Dulce Domum
Las ovejas corrían en tropel hacia los setos con sus hociquitos al
aire, haciendo resonar contra el suelo sus finos cascos. Una suave bruma se
elevaba por encima del aprisco, perdiéndose en el aire helado mientras los dos
animalitos pasaban por allí de vuelta a casa con muy buen humor y con mucha
cháchara. Regresaban por el campo después de un día de excursión con la Nutria,
cazando y husmeando por los montes donde nacían los riachuelos afluentes del
gran río; las sombras del corto día de invierno empezaban a cubrirlo todo, y
aún les quedaba un buen trecho. Caminaban al azar siguiendo los surcos, y, al oír
a las ovejas, se dirigieron hacia ellas. Desde el aprisco salía un sendero
trillado por donde pudieron caminar con más facilidad y que, además, respondía
a la pequeña interrogante que todos los animalillos llevan dentro, contestándoles:
«¡Eso es! ¡Por aquí se va a casa!»
-Parece que nos vamos acercando a un pueblo -dijo el Topo vacilando y
aflojando el paso.
El sendero se había convertido en un camino y luego en una carretera de
gravilla. A los animalillos no les gustaban los pueblos y sus caminos, y sus
propias carreteras, muy frecuentadas, seguían un rumbo independiente, sin
preocuparse de iglesias, buzones o tabernas.
-¡Bueno, no importa! -dijo la Rata-. En esta época del año todo el
mundo está en casa, hombres, mujeres, niños, gatos y perros, todos están
sentados frente a la chimenea. No tendremos problemas, y podremos meternos en
el pueblo sin que nadie nos moleste, y mirar por las ventanas, y ver lo que están
haciendo.
El rápido anochecer de mediados de diciembre había cubierto el
pueblecito cuando ellos se acercaron de puntillas sobre una fina capa de nieve.
Apenas se veía nada más que los cuadrados anaranjados de las luces o fuegos de
cada casita que alumbraban a través de las ventanas el oscuro mundo exterior.
Casi ninguna de las ventanitas tenía persianas y, para el que miraba
desde fuera, los habitantes reunidos alrededor de la mesa, absortos en trabajos
manuales o conversando y riendo, tenían esa gracia que es lo último que el buen
actor consigue dominar: la gracia natural de la perfecta inconsciencia de ser observado.
Pasando de una escena a otra, los
dos espectadores, que se encontraban tan lejos de su hogar, miraban con
melancolía cómo alguien acariciaba un gato, o cómo metían en la cama a un
niñito medio dormido, o cómo un hombre cansado se desperezaba y golpeaba su
pipa en una esquina de algún ardiente leño.
Pero fue a través de una ventanita con las persianas bajas donde los
animalitos más intensamente sintieron, como una sombra blanca en la noche
oscura, aquella sensación de hogar y del pequeño mundo rodeado de cuatro
paredes, ajeno al ancho y desconocido mundo de la Naturaleza. Junto a la
persiana blanca había una jaula, destacándose claramente cada barrote, la
percha y hasta el desgastado terrón de azúcar. En la percha central había un
pájaro con la cabeza bien metida entre las plumas, y a los dos animalitos les
pareció que se hallaba tan cerca, que, de intentarlo, hubieran podido
acariciarlo. Incluso las delicadas puntas de sus plumas ahuecadas se dibujaban
con claridad sobre la persiana iluminada. Mientras lo miraban, el pajarito dormido
se despertó agitadamente, se estremeció y levantó la cabeza. Pudieron ver cómo
abría el piquito al bostezar y, tras mirar a su alrededor, volvía a esconder la
cabeza en las plumas hasta quedarse completamente inmóvil. Luego una traidora
ráfaga de viento se les metió por la espalda, y una nevisca helada en la piel
los despertó como un sueño.
Sintieron sus fríos piececitos y sus piernas cansadas, y entonces se
dieron cuenta de que aún les quedaba un buen trecho para llegar a casa. Cuando
dejaron atrás el pueblecito, el dulce olor de los campos llegó de nuevo hasta ellos
a través de la oscuridad. Se disponían a caminar el último trecho, el que les
llevaría a casa, aquel camino que por fin se acabaría con el ruido del
picaporte, con el calor del fuego y la vista de todos los objetos familiares que
los acogerían como viajeros que regresaban de ultramar. Caminaron deprisa y en
silencio, sumidos en sus propios pensamientos. Los del Topo rondaban la cena.
No se veía nada y él no conocía aquel terreno, así que seguía sin rechistar los
pasos de la Rata, que hacía de guía. La Rata, en cambio, caminaba delante, con
los hombros encogidos y la mirada fija, como de costumbre, en el camino gris
que se extendía ante ella. Así que no se dio cuenta cuando la llamada, como un choque
eléctrico, sorprendió al pobre Topo.
Nosotros, los que desde hace tiempo hemos perdido los sentidos físicos
más sutiles, no tenemos el vocabulario adecuado para expresar la comunicación
de un animal con el mundo que lo rodea. Por ejemplo sólo tenemos la palabra
«olfato» para abarcar toda la gama de delicadas sensaciones de llamada, aviso,
incitación o repulsión que llegan hasta el hocico de un animal, tanto de día
como de noche. Y fue una de estas misteriosas y mágicas llamadas lo que de
repente llegó hasta el Topo a través de la oscuridad, haciéndole estremecerse,
aun cuando no estaba seguro de lo que significaba. Se paró en seco, y su hocico
empezó a buscar a su alrededor algún rastro de aquel débil filamento, de aquel mensaje
telegráfico que tanto le había emocionado; y de repente, todos los recuerdos le
vinieron a la mente.
¡Su casa! Eso era lo que querían decir aquellas suaves llamadas,
aquellas manitas invisibles que lo empujaban en la misma dirección. No debía de
estar muy lejos de aquel hogar suyo que había abandonado y al que nunca había
regresado desde el día en que descubrió el río. Y ahora, su casita le enviaba sus
mensajeros para atraerlo de nuevo hacia ella. Desde que se había escapado
aquella mañana, casi no había vuelto a pensar en su hogar; ¡había estado tan
absorto en todos los placeres, las sorpresas y las aventuras de su nueva vida!
¡Y ahora surgía claramente ante él como una ráfaga de viejos recuerdos en medio
de la noche! Destartalado, pequeño y con pocos muebles, y sin embargo era suyo,
era su hogar, que él mismo se había construido, y que tanto placer le proporcionaba
tras un día de trabajo. Y por lo que veía, también a la casa le había gustado
su compañía, y ahora le echaba de menos y le estaba pidiendo que volviera, con
tristeza y con reproches, pero sin amargura ni enojo; tan sólo con una
lastimera advertencia de que ella seguía allí y lo necesitaba. La llamada era
clarísima. Tenía que obedecer inmediatamente.
-¡Ratita! -gritó lleno de entusiasmo-. ¡Espera! ¡Vuelve! ¡Te necesito!
-¡Venga, Topo, no te detengas! - le contestó la Rata con buen humor, sin
detenerse.
-¡Por favor! ¡Detente, Ratita! -insistió el pobre Topo todo
angustiado-. ¡No comprendes! ¡Es mi hogar, mi viejo hogar! ¡Me acaba de llegar
su olor, no puede estar muy lejos, de verdad! ¡Y tengo que regresar, tengo que hacerlo!
¡Regresa, Ratita! ¡Por favor te lo pido, regresa!
Pero la Rata ya estaba muy lejos, demasiado lejos para oír claramente
lo que el Topo le estaba diciendo, demasiado lejos para percibir la aguda nota
de su angustiada voz. Y a ella también la preocupaba algo que podía oler, algo
sospechoso como la amenaza de una nevada.
-¡Mira, Topo, más vale que no nos detengamos ahora! -le gritó-. Ya
volveremos mañana a ver lo que acabas de encontrar. Pero es mejor que sigamos
caminando. Ya es tarde, y va a nevar, y además no estoy muy segura del camino.
Y necesito tu hocico, Topo, así que date prisa, hazme ese favor.
Y reemprendió la marcha sin esperar una respuesta. El pobre Topo se
quedó solo en medio del camino, con el corazón destrozado, y un sollozo en lo
más profundo de su ser, que le iba subiendo y quería estallar en un grito. Pero
incluso bajo una prueba como ésta, prevaleció la lealtad hacia su amiga. Ni por
un momento se le ocurrió abandonarla. A pesar de todo, la llamada de su hogar
le rogaba, le susurraba, le conjuraba y, por último, le ordenaba que regresara.
No se atrevió a entretenerse en aquel círculo mágico. Con un esfuerzo que le
desgarró el alma se echó a andar y se dirigió sin rechistar hacia la Rata, mientras
los delicados olores que perseguían su hocico le reprochaban su nueva amistad y
su insensible olvido.
Con gran esfuerzo pudo alcanzar a la Rata, que, sin sospechar nada, se
puso a charlar animadamente de todo lo que iban a hacer en cuanto llegasen a
casa, y de lo agradable que sería encender un fuego de leña en el salón, y de
la cena que se iban a comer. Ni por un momento se dio cuenta de lo triste y
silencioso que estaba el Topo. Sin embargo, tras haber caminado un buen rato y
al pasar cerca de unos tocones en el lindero dé un bosquecillo que bordeaba el
camino, la Rata se detuvo y dijo con amabilidad:
-Mira, Topito, pareces agotado. No tienes fuerzas ni para hablar, y vas
arrastrando los pies como si fueran de plomo. ¿Por qué no nos sentamos un poco
a descansar? De momento no parece que vaya a nevar, y ya nos falta muy poco.
El Topo se dejó caer sobre un tocón y a duras penas intentó
controlarse. El sollozo que tantos esfuerzos le había costado retener no se
daba por vencido. Los suspiros le salían del alma, uno, y otro, y otro más,
hasta que el pobre Topo no pudo contenerse, y rompió a llorar desconsoladamente,
ahora que todo había acabado y había perdido lo que apenas se puede decir que
hubiera encontrado.
La Rata se quedó consternada ante la violenta emoción del Topo y no se
atrevió a decir ni una palabra. Al cabo de un rato le preguntó en voz baja y
cariñosa:
-¿Qué te ocurre, amiguito? Dime qué te pasa, y quizá yo pueda hacer
algo.
Al pobre Topo le resultaba muy difícil articular cualquier palabra
entre tanto hipo y tanta lágrima que le sofocaba la voz. Por fin, entre muchos
sollozos, consiguió sacar algunas frases entrecortadas.
-Ya sé que es... un lugar pequeño y destartalado... -le dijo- y no
como... tu casita... o la preciosa Mansión del Sapo... o la enorme casa del
Tejón..., pero era mi casita... y a mí me gustaba mucho... y me marché y me
olvidé de ella... y de repente la he olido... allí, en el camino... cuando te
llamé y tú no me escuchaste, Ratita..., y todos los recuerdos me volvieron a la
mente... ¡y yo lo necesitaba!... ¡Ay! ¡Ay!... y cuando tú no quisiste regresar,
Ratita..., y tuve que dejarlo atrás, aunque podía olerla todo el rato..., creí
que se me iba a desgarrar el corazón... Podríamos... Podríamos haberle echado
un vistazo, Ratita.... sólo un vistazo..., estaba tan cerca..., pero tú no quisiste
volver, Ratita, ¡no quisiste volver! ¡Ay! ¡Ay!
Los recuerdos le hicieron sollozar aún más, y el llanto le impidió
continuar. La Rata no dijo nada; sólo miró hacia delante y le dio al Topo unas
palmaditas en el hombro. Al cabo de un rato dijo:
-¡Ahora me doy cuenta! ¡Qué mal me he portado! ¡Eso es, qué mal! ¡Pero
qué mal!
Esperó a que los sollozos del Topo se hicieran más rítmicos, y luego
hasta que los hipos se hicieran más frecuentes que los sollozos. Entonces se
levantó y dijo sin darle importancia:
-¡Bueno, pues más vale que nos pongamos en marcha, muchacho! -y se puso
a andar por el camino que habían traído.
-¿Pero (hip) a dónde vas (hip), Ratita? - gritó el triste Topo
levantando la vista.
-Vamos a buscar tu casita, amigo - contestó con buen humor la Rata-,
¡así que más te vale venir conmigo, porque vamos a tener que buscar, y
necesitamos tu hocico!
-¡No, Ratita, vuelve aquí! -le gritó el Topo, corriendo detrás de
ella-. ¡Es inútil, de verdad! ¡Es demasiado tarde, y está todo oscuro, y nos
queda mucho camino, y va a nevar! Y... y además, yo no quería que te enterases
de cómo me sentía..., ¡fue un error, un accidente! ¡Y piensa en la Orilla del
Río, y en tu cena!
-¡Que se vayan al diablo! -dijo la Rata con alegría-. Aunque me tenga
que pasar la noche buscando, voy a encontrar tu casita. Así que anímate, amigo,
y apóyate en mi brazo, y ya verás cómo la encontramos enseguida.
Muy a regañadientes y aún suspirando, el Topo se dejó llevar por su
implacable amiga, que se puso a charlar de todas las divertidas anécdotas que
se le podían ocurrir para animarle y para que el camino se le hiciera más corto.
Cuando por fin le pareció a la Rata que ya no podían estar muy lejos del lugar
donde el Topo se había detenido, le dijo:
-¡Ahora, basta de charla! ¡A trabajar! ¡Usa tu nariz y concéntrate!
Caminaron un poco más en silencio, y de repente la Rata sintió en el
brazo sobre el que iba apoyado el Topo como una corriente eléctrica que
recorría el cuerpo de su amigo. Entonces le soltó el brazo, dio un paso hacia atrás
y esperó con paciencia. ¡Estaba recibiendo las señales!
El Topo se detuvo un momento con el hocico levantado, estremeciéndose
al oler el aire. Entonces dio tres pasos rápidos hacia delante, dudó, husmeó,
volvió hacia atrás; y esta vez avanzó lentamente, pero con seguridad.
La Rata, muy emocionada, le seguía de cerca mientras el Topo cruzaba
como un sonámbulo una zanja seca, se metía por debajo de un seto, olfateando su
camino a través de un campo abierto y yermo bajo la luz de las estrellas.
De repente y sin avisar, el Topo se metió en un agujero. Pero la Rata
le seguía con atención y saltó ella también por la boca del túnel. Era angosto
y sofocante, con un fuerte olor a tierra, y a la Rata el trayecto se le hizo muy
largo. Pero al cabo llegó al final, se irguió para estirarse y se sacudió un
poco. El topo encendió una cerilla, y la Rata se dio cuenta de que se
encontraban en un lugar bien barrido y cubierto de arena, y ante ellos, estaba
la puertecita del Topo, y encima de la campanilla estaba escrito en letras
góticas:
«Rincón del Topo».
El Topo desenganchó un farol de la pared y lo encendió; y la Rata miró
a su alrededor y vio que estaban en una especie de patio delantero. A un lado
de la puerta había un banquito de jardín, y del otro un rodillo, porque al
Topo, que era muy cuidadoso, no le gustaba que otros animalillos fueran por ahí
levantándole la tierra del patio y haciendo agujeritos y montoncitos de arena.
De las paredes colgaban cestos de alambre con helechos y repisas con estatuas
de yeso: Garibaldi, el infante Samuel, la reina Victoria y otros héroes de la
Italia moderna. En un extremo del patio había una bolera con banquillos a los
lados y mesitas de madera con huellas de vasos de cerveza. En el centro había
un pequeño estanque con peces de colores y un bordillo hecho de conchas de
berberechos. En el centro del estanque había una caprichosa construcción,
también de conchas, con una bola de cristal que lo reflejaba todo al revés y que
producía un efecto muy agradable. El rostro del Topo resplandeció ante la vista
de todas aquellas cosas tan queridas; hizo pasar a la Rata, encendió una
lámpara en el salón y miró a su alrededor. Todo estaba cubierto de una espesa
capa de polvo, y la casa parecía inhóspita y abandonada, y además era pequeña,
vieja y destartalada. El Topo se dejó caer en un sillón y dijo desesperado con
el hocico entre las manos:
-¡Ay, Ratita! ¿Por qué lo he hecho? ¿Por qué te he traído a este lugar
frío y pequeño, en una noche como ésta, cuando ya podíamos haber llegado a la
Orilla del Río, y podíamos estar sentados con los pies en alto delante de la
chimenea, con todas tus cosas tan preciosas a nuestro alrededor?
La Rata no prestó atención a estos tristes reproches. Corría de aquí
para allá abriendo puertas, inspeccionando habitaciones y armarios, y
encendiendo lámparas y velas por todas partes.
-¡Qué casita más bonita tienes! -dijo con entusiasmo-. ¡Tan bien
aprovechada y planificada!
¡Tiene de todo, y cada cosa en su sitio! Para empezar vamos a encender
un buen fuego. Yo me encargo de eso..., ya encontraré la leña. ¿Así que éste es
el salón? ¡Precioso! Apuesto a que estas literas empotradas en la pared son
ocurrencia tuya. ¡Qué original! Bueno, yo voy por la leña y el carbón, y tú,
Topo, hazte cargo del plumero -lo encontrarás en el cajón de la mesa de la
cocina y limpia el polvo. ¡Muévete, hombre!
Animado por el entusiasmo de su amiga, el Topo se levantó y se puso a
limpiar y a sacar brillo a toda prisa, mientras la Rata, que no hacía más que
entrar y salir con los brazos cargados de leña, consiguió encender un buen
fuego en la chimenea. Llamó a su amigo para que viniera a calentarse un poco; pero
de repente el Topo se dejó caer desesperado en un sofá, y con la cara en el
plumero se quejó:
-¡Ay, Ratita! ¿Y
tu cena? ¡Con lo cansada que estás, y con el frío y el hambre que tienes! Y yo
que no tengo nada que ofrecerte... ¡Nada!... ¡Ni una miguita de pan!
-Pues vaya unos ánimos, chico -dijo la Rata en tono de reproche-. Hace
un momento vi un abrelatas en el armario de la cocina, y todo el mundo sabe que
donde hay un abrelatas hay también una lata, aunque sólo sea de sardinas.
¡Vamos, hombre! Levántate y ayúdame a buscar.
Y se pusieron a buscar por todos los armarios y cajones. El resultado
fue bastante alentador: encontraron una lata de sardinas, una caja de galletas
casi llena y una salchicha alemana envuelta en papel de plata.
-¡Qué comilona nos vamos a dar! -dijo la Rata mientras ponía la mesa-.
¡Conozco muchos animalitos que darían sus orejas por cenar con nosotros esta
noche!
-¡No hay pan! -se quejó el Topo-. Ni mantequilla, ni...
-¡Ni paté de foie gras, ni champán! - añadió la Rata con ironía-. Y a
propósito, ¿a dónde da la puertecilla que hay en el fondo del pasillo? No será
a la bodega, ¿verdad? ¡Tienes una casita de lo más lujosa! Espera un momento.
Desapareció por la puertecita de la bodega, y volvió a aparecer
cubierta de polvo, con una botella de cerveza en cada mano y otra debajo de
cada brazo.
-¿Cómo te cuidas, eh, Topo? -observó-. No te privas de nada. Me encanta
tu casita. ¿De dónde sacaste esos grabados? ¡Le dan a la casa un toque de lo
más hogareño! La verdad, no me extraña que te guste tanto vivir aquí, Topito.
Cuéntame cómo conseguiste ponerla toda tan bien.
Entonces, mientras la Ratita iba y venía con platos, cubiertos y
mostaza, el Topo, con la voz aún llena de emoción, le contó, primero con cierta
timidez, y cada vez con más entusiasmo a medida que contaba, cómo había
planificado tal cosa; o cómo había imaginado tal otra; y cómo esto se lo había
dejado en herencia una tía, y aquello había sido una verdadera ganga, y aquello
otro lo había conseguido tras muchos ahorros y «privaciones». Acabó por
animarse, y sentía la necesidad de acariciar sus posesiones. Fue a buscar un
farol para enseñarle a la Rata algunas cosas que requerían largas
explicaciones, e incluso se olvidó de la cena que ambos necesitaban. La Rata,
que estaba muerta de hambre, aunque procuraba disimularlo, asentía muy seria, y
examinaba todo con el ceño fruncido, mientras decía: «maravilloso» o «muy
interesante», cuando tenía la ocasión de hacer algún comentario.
Por fin la Rata consiguió atraerlo hasta la mesa y, cuando se disponía
a abrir la lata de sardinas, se oyeron pasitos y un confuso murmullo de
vocecitas en el patio delantero, mientras llegaban hasta ellos frases
entrecortadas: «Venga, todos en fila... Levanta el farolillo, Tommy... Aclaraos
la garganta... Que nadie tosa cuando yo haya dicho un, dos, tres... ¿Dónde está
el pequeño Bill?...
Venga, date prisa, que te estamos esperando...»
-¿Qué sucede? -preguntó la Rata dejando el abrelatas sobre la mesa.
-Me parece que son los ratoncitos de campo -contestó el Topo con
orgullo. Por estas fechas suelen salir a cantar villancicos. Por aquí se han
convertido en una auténtica institución y nunca se olvidan de mí. Siempre
vienen por último al «Rincón del Topo». Yo solía darles alguna bebida caliente,
y a veces hasta se quedaban a cenar, cuando podía permitírmelo. Oírlos de nuevo
sería como volver a aquellos buenos y viejos tiempos.
-¿Por qué no vamos a verlos? -gritó la Rata, poniéndose de pie de un
brinco y corriendo hasta la puerta.
Cuando la abrieron vieron ante ellos un precioso espectáculo, muy
propio de aquellas fechas. En el patio, alumbrados por la tenue luz de un
farolillo, había unos ocho o diez ratoncitos de campo en semicírculo, con
bufandas rojas alrededor del cuello, las patitas delanteras bien metidas en los
bolsillos, y sacudiendo los pies para entrar en calor. Se miraron tímidamente
entre ellos con sus ojitos redondos y se rieron un poquito, sorbiéndose los
mocos y limpiándoselos en la manga. Cuando se abrió la puerta, el que llevaba el
farolillo les estaba diciendo «¿Preparados? ¡Un, dos, tres!», y sus agudas
vocecitas llenaron el aire con un antiguo villancico que sus antepasados habían
compuesto en los campos en barbecho y cubiertos de escarcha, o cuando la nieve
les obligaba a quedarse al amor de la lumbre, y que se habían transmitido de
generación en generación para que los cantasen otros ratoncillos por las calles
embarradas delante de las ventanas en tiempo de Navidad.
VILLANCICO
Abrid la puerta, aldeanos,
que ha llegado el crudo invierno;
abridnos, aunque por ella
entren la nieve y el viento.
Dejadnos junto a la lumbre
que se nos quite la escarcha.
¡Y ya veréis qué alegría
sentiréis por la mañana!
Desde muy lejos venimos
hasta aquí a felicitaron,
con los dedos en la boca
y en el suelo pateando.
Vosotros tenéis la lumbre,
nosotros en cambio nada.
¡Pero veréis que alegría
sentiréis por la mañana!
Una estrella nos condujo
en la mitad de la noche.
Traía felicidad
y traía bendiciones.
Mañana y eternamente
tendremos dicha colmada.
¡Qué alegría sentiremos
nosotros cada mañana!
La estrella vio San José
posada sobre el establo.
María, de tan cansada,
no podía dar un paso.
¡Bienvenido aquel pesebre,
dichosas aquellas pajas!
¡Qué alegría sentirían
ellos aquella mañana!
-¿Quiénes fueron los primeros
-se oyó decir a los ángeles
que gritaron aquel día:
«Navidad?»
-Los animales. ¡Estaban en el establo,
era allí donde habitaban!
¡Qué alegría sentirían
también aquella mañana!
Las voces cesaron. Los ratoncitos, vergonzosos pero sonrientes, se
miraban de reojo. Hubo un silencio, pero sólo por un momento. Entonces, del fondo
del túnel por donde habían venido, llegó hasta ellos un dulce repicar de
campanas lejanas, alegres y estrepitosas.
-¡Muy bien, muchachos! -gritó la Rata entusiasmada-. ¡Pasad todos! Os
podéis calentar ante la chimenea y tomar algo caliente.
-Sí, entrad, ratoncitos de campo –gritó alborozado el Topo-. ¡Es como
en los viejos tiempos! Y que el último cierre la puerta. Podéis arrimar el
banco al fuego. Esperad un minuto, mientras nosotros... ¡Oh, Ratita! –gritó con
lágrimas en los ojos, dejándose caer en un sillón-. ¿Pero qué estamos haciendo?
¡Si no tenemos nada que darles!
-¡Eso déjalo de mi cuenta! -dijo la genial Rata-. ¡Oye, tú, el del
farolillo! Ven aquí, que te quiero hablar. Dime, ¿hay alguna tienda abierta a
estas horas?
-Pues sí, señor -contestó con respeto el ratoncillo-. En esta época del
año, nuestras tiendas están abiertas a todas horas.
-Entonces, escucha-dijo la Rata-. ¿Por qué no te vas con el farol y me
compras...?
Y se pusieron a conversar en voz baja. El Topo sólo podía discernir
algunas palabras, como: «Que sea fresca, ¡eh!..., con medio kilo bastará...,
pero que sea de marca Buggins, porque no me gusta ninguna otra..., no, que te
dé el mejor que tenga..., si allí no lo tienen, inténtalo en..., ¡sí, claro,
que sea casero, nada de latas!..., ¡bueno, a ver si te acuerdas de todo!» Luego
se oyó el tintineo de unas moneditas, y el ratoncito de campo desapareció con
su farol en una mano y en la otra el cesto de la compra.
Mientras tanto, los otros ratoncitos se calentaban alegremente ante el
fuego tostándose los sabañones, muy sentaditos en fila en el banco de madera, y
columpiando los pies. El Topo, que no conseguía mantener una conversación ligera
con ellos, les hizo recitar uno a uno los nombres de todos sus hermanos y hermanas,
que, al parecer, eran aún demasiado jóvenes para que les dejasen salir este año
a cantar villancicos, pero esperaban que muy pronto recibirían el permiso de
sus padres.
Mientras tanto, la Rata examinaba con atención la etiqueta de una de
las botellas de cerveza.
-Veo que esto es Old Burton -dijo con aprobación-.¡Este Topo sabe lo
que es bueno! ¡Exquisito! Podríamos hacer un ponche de cerveza. Prepáralo todo,
Topo, mientras yo abro las botellas.
No tardaron en preparar la bebida, y metieron el puchero entre las
brasas de la chimenea. Al poco tiempo, todos los ratoncitos estaban bebiendo,
tosiendo y atragantándose (ya que un poquito de ponche da para mucho), y parpadeaban,
se reían y se olvidaban del frío que habían pasado.
-Estos muchachos también son actores - explicó el Topo a la Rata-. Se
inventan ellos mismos las historias, y luego las representan. ¡Y lo hacen muy
bien! El año pasado hicieron una obra maravillosa, sobre un ratoncito de campo
al que capturaba un corsario de Berbería, y al que obligaron a remar en una
galera; y cuando se escapó y volvió a casa, su amante se había metido a monja.
¡Oye, tú! Tú actuabas en aquella obra, si mal no recuerdo. Levántate y recita
un poco.
El ratoncito al que había señalado se levantó, se rió tímidamente, miró
a su alrededor y se quedó callado. Sus amiguitos le animaban, y el Topo le
aplaudió, hasta la Rata se levantó y lo sacudió un poco por los hombros. Pero
no hubo manera de quitarle el susto que tenía encima. Estaban todos
ocupadísimos con él, como bañistas poniendo en práctica las reglas de la Real
Sociedad Humanitaria en caso de inmersión prolongada, cuando se oyó el
picaporte, la puerta se abrió y apareció el ratoncito de campo con su farol, tambaleándose
bajo el peso de la cesta.
Cuando el contenido de la cesta estuvo esparcido encima de la mesa, ya
no se habló más de la representación. Bajo las órdenes de la Rata, a cada uno
le tocó hacer algo. En pocos minutos la cena estuvo preparada, y el Topo, que
se había sentado a la cabecera de la mesa como si estuviera soñando, se
encontró frente a una tabla, hasta entonces vacía, cargada de entremeses; vio
las caras radiantes de sus amiguitos, que no se hacían rogar; y por fin él, que
estaba muerto de hambre, también se abalanzó sobre la comida que había
aparecido como por arte de magia, pensando lo feliz que había resultado la
vuelta a casa. Mientras cenaban hablaron de los viejos tiempos, y los
ratoncitos de campo les pusieron al día de los últimos cotilleos, y contestaron
tan bien como pudieron a las preguntas que les hacía el Topo. La Rata casi no dijo
ni palabra, pero se ocupó de que a ningún invitado le faltara nada, y tuviera
todo lo que quisiera, y de que el Topo no tuviera que preocuparse por nada. Al
fin todos se marcharon muy agradecidos y felicitándoles las Pascuas, con los
bolsillos llenos de regalos para los hermanitos y hermanitas que se habían quedado
en casa.
Cuando el último se hubo marchado, y dejó de oírse el tintineo de los
faroles, el Topo y la Rata avivaron el fuego, arrimaron las sillas, se
sirvieron una última copa de ponche de cerveza, y se pusieron a charlar sobre
los incidentes de aquel largo día. Por fin la Rata dijo bostezando:
-Mira, Topito, me muero de sueño. ¿Es ésa tu litera? Vale. Entonces yo
me quedo en ésta. ¡Qué casita más estupenda! ¡Todo tan a mano!
Se subió a la litera, se envolvió bien en las mantas y el sueño se la
llevó como los brazos de una segadora que levanta una gavilla de cebada. El
Topo también estaba deseando meterse en la cama, y muy pronto apoyó la cabeza sobre
la almohada, feliz y contento. Pero antes de cerrar los ojos, los dejó errar
por su habitación, bañada por el resplandor del fuego que jugaba e iluminaba
los objetos familiares que durante tanto tiempo habían formado parte de él, y
ahora lo recibían sonrientes, sin rencor.
Por fin tenía el estado de ánimo al cual la Rata lo había llevado con
tanta delicadeza. Se dio cuenta de lo sencillo, incluso estrecho que era todo,
pero también sabía lo importante que era aquello para él, y cuánto significaba para
todo el mundo tener un puerto donde refugiarse. No tenía la intención de
abandonar su nueva vida al aire libre, ni de dar la espalda al sol, a la brisa,
a todo aquello que le habían ofrecido, y encerrarse en casa; el mundo de la
superficie era demasiado atrayente, y lo llamaba aun allí abajo, y sabía que
pronto o tarde tendría que regresar a él. Pero le agradaba saber que tenía un
lugar a donde volver, un hogar todo suyo, lleno de objetos con los cuales
siempre podía contar para que le dieran una bienvenida como aquélla.
Continúa leyendo esta historia en "El viento en los sauces - Cap VI - Kenneth Grahame"
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