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jueves, 31 de enero de 2013

La Hormiga Gigante - Howard Fast

A veces nuestra parte animal-instintiva le gana a nuestra parte racional. Es el problema de ser animales racionales... Por más civilizados que nos consideremos, por más alto nivel educativo que hayamos alcanzado, cuando el miedo o la sorpresa de lo inesperado asalta actuamos instintivamente. Y de eso nos habla Howard Fast en "La hormiga gigante".
El cuento pertenece al libro "El filo del futuro", una recopilación de algunos de sus cuentos de ciencia ficción editado por primera vez en argentina en 1963. 
Espero que les guste
:D

La Hormiga Gigante

Ha habido toda clase de opiniones y conjeturas acerca del fin. Se dijo que más pronto o más tarde habría demasiada gente, o que nos mataríamos unos a otros (con la bomba atómica era muy probable). Toda clase de opiniones, pero nadie recordaba que somos lo que somos. Podemos encontrar un modo de alimentar a cualquier número de hombres, y quizá también de evitar que nos eliminemos mutuamente con la bomba; en eso somos gente experta, pero nunca hemos sido expertos en modificarnos a nosotros mismos, o en modificar nuestra conducta.

Lo sé. No soy un malvado ni un hombre cruel; todo lo contrario: soy un ser humano común, quiero a mi esposa y a mis hijos y me llevo bien con mis vecinos. Soy como otros muchos hombres, y hago las mismas cosas que ellos, y de la misma manera irreflexiva.

Soy también escritor, y les dije a Lieberman, el conservador del museo, y a Fitzgerald, el funcionario del gobierno, que me gustaría escribir la historia. se encogieron de hombros.

- Escríbala - dijeron -, no cambiará nada.
- ¿No creen ustedes que alarmará a la gente?
- ¿Cómo puede alarmar a nadie si nadie lo creerá?
- Podría incluir una o dos fotografías.
- ¡Oh, no! ¡Fotografías no!
- ¿Qué sentido tiene esto? Me permiten que escriba la historia, pero no que publique fotografías para que la gente me crea.
- Sería inútil. Dirían que usted ha falsificado las fotografías, y eso aumentaría la confusión. Y si hay alguna probabilidad de salir bien de ese asunto, la confusión no ayudaría.
- ¿Qué ayudaría?

No podrían decírmelo, porque no lo sabían. En consecuencia, he aquí lo que ocurrió, relatado de un modo directo y simple.

Todos los veranos, en el mes de agosto, cuatro buenos amigos mías y yo vamos a pescar durante una semana en la cadena de lagos de St. Regis, en los Adirondacks. Alquilamos la misma cabaña todos los veranos, vamos de un lado a otro en canoas, y a veces pescamos unas pocas lobinas. La pesca no es muy buena, pero jugamos a los naipes, cocinamos, y descansamos en general. El verano último yo tuve que hacer algunas cosas que no podía dejar de lado. Llegué con tres días de retraso y el tiempo era tan caluroso y apacible que decidí quedarme solo un día o dos después de haberse ido los otros. Había un pequeño prado delante de la cabaña y me propuse pasar tres o cuatro horas jugando al golf. Por eso yo tenía el palo de golf junto a mi cama.

El primer día que estuve solo abrí una lata de legumbres y otra de cerveza, cené, y me tendí en la cama con La vida en el Misisipi, un paquete de cigarrillos y una barra de chocolate de ocho onzas. No tenía nada que hacer, ni teléfono, ni obligaciones, ni diarios. Me sentpia tan tranquilo como puede estarlo un hombre en estos tiempos de nerviosidad.

No había oscurecido aún, y yo leía a la luz que entraba por la ventana, sobre mi cabeza. Iba a tomar un nuevo cigarrillo cuando alcé la vista, y la vi al pie de la cama. El borde de mi mano tocaba el palo de golf y con un simple movimiento blandí el palo, le asesté un golpe violento y exacto, y la maté. A eso me refería anteriormente. Yo seré de este o de aquel modo, peror eacciono como un hombre. Creo que cualquier hombre, negro, blanco, o amarillo, en China, en Africa, o en Rusia, hubiese hecho lo mismo.

Me sentí completamente empapado en sudor al principio, y luego me di cuenta de que iba a vomitar. Salí de la cabaña, recordando que no me sucedía, recordando que no me sucedía eso desde 1943, en mi viaje a Europa en la bodega de un barco en la cabaña y mirarla. Estaba muerta, pero yo ya había decidido no dormir solo allí.

No podía tocarla con las manos desnudas. La recogí con un pedazo de papel de estraza, la eché en mi cesta de pesca, y puse la cesta en el guardabaúles del coche junto con el equipaje. Luego cerré la puerta de la cabaña, subí al coche y volví a Nueva York. Me detuve una vez en el camino, poco antes de llegar a Thruway, y dormité en el coche algo más de una hora. Casi amanecía cuando llegué a la ciudad, y me afeité, y me di un baño caliente, y me cambié la ropa antes que despertara mi mujer.

Le expliqué durante el desayuno que no me las arreglaba solo, y como ella lo sabía, y los viajes de noche no eran en mí nada extraordinarios, no me abrumó con preguntas. Me serví dos huevos, un poco de café, y fumé un cigarrillo. Luego fui a mi estudio, encendí otro cigarrillo, y contemplé la cesta de pesca, que yo había puesto sobre el escritorio.

Mi mujer entró, vio la cesta, notó que tenía un olor demasiado fuerte, y me pidió que la llevara al sótano.

- Voy a vestirme - dijo -. Los muchachos están todavía en el campo. Tengo una cita con Ann para el almuerzo, pues no pensé que volverías hoy. ¿Me quedo?
- No, por favor. Aprovecharé para hacer algunas cosas.

Me senté y fumé algunos cigarrillos más, y al fin llamé al museo y pregunté quién era el encargado de los insectos. Me dijeron que se llamaba Bertram Lieberman y pedí que me permitieran hablar con él. Tenía una voz agradable. Le dije que me llamo Morgan y soy escritor, y él me indicó cortésmente que había visto mi nombre, y él me indicó cortésmente que había visto mi nombre, y había leído algo que yo había escrito. Lo que suele oírse cuando un escritor se presenta a una persona amable y educada.

Pregunté a Lieberman si podía verlo y contestó que le esperaba una mañana de mucho trabajo. ¿Podía ser al día siguiente?

- Me temo que tenga que ser ahora mismo - repliqué con firmeza.
- Oh. ¿Necesita alguna información?
- No. Tengo un ejemplar para usted.
- Oh.

Este "Oh" era un intervalo culto y neutral. No preguntaba ni respondía. Había que interpretarlo.

-Sí, creo que le interesará.
- ¿Un insecto? - preguntó suavemente.
- Así creo.
- Oh. ¿Grande?
- Muy grande. 
- ¿A las once en punto? ¿Puede venir a esa hora? En el primer piso entrando por la derecha.
- Iré.
- Una pregunta. ¿Está muerto?
- Si, está muerto.
- Oh. Tendré el gusto de verlo a las once en punto, señor Morgan.

Mi mujer estaba ya vestida. Abrió la puerta del estudio y dijo firmemente:

- Llévate esa cesta de pesca. Huele mal.
- Sí, querida. Me la llevvaré.
- Creía que necesitabas dormir un poco después de viajar toda la noche.
- Es gracioso, pero no tengo sueño. Creo que daré una vuelta por el museo.

Mi mujer me dijo que eso era lo que le gustaba de mi, que nunca me cansaba de lugares como los museos, los tribunales de policía y los clubes nocturnos de tercera clase.

De todos modos, aparte del hipódromo, un museo es el lugar más interesante e insólito del mundo. Era en verdad insólito que además del señor Lieberman me esperaran otros dos hombres. Lieberman era un hombre flaco, de facciones agudas, y unos sesenta años de edad. El funcionario del gobierno, Fitzgerald, era bajo, de ojos negros, y llevaba anteojos con armazón de oro. Se mostró muy vivaz, pero no me dijo a qué parte del gobierno representaba. se limitaba a decir "nosotors" refiriéndose al gobierno. Hopper, el tercer hombre, bien vestido, regordete y afable, era un senador de los Estados Unidos que se interesaba por la entomología, aunque con anterioridad a aquella mañana yo hubiera jurado que un senador entomólogo era algo que no existía no podía existir.

La habitación era grande y cuadrada, estaba amueblada con sencillez, y había estanterías y armarios en todas las paredes.

Nos estrechamos las manos y luego Lieberman me preguntó, señalando la cesta con la cabeza:

- ¿Es eso?
- Es eso.
- ¿Puedo verlo?
- Véalo. No es nada que quiera pasar de contrabando. Se lor egalo.
- Muchas gracias señor Morgan.

Lieberman abrió la cesta y miró adentro. Luego se irguió y los otros dos lo miraron inquisitivamente.

- Sí - dijo Lieberman.

El senador cerró los ojos un largo rato. Fitzgerald se quitó los anteojos y los limpió cuidadosamente. Lieberman extendió un mantel de plástico sobre el escritorio, y luego sacó la cosa de la cesta y la puso sobre el plástico. Los otros dos hombres no se movieron. Se quedaron sentados, mirando.

- ¿Qué opina usted, señor Morgan? - me preguntó Lieberman
- Creía que esto era sunto suyo - dije.
- Sí, por supuesto, pero quisiera tener su impresión.
- Una hormiga. Esa es mi impresión. Es la primera vez que veo una hormiga de cuarenta, cincuenta centímetros de largo. Y espero que sea la última.
- Un deseo comprensible - asintió Lieberman.

Fitzgerald dijo entonces:

- ¿Puedo preguntarle cómo la mató, señor Morgan?
- Con un palo. Un palo de golf, quiero decir. Fui a pescar con unos amigos en St. Regis, en los Adirondacks, y llevé el palo para practicar un poco. Los tiros cortos son la peor parte de mi juego. Yo me quedé sólo en la cabaña, y se me ocurrió practicar cuatro o cinco horas. Pero...
- No es necesario que lo explique - interrumpió Hopper sonriendo, pero con una sombra de tristeza en el rostro -. Algunos de nuestros mejores jugadores de golf tienen la misma dificultad.
- Estaba acostado, leyendo, y la vi al pie de mi cama. Yo tenía el palo...
- Comprendo - me interrumpió Fitzgerald.
- Evita usted mirarla - dijo Hopper.
- Me revuelve el estómago.
- Sí, si, claro.

Lieberman preguntó:

- ¿Quiere explicarnos por qué la mató, señor Morgan?
- ¿Por qué?
- Sí, ¿por qué?
- No entiendo. ¿Qué quieren decirme?
- Siéntese, por favor, señor Morgan - dijo Hopper -. Trate de descansar. Esto ha sido muy penoso para usted.
- Todavía no he dormido. Y no sé qué pesadillas tendré realmente.
- No queremos inquietarlo, señor Morgan - declaró Lieberman -. Creemos, sin embargo, que ciertos aspectos de este asunto son muy importantes. Por eso le preguntó por qué la mató. Tuvo que tener usted algún motivo. ¿Se vio usted atacado?
- No.
- ¿Se sorprendió usted de un movimiento súbito?
- No. Estaba ahí, simplemente.
- Entonces, ¿por qué?
- La pregunta es inútil - intervino Fitzgerald -. Sabemos por qué la mató.
- ¿Lo saben?
- La respuesta es muy sencilla, señor Morgan. Usted la mató porque usted es un ser humano.
-Oh.
- Si. ¿Comprende?
- No, no comprendo.
- Entonces, ¿por qué la mató? - preguntó Hopper.
- Estaba muy asustado. Y todavía lo estoy, para decir verdad.
- Es usted un hombre inteligente, señor Morgan - dijo Lieberman -. Permítame que le muestre algo.

Abrió las puertas de un armario adosado a la pared y me mostró ocho frascos de aldehído fórmico con ocho ejemplares como el mío, mutilados todos por un golpe violento y mortal. Yo me limité a mirar sin decir nada. 

Lieberman cerró el armario y dijo, encogiéndose de hombros:

- Todas en cinco días.
- Una nueva raza de hormigas - murmuré tontamente.
- No. No son hormigas. Venga.

Me indicó que me acercara al escritorio y los otros dos se unieron a nosotros. Lieberman sacó de un cajón un equipo de instrumentos de disección, dio vuelta al bicho con unas pinzas, y señaló, dio vuelta al bicho con unas pinzas, y señaló la parte baja de lo que sería el tórax en un insecto.

- Esto parece parte del cuerpo, ¿no es así señor Morgan?
- Así es.

Utilizando dos instrumentos, Lieberman encontró una fisura, y tironeó hacia los lados. el tórax se abrió como el vientre de un avión de bombardeo. Era un receptáculo, una bolsa, y adentro había cuatro utensilios o instrumentos, hermosos y diminutos, de unos cinco centímetros de largo. eran hermosos como es hermoso todo objeto de propósito funcional creado con amor, como la misma criatura, si ella no hubiera sido un insecto y yo un hombre. Utilizando unas pinzas, Lieberman sacó los instrumentos de las grapas que los sostenían y me los ofreció. Y yo los tomé, los palpé, los examiné y los dejé.

Luego miré la hormiga y me di cuenta de que no la había observado verdaderamente hasta entonces. No observamos atentamente lo que nos parece horrible o repugnante. No se puede ver nada a través de una pantalla de aborrecimiento. Pero el aborrecimiento y el temor se habían diluido, y mirando aquello comprobé que no era una hormiga, aunque lo parecía. En verdad, yo nunca había visto ni imaginado nada semejante.

Los tres hombres me observaban y de pronto me defendí.

- ¡Yo no lo sabía! - exclamé -. ¿Qué esperan ustedes que haga uno cuando ve un insecto de este tamaño?

Lieberman movió la cabeza afirmativamente.

-¿Qué es, en nombre de Dios? - pregunté.

Lieberman sacó de su escritorio una botella y cuatro copas. Nos sirvió y bebimos. Yo no había esperado encontrar un buen whisky en aquella oficina.

- No lo sabemos - dijo Hopper -. No sabemos qué es.

Lieberman señaló el cráneo roto donde asomaba una sustancia blanca.

- Materia cerebral - dijo -, gran cantidad.
- Una criatura muy inteligente, quizá - declaró Hopper.
- Un insecto, con una estructura en evolución - dijo Lieberman -. sabemos muy poco de la inteligencia de nuestros insectos. No es exactamente lo que llamamos inteligencia. es un fenómeno colectivo, como las partes que componen un cuerpo humano. Cada parte vive independientemente, pero la inteligencia es el resultado del conjunto. Si sucediera lo mismo en criaturas como esta...

Los hombres se quedaron mirando el bicho y pregunté:

- ¿Y si tienen eso?
- ¿Qué?
- La inteligencia colectiva de la que usted ha hablado.
- Oh. bueno, no podría decirlo. Sería algo que superaría nuestros sueños más extravagantes. Comparadas con nosotros serían... bueno, lo que somos nosotros comparados con una hormiga ordinaria.
- No lo creo - dije lacónicamente.

Y Fitzgerald, el funcionario, me replicó con calma:

- Tampoco nosotros lo creemos. Lo suponemos.
- Si es tan inteligente, ¿ por qué no empleó contra mí una de sus armas?
- ¿Hubiera sido eso una muestra de inteligencia? - preguntó Hopper suavemente.
- Quizá ninguno de esos instrumentos sea un arma?
- ¿No lo sabe? ¿Las otras no llevaban instrumentos?
- Los llevaban - contestó Fitzgerald lacónicamente.
- ¿Y qué eran?
- No lo sabemos - dijo Lieberman.
- Pero ustedes pueden averiguarlo. Tenemos hombres de ciencia, ingenieros. Esta es una era de instrumentos, qué son, cómo funcionan, para qué sirven?
- Así es exactamente - replicó Hopper -. No sabemos nada, señor Morgan. Carecen de sentido para los mejores ingenieros y técnicos de los Estados unidos. Conoce usted la vieja anécdota. Dele a Aristóteles un aparato de radio. ¿Qué haría Aristóteles? ¿Dónde encontraría energía eléctrica? ¿Y qué recibiría si nadie transmite nada? No es que esos instrumentos sean complicados. En realidad son muy sencillos. Pero no tenemos idea de lo que pueden o podrían hacer.
- Pero tienen que ser un arma de alguna clase.
- ¿Por qué? - preguntó lieberman -. Mírese a sí mismo, señor Morgan; es usted un hombre culto e inteligente, pero no concibe un mundo donde las armas no sean un artículo de primera necesidad. Sin embargo, un arma es algo raro, señor Morgan, un instrumento homicida. Nosotros no pensamos así porque las armas son hoy el símbolo de nuestro mundo. ¿Es eso civilización, señor Morgan? ¿O no son las armas y la civilización, en un sentido esencial, incompatibles? ¿No puede usted imaginar una mentalidad que no acepte, o no conciba la idea del crimen? nosotros vemos todo a través de nuestra subjetividad. ¿Por qué otros - esta criatura, por ejemplo - no han de poder ver el proceso de la actividad mental fuera de su subjetividad? Se acerca a un ser de este mundo y la matan. ¿Por qué? ¿Qué explicación tiene? Dígame, señor Morgan. ¿Cómo se lo explicaría usted a una criatura completamente racional? - Y Lieberman señaló el bicho que estaba sobre el escritorio -. Se lo pregunto muy seriamente, ¿cómo lo explicaría usted?
- ¿Un accidente? - murmuré.
- ¿Y los ocho frascos del armario? ¿Ocho accidentes?
- Creo, señor Lieberman - dijo Fitzgerald -, que por ese camino puede ir usted un poco demasiado lejos.
- Sí, para ustedes puede ser así. Es una parte del ambiente en que viven. Pero mi ambiente es la ciencia. Y como hombre de ciencia trato de ser racional. La creación de una estructura de lo bueno y lo malo, o lo que llamamos moralidad y ética, es función de la inteligencia, e indiscutiblemente el mal fundamental puede ser la destrucción de la inteligencia consciente. Por eso, y desde hace tanto tiempo, hemos aceptado al menos el mandamiento "No matarás", aunque sólo de labios afuera. Pero para una inteligencia colectiva, de la que podría ser parte esta criatura, la idea del asesinato sería inconcebiblemente monstruosa.

Me senté y encendí un cigarrillo. Me temblaban las manos. Hopper se excusó:

- Hemos sido un tanto duros con usted, señor Morgan. pero en los últimos días otros ocho hombres han hecho exactamente lo mismo que usted. Estamos metidos en una trampa: somos lo que somos.
- Pero dígame, ¿de dónde viene estas cosas?
- No importa casi de dónde vienen - contestó Hopper desanimadamente -. Quizá de otro planeta, quizá de los abismos de la tierra, o de la Luna o de Marte. No importa de dónde. Fitzgerald cree que vienen de un planeta menor, pues sus movimientos son aquí aparentemente lentos. Pero el doctor Lieberman opina que se mueven con lentitud porque no han descubierto la necesidad de moverse con rapidez. Entretanto, tienen que resolver el problema de estos asesinatos. Sólo Dios sabe cuántas han muerto en otros lugares, en Africa, Asia y Europa.
- Entonces, ¿por qué no se lo dicen al mundo? ¡Pronto, antes que sea demasiado tarde!
- Lo hemos pensado - dijo Fitzgerald -. ¿Pero y el pánico, la histeria? ¿Y si nos dicen que la culpa la tiene la bomba atómica? No podemos cambiar: somos lo que somos.
- Si, pueden hacerlo - declaró Lieberman -. Pero si no padecen la maldición del asesinato, quizá estén exentas también de la maldición del temor. Pueden ser sociales en el sentido más elevado. ¿Qué hace la sociedad con los asesinos?
- Hay sociedades que los condenan a muerte, y otras que reconocen su enfermedad y los encierran en un sitio donde no pueden seguir matando - dijo hopper -. Por supuesto, es distinto cuando todo un mundo está en el banquillo. Ahora tenemos bombas atómicas y otras cosas, y estamos alcanzando las estrellas...
- Yo me inclino a creer que se irán - dijo Fitgerald -. Quizá padezcan la maldición del temor, doctor.
- Quizá - admitió Lieberman -. Así lo espero.

Pero cuanto más lo pienso, más me parece que el temor y el odio son dos caras de la misma moneda. Trato aún de recordar, de recrear el momento en que vi al animal al pie de mi cama en la cabaña. Trato aún de extraer de mi memoria una visión clara de su aspecto, y descubrir si detrás de aquella cara quitinosa y de las dos antenas que se movían suavemente había alguna muestra de temor y de ira. Pero cuanto más se me aclaran los recuerdos, tanto más me parece descubrir una dignidad y una calma admirables. Nada de temor ni de ira.

Y cada vez más, mientras hago mi trabajo, tengo la impresión de lo que Hopper llamó "un mundo en el banquillo". Yo tampoco siento ira. Como un criminal que ya no puede vivir consigo mismo, me satisface que me juzguen.






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