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domingo, 6 de enero de 2013

El viento en los sauces - Cap III - Kenneth Grahame

Viene de "El viento en los sauces - Cap II - Kenneth Grahame"




CAPÍTULO III


El Bosque Salvaje


El Topo siempre había deseado conocer al Tejón. Parecía ser un personaje con mucha fama y, aunque no se le veía a menudo, hacía sentir su influencia sobre todos. Pero cada vez que el Topo mencionaba su deseo a la Rata de Agua, ésta trataba de disuadirle.

-No te preocupes -le decía la Rata-, el Tejón aparecerá por aquí un día de éstos..., siempre acaba por venir..., y entonces te lo presentaré. ¡Es un buen chico! Pero hay que tomarlo como es, y además cuando él quiere.
-¿Por qué no le invitas a cenar, o algo así? -dijo el Topo.
-No vendría -contestó la Rata-. Al Tejón no le gusta alternar, ni las invitaciones, ni las cenas, ni nada de eso.
-¿Y por qué no vamos nosotros a verlo? - le sugirió el Topo.
-Eso no le gustaría nada-dijo agitada la Rata-. Es tan tímido, que hasta le ofendería. Yo nunca me he atrevido a visitarlo, y eso que lo conozco muy bien. Además, no podemos. Es imposible, porque vive en pleno corazón del Bosque Salvaje.
-Bueno, y aunque viva allí -contestó el Topo-, tú me dijiste que el Bosque Salvaje era seguro, ¿no es así?
-Sí, sí, ya lo sé, y así es -replicó evasiva la Rata-. Pero mejor será que no vayamos. Aún no. Queda bastante lejos, y además nunca está en casa en esta época del año, y vendrá por aquí uno de estos días, así que ten paciencia.

Y el Topo se tuvo que aguantar. Pero el Tejón no aparecía y los días pasaban con nuevas diversiones. Ya había concluido el verano, y el frío y las heladas y los caminos embarrados los obligaban a quedarse en casa. El río caudaloso corría delante de sus ventanas con una velocidad que impedía navegar por él, y el Topo volvió a pensar a menudo en el solitario Tejón gris, que vivía en su agujero en el corazón del Bosque Salvaje.

En invierno la Rata solía dormir mucho: se iba a la cama pronto y se levantaba tarde. Durante sus cortos días a veces escribía poemas, o hacía algún trabajo doméstico; y por supuesto, siempre recibía visitas de otros animalillos, así que no les faltaban historias que contar, y comparaban las notas sobre todo lo que habían hecho durante el verano pasado.

Cuando lo recordaban, les parecía un hermoso capítulo, con numerosas ilustraciones llenas de color. El espectáculo de la orilla del río se había ido desarrollando en escenas como una majestuosa procesión. En primer lugar llegaron las primaveras púrpura, y sus guedejas exuberantes y enredadas temblaban al borde del espejo del agua, donde les sonreía la propia cara del río. Les siguieron las adelfas, tiernas y ansiosas como una nube rosa del atardecer. Y las borrajas, rojas y blancas, agarrándose unas a otras de la mano, tampoco se hicieron esperar; y por último una mañana apareció en escena la tímida y tardía rosa silvestre y, como si una música de instrumentos de cuerda lo anunciara con los majestuosos acordes de una gaviota, uno sabía que por fin junio había llegado. Sólo faltaba por aparecer un personaje de aquella función: el pastorcillo que cortejaba a las ninfas, el caballero a quien las damas esperaban en las ventanas, el príncipe que, con un beso, devolvería la vida y el amor al verano durmiente. Pero cuando el rey de los prados, elegante y oloroso con su chaleco dorado, se colocó en medio de los otros, entonces pudo empezar la función.

¡Y menuda función había sido! Los animalillos amodorrados, acurrucados en sus madrigueras mientras el viento y la lluvia golpeaban sus puertas, aún recordaban las maravillosas mañanas cuando, una hora antes del amanecer, la neblina blanca, que aún no se había levantado, se abrazaba a la superficie del agua; y el choque de la primera zambullida muy temprano, de las carreras por la orilla, y de la radiante transformación de la tierra, del aire y del agua, cuando de repente el sol volvía a estar con ellos, y el gris era oro y nacía el color y surgía una vez más de la tierra. Recordaban las lánguidas siestas del mediodía caliente, en medio de la maleza verde, cuando el sol brillaba en rayitos y en puntos; y los paseos en barca y los baños de la tarde, las caminatas por senderos polvorientos y por dorados campos de trigo; y las veladas largas y frescas, cuando se reunían tantos amigos y se contaban tantas historias, y juntos proyectaban las aventuras del día siguiente. Siempre tenían de qué hablar cuando los animalitos se sentaban alrededor de la chimenea durante los cortos días de invierno. A pesar de todo, al Topo le quedaba bastante tiempo libre, de modo que una tarde, mientras la Rata estaba sentada en su sillón delante de la chimenea, medio adormilada o escribiendo versos que no rimaban, decidió ir solo a explorar el Bosque Salvaje, y con un poco de suerte llegar a conocer al señor Tejón.

Era una tarde fría y tranquila, con un cielo duro y gris, cuando salió del salón calentito. El campo yermo y desierto se extendía alrededor suyo y el Topo pensó que nunca había mirado tan profunda e íntimamente las cosas como en aquel día de invierno cuando la Naturaleza, sumida en su sopor anual, parecía haberse desnudado. Sotos, vallecitos, presas y todos los lugares escondidos que habían sido las minas misteriosas que ellos exploraban en los frondosos veranos ahora mostraban tristemente todos sus secretos, y parecían pedirle que se olvidase de aquella raída pobreza hasta que pudieran alborotar de nuevo en un intenso carnaval, y atraerlo y seducirlo con los viejos engaños. En cierto modo daba pena, pero a la vez resultaba esperanzador, incluso se alegraba de que le gustase el campo sin adornos, duro y sin esplendor. Había llegado hasta sus mismísimos huesos, y le parecieron finos, fuertes, elementales. No quería el trébol tibio, ni el juego de las hierbas en brote, y se alegraba de no ver ni las pantallas de los setos espinosos, ni el ondulante ropaje de las hayas y de los olmos; y con gran entusiasmo se dirigió hacia el Bosque Salvaje, que se extendía ante él, bajo y amenazador, como un arrecife negro en un mar tranquilo del sur.

Cuando se metió en él, no vio nada inquietante. Las ramitas se rompían bajo sus pies, se tropezó con algún tronco, los musgos en los tocones semejaban caricaturas, y le asustaba el parecido que tenían con cosas familiares y lejanas; pero todo aquello le divertía y le emocionaba. Siguió caminando, y se adentró hasta donde la luz se hacía más tenue, y los árboles se agazapaban cada vez más juntos, y los agujeros a cada lado le hacían muecas horribles.

Ahora todo estaba muy tranquilo. El crepúsculo se le venía encima, firme, rápido, rodeándolo; la luz parecía retirarse como las aguas después de una inundación. Entonces aparecieron las caras.

Primero le pareció ver una cara por encima de su hombro: era una carita de diablo, en forma de cuña, que lo miraba desde un agujero. Cuando se volvió para hacerle frente, aquello había desaparecido.

Apuró el paso, diciéndose alegremente que no debía imaginarse cosas, o si no aquello no acabaría nunca. Pasó junto a otro agujero, y luego otro, y otro; y entonces ¡sí!..., ¡no!..., ¡sí!, una carita delgada, con ojos duros, apareció un instante en un agujero y desapareció. El Topo vaciló..., se dio ánimos y siguió caminando. De repente, como si siempre hubiera sido así, parecía que cada agujero, cercano o lejano (y había centenares de ellos), tenía su propia carita, que aparecía durante un instante, y todas lo miraban con odio y con malicia: caritas con ojos duros, penetrantes y perversos.

Pensó que, si al menos pudiera alejarse de los agujeros de los terraplenes, ya no vería más caras. Se alejó del camino y se adentró por los lugares menos trillados del bosque. Entonces empezaron los silbidos. Al principio eran muy débiles y estridentes, y muy lejanos; pero aun así le hicieron avivar el paso. Luego, todavía débiles y agudos, parecían venir de delante. El Topo vaciló y estuvo a punto de dar la vuelta. Mientras se detenía indeciso, oyó los silbidos a ambos lados de él y le pareció que se encadenaban hasta los límites más lejanos del bosque. No cabía duda de que había alguien allí, vivo y alerta. ¡Y él estaba solo, desarmado, y lejos de cualquier ayuda! Y la noche se cerraba...

Entonces empezaron las pisadas.

Al principio pensó que eran sólo las hojas que caían, tan ligero y delicado era el sonido. Pero a medida que crecía, empezó a tomar un ritmo regular, y sólo se oía el pat-pat-pat de los piececitos aún muy lejanos. ¿Venían de delante o de detrás? Le pareció que venían de todas partes. Escuchó ansiosamente y se dio cuenta de que crecían y se multiplicaban a su alrededor. Mientras se detenía a escuchar, un conejo se le acercó corriendo por entre los árboles. El Topo esperó, pensando que el conejo disminuiría la velocidad o se desviaría en otra dirección. Sin embargo el animal lo rozó al pasar, con la cara muy seria y los ojos fijos.

-¡Sal de aquí, tonto, sal de aquí! -le oyó susurrar el Topo mientras esquivaba un tocón y se metía en una acogedora madriguera.

Las pisadas fueron aumentando; recordaban el ruido del granizo cuando cae sobre una alfombra de hojas secas. Ahora parecía que el bosque entero estaba corriendo, cazando, persiguiendo, acorralando algo -¿o a alguien?-. Aterrorizado, se puso a correr sin rumbo. Se tropezaba con cosas, se caía dentro y sobre cosas, se metía debajo de cosas y sorteaba cosas. Al fin se metió en la oscura profundidad de un agujero dentro del tronco de una vieja haya, que le ofrecía refugio y tal vez protección. Y además estaba demasiado cansado para seguir corriendo, así que se escondió entre las hojas secas que había en aquel hoyo, creyéndose a salvo. Y mientras yacía allí, jadeando de terror, mientras fuera se oían los silbidos y las pisadas, tomó plena conciencia de aquella cosa temible que los otros habitantes de los campos y los setos también habían experimentado, aquella cosa que la Rata había intentado evitarle: ¡El Terror del Bosque Salvaje!

Mientras tanto la Rata, muy calentita en su casa, dormitaba al amor de la lumbre. Sus papeles con versos a medio escribir se le cayeron de las rodillas, echó la cabeza hacia atrás, se le abrió la boca, y empezó a pasear por las verdes orillas del río de los sueños.

Pero el carbón resbaló y el fuego crepitó y lanzó una fuerte llamarada, y la Rata se despertó con un sobresalto. Se acordó de lo que había estado haciendo y se agachó a recoger los versos. Los estuvo releyendo, y luego miró a su alrededor para preguntarle al Topo si podía ayudarle con una rima.

Pero el Topo no estaba allí.

Escuchó un momento. La casa estaba silenciosa.

Entonces gritó varias veces « ¡Topito! », y, como no recibió respuesta de ningún tipo, se levantó y salió al vestíbulo. La gorra del Topo no estaba en el perchero. Sus chanclos, que solía dejar junto al paragüero, tampoco estaban allí. La Rata salió de casa y observó con atención el suelo embarrado, esperando encontrar las huellas del Topo. Y sin duda alguna, allí estaban. Los chanclos eran nuevos, recién comprados para el invierno, y el relieve de las suelas se había marcado perfectamente en el barro, y se dirigían directa y decididamente hacia el Bosque Salvaje.

La Rata se quedó muy seria y pensativa unos momentos. Luego entró de nuevo en casa, se ató una correa a la cintura, colocó en ella dos pistolas, agarró una porra gorda que había en un rincón del vestíbulo y se dirigió con decisión hacia el Bosque Salvaje. Ya anochecía cuando la Rata llegó al lindero del bosque y, sin pensárselo dos veces, se adentró en él, buscando ansiosamente por todas partes cualquier señal de su amigo.

Las caritas malas salían de los agujeros cuando pasaba, pero desaparecían en cuanto veían a la valiente Rata con sus pistolas y la horrible porra que empuñaba. También cesaron los silbidos y las pisadas que había oído al principio, y todo quedó muy silencioso. Siguió caminando con decisión hasta meterse en lo más espeso del bosque. Luego, olvidándose de los senderos conocidos, se abrió camino entre los árboles, llamando sin cesar:

-¡Topito! ¿Dónde estás? ¡Topo! ¡Soy yo, la Rata!


Cuando llevaba ya una hora buscando por el bosque, oyó con alegría una vocecita que le contestaba. Guiándose por el ruido, se abrió camino en la oscuridad hasta que llegó al pie de una vieja haya, que tenía un hueco en el tronco, y una vocecita que salía del hueco dijo:

-¡Eres tú, Ratita! ¿De verdad?

La Rata se metió en el agujero y allí encontró al Topo, agotado y aún tembloroso.

-¡Oh, Ratita! -lloriqueó-. ¡No te puedes imaginar el miedo que he pasado!
-¡Me lo puedo suponer! -dijo la Rata intentando calmarlo-. No debías haberlo hecho, Topo. Hice todo lo que pude para disuadirte. Nosotros, los de la Orilla del Río, casi nunca venimos solos aquí. Si tenemos que venir, lo hacemos en parejas, por lo menos; así no suele pasar nada. Además, hay un montón de cosas que uno tiene que saber, que nosotros comprendemos, pero tú aún no. Por ejemplo, señas y contraseñas, y dichos que tienen poder y efecto, y plantas que uno puede llevar en los bolsillos, y versos que hay que repetir, y trucos y trampas que se pueden practicar; son todos muy fáciles cuando te los sabes, pero cuando uno es pequeño (como nosotros) tiene que conocerlos, porque si no se puede uno meter en un buen lío. ¡Claro que si fueras un Tejón o una Nutria, sería distinto!
-Seguro que al valiente señor Sapo no le importa venir aquí solo, ¿verdad? -preguntó el Topo.
-¿El viejo Sapo? -dijo la Rata soltando una carcajada-. Ese no asomaría la nariz por aquí ni por todo el oro del mundo.

El Topo se sintió reconfortado cuando oyó la risa despreocupada de la Rata y cuando vio las pistolas y la porra, así que dejó de temblar y se sintió más animado.

-Venga -dijo la Rata-, nos tenemos que poner de camino para llegar a casa antes de que sea noche cerrada. No podemos pasar la noche aquí, ¿entiendes? Hace demasiado frío.
-Ratita querida -dijo el pobre Topo-, lo siento en el alma, pero estoy agotado. Si quieres que lleguemos a casa, me tienes que dejar descansar un poco, para que recupere fuerzas.
-Bueno -dijo la Rata, que tenía buen corazón-, descansa un poco. Además, ya es noche cerrada. Dentro de nada saldrá la luna.

Así que el Topo se acomodó entre las hojas secas, se estiró un poco y se quedó dormido; mientras tanto, la Rata también se abrigó como pudo, y se recostó a esperar pacientemente con una pistola cargada en la mano.

Cuando por fin se despertó el Topo, descansado y tan animado como siempre, la Rata dijo:

-¡Bueno! Voy a echar un vistazo fuera, a ver si todo está tranquilo, y luego tenemos que marcharnos.

Fue hasta la entrada del agujero y sacó la cabeza. El Topo le oyó murmurar:

-¡Vaya! ¡Vaya! ¡Tenemos problemas!
-¿Qué pasa, Ratita? -preguntó el Topo.
-Está nevando -contestó la Rata-, y además mucho. El Topo se acurrucó a su lado y miró hacia afuera. Vio el bosque que tanto le había asustado completamente cambiado.

Los agujeros, los huecos, los charcos, las trampas y otras negras amenazas para el caminante estaban desapareciendo rápidamente, y se transformaban en una luminosa alfombra del país de las hadas, demasiado delicada para que la pisaran con toscos pies. Un polvo fino llenaba el aire y acariciaba las mejillas con un hormigueo, y los agujeros negros de los árboles se destacaban sobre una luz que parecía emanar de la tierra.

-¡Bueno, qué le vamos a hacer! -dijo la Rata al cabo de un momento-. Tenemos que ponernos en camino, a ver cómo nos las arreglamos. Lo peor es que no sé ni dónde estamos. ¡Y la nieve hace que todo parezca tan distinto...!

Y así era. El Topo no hubiera reconocido aquel bosque. Sin embargo, se pusieron valientemente en camino, y tomaron la dirección que parecía más prometedora, apoyándose el uno en el otro y pretendiendo con un incansable buen humor que reconocían en cada árbol a un viejo amigo que les saludaba severo y silencioso; o que reconocían una curva de un camino, una brecha o un hoyo en aquella monotonía blanca con troncos negros que se negaba a cambiar.

Al cabo de una o dos horas -también habían perdido la noción del tiempo- se detuvieron desanimados, agotados y completamente perdidos, y se sentaron en un tronco caído para recuperar el aliento y pensar lo que podían hacer. Les dolía todo del cansancio y de los golpes que se habían dado; se habían caído en varios agujeros y estaban empapados hasta los huesos; la nieve se estaba haciendo tan profunda que casi no podían arrastrar sus piececitos, y los árboles eran más espesos y se parecían más los unos a los otros. Parecía que el bosque no tenía ni principio ni fin, ni diferencia alguna, y lo que es peor, ninguna salida.

-No podemos quedarnos aquí sentados mucho tiempo -dijo la Rata-. Tendremos que seguir un poco más, o hacer algo. Hace demasiado frío, y pronto la nieve será demasiado profunda para poder caminar por ella.

La Rata miró a su alrededor y se quedó pensando.

-Mira -prosiguió-. Se me ocurre una cosa. Delante de nosotros hay un vallecito, donde el terreno es ondulado y desigual. Bajaremos hasta allí, e intentaremos encontrar un sitio donde refugiarnos, una cueva o un agujero con el suelo seco, al abrigo de la nieve y del viento, donde podamos descansar antes de intentarlo de nuevo, ya que los dos estamos agotados. Además, a lo mejor para de nevar, o puede que ocurra algo bueno.

Así que se levantaron y llegaron a duras penas hasta el vallecito. Allí se pusieron a buscar una cueva o algún rinconcito seco al abrigo del viento y de los remolinos de nieve.


Estaban investigando uno de los montecitos que había señalado la Rata, cuando de repente el Topo tropezó y se cayó de bruces dando un chillido.

-¡Ay, mi pata! -gritó-. ¡Ay, mi pobre espinilla! -y se sentó en la nieve y empezó a frotarse la pierna con las dos manos.
-¡Pobrecito Topo! -dijo cariñosamente la Rata-. Hoy no es tu día de suerte, ¿verdad?
Enséñame la pierna. Pues sí-continuó mientras se arrodillaba para mirarla mejor-, te has cortado en la espinilla. Espera que saque un pañuelo, y te la vendaré.
-He debido de tropezar con una rama escondida o con un tocón -dijo tristemente el Topo-. ¡Ay! ¡Qué dolor!
-Es un corte muy limpio -dijo la Rata, examinándole de nuevo con atención-. Esto no lo ha hecho ni una rama ni un tocón. Parece como si se hubiera hecho con un borde afilado, de metal, o algo así. ¡Qué raro!

Se quedó muy pensativa, y luego se puso a buscar por los montecitos y las cuestas que los rodeaban.

-¡Bueno! ¡Y a mí qué me importa con qué me lo he hecho! -dijo el Topo, que no podía resistir el dolor-. Me duele muchísimo, y eso es lo único que me importa.

Pero la Rata, tras haberle vendado la pata con su pañuelo, le había dejado allí sentado y se había puesto a escarbar la nieve. Arañaba y escarbaba y exploraba con sus cuatro patitas, mientras el Topo esperaba con impaciencia, diciendo de vez en cuando: «¡Ay! ¡Vamos, Ratita!». De repente la Rata gritó: «¡Hurra!», y luego: «¡Hurra, hurra, hurra!», y empezó a pegar brincos en la nieve.

-¿Qué has encontrado, Ratita? -preguntó el Topo, frotándose aún la pata.
-Ven y mira -dijo satisfecha la Rata mientras seguía brincando.

El Topo fue cojeando hasta allí y lo miró con mucha atención.

-Bueno -dijo lentamente al cabo de un momento-, ya lo veo. He visto ese tipo de cosa antes, un montón de veces. Yo lo llamaría un objeto conocido. ¡Un limpiabarros! ¿Y qué? ¿Por qué hay que bailar alrededor de un limpiabarros?
-¿Pero es que no ves lo que significa, so tonto? -le gritó la Rata con paciencia.
-Claro que veo lo que significa -contestó el Topo-. Significa que alguna persona muy descuidada y despistada se ha olvidado el limpiabarros en medio del Bosque Salvaje, justo donde es seguro que todos se tropiecen. A mí me parece de lo más desconsiderado. Cuando llegue a casa me voy a quejar a..., aún no sé a quién, pero ya verás cómo me quejaré.
-¡Dios mío! ¡Dios mío! -gritó la Rata, desesperada por la estupidez del Topo-. ¡Ven aquí y ponte a escarbar!-Y se puso a trabajar lanzando puñados de nieve en todas las direcciones.

Al cabo de un buen rato sus esfuerzos se vieron recompensados, y ante sus ojos apareció un felpudo muy viejo.

-¡Ves! ¿Qué te dije? -exclamó triunfante la Rata.
-No me dijiste nada-contestó el Topo, que no mentía. Y prosiguió-: Bueno, pues ya has encontrado otra muestra de basura casera, y me supongo que estarás muy contenta. Más vale que te pongas a bailar alrededor si no hay más remedio, y que acabes pronto; así podremos ponernos en marcha y no perder más tiempo con montones de basura. ¿Es que podemos comernos un felpudo? ¿O dormir debajo de un felpudo? ¿O sentarnos en un felpudo y bajar hasta casa como si fuera un trineo, exasperante roedor?
-¿Quieres... decir... que - le gritó la Rata excitada-, que este felpudo no te dice nada?
-Mira, Rata -dijo el malhumorado Topo-, ya está bien de tonterías. ¿Quién oyó nunca que un felpudo le dijera a uno nada? Eso es algo que no hacen. No es esa su misión. Los felpudos saben cuál es su sitio.
-Escúchame, más que cabezota -le contestó la Rata muy enfadada-. Hasta aquí hemos llegado. Ni una palabra más, y a escarbar..., escarba y raspa y excava y busca sobre todo en los montecitos, si esta noche quieres dormir en un lugar seco y calentito, ¡porque es nuestra última oportunidad!

La Rata atacó con fuerza un banco de nieve, sondeando con su porra y cavando con furia; y el Topo también se puso a rascar, más por complacer a la Rata que por otra cosa, ya que en su opinión la Rata estaba demasiado alterada.

Al cabo de diez minutos de duro trabajo, la punta de la porra de la Rata golpeó algo que sonó hueco. Siguió cavando hasta que pudo meter una mano y tantear. Entonces llamó al Topo para que le ayudara. Los dos animalitos trabajaron con todas sus fuerzas hasta que al fin el resultado de sus esfuerzos apareció ante los ojos del incrédulo y asombrado Topo.

Al lado de lo que parecía ser un banco de nieve había una puerta que resultaba bastante gruesa y pintada de verde oscuro. A un lado colgaba una campanilla, y debajo de ésta, en una plaquita de bronce, grabado en letras mayúsculas, pudieron leer a la luz de la luna:

SEÑOR TEJÓN

El Topo, de pura sorpresa y alegría, se cayó hacia atrás sobre la nieve.

-¡Pero Ratita! -exclamó arrepentido-. ¡Eres una maravilla! ¡Una verdadera maravilla, eso es lo que eres! ¡Ahora lo entiendo! ¡Lo imaginaste todo, paso a paso, en esa sabia cabeza tuya, desde el mismísimo momento en que me caí y me corté en la espinilla! Miraste el corte, y al momento tu mente privilegiada pensó: «¡Limpiabarros!». Y entonces empezaste a escarbar ¡y encontraste ese mismo limpiabarros que lo había hecho! ¿Y acaso te detuviste ahí? No. Cualquiera se hubiera sentido satisfecho, pero tú no. Tu mente siguió cavilando: «Tengo que encontrar un felpudo», te dijiste para tus adentros. «¡Y entonces quedará demostrada mi teoría!» Y, por supuesto, encontraste el felpudo. Eres tan lista, que creo que podrías encontrar todo lo que te propusieras. «Esa puerta existe -te dijiste-. Parece que la estoy viendo. ¡Ahora sólo queda encontrarla!» Bueno, esas cosas ocurren en los libros, pero nunca me había sucedido en la vida real. Tendrías que ir a donde supiesen apreciar de verdad lo que vales. Aquí, entre nosotros, estás perdiendo el tiempo... ¡Ay, Ratita! Si yo tuviera tu cabeza...
-Pero como no la tienes -lo interrumpió bruscamente la Rata-, supongo que te vas a quedar ahí sentado en la nieve hablando toda la noche. Levántate ahora mismo y tira de esa campanilla, y llama todo lo fuerte que puedas, mientras yo golpeo la puerta.

Y mientras la Rata se ponía a golpear la puerta con la porra, el Topo agarró el cordel de la campanilla, tiró de él, y se quedó allí colgado con los dos pies en el aire, hasta que oyeron el débil y lejano sonido de una campana de tonos profundos.

Continúa leyendo esta historia en "El viento en los sauces - Cap IV -  Kenneth Grahame

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