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miércoles, 23 de enero de 2013

El Cascanueces y el rey de los ratones - Cap VI yVII - E. T. A. Hoffmann









Capítulo VI

La enfermedad



Cuando María despertó de su profundo sueño se encontró en su camita y con el sol que entraba alegremente en el cuarto por la ventana cubierta de hielo. Junto a ella estaba sentado un señor desconocido, que luego vio era el cirujano Wendelstern, el cual, en voz baja, decía:

—Ya despierta.

Se acercó entonces la madre y la miró con ojos asustados.

—Querida mamita —murmuró la pequeña María—. ¿Se han marchado ya todos los asquerosos ratones y está salvado el bueno de Cascanueces?
—No digas tonterías, querida niña —respondió la madre—. ¿Qué tienen que ver los ratones con el Cascanueces? Tú, por ser mala, nos has dado un susto de primera. Eso es lo que ocurre cuando los niños son voluntariosos y no obedecen a sus padres. Te quedaste anoche jugando con las muñecas hasta tarde. Tendrías sueño, y quizá algún ratón, aunque no los suele haber en casa, te asustó, y te diste contra uno de los cristales del armario, rompiéndolo y cortándote en el brazo de tal manera que el doctor Wendelstern, que te acaba de sacar los cristalitos de la herida, creía que si te hubieras cortado una vena te quedarías con el brazo sin movimiento o que podías haberte desangrado. A Dios gracias, yo me desperté a media noche y te eché de menos, y me levanté, dirigiéndome al gabinete. Allí te encontré, junto al armario, desmayada y sangrando. Por poco no me desmayo yo también del susto. A tu alrededor vi una porción de los soldados de tu hermano y otros muñecos rotos, hombrecillos de pasta, banderas hechas pedazos y al Cascanueces, que yacía sobre tu brazo herido, y, no lejos de ti, tu zapato izquierdo.

—¡Ay, mamaíta, mamaíta! —exclamó María—. ¿No ven ustedes que esas son las señales de la gran batalla que ha habido entre los muñecos y los ratones? Y lo que me asustó más fue que los últimos querían llevarse prisionero a Cascanueces, que mandaba el ejército de los muñecos. Entonces fue cuando yo tiré mi zapato en medio del grupo de ratones, y no sé lo que ocurrió después.

El doctor Wendelstern guiño un ojo a la madre, y ésta dijo con mucha suavidad:

—Bueno, déjalo estar, querida María. Tranquilízate: los ratones han desaparecido y Cascanueces está sano y salvo en el armario.

En el cuarto entró el consejero de Sanidad y habló largo rato con el doctor Wendelstern; luego tomó el pulso a María, la cual oyó perfectamente que decía algo de fiebre traumática. Tuvo que permanecer en la cama y tomar medicinas durante varios días, a pesar de que, aparte algunos dolores en el brazo, se encontraba bastante bien. Supo que Cascanueces salió salvo de la batalla, y le pareció que en sueños se presentaba delante de ella y con voz clara, aunque melancólica, le decía: "María, querida señora, mucho le debo, pero aún puede usted hacer más por mí." María daba vueltas en su cabeza qué podía ser ello, sin lograr dar solución al enigma.

María no podía jugar a causa del brazo herido, y, por tanto, se entretenía en hojear libros de estampas; pero veía una porción de chispitas raras y no aguantaba mucho tiempo aquella ocupación. Se le hacían larguísimas las horas y esperaba impaciente que anocheciese, porque entonces su madre se sentaba a su cabecera y le leía o le contaba cosas bonitas. Acababa su madre de contarle la historia del príncipe Facardín cuando abrió la puerta y apareció el padrino Drosselmeier diciendo:

—Quiero ver cómo sigue la herida y enferma María.

En cuanto ésta vio al padrino con su gabán amarillo, recordó la imagen de aquella noche en que Cascanueces perdió la batalla contra los ratones y, sin poder contenerse, dijo, dirigiéndose al magistrado:

—Padrino Drosselmeier, ¡qué feo estabas! Te vi perfectamente cuando te sentaste encima del reloj y lo cubriste con tus alas de modo que no podía dar la hora, porque entonces los ratones se habrían asustado, y oí cómo llamabas al rey. ¿Por qué no acudiste en mi ayuda y en la de Cascanueces, padrino malo y feo? Tú eres el culpable de que yo me hiriera y de que tenga que estar en la cama.

La madre preguntó muy asustada:

—¿Qué es eso, María?

Pero el padrino Drosselmeier puso un gesto extraño y, con voz estridente y monótona, comenzó a decir incoherencias que semejaban una canción en la que intervenían los relojes y los muñecos y los ratones.

María miraba al padrino con los ojos muy abiertos, encontrándolo aún más feo que nunca, balanceando el brazo derecho como una marioneta. Seguramente se habría asustado ante el padrino si no estuviera presente la madre y si Federico, que entró en silencio, no hubiera lanzado una sonora carcajada y dijera:

—Padrino Drosselmeier, hoy estás muy gracioso; te pareces al muñeco que tiré hace tiempo detrás de la chimenea.

La madre muy seria, dijo a su vez:

—Querido magistrado, es una broma pesada. ¿Qué quiere usted decir con todo eso?
—¡Dios mío! —respondió riendo el padrino—. ¿No conoce usted mi canción del reloj? Siempre se la canto a los enfermos como María.

Y, sentándose a la cabecera de la cama, dijo:

—No te enfades conmigo porque no sacara al rey de los ratones los catorce ojos; no podía ser. En cambio, voy a darte una gran alegría.

El magistrado se metió la mano en el bolsillo y sacó... al Cascanueces al cual había colocado los dientecillos perdidos y arreglado la mandíbula.

María lanzó una exclamación de alegría, y la madre dijo riendo:

—¿Ves tú que bueno ha sido el padrino con tu Cascanueces?
—Pero tienes que convenir conmigo, María —interrumpió el magistrado—, que Cascanueces no posee una gran figura y que tampoco tiene nada de guapo. Si quieres oírme, te contaré la razón de que en su familia exista y se herede tal fealdad. Quizá sepas ya la historia de la princesa Pirlipat, de la bruja Ratona y del relojero artista.
—Escucha, padrino Drosselmeier —exclamó Federico de pronto—: has colocado muy bien los dientes de Cascanueces y le has arreglado la mandíbula de modo que ya no se mueve; pero ¿por qué le falta la espada? ¿Por qué se la has quitado?
—¡Vaya —respondió el magistrado de mala gana—, a todo le tienes que poner faltas, chiquillo! ¿Qué importa la espada de Cascanueces? Lo he curado, y ahora puede coger una espada cuando quiera.
—Es verdad —repuso Federico—; es un mozo valiente y encontrará armas en cuanto le parezca.
—Dime, María —continuó el magistrado—, si sabes la historia de la princesa Pirlipat.
—No —respondió María—; cuéntala, querido padrino, cuéntala.
—Espero —repuso la madre—, querido magistrado, que la historia no sea tan terrorífica como suele ser todo lo que usted cuenta.
—En absoluto, querida señora de Stahlbaum —respondió Drosselmeier—; por el contrario, es de lo más cómico que conozco.
—Cuenta, cuenta, querido padrino —exclamaron los niños.

Y el magistrado comenzó así:


Capitulo VII

El cuento de la nuez dura



—La madre de Pirlipat era esposa de un rey, y, por tanto, una reina, y Pirlipat fue princesa desde le momento de nacer. El rey no cabía en sí de gozo con aquella hijita tan linda que dormía en la cuna; mostraba su alegría exteriormente cantando y bailando y dando saltos en un pie y gritando sin cesar: "¡Viva!... ¡Viva! ¿Ha visto nadie una cosa más linda de mi Pirlipatita?" Y los ministros, los generales, los presidentes, los oficiales de Estado Mayor, saltaban como el señor, en un pie, y decían: "No, nunca." Y hay que reconocer que en aquella ocasión no mentían, pues desde que el mundo es mundo no había nacido una criatura más hermosa que la princesa Pirlipat. Su rostro parecía amasado con pétalos de rosa y de azucena y copos de seda rosada; los ojitos semejaban azur vivo, y tenía unos bellísimos bucles, iguales que hilos de oro. Además, la princesa Pirlipat había traído al mundo dos filas de dientecillos perlinos, con los que, a las dos horas de nacer, mordió en un dedo al canciller del reino, que quiso comprobar si eran iguales, obligándole a gritar: "¡Oh! ¡Gemelos!", aunque algunos pretendían que lo que dijo fue: "¡Ay, ay!", sin que hasta ahora se hayan puesto de acuerdo unos y otros. En una palabra: la princesita Pirlipat mordió, efectivamente, al canciller en el dedo, y todo el encantado país tuvo pruebas de que el cuerpecillo de la princesa daba albergue al talento, al espíritu y al valor.

“Como ya hemos dicho, todo el mundo estaba contento menos la reina, que, sin que nadie supiese la causa, se mostraba recelosa e intranquila. Lo más chocante era que hacía vigilar con especial cuidado la cuna de la princesa. Aparte de que las puertas estaban guardadas por alabarderos, a los dos niñeras destinadas al servicio constante de la princesa se agregaban otras seis que, noche tras noche, habían de permanecer en la habitación. Y de lo que todos consideraban una locura, cuyo sentido nadie acertaba a explicarse, era que cada una de esas seis niñeras había de tener en el regazo un gato y pasarse la noche rascándole para que no se durmiese. Es imposible, hijos míos, que averigüéis el por qué la madre de Pirlipat hacía estas cosas, pero yo lo sé y os lo voy a decir.

“Una vez se reunieron en la Corte del padre de Pirlipat una porción de reyes y príncipes poderosos, y con tal motivo se celebraron torneos, comedias y bailes de gala. Queriendo el rey demostrar a sus huéspedes que no carecía de oro y plata, trató de hacer una incursión en el tesoro de la corona, preparando algo extraordinario. Advertido en secreto por el jefe de cocina de que el astrónomo de cámara había anunciado ya la época de matanza, ordenó un banquete, se metió en su coche y se fue a invitar a reyes y príncipes, diciéndoles que deseaba fuesen a tomar una cucharada de sopa con él, con objeto de disfrutar de la sorpresa que habían de causarles los platos exquisitos. Luego dijo a su mujer: "Ya sabes lo que me gusta la matanza". La reina sabía perfectamente lo que aquello significaba, y que no era otra cosa sino que ella misma, como hiciera otras veces, se dedicase al arte de salchichera. El tesorero mayor mandó en seguida trasladar a la cocina la gran caldera de oro de cocer morcillas y las cacerolas de plata, haciendo preparar un gran fuego de leña de sándalo; la reina se puso su delantal de damasco y al poco tiempo salían humeante de la caldera el rico olor de la sopa de morcilla, que llegó hasta la del Consejo donde se encontraba el rey. Éste, entusiasmado, no pudo contenerse y dijo a los ministros: "Con vuestro permiso, señores míos", y se fue a la cocina; abrazando a la reina, meneó la sopa con el cetro y se volvió tranquilamente al salón.

“Había llegado el momento precioso en que el tocino, cortado en cuadraditos y colocado en parrillas de plata, había de tostarse. Las damas de la corte se marcharon, pues este menester quería hacerlo la reina sola, por amor y consideración a su augusto esposo. Cuando empezaba a tostarse el tocino, se oyó una vocecita suave que decía: "Dame un poco de tocino, hermana; yo también quiero probarlo; también soy reina; dame un poquito." La reina sabía muy bien que quien así hablaba era la señora Ratona, que tenía su residencia en el palacio real de muchos años atrás. Pretendía estar emparentada con la real familia y ser reina de la línea de Mausoleo, y por eso tenía una gran corte debajo del fogón. La reina era bondadosa y caritativa; no reconocía a la señora Ratona como reina y hermana suya, pero le permitía de buena gana que participase de los festines; así es que dijo: "Venga, señora Ratona; ya sabe usted que puede siempre probar mi tocino." En efecto, la señora Ratona se acercó, y con sus patitas menudas fue tomando trozo por trozo lo que le presentaba la reina. Pero luego salieron todos los compadres y las tías de la señora Ratona, y también sus siete hijos, canalla muy traviesa, que se echaron sobre el tocino, sin que pudiera apartarlos del fogón la asustada reina. Por fortuna, se presentó la camarera mayor, que espantó a los importunos huéspedes, logrando así que quedase algo de tocino, el cual se repartió concienzudamente en presencia del matemático de cámara, tocando un pedacito a cada uno de los embutidos.

“Sonaron trompetas y tambores; todos los potentados y príncipes se presentaron vestidos de gala; unos en blancos palafrenes, otros en coches de cristales, para tomar parte en el banquete. El rey los recibió con mucho agrado, y, como señor del país, se sentó en la cabecera de la mesa, con cetro y corona. Cuando sirvieron las salchichas de hígado, se vio que el rey palidecía y levantaba los ojos al cielo, lanzando suspiros entrecortados, como si le acometiera un dolor profundo. Al probar las morcillas se echó hacia atrás en el sillón, se tapó la cara con la manos y comenzó a quejarse y a gemir sordamente. Todo el mundo se levantó de la mesa; el médico de cámara trató en vano de tomar el pulso al desgraciado rey, que lanzaba lamentos conmovedores. Al fin, después de muchas discusiones y de emplear remedios eficaces, tales como plumas de ave quemadas y otras cosas por el estilo, empezó el rey a dar señales de recobrarse un poco, y, casi ininteligibles, salieron de sus labios estas palabras: "¡Muy poco tocino!" La reina, inconsolable, se echó a sus pies, exclamando entre sollozos: "¡Oh, augusto y desgraciado esposo mío! ¡Qué dolor tan grande debe ser el tuyo! ¡A tus pies tienes a la culpable!... ¡Castígala, castígala con dureza! ¡Ay!... La señora Ratona, con sus siete hijos y sus compadres y sus tías, se han comido el tocino y..." La reina se desmayó sin decir más. Se levantó de su asiento el rey, lleno de ira, y dijo a gritos: "Camarera mayor, ¿cómo ha ocurrido esto?" La camarera mayor contó lo que sabía, y el rey decidió vengarse de la señora Ratona y de su familia, que le habían comido el tocino de sus embutidos.

“Se llamó al consejero de Estado y se convino en formar proceso a la señora Ratona y encerrarla en sus dominios; pero como el rey pensaba que aun así seguirían comiéndosele el tocino, puso el asunto en manos del relojero y sabio de cámara. Este personaje, que precisamente se llamaba lo mismo que yo, Cristián Elías Drosselmeier, prometió al rey ahuyentar para siempre del palacio a la señora Ratona y a la familia valiéndose de un plan ingenioso. Inventó unas maquinitas al extremo de las cuales se ataba un pedazo de tocino asado, y Drosselmeier las colocó en los alrededores de la vivienda de la golosa. La señora Ratona era demasiado lista para no comprender la intención de Drosselmeier; pero de nada valieron sus advertencias y reflexiones: atraídos por el agradable olor del tocino, los siete hijos de la señora Ratona y muchos parientes y compadres acudieron a las máquinas de Drosselmeier, y en el momento en que querían apoderarse del tocino se veían presos en una jaula y transportados a la cocina, donde se los juzgaba ignominiosamente. La señora Ratona abandonó, con los pocos que quedaron de su familia, el lugar de la tragedia. La pena, la desesperación, la idea de venganza inundaban su alma. La Corte se alegró mucho; pero la reina se preocupaba, pues conocía a la señora Ratona y sabía que no había de dejar impune la muerte de sus hijos y demás parientes.
“Con efecto, un día que la reina preparaba un plato de bofes, que su augusto marido apreciaba mucho, apareció ante ella la señora Ratona y le dijo: "Mis hijos, mis tías..., toda mi parentela han sido asesinados; ten cuidado, señora, de que la reina de los ratones no muerda a tu princesita... Ten cuidado." Y, sin decir otra palabra, desapareció y no se dejó ver más. La reina se llevó tal susto que dejó caer a la lumbre el plato de bofes, y por segunda vez la señora Ratona fue la causa de que se estropease uno de los manjares favoritos del rey, por cuya razón se enfadó mucho. Pero basta por esta noche; otro día os contaré lo que queda.

A pesar de que María, que estaba pendiente del cuento, rogó al padrino Drosselmeier que lo terminase, éste no se dejó convencer, sino que, levantándose, dijo: “Demasiado de una vez no es sano; mañana os contaré.”

Cuando el magistrado se disponía a salir le preguntó Federico:

—Padrino Drosselmeier. ¿es verdad que tú inventaste las ratoneras?
—¡Qué pregunta más estúpida! —exclamó la madre. Pero el magistrado sonrió de un modo extraño y respondió en voz baja:
—¿No soy un relojero hábil y no es natural que pueda haber inventado ratoneras?



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