CAPÍTULO VIII
Las aventuras del Sapo
Cuando el sapo se encontró encerrado en aquella mazmorra húmeda y
malsana, y se dio cuenta de que toda la horrenda oscuridad de la fortaleza
medieval lo apartaba del mundo exterior, del sol y de las carreteras donde
había encontrado tanta felicidad, retozando como si fuera el dueño de todas las
carreteras de Inglaterra, se tiró al suelo y se echó a llorar amargamente,
abandonándose a la más negra desesperación. « ¡Todo se acabó! -se decía-, ¡o al
menos se acabó la carrera del Sapo, que al fin y al cabo es lo mismo! ¡El
popular y apuesto Sapo, el rico y hospitalario Sapo, el Sapo, tan libre, espontáneo
y gallardo! ¿Cómo puedo esperar que me pongan de nuevo en libertad -decía-,
cuando me han encarcelado tan justamente por robar un automóvil tan hermoso de
un modo tan descarado, y por burlarme y empañar con tanta fantasía e
imaginación a todos aquellos policías gordos y colorados? - los sollozos lo
ahogaban-. ¡Qué tonto he sido! -decía-. ¡Y ahora, a pudrirme en este torreón,
hasta que aquellos que estaban orgullosos de decir que me conocían hayan
olvidado el grandioso nombre del Sapo! ¡Oh, querido Tejón! -decía-. ¡Oh,
ingeniosa Rata y sensato Topo! ¡Qué conocimiento tan justo tenéis de los
hombres y de sus asuntos! ¡Oh pobre y desamparado Sapo! »
Y pasó días y noches durante varias semanas lamentándose de este modo,
rechazando comidas y refrigerios, aunque el anciano carcelero, que sabía que
los bolsillos del Sapo estaban llenos, le recordaba que tenía a su alcance
muchas comodidades e incluso algunos lujos, a cierto precio, por supuesto. El
carcelero tenía una hija, una muchacha agradable y de buen corazón, que ayudaba
a su padre en las tareas más leves. A la chica le encantaban los animales y,
además de un canario (cuya jaula colgaba de un clavo en la enorme pared de la
cárcel durante todo el día, causando molestia a los prisioneros que gustaban de
echarse una siestecita después de comer, jaula que por la noche dejaba sobre
una mesa del salón cubierta con un pañito), tenía varios ratoncitos de colores
y una ardilla revoltosa. Esta chica de buen corazón, que sentía pena por el
pobre Sapo, le dijo un día a su padre:
-¡Padre! ¡No puedo soportar ver a ese pobre animalito tan triste, y
cada día más flaco! ¡Déjame cuidarlo! Ya sabes cuánto me gustan los animales.
Haré que coma de mi mano, y que se levante, y que haga un montón de cosas.
Su padre le dijo que podía hacer lo que le diera la gana, porque él
estaba harto del Sapo y de sus berrinches, de sus aires y de su tacañería. Así
que aquel mismo día la chica emprendió su «misión rescate», y llamó a la puerta
de la celda del Sapo.
-¡Anímate, Sapo! -le dijo en tono persuasivo al entrar-. Siéntate y
sécate las lágrimas, y sé un poco sensato. ¿Por qué no intentas comer algo?
¡Mira, te he traído un poco de mi cena, recién salida del horno!
Le traía ropa vieja entre dos platos, y su aroma llenaba la estrecha celda.
El penetrante olor del repollo llegó hasta la nariz del Sapo, que yacía en el
suelo sumido en su dolor, y por un momento pensó que quizá la vida no fuese tan
vacía y desesperada como se había imaginado al principio. Pero siguió
lamentándose y pataleando, y rechazó todo consuelo. Así que la prudente niña se
retiró de momento. Pero, por supuesto, el olor del repollo caliente se quedó
atrás, como sucede de costumbre, y el Sapo, entre sollozos, se sorbía los mocos
y meditaba, y poco a poco se le ocurrieron algunos pensamientos alentadores de
caballerosidad, de poesía y de hazañas que aún le quedaban por hacer, de
amplias praderas donde pacen los ganados, bajo el sol y el viento; de huertos,
de hierbas aromáticas, de cálidas bocas de dragón acosadas por las abejas; y
del reconfortante tintineo de los platos sobre la mesa de la Mansión del Sapo;
y del ruido de las sillas que se arrastran cuando cada uno se sienta en su
sitio. El aire de la estrecha celda parecía rosado; el Sapo empezó a pensar en
sus amigos, que seguramente podían ayudarlo, y en abogados a los que les habría
encantado llevar su caso.
¡Qué tonto había sido de no ponerse en contacto con alguno de ellos! Y,
para terminar, pensó en lo inteligente e ingenioso que él era, y en todo lo que
podía hacer si se empeñara; y casi se curó del todo. Cuando unas horas más
tarde regresó la chica, traía una bandeja con una taza de oloroso y humeante
té, y un plato lleno de tostadas con mantequilla muy calientes, bien gordas y
bien hechas por ambos lados, y las gotas de mantequilla se escurrían por los
agujeros del pan, como la miel se escurre del panal. El olor de las tostadas
con mantequilla le hablaba al Sapo con una voz bien clara; le hablaba de las
cocinas cálidas, de los desayunos en las mañanas claras y frías, del fuego
acogedor de la chimenea del salón en las noches de invierno cuando, cansado de
caminar, uno se ponía las zapatillas y apoyaba los pies en el guardafuegos; le
hablaba del ronroneo de los gatos satisfechos y del gorjeo de los canarios
soñolientos. El Sapo se enderezó de nuevo, se secó las lágrimas, sorbió el té y
se comió las tostadas, y muy pronto empezó a hablar de sí mismo, y de su casa,
y de sus asuntos, y de lo importante que era, y de cuánto lo admiraban la
mayoría de sus amigos.
La hija del carcelero se dio cuenta de que hablar de aquellas cosas le
hacía tanto bien al Sapo como el mismo té, y lo animó a seguir hablando:
-¡Cuéntame cómo es la Mansión del Sapo! -le preguntó-. ¡Debe de ser
preciosa!
-La Mansión del Sapo -dijo el otro con orgullo- es una residencia
atractiva, propia para un caballero, independiente, muy especial; parte de ella
es del siglo XIV, pero con todas las comodidades modernas. Instalaciones
sanitarias al día. A cinco minutos de la iglesia, de correos y de los campos de
golf. Apropiada para...
-¡Eh! ¡Chico! -dijo la niña, riéndose-. No pienso comprármela. Cuéntame
cosas de la casa. Pero, primero, espera que te traiga más té y tostadas.
Salió un momento, y pronto volvió con otra bandeja. El Sapo, que se
sentía más animado, se las comió con ganas, mientras le hablaba del
embarcadero, del estanque y del huerto; le habló de las pocilgas, de los
establos, del palomar y del gallinero; y de la granja, de la lavandería, de los
aparadores llenos de porcelanas, del cuarto de la plancha (eso a ella le gustó
mucho) y del salón de banquetes, y de lo bien que se lo pasaban cuando todos
los animales se reunían alrededor de la mesa, y el Sapo estaba en su mejor
momento, y cantaba canciones, contaba chistes, y llevaba las riendas de todo.
Luego la niña le pidió que le hablase de sus amigos animales, y le interesó
mucho todo lo que él le contó de su manera de vivir y de pasar el tiempo. Por
supuesto, no le dijo que a ella le gustaban los animales domésticos, pues se
dio cuenta de que aquello ofendería al Sapo.
Cuando por fin la chica se retiró, después de llenarle la jarra del
agua y de sacudir un poco la paja, el Sapo era de nuevo el animal optimista y
satisfecho que había sido siempre. Cantó un par de canciones, de aquellas que
solía cantar durante los banquetes, se acurrucó en la paja y durmió como un
lirón, gozando de los más felices sueños. Además de ésta, tuvieron muchas otras
conversaciones interesantes, y así se fueron pasando los tristes días. A la
hija del carcelero le daba mucha pena el Sapo, y le parecía una injusticia que
un pobre animalito estuviese en la cárcel por haber cometido una ofensa tan
poco importante. Por supuesto, el Sapo, que era tan vanidoso, pensaba que el
interés que la chica mostraba por él era señal de una creciente ternura, y
lamentaba que el abismo social entre ellos fuera tan grande, ya que ella era
una linda muchacha y obviamente lo admiraba mucho.
Una mañana la chica estaba muy pensativa, y contestaba distraída, y al
Sapo le pareció que no prestaba bastante atención a sus graciosas palabras e
ingeniosos comentarios. Por fin la muchacha le dijo:
-Sapo, escúchame, por favor. Tengo una tía que es lavandera.
-Bueno, qué se le va a hacer-le contestó condescendiente el Sapo-. No
pienses más en ello. Yo tengo algunas tías que deberían de ser lavanderas.
-Cállate un momento, Sapo -dijo la niña-. Tu peor defecto es que hablas
demasiado. Estoy intentando pensar y me estás levantando dolor de cabeza. Como
te iba diciendo tengo una tía que es lavandera. Ella es la que lava la ropa de
los prisioneros... Tratamos de que todos los negocios del castillo se queden en
familia, ¿entiendes? Recoge la ropa sucia el lunes por la mañana y la trae
limpia el viernes por la tarde. Hoy es jueves. Se me ha ocurrido una idea: tú
eres muy rico..., por lo menos, eso es lo que me cuentas siempre..., y ella es
muy pobre. Un par de libras no te suponen ninguna diferencia, pero a ella sí. A
mí me parece que, si se le hace una buena oferta, un soborno, creo que es la
palabra que usáis los animales, podrías llegar a un acuerdo para que ella te
deje su ropa y su cofa, y te podrías escapar del castillo vestido de lavandera
oficial. Al fin y al cabo, os parecéis mucho..., tenéis el mismo tipo.
-Lo dudo mucho-dijo el Sapo ofendido-. Yo tengo muy buen tipo, teniendo
en cuenta lo que soy.
-Mi tía también -contestó la niña-, teniendo en cuenta lo que es. Pero
haz lo que quieras. Eres un animal horrible, vanidoso y desagradecido. ¡Yo sólo
quería ayudarte porque me dabas pena!
-Sí, sí, claro. Muchas gracias -dijo el Sapo apresuradamente-. ¡Pero
escucha! ¡No supondrás que el señor Sapo, de la Mansión del Sapo, salga vestido
de lavandera!
-¡Entonces el señor Sapo se puede quedar aquí! -dijo enfadada la niña-.
¡Me supongo que querrás marcharte en carroza!
El honrado Sapo estaba siempre dispuesto a reconocer sus errores.
-Eres una chica buena e inteligente –le dijo-, y yo, un Sapo vanidoso y
estúpido. Si eres tan amable, preséntame a tu tía, y estoy seguro de que la
excelente dama y yo llegaremos a un acuerdo.
A la tarde siguiente la muchacha introdujo en la celda del Sapo a su
tía, que traía la ropa limpia del Sapo envuelta en una toalla. La anciana
estaba preparada de antemano para la visita, y los soberanos de oro que el Sapo
había dejado encima de la mesa bien a la vista dejaron poco lugar a
discusiones. A cambio de aquellas monedas, el Sapo recibió un vestido de
algodón estampado, un delantal, un chal y una vieja cofia negra; la única
condición que puso la anciana fue que la dejasen maniatada y amordazada en un
rincón. Les explicó que de esta manera, y con un poco de imaginación, esperaba
que no la despidiesen, a pesar de las apariencias sospechosas de aquella
situación.
Al Sapo le encantó la idea, ya que esto le proporcionaría la ocasión de
escaparse con cierto estilo, y así mantendría su fama de ser un tipo peligroso.
De modo que ayudó a la hija del carcelero para que la tía apareciera como
víctima de unas circunstancias fuera de su control.
-Ahora te toca a ti, Sapo -dijo la niña-. Quítate la chaqueta y el
chaleco; ya estás bastante gordo.
Y muerta de risa, le abrochó el vestido de algodón estampado, le
arregló lo mejor que pudo el chal, y le ató la vieja cofa a la cabeza.
-Eres su vivo retrato -le dijo con una sonrisa-, y estoy segura de que
nunca has estado más elegante. Y ahora, adiós, Sapo, y buena suerte. Regresa
por el mismo camino por donde viniste; y si alguien se mete contigo, y es
probable que lo hagan, pues son hombres, puedes contestarles cualquier cosa,
pero recuerda que eres una viuda sola en el mundo, y que tienes que salvar tu
reputación.
Con el corazón tembloroso y el paso tan firme como le era posible, el
Sapo emprendió cauteloso lo que para él era una aventura peligrosísima. Pero
pronto se dio cuenta de lo fácil que era todo, y se sintió un poco humillado al
pensar que aquella popularidad, sin duda debida a su feminidad, pertenecía a
otra persona. La forma achaparrada de la lavandera y el conocido vestido de
algodón estampado eran un pasaporte que franqueaba todas las puertas y verjas
cerradas. Incluso cuando se paró para pensar de qué lado tenía que ir, un
guarda lo sacó de dudas, llamándolo para que se marchara pronto y que él
pudiera irse a cenar. Las bromas y los graciosos comentarios, a los cuales
tenía que encontrar una respuesta rápida y eficaz, eran sin duda el mayor
peligro, ya que el Sapo tenía un gran sentido de la dignidad, y las bromas y
comentarios eran demasiado ingenuos y torpes para su gusto, y no les veía la
gracia. Sin embargo se aguantó como pudo el mal genio, adaptó las respuestas al
supuesto carácter de sus interlocutores, e hizo lo que pudo para no sobrepasar
los límites del buen gusto.
Le pareció que había tardado horas en llegar a la última puerta, y
rechazó la insistente invitación del último cuarto de guardias, y esquivó los
brazos abiertos del último centinela, que con simulada pasión le rogaba un
abrazo de despedida. Por fin oyó tras él el postigo de la puerta principal, y sintió
sobre su preocupada frente el aire fresco del mundo exterior. ¡Era libre!
Aturdido por el fácil éxito de su valiente hazaña, apresuró el paso
hacia las luces del pueblo, sin tener ni idea de lo que le convenía hacer. Sólo
estaba seguro de una cosa: que tenía que alejarse lo más pronto posible de
aquel lugar donde la señora que él tenía que imitar era tan popular y conocida.
Mientras caminaba meditando, unas luces rojas y verdes a lo lejos, a un
lado del pueblo, le llamaron la atención, y pudo oír los bufidos y resoplidos
de las locomotoras y el ruido de las maniobras de unos vagones de mercancías.
« ¡Ajá! -pensó-. ¡Qué suerte tengo! Lo que mejor me viene en este
momento es una estación de ferrocarril; y además no necesito atravesar el
pueblo para llegar hasta ella. No puedo soportar la humillación de ir vestido
de mujer. Puede que sea muy eficaz, pero es un insulto a mi dignidad.»
Así que se dirigió hacia la estación, consultó el horario y vio que un
tren con destino más o menos en dirección de su casa salía en media hora.
-¡Más suerte aún!- exclamó el Sapo de buen humor. Y se dirigió a la
taquilla para sacar el billete.
Dio el nombre de la estación más cercana al pueblo donde se encontraba
la Mansión del Sapo, y metió la mano en donde tendría que haber estado el
bolsillo de su chaleco para buscar el dinero. Pero sólo encontró el vestido de
algodón, que tan bien le había servido hasta aquel momento y que casi había
olvidado. Como en una pesadilla luchó con aquella cosa extraña que parecía
sujetarle las manos, anular todos sus esfuerzos y reírse de él todo el rato.
Pero los demás viajeros que hacían cola se impacientaban, y hacían sugerencias
de más o menos valor y comentarios más o menos oportunos. Por fin y sin saber
cómo consiguió derribar las barreras, alcanzar la meta y llegar al punto en que
siempre se han colocado los bolsillos de todos los chalecos. Y se dio cuenta de
que no había ni dinero, ni bolsillo, ni chaleco.
Recordó con horror que había dejado su chaqueta y su chaleco en la
celda, y por supuesto su agenda, el dinero, las llaves, el reloj, las cerillas,
el estuche de lápices..., todo aquello que hace que la vida merezca la pena de
ser vivida, todo lo que distingue un animal de varios bolsillos (el señor de la
creación) de un bicho inferior con un bolsillo, o con ninguno, que camina como
puede a saltitos o a tropezones, mal dotado para enfrentarse con la vida.
A pesar de su angustia intentó salir de apuros y, recobrado su refinado
estilo de siempre (una mezcla de Caballero y Catedrático), dijo:
-¡Escuche! Me he olvidado el monedero. Déme el billete, por favor, y
mañana mismo le envío el dinero. Me conocen bien por estos lugares.
El empleado miró fijamente, con aquel gorrito negro y deslucido, y
luego se echó a reír.
-¡Ya me imagino lo conocida que es usted, si ha intentado este truco a
menudo! –le dijo-. Así que, por favor, apártese de la ventanilla, señora. ¡Está
usted estorbando a los otros viajeros!
Un anciano caballero que la había estado dando codazos en la espalda
durante un buen rato empujó a un lado, y para colmo lo llamó «buena mujer», lo
cual ofendió al Sapo más que cualquiera de las cosas que le habían ocurrido
aquella tarde. Desconcertado y desesperado, el Sapo caminó ciegamente por el
andén donde estaba parado el tren, mientras unas lagrimitas le cosquilleaban a
cada lado de la nariz. Pensó en lo duro que era estar tan cerca de su hogar, y
que sin embargo le impidiera llegar a él la pedante desconfianza de unos
empleados, y todo por no tener unos condenados chelines.
Muy pronto descubrirían su fuga, saldrían en su busca, lo volverían a
detener y, cargado de cadenas, lo arrastrarían de nuevo hasta la cárcel,
dejándolo allí a pan y agua, sobre la paja; doblarían la guardia y el castigo,
y ¡ay, cómo se burlaría de él la niña! ¿Qué podía hacer? No era muy ágil de
piernas y su tipo por desgracia era fácil de reconocer. ¿Quizá podría
esconderse debajo de uno de los asientos? Lo había visto hacer en ocasiones a
algunos colegiales, cuando se habían gastado el dinero que sus padres les
habían dado para el billete. Mientras iba pensando todo esto, se encontró
delante de la locomotora, que su afectuoso conductor, un hombretón que sujetaba
en una mano una lata de aceite y en la otra unos trapos, estaba aceitando y
limpiando.
-¡Qué hay, abuela! -dijo el maquinista-. ¿Qué te pasa? No pareces muy
contenta.
-¡Ay, señor! -se lamentó el Sapo, poniéndose de nuevo a llorar-. Soy
una pobre y desgraciada lavandera, y he perdido todo mi dinero, y no puedo
pagar el billete de tren: ¡y tengo que regresar a casa esta noche, y no sé qué
hacer! ¡Ay de mí, ay de mí!
-¡Qué mala suerte! -dijo pensativo el maquinista-. Has perdido todo tu
dinero... y no puedes regresar a casa... y me supongo que tienes hijitos que te
esperan en casa.
-¡Un montón de ellos! -sollozó el Sapo-. ¡Y estarán hambrientos... y
jugando con cerillas... y volcando las lámparas, pobres chiquillos... Y estarán
peleando, y todo eso... ¡Ay de mí!
-Mira, te diré lo que voy a hacer -dijo el bueno del maquinista-. Dices
que eres lavandera, ¿verdad? Fenómeno. Y yo soy maquinista, como te habrás dado
cuenta. Y de verdad que es un trabajo sucísimo. Mancho muchas camisas, y mi
mujer está más que harta de tener que lavarlas. Si lavas algunas de las camisas
cuando llegues a tu casa, y luego me las mandas, te llevaré en mi locomotora.
Va contra las normas de la Compañía, pero, en lugares tan remotos como éste, no
somos tan exigentes.
La tristeza del Sapo se cambió en éxtasis mientras se subía a toda
prisa a la locomotora. Por supuesto que nunca en su vida había lavado una
camisa, ni sabía cómo hacerlo. Pero de todas formas tampoco pensaba intentarlo.
Sin embargo pensó: «Cuando llegue a la Mansión del Sapo, y vuelva a tener
dinero y unos bolsillos para guardarlo, le mandaré al maquinista lo suficiente para
pagar todos los lavados que quiera, y será lo mismo, o incluso mejor».
El guarda agitó el banderín, el maquinista le contestó con un alegre
silbido, y el tren se puso en marcha. A medida que aumentaba la velocidad, el
Sapo podía ver a ambos lados campos de verdad, árboles, setos vivos, vacas,
caballos, que pasaban volando. Y a cada minuto que pasaba él se sentía más
cerca de la Mansión del Sapo, de sus amigos que lo entendían, del dinero que
tintineaba en el fondo del bolsillo, y de una cama blanda, de la buena comida,
de la admiración de sus amigos cuando les contase sus aventuras y lo listo que
había sido. Así que se puso a dar saltos y a gritar, y a cantar, lo cual
sorprendió mucho al maquinista, que había conocido a algunas lavanderas, pero
ninguna como aquélla.
Habían ya recorrido varias millas, y el Sapo estaba pensando en la cena
que se iba a preparar, cuando se fijó en el maquinista, que estaba inclinado a
un lado de la locomotora y escuchaba atento con una expresión de inquietud en
el rostro. Lo vio trepar sobre el carbón, y mirar por encima del tren. Luego se
volvió hacia el Sapo y le dijo:
-¡Qué raro! Este es el último tren que va en esta dirección esta noche.
¡Y, sin embargo, juraría que nos sigue otro tren!
El Sapo dejó de hacer tonterías. Se puso serio y deprimido. Le dolía la
espalda y las piernas, y tuvo que sentarse, intentando no pensar en lo que
podía suceder.
Para entonces la luna brillaba clara y el maquinista, subido en lo alto
del carbón, podía divisar todo lo que sucedía hasta una buena distancia. De
pronto gritó:
-¡Ahora se ve muy bien! ¡Hay una locomotora en nuestra vía, y se acerca
a gran velocidad! ¡Parece que nos persiguen!
El pobre Sapo, agazapado sobre el polvillo del carbón, intentaba
ansiosamente encontrar una solución.
-¡Nos van a alcanzar! -gritó el maquinista- ¡Y la máquina va cargada de
gente rarísima! Viejos centinelas con alabardas, policías con cascos y porras,
y unos hombres muy mal vestidos, que sin duda son detectives de paisano, con
pistolas y bastones; y todos hacen señales y gritan: ¡Alto! ¡Alto!
Entonces el Sapo cayó de rodillas entre el carbón y, con las manos
juntas, le suplicó:
-¡Por favor, sálveme, querido y bondadoso señor maquinista, y le
confesaré todo! ¡No soy una lavandera! ¡Ni tengo hijitos que me esperan en
casa! Soy un Sapo..., el conocido y popular señor Sapo, propietario de una
Mansión. Gracias a mi inteligencia y valentía, me acabo de escapar de un
horrible calabozo donde me habían encerrado mis enemigos. Y si los hombres de
aquella locomotora me alcanzan, me atarán con cadenas y pondrán al pobre,
desdichado e inocente Sapo a pan y agua y tristeza.
El maquinista lo miró muy serio y le preguntó:
-Dime la verdad, ¿por qué te metieron en la cárcel?
-Por muy poca cosa -dijo el pobre Sapo poniéndose rojo como un tomate-.
Tomé prestado un automóvil mientras los dueños estaban comiendo; total, ellos
no lo necesitaban en aquel momento. No era mi intención robarlo, se lo aseguro;
pero ya sabe como es la gente, sobre todo los jueces. ¡Se lo toman todo tan a
pecho!
El maquinista lo miró muy enfadado y le dijo:
-Has sido un Sapo muy malo, y sería mi deber entregarte a la justicia.
Pero veo que estás muy angustiado, así que no te abandonaré. Además, no me
gustan los automóviles. Y menos aún que unos policías me den órdenes cuando
estoy en mi locomotora. Y ver llorar a un animal me ablanda el corazón. ¡Así
que alégrate, Sapo! ¡Haré lo que pueda, y los venceremos!
Amontonaron el carbón lo más rápido que pudieron; el horno rugía y
hacía saltar chispas, pero sus perseguidores ganaban terreno. El maquinista
suspiró y, limpiándose el sudor de la frente, dijo:
-Esto es inútil, Sapo. Ellos no tienen vagones, y tienen una locomotora
mejor. Sólo nos queda una solución, y es tu única oportunidad, así que presta
atención a lo que te voy a decir. Un poco más adelante hay un túnel muy largo,
y del otro lado hay un bosque espeso. Yo iré a toda velocidad por el túnel,
pero ellos frenarán un poco, para evitar un posible accidente. Cuando salgamos
del túnel, cerraré el vapor y frenaré lo más rápido que pueda. Salta en cuanto
puedas y escóndete en el bosque, antes de que los otros salgan del túnel y te
vean. Entonces aceleraré de nuevo, y me pueden perseguir a mí si les da la
gana, hasta que se harten. ¡Y ahora prepárate para saltar cuando yo te avise!
Amontonaron más carbón, y el tren se metió a toda velocidad en el
túnel, y el motor rugió y bramó y resopló y salieron del túnel a toda prisa, al
aire fresco y a la paz de la luz de la luna, y vieron el bosque oscuro y
acogedor a ambos lados de las vías. El maquinista cerró el vapor y metió el
freno, el Sapo se colocó en el escalón y, cuando la velocidad del tren hubo
disminuido lo suficiente, oyó al maquinista gritar: ¡Ahora! ¡Salta!
El Sapo saltó, dio una voltereta por la ladera y, levantándose sano y
salvo, se adentró en el bosque y se escondió. Asomó la nariz y vio que el tren
aceleraba de nuevo y desaparecía a toda velocidad. Entonces por la boca del
túnel apareció la otra locomotora, rugiendo y silbando, con su abigarrada
tripulación, que agitaba sus armas y gritaba: ¡Alto! ¡Alto! ¡Alto!
Cuando por fin desaparecieron, el Sapo soltó una carcajada... por
primera vez desde que lo metieron en la cárcel. Pero pronto dejó de reírse
cuando se puso a pensar que era muy tarde, y todo estaba muy oscuro, y hacía
frío, y estaba en un bosque desconocido, sin dinero y sin esperanza de poder
cenar, aún demasiado lejos de amigos y de casa. Le chocó el silencio absoluto
que lo rodeaba, después del traqueteo del tren. No se atrevía a dejar el
refugio de los árboles, así que se internó en el bosque, esperando alejarse lo
antes posible de la vía del tren.
Después de tantas semanas de encierro, el Sapo encontraba el bosque
extraño, poco amable y algo burlón. El traqueteo mecánico de las chotacabras le
hacían pensar que el bosque estaba lleno de carceleros que lo buscaban y lo
rodeaban. Una lechuza arremetió contra él sin hacer ruido, y le rozó el hombro
con un ala. Horrorizado, el Sapo pegó un brinco, creyendo que era una mano. Entonces
la lechuza se alejó volando y riéndose: ¡hu, hu, hu!, y el Sapo pensó que
aquello era una broma de muy mal gusto. Más tarde encontró un zorro, que se
detuvo y, mirándolo de arriba a abajo con los ojos burlones, le dijo:
-¡Hola, lavandera! Esta semana me falta un calcetín y una funda de
almohada. ¡Procura que no vuelva a ocurrir!
Y luego se marchó riéndose. El Sapo buscó una piedra para tirársela,
pero no encontró ninguna, y esto lo irritó. Pero estaba tan cansado, tan
hambriento y tenía tanto frío, que buscó un tronco hueco, se hizo una cama con
ramitas y hojas secas, y se quedó profundamente dormido hasta el amanecer.
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