CAPÍTULO XI
Las lágrimas llegaron cual tormenta de verano
La Rata sacó su manita, agarró al Sapo por el pellejo de la nuca y tiró
con todas sus fuerzas. Y el Sapo empapado se izó lentamente dentro del agujero,
hasta que por fin se encontró sano y salvo en medio del vestíbulo, cubierto de
barro y algas, y chorreando agua, pero contento y animado como siempre, ahora
que se encontraba en casa amiga y se habían acabado las persecuciones, y se
podía quitar el disfraz, tan impropio de un caballero.
-¡Oh, Ratita! -exclamó-. ¡He tenido tantas aventuras desde la última
vez que te vi, no te lo puedes imaginar! ¡Juicios, sufrimientos, todo vivido
con tanta nobleza! ¡Y luego las fugas, los disfraces, las evasiones, planeadas
y llevadas a cabo con tanta maestría! ¡Me metieron en la cárcel, pero por
supuesto me escapé! ¡Me tiraron a un canal, y nadé hasta la orilla! ¡Robé un
caballo y lo vendí por un buen puñado de monedas! ¡Engañé a todo el mundo, para
que hicieran todo lo que yo quería! ¡Ay, qué Sapo más listo soy! ¡Y no te
puedes imaginar mi última aventura! Ya verás...
-Sapo -dijo la Rata de Agua muy seria-, sube ahora mismo a mi
habitación, y quítate esos andrajos, que pareces una lavandera, y lávate bien,
y ponte algo mío. ¡A ver si es posible que parezcas un caballero! ¡Nunca vi
nada tan zarrapastroso, sucio y vergonzoso en toda mi vida! ¡Deja ya de
fanfarronear y protestar, y haz lo que te he dicho! ¡Luego tengo que hablarte!
El Sapo sintió ganas de contestarle un par de cosillas. Estaba harto de
que le dieran órdenes cuando estaba en la cárcel, y parecía que ahora todo
volvía a empezar. ¡Y encima, por parte de una Rata! Sin embargo vio su reflejo
en el espejo, con aquel sombrero negro inclinado sobre un ojo, y cambió de
opinión. Subió a toda prisa y muy avergonzado al vestidor de la Rata. Luego se
lavó y se frotó, se cambió de ropa y se quedó durante un buen rato
contemplándose con orgullo y placer en el espejo, y pensando lo idiotas que
tenían que haber sido todos los que le tomaron por una lavandera.
Cuando por fin bajó al salón, la comida estaba preparada encima de la
mesa, lo cual agradó al Sapo, ya que había tenido un montón de aventuras
agotadoras y había hecho demasiado ejercicio desde que el gitano le había
ofrecido aquel suculento desayuno. Mientras comían, el Sapo contó a la Rata
todas sus aventuras, poniendo de relieve su inteligencia, maestría y serenidad
en momentos difíciles o de peligro, y haciendo entender que se lo había estado
pasando estupendamente. Pero cuanto más hablaba y se ufanaba, más seria y
silenciosa se ponía la Rata. Cuando por fin el Sapo agotó la conversación, se
quedaron en silencio durante un buen rato. Al cabo de un tiempo la Rata dijo:
-Mira, Sapito, no quiero hacerte sufrir después de todo lo que te ha
sucedido, pero, de verdad, ¿no te das cuenta de que has estado haciendo el
ridículo? Según me dices, te han metido en la cárcel, has pasado hambre, te han
perseguido, aterrorizado, insultado, se han burlado de ti, te han tirado al
agua... ¿Y lo encuentras divertido? ¿Dónde ves la gracia? Y todo porque se te
ocurrió robar un coche. Sabes muy bien que, desde la primera vez que viste un
automóvil, sólo te ha traído desgracias. Pero si de verdad tienes que liarte
con ellos, como siempre te ocurre, ¿por qué tienes que robarlos? Sé un
inválido, si crees que es divertido. O arruínate, para variar, si es que de
verdad te interesa. ¿Pero por qué tienes que ser un presidiario? ¿Cuándo vas a
ser razonable, y pensar en tus amigos, y tener consideración con ellos? ¿Es que
crees que a mí me gusta por ejemplo oír decir a otros animales, cuando paso
cerca de ellos, que yo soy amiga de presidiarios?
En el fondo el Sapo tenía buen corazón, y no le importaba que sus
amigos le criticaran. Y aun cuando más decidido estaba a hacer algo, siempre
podía ver el punto de vista contrario. Así que, aunque la Rata hablaba muy en
serio, él no cesaba de susurrar: «¡Pero si era muy divertido! ¡Divertidísimo!»,
y de hacer extraños ruidos como k-i-k-k-k y pop-pop y otros que recordaban
resoplidos sofocados, o el abrir una botella de agua con gas. Pero, cuando la
Rata hubo acabado, el Sapo suspiró profundamente y dijo con mucha humildad:
-¡Tienes razón, Ratita! ¡Qué razonable eres siempre! Sí, he sido un
estúpido vanidoso y me doy cuenta de ello. Pero desde ahora voy a ser un Sapo
bueno, y nunca más volveré a hacerlo. En cuanto a los coches, ya no me
interesan tanto desde el chapuzón que me di en tu río. De hecho, cuando estaba
colgado del borde de tu agujero recobrando el aliento, se me ocurrió una idea,
una idea excelente, a propósito de barcos de motor... ¡Bueno, bueno, cálmate,
muchacha, cálmate, sólo era una idea, y ahora no vamos a ponernos a hablar de
ella! Vamos a tomar el café, y a fumar un cigarrillo, y a charlar un poco, y
luego me iré tranquilamente a la Mansión, y me pondré mi ropa, y volveré a mi
vida anterior. ¡Estoy harto de aventuras! Me voy a dedicar a una vida tranquila
y respetable, mejorando la Mansión, y también de vez en cuando ocupándome de
los jardines. Siempre habrá algo de comer para mis amigos cuando vengan a
visitarme. Y me voy a comprar un carrito de caballos para pasear por el campo,
como solía hacer antes de que me entraran ganas de hacer cosas.
-¿Irte tranquilamente a la Mansión? - gritó la Rata muy excitada-.
¿Pero qué dices? ¿Es que no te has enterado?
-¿Enterado de qué? -dijo el Sapo, poniéndose muy pálido-. ¡Dímelo,
Ratita! ¡Venga! ¡Cuéntamelo todo! ¿De qué no me he enterado?
-¿Quieres decir-le contestó la Rata golpeando la mesa con el puño- que
no te has enterado de lo que han hecho los Armiños y las Comadrejas?
-¿Qué? ¿Los Habitantes del Bosque Salvaje? -gritó el Sapo tembloroso-.
¡No, ni una palabra! ¿Qué es lo que han hecho?
-¿... Y de cómo han tomado posesión de la Mansión del Sapo? -añadió la
Rata.
El Sapo apoyó los codos en la mesa, y la barbilla en las manos; y dos
lagrimotas le llenaron los ojos, y se escurrieron hasta la mesa, ¡plop! ¡plop!
-Sigue, Ratita -susurró-, cuéntamelo todo. Ya pasó lo peor. Vuelvo a
ser un animal. Podré soportarlo.
-Cuando te... metiste... en todos aquellos... líos -dijo la Rata
lentamente-, o sea, cuando... desapareciste de la sociedad durante algún tiempo
a causa de un malentendido... sobre una...
máquina, ya sabes...
El Sapo asintió con la cabeza.
-Pues por aquí se habló mucho del tema, por supuesto -continuó la
Rata-, no sólo en la Orilla del Río, sino también en el Bosque Salvaje. Los
animales tomaban partido, como suele suceder. Los de la Orilla del Río te
defendían, y decían que te habían tratado muy mal, y que hoy ya no hay
justicia. Pero los animales del Bosque Salvaje hacían comentarios
desagradables, y decían que te lo merecías, y que ya iba siendo hora de que
todo acabara. ¡Y se volvieron muy confiados, y decían que por fin habían acabado
contigo! ¡Que ya nunca más volverías, nunca más!
El Sapo asintió de nuevo, siempre en silencio. Y la Rata continuó:
-¡Así son esos bichos! Pero el Topo y el Tejón te defendían a pesar de
todo, y decían que volverías muy pronto, de una u otra manera. ¡No sabían cómo,
pero volverías!
El Sapo empezó a erguirse y a sonreír.
-Tenían buenos argumentos-continuó la Rata-. Dijeron que ninguna ley
criminal había podido prevalecer contra un descaro y unas artimañas como las
tuyas, amén del poder de un bolsillo bien lleno. Así que decidieron instalarse
en la Mansión, y mantenerla bien aireada, y tenerlo todo preparado para tu
regreso. Por supuesto, no sospechaban lo que iba a suceder, aunque no se fiaban
mucho de los animales del Bosque Salvaje. Ahora te tengo que contar lo más
doloroso y trágico de todo. Una noche oscura, muy oscura y con vientos muy
fuertes, cuando llovía a cántaros, una banda de Comadrejas bien armadas se
deslizaron por el camino hasta la puerta principal. Mientras tanto un grupo de
Hurones se acercaron por el huerto y se apoderaron del patio trasero, de la
cocina y de los cuartos de servicio. Y una banda de guerrilleros Armiños, que
no se detenían ante nada, ocuparon el invernadero y el salón del billar, y se
apostaron junto a las puertas de cristales que dan al jardín. El Topo y el
Tejón estaban sentados frente a la chimenea en el salón, charlando y sin
sospechar nada, ya que la noche no era de lo más propicia para que los animales
estuvieran fuera, cuando de repente los malvados y sanguinarios bichos forzaron
las puertas y los atacaron por todas partes. Ellos se defendieron como
pudieron, pero no sirvió de nada. No tenían armas, y los habían tomado por
sorpresa y, además, ¿qué pueden hacer dos animales contra cientos de ellos?
¡Aquellos bichejos los atacaron con palos y los echaron fuera, con aquel frío y
aquella lluvia, tras haberlos insultado como no se lo merecían!
Entonces el insensible Sapo se rió con desprecio, y luego intentó
recobrar la calma y poner cara de circunstancias.
-Y los animales del Bosque Salvaje han estado viviendo desde entonces
en la Mansión del Sapo -añadió la Rata-. ¡Y menuda vida se dan! Se pasan medio
día en la cama, y desayunan a cualquier hora, y (según me cuentan) la casa está
hecha un revoltijo. Se hartan de comer y beber de lo tuyo, se burlan de ti, y
cantan canciones vulgares sobre..., bueno, sobre cárceles, y jueces, y
policías. Unas canciones horribles y nada graciosas. Y cuentan a todo el mundo
que se van a quedar allí para siempre.
-¡No me digas! -dijo el Sapo, levantándose de golpe y agarrando un
palo-. ¡Ya veremos si es verdad!
-¡No te molestes, Sapo! -gritó la Rata-. ¡Cálmate y siéntate! Te
meterás en más líos.
Pero el Sapo se marchó, y no hubo manera de retenerlo. Caminaba a toda
prisa con el palo sobre el hombro, muy enfadado y refunfuñando, hasta que llegó
a la puerta principal, y entonces apareció detrás de la verja un Hurón largo y
amarillo con un fusil.
-¿Quién va? -dijo bruscamente el Hurón.
-¡Qué absurdo! -contestó el Sapo muy enfadado-. ¿Quién te crees que
eres para hablarme así? Ven aquí ahora mismo, o...
El Hurón ni contestó, y apoyó el fusil en el hombro. El Sapo se tiró al
suelo por prudencia, y, ¡bang!, una bala silbó por encima de su cabeza. El
asombrado Sapo se levantó de un brinco y salió corriendo a toda velocidad
carretera abajo. Y mientras corría, oía la risa del Hurón, y muchas otras
risitas que la acompañaban. Regresó a casa muy desanimado, y contó a la Rata lo
sucedido.
-¿Qué te dije? -contestó la Rata-. No vale la pena. Tienen centinelas,
y todos van armados. Tendrás que esperar. Pero el Sapo no se dio por vencido.
Así que sacó la barca, y fue remando corriente arriba hasta donde el jardín
delantero de la Mansión del Sapo llegaba hasta la orilla.
Cuando estuvo cerca de su antigua casa, dejó de remar y observó con
cuidado el lugar. Todo parecía desierto y tranquilo. Podía ver toda la fachada
de la Mansión, iluminada por el sol de la tarde. Las palomas, en parejas o
tríos, se alineaban en el borde del tejado; el jardín era un incendio de
flores; y el remanso que conducía al cobertizo, y en el puentecito de madera
para cruzarlo todo estaba tranquilo, como esperando su regreso. Primero
intentaría meterse en el cobertizo. Con mucho cuidado remó hasta la entrada del
remanso, y justo cuando pasaba por debajo del puentecito... ¡plaf! Una enorme
piedra cayó del puente y atravesó el fondo de la barca. Esta se llenó de agua y
se hundió, y el Sapo se encontró chapoteando en agua profunda. Miró hacia
arriba y vio a dos Armiños asomados a la barandilla del puente que lo miraban
con alegría.
-¡La próxima vez te caerá en la cabeza, Sapito! -le gritaron.
El Sapo, muy indignado, nadó hasta la orilla, mientras los Armiños
seguían riéndose, animándose el uno al otro, y siguieron riéndose, hasta que casi
tuvieron dos ataques, o sea, un ataque cada uno, por supuesto.
El Sapo regresó a casa a pie, y contó sus frustrantes experiencias a la
Rata de Agua.
-¿Ves? ¿Qué te dije? -contestó la Rata muy enfadada-. ¡Y ahora, ves lo
que has hecho! ¡Me has perdido la barca que tanto me gustaba, eso es lo que has
hecho! ¡Y has echado a perder el traje tan bonito que te presté! ¡Desde luego,
Sapo, no me explico cómo sigues teniendo amigos!
El Sapo se dio cuenta de lo mal que se había portado. Reconoció sus
errores y su locura, y pidió perdón a la Rata por haber perdido su barca y
estropeado su ropa. Y acabó diciendo con aquella sincera sumisión que siempre
desarmaba a sus amigos y conseguía su perdón:
-Ratita, reconozco que he sido un Sapo terco y cabezota. Pero, créeme,
de ahora en adelante seré modesto y sumiso, y no haré nada sin tu buen consejo
y aprobación.
-Si es verdad -contestó la Rata, que tenía buen corazón y que ya se
había calmado-, entonces te aconsejo que, como ya es muy tarde, te sientes a la
mesa, y la cena estará lista en unos minutos. Y ten paciencia, porque estoy
convencida de que no podemos hacer nada hasta que no hayamos hablado con el
Topo y el Tejón, y conozcamos las últimas noticias, y escuchemos su consejo en
esta situación tan difícil.
-¡Ah! Sí, por supuesto, el Topo y el Tejón- dijo el Sapo
despreocupado-. ¿Qué fue de ellos? ¡Ya casi los había olvidado!
-¡Menos mal que preguntas! -contestó la Rata con reproche-. Mientras tú
te paseabas por el país en automóviles carísimos, y montando en pura-sangres, y
desayunando lo más rico de este mundo, los dos pobres y fieles animales han
estado acampando bajo las estrellas, a pesar del mal tiempo, pasándolo mal de
día y durmiendo en el suelo por las noches. Y todo para poder vigilar tu casa,
y no perder de vista a los Armiños y Comadrejas, y poder planear la mejor
manera de devolverte tu propiedad. No te mereces unos amigos tan buenos y
fieles, Sapo, de verdad te lo digo. ¡Algún día, cuando sea demasiado tarde, te
arrepentirás de no haberlos apreciado cuando los tenías!
-Soy un bicho desagradecido, ya lo sé –lloriqueó el Sapo, y le cayeron
lágrimas amargas-. Ahora mismo voy a buscarlos en medio de la noche fría y
oscura, y a compartir sus sufrimientos, y probaros que..., ¡pero espera! ¡Oigo
el tintineo de unos platos en una bandeja! ¡Hurra, la cena está lista! ¡Venga,
Ratita!
La Rata se acordó de que el pobre Sapo había pasado una buena temporada
en la cárcel, y de que había que ser indulgente con él. Le siguió pues hasta la
mesa, y le animó a que comiera para compensar las privaciones pasadas. Cuando
acabaron de cenar y se sentaron en los sillones, se oyó una fuerte llamada a la
puerta. El Sapo estaba nervioso, pero la Rata le hizo una misteriosa señal con
la cabeza, fue a abrir la puerta y entró el señor Tejón. Tenía las apariencias
de alguien que no ha estado en casa desde hace algunos días, y no ha podido
disfrutar de todas sus comodidades. Tenía los zapatos embarrados, y un aspecto
descuidado y desaseado. Pero al fin y al cabo, ni siquiera en sus mejores
momentos el Tejón había sido un caballero elegante. Se acercó con solemnidad al
Sapo, le dio la mano, y dijo:
-¡Bienvenido a casa, Sapo! ¡Ay! ¿Qué estoy diciendo? ¿Casa? Esta no es
una alegre acogida. ¡Pobre Sapo! -Y dándole la espalda, se sentó a la mesa y se
sirvió un buen trozo de empanada fría.
Al Sapo le preocupó esta manera de darle la bienvenida tan seria y de
mal agüero. Pero la Rata le susurró:
-No importa, no te preocupes. Y no le digas nada de momento. Siempre
está un poco pesimista cuando no ha comido nada. Dentro de media hora, será un
animal muy diferente.
Esperaron pues en silencio, y entonces oyeron otro golpecito en la
puerta. La Rata, con una señal de la cabeza al Sapo, fue a abrir y entró el
Topo, muy sucio y desaliñado, con trocitos de paja y heno en la piel.
-¡Hurra! ¡El Sapo ha vuelto! -gritó el Topo radiante-. ¡Qué alegría que
hayas vuelto! – Y empezó a bailar a su alrededor-. ¡No nos imaginábamos que
regresarías tan pronto! ¡Te habrás escapado, me supongo! ¡Qué Sapo más listo e
ingenioso!
La Rata, asustada, le dio un codazo. Pero era demasiado tarde. El Sapo
empezaba a hincharse de nuevo.
-¿Listo? ¡Oh, no! -dijo-. No soy muy listo, según mis amigos. Sólo me
he escapado de la prisión mejor guardada de Inglaterra, ¡eso es todo! ¡Y
capturé un tren y me fugué en él, eso es todo! ¡Y me disfracé y recorrí la
región engañando a todo el mundo, eso es todo! ¡Oh, no! ¡Soy un estúpido, eso
es lo que soy! Te contaré algunas de mis aventuras, Topo, y podrás juzgar por
ti mismo.
-De acuerdo -dijo el Topo mientras se acercaba a la mesa-. ¿Por qué no
me lo cuentas mientras ceno algo? ¡No he comido nada desde el desayuno! ¡Y
tengo un hambre!
Y se sentó y se sirvió una buena porción de carne en fiambre y
pepinillos en vinagre. El Sapo se colocó frente a la chimenea con aire muy
ufano, metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un puñado de monedas de
plata.
-¡Mira! -gritó enseñándoselas-. ¿No está mal, verdad, por un trabajo de
pocos minutos? Y adivina cómo las conseguí, Topo. ¡Robando un caballo!
Increíble, ¿verdad?
-Cuéntamelo todo, Sapo -dijo el Topo con gran interés.
-¿Por qué no te callas, Sapo, por favor? - dijo la Rata-. Y tú no lo
animes, Topo, cuando sabes cómo es. Pero cuéntanos cuál es la situación, y qué
debemos hacer, ahora que el Sapo ha regresado.
-La situación es pésima -contestó malhumorado el Topo-. ¡Y ojalá
supiera lo que debemos hacer! El Tejón y yo hemos recorrido el lugar día y
noche. Y siempre lo mismo. Centinelas por todas partes, fusiles apuntándonos, o
bien nos apedrean. Siempre hay alguien vigilando, y cuando nos ven, se ríen de
nosotros. ¡Eso es lo que más me molesta!
-Es una situación difícil -dijo la Rata muy pensativa-. Pero creo que
sé lo que debería de hacer el Sapo. Os lo explicaré. Yo creo que debería...
-¡Ni hablar! -contestó el Topo con la boca llena-. ¡De eso nada! No
entiendes. Lo que debería de hacer es...
-¡Pues no lo haré, de ninguna forma! - gritó el Sapo malhumorado-. ¡No
voy a aguantar que me deis órdenes, muchachos! Estamos hablando de mi casa, y
yo sé exactamente lo que tengo que hacer. Tengo que...
Entonces se pusieron a hablar los tres al mismo tiempo, y la
conversación era ensordecedora, cuando una voz seca dijo:
-¿Por qué no os calláis los tres de una vez? -y todos se quedaron en
silencio.
Era el Tejón, que, tras haber acabado su empanada, se había dado la vuelta
y los miraba muy enfadado. Cuando se aseguró de que le estaban escuchando, se
volvió de nuevo hacia la mesa y alcanzó el queso. Y tan grande era el respeto
impuesto por las sólidas cualidades del buen animal, que nadie dijo ni una
palabra hasta que el Tejón hubo acabado de cenar y se sacudió las migas de las
rodillas. El Sapo no paraba quieto, pero la Rata lo tenía bien sujeto.
Cuando el Tejón hubo acabado, se levantó y se acercó a la chimenea muy
pensativo. Por fin dijo con severidad:
-¡Sapo, eres un animal malo e impertinente! ¿No te da vergüenza? ¿Qué
diría tu padre, mi viejo amigo, si te viera aquí esta noche, y supiera lo que
has estado haciendo?
El Sapo se había echado en el sofá boca abajo, sacudido por un llanto
de remordimiento.
-¡Bueno, bueno! -prosiguió el Tejón más cariñoso-. No importa. Deja de
llorar. Olvidemos lo pasado, y procura empezar de nuevo. Pero el Topo tiene
razón. Los Armiños vigilan por todas partes, y son los mejores centinelas del
mundo. Sería imposible intentar atacarlos. Son demasiado fuertes para nosotros.
-¡Entonces todo se acabó! -suspiró el Sapo, con la cara escondida entre
cojines-. ¡Me alistaré como soldado, y nunca más volveré a ver mi querida
Mansión!
-¡Vamos, Sapito, anímate! -dijo el Tejón-. Hay otras maneras de
recuperar un lugar sin asaltarlo abiertamente. Aún no he acabado de hablar. Os
voy a contar un secreto.
El Sapo se enderezó y se secó las lágrimas. Los secretos le atraían
mucho, porque nunca podía guardarlos, y le gustaba la profana emoción que
sentía cuando contaba a otro animal lo que había prometido no decir.
-Hay un... pasadizo... subterráneo –dijo el Tejón causando gran
impresión-, que va desde la orilla del río hasta el centro de la Mansión del
Sapo.
-¡Tonterías, Tejón! -dijo vivamente el Sapo-. Has estado escuchando los
cuentos chinos que cuentan en los bares de por aquí. Conozco la Mansión como la
palma de mi mano, y te aseguro que no hay ningún pasadizo.
-Mi joven amigo -dijo el Tejón algo enfadado-, tu padre, que era un
animal muy respetable (mucho más respetable que otra gente que conozco), era un
buen amigo mío, y me contó muchas cosas que no soñaría en contarte a ti. Él
descubrió el túnel..., no lo hizo él, por supuesto. El pasadizo había sido
construido siglos antes de que él viniera a vivir aquí. Él lo limpió y arregló,
porque pensó que algún día podría ser útil, en caso de emergencia; y me lo
enseñó. «No se lo cuentes a mi hijo», me dijo, «es un buen chico, pero un tanto
alocado, y no puede guardar un secreto. Si se mete en un lío, le será útil, y
entonces se lo puedes decir. Pero no antes».
Los otros animales miraron al Sapo para ver cuál sería su reacción. El
Sapo se sintió un poco ofendido, pero enseguida se animó, porque era un buen
muchacho.
-Bueno, bueno -les dijo-, es verdad que a veces hablo demasiado. Como
soy tan popular, siempre tengo amigos a mí alrededor, y entonces charlamos, y
nos contamos chistes, y entonces se me escapa la lengua. Tengo el don de la
conversación. Me han dicho que debería tener un salón, aunque no sé muy bien lo
que es eso. Pero en fin, ¿qué ibas a decir, Tejón? ¿Cómo podemos aprovechar el
túnel?
-Me he enterado de algunas cosas - continuó el Tejón-. Le pedí a la
Nutria que se disfrazara de mujer de la limpieza, y que llamara a la puerta
trasera, con las escobas sobre el hombro, pidiendo trabajo. Mañana por la noche
van a dar un gran banquete. Es el cumpleaños del Jefe de las Comadrejas, me
parece, y todas estarán reunidas en el comedor, comiendo y bebiendo, sin
sospechar nada. ¡Sin pistolas, ni espadas, ni palos, ni nada!
-Pero los centinelas seguirán en sus puestos -observó la Rata.
-Justo -dijo el Tejón-. Las Comadrejas se fían completamente de los
excelentes centinelas. ¡Pero resulta que el túnel viene a dar justo debajo de
la despensa del mayordomo, que está junto al comedor!
-¡Ah! ¡La tabla que chirriaba en la despensa!-dijo el Sapo-. ¡Ahora lo
entiendo!
-Saldremos con cuidado a la despensa - gritó el Topo.
- Con pistolas y espadas y palos - exclamó la Rata.
- Y los asaltaremos... -dijo el Tejón.
- ¡Y les pegaremos, les pegaremos y les pegaremos! -gritó el Sapo
extasiado, corriendo alrededor del salón y saltando por encima de las sillas.
-Bueno -prosiguió el Tejón con mucha calma-, ya tenemos un plan, y no
tenemos nada más que discutir. Así que os propongo que, con lo tarde que es, os
vayáis todos a la cama ahora mismo. Y mañana por la mañana lo prepararemos
todo.
Por supuesto, el Sapo obedeció como los otros y se fue a la cama (no se
atrevió ni a rechistar), aunque se sentía demasiado emocionado para poder
dormir. Pero el día había sido largo, y con muchas aventuras. Y las sábanas y
mantas eran muy acogedoras, después de un poco de paja en el suelo de piedra de
una fría celda; y en cuanto apoyó la cabeza en la almohada empezó a roncar. Por
supuesto tuvo muchos sueños sobre carreteras que se escapaban corriendo justo
cuando él las necesitaba, y canales que le perseguían, y una barcaza que
llegaba flotando hasta el salón cargada con toda su ropa sucia, en medio de un
banquete; y que estaba solo en el túnel secreto, y que el túnel se daba la
vuelta, se sacudía y se ponía en pie. Y, por último, que regresaba a la Mansión
del Sapo, sano y salvo, con todos sus amigos a su alrededor, asegurándole que
de verdad era un Sapo muy listo.
Durmió hasta muy tarde, y cuando por fin bajó al salón se encontró con
que los otros habían acabado de desayunar hacía tiempo.
El Topo se había marchado solo, sin decir a dónde iba. El Tejón estaba
sentado en el sillón, leyendo el periódico, y sin preocuparse en lo más mínimo
de lo que iba a suceder aquella misma tarde. Por su parte, la Rata estaba muy
ocupada llevando armas de acá para allá, y poniéndolas en cuatro montoncitos en
el suelo, y susurrando muy emocionada:
«¡Una-espada-para-la-Rata, una-espada-para-el-Topo, una-espada-para-el-Sapo,
una-espada-para-el-Tejón! ¡Una-pistola-para-el-Topo, una-pistola-para-el-Sapo,
una-pistola-para-la-Rata, una-pistola-para-el-Tejón!», etcétera, en un tono
rítmico, mientras los cuatro montoncitos iban creciendo.
-Todo eso está muy bien, Ratita -dijo el Tejón mirando al atareado
animalito por encima del periódico-. No es una crítica, pero en cuanto hayamos
dejado atrás a los Armiños con sus horribles fusiles, ya verás cómo no
necesitamos ni pistolas ni espadas. En cuanto nosotros cuatro, armados con
nuestros palos, estemos dentro del salón de banquetes, ya verás cómo en cinco
minutos no queda ni una sola Comadreja. Podría haberlo hecho yo solo, pero no
quería privaros del placer.
-Prefiero estar segura -dijo la Rata muy pensativa, mientras frotaba el
cañón de una escopeta para sacarle brillo. Cuando hubo acabado de desayunar, el
Sapo agarró un palo enorme, lo blandió con fuerza y empezó a apalear a unos
animales imaginarios.
-¡Ya les aprenderé yo a robarme la casa! -gritó-. ¡Ya les aprenderé, ya
les aprenderé!
-No digas «aprenderé», Sapo -dijo la Rata muy sorprendida-. No sabes ni
hablar.
-Siempre te estás metiendo con el Sapo –protestó el Tejón malhumorado-.
¿Por qué no sabe ni hablar? Yo también digo lo mismo y no pasa nada.
-Lo siento-dijo la Rata humildemente-. Sólo que me parecía que debe ser
«enseñaré» en lugar de «aprenderé».
-Pero es que nosotros no queremos enseñarles -replicó el Tejón-.
Queremos que aprendan..., ¡que aprendan, que aprendan! Y eso mismo es lo que
vamos a hacer.
-Bueno, bueno, lo que queráis -dijo la Rata.
Estaba hecha un lío y se metió en un rincón y al poco se la oyó
musitar: «les aprenderé, les enseñaré, les aprenderé, les enseñaré», hasta que
el Tejón le mandó que se callara de una vez.
Al cabo de un rato regresó el Topo, al parecer muy contento de sí
mismo.
-¡Me lo he pasado más bien! -dijo sin esperar-. He estado provocando a
los Armiños.
-Espero que hayas tenido mucho cuidado, Topo -dijo preocupada la Rata.
-¡Pues claro! -contestó el Topo muy confiado-. Se me ocurrió una idea
esta mañana cuando fui a la cocina para comprobar que estaba preparado el
desayuno del Sapo. Encontré el vestido de lavandera que traía puesto ayer el
Sapo colgado delante de la chimenea. Así que me lo puse, y el sombrero también,
y el chal, y me marché a la Mansión del Sapo, tan tranquilo. Por supuesto, los
centinelas estaban vigilando con sus fusiles, y cuando me dijeron: «¿Quién
va?», les contesté con mucho respeto: «¡Buenos días, caballeros! ¿Necesitan que
les lave algo de ropa?». Me miraron muy vanidosos y altaneros, y me
contestaron: «¡Márchate, lavandera! No lavamos nada cuando estamos de
servicio». «¡Y tampoco cuando estáis fuera de servicio!», les contesté. ¡ja,
ja, ja! ¡Qué gracioso estuve!, ¿verdad Sapo?
-¡Pobre tonto! -contestó el Sapo con arrogancia. Pero el caso es que
tenía envidia de lo que el Topo acababa de hacer. Era justo lo que le hubiera
gustado hacer a él, si se le hubiera ocurrido a tiempo, y se hubiera levantado
más temprano.
-Algunos Armiños se pusieron muy colorados -continuó el Topo-, y el
sargento me dijo: «Mire, buena mujer, márchese de una vez, y no distraiga a mis
hombres mientras están de servicio». Y yo le contesté: «¿Marcharme, yo? ¡No
seré yo la que me marche, sino otros, y muy pronto!»
-¡Cielos, Topito! ¿Qué has hecho? - contestó la Rata con espanto.
El Tejón dejó el periódico encima de la mesa.
-Los Armiños se miraron los unos a los otros-continuó el Topo- y el
sargento dijo: «No le hagáis caso, no sabe lo que dice». «¿Ah, no?», les
contesté, «pues mire lo que le digo. Mi hija trabaja para el Señor Tejón, para
que veáis que sé lo que estoy diciendo. ¡Y ya lo comprobaréis muy pronto! Un
centenar de tejones sanguinarios armados con rifles van a atacar la Mansión del
Sapo esta misma noche desde el parque. Y seis barcas llenas de ratas con
pistolas subirán por el río y desembarcarán en el jardín. Y un grupo de sapos,
conocidos como los Intransigentes, o los Sapos "Gloria-o-Muerte"
atacarán el huerto con gritos de venganza. ¡Y ya no os quedará mucho para
lavar, en cuanto os hayan alcanzado, a menos que os marchéis mientras estáis a
tiempo!» Entonces me marché corriendo, y cuando me perdieron de vista me
escondí, y regresé a la Mansión arrastrándome por la zanja, y los estuve
observando a través del seto. Estaban todos muy nerviosos y preocupados, y
corrían de acá para allá, tropezándose los unos con los otros, y dándose
órdenes sin escuchar a los otros. El sargento no hacía más que mandar grupos de
Armiños a la otra punta del terreno, y luego mandaba otro grupito a buscarlos.
Y los oí comentar: «Es típico de las Comadrejas; ellas se meten en el salón de
banquetes a comer y brindar y cantar y todo eso, mientras nosotros tenemos que
quedarnos vigilando con el frío y la oscuridad de la noche, ¡y al final los
tejones sanguinarios acabarán con nosotros!».
-¡Qué estúpido eres, Topo! -gritó el Sapo-. ¡Ya lo estropeaste todo!
-Topito -dijo el Tejón con voz tranquila-, me doy cuenta de que tienes
más sentido común en tu dedo meñique que otros animales en sus enormes cuerpos.
Lo has hecho muy bien, y llegarás lejos. ¡Eres un Topo muy listo!
El Sapo estaba loco de celos, sobre todo porque no entendía por qué lo
que había hecho el Topo estaba tan bien hecho; pero afortunadamente, y antes de
que pudiera enfadarse y exponerse al sarcasmo del Tejón, sonó la campana de la
comida. Era una comida sencilla pero abundante - jamón con judías blancas, y
macarrones en dulce-. Y cuando hubieron acabado, el Tejón se sentó en un sillón
y dijo:
-Bueno, está todo listo para esta noche, y seguramente no acabaremos
hasta muy tarde. Así que, mientras tanto, me voy a echar una siestecita.
Y sacó un pañuelo del bolsillo, se lo puso delante de los ojos y muy
pronto estaba roncando. La atareada y ansiosa Rata siguió preparando algunas
cositas, y corría de un montoncito a otro susurrando: «Un-cinturón-para-
la-Rata, un-cinturón-para-el-Topo, un-cinturón-para-el-Sapo,
un-cinturón-para-el-Tejón», y volvía a empezar con cada pieza que encontraba, y
parecía que no iba a acabar nunca. Así que el Topo agarró al Sapo por el brazo,
lo llevó fuera, y lo hizo sentarse en un sillón y contarle todas sus aventuras
desde el principio, a lo cual el Sapo no se opuso. El Topo era un buen oyente,
y el Sapo, aprovechando que nadie podía comprobar la veracidad de sus
declaraciones o criticar sus opiniones, se dejó llevar por su imaginación. Y la
verdad era que mucho de lo que contaba pertenecía a la categoría de todo lo que
«podía haber sucedido si se le hubiera ocurrido a tiempo en vez de diez minutos
más tarde». Pero todas aquellas eran, como siempre, las mejores y más
divertidas aventuras. ¿Y por qué no podían ser también verdad, como todas las
otras cosas mediocres que son las que de verdad suceden?
Continúa leyendo esta historia en "El viento en los sauces - Cap XII - FIN - Kenneth Grahame"
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