Viene de "El Cascanueces y el rey de los ratones - Cap I, II y III - E. T. A. Hoffmann"
Capítulo IV
Prodigios
En el gabinete del consejero de Sanidad,
conforme se entra a mano izquierda, en el lienzo de pared más grande, hállase
un armario de cristales alto, en el que los niños colocan las cosas bonitas que
les regalan todos los años. Era muy pequeña Luisa cuando su padre lo mandó
hacer a un carpintero famoso, el cual le puso unos cristales tan claros y,
sobre todo, supo arreglarlo tan bien, que lo que se guarda en él resulta más
limpio y bonito que cuando se tiene en la mano. En la tabla más alta, a la que
no alcanzaban María ni Federico, guardábanse las obras de arte del padrino
Drosselmeier; en la inmediata, los libros de estampa; las dos inferiores se
reservaban para que Federico y María las llenasen a su gusto, y siempre ocurría
que la más baja se ocupaba con la casa de las muñecas de María y la otra
superior servía para cuartel de las tropas de Federico.
En la misma forma quedaron el día a que nos
referimos, pues mientras Federico acondicionaba arriba a sus húsares, María
colocaba en la habitación, lindamente amueblada, y junto a la señorita Trudi, a
la elegante muñeca nueva, convidándose con ellas a tomar una golosina. He dicho
que el cuarto estaba lindamente amueblado y creo que tengo razón, y no sé si
tú, atenta lectora María, al igual que la pequeña Stahlbaum —me figuro que
estás enterada de que se llamaba María—, tendrás, como ésta, un lindo sofá de
flores, varias preciosas sillitas, una monísima mesa de té y, lo más bonito de
todo, una camita reluciente, en la que descansaban las muñecas más lindas. Todo
esto estaba en el rincón del armario, cuyas paredes aparecían tapizadas con estampas,
y puedes figurarte que en el tal cuarto la muñeca nueva, que, como María supo
aquella misma noche, se llamaba señorita Clarita, había de encontrarse muy a
gusto.
Era ya muy tarde, casi media noche; el padrino
Drosselmeier se había marchado hacía rato, y los niños no se decidían aún a
separarse del armario de cristales, a pesar de que la madre les había dicho repetidas
veces que era hora de irse a la cama.
—Es cierto —exclamó al fin Federico—; los
pobres infelices —se refería a sus húsares— necesitan también descansar, y
mientras yo esté aquí estoy seguro de que no se atreven a dar ni una cabezada.
Y al decir esto se retiró. María, en cambio,
rogó:
—Mamaíta, déjame un ratito más, sólo un
ratito. Aún tengo mucho que arreglar; en cuanto lo haga, te prometo que me voy
a la cama.
María era una niña muy juiciosa, y la madre
podía dejarla sin cuidado alguno con los juguetes. Con objeto de que María,
embebida con la muñeca nueva y los demás juguetes, no se olvidase de las luces que
ardían junto al armario, la madre las apagó todas, dejando solamente encendida
la lámpara colgada que había en el centro de la habitación, la cual difundía
luz tamizada.
—Acuéstate en seguida, querida María; si no,
mañana no podrás levantarte a tiempo —dijo la madre, desapareciendo para irse
al dormitorio.
En cuanto María se quedó sola, se dirigió
decididamente a hacer lo que tenía en el pensamiento y que, sin saber por qué,
había ocultado a su madre. Todo el tiempo llevaba en brazos al pobre Cascanueces
herido, envuelto en su pañuelo. En este momento lo dejó con cuidado sobre la
mesa; le quitó el pañuelo y miró las heridas. Cascanueces estaba muy pálido,
pero seguía sonriendo amablemente, lo cual conmovió a María.
—Cascanueces mío —exclamó muy bajito—, no te
disgustes por lo que mi hermano Federico te ha hecho; no ha creído que te haría
tanto daño, pero es que se ha hecho un poco cruel con tanto jugar a los
soldados; por lo demás, es buen chico, te lo aseguro. Yo te cuidaré lo mejor
que pueda hasta que estés completamente bien y contento; te pondré en su sitio
tus dientecitos; los hombros te los arreglará el padrino Drosselmeier, que
entiende de esas cosas.
No pudo continuar María, pues en cuanto nombró
al padrino Drosselmeier, Cascanueces hizo una mueca de disgusto y de sus ojos salieron
chispas como pinchos ardiendo. En el momento en que María se sentía asustada,
ya tenía el buen Cascanueces su rostro sonriente, que la miraba, y se dio
cuenta de que el cambio que sufriera se debía sin duda a la luz de la difusa
lámpara.
—¡Qué tonta soy asustándome así y creyendo que
un muñeco de madera puede hacerme gestos! Cascanueces me gusta mucho, por lo
mismo que es tan cómico, y a un tiempo tan agradable, y por eso he de cuidarlo
como se merece.
María tomó en sus brazos a Cascanueces, se
acercó al armario de cristales, se agachó delante de él y dijo a la muñeca
nueva:
—Te ruego encarecidamente, señorita Clarita,
que dejes la cama al pobre Cascanueces herido y te arregles como puedas en el
sofá. Pienso que tú estás buena y sana —pues sino no tendrías esas mejillas tan
redondas y tan coloradas— y que pocas muñecas, por muy bonitas que sean,
tendrán un sofá tan blando.
La señorita Clara, muy compuesta con su traje
de Navidad, se quedó un poco contrariada y no dijo esta boca es mía.
—Esto lo hago por cumplir —dijo María.
Y sacó la cama, colocó en ella con cuidado a
Cascanueces, le lió un par de cintas más de otro vestido suyo para los hombros
y lo tapó hasta las narices.
—No quiero que se quede cerca de la
desconsiderada Clarita —dijo para sí.
Y sacó la cama con su paciente, poniéndola en
la tabla superior, cerca del lindo pueblecito donde estaban acantonados los
húsares de Federico. Cerró el armario y dirigió sus pasos hacia su cuarto, cuando...,
escuchad bien, niños, comenzó a oír un ligero murmullo, muy ligero, y un ruido
detrás de la estufa, de las sillas, del armario. El reloj de pared andaba cada
vez con más ruido, pero no daba la hora. María lo miró, y vio que el búho que
estaba encima había dejado caer la alas, cubriendo con ellas todo el reloj, y
tenía la cabeza de gato, con su pico ganchudo, echada hacia delante. Y, cada
vez más fuerte, decía:
"¡Tac, tac, tac!; todo debe sonar con
poco ruido...; el rey de los ratones tiene un oído muy sutil...; tac, tac,
tac!, cantadle la vieja cancioncita...; suena, suena, campanita, suena doce
veces."
María, toda asustada quiso echar a correr,
cuando vio al padrino Drosselmeier, que estaba sentado encima del reloj en
lugar del gran búho, con su gabán amarillo extendido sobre el reloj como si
fueran dos alas; y haciendo un esfuerzo sobre sí misma, dijo:
—Padrino Drosselmeier, padrino Drosselmeier,
¿qué haces allí arriba? ¡Bájate y no me asustes!
Entonces se oyó pitar y chillar locamente por
todas partes, y un correr de piececillos pequeños detrás de las paredes, y
miles de lucecitas cuyo resplandor asomaba por todas las rendijas. Pero no, no
eran luces: eran ojitos brillantes; y María advirtió que de todos los rincones asomaban
ratoncillos, que trataban de abrirse camino hacia afuera.
A poco comenzó a oírse por la habitación un
trotecillo, y aparecieron multitud de ratones, que fueron a colocarse en
formación, como Federico solía colocar a sus soldados cuando los sacaba para
alguna batalla.
María avanzó muy resuelta, y como no tenía el horror
de otros niños a los ratones, trató de vencer el miedo; pero empezó a oírse tal
estrépito de silbidos y gritos que sintió por la espalda un frío de muerte. ¡Y
lo que vio, Dios mío!
Estoy seguro, querido lector, de que tú, lo
mismo que el general Federico Stahlbaum, tienes el corazón en su sitio; pero si
hubieras visto lo que vio María, de fijo que habrías echado a correr, y mucho
me equivoco si no te metes en la cama y te tapas hasta los orejas. La pobre María
no pudo hacerlo porque... escucha, lector...: bajo sus pies mismos salieron,
como empujados por una fuerza subterránea, la arena y la cal y los ladrillos
hechos pedazos, y siete cabezas de ratón, con sus coronitas, surgieron del
suelo chillando y silbando.
A poco apareció el cuerpo a que pertenecían
las siete coronadas cabecitas, y el ratón grande con siete diademas gritó con
gran entusiasmo, vitoreando tres veces al ejército, que se puso en movimiento y
se dirigió al armario, sin ocuparse de María, que estaba pegada a la puerta de
cristales de él.
El miedo le hacía latir el corazón a María de
modo que creyó iba a salírsele del pecho y morirse de repente, y ahora le
parecía que en sus venas se paralizaba la sangre. Medio sin sentido retrocedió,
y oyó un chasquido...: ¡prr..., prr...!: la puerta de cristales en que apoyaba
el hombro cayó al suelo rota en mil pedazos. En el mismo instante sintió un
gran dolor en el brazo izquierdo, pero se le quitó un gran peso de encima al
advertir que ya no oía los gritos y los silbidos; todo había quedado en
silencio, y aunque no se atrevía a mirar, le parecía que los ratones asustados
con el ruido de los cristales rotos se habían metido en sus agujeros.
¿Qué sucedió después? Detrás de María, en el
armario, empezó a sentirse ruido y unas vocecillas finas empezaron a decir:
"¡Arriba..., arriba!...; vamos a la batalla... esta noche precisamente...;
¡arriba..., arriba..., a las ramas!" Y escuchó un acorde armonioso de
campanas.
—¡Ah! —pensó María—. Es mi juego de campanas.
Entonces vio que dentro del armario había gran
revuelo y mucha luz y un ir y venir apresurado. Varias muñecas corrían de un
lado para otro, levantando los brazos en alto.
De pronto, Cascanueces se incorporó, echó
abajo las mantas y, saltando de la cama, se puso de pie en el suelo.
—¡Crac..., crac..., crac!...; estúpidos
ratones..., cuánta tontería; ¡crac, crac!...; partida de ratones..., ¡crac...,
crac!..., todo tontería.
Y diciendo estas palabras y blandiendo una
espadita, dio un salto en el aire, y añadió:
—Vasallos y amigos míos, ¿queréis ayudarme en
la dura lucha?
En seguida respondieron tres Escaramuzas y un
Pantalón, cuatro Deshollinadores, dos Citaristas y un Tambor:
—Sí, señor, nos unimos a vos con fidelidad;
con vos iremos a la muerte, a la victoria, a la lucha.
Y se lanzaron hacia el entusiasmado Cascanueces,
que se atrevió a intentar el salto peligroso desde la tabla de arriba al suelo.
Los otros se echaron abajo con facilidad, pues no sólo llevaban trajes de paño
y seda, sino que, como estaban rellenos de algodón y de paja, cayeron como
sacos de lana. Pero el pobre Cascanueces se hubiera roto los brazos y las
piernas —porque desde donde él estaba al suelo había más de dos pies y su
cuerpo era frágil, como hecho de madera de tilo— si en el momento en que saltó,
la señorita Clarita no se hubiera levantado rápidamente del sofá para recibir
en sus brazos al héroe con la espada desnuda.
—¡Ah buena Clarita! —susurró María—. ¡Cómo me
he equivocado en mi juicio respecto de ti! Seguramente que dejaste tu cama al
pobre Cascanueces con mucho gusto.
La señorita Clara decía, mientras estrechaba
contra su pecho al joven héroe:
—¿Queréis, señor, herido y enfermo como
estáis, exponerte a los peligros de una lucha? Mirad cómo vuestros fieles
vasallos se preparan y, seguros de la victoria, se reúnen alegres. Escaramuza, Pantalón,
Deshollinador, Citarista y Tambor ya están abajo, y las figuras del escudo que
está en esta tabla ya se están moviendo. Quedaos, señor, a descansar en mis
brazos, o si queréis, desde mi sombrero de plumas podéis contemplar la marcha
de la batalla.
Así habló Clarita; pero Cascanueces se mostró
muy molesto y pataleó de tal modo que Clara no tuvo más remedio que dejarlo en
el suelo. En el mismo momento, con una rodilla en tierra, dijo muy respetuoso:
—¡Oh, señora! Siempre recordaré en la pelea
vuestro favor y vuestra gracia.
Clarita se inclinó tanto que lo pudo coger por
los brazos, y lo levantó en alto; se desató el cinturón, adornado de
lentejuelas, y quiso ponérselo al hombrecillo, el cual, echándose atrás dos
pasos, con la mano sobre el pecho, dijo muy digno:
—Señora, no os molestéis en demostrarme de ese
modo vuestro favor, pues...
Se interrumpió, suspiró profundamente, se
desató rápido la cintita con que María le vendara los hombros, la apretó contra
los labios, se la colgó a modo de banderola y se lanzó, blandiendo la pequeña
espada desnuda, ágil y ligero como un pajarillo, por encima de las molduras del
armario al suelo.
Habréis advertido, querido lectores, que
Cascanueces apreciaba todo el amor y la bondad que María le demostrara, y a
causa de ello no había aceptado la cinta de Clarita, aunque era muy vistosa y elegante,
prefiriendo llevar como divisa la cintita de María. ¿Qué ocurrió después? En
cuanto Cascanueces estuvo en el suelo volvió a comenzar el ruido de silbidos y
gritos agudos. Debajo de la mesa se agrupaba el ejército innumerable de ratones,
y de entre ellos sobresalía el asqueroso de siete cabezas. ¿Qué iba a ocurrir?
Capítulo V
La batalla
—¡Toca generala, vasallo Tambor! —exclamó
Cascanueces en alta voz.
E inmediatamente comenzó Tambor a redoblar de
una manera artística, haciendo que retemblasen los cristales del armario.
Entonces se oyeron crujidos y chasquidos, y
María vio que la tapa de la caja en que Federico tenía acuarteladas sus tropas
saltaba de repente, y todos los soldados se echaban a la tabla inferior, donde formaron
un brillante cuerpo de ejército.
Cascanueces iba de un lado para otro, animando
a las tropas con sus palabras.
—No se mueve ni un perro de Trompeta —exclamó
de pronto irritado.
Y volviéndose hacia Pantalón, que algo pálido
balanceaba su larga barbilla, dijo:
—General, conozco su valor y su pericia; ahora
necesitamos un golpe de vista rápido y aprovechar el momento oportuno; le
confío el mando de la caballería y la artillería reunidas; usted no necesita
caballo, pues tiene las piernas largas y puede fácilmente galopar con ellas.
Obre según su criterio.
En el mismo instante, Pantalón se metió los
secos dedos en la boca y sopló con tanta fuerza que sonó como si tocasen cien trompetas.
En el armario se sintió relinchar y cocear, a los coraceros y los dragones de
Federico, y en particular los flamantes húsares, se pusieron en movimiento, y a
poco estuvieron en el suelo.
Regimiento tras regimiento desfilaron con
bandera desplegada y música ante Cascanueces y se colocaron en fila,
atravesados en el suelo del cuarto. Delante de ellos aparecieron los cañones de
Federico, rodeados de sus artilleros, y pronto se oyó el ¡bum..., bum!, y María
pudo ver cómo las grageas llovían sobre los compactos grupos de ratones, que,
cubiertos de blanca pólvora, se sentían verdaderamente avergonzados.
Una batería, sobre todo, que estaba
atrincherada bajo el taburete de mamá, les causó grave daño tirando sin cesar
granos de pimienta sobre los ratones, haciéndoles bastantes bajas.
Los ratones, sin embargo, se acercaron más y
más, y llegaron a rodear a algunos cañones; pero siguió el ¡brr..., brr..., y
María quedó ciega de polvo y de humo y apenas pudo darse cuenta de lo que sucedía.
Lo cierto era que cada ejército peleaba con el mayor denuedo y que durante
mucho tiempo la victoria estuvo indecisa. Los ratones desplegaban masas cada
vez más numerosas, y sus pildoritas plateadas, disparadas con maestría,
llegaban hasta dentro del armario.
Desesperadas, corrían Clarita y Trudi de un
lado para otro, retorciéndose las manitas.
—¿Tendré que morir en plena juventud, yo, la
más linda de las muñecas? —decía Clarita.
—¿Me he conservado tan bien para sucumbir
entre cuatro paredes? —exclamaba Trudi.
Y cayeron una en brazos de la otra, llorando
con tales lamentos que a pesar del ruido se las oía perfectamente. No te puedes
hacer una idea del espectáculo, querido lector. Sólo se escuchaba ¡brr...,
brr!...; ¡pii..., pii!...; bum..., burrum!..., y gritos y chillidos de los
ratones y de su rey; y luego la voz potente de Cascanueces, que daba órdenes al
frente de los batallones que tomaban parte en la pelea.
Pantalón ejecutó algunos ataques prodigiosos
de caballería, cubriéndose de gloria; pero los húsares de Federico fueron
alcanzados por algunas balas malolientes de los ratones, que les causaron
manchas en sus flamantes chaquetillas rojas, por cuya razón no estaban
dispuestos a seguir adelante. Pantalón los hizo maniobrar hacia la izquierda,
y, en el entusiasmo del mando, siguió la misma táctica con los coraceros y los dragones;
así, que todos dieron media vuelta y se dirigieron hacia casa. Entonces quedó
la batería apostada debajo del taburete, y a poco apareció un gran grupo de
feos ratones, que la rodeó de tal modo que el taburete, con los cañones y los
artilleros, cayeron en su poder.
Cascanueces, muy contrariado, dio la orden al
ala derecha de que hiciese un movimiento de retroceso.
Tú sabes, querido lector entendido en
cuestiones guerreras, que tal movimiento equivale a una huida, y, por tanto, te
das cuenta exacta del descalabro del ejército del protegido de María, del pobre
Cascanueces. Aparta la vista de esta desgracia y dirígela al ala izquierda, donde
todo está en su lugar y hay mucho que esperar del general y de sus tropas.
En lo más encarnizado de la lucha salieron de
debajo de la cómoda, con mucho sigilo, grandes masas de caballería ratonil, y
con gritos estridentes y denodado esfuerzo se lanzaron contra el ala izquierda
del ejército de Cascanueces, encontrando una resistencia que no esperaban.
Despacio, como lo permitían las dificultades del terreno, pues habían de pasar
las molduras del armario, fue conducido el cuerpo de ejército por dos
emperadores chinos y formó el cuadro.
Estas tropas valerosas y pintorescas, pues en
ellas figuraban jardineros, tiroleses, peluqueros, arlequines, cupidos, leones,
tigres, macacos y monos, lucharon con espíritu, valor y resistencia.
Con espartana valentía alejó este batallón
elegido la victoria del enemigo, cuando un jinete temerario, penetrando con
audacia en las filas, cortó la cabeza de uno de los emperadores chinos, y éste,
al caer, arrastró consigo a dos tiroleses y un macaco. Se abrió entonces una
brecha, por la que penetró el enemigo y destrozó a todo el batallón. Poca
ventaja, sin embargo, sacó aquel de esta hazaña. En el momento en que uno de los
jinetes del ejército ratonil, ansioso de sangre, atravesaba a un valiente
contrario, recibió un golpe en el cuello con un cartel escrito que le produjo
la muerte. ¿Sirvió de algo al ejército de Cascanueces, que retrocedió una vez y
tuvo que seguir retrocediendo, perdiendo gente, hasta que se quedó sólo el jefe
con unos cuantos delante del armario?
—¡Adelante las reservas! Pantalón...,
Escaramuza..., Tambor..., ¿dónde estáis?
Así clamaba Cascanueces, que esperaba
refuerzos para que lo sacaran delante del armario.
Se presentaron unos cuantos hombres y mujeres
de Thorn, con rostros dorados y sombreros y yelmos; pero pelearon con tanta impericia
que no lograron hacer caer a ningún enemigo, y no tardaron mucho en arrancar la
capucha de la cabeza al mismo general Cascanueces.
Los cazadores enemigos les mordieron las
piernas, haciéndolos caer y arrastrar consigo a algunos de los compañeros de armas
de Cascanueces. Se encontró éste rodeado de enemigos, en el mayor apuro. Quiso
saltar por encima de las molduras del armario, pero las piernas suyas
resultaban demasiado cortas. Clarita y Trudi estaban desmayadas y no podían
prestarle ayuda. Húsares, dragones, saltaban alegremente a su lado. Entonces,
desesperado, gritó:
—¡Un caballo..., un caballo...; un reino por
un caballo!
En aquel momento, dos tiradores enemigos lo
cogieron por la capa y en triunfo; chillando por siete gargantas, apareció el
rey de los ratones. María no se pudo contener:
—¡Pobre Cascanueces! —exclamó sollozando.
Sin saber a punto fijo lo que hacía, cogió su
zapato izquierdo y lo tiró con fuerza al grupo compacto de ratones, en cuyo
centro se hallaba su rey. De pronto desapareció todo, y María sintió un dolor más
agudo aún que el de antes en el brazo izquierdo y cayó al suelo sin sentido.
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