus empleados —dijo a la mujer, severa y de pelo gris, que atendía la recepción.
El edificio le impresionó: era grande, moderno, y en su interior trabajaba gran cantidad de personal administrativo de alta categoría. Las gruesas alfombras y los costosos escritorios de auténtica madera le recordaron que la recogida y eliminación de basura era, después de la guerra, una de las industrias más importantes. Todo el planeta había empezado a desintegrarse, y para mantenerlo habitable era preciso limpiarlo de vez en cuando, o bien, como solía decir el Amigo Buster, la Tierra desaparecería bajo una capa de kippel, y no de polvo radiactivo..., como sería de esperar.
—El señor Ackers es el jefe de personal —dijo la mujer de la recepción, indicándole un impresionante escritorio de roble (aunque de imitación), donde un individuo pequeño, estirado, de gafas, aparecía hundido entre pilas de papeles.
Rick presentó al jefe de personal su carnet policial.
—¿Dónde se encuentra en este momento el empleado Polokov? ¿En su casa o en el trabajo?
Después de consultar de mala gana sus registros, el señor Ackers respondió:
—Polokov debe de estar trabajando en este momento. Se ocupa de prensar viejos coches aéreos en nuestra desguazadora de Daly City, y de arrojar los restos a la Bahía. Sin embargo... —el hombre consultó otro documento, cogió el videófono y llamó a otra persona del edificio— Entonces, no está —dijo, después de una breve consulta; y dirigiéndose a Rick, agregó—: Polokov no ha venido hoy, ni ha dado aviso. ¿Qué ha hecho?
—Si aparece —ordenó Rick—, no le diga que he estado aquí. ¿Comprendido?
—Sí —dijo Ackers, resentido porque sus profundos conocimientos en materia policial no eran demasiado apreciados.
—Si aparece —ordenó Rick—, no le diga que he estado aquí. ¿Comprendido?
—Sí —dijo Ackers, resentido porque sus profundos conocimientos en materia policial no eran demasiado apreciados.
Con el coche aéreo del departamento, Rick se dirigió luego a la casa de Polokov, en el Tenderloin. Nunca lo cogeremos, pensó. Los dos —Bryant y Holden— han perdido tiempo. En lugar de enviarme a Seattle, Bryant debió de haberme ordenado que persiguiera a Polokov. Anoche mismo, apenas Dave fue herido.
Qué lugar inmundo, se dijo mientras se dirigía por el terrado hacia el ascensor. Corrales abandonados, cubiertos por una capa de polvo de meses. En una jaula, un seudo-animal, una gallina que no funcionaba... El ascensor descendió hasta el piso de Polokov, halló el pasillo sin luz, como una galería subterránea. Utilizando su linterna policial sellada, de energía A, iluminó el lugar y releyó su
copia al carbón. A Polokov se le había hecho el test de Voigt-Kampff; por lo tanto, podía ahorrarse ese punto y abocarse directamente a la tarea de destruirlo.
Lo mejor era atacar desde fuera, resolvió. Abrió su equipo de armas, sacó un transmisor no-direccional de ondas Penfield, y marcó el código de catalepsia protegiéndose contra la emanación de ánimo correspondiente por medio de una contra-transmisión dirigida a sí mismo.
Ahora deben estar todos congelados, se dijo mientras cerraba el transmisor; todos los humanos y andrillos que se encuentren cerca. No corro el menor peligro. Sólo debo entrar y atacar con el láser. Suponiendo, desde luego, que esté en casa, lo cual no es probable.
Con una llave infinita, capaz de analizar y abrir todas las cerraduras conocidas, entró en el apartamento de Polokov, con su arma láser en la mano. Polokov no estaba. Solamente muebles semiarruinados, un lugar habitado por la decadencia y el kippel. No había artículos personales: sólo los restos sin dueño heredados por Polokov al instalarse, y legados a su partida al próximo ocupante, si lo había.
Era obvio, se dijo. La primera bonificación de mil dólares se había esfumado; Polokov estaría ahora en el Círculo Antártico, fuera de su jurisdicción, y otro cazador de bonificaciones de otra agencia policial se ocuparía de retirarlo y de recibir el dinero.
Habrá que continuar con los androides que no estén sobre aviso, como Luba Luft.
De regreso en el terrado, llamó desde el coche aéreo a Harry Bryant.
—No tuve suerte con Polokov. Probablemente, se ha marchado después de atacar a Dave —consultó su reloj—¿Quiere que busque a Kadalyi en el aeropuerto? Ganaré tiempo, y estoy ansioso por comenzar con la señorita Luft —ya tenía el informe a la vista, y empezaba a estudiarlo.
—Buena idea —respondió Bryant—Sólo que el señor Kadalyi ya está aquí. El cohete de Aeroflot llegó temprano, como de costumbre, según Kadalyi. Un momento —hubo un diálogo invisible— Dice que irá a buscarlo adonde usted se encuentra ahora —agregó Bryant cuando reapareció en la pantalla— Mientras tanto, infórmese sobre la señorita Luft.
—Cantante de ópera, procedente de Alemania, al parecer. Actualmente pertenece a la Opera de San Francisco —asintió reflexivamente, abstraído en el informe— Debe tener buena voz, para haber conseguido una conexión tan rápida. Está bien, esperaré aquí a Kadalyi —dio su situación a Bryant y cortó.
Me presentaré como un amante de la ópera, resolvió Rick. Me encantaría verla como Doña Ana en Don Giovanni. Tengo en mi colección registros de antiguas divas como Elisabeth Schwarzkopf, Lotte Lehmann y Lisa della Casa; eso me dará tema mientras preparo el equipo Voigt-Kampff.
Sonó el videófono del coche y cogió la llamada. La telefonista policial dijo:
—Señor Deckard, hay una llamada de Seattle para usted. El señor Bryant me pidió que se la pasara. Es de la Rosen Association.
—Está bien —respondió Rick. ¿Qué querrán? Hasta el momento, de los Rosen, sólo malas noticias. Y nada hacía presumir que eso cambiaría en adelante, sea como fuese lo que le propusieran.
—Está bien —respondió Rick. ¿Qué querrán? Hasta el momento, de los Rosen, sólo malas noticias. Y nada hacía presumir que eso cambiaría en adelante, sea como fuese lo que le propusieran.
En la pequeña pantalla apareció la cara de Rachael Rosen.
—Hola, agente Deckard —el tono parecía conciliatorio, lo cual le llamó la atención—¿Está ocupado o podemos hablar?
—Continúe.
—En la compañía hemos estado pensando en usted y en los modelos Nexus-6 fugitivos. Creemos que tendría usted mejores probabilidades si uno de nosotros, que los conocemos bien, trabajara con usted.
—¿De qué manera?
—Pues, si le acompañara durante la persecución.
—¿Por qué? ¿Qué cambiaría con eso?
—Un Nexus-6 se asustaría si un ser humano se acercara —dijo Rachael—Pero si fuera otro Nexus-6...
—Se refiere usted a sí misma, ¿no?
—Sí —asintió ella, gravemente.
—Ya tengo suficiente ayuda.
—Pero de verdad, creo que me necesita.
—Lo dudo. Lo pensaré y volveré a llamarla.
—Continúe.
—En la compañía hemos estado pensando en usted y en los modelos Nexus-6 fugitivos. Creemos que tendría usted mejores probabilidades si uno de nosotros, que los conocemos bien, trabajara con usted.
—¿De qué manera?
—Pues, si le acompañara durante la persecución.
—¿Por qué? ¿Qué cambiaría con eso?
—Un Nexus-6 se asustaría si un ser humano se acercara —dijo Rachael—Pero si fuera otro Nexus-6...
—Se refiere usted a sí misma, ¿no?
—Sí —asintió ella, gravemente.
—Ya tengo suficiente ayuda.
—Pero de verdad, creo que me necesita.
—Lo dudo. Lo pensaré y volveré a llamarla.
En algún momento remoto e indeterminado, se dijo. O quizá nunca. Eso es lo que me faltaba: Rachael Rosen brotando del polvo de cada paso.
—No piensa hacerlo — replicó Rachael— No me llamará. Y no comprende cuan eficiente es un Nexus-6 ilegal y fugitivo. Usted solo no podrá. Y nosotros pensamos que se lo debemos a causa de... Usted sabe..., de lo que hicimos.
—Tendré en cuenta el consejo —se dispuso a cortar.
—Sin mí —agregó Rachael—, uno de ellos se le adelantará.
—Adiós —dijo Rick, y colgó. ¿Adonde hemos llegado? ¿Es posible que un androide le ofrezca ayuda a un cazador de bonificaciones? Llamó a la telefonista policial.
—No me pase más comunicaciones de Seattle —ordenó.
—Está bien, señor Deckard. ¿Ha llegado el señor Kadalyi?
—Aún lo estoy esperando. Y será mejor que se dé prisa, no pienso estar mucho tiempo aquí...
Colgó, y mientras continuaba su lectura del informe sobre Luba Luft, un taxi aéreo descendió en el terrado a pocos metros. Descendió un hombre de cara roja y angelical, de unos cincuenta y tantos años, con un pesado e imponente abrigo ruso.
Se acercó con la mano tendida.
—¿El señor Deckard? —preguntó con acento eslavo—¿El cazador de bonificaciones del departamento de policía de San Francisco? —el taxi se elevó y el ruso lo miró partir, con aire ausente—Yo soy Sandor Kadalyi —se presentó, al tiempo que abría la puerta para sentarse al lado de Rick.
Mientras ambos cambiaban un apretón de manos, Rick advirtió que el representante de la WPO llevaba un tipo de arma láser que jamás había visto hasta ese momento.
—Ah, ¿esto? —dijo Kadalyi—Interesante, ¿verdad? —la extrajo de la funda— Lo conseguí en Marte.
—Pensé que ya conocía todas las armas cortas —se lamentó Rick—Incluso las fabricadas en las colonias.
—Esta la hacemos nosotros —dijo Kadalyi, resplandeciente como un Santa Claus eslavo, con su cara rubicunda llena de orgullo—¿Le gusta? La única diferencia funcional es que... Tome, examínelo.
Le entregó el arma a Rick, que la estudió con la pericia de años de experiencia.
—¿Cuál es la diferencia? —preguntó Rick, con un marcado interés.
—Apriete el gatillo.
Apuntando hacia afuera, por la ventanilla, Rick lo hizo. No ocurrió nada. Sorprendido, miró a Kadalyi.
—El circuito disparador no está en el arma —explicó alegremente el ruso—Lo tengo conmigo, ¿ve? —abrió la mano y dejó ver una minúscula unidad—Y además, puedo dirigir el rayo, dentro de ciertos límites, aunque el arma apunte a otro lado.
—Usted no es Kadalyi, sino Polokov —dijo Rick.
—¿No será al revés? Parece usted confundido...
—Quiero decir que usted es Polokov, el androide, y no un hombre de la policía soviética —Rick oprimió con el pie el botón de emergencia que había en el suelo del coche.
—¿Por qué no funciona mi tubo láser? —preguntaba Kadalyi-Polokov mientras oprimía reiteradamente el aparato miniaturizado de disparo y puntería que tenía en la palma de la mano.
—Por la onda sinusoidal —explicó Rick—Una onda sinusoidal desfasa el rayo láser y lo convierte en luz ordinaria.
—Entonces tendré que romperle el cuello —el androide soltó el aparato y se lanzó contra Rick, gruñendo.
Mientras las manos del androide buscaban su garganta, Rick disparó desde la pistolera su revólver de reglamento de estilo antiguo; la bala de calibre 38 magnum atravesó la cabeza de Polokov y destrozó su caja cerebral. La unidad Nexus-6 voló hecha añicos, causando una furiosa corriente de aire en el interior del coche: Rick se vio rodeado de un torbellino de minúsculos elementos y polvo radiactivo. Los restos del androide retirado cayeron hacia atrás, rebotaron en la puerta, lo golpearon y Rick tuvo que luchar para quitarse de encima el cuerpo, que se sacudía con movimientos espasmódicos. Tembloroso, llamó por fin a la corte de Justicia.
—Deseo elevar un informe. Avise a Harry Bryant que he retirado a Polokov.
—El señor Bryant sabrá de qué se trata, ¿verdad?
—Sí.
Rick cortó la comunicación. Por Dios, había faltado poco. Ante la advertencia de Rachael Rosen, pasé al otro extremo. Me descuidé y el androide casi termina conmigo, se dijo, recapitulando. Pero he vencido. Sus glándulas adrenales dejaron gradualmente de secretar en el torrente sanguíneo; sus latidos ya retornaban a la normalidad, así como su respiración. Pero aún temblaba.
De cualquier modo, se recordó, acabo de ganar mil dólares. Valía la pena. Y he reaccionado con mayor velocidad que Dave Holden. Aunque, naturalmente, estaba preparado por lo que le había ocurrido a él. Dave, debo admitirlo, no tuvo ningún aviso.
Nuevamente cogió el videófono y llamó a su casa, a Irán. Logró encender un cigarrillo: el temblor había empezado a desvanecerse.
La cara de su mujer, agotada por las seis horas de depresión culposa que se había programado, apareció en la pantalla.
—Oh, hola, Rick.
—¿Qué ocurrió con el 594 que marqué antes de salir..., reconocimiento satisfecho de...?
—Volví a discar apenas te marchaste. ¿Qué quieres? —su voz se convirtió en un monótono ronroneo abatido—Estoy tan cansada... No me quedan esperanzas; ni en nuestro matrimonio ni en ti, que en cualquier momento puedes ser víctima de un andrillo... ¿Qué quieres decirme, Rick? ¿... que te ha disparado un andrillo? — en el fondo se oía, borrando casi las palabras de Irán, la baraúnda del Amigo Buster.
Rick veía el movimiento de los labios de Irán, pero oía solamente la TV.
—Escucha —dijo—¿Me oyes? Tengo una misión: un nuevo tipo de androide que nadie más puede manejar. Ya he retirado uno, lo que significa mil dólares para empezar. ¿Sabes lo que nos compraremos?
Irán lo miró sin verlo.
—Ah —dijo.
—Aún no te lo he dicho —esta vez su depresión era tanta que ni siquiera podía oír, era como hablar en el vacío—Te veré por la noche —concluyó amargamente Rick, y dejó caer con violencia el receptor. Maldito sea, se dijo. ¿De qué sirve que arriesgue mi vida? No le importa que tengamos o no un avestruz. Nada le interesa. Habría sido mejor que nos separáramos hace dos años, cuando lo habíamos resuelto. Y todavía estoy a tiempo.
—Aún no te lo he dicho —esta vez su depresión era tanta que ni siquiera podía oír, era como hablar en el vacío—Te veré por la noche —concluyó amargamente Rick, y dejó caer con violencia el receptor. Maldito sea, se dijo. ¿De qué sirve que arriesgue mi vida? No le importa que tengamos o no un avestruz. Nada le interesa. Habría sido mejor que nos separáramos hace dos años, cuando lo habíamos resuelto. Y todavía estoy a tiempo.
Se inclinó, recogió los papeles caídos, incluido el informe sobre Luba Luft. No tengo apoyo, pensó. La mayoría de los androides que he conocido tenían más deseo de vivir que mi esposa. Irán no tiene nada que ofrecerme.
Eso le hizo recordar a Rachael Rosen. Su advertencia acerca de los Nexus-6 era justificada. Si no le interesaba la bonificación, quizá podría aceptar su ofrecimiento.
El encuentro con Kadalyi-Polokov había modificado decisivamente sus puntos de vista.
Rick encendió el motor del coche aéreo y se elevó rápidamente en dirección a la Opera, construida en memoria de la guerra, donde, según las notas de Dave Holden, podía encontrar a esa hora a Luba Luft.
Se preguntó cómo sería. Ciertos androides femeninos no le disgustaban: en varios casos se había sentido atraído físicamente. Era una sensación curiosa la de saber intelectualmente que eran máquinas, y experimentar sin embargo reacciones emocionales.
¿Y Rachael Rosen? No, es demasiado delgada, pensó. No está bien desarrollada, no tiene senos. Una figura como la de un chico, lisa y suave. Podía encontrar algo mejor. ¿Cuántos años tenía Luba Luft según el informe? Alzó los arrugados folios y buscó “edad”: veintiocho años, decía el informe, que también agregaba como aclaración, “en apariencia”; no había otra forma de juzgar a los androides.
Es una suerte saber algo de ópera, reflexionó Rick. Esa es otra ventaja que tengo sobre Dave; sentir más interés por la cultura.
Probaré con otro andrillo antes de pedir ayuda a Rachael, decidió. Si la señorita Luft resulta demasiado competente... Pero tenía la intuición de que no sería así. El más peligroso era Polokov. Los demás, sin saber que alguien los perseguía, se derrumbarían uno tras otro.
Mientras descendía hacia el amplio y adornado terrado de la Opera cantó en voz alta un potpourri de arias con palabras seudo italianas improvisadas en el momento. Incluso sin un órgano de ánimos Penfield a mano su espíritu estaba lleno de optimismo, de ávida y jubilosa anticipación.
Continúa la historia leyendo "¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap IX - Philip K. Dick"
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