CAPÍTULO XXI
A la temprana luz de la mañana vio un suelo gris que parecía infinito, cubierto de escombros. Unos cantos rodados grandes como casas se habían detenido al chocar unos con otros. Rick pensó: es como un almacén de cargas cuando ya han retirado todas las mercaderías. Sólo quedan fragmentos de embalajes, de cajas que no significan nada en sí. Una vez había habido allí cosechas y rebaños. Era notable que los animales hubiesen pastado allí alguna vez.
Era también notable elegir ese lugar para morir.
Descendió un poco y siguió volando casi a ras del suelo. ¿Qué diría de mí Dave Holden?, se preguntó. En cierto sentido, soy el mejor cazador de bonificaciones que ha existido nunca. Nadie ha retirado seis modelos Nexus-6 en menos de veinticuatro horas. Y probablemente nadie volverá a hacerlo. Debería llamar a Dave, pensó.
Una colina irregular se le acercó; elevó el coche a medida que el mundo se aproximaba. Estoy cansado, pensó. No debería continuar. Apagó el motor, planeó un momento, y luego aterrizó en una cuesta, brincando, desparramando piedras, hasta que el avance hacia arriba lo detuvo, rechinando.
Cogió el videófono del coche aéreo y llamó a la operadora de San Francisco.
—Con el Hospital Mount Zion —dijo. Apareció en la pantalla otra mujer.
—Hospital Mount Zion.
—¿Podría hablar con un paciente? Dave Holden. ¿Se encuentra suficientemente bien?
—Un momento, señor —la pantalla quedó en blanco. Pasó el tiempo. Rick cogió un poco de Rapé Dr. Johnson y se estremeció; la temperatura de la cabina, sin calefacción, había descendido—El doctor Costa dice que el señor Holden no puede recibir llamadas —dijo la operadora cuando reapareció.
—Es un asunto policial —repuso, colocando su carnet junto a la pantalla.
—Un segundo —la operadora se desvaneció nuevamente. Rick volvió a aspirar el Rapé Dr. Johnson; el mentol que le agregaban sabía mal a esta hora de la mañana. Bajó el cristal de la ventanilla y arrojó al suelo la pequeña caja de lata— No, señor —dijo la operadora—El doctor Costa piensa que el estado del señor Holden no permite que atienda llamadas, ni siquiera urgentes, por lo menos durante...
—Está bien —respondió Rick, y cortó la comunicación.
También el aire olía mal, y volvió a subir el cristal. Dave había quedado realmente fuera de combate. Me pregunto por qué no me mataron; quizá porque me moví con rapidez. Contra todos el mismo día. No podían esperarlo. Harry Bryant tenía razón.
Hacía tanto frío ahora en la cabina, que abrió la puerta y descendió. Un viento nocivo e inesperado atravesó sus ropas, y empezó a caminar restregándose las manos.
Habría sido gratificante hablar con Dave. El aprobará lo que hice, sin duda. Y además comprenderá la otra parte, que ni siquiera Mercer debe comprender. Para Mercer todo es fácil, pensó, porque lo acepta todo. Nada es ajeno a él. Pero lo que yo he hecho, eso es ahora ajeno a mí. En verdad todo en mí es ajeno. Me he convertido en un ser ajeno.
Caminó por la cuesta. Cada paso le costaba más. Estaba demasiado fatigado para subir. Se detuvo a secar el sudor que caía sobre sus ojos y las lágrimas saladas, con todo el cuerpo dolorido. Enfadado consigo mismo escupió, con furia, desdén y odio a sí mismo, sobre el suelo yermo. Luego siguió trepando por aquella elevación solitaria y poco familiar, alejada de todo. Nada estaba vivo allí, aparte de él mismo.
El calor. Ahora hacía calor. Era evidente que había pasado el tiempo. Y sentía hambre. No había comido en sabe Dios cuánto tiempo. El hambre y el calor se combinaban en un sabor venenoso que recordaba a la derrota. Sí, eso es lo que ocurre, pensó: de alguna oscura manera, he sido derrotado. ¿Por haber matado a los androides? ¿Por Rachael, que había matado a la cabra? No sabía. Mientras avanzaba, un manto vago y casi alucinante nubló su mente. Sin saber cómo estaba en un punto situado a un paso de un precipicio ciertamente fatal, de una caída humillante y desesperada. Y tenía que proseguir, aun cuando nadie lo viera. No había nadie allí que registrara su degradación ni la de nadie; y el orgullo o el valor que pudiera finalmente exhibir también pasaría inadvertido. Las piedras muertas, las agonizantes hierbas envenenadas por el polvo no lo verían ni recordarían.
En ese momento la primera piedra —y no era de espuma de goma ni de plástico— lo golpeó en la región inguinal. Y el dolor, el conocimiento esencial de la soledad y la pena, llegó hasta él en su forma desnuda y verdadera.
Se detuvo. Pero un impulso, un impulso invisible pero real, irresistible, lo indujo a continuar la ascención. A rodar hacia arriba, como las piedras, pensó. Hago lo que hacen las piedras, sin voluntad, sin que esto tenga el menor sentido.
—Mercer —dijo, jadeando. Se detuvo. Podía distinguir al frente una figura borrosa, inerte—¿Wilbur Mercer? ¿Eres tú? —Dios mío, es mi sombra..., pensó.
Tengo que salir de aquí, descender esta cuesta.
Trastabillando inició el retorno. En un momento cayó. Las nubes de polvo oscurecían el paisaje. Se alejó del polvo, corriendo, resbalando, tropezando en las piedras sueltas. Muy cerca estaba su coche aéreo. He vuelto, se dijo, he bajado de la colina. Abrió la puerta y entró en la cabina. ¿Quién habrá arrojado la piedra?, se preguntó. Nadie. Pero, ¿por qué me importa tanto? Ya lo he sufrido antes, durante la fusión, mientras utilizo mi caja de empatía, como hacen todos. Esto no es nuevo.
Y sin embargo, lo era. Tal vez, se dijo, porque lo he hecho solo.
Temblando, sacó de la guantera una lata nueva de rapé; quitó la banda protectora, la abrió y cogió una gran pulgada que aspiró mientras estaba mitad en la cabina y mitad fuera, con los pies en suelo árido y polvoriento. Es el último lugar adonde ir, pensó. No debí venir aquí... Ahora se sentía demasiado cansado para regresar.
Si tan sólo pudiera hablar con Dave, pensó, me sentiría mejor. Podría salir de aquí, irme a casa, dormir. Todavía tengo mi trabajo y mi oveja eléctrica. Habrá otros andrillos que retirar, mi carrera no está terminada, no he retirado el último androide. Tal vez se trate de eso; temo que no haya más...
Miró el reloj. Las nueve y treinta.
Llamó por el videófono a la corte de justicia de la calle Lombard.
—Quiero hablar con el Inspector Bryant —le dijo a la señorita Wild, la operadora.
—El inspector Bryant no está en su despacho, señor Deckard. Salió en su coche, pero en este momento no se encuentra en él. No responde.
—¿No dijo adonde pensaba ir?
—Era algo relacionado con los androides que retiró usted anoche.
—Póngame con mi secretaria.
—El inspector Bryant no está en su despacho, señor Deckard. Salió en su coche, pero en este momento no se encuentra en él. No responde.
—¿No dijo adonde pensaba ir?
—Era algo relacionado con los androides que retiró usted anoche.
—Póngame con mi secretaria.
Poco después, la cara triangular y anaranjada de Ann Marsten aparecía en la pantalla.
—Oh, señor Deckard. El inspector Bryant ha estado tratando de comunicarse con usted... Creo que ha propuesto su nombre al señor Cutter, el jefe, para una mención especial, por haber retirado a esos seis...
—Ya sé lo que he hecho —repuso Rick.
—Pero eso nunca había pasado antes. Ah, además, señor Deckard: ha llamado su esposa. Quiere saber si se encuentra usted bien. ¿Está bien?
Rick no respondió.
—De todos modos —continuó la señorita Marsten—, debería usted llamarla. Dijo que estaría en casa, esperando noticias...
—¿Sabe usted lo que le ocurrió a mi cabra?
—No. Ni siquiera sabía que tenía una.
—Me la quitaron.
—¿Quién, señor Deckard? ¿Ladrones de animales? Acabamos de recibir la denuncia de una nueva pandilla, probablemente muy jóvenes, que opera en...
—Ladrones de vida.
—No comprendo, señor Deckard —dijo la señorita Marsten, mirándolo con atención—Señor Deckard, tiene usted muy mal aspecto. Parece fatigado y... Dios, su mejilla está sangrando.
Rick se llevó una mano a la cara. Una piedra, seguramente. Le habían arrojado más de una.
—Se parece a Wilbur Mercer —dijo la señorita Marsten.
—Soy Wilbur Mercer —respondió Rick—Me he fundido permanentemente con él y no puedo salir de la fusión. Estoy esperando a que eso ocurra, aquí, en algún lugar de la frontera de Oregon.
—¿Quiere que le envíe a alguien? ¿Un coche del departamento?
—No —dijo—Ya no estoy en el departamento.
—Ayer ha trabajado demasiado, señor Deckard —dijo la señorita Marsten, en tono de reproche—Lo que necesita es dormir bien. Señor Deckard, usted es nuestro mejor cazador de bonificaciones, y el mejor que hemos tenido nunca. Yo le avisaré cuando llegue. Váyase a su casa y a la cama. Y llame a su esposa, señor Deckard: está muy preocupada. Era evidente. Y usted tampoco está bien.
—Es por la cabra —dijo Rick—No por los androides. Rachael estaba equivocada. No tuve ninguna dificultad en retirarlos. Y en especial también se equivocó cuando dijo que no podría fundirme nuevamente con Mercer. El único que estaba en lo cierto era Mercer.
—Vuelva a la zona de la bahía, señor Deckard; a donde haya gente. No hay nada viviente cerca de Oregon, ¿verdad? ¿Está solo?
—Es curioso —respondió Rick—He tenido la ilusión, completamente real, de que era Mercer, y de que me arrojaban piedras. Pero no del modo en que se siente ante la caja de empatía. Con la caja de empatía uno siente que está con Mercer. La diferencia es que yo no estaba con nadie; estaba solo.
—Ahora dicen que Mercer es un impostor.
—Mercer no es ningún impostor —contestó Rick—A menos que la realidad sea una impostura —la sierra, pensó, el polvo, las piedras, todas diferentes—Temo que no podré dejar de ser Mercer. Una vez que se comienza, ya es demasiado tarde para retroceder —¿tendré que subir nuevamente? Para siempre, como Mercer... Atrapado por la eternidad—Adiós —dijo.
—¿Llamará a su mujer? ¿Me lo promete?
—Sí. Gracias, Ann —colgó. Una cama, pensó. La última vez que estuve en una cama fue con Rachael. Infracción al estatuto. Cópula con androides; absolutamente ilegal, aquí y en los mundos-colonia. Ahora debe estar de vuelta en Seattle, con los demás Rosen, reales y humanoides. Querría poder hacerte lo que tú me has hecho; pero no se puede, porque a los androides no les importa. Si te hubiera matado anoche mi cabra estaría viva. Ese fue mi error. Sí, pensó; todo surgió de allí. De eso y de acostarme contigo... Una cosa que me dijiste era verdad. He cambiado. Pero no del modo que tú habías previsto.
De otro modo peor.
Y sin embargo, no me importa. Ya no me importa. No, después de lo que me ha ocurrido, cerca de la cumbre de la colina. Me pregunto qué habría pasado si hubiera seguido subiendo. Porque allí es donde Mercer muere, y donde su triunfo se manifiesta, al final del gran ciclo sideral.
Pero si soy Mercer no puedo morir, ni siquiera en diez mil años. Mercer es inmortal.
Una vez más cogió el videófono, para llamar a Irán.
Y se quedó congelado.
Continúa la historia leyendo "¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? - Cap XXII - Capítulo Final - Philip K. Dick"
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