Capítulo VI
La enfermedad
Cuando María despertó de su profundo sueño se
encontró en su camita y con el sol que entraba alegremente en el cuarto por la ventana
cubierta de hielo. Junto a ella estaba sentado un señor desconocido, que luego
vio era el cirujano Wendelstern, el cual, en voz baja, decía:
—Ya despierta.
Se acercó entonces la madre y la miró con ojos
asustados.
—Querida mamita —murmuró la pequeña María—.
¿Se han marchado ya todos los asquerosos ratones y está salvado el bueno de Cascanueces?
—No digas tonterías, querida niña —respondió
la madre—. ¿Qué tienen que ver los ratones con el Cascanueces? Tú, por ser
mala, nos has dado un susto de primera. Eso es lo que ocurre cuando los niños
son voluntariosos y no obedecen a sus padres. Te quedaste anoche jugando con
las muñecas hasta tarde. Tendrías sueño, y quizá algún ratón, aunque no los
suele haber en casa, te asustó, y te diste contra uno de los cristales del
armario, rompiéndolo y cortándote en el brazo de tal manera que el doctor
Wendelstern, que te acaba de sacar los cristalitos de la herida, creía que si
te hubieras cortado una vena te quedarías con el brazo sin movimiento o que
podías haberte desangrado.
A Dios gracias, yo me desperté a media noche y te eché de menos,
y me levanté, dirigiéndome al gabinete. Allí te encontré, junto al armario,
desmayada y sangrando. Por poco no me desmayo yo también del susto. A tu
alrededor vi una porción de los soldados de tu hermano y otros muñecos rotos,
hombrecillos de pasta, banderas hechas pedazos y al Cascanueces, que yacía
sobre tu brazo herido, y, no lejos de ti, tu zapato izquierdo.
—¡Ay, mamaíta, mamaíta! —exclamó María—. ¿No
ven ustedes que esas son las señales de la gran batalla que ha habido entre los
muñecos y los ratones? Y lo que me asustó más fue que los últimos querían
llevarse prisionero a Cascanueces, que mandaba el ejército de los muñecos.
Entonces fue cuando yo tiré mi zapato en medio del grupo de ratones, y no sé lo
que ocurrió después.
El doctor Wendelstern guiño un ojo a la madre,
y ésta dijo con mucha suavidad:
—Bueno, déjalo estar, querida María.
Tranquilízate: los ratones han desaparecido y Cascanueces está sano y salvo en
el armario.
En el cuarto entró el consejero de Sanidad y
habló largo rato con el doctor Wendelstern; luego tomó el pulso a María, la
cual oyó perfectamente que decía algo de fiebre traumática. Tuvo que permanecer
en la cama y tomar medicinas durante varios días, a pesar de que, aparte
algunos dolores en el brazo, se encontraba bastante bien. Supo que Cascanueces
salió salvo de la batalla, y le pareció que en sueños se presentaba delante de
ella y con voz clara, aunque melancólica, le decía: "María, querida
señora, mucho le debo, pero aún puede usted hacer más por mí." María daba
vueltas en su cabeza qué podía ser ello, sin lograr dar solución al enigma.
María no podía jugar a causa del brazo herido,
y, por tanto, se entretenía en hojear libros de estampas; pero veía una porción
de chispitas raras y no aguantaba mucho tiempo aquella ocupación. Se le hacían
larguísimas las horas y esperaba impaciente que anocheciese, porque entonces su
madre se sentaba a su cabecera y le leía o le contaba cosas bonitas. Acababa su
madre de contarle la historia del príncipe Facardín cuando abrió la puerta y
apareció el padrino Drosselmeier diciendo:
—Quiero ver cómo sigue la herida y enferma
María.
En cuanto ésta vio al padrino con su gabán
amarillo, recordó la imagen de aquella noche en que Cascanueces perdió la
batalla contra los ratones y, sin poder contenerse, dijo, dirigiéndose al
magistrado:
—Padrino Drosselmeier, ¡qué feo estabas! Te vi
perfectamente cuando te sentaste encima del reloj y lo cubriste con tus alas de
modo que no podía dar la hora, porque entonces los ratones se habrían asustado,
y oí cómo llamabas al rey. ¿Por qué no acudiste en mi ayuda y en la de
Cascanueces, padrino malo y feo? Tú eres el culpable de que yo me hiriera y de
que tenga que estar en la cama.
La madre preguntó muy asustada:
—¿Qué es eso, María?
Pero el padrino Drosselmeier puso un gesto
extraño y, con voz estridente y monótona, comenzó a decir incoherencias que
semejaban una canción en la que intervenían los relojes y los muñecos y los ratones.
María miraba al padrino con los ojos muy
abiertos, encontrándolo aún más feo que nunca, balanceando el brazo derecho como
una marioneta. Seguramente se habría asustado ante el padrino si no estuviera
presente la madre y si Federico, que entró en silencio, no hubiera lanzado una
sonora carcajada y dijera:
—Padrino Drosselmeier, hoy estás muy gracioso;
te pareces al muñeco que tiré hace tiempo detrás de la chimenea.
La madre muy seria, dijo a su vez:
—Querido magistrado, es una broma pesada. ¿Qué
quiere usted decir con todo eso?
—¡Dios mío! —respondió riendo el padrino—. ¿No
conoce usted mi canción del reloj? Siempre se la canto a los enfermos como María.
Y, sentándose a la cabecera de la cama, dijo:
—No te enfades conmigo porque no sacara al rey
de los ratones los catorce ojos; no podía ser. En cambio, voy a darte una gran
alegría.
El magistrado se metió la mano en el bolsillo
y sacó... al Cascanueces al cual había colocado los dientecillos perdidos y arreglado
la mandíbula.
María lanzó una exclamación de alegría, y la
madre dijo riendo:
—¿Ves tú que bueno ha sido el padrino con tu
Cascanueces?
—Pero tienes que convenir conmigo, María
—interrumpió el magistrado—, que Cascanueces no posee una gran figura y que tampoco
tiene nada de guapo. Si quieres oírme, te contaré la razón de que en su familia
exista y se herede tal fealdad. Quizá sepas ya la historia de la princesa
Pirlipat, de la bruja Ratona y del relojero artista.
—Escucha, padrino Drosselmeier —exclamó
Federico de pronto—: has colocado muy bien los dientes de Cascanueces y le has arreglado
la mandíbula de modo que ya no se mueve; pero ¿por qué le falta la espada? ¿Por
qué se la has quitado?
—¡Vaya —respondió el magistrado de mala gana—,
a todo le tienes que poner faltas, chiquillo! ¿Qué importa la espada de
Cascanueces? Lo he curado, y ahora puede coger una espada cuando quiera.
—Es verdad —repuso Federico—; es un mozo
valiente y encontrará armas en cuanto le parezca.
—Dime, María —continuó el magistrado—, si
sabes la historia de la princesa Pirlipat.
—No —respondió María—; cuéntala, querido
padrino, cuéntala.
—Espero —repuso la madre—, querido magistrado,
que la historia no sea tan terrorífica como suele ser todo lo que usted cuenta.
—En absoluto, querida señora de Stahlbaum
—respondió Drosselmeier—; por el contrario, es de lo más cómico que conozco.
—Cuenta, cuenta, querido padrino —exclamaron
los niños.
Y el magistrado comenzó así:
Capitulo VII
El cuento de la nuez dura
—La madre de Pirlipat era esposa de un rey, y,
por tanto, una reina, y Pirlipat fue princesa desde le momento de nacer. El rey
no cabía en sí de gozo con aquella hijita tan linda que dormía en la cuna; mostraba
su alegría exteriormente cantando y bailando y dando saltos en un pie y
gritando sin cesar: "¡Viva!... ¡Viva! ¿Ha visto nadie una cosa más linda
de mi Pirlipatita?" Y los ministros, los generales, los presidentes, los
oficiales de Estado Mayor, saltaban como el señor, en un pie, y decían:
"No, nunca." Y hay que reconocer que en aquella ocasión no mentían,
pues desde que el mundo es mundo no había nacido una criatura más hermosa que
la princesa Pirlipat. Su rostro parecía amasado con pétalos de rosa y de
azucena y copos de seda rosada; los ojitos semejaban azur vivo, y tenía unos
bellísimos bucles, iguales que hilos de oro. Además, la princesa Pirlipat había
traído al mundo dos filas de dientecillos perlinos, con los que, a las dos
horas de nacer, mordió en un dedo al canciller del reino, que quiso comprobar si
eran iguales, obligándole a gritar: "¡Oh! ¡Gemelos!", aunque algunos pretendían
que lo que dijo fue: "¡Ay, ay!", sin que hasta ahora se hayan puesto
de acuerdo unos y otros. En una palabra: la princesita Pirlipat mordió,
efectivamente, al canciller en el dedo, y todo el encantado país tuvo pruebas
de que el cuerpecillo de la princesa daba albergue al talento, al espíritu y al
valor.
“Como ya hemos dicho, todo el mundo estaba
contento menos la reina, que, sin que nadie supiese la causa, se mostraba
recelosa e intranquila. Lo más chocante era que hacía vigilar con especial
cuidado la cuna de la princesa. Aparte de que las puertas estaban guardadas por
alabarderos, a los dos niñeras destinadas al servicio constante de la princesa
se agregaban otras seis que, noche tras noche, habían de permanecer en la
habitación. Y de lo que todos consideraban una locura, cuyo sentido nadie
acertaba a explicarse, era que cada una de esas seis niñeras había de tener en
el regazo un gato y pasarse la noche rascándole para que no se durmiese. Es
imposible, hijos míos, que averigüéis el por qué la madre de Pirlipat hacía
estas cosas, pero yo lo sé y os lo voy a decir.
“Una vez se reunieron en la Corte del padre de
Pirlipat una porción de reyes y príncipes poderosos, y con tal motivo se
celebraron torneos, comedias y bailes de gala. Queriendo el rey demostrar a sus
huéspedes que no carecía de oro y plata, trató de hacer una incursión en el
tesoro de la corona, preparando algo extraordinario. Advertido en secreto por
el jefe de cocina de que el astrónomo de cámara había anunciado ya la época de
matanza, ordenó un banquete, se metió en su coche y se fue a invitar a reyes y
príncipes, diciéndoles que deseaba fuesen a tomar una cucharada de sopa con él,
con objeto de disfrutar de la sorpresa que habían de causarles los platos
exquisitos. Luego dijo a su mujer: "Ya sabes lo que me gusta la
matanza". La reina sabía perfectamente lo que aquello significaba, y que
no era otra cosa sino que ella misma, como hiciera otras veces, se dedicase al
arte de salchichera. El tesorero mayor mandó en seguida trasladar a la cocina la
gran caldera de oro de cocer morcillas y las cacerolas de plata, haciendo
preparar un gran fuego de leña de sándalo; la reina se puso su delantal de
damasco y al poco tiempo salían humeante de la caldera el rico olor de la sopa
de morcilla, que llegó hasta la del Consejo donde se encontraba el rey. Éste,
entusiasmado, no pudo contenerse y dijo a los ministros: "Con vuestro
permiso, señores míos", y se fue a la cocina; abrazando a la reina, meneó
la sopa con el cetro y se volvió tranquilamente al salón.
“Había llegado el momento precioso en que el
tocino, cortado en cuadraditos y colocado en parrillas de plata, había de
tostarse. Las damas de la corte se marcharon, pues este menester quería hacerlo
la reina sola, por amor y consideración a su augusto esposo. Cuando empezaba a
tostarse el tocino, se oyó una vocecita suave que decía: "Dame un poco de
tocino, hermana; yo también quiero probarlo; también soy reina; dame un
poquito." La reina sabía muy bien que quien así hablaba era la señora
Ratona, que tenía su residencia en el palacio real de muchos años atrás.
Pretendía estar emparentada con la real familia y ser reina de la línea de
Mausoleo, y por eso tenía una gran corte debajo del fogón. La reina era
bondadosa y caritativa; no reconocía a la señora Ratona como reina y hermana
suya, pero le permitía de buena gana que participase de los festines; así es
que dijo: "Venga, señora Ratona; ya sabe usted que puede siempre probar mi
tocino." En efecto, la señora Ratona se acercó, y con sus patitas menudas
fue tomando trozo por trozo lo que le presentaba la reina. Pero luego salieron
todos los compadres y las tías de la señora Ratona, y también sus siete hijos,
canalla muy traviesa, que se echaron sobre el tocino, sin que pudiera
apartarlos del fogón la asustada reina. Por fortuna, se presentó la camarera
mayor, que espantó a los importunos huéspedes, logrando así que quedase algo de
tocino, el cual se repartió concienzudamente en presencia del matemático de
cámara, tocando un pedacito a cada uno de los embutidos.
“Sonaron trompetas y tambores; todos los
potentados y príncipes se presentaron vestidos de gala; unos en blancos
palafrenes, otros en coches de cristales, para tomar parte en el banquete. El
rey los recibió con mucho agrado, y, como señor del país, se sentó en la cabecera
de la mesa, con cetro y corona. Cuando sirvieron las salchichas de hígado, se
vio que el rey palidecía y levantaba los ojos al cielo, lanzando suspiros
entrecortados, como si le acometiera un dolor profundo. Al probar las morcillas
se echó hacia atrás en el sillón, se tapó la cara con la manos y comenzó a
quejarse y a gemir sordamente. Todo el mundo se levantó de la mesa; el médico
de cámara trató en vano de tomar el pulso al desgraciado rey, que lanzaba
lamentos conmovedores. Al fin, después de muchas discusiones y de emplear
remedios eficaces, tales como plumas de ave quemadas y otras cosas por el
estilo, empezó el rey a dar señales de recobrarse un poco, y, casi ininteligibles,
salieron de sus labios estas palabras: "¡Muy poco tocino!" La reina, inconsolable,
se echó a sus pies, exclamando entre sollozos: "¡Oh, augusto y desgraciado
esposo mío! ¡Qué dolor tan grande debe ser el tuyo! ¡A tus pies tienes a la
culpable!... ¡Castígala, castígala con dureza! ¡Ay!... La señora Ratona, con
sus siete hijos y sus compadres y sus tías, se han comido el tocino y..."
La reina se desmayó sin decir más. Se levantó de su asiento el rey, lleno de
ira, y dijo a gritos: "Camarera mayor, ¿cómo ha ocurrido esto?" La
camarera mayor contó lo que sabía, y el rey decidió vengarse de la señora
Ratona y de su familia, que le habían comido el tocino de sus embutidos.
“Se llamó al consejero de Estado y se convino
en formar proceso a la señora Ratona y encerrarla en sus dominios; pero como el
rey pensaba que aun así seguirían comiéndosele el tocino, puso el asunto en
manos del relojero y sabio de cámara. Este personaje, que precisamente se
llamaba lo mismo que yo, Cristián Elías Drosselmeier, prometió al rey ahuyentar
para siempre del palacio a la señora Ratona y a la familia valiéndose de un
plan ingenioso. Inventó unas maquinitas al extremo de las cuales se ataba un
pedazo de tocino asado, y Drosselmeier las colocó en los alrededores de la
vivienda de la golosa. La señora Ratona era demasiado lista para no comprender
la intención de Drosselmeier; pero de nada valieron sus advertencias y reflexiones:
atraídos por el agradable olor del tocino, los siete hijos de la señora Ratona
y muchos parientes y compadres acudieron a las máquinas de Drosselmeier, y en
el momento en que querían apoderarse del tocino se veían presos en una jaula y
transportados a la cocina, donde se los juzgaba ignominiosamente. La señora
Ratona abandonó, con los pocos que quedaron de su familia, el lugar de la tragedia.
La pena, la desesperación, la idea de venganza inundaban su alma. La Corte se
alegró mucho; pero la reina se preocupaba, pues conocía a la señora Ratona y
sabía que no había de dejar impune la muerte de sus hijos y demás parientes.
“Con efecto, un día que la reina preparaba un
plato de bofes, que su augusto marido apreciaba mucho, apareció ante ella la
señora Ratona y le dijo: "Mis hijos, mis tías..., toda mi parentela han
sido asesinados; ten cuidado, señora, de que la reina de los ratones no muerda
a tu princesita... Ten cuidado." Y, sin decir otra palabra, desapareció y
no se dejó ver más. La reina se llevó tal susto que dejó caer a la lumbre el
plato de bofes, y por segunda vez la señora Ratona fue la causa de que se
estropease uno de los manjares favoritos del rey, por cuya razón se enfadó mucho.
Pero basta por esta noche; otro día os contaré lo que queda.
A pesar de que María, que estaba pendiente del
cuento, rogó al padrino Drosselmeier que lo terminase, éste no se dejó
convencer, sino que, levantándose, dijo: “Demasiado de una vez no es sano;
mañana os contaré.”
Cuando el magistrado se disponía a salir le
preguntó Federico:
—Padrino Drosselmeier. ¿es verdad que tú
inventaste las ratoneras?
—¡Qué pregunta más estúpida! —exclamó la
madre. Pero el magistrado sonrió de un modo extraño y respondió en voz baja:
—¿No soy un relojero hábil y no es natural que
pueda haber inventado ratoneras?
Continúa leyendo esta historia en "El Cascanueces y el rey de los ratones - Cap VIII y IX - E. T. A. Hoffmann"
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