CAPÍTULO III
El Bosque Salvaje
El Topo siempre había deseado
conocer al Tejón. Parecía ser un personaje con mucha fama y, aunque no se le
veía a menudo, hacía sentir su influencia sobre todos. Pero cada vez que el
Topo mencionaba su deseo a la Rata de Agua, ésta trataba de disuadirle.
-No te preocupes -le decía la
Rata-, el Tejón aparecerá por aquí un día de éstos..., siempre acaba por
venir..., y entonces te lo presentaré. ¡Es un buen chico! Pero hay que tomarlo como es, y además cuando
él quiere.
-¿Por qué no le invitas a cenar, o
algo así? -dijo el Topo.
-No vendría -contestó la Rata-. Al
Tejón no le gusta alternar, ni las invitaciones, ni las cenas, ni nada de eso.
-¿Y por qué no vamos nosotros a
verlo? - le sugirió el Topo.
-Eso no le gustaría nada-dijo
agitada la Rata-. Es tan tímido, que hasta le ofendería. Yo nunca me he
atrevido a visitarlo, y eso que lo conozco muy bien. Además, no podemos. Es
imposible, porque vive en pleno corazón del Bosque Salvaje.
-Bueno, y aunque viva allí
-contestó el Topo-, tú me dijiste que el Bosque Salvaje era seguro, ¿no es así?
-Sí, sí, ya lo sé, y así es
-replicó evasiva la Rata-. Pero mejor será que no vayamos. Aún no. Queda
bastante lejos, y además nunca está en casa en esta época del año, y vendrá por aquí uno de estos días, así
que ten paciencia.
Y el Topo se tuvo que aguantar.
Pero el Tejón no aparecía y los días pasaban con nuevas diversiones. Ya había
concluido el verano, y el frío y las heladas y los caminos embarrados los
obligaban a quedarse en casa. El río caudaloso corría delante de sus ventanas con una velocidad que
impedía navegar por él, y el Topo volvió a pensar a menudo en el solitario
Tejón gris, que vivía en su agujero en el corazón del Bosque Salvaje.
En invierno la Rata solía dormir
mucho: se iba a la cama pronto y se levantaba tarde. Durante sus cortos días a veces
escribía poemas, o hacía algún trabajo doméstico; y por supuesto, siempre
recibía visitas de otros animalillos, así que no les faltaban historias que
contar, y comparaban las notas sobre todo lo que habían hecho durante el verano pasado.
Cuando lo recordaban, les parecía
un hermoso capítulo, con numerosas ilustraciones llenas de color. El espectáculo de
la orilla del río se había ido desarrollando en escenas como una majestuosa procesión. En
primer lugar llegaron las primaveras púrpura, y sus guedejas exuberantes y enredadas
temblaban al borde del espejo del agua, donde les sonreía la propia cara del río.
Les siguieron las adelfas, tiernas y ansiosas como una nube rosa del atardecer.
Y las borrajas, rojas y blancas, agarrándose unas a otras de la mano, tampoco
se hicieron esperar; y por último una mañana apareció en escena la tímida y
tardía rosa silvestre y, como si una música de instrumentos de cuerda lo
anunciara con los majestuosos acordes de una gaviota, uno sabía que por fin
junio había llegado. Sólo faltaba por aparecer un personaje de aquella función:
el pastorcillo que cortejaba a las ninfas, el caballero a quien las damas
esperaban en las ventanas, el príncipe que, con un beso, devolvería la vida y
el amor al verano durmiente. Pero cuando el rey de los prados, elegante y
oloroso con su chaleco dorado, se colocó en medio de los otros, entonces pudo
empezar la función.
¡Y menuda función había sido! Los
animalillos amodorrados, acurrucados en sus madrigueras mientras el viento y la
lluvia golpeaban sus puertas, aún recordaban las maravillosas mañanas cuando,
una hora antes del amanecer, la neblina blanca, que aún no se había levantado,
se abrazaba a la superficie del agua; y el choque de la primera zambullida muy
temprano, de las carreras por la orilla, y de la radiante transformación de la
tierra, del aire y del agua, cuando de repente el sol volvía a estar con ellos,
y el gris era oro y nacía el color y surgía una vez más de la tierra.
Recordaban las lánguidas siestas del mediodía caliente, en medio de la maleza
verde, cuando el sol brillaba en rayitos y en puntos; y los paseos en barca y
los baños de la tarde, las caminatas por senderos polvorientos y por dorados
campos de trigo; y las veladas largas y frescas, cuando se reunían tantos
amigos y se contaban tantas historias, y juntos proyectaban las aventuras del
día siguiente. Siempre tenían de qué hablar cuando los animalitos se sentaban
alrededor de la chimenea durante los cortos días de invierno. A pesar de todo,
al Topo le quedaba bastante tiempo libre, de modo que una tarde, mientras la
Rata estaba sentada en su sillón delante de la chimenea, medio adormilada o
escribiendo versos que no rimaban, decidió ir solo a explorar el Bosque
Salvaje, y con un poco de suerte llegar a conocer al señor Tejón.
Era una tarde fría y tranquila,
con un cielo duro y gris, cuando salió del salón calentito. El campo yermo y
desierto se extendía alrededor suyo y el Topo pensó que nunca había mirado tan
profunda e íntimamente las cosas como en aquel día de invierno cuando la
Naturaleza, sumida en su sopor anual, parecía haberse desnudado. Sotos,
vallecitos, presas y todos los lugares escondidos que habían sido las minas
misteriosas que ellos exploraban en los frondosos
veranos ahora mostraban tristemente todos sus secretos, y parecían pedirle que se olvidase
de aquella raída pobreza hasta que pudieran alborotar de nuevo en un intenso
carnaval, y atraerlo y seducirlo con los viejos engaños. En cierto modo daba pena, pero a la vez
resultaba esperanzador, incluso se alegraba de que le gustase el campo sin
adornos, duro y sin esplendor. Había llegado hasta sus mismísimos huesos, y le parecieron finos,
fuertes, elementales. No quería el trébol tibio, ni el juego de las hierbas en brote, y se
alegraba de no ver ni las pantallas de los setos espinosos, ni el ondulante
ropaje de las hayas y de los olmos; y con gran entusiasmo se dirigió hacia el
Bosque Salvaje, que se extendía ante él, bajo y amenazador, como un arrecife
negro en un mar tranquilo del sur.
Cuando se metió en él, no vio nada
inquietante. Las ramitas se rompían bajo sus pies, se tropezó con algún tronco,
los musgos en los tocones semejaban caricaturas, y le asustaba el parecido que
tenían con cosas familiares y lejanas; pero todo aquello le divertía y le
emocionaba. Siguió caminando, y se adentró hasta donde la luz se hacía más
tenue, y los árboles se agazapaban cada vez más juntos, y los agujeros a cada
lado le hacían muecas horribles.
Ahora todo estaba muy tranquilo.
El crepúsculo se le venía encima, firme, rápido, rodeándolo; la luz parecía
retirarse como las aguas después de una inundación. Entonces aparecieron las
caras.
Primero le pareció ver una cara
por encima de su hombro: era una carita de diablo, en forma de cuña, que lo
miraba desde un agujero. Cuando se volvió para hacerle frente, aquello había desaparecido.
Apuró el paso, diciéndose
alegremente que no debía imaginarse cosas, o si no aquello no acabaría nunca. Pasó junto a
otro agujero, y luego otro, y otro; y entonces ¡sí!..., ¡no!..., ¡sí!, una carita delgada,
con ojos duros, apareció un instante en un agujero y desapareció. El Topo vaciló..., se
dio ánimos y siguió caminando. De repente, como si siempre hubiera sido así, parecía
que cada agujero, cercano o lejano (y había centenares de ellos), tenía su propia carita,
que aparecía durante un instante, y todas lo miraban con odio y con malicia:
caritas con ojos duros, penetrantes y perversos.
Pensó que, si al menos pudiera
alejarse de los agujeros de los terraplenes, ya no vería más caras. Se alejó del camino y
se adentró por los lugares menos trillados del bosque. Entonces empezaron los silbidos.
Al principio eran muy débiles y estridentes, y muy lejanos; pero aun así le
hicieron avivar el paso. Luego, todavía débiles y agudos, parecían venir de
delante. El Topo vaciló y estuvo a punto de dar la vuelta. Mientras se detenía indeciso, oyó los silbidos
a ambos lados de él y le pareció que se encadenaban hasta los límites más lejanos del
bosque. No cabía duda de que había alguien allí, vivo y alerta. ¡Y él estaba solo,
desarmado, y lejos de cualquier ayuda! Y la noche se cerraba...
Entonces empezaron las pisadas.
Al principio pensó que eran sólo
las hojas que caían, tan ligero y delicado era el sonido. Pero a medida que crecía, empezó a
tomar un ritmo regular, y sólo se oía el pat-pat-pat de los piececitos aún muy lejanos.
¿Venían de delante o de detrás? Le pareció que venían de todas partes. Escuchó
ansiosamente y se dio cuenta de que crecían y se multiplicaban a su alrededor.
Mientras se detenía a escuchar, un conejo se le acercó corriendo por entre los
árboles. El Topo esperó, pensando que el conejo disminuiría la velocidad o se
desviaría en otra dirección. Sin embargo el animal lo rozó al pasar, con la
cara muy seria y los ojos fijos.
-¡Sal de aquí, tonto, sal de aquí!
-le oyó susurrar el Topo mientras esquivaba un tocón y se metía en una acogedora
madriguera.
Las pisadas fueron aumentando;
recordaban el ruido del granizo cuando cae sobre una alfombra de hojas secas.
Ahora parecía que el bosque entero estaba corriendo, cazando, persiguiendo, acorralando algo -¿o
a alguien?-. Aterrorizado, se puso a correr sin rumbo. Se tropezaba con cosas,
se caía dentro y sobre cosas, se metía debajo de cosas y sorteaba cosas. Al fin
se metió en la oscura profundidad de un agujero dentro del tronco de una vieja haya, que le ofrecía
refugio y tal vez protección. Y además estaba demasiado cansado para seguir
corriendo, así que se escondió entre las hojas secas que había en aquel hoyo,
creyéndose a salvo. Y mientras yacía allí, jadeando de terror, mientras fuera
se oían los silbidos y las pisadas, tomó plena conciencia de aquella cosa
temible que los otros habitantes de los campos y los setos también habían
experimentado, aquella cosa que la Rata había intentado evitarle: ¡El Terror
del Bosque Salvaje!
Mientras tanto la Rata, muy
calentita en su casa, dormitaba al amor de la lumbre. Sus papeles con versos a medio
escribir se le cayeron de las rodillas, echó la cabeza hacia atrás, se le abrió
la boca, y empezó a pasear por las verdes orillas del río de los sueños.
Pero el carbón resbaló y el fuego
crepitó y lanzó una fuerte llamarada, y la Rata se despertó con un sobresalto.
Se acordó de lo que había estado haciendo y se agachó a recoger los versos. Los
estuvo releyendo, y luego miró a su alrededor para preguntarle al Topo si podía
ayudarle con una rima.
Pero el Topo no estaba allí.
Escuchó un momento. La casa estaba
silenciosa.
Entonces gritó varias veces «
¡Topito! », y, como no recibió respuesta de ningún tipo, se levantó y salió al
vestíbulo. La gorra del Topo no estaba en el perchero. Sus chanclos, que solía
dejar junto al paragüero, tampoco estaban allí. La Rata salió de casa y observó
con atención el suelo embarrado, esperando encontrar las huellas del Topo. Y
sin duda alguna, allí estaban. Los chanclos eran nuevos, recién comprados para
el invierno, y el relieve de las suelas se había marcado perfectamente en el
barro, y se dirigían directa y decididamente hacia el Bosque Salvaje.
La Rata se quedó muy seria y
pensativa unos momentos. Luego entró de nuevo en casa, se ató una correa a la
cintura, colocó en ella dos pistolas, agarró una porra gorda que había en un rincón del vestíbulo y
se dirigió con decisión hacia el Bosque Salvaje. Ya anochecía cuando la Rata
llegó al lindero del bosque y, sin pensárselo dos veces, se adentró en él,
buscando ansiosamente por todas partes cualquier señal de su amigo.
Las caritas malas salían de los
agujeros cuando pasaba, pero desaparecían en cuanto veían a la valiente Rata con sus
pistolas y la horrible porra que empuñaba. También cesaron los silbidos y las
pisadas que había oído al principio, y todo quedó muy silencioso. Siguió
caminando con decisión hasta meterse en lo más espeso del bosque. Luego,
olvidándose de los senderos conocidos, se abrió camino entre los árboles,
llamando sin cesar:
-¡Topito! ¿Dónde estás? ¡Topo!
¡Soy yo, la Rata!
Cuando llevaba ya una hora
buscando por el bosque, oyó con alegría una vocecita que le contestaba.
Guiándose por el ruido, se abrió camino en la oscuridad hasta que llegó al pie de una vieja haya, que
tenía un hueco en el tronco, y una vocecita que salía del hueco dijo:
-¡Eres tú, Ratita! ¿De verdad?
La Rata se metió en el agujero y
allí encontró al Topo, agotado y aún tembloroso.
-¡Oh, Ratita! -lloriqueó-. ¡No te
puedes imaginar el miedo que he pasado!
-¡Me lo puedo suponer! -dijo la
Rata intentando calmarlo-. No debías haberlo hecho, Topo. Hice todo lo que pude
para disuadirte. Nosotros, los de la Orilla del Río, casi nunca venimos solos aquí. Si tenemos que
venir, lo hacemos en parejas, por lo menos; así no suele pasar nada. Además, hay un
montón de cosas que uno tiene que saber, que nosotros comprendemos, pero tú aún
no. Por ejemplo, señas y contraseñas, y dichos que tienen poder y efecto, y
plantas que uno puede llevar en los bolsillos, y versos que hay que repetir, y
trucos y trampas que se pueden practicar; son todos muy fáciles cuando te los
sabes, pero cuando uno es pequeño (como nosotros) tiene que conocerlos, porque
si no se puede uno meter en un buen lío. ¡Claro que si fueras un Tejón o una
Nutria, sería distinto!
-Seguro que al valiente señor Sapo
no le importa venir aquí solo, ¿verdad? -preguntó el Topo.
-¿El viejo Sapo? -dijo la Rata
soltando una carcajada-. Ese no asomaría la nariz por aquí ni por todo el oro
del mundo.
El Topo se sintió reconfortado
cuando oyó la risa despreocupada de la Rata y cuando vio las pistolas y la porra, así que
dejó de temblar y se sintió más animado.
-Venga -dijo la Rata-, nos tenemos
que poner de camino para llegar a casa antes de que sea noche cerrada. No
podemos pasar la noche aquí, ¿entiendes? Hace demasiado frío.
-Ratita querida -dijo el pobre
Topo-, lo siento en el alma, pero estoy agotado. Si quieres que lleguemos a
casa, me tienes que dejar descansar un poco, para que recupere fuerzas.
-Bueno -dijo la Rata, que tenía
buen corazón-, descansa un poco. Además, ya es noche cerrada. Dentro de nada
saldrá la luna.
Así que el Topo se acomodó entre
las hojas secas, se estiró un poco y se quedó dormido; mientras tanto, la Rata
también se abrigó como pudo, y se recostó a esperar pacientemente con una
pistola cargada en la mano.
Cuando por fin se despertó el
Topo, descansado y tan animado como siempre, la Rata dijo:
-¡Bueno! Voy a echar un vistazo
fuera, a ver si todo está tranquilo, y luego tenemos que marcharnos.
Fue hasta la entrada del agujero y
sacó la cabeza. El Topo le oyó murmurar:
-¡Vaya! ¡Vaya! ¡Tenemos problemas!
-¿Qué pasa, Ratita? -preguntó el
Topo.
-Está nevando -contestó la Rata-,
y además mucho. El Topo se acurrucó a su lado y miró hacia afuera. Vio el bosque
que tanto le había asustado completamente cambiado.
Los agujeros, los huecos, los
charcos, las trampas y otras negras amenazas para el caminante estaban desapareciendo
rápidamente, y se transformaban en una luminosa alfombra del país de las hadas,
demasiado delicada para que la pisaran con toscos pies. Un polvo fino llenaba el aire y
acariciaba las mejillas con un hormigueo, y los agujeros negros de los árboles se
destacaban sobre una luz que parecía emanar de la tierra.
-¡Bueno, qué le vamos a hacer!
-dijo la Rata al cabo de un momento-. Tenemos que ponernos en camino, a ver cómo nos
las arreglamos. Lo peor es que no sé ni dónde estamos. ¡Y la nieve hace que todo
parezca tan distinto...!
Y así era. El Topo no hubiera
reconocido aquel bosque. Sin embargo, se pusieron valientemente en camino, y
tomaron la dirección que parecía más prometedora, apoyándose el uno en el otro
y pretendiendo con un incansable buen humor que reconocían en cada árbol a un
viejo amigo que les saludaba severo y silencioso; o que reconocían una curva de
un camino, una brecha o un hoyo en aquella monotonía blanca con troncos negros
que se negaba a cambiar.
Al cabo de una o dos horas
-también habían perdido la noción del tiempo- se detuvieron desanimados, agotados y completamente
perdidos, y se sentaron en un tronco caído para recuperar el aliento y pensar
lo que podían hacer. Les dolía todo del cansancio y de los golpes que se habían
dado; se habían caído en varios agujeros y estaban empapados hasta los huesos;
la nieve se estaba haciendo tan profunda que casi no podían arrastrar sus
piececitos, y los árboles eran más espesos y se parecían más los unos a los
otros. Parecía que el bosque no tenía ni principio ni fin, ni diferencia
alguna, y lo que es peor, ninguna salida.
-No podemos quedarnos aquí
sentados mucho tiempo -dijo la Rata-. Tendremos que seguir un poco más, o hacer algo.
Hace demasiado frío, y pronto la nieve será demasiado profunda para poder
caminar por ella.
La Rata miró a su alrededor y se
quedó pensando.
-Mira -prosiguió-. Se me ocurre
una cosa. Delante de nosotros hay un vallecito, donde el terreno es ondulado y desigual.
Bajaremos hasta allí, e intentaremos encontrar un sitio donde refugiarnos, una
cueva o un agujero con el suelo seco, al abrigo de la nieve y del viento, donde
podamos descansar antes de intentarlo de nuevo, ya que los dos estamos
agotados. Además, a lo mejor para de nevar, o puede que ocurra algo bueno.
Así que se levantaron y llegaron a
duras penas hasta el vallecito. Allí se pusieron a buscar una cueva o algún
rinconcito seco al abrigo del viento y de los remolinos de nieve.
Estaban investigando uno de los
montecitos que había señalado la Rata, cuando de repente el Topo tropezó y se
cayó de bruces dando un chillido.
-¡Ay, mi pata! -gritó-. ¡Ay, mi
pobre espinilla! -y se sentó en la nieve y empezó a frotarse la pierna con las dos
manos.
-¡Pobrecito Topo! -dijo
cariñosamente la Rata-. Hoy no es tu día de suerte, ¿verdad?
Enséñame la pierna. Pues
sí-continuó mientras se arrodillaba para mirarla mejor-, te has cortado en la espinilla. Espera
que saque un pañuelo, y te la vendaré.
-He debido de tropezar con una
rama escondida o con un tocón -dijo tristemente el Topo-. ¡Ay! ¡Qué dolor!
-Es un corte muy limpio -dijo la
Rata, examinándole de nuevo con atención-. Esto no lo ha hecho ni una rama ni
un tocón. Parece como si se hubiera hecho con un borde afilado, de metal, o
algo así. ¡Qué raro!
Se quedó muy pensativa, y luego se
puso a buscar por los montecitos y las cuestas que los rodeaban.
-¡Bueno! ¡Y a mí qué me importa
con qué me lo he hecho! -dijo el Topo, que no podía resistir el dolor-. Me duele
muchísimo, y eso es lo único que me importa.
Pero la Rata, tras haberle vendado
la pata con su pañuelo, le había dejado allí sentado y se había puesto a escarbar la
nieve. Arañaba y escarbaba y exploraba con sus cuatro patitas, mientras el Topo
esperaba con impaciencia, diciendo de vez en cuando: «¡Ay! ¡Vamos, Ratita!». De
repente la Rata gritó: «¡Hurra!», y luego: «¡Hurra, hurra, hurra!», y empezó a
pegar brincos en la nieve.
-¿Qué has encontrado, Ratita?
-preguntó el Topo, frotándose aún la pata.
-Ven y mira -dijo satisfecha la
Rata mientras seguía brincando.
El Topo fue cojeando hasta allí y
lo miró con mucha atención.
-Bueno -dijo lentamente al cabo de
un momento-, ya lo veo. He visto ese tipo de cosa antes, un montón de veces. Yo
lo llamaría un objeto conocido. ¡Un limpiabarros! ¿Y qué? ¿Por qué hay que
bailar alrededor de un limpiabarros?
-¿Pero es que no ves lo que significa,
so tonto? -le gritó la Rata con paciencia.
-Claro que veo lo que significa
-contestó el Topo-. Significa que alguna persona muy descuidada y despistada se
ha olvidado el limpiabarros en medio del Bosque Salvaje, justo donde es seguro
que todos se tropiecen. A mí me parece de lo más desconsiderado. Cuando llegue
a casa me voy a quejar a..., aún no sé a quién, pero ya verás cómo me quejaré.
-¡Dios mío! ¡Dios mío! -gritó la
Rata, desesperada por la estupidez del Topo-. ¡Ven aquí y ponte a escarbar!-Y
se puso a trabajar lanzando puñados de nieve en todas las direcciones.
Al cabo de un buen rato sus
esfuerzos se vieron recompensados, y ante sus ojos apareció un felpudo muy
viejo.
-¡Ves! ¿Qué te dije? -exclamó
triunfante la Rata.
-No me dijiste nada-contestó el
Topo, que no mentía. Y prosiguió-: Bueno, pues ya has encontrado otra muestra
de basura casera, y me supongo que estarás muy contenta. Más vale que te pongas
a bailar alrededor si no hay más remedio, y que acabes pronto; así podremos ponernos en marcha y
no perder más tiempo con montones de basura. ¿Es que podemos comernos un felpudo?
¿O dormir debajo de un felpudo? ¿O sentarnos en un felpudo y bajar hasta casa
como si fuera un trineo, exasperante roedor?
-¿Quieres... decir... que - le
gritó la Rata excitada-, que este felpudo no te dice nada?
-Mira, Rata -dijo el malhumorado
Topo-, ya está bien de tonterías. ¿Quién oyó nunca que un felpudo le dijera a
uno nada? Eso es algo que no hacen. No es esa su misión. Los felpudos saben cuál es su sitio.
-Escúchame, más que cabezota -le
contestó la Rata muy enfadada-. Hasta aquí hemos llegado. Ni una palabra más, y
a escarbar..., escarba y raspa y excava y busca sobre todo en los montecitos,
si esta noche quieres dormir en un lugar seco y calentito, ¡porque es nuestra
última oportunidad!
La Rata atacó con fuerza un banco
de nieve, sondeando con su porra y cavando con furia; y el Topo también se puso
a rascar, más por complacer a la Rata que por otra cosa, ya que en su opinión la Rata
estaba demasiado alterada.
Al cabo de diez minutos de duro
trabajo, la punta de la porra de la Rata golpeó algo que sonó hueco. Siguió cavando
hasta que pudo meter una mano y tantear. Entonces llamó al Topo para que le ayudara.
Los dos animalitos trabajaron con todas sus fuerzas hasta que al fin el resultado de
sus esfuerzos apareció ante los ojos del incrédulo y asombrado Topo.
Al lado de lo que parecía ser un
banco de nieve había una puerta que resultaba bastante gruesa y pintada de verde oscuro.
A un lado colgaba una campanilla, y debajo de ésta, en una plaquita de bronce,
grabado en letras mayúsculas, pudieron leer a la luz de la luna:
SEÑOR TEJÓN
El Topo, de pura sorpresa y
alegría, se cayó hacia atrás sobre la nieve.
-¡Pero Ratita! -exclamó
arrepentido-. ¡Eres una maravilla! ¡Una verdadera maravilla, eso es lo que
eres! ¡Ahora lo entiendo! ¡Lo imaginaste todo, paso a paso, en esa sabia cabeza
tuya, desde el mismísimo momento en que me caí y me corté en la espinilla! Miraste
el corte, y al momento tu mente privilegiada pensó: «¡Limpiabarros!». Y
entonces empezaste a escarbar ¡y encontraste ese mismo limpiabarros que lo
había hecho! ¿Y acaso te detuviste ahí? No. Cualquiera se hubiera sentido
satisfecho, pero tú no. Tu mente siguió cavilando: «Tengo que encontrar un
felpudo», te dijiste para tus adentros. «¡Y entonces quedará demostrada mi
teoría!» Y, por supuesto, encontraste el felpudo. Eres tan lista, que creo que
podrías encontrar todo lo que te propusieras. «Esa puerta existe -te dijiste-.
Parece que la estoy viendo. ¡Ahora sólo queda encontrarla!» Bueno, esas cosas
ocurren en los libros, pero nunca me había sucedido en la vida real. Tendrías
que ir a donde supiesen apreciar de verdad lo que vales. Aquí, entre nosotros,
estás perdiendo el tiempo... ¡Ay, Ratita! Si yo tuviera tu cabeza...
-Pero como no la tienes -lo
interrumpió bruscamente la Rata-, supongo que te vas a quedar ahí sentado en la nieve
hablando toda la noche. Levántate ahora mismo y tira de esa campanilla, y llama todo lo
fuerte que puedas, mientras yo golpeo la puerta.
Y mientras la Rata se ponía a
golpear la puerta con la porra, el Topo agarró el cordel de la campanilla, tiró de él, y se
quedó allí colgado con los dos pies en el aire, hasta que oyeron el débil y lejano sonido de
una campana de tonos profundos.
Continúa leyendo esta historia en "El viento en los sauces - Cap IV - Kenneth Grahame"
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