CAPITULO VI
El señor Sapo
Era una hermosa mañana de principios de verano; el río había vuelto a
su cauce normal y a su acostumbrado ritmo, y el sol caliente parecía sacar de
la tierra, como si lo tirase desde el extremo de una cuerda, cualquier
brotecillo que fuese verde, frondoso y puntiagudo. El Topo y la Rata de agua se
habían levantado al amanecer y estaban muy ocupados con todo lo relativo a
barcos y al comienzo de la temporada de navegación, pintando y barnizando,
arreglando remos y cojines, buscando bicheros perdidos y un montón de cosas
más. Y estaban terminando de desayunar en el saloncito y discutiendo sus planes
para el día, cuando de repente llamaron a la puerta.
-¡Vaya! -dijo la Rata, que estaba a medio comer un huevo-. Por favor,
Topito, ya que has terminado, ve a abrir la puerta.
El Topo salió y la Rata pudo oír un grito de sorpresa. El Topo abrió la
puerta de golpe y anunció solemnemente:
-¡El señor Tejón!
Sin duda era una cosa maravillosa que el Tejón hiciera una visita a
ellos o a cualquier otro. De costumbre había que cazarlo, si de verdad
necesitabas verlo, mientras se deslizaba silenciosamente a lo largo de un seto,
muy de mañana o a última hora de la tarde, o tenías que ir hasta su casa en
medio del Bosque Salvaje, lo cual era una peligrosa aventura.
El Tejón se quedó parado en medio del saloncito y miró a los dos
animales con la cara muy seria. La Rata dejó caer la cuchara sobre el mantel y
lo miró boquiabierta.
-¡Ha llegado la hora! -dijo solemnemente el Tejón.
-¿Qué hora? -preguntó inquieta la Rata, mirando el reloj encima de la
chimenea.
-Querrás decir la hora de quién-contestó el Tejón-. ¡Pues la del Sapo!
¡La Hora del Sapo! Dije que me encargaría de él en cuanto pasara el invierno,
¡y me voy a encargar de él hoy mismo!
-¡La Hora del Sapo, por supuesto! –gritó encantado el Topo-. ¡Hurra!
¡Ya me acuerdo! ¡Nosotros le enseñaremos a ser un Sapo sensato!
-Hay que hacerlo esta misma mañana - añadió el Tejón, sentándose en una
butaca-. Anoche me enteré de buena fuente que el Sapo ha encargado otro coche
nuevo y de gran potencia. Seguramente en
este mismo momento el Sapo se está engalanando con ese disfraz tan horrendo y
que tanto le gusta, y que lo convierte, a él que es un Sapo de bastante buen
ver, en un Objeto odioso para cualquier animal de buen gusto que se cruce con
él. Tenemos que poner manos a la obra antes de que sea demasiado tarde. Tenéis
que acompañarme ahora mismo a la Mansión del Sapo, y podremos llevar a cabo la
misión de rescate.
-¡Tienes razón! -gritó la Rata, levantándose de un brinco-. ¡Es nuestro
deber rescatar al pobre e infeliz animal! ¡Lo convertiremos! ¡Será el Sapo más
sensato que ha existido jamás!
Se pusieron en marcha guiados por el Tejón, para llevar a cabo su
misión de salvamento. Cuando los animales van juntos, siempre caminan de una
manera lógica y sensata, en fila india, en vez de ir uno junto a otro, todo a
lo ancho de la carretera, cosa que dificultaría el poder ayudarse unos a otros
en caso de peligro inesperado.
Cuando llegaron a la entrada de coches de la Mansión del Sapo,
encontraron allí estacionado frente a la casa, y tal y como el Tejón les había
anunciado, un coche nuevo y resplandeciente, muy grande y pintado de rojo vivo
(el color preferido del Sapo). Al acercarse a la puerta, ésta se abrió de golpe
y apareció el señor Sapo, ataviado con anteojos, gorra, polainas y un enorme
abrigo, y bajó las escaleras muy ufano, poniéndose los guantes.
-¡Hola, chicos! ¡Venid! -gritó con alegría al verlos-. Llegáis justo a
tiempo para dar un..., esto..., un alegre..., para dar un... alegre...
Su tono cordial desapareció cuando notó la mirada severa de sus
silenciosos amigos, y no pudo acabar la invitación. El Tejón subió los
escalones.
-¡Llevadlo dentro! -ordenó con seriedad a sus compañeros.
Luego, mientras empujaban al Sapo hacia el interior de la mansión, a
pesar de sus protestas, el Tejón se volvió hacia el chófer encargado del coche
nuevo y le dijo:
-Me temo que por el momento no harán falta sus servicios. El señor Sapo
ha cambiado de parecer. Ya no necesita el coche. Por favor, dése cuenta de que
esto es definitivo. No hace falta que siga esperando.
Luego entró en la casa y cerró la puerta.
-¡Vamos a ver! -le dijo al Sapo cuando estuvieron los cuatro en el
salón-. ¡Para empezar, quítate todos esos trapos de encima!
-¡Ni hablar! -contestó el Sapo enérgicamente-. ¿Se puede saber qué os
proponéis? ¡Exijo una explicación ahora mismo!
-Vosotros dos, desvestidlo -ordenó el Tejón.
Tuvieron que tumbar al Sapo en el suelo, que pataleaba y los insultaba,
antes de poder quitarle nada. Entonces la Rata se sentó encima de él, y el Topo
le fue quitando una a una todas las prendas de su uniforme, y lo pusieron otra
vez de pie. Fue como si, al quitarle aquella indumentaria, también le hubieran
quitado gran parte de su aire fanfarrón.
Ahora que ya no era el Terror de la Carretera, sino simplemente el Sapo,
se reía y los miraba con ojos suplicantes, como si entendiese perfectamente de
qué se trataba.
-Mira, Sapo, sabías que pronto o tarde esto tendría que acabar así -le
explicó el Tejón muy serio-. No has escuchado ninguna de nuestras advertencias,
y te has dedicado a derrochar todo el dinero que heredaste de tu padre, y nos
estás dando mala fama a todos los animales de esta zona por culpa de tus
accidentes y peleas con la policía. La independencia está muy bien, pero
nosotros, los animales, nunca permitimos que uno de nuestros amigos haga el
ridículo más allá de ciertos límites; y tú has llegado al límite. Así que mira.
Tú eres un buen chico, y no quiero enfadarme contigo. Te doy una última
oportunidad para que intentes ser sensato. Ven conmigo al gabinete que tengo
que decirte unas cuantas verdades, y ya veremos si cambias o no de opinión.
Agarró al Sapo por el brazo y se lo llevó al gabinete, y cerró la puerta tras
él.
-¡Eso no servirá de nada! -dijo la Rata desdeñosa-. ¡No sirve de nada
hablar con el Sapo! ¡Dirá cualquier cosa!
Se sentaron en unos sillones y esperaron pacientemente. A través de la
puerta cerrada podían oír el murmullo continuo del Tejón, que subía y bajaba en
oleadas de oratoria. Luego se dieron cuenta de que el sermón se interrumpía a
intervalos por unos sollozos prolongados, que por supuesto procedían del Sapo,
que al fin y al cabo tenía buen corazón y era fácil convencerlo, por lo menos
durante un tiempo, de cualquier cosa.
Al cabo de tres cuartos de hora se abrió la puerta y apareció el Tejón,
llevando de la mano al pobre Sapo. El pellejo le colgaba como un saco, le
temblaban las piernas y las lágrimas provocadas por el conmovedor discurso del
Tejón habían dibujado surcos en sus mejillas.
-Siéntate, Sapo -dijo amablemente el Tejón, señalando una silla. Y
prosiguió-: Amigos, me agrada poder informaros de que por fin el Sapo ha
reconocido sus errores. Está muy arrepentido de haberse portado tan mal, y está
dispuesto a olvidarse para siempre de los coches. Y me ha dado su palabra de
honor.
-¡Qué buena noticia! -dijo el Topo muy serio.
-Muy buena noticia -comentó la Rata dudosa-, sólo que..., sólo que...
Mientras decía esto miraba muy fijamente al Sapo, y le pareció adivinar algo
parecido a un centelleo en los ojos tristes del animal.
-Sólo queda una cosa por hacer-prosiguió complacido el Tejón-. Sapo,
quiero que repitas delante de tus amigos todo lo que me acabas de decir ahí
dentro. Para empezar, ¿te arrepientes de todo lo que has hecho y admites que
era todo una locura?
Hubo una pausa muy larga. El Sapo miraba desesperado a un lado y al
otro, mientras los otros animales esperaban en silencio.
Y por fin habló:
-¡No! -dijo de mal humor, pero resuelto-. No me arrepiento de nada. ¡Y
no fue todo una locura! ¡Fue una maravilla!
-¿Qué? -gritó el Tejón escandalizado-. No me vuelvas a las andadas. ¿No
me dijiste ahí dentro...?
-Oh, sí, sí, ahí dentro -dijo el Sapo impaciente-. Hubiera dicho
cualquier cosa ahí dentro. Eres tan elocuente, querido Tejón, tan conmovedor y
tan convincente. Y lo explicas todo tan bien, que ahí dentro podías hacer lo
que quisieras conmigo, y lo sabías. Pero me lo he estado pensando, y la verdad
es que no me arrepiento de nada, así que de nada sirve decir que lo siento,
¿verdad?
-¿Así que no nos prometes que jamás volverás a tocar un coche? -dijo el
Tejón.
-¡Desde luego que no! -contestó el Sapo con énfasis-. Por el contrario,
os doy mi palabra de honor de que en el primer automóvil que vea, ¡pop! ¡pop!,
me largo.
-¿Qué te había dicho? -comentó la Rata al Topo.
-Muy bien -dijo el Tejón con firmeza mientras se ponía de pie-. Si no
te convencemos por las buenas, tendremos que hacerlo por las malas. Ya me temía
yo que tendríamos que llegar a esto. Ya nos has pedido muchas veces que nos
quedemos contigo unos días en tu hermosa mansión; pues nos quedamos. No nos
marcharemos hasta que te hayamos convencido de que tenemos razón. Vosotros,
llevadlo a su habitación y encerradlo allí hasta que hayamos decidido lo que
vamos a hacer.
-Es por tu propio bien, Sapito, ya lo sabes -dijo amablemente la Rata
mientras se llevaban al Sapo, que pataleaba como un endemoniado-. Piensa en lo bien
que nos lo vamos a pasar todos juntos, como solíamos hacer, una vez que te haya
pasado esta..., ¡esta locura!
-Nosotros nos encargamos de todo hasta que te pongas bueno, Sapito
-dijo el Topo-, y no malgastaremos tu dinero como tú.
-Ya no tendrás más peleas con la policía, Sapo-dijo la Rata mientras lo
metían en su habitación.
-Ni tendrás que pasar semanas enteras en el hospital, Sapo -añadió el
Topo, echando el cerrojo de la puerta.
Mientras bajaban las escaleras, el Sapo los insultaba por el ojo de la
cerradura: los tres amigos se reunieron para discutir la situación.
-Va a ser un asunto pesado -dijo el Tejón con un suspiro-. Nunca había
visto al Sapo tan decidido. Pero aguantaremos hasta el final. No debemos
dejarlo solo ni un momento. Nos tendremos que ir turnando, hasta que ese veneno
salga de su cuerpo.
Pusieron los relojes a punto. Los tres se turnaban para dormir una
noche cada uno en la habitación del Sapo, y para acompañarle de día. Por
supuesto, al principio el Sapo les dio mucho la lata. Cuando le daban ataques
muy violentos, colocaba las sillas de la habitación como si fueran las piezas
de un coche y se sentaba en una de ellas, inclinado hacia delante y con la
mirada fija, haciendo ruidos de lo más groseros; de repente, pegaba un brinco por
los aires y caía en medio de las sillas destrozadas feliz y satisfecho. Sin
embargo y con el tiempo, estos violentos ataques se hicieron menos frecuentes,
y sus amigos procuraron distraerle con cosas nuevas. Pero su interés por otros
asuntos no volvía, y estaba cada vez más triste y deprimido.
Una hermosa mañana la Rata, que estaba de turno, subió a relevar al
Tejón, que estaba deseando salir a estirar las patas y dar un largo paseo por
el bosque y sus madrigueras.
-El Sapo aún está en la cama -le dijo a la Rata mientras salía-. Habla
poco. Sólo dice que lo dejemos en paz, que no necesita nada, que ya se
encuentra mejor, que seguro que con el tiempo se pone bueno, y que no nos
preocupemos tanto por él. ¡Así que ten cuidado, Rata! Cuando el Sapo se porta bien,
como un niño que se quiere ganar un premio, es el momento más peligroso. Seguro
que está tramando algo. ¡Lo conozco! Bueno, yo me marcho.
-¿Cómo estás hoy, chico? -preguntó alegre la Rata, acercándose a la
cama del Sapo.
Tuvo que esperar unos minutos antes de recibir una respuesta. Por fin
una voz débil le contestó:
-Muchas gracias, Ratita. Té agradezco que te intereses por mí. Pero
dime, y tú, ¿cómo estás? ¿Y el bueno del Topo?
- Nosotros estamos muy bien -le contestó la Rata. Y añadió sin darse
cuenta de lo que hacía-: El Topo ha salido a pasear con el Tejón; no volverán
hasta la hora de comer, así que podemos pasar una mañana muy entretenida los
dos juntos, y procuraré distraerte. Venga, levántate, sé bueno, y no estés
haciendo el vago en una hermosa mañana como ésta.
-Mi querida Ratita -susurró el Sapo-, ¿es que no te das cuenta del
estado en que me encuentro? ¡Ya no puedo levantarme, y me temo que nunca
volveré a hacerlo! Pero no te preocupes por mí. No me gusta ser una carga para
mis amigos, y espero dejar de serlo muy pronto. ¡De veras que lo espero!
-Yo también lo espero -dijo la Rata de buen humor-. Ya nos has dado
bastante la lata, y me alegra saber que esto no durará mucho. ¡Y con este
tiempo, la temporada de navegación ya ha empezado! ¿No te da vergüenza, Sapo? Y
no es que nos importe, pero nos estás haciendo perder un montón de cosas.
-Me temo que sí os importa –contestó lánguidamente el Sapo-. Os
comprendo. Es normal. Estáis hartos de mí. No tengo derecho a pediros nada más.
Soy un fastidio, ya lo sé...
-Desde luego que sí -dijo la Rata-. Pero me tomaría todas las molestias
del mundo con tal de que fueras sensato.
-Si supiese que era cierto, Ratita - murmuró débilmente el Sapo-,
entonces te pediría..., puede que sea lo último que te pida..., que vayas al
pueblo..., quizá ya sea demasiado tarde..., y busques al médico. Pero no te
molestes, quizá sea mejor dejar que las cosas sigan su curso.
-¿Para qué quieres un médico? –preguntó la Rata acercándose a
examinarlo. Estaba tendido muy quieto, hablaba muy bajito y parecía muy
cambiado.
-Te habrás dado cuenta en estos últimos días... -murmuró el Sapo-. Pero
no... ¿Por qué ibas a hacerlo?... Darse cuenta de algo es una molestia. Quizá
mañana pienses: «¡Si me hubiera dado cuenta a tiempo! ¡Si hubiera hecho lo que
me pedía!» Pero no: es una molestia. No importa... Olvida lo que he dicho.
-Mira, muchachote -dijo la Rata, que empezaba a inquietarse-, claro que
iré a buscar al médico, si de verdad crees que lo necesitas. Pero no puedes
estar tan mal. ¿Por qué no hablamos de otra cosa?
-Mi querida amiga-dijo el Sapo, con una sonrisa triste-, me temo que en
un caso como éste no sirve de nada «hablar» ..., de hecho, tampoco el médico
servirá. Y a pesar de todo, uno se aferra a la más mínima esperanza. A
propósito..., ya que hablamos del tema... No quisiera causarte más molestias,
pero, ahora que me acuerdo, pasarás delante de su puerta... ¿Te importaría
decirle al notario que se pase por aquí? Me convendría hablar con él, ya que
hay momentos..., quizá debería decir que hay un momento..., cuando uno tiene
que enfrentarse con tareas desagradables, por mucho que le cueste.
-¡Un notario! ¡Debe de estar muy enfermo! -musitó la Rata muy asustada,
mientras salía de la habitación, sin olvidarse, por supuesto, de cerrar la
puerta con llave.
Ya fuera se detuvo a pensar. Los otros dos estaban ya lejos, así que no
podía pedirles consejo. «Más vale pasarse que quedarse corto», pensó. «Ya sé
que el Sapo se ha creído muy enfermo en otras ocasiones, sin ninguna razón. ¡Pero
nunca lo he oído mandar llamar a un notario! Si de verdad no le pasa nada, el
médico le dirá que es un tontorrón, y lo animará. Así que no perdemos nada. Más
vale seguirle la corriente. Estaré de vuelta enseguida.» Y se marchó a todo
correr en su misión de salvamento.
El Sapo, que había saltado de la cama en cuanto oyó la llave girar en
la cerradura, la miraba por la ventana hasta que desapareció por el paseo de
coches. Luego, con una gran carcajada, se vistió a toda prisa con la ropa más
elegante que pudo encontrar y se llenó los bolsillos con el dinero que tenía
guardado en un cajón de la cómoda. Por último ató las sábanas de su cama, y,
amarrando una punta de la improvisada cuerda al parteluz central de la bonita
ventana estilo Tudor de su atractivo dormitorio, se deslizó hasta el suelo y se
marchó silbando una alegre canción en dirección contraria a la que había tomado
la Rata.
¡Menuda comida le dieron a la pobre Rata cuando regresaron el Topo y el
Tejón y les tuvo que contar aquella historia tan poco convincente! El lector
puede imaginarse los comentarios tan cáusticos, por no decir brutales del
Tejón, así que no hará falta repetirlos. Pero lo que más dolió a la Rata fue
que hasta el Topo, que solía defender a su amiga, acabó por decirle:
-Esta vez has sido un poco tonta, Ratita. ¡Y por si fuera poco, con el
Sapo!
-¡Qué bien lo hizo! -dijo la Rata avergonzada.
-Buena te la hizo! -contestó el Tejón algo brusco-. ¡En fin, de nada
sirve lamentarse! Esta vez se nos ha escapado. Y lo peor es que estará tan
orgulloso de lo listo que ha sido, que podría cometer cualquier locura. El
único consuelo es que ahora estamos libres, y no tenemos que perder más tiempo
haciendo de centinelas. Pero mejor será que nos quedemos un poco más en la
Mansión del Sapo. Pueden traerlo de vuelta en cualquier momento..., en una
camilla, o entre dos policías.
Así hablaba el Tejón sin saber lo que el futuro les tenía reservado, y
cuánta agua turbia tendría que correr bajo los puentes antes de que el Sapo
regresara de nuevo a su Mansión ancestral.
***
Mientras tanto, el alegre e irresponsable Sapo caminaba a buen paso por
la carretera, ya a algunos kilómetros de su hogar. Al principio, había tomado
senderos y cruzado campos, y había cambiado varias veces de ruta, temiendo que lo
persiguiesen; pero ahora se sentía seguro, y el sol brillaba en el cielo, y la
naturaleza entonaba la canción de alabanza que le cantaba su propio corazón, y
casi le entraban ganas de ponerse a bailar por el camino, de lo orgulloso que
se sentía. «¡Qué listo he sido!», se dijo a sí mismo, riendo. «¡El cerebro
contra la fuerza bruta!... Y claro, el cerebro sale ganando... ¡Pobre Ratita!
¡Madre mía, la que se va a armar cuando regrese el Tejón! Es una buena chica,
la Ratita, con muchas cualidades, pero con poca inteligencia y ninguna
educación. Ya me encargaré de ella uno de estos días, a ver si puedo enseñarle
un par de cosas.»
Lleno de pensamientos tan vanidosos como éstos siguió caminando con la
cabeza erguida, hasta que llegó a un pueblecito. Al ver el gran letrero de la
posada «El León Rojo» en medio de la calle principal, se acordó de que no había
desayunado y que estaba muerto de hambre después de la larga caminata. Entró en
la posada, pidió el mejor almuerzo que pudieran prepararle sobre la marcha y se
sentó a comer en el salón del café.
Estaba a medio comer cuando un ruido bastante familiar le hizo pegar un
brinco, y se puso a temblar. El ¡pop! ¡pop! se fue acercando, oyó el coche
girar en el patio y detenerse, y el Sapo se tuvo que agarrar a la pata de la
mesa para controlar la emoción que lo dominaba. Entonces un grupito de viajeros
hambrientos, alegres y charlatanes entró en el salón del café, comentando las
hazañas de la mañana y las cualidades del vehículo que los había llevado hasta
allí. El Sapo escuchó ansioso unos minutos. Pero al fin no pudo soportarlo.
Salió discretamente del salón, pagó la cuenta en la barra y se dirigió al patio
de la posada.
-¿Qué tiene de malo que me ponga a mirarlo? -musitó. El coche estaba en
medio del patio, sin que nadie lo vigilara, ya que los mozos de cuadra y otros
mirones estaban comiendo.
El Sapo caminaba lentamente a su alrededor, inspeccionando y
criticando, sumido en sus pensamientos. «¿Me pregunto», se dijo para sus
adentros, «me pregunto si este tipo de coche arranca con facilidad?» Y de
repente, sin saber cómo, agarró la manivela y la giró. Y cuando oyó el ruido
familiar, su antigua pasión renació en lo más profundo de su alma. Como en un
sueño, se encontró sentado en el asiento del conductor. Como en un sueño,
levantó la palanca, dio la vuelta al patio y salió cruzando la arcada; como en
un sueño, perdió todo el sentido del bien y del mal, y el temor de las posibles
consecuencias de todo aquello. Aceleró y, mientras el coche avanzaba por la
carretera hacia el campo, sólo era consciente de que volvía a ser el Sapo, el
Sapo en su mejor momento, Sapo “el Terror”, el domador del tráfico, el Señor
del sendero, a quien todos debían ceder el paso, so pena de acabar hechos polvo
para siempre jamás. Cantaba mientras volaba, y el coche le contestaba con un
zumbido sonoro; las ruedas se tragaban los kilómetros, mientras avanzaba hacia
lo desconocido, complaciendo sus instintos, viviendo aquel momento,
inconsciente de lo que pudiera suceder más tarde.
***
-En mi opinión -observó contento el Presidente del Tribunal de
Magistrados-, el único problema que se presenta en este caso, por lo demás muy
claro, es hallar un castigo lo suficientemente duro para el incorregible,
insensible y pícaro rufián que tenemos ahí sentado en el banquillo, muerto de
miedo.
Vamos a ver. Sin lugar a dudas es culpable, primero, de robar un
valioso automóvil; segundo, de conducir alocadamente, y tercero, de tratar con
gran impertinencia, a la policía. Señor Escribano, podría decirnos, por favor,
cuál es el castigo más severo que se puede imponer por cada uno de estos
delitos? Y por supuesto, sin tener en cuenta ningún atenuante, ya que no lo
hay.
El Escribano se rascó la nariz con la pluma.
-Algunos consideran -observó- que el robar un automóvil es la peor
ofensa; y así es. Pero sin duda alguna, burlarse de la policía merece el peor
castigo. Y así tiene que ser. De modo que pongamos doce meses por el robo, lo
cual no es mucho: y tres años por conducir a lo loco, que es bastante
indulgente; y quince años por insultar a la policía, sobre todo cuando los
insultos son tan desagradables, a juzgar por lo que hemos podido oír a los
testigos, aunque sólo creyésemos la décima parte de lo que hemos oído (¡que yo
por mi parte prefiero no creer más!)... Si sumamos todo esto nos da diecinueve
años...
-Estupendo -dijo el Presidente.
-Más vale que redondeemos a veinte años, por si las moscas -concluyó el
Escribano.
-¡Buena sugerencia! -asintió el Presidente-. ¡Acusado, serénese y trate
de permanecer firme! Esta vez van a ser veinte años. Y como aparezca de nuevo
ante nosotros por cualquier otro delito, tendremos que tratarlo con rigurosa
severidad.
Y entonces, los brutales servidores de la ley agarraron al desventurado
Sapo, lo encadenaron y se lo llevaron, chillando, rogando y protestando, del
Palacio de Justicia, por la plaza del mercado, donde el burlón populacho,
siempre tan severo con el criminal convicto como compasivo con el perseguido,
se dedicó a insultarlo y a tirarle zanahorias. Pasaron delante de una escuela,
y los inocentes chiquillos sonrieron de placer al ver a un caballero en apuros;
y por el puente levadizo, y bajo el rastrillo y la amenazadora arcada del viejo
y austero castillo, con sus torreones elevadísimos. Pasaron por los cuartos de
la guardia, donde los soldados fuera de servicio les hicieron la burla; delante
de unos centinelas que tosieron con sarcasmo, que es lo máximo que un centinela
de guardia se atreve a hacer para mostrar su desprecio y repugnancia hacia el
crimen. Subieron por la vieja escalera de caracol, pasaron delante de soldados
con cascos y armadura de acero, que lo miraron con ojos amenazadores a través
de sus viseras; cruzaron patios, donde los mastines tiraban de las cuerdas,
intentando echarse sobre él; pasaron junto a carceleros viejísimos, con las
alabardas apoyadas contra la pared, amodorrados frente a un trozo de empanada y
una jarra de cerveza.
Pasaron junto a los instrumentos de tortura, por un pasillo retorcido
que llevaba al patíbulo privado, hasta que llegaron frente a la puerta de la
mazmorra más remota del viejo torreón. Allí, al fin, se detuvieron ante un
viejo carcelero que jugueteaba con un manojo de enormes llaves.
-¡Pardiez! -dijo el sargento de policía, quitándose el casco y
enjugándose la frente-. Levántate, viejo tonto, y encárgate de este Sapo
despreciable, criminal de lo más malvado, pero también astuto y habilidoso.
¡Vigílalo lo mejor que puedas! Y entérate bien, anciano: si sucediera cualquier
desgracia, tu vieja cabeza responderá por la suya..., ¡y lo siento por las dos!
El carcelero asintió con un gesto torvo y agarró al pobre Sapo por el
hombro. La llave oxidada rechinó en la cerradura, la gran puerta se cerró
detrás de ellos. Y el Sapo quedó prisionero e indefenso en el torreón más
remoto de la cárcel mejor guardada del más austero castillo a lo largo y ancho
de la Alegre Inglaterra.
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