Descubrí a Patricia Highsmith hace relativamente poco. Alguien me la mencionó como la sucesora de Agatha Christie y me dio curiosidad. Buscando en internet hallé un recopilatorio de cuentos en una biblioteca digital. Eran cuatro, tres me encantaron, uno no tanto, pero de allí tomé "Maquinaciones" (Sauce for the Goose, en inglés) que es el que más me gustó y quiero compartirlo con ustedes.
Patricia Highsmith fue una escritora estadounidense de suspenso. Falleció en 1995 con 74 años de edad. Dice wikipedia: "La temática de la obra de Patricia Highsmith se centra en torno a la culpa, la mentira y el crimen, y sus personajes, muy bien caracterizados, suelen estar cerca de la psicopatía y se mueven en la frontera misma entre el bien y el mal. Esto es muy notorio en su primera novela publicada, Extraños en un tren (de 1950), que fue llevada un año después al cine por Alfred Hitchcock". Interesante, ¿no?
Los dejo con "Maquinaciones", ya veré en otro momento si subo algo más de esta autora.
:D
El incidente en el garaje fue el tercer suceso con tintes de catástrofe en casa de los Amory, y clavó un terrible pensamiento en la cabeza de Loren Amory: su querida esposa Olivia intentaba matarse.
Loren había tirado de una cuerda de plástico que colgaba de una estantería alta del garaje —su intención era limpiar un poco aquello, enrollar la cuerda como correspondía—, y aquel primer tirón provocó una avalancha de maletas, una vieja máquina de cortar césped y una máquina de coser que pesaba Dios sabía cuánto, todo lo cual se había estrellado, en el suelo justo en el lugar donde había estado él antes de dar un sorprendido salto hacia un lado.
Loren regresó lentamente a la casa, con el corazón latiendo con fuerza ante su terrible descubrimiento. Entró en la cocina y se dirigió escaleras arriba.
Olivia estaba en la cama, apoyada contra unas almohadas, con una revista en el regazo.
—¿Qué fue ese terrible ruido, querido?
Loren carraspeó y asentó más firmemente sus gafas de montura negra sobre su nariz.
—Un montón de cosas en el garaje. Tiré de una cuerda que colgaba... —Explicó lo que había ocurrido.
Ella parpadeó calmadamente, como diciendo: «Bueno, ¿y qué? Estas cosas pasan.»
—¿Has tocado tú algo de ese estante últimamente?
Loren se apresuró a arrodillarse, al lado de su esposa.
—Querida, no sigamos ocultando las cosas. La semana pasada fue la aspiradora para la moqueta en las escaleras del sótano. ¡Y esa escalera de mano! ¡Ibas a subirte a ella para acabar con aquel nido de avispas! Lo que quiero decir, querida, es que deseas que te ocurra algo, te des cuenta de ello o no. Tienes que ser más cuidadosa, Olivia... Oh, querida, por favor, no llores. Intento ayudarte. No te estoy criticando.
Su esposa apartó las manos de sus enrojecidos ojos.
—Me hiciste prometer que no pensaría en él, así que no lo hago. Te lo juro, Loren.
Ella pareció pensar en aquello por unos momentos, pero al final agitó la cabeza y dijo que sabía que él hacía aquello sólo por ella, no porque deseara realmente ir.
Loren protestó brevemente, luego lo dejo correr. Si Olivia no aceptaba una idea de inmediato, nunca la aceptaría. Había sido un triunfo convencerla de que tenía sentido no volver a ver a Stephen Castle durante un período de tres meses.
Olivia había conocido a Stephen Cásele en una fiesta dada por uno de los colegas de Loren en la Bolsa. Stephen tenía 35 años, lo cual lo hacía diez años más joven que Loren y uno mayor que Olivia, y era actor. Loren no podía imaginar cómo Toohey, su anfitrión de aquella velada, lo había conocido, o por qué lo había invitado a una fiesta en la que todos los demás hombres procedían o de la banca o de la bolsa; pero allí estaba, como un extraño espíritu maligno, y se había concentrado en Olivia durante toda la fiesta, y ella le había respondido con las mismas encantadoras sonrisas que habían capturado a Loren en una sola tarde hacía ocho años.
Después, en su camino de vuelta a Oíd Greenwich, Olivia había dicho:
—¡Es tan divertido hablar con alguien que no está en la Bolsa, para variar! Me ha dicho que estaba ensayando una nueva obra, «El huésped frecuente». Tenemos que ir a verla, Loren.
Fueron a verla. Stephen Castle aparecía quizá cinco minutos en el primer acto.
Acudieron a saludar a Stephen entre bastidores, y Olivia lo invitó a un cóctel que daban el próximo fin de semana. Acudió, y pasó aquella noche en su habitación de invitados. Durante las semanas siguientes Olivia fue en su coche a Nueva York al menos dos veces por semana, oficialmente de compras, pero no hizo ningún secreto del hecho de que se veía con Stephen para comer y a veces incluso para tomar unos cócteles. Al final le dijo a Loren que estaba enamorada de Stephen y que deseaba el divorcio.
Al principio Loren no supo que decir, luego aceptó concedérselo en bien de la deportividad; pero 48 horas después del anuncio de Olivia ésta recuperó lo que consideró el buen sentido. Por aquel entonces se había medido frente a su rival, no sólo físicamente (Loren no salía demasiado bien parado en este aspecto, puesto que no era más alto que Olivia, la línea del pelo se le estaba retirando hacia atrás y empezaba a cultivar una pequeña barriga), sino también moral y financieramente.
En las últimas dos categorías tenía todas las ventajas sobre Stephen Castle, y modestamente se lo hizo notar a Olivia.
—Yo nunca me casaría con un hombre por su dinero —respondió ella.
Aquel último pensamiento hizo reconsiderar a Olivia. Dijo que vería a Stephen sólo una vez más, «para hablar del asunto». Fue a Nueva York una mañana y no regresó hasta la medianoche. Era domingo, cuando Stephen no tenía actuación.
Loren aguardó impaciente su regreso. Entre lágrimas, Olivia le dijo que ella y Stephen habían llegado a un acuerdo. No se verían durante un mes, y si al final de ese tiempo no seguían sintiendo lo mismo el uno hacia el otro aceptarían olvidar todo el asunto.
—Pero por supuesto tú sentirás lo mismo —dijo Loren—. ¿Qué es un mes en la vida de un adulto? Si lo intentaras durante tres meses...
Ella le miró entre sus lágrimas.
—¿Tres meses?
Desde aquel día Olivia inició su declive. Perdió interés en ocuparse del jardín, en su club de bridge, incluso en su ropa. Su apetito desapareció, aunque no perdió mucho peso, quizá porque permanecía proporcionalmente inactiva. Nunca habían tenido servidumbre. Olivia se enorgullecía del hecho de ser una muchacha trabajadora, una vendedora en el departamento de regalos de unos grandes almacenes en Manhattan, cuando conoció a Loren. Le gustaba decir que sabía cómo hacer las cosas por sí misma. La gran casa en Old Greenwich era suficiente para mantener ocupada a una mujer, aunque Loren había instalado todos los artilugios concebibles para ahorrarle trabajo. También tenían un congelador del tamaño de un cuarto trastero en el sótano, de modo que tenía que ir al mercado mucho menos a menudo que lo habitual, y además toda la comida les era llevada a casa. Ahora que Olivia parecía con las energías bajas, Loren sugirió contratar a una sirvienta, pero Olivia se negó.
Transcurrieron siete semanas, y Olivia mantuvo su palabra acerca de no ver a Stephen. Pero estaba a todas luces tan deprimida, tan pronta a estallar en lágrimas, que Loren vivía constantemente al borde de ceder y decirle que, si amaba tanto a Stephen, tenía derecho a verle. Quizá, pensaba Loren, Stephen Castle sintiera lo mismo, y estuviera también contando las semanas que faltaban para poder ver de nuevo a Olivia. Si era así, Loren había perdido.
Pero le resultaba difícil concederle a Stephen el crédito de sentir algo. Era un tipo larguirucho, más bien estúpido, con el pelo color avena, y Loren nunca lo había visto sin una sonrisa nauseabunda en su boca, como si fuera un hombre anuncio de sí mismo, mostrando perpetuamente lo que sin duda pensaba que era su expresión más halagadora.
Loren, soltero hasta que a los 37 años se casó con Olivia, suspiraba a menudo desanimado ante la forma de actuar de las mujeres. Por ejemplo, Olivia: si él hubiera experimentado unos sentimientos tan fuertes hacia otra mujer, no hubiera dudado ni un minuto en librarse de este matrimonio. Pero Olivia dudaba. ¿Qué esperaba conseguir con ello?, se preguntaba Loren. ¿Pensaba, o esperaba, que su obsesivo amor hacia Stephen podía desaparecer? ¿O deseaba demostrarle a su marido que no lo haría? ¿O sabía inconscientemente que su amor por Stephen Castle no era más que fantasía, y que su actual depresión significaba para ella y para Loren un período de ajuste, de llanto por un amor que no había tenido el valor de salir a tomar?
Pero el incidente en el garaje del sábado hizo que Loren dudara de que Olivia estaba sumida en una fantasía. No quería admitir que Olivia intentaba quitarse la vida, pero la lógica lo impulsaba a ello. Había leído acerca de ese tipo de personas.
Eran diferentes de las propensas a los accidente, que podían vivir para sufrir una muerte natural, fuera la que fuese. Las otras eran las propensas al suicidio, y estaba seguro de que Olivia encajaba en esta categoría.
Un ejemplo perfecto era el episodio de la escalera de mano. Olivia estaba en el cuarto o quinto peldaño cuando Loren se dio cuenta de la resquebrajadura en el lado izquierdo de la escalera, y ella se mostró completamente despreocupada, incluso cuando él se la señaló. Si no hubiera sido porque ella dijo que se sentía un poco mareada al alzar los ojos hacia el nido de avispas, él nunca hubiera hecho el trabajo, y así no habría visto la resquebrajadura.
Loren vio en el periódico que la obra en la que actuaba Stephen cerraba, y le pareció que el abatimiento de Olivia se hacía más profundo. Ahora había círculos oscuros alrededor de sus ojos. Decía que no podía dormirse antes del amanecer.
—Llámale si quieres, querida —dijo finalmente Loren—. Ve a verle de nuevo y averigua si los dos...
Loren se alejó, destrozado y odiándose a sí mismo.
Olivia se debilitaba físicamente cada vez más. Una vez tropezó al bajar las escaleras y apenas pudo sujetarse a la barandilla. Loren sugirió, no por primera vez, que fuera a ver al médico, pero ella se negó.
—Los tres meses están a punto de cumplirse, querido. Sobreviviré —dijo con una sonrisa triste.
Aquello era cierto. Sólo faltaban dos semanas hasta el 15 de marzo, la fecha límite de los tres meses. Los idus de marzo, se dio cuenta Loren por primera vez.
Una coincidencia ominosa.
El domingo por la tarde Loren estaba revisando algunos informes de la oficina en su estudio cuando oyó un largo grito, seguido por un resonante estruendo. Al instante estaba de pie y corriendo. Había procedido del sótano, pensó, y si era así, sabía lo que había ocurrido. ¡Aquella maldita aspiradora para la moqueta de nuevo!
—¿Olivia?
Oyó un gemido procedente del sótano a oscuras. Bajó a la carrera los peldaños.
Hubo un pequeño zumbar de ruedas, sus pies resbalaron ante él, y en los pocos segundos antes de que su cabeza se estrellara violentamente contra el suelo de cemento lo comprendió todo: Olivia no había caído por las escaleras del sótano, sólo lo había atraído a él hasta allí; durante todo aquel tiempo había intentado matarle a él, a Loren Amory..., y todo por Stephen Castle.
—Estaba arriba en la cama, leyendo —dijo Olivia a la policía, sujetando con mano temblorosa su bata alrededor dé su estremecido cuerpo—. Oí un terrible estruendo y entonces... bajé... —Hizo un gesto de impotencia hacia el inerte cuerpo de Loren.
La policía aceptó sus palabras y se compadeció por ella. La gente tendría que ser más cuidadosa, dijeron, con cosas como las aspiradoras para la moqueta y las escaleras a oscuras. Cada día se producían fatalidades como aquella en los Estados Unidos. Luego retiraron el cadáver, y el martes Loren Amory fue enterrado.
Olivia llamó a Stephen el miércoles. Había estado telefoneándole cada día excepto sábados y domingos, pero no lo había hecho desde el viernes anterior.
Habían acordado que el día de la semana que ella no le llamara a su apartamento a las once de la mañana sería la señal de que había cumplido su misión. Además, Loren Amory había ocupado un buen espacio en la página de necrológicas del lunes. Dejaba casi un millón de dólares a su viuda, y casas en Florida, Connecticut y Maine.
—¡Querida! ¡Pareces tan cansada! —fueron las primeras palabras de Stephen cuando se reunieron en un discreto bar de Nueva York el miércoles.
Stephen miró nervioso a su alrededor, luego dijo con su sonrisa habitual:
—Querida Olivia, ¿cuándo podremos estar juntos?
Quiero que compres los billetes.
Tomaron camarotes separados, y el periódico local de Connecticut, sin el menor asomo de suspicacia, informó que el viaje de la señora Amory era por motivos de salud.
De vuelta a los Estados Unidos en abril, bronceada por el sol y con un aspecto muy mejorado, Olivia confesó a sus amigas que había conocido a alguien «por quien estaba interesada». Sus amigas le aseguraron que era normal, y que no debía estar sola el resto de su vida. Lo más curioso fue que cuando Olivia invitó a Stephen a una cena en su casa, ninguno de sus amigos le reconoció, aunque varios de ellos lo habían conocido en aquel cóctel unos meses antes. Stephen se mostraba ahora mucho más seguro de sí mismo, y se comportaba como un ángel, pensaba Olivia.
Se casaron en agosto. Stephen se había presentado para algunos papeles, pero nada se había materializado todavía. Olivia le dijo que no se preocupara, que las cosas se animarían seguramente después del verano. Stephen no parecía preocuparse demasiado, aunque protestó diciendo que tenía que trabajar, y dijo que si era necesario intentaría alguna cosa para la televisión. Desarrolló un claro interés hacia la jardinería, plantó algunos retoños de abetos azules, y en general hizo que el lugar pareciera vivo de nuevo.
A Olivia le encantó que a Stephen le gustara la casa, porque a ella también le gustaba. Ninguno de los dos se refería nunca a las escaleras del sótano, pero hicieron colocar un interruptor de la luz junto al primer peldaño, a fin de que no pudiera volver a ocurrir nunca un accidente similar. La aspiradora para la moqueta fue colocada además en el lugar que le correspondía, en el armario de las escobas en la cocina.
Daban fiestas mucho más a menudo de lo que Olivia y Loren habían hecho.
Stephen tenía muchos amigos en Nueva York, y Olivia los encontraba divertidos.
Pero Stephen, pensaba Olivia, estaba empezando a beber demasiado. En una de las fiestas, cuando todos estaban fuera en la terraza, Stephen estuvo a punto de caer por el parapeto. Dos de los invitados tuvieron que sujetarle.
—Será mejor que cuides de tu persona en esta casa, Steve —le dijo Parker Barnes, un actor amigo de Stephen—. Puede que haya un mal de ojo sobre ella.
Después de que se hubieran ido los invitados, Stephen le pidió a Olivia que salieran de nuevo a la terraza.
—Quizás el aire me aclare la cabeza —dijo Stephen con una sonrisa—. Lamento haber estado un poco achispado esta noche. Aquella es Orion. ¿La ves? —Rodeó a Olivia con sus brazos y la atrajo hacia sí—. La constelación más brillante de todo el cielo.
Ella se había soltado de él y ahora estaba de pie junto a la puerta del dormitorio, mirándole de frente.
—Ibas a empujarme abajo.
Permanecieron tendidos como de costumbre en la misma cama aquella noche, pero ambos sólo fingieron dormir. Hasta que, para Olivia al menos, tal como acostumbraba a decirle a Loren, el sueño llegó al amanecer.
Al día siguiente, de una forma casual y subrepticia, ambos revisaron toda la casa, desde el ático al sótano, Olivia con vistas a protegerse de posibles trampas mortales, Stephen con la intención de ponerlas. Él había decidido ya que las escaleras del sótano ofrecían la mejor posibilidad, pese a la repetición, porque pensaba que nadie creería que alguien se atreviera a usar el mismo medio..., si la intención era asesinato.
Ocurrió que Olivia pensaba exactamente lo mismo.
Las escaleras que conducían al sótano nunca antes habían estado tan libres de impedimentos y bien iluminadas. Ninguno de ellos tomó la iniciativa de apagar la luz por la noche. Exteriormente, cada uno profesaba amor y fe hacia el otro.
—Lamento lo que te dije, Stephen —susurró ella en su oído mientras le abrazaba—.
Aquella noche en la terraza tuve miedo, eso es todo. Cuando dijiste «maldita sea»...
—Lo sé, ángel. Pero no pudiste pensar que tenía intención de hacerte algún daño.
Dije «maldita sea» sólo porque estabas allí, y pensé que yo podía haberte empujado sin querer abajo.
Hablaron de otro crucero. Querían ir a Europa la primavera próxima. Pero en las comidas probaban cautelosamente cada cosa antes de empezar a comer.
¿Cómo podría yo poner algo en la comida, pensaba Stephen para sí mismo, cuando no abandonas ni un momento la cocina cuando la estás preparando?
Y Olivia: Te creo capaz de cualquier cosa. Sólo hay una dirección en la que pareces brillar, Stephen.
Su humillación por haber perdido a su amante quedaba oculta por un sombrío resentimiento. Se daba cuenta de que había sido victimizada. Los últimos restos de hechizo de Stephen se habían desvanecido. Pero ahora, pensaba Olivia, estaba efectuando el mejor trabajo de actor de su vida..., y un trabajo de veinticuatro horas al día. Se felicitaba a sí misma de que no hubiera conseguido engañarla, y sopesaba un plan tras otro, convencida de que este «accidente» tenía que ser mucho más convincente del que la había liberado de Loren.
Stephen se dio cuenta de que no estaba en mala posición. Todo el mundo que los conocía a él y a Olivia, aunque sólo fuera ligeramente, pensaba que él la adoraba. Se supondría que un accidente no sería más que eso, un accidente, si él lo decía así.
Ahora estaba jugueteando con la idea del congelador del tamaño de un cuarto trastero que había en el sótano. No había manija de apertura en la parte interior de la puerta, y de tanto en tanto Olivia iba hasta el rincón del fondo en busca de bistecs o espárragos congelados. Pero, ¿se atrevería ella a entrar, ahora que sus sospechas se habían despertado, si él estaba en el sótano al mismo tiempo? Lo dudaba.
Mientras Olivia tomaba el desayuno en la cama una mañana —se había trasladado a su propio dormitorio, y Stephen le traía el desayuno como Loren había hecho siempre—, Stephen experimentó con la puerta del congelador. Descubrió que, si golpeaba un objeto sólido al abrirse, el rebote haría que se cerrara de nuevo, lenta pero inexorablemente. No había ningún objeto sólido cerca de la puerta ahora, al contrario, estaba previsto que la puerta se abriera del todo de modo que la parte exterior se fijara en una pinza a presión colocada en la pared precisamente con esta finalidad, retener la puerta abierta. Había observado que Olivia siempre abría del todo la puerta cuando entraba y la encajaba de forma automática en la pared. Pero si él ponía algo en el camino, aunque sólo fuera una esquina de la caja de la leña, la puerta la golpearía y se cerraría de nuevo, antes de que Olivia tuviera tiempo de darse cuenta de lo que había ocurrido.
Sin embargo, ese momento en particular no parecía el más correcto para colocar la caja de la leña en aquella posición, así que Stephen no preparó aquella trampa.
Olivia había dicho algo de salir al restaurante aquella noche: hoy no sacaría nada para descongelar.
Dieron un pequeño paseo a las tres de la tarde —por el bosque detrás de la casa, luego de vuelta—, y casi se cogieron de la mano, en un desagradable e insultante fingimiento mutuo de afecto; pero sus dedos apenas se rozaron antes de separarse.
—Una taza de té nos iría muy bien, ¿no crees, querido? —preguntó Olivia.
Recordaba cómo habían maquinado la triste desaparición de Loren, los tiernos susurros de asesinato de ella en sus comidas, su infinita paciencia mientras transcurrían las semanas y plan tras plan fallaba. Era él quien había sugerido la aspiradora para la moqueta en las escaleras del sótano y el cebo del grito de ella.
¿Qué podía planear el cerebro de pájaro de ella?
Poco después del té —todo había estado estupendo—, Stephen salió de la sala de estar como si no tuviera ningún propósito en particular. Se sentía impulsado a probar lo de la caja de leña para ver si podía confiar realmente en ella. Se sentía inspirado también a dejar la trampa montada e irse. La luz de arriba en la escalera del sótano estaba encendida. Bajó cuidadosamente los peldaños.
Escuchó durante un momento para ver si Olivia podía estar siguiéndole. Luego colocó la caja de leña en posición, no paralela a la parte delantera del congelador, por supuesto, sino un poco a un lado, como si alguien la hubiera arrastrado fuera de las sombras para ver mejor su interior y la hubiera dejado allí. Abrió la puerta del congelador exactamente con la velocidad y fuerza que utilizaría Olivia, empujándola mientras cruzaba el umbral, con la mano derecha extendida para sujetar la puerta en el rebote. Pero el pie que cargaba con su peso al cruzar resbaló varios centímetros hacia adelante justo en el momento en que la puerta golpeaba contra la caja de la leña.
Stephen cayó sobre su rodilla derecha, con la pierna izquierda tendida recta frente a él, y a sus espaldas la puerta se cerró. Se puso en pie al instante y se enfrentó a la puerta cerrada con los ojos muy abiertos. Estaba oscuro, y tanteó en busca del interruptor auxiliar a la izquierda de la puerta, que encendió una luz al fondo del congelador.
¿Cómo había ocurrido? ¡El maldito hielo en el suelo del congelador! Pero no era sólo el hielo, vio. Lo que le había hecho resbalar era un pequeño trozo de sebo que vio ahora en medio del suelo, al extremo de la grasienta huella que había dejado su resbalón.
Stephen contempló por un instante el sebo, con una mirada neutra e inexpresiva.
Luego se volvió de nuevo a la puerta, la empujó, tanteó la firme junta recubierta de caucho. Podía llamar a Olivia, por supuesto. Finalmente ella le oiría, o al menos le echaría en falta, antes de que tuviera tiempo de helarse. Bajaría al sótano, y podría oírle aunque no le hubiera oído desde la sala de estar. Entonces abriría la puerta, por supuesto.
Sonrió débilmente, e intentó convencerse a sí mismo de que abriría la puerta.
—¿Olivia?... ¡Olivia! ¡Estoy aquí abajo, en el sótano!
Había transcurrido casi media hora cuando Olivia llamó a Stephen para preguntarle qué restaurante prefería, un asunto que influenciaría lo que debía ponerse. Lo buscó en su dormitorio, en la biblioteca, en la terraza, y finalmente lo llamó desde la puerta delantera, pensando que tal vez estuviera en alguna parte en el jardín.
Al final probó el sótano.
Por aquel entonces, arrebujado en su chaqueta de tweed, con los brazos cruzados sobre su pecho, Stephen caminaba arriba y abajo por el congelador, lanzando señales afligidas a intervalos de treinta segundos y usando el resto de su aliento para soplar dentro de su camisa en un esfuerzo por mantenerse caliente.
Olivia estaba a punto de abandonar el sótano cuando oyó llamar débilmente su nombre.
—¿Stephen? Stephen, ¿dónde estás?
Olivia echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar una carcajada, sin preocuparse de si Stephen podían oírla o no. Luego, riendo aún tan fuerte que tuvo que doblarse sobre sí misma, subió la escalera del sótano.
Lo que más la divertía era que había pensado en el congelador como un lugar perfecto para librarse de Stephen, pero no había conseguido elaborar una forma de hacer que entrara en él. Se dio cuenta de que el que ahora estuviera ahí dentro sólo podía deberse a algún divertido incidente..., quizá mientras intentaba preparar una trampa para ella. Todo aquello era demasiado cómico. ¡Y afortunado!
O quizá, pensó cautamente, la intención de él, incluso ahora, fuera atraerla a que abriera la puerta del congelador, y entonces meterla dentro de un tirón y cerrar la puerta tras ella. ¡Por supuesto, no iba a dejar que ocurriera eso!
Cogió su coche y condujo hasta unos treinta kilómetros hacia el norte, tomó un bocadillo en un café al lado de la carretera, luego fue a ver una película. Cuando regresó a casa a medianoche descubrió que no tenía el valor de visitar a «Stephen»
al congelador, ni siquiera de bajar al sótano. No estaba segura de que estuviera ya muerto, y aunque permaneciera en silencio eso podía significar tan sólo que fingía estar muerto o inconsciente.
Pero mañana, pensó, mañana no habría ninguna duda de que estaba muerto. En el peor de los casos, la misma falta de aire habría acabado con él por aquel entonces.
Se fue a la cama y se aseguró una noche de sueño con un ligero sedante. Mañana sería un día agotador. Su historia de la pequeña discusión con Stephen —acerca de a qué restaurante irían, simplemente eso— y la salida de él, irritado, a dar un paseo, había pensado, tendrían que ser muy convincentes.
A las diez de la mañana, después de un zumo de naranja y un café, Olivia se sintió preparada para su papel de la horrorizada viuda abrumada por el dolor.
Después de todo, se dijo a sí misma, ya había practicado el papel..., sería la segunda vez que lo interpretaba. Decidió enfrentarse a la policía en bata, como en la anterior ocasión.
Para ser completamente natural acerca de todo el asunto, bajó al sótano para hacer el «descubrimiento» antes de llamar a la policía.
—¿Stephen? —llamó, con confianza—. ¿Stephen?
Ninguna respuesta.
Abrió el congelador con aprensión, contuvo el aliento ante la enroscada figura cubierta de escarcha en el suelo, luego avanzó los pocos pasos que la separaban de él..., consciente de que las huellas de sus pies en el suelo serían visibles para corroborar su historia de que había acudido a intentar reanimar a Stephen.
Blam, hizo la puerta tras ella..., como si alguien de pie en la parte de fuera la hubiera empujado con fuerza.
Olivia jadeó asombrada y su boca colgó abierta. Había abierto la puerta de par en par. Hubiera tenido que engancharse en la pinza de la pared.
—¡Hola! ¿Hay alguien ahí fuera? ¡Abran la puerta, por favor! ¡En seguida!
Pero sabía que no había nadie ahí fuera. Era sólo algún maldito accidente.
Quizás un accidente preparado por Stephen.
Miró al rostro del hombre. Sus ojos estaban abiertos, y en sus blancos labios flotaba aquella pequeña sonrisa suya tan familiar, triunfante ahora y absolutamente maliciosa. Olivia no lo miró de nuevo. Se cerró la tenue bata tan fuerte como pudo y empezó a gritar:
—¡Socorro! ¡Alguien! ¡Policía!
Siguió gritando durante lo que le parecieron horas, hasta que empezó a quedarse ronca, hasta que empezó a dejar de sentir frío, sólo un poco de sueño.
Los dejo con "Maquinaciones", ya veré en otro momento si subo algo más de esta autora.
:D
Maquinaciones
El incidente en el garaje fue el tercer suceso con tintes de catástrofe en casa de los Amory, y clavó un terrible pensamiento en la cabeza de Loren Amory: su querida esposa Olivia intentaba matarse.
Loren había tirado de una cuerda de plástico que colgaba de una estantería alta del garaje —su intención era limpiar un poco aquello, enrollar la cuerda como correspondía—, y aquel primer tirón provocó una avalancha de maletas, una vieja máquina de cortar césped y una máquina de coser que pesaba Dios sabía cuánto, todo lo cual se había estrellado, en el suelo justo en el lugar donde había estado él antes de dar un sorprendido salto hacia un lado.
Loren regresó lentamente a la casa, con el corazón latiendo con fuerza ante su terrible descubrimiento. Entró en la cocina y se dirigió escaleras arriba.
Olivia estaba en la cama, apoyada contra unas almohadas, con una revista en el regazo.
—¿Qué fue ese terrible ruido, querido?
Loren carraspeó y asentó más firmemente sus gafas de montura negra sobre su nariz.
—Un montón de cosas en el garaje. Tiré de una cuerda que colgaba... —Explicó lo que había ocurrido.
Ella parpadeó calmadamente, como diciendo: «Bueno, ¿y qué? Estas cosas pasan.»
—¿Has tocado tú algo de ese estante últimamente?
—No, ¿por qué?
—Porque..., bueno, todo estaba puesto para que cayera, querida.
—¿Me estás culpando a mí? —preguntó Olivia con un hilo de voz.
—Culpo tu descuido, sí. Yo puse aquellas maletas ahí arriba, y nunca las hubiera colocado de modo que cayeran apenas tocarlas. Y no coloqué la máquina de coser encima de todo el montón. No estoy diciendo...
—Culpas mi descuido —repitió ella, ultrajada.
Loren se apresuró a arrodillarse, al lado de su esposa.
—Querida, no sigamos ocultando las cosas. La semana pasada fue la aspiradora para la moqueta en las escaleras del sótano. ¡Y esa escalera de mano! ¡Ibas a subirte a ella para acabar con aquel nido de avispas! Lo que quiero decir, querida, es que deseas que te ocurra algo, te des cuenta de ello o no. Tienes que ser más cuidadosa, Olivia... Oh, querida, por favor, no llores. Intento ayudarte. No te estoy criticando.
—Lo sé, Loren. Eres bueno. Pero mi vida..., supongo que no vale la pena seguirla viviendo. No quiero decir que esté intentando terminar con ella, pero...
—¿Todavía sigues pensando... en Stephen? —Loren odiaba el nombre, odiaba pronunciarlo.
Su esposa apartó las manos de sus enrojecidos ojos.
—Me hiciste prometer que no pensaría en él, así que no lo hago. Te lo juro, Loren.
—Muy bien, querida. Esa es mi chica. —Tomó sus manos entre las de él—. ¿Qué te parecería un crucero dentro de poco? ¿Quizás en febrero? Myers vuelve de la costa y puede ocupar mi puesto por un par de semanas. ¿Qué te parecen Haití o las Bermudas?
Ella pareció pensar en aquello por unos momentos, pero al final agitó la cabeza y dijo que sabía que él hacía aquello sólo por ella, no porque deseara realmente ir.
Loren protestó brevemente, luego lo dejo correr. Si Olivia no aceptaba una idea de inmediato, nunca la aceptaría. Había sido un triunfo convencerla de que tenía sentido no volver a ver a Stephen Castle durante un período de tres meses.
Olivia había conocido a Stephen Cásele en una fiesta dada por uno de los colegas de Loren en la Bolsa. Stephen tenía 35 años, lo cual lo hacía diez años más joven que Loren y uno mayor que Olivia, y era actor. Loren no podía imaginar cómo Toohey, su anfitrión de aquella velada, lo había conocido, o por qué lo había invitado a una fiesta en la que todos los demás hombres procedían o de la banca o de la bolsa; pero allí estaba, como un extraño espíritu maligno, y se había concentrado en Olivia durante toda la fiesta, y ella le había respondido con las mismas encantadoras sonrisas que habían capturado a Loren en una sola tarde hacía ocho años.
Después, en su camino de vuelta a Oíd Greenwich, Olivia había dicho:
—¡Es tan divertido hablar con alguien que no está en la Bolsa, para variar! Me ha dicho que estaba ensayando una nueva obra, «El huésped frecuente». Tenemos que ir a verla, Loren.
Fueron a verla. Stephen Castle aparecía quizá cinco minutos en el primer acto.
Acudieron a saludar a Stephen entre bastidores, y Olivia lo invitó a un cóctel que daban el próximo fin de semana. Acudió, y pasó aquella noche en su habitación de invitados. Durante las semanas siguientes Olivia fue en su coche a Nueva York al menos dos veces por semana, oficialmente de compras, pero no hizo ningún secreto del hecho de que se veía con Stephen para comer y a veces incluso para tomar unos cócteles. Al final le dijo a Loren que estaba enamorada de Stephen y que deseaba el divorcio.
Al principio Loren no supo que decir, luego aceptó concedérselo en bien de la deportividad; pero 48 horas después del anuncio de Olivia ésta recuperó lo que consideró el buen sentido. Por aquel entonces se había medido frente a su rival, no sólo físicamente (Loren no salía demasiado bien parado en este aspecto, puesto que no era más alto que Olivia, la línea del pelo se le estaba retirando hacia atrás y empezaba a cultivar una pequeña barriga), sino también moral y financieramente.
En las últimas dos categorías tenía todas las ventajas sobre Stephen Castle, y modestamente se lo hizo notar a Olivia.
—Yo nunca me casaría con un hombre por su dinero —respondió ella.
—No he querido decir que lo hicieras conmigo por dinero, querida. Simplemente ocurrió que yo lo tenía. Pero, ¿qué tendrá nunca Stephen Castle? No mucho, por lo que puedo ver de su forma de actuar. Tú estás acostumbrada a más de lo que él puede ofrecerte. Y sólo hace seis semanas que lo conoces. ¿Cómo puedes estar segura de que su amor hacia ti va a durar?
Aquel último pensamiento hizo reconsiderar a Olivia. Dijo que vería a Stephen sólo una vez más, «para hablar del asunto». Fue a Nueva York una mañana y no regresó hasta la medianoche. Era domingo, cuando Stephen no tenía actuación.
Loren aguardó impaciente su regreso. Entre lágrimas, Olivia le dijo que ella y Stephen habían llegado a un acuerdo. No se verían durante un mes, y si al final de ese tiempo no seguían sintiendo lo mismo el uno hacia el otro aceptarían olvidar todo el asunto.
—Pero por supuesto tú sentirás lo mismo —dijo Loren—. ¿Qué es un mes en la vida de un adulto? Si lo intentaras durante tres meses...
Ella le miró entre sus lágrimas.
—¿Tres meses?
—¿Contra los ocho años que llevamos casados? ¿Acaso es injusto? Nuestro matrimonio merece al menos una oportunidad de tres meses, ¿no crees?
—Está bien, es un trato. Tres meses. Llamaré a Stephen mañana y se lo diré. No nos veremos ni nos telefonearemos durante tres meses.
Desde aquel día Olivia inició su declive. Perdió interés en ocuparse del jardín, en su club de bridge, incluso en su ropa. Su apetito desapareció, aunque no perdió mucho peso, quizá porque permanecía proporcionalmente inactiva. Nunca habían tenido servidumbre. Olivia se enorgullecía del hecho de ser una muchacha trabajadora, una vendedora en el departamento de regalos de unos grandes almacenes en Manhattan, cuando conoció a Loren. Le gustaba decir que sabía cómo hacer las cosas por sí misma. La gran casa en Old Greenwich era suficiente para mantener ocupada a una mujer, aunque Loren había instalado todos los artilugios concebibles para ahorrarle trabajo. También tenían un congelador del tamaño de un cuarto trastero en el sótano, de modo que tenía que ir al mercado mucho menos a menudo que lo habitual, y además toda la comida les era llevada a casa. Ahora que Olivia parecía con las energías bajas, Loren sugirió contratar a una sirvienta, pero Olivia se negó.
Transcurrieron siete semanas, y Olivia mantuvo su palabra acerca de no ver a Stephen. Pero estaba a todas luces tan deprimida, tan pronta a estallar en lágrimas, que Loren vivía constantemente al borde de ceder y decirle que, si amaba tanto a Stephen, tenía derecho a verle. Quizá, pensaba Loren, Stephen Castle sintiera lo mismo, y estuviera también contando las semanas que faltaban para poder ver de nuevo a Olivia. Si era así, Loren había perdido.
Pero le resultaba difícil concederle a Stephen el crédito de sentir algo. Era un tipo larguirucho, más bien estúpido, con el pelo color avena, y Loren nunca lo había visto sin una sonrisa nauseabunda en su boca, como si fuera un hombre anuncio de sí mismo, mostrando perpetuamente lo que sin duda pensaba que era su expresión más halagadora.
Loren, soltero hasta que a los 37 años se casó con Olivia, suspiraba a menudo desanimado ante la forma de actuar de las mujeres. Por ejemplo, Olivia: si él hubiera experimentado unos sentimientos tan fuertes hacia otra mujer, no hubiera dudado ni un minuto en librarse de este matrimonio. Pero Olivia dudaba. ¿Qué esperaba conseguir con ello?, se preguntaba Loren. ¿Pensaba, o esperaba, que su obsesivo amor hacia Stephen podía desaparecer? ¿O deseaba demostrarle a su marido que no lo haría? ¿O sabía inconscientemente que su amor por Stephen Castle no era más que fantasía, y que su actual depresión significaba para ella y para Loren un período de ajuste, de llanto por un amor que no había tenido el valor de salir a tomar?
Pero el incidente en el garaje del sábado hizo que Loren dudara de que Olivia estaba sumida en una fantasía. No quería admitir que Olivia intentaba quitarse la vida, pero la lógica lo impulsaba a ello. Había leído acerca de ese tipo de personas.
Eran diferentes de las propensas a los accidente, que podían vivir para sufrir una muerte natural, fuera la que fuese. Las otras eran las propensas al suicidio, y estaba seguro de que Olivia encajaba en esta categoría.
Un ejemplo perfecto era el episodio de la escalera de mano. Olivia estaba en el cuarto o quinto peldaño cuando Loren se dio cuenta de la resquebrajadura en el lado izquierdo de la escalera, y ella se mostró completamente despreocupada, incluso cuando él se la señaló. Si no hubiera sido porque ella dijo que se sentía un poco mareada al alzar los ojos hacia el nido de avispas, él nunca hubiera hecho el trabajo, y así no habría visto la resquebrajadura.
Loren vio en el periódico que la obra en la que actuaba Stephen cerraba, y le pareció que el abatimiento de Olivia se hacía más profundo. Ahora había círculos oscuros alrededor de sus ojos. Decía que no podía dormirse antes del amanecer.
—Llámale si quieres, querida —dijo finalmente Loren—. Ve a verle de nuevo y averigua si los dos...
—No, te hice una promesa. Tres meses, Loren. Mantendré mi palabra —respondió ella con labios temblorosos.
Loren se alejó, destrozado y odiándose a sí mismo.
Olivia se debilitaba físicamente cada vez más. Una vez tropezó al bajar las escaleras y apenas pudo sujetarse a la barandilla. Loren sugirió, no por primera vez, que fuera a ver al médico, pero ella se negó.
—Los tres meses están a punto de cumplirse, querido. Sobreviviré —dijo con una sonrisa triste.
Aquello era cierto. Sólo faltaban dos semanas hasta el 15 de marzo, la fecha límite de los tres meses. Los idus de marzo, se dio cuenta Loren por primera vez.
Una coincidencia ominosa.
El domingo por la tarde Loren estaba revisando algunos informes de la oficina en su estudio cuando oyó un largo grito, seguido por un resonante estruendo. Al instante estaba de pie y corriendo. Había procedido del sótano, pensó, y si era así, sabía lo que había ocurrido. ¡Aquella maldita aspiradora para la moqueta de nuevo!
—¿Olivia?
Oyó un gemido procedente del sótano a oscuras. Bajó a la carrera los peldaños.
Hubo un pequeño zumbar de ruedas, sus pies resbalaron ante él, y en los pocos segundos antes de que su cabeza se estrellara violentamente contra el suelo de cemento lo comprendió todo: Olivia no había caído por las escaleras del sótano, sólo lo había atraído a él hasta allí; durante todo aquel tiempo había intentado matarle a él, a Loren Amory..., y todo por Stephen Castle.
—Estaba arriba en la cama, leyendo —dijo Olivia a la policía, sujetando con mano temblorosa su bata alrededor dé su estremecido cuerpo—. Oí un terrible estruendo y entonces... bajé... —Hizo un gesto de impotencia hacia el inerte cuerpo de Loren.
La policía aceptó sus palabras y se compadeció por ella. La gente tendría que ser más cuidadosa, dijeron, con cosas como las aspiradoras para la moqueta y las escaleras a oscuras. Cada día se producían fatalidades como aquella en los Estados Unidos. Luego retiraron el cadáver, y el martes Loren Amory fue enterrado.
Olivia llamó a Stephen el miércoles. Había estado telefoneándole cada día excepto sábados y domingos, pero no lo había hecho desde el viernes anterior.
Habían acordado que el día de la semana que ella no le llamara a su apartamento a las once de la mañana sería la señal de que había cumplido su misión. Además, Loren Amory había ocupado un buen espacio en la página de necrológicas del lunes. Dejaba casi un millón de dólares a su viuda, y casas en Florida, Connecticut y Maine.
—¡Querida! ¡Pareces tan cansada! —fueron las primeras palabras de Stephen cuando se reunieron en un discreto bar de Nueva York el miércoles.
—¡Tonterías! Todo es maquillaje —dijo alegremente Olivia—. ¡Y tú eres actor! —Se echó a reír—. Tenía que mostrar un aspecto adecuadamente triste ante mis vecinos, ¿sabes? Y nunca puedes estar segura de cuándo te tropezarás con alguien conocido en Nueva York.
Stephen miró nervioso a su alrededor, luego dijo con su sonrisa habitual:
—Querida Olivia, ¿cuándo podremos estar juntos?
—Muy pronto —dijo ella sin pensárselo—. No en la casa, por supuesto, pero, ¿recuerdas que hablamos de un crucero? ¿Quizá Trinidad? Llevo el dinero conmigo.
Quiero que compres los billetes.
Tomaron camarotes separados, y el periódico local de Connecticut, sin el menor asomo de suspicacia, informó que el viaje de la señora Amory era por motivos de salud.
De vuelta a los Estados Unidos en abril, bronceada por el sol y con un aspecto muy mejorado, Olivia confesó a sus amigas que había conocido a alguien «por quien estaba interesada». Sus amigas le aseguraron que era normal, y que no debía estar sola el resto de su vida. Lo más curioso fue que cuando Olivia invitó a Stephen a una cena en su casa, ninguno de sus amigos le reconoció, aunque varios de ellos lo habían conocido en aquel cóctel unos meses antes. Stephen se mostraba ahora mucho más seguro de sí mismo, y se comportaba como un ángel, pensaba Olivia.
Se casaron en agosto. Stephen se había presentado para algunos papeles, pero nada se había materializado todavía. Olivia le dijo que no se preocupara, que las cosas se animarían seguramente después del verano. Stephen no parecía preocuparse demasiado, aunque protestó diciendo que tenía que trabajar, y dijo que si era necesario intentaría alguna cosa para la televisión. Desarrolló un claro interés hacia la jardinería, plantó algunos retoños de abetos azules, y en general hizo que el lugar pareciera vivo de nuevo.
A Olivia le encantó que a Stephen le gustara la casa, porque a ella también le gustaba. Ninguno de los dos se refería nunca a las escaleras del sótano, pero hicieron colocar un interruptor de la luz junto al primer peldaño, a fin de que no pudiera volver a ocurrir nunca un accidente similar. La aspiradora para la moqueta fue colocada además en el lugar que le correspondía, en el armario de las escobas en la cocina.
Daban fiestas mucho más a menudo de lo que Olivia y Loren habían hecho.
Stephen tenía muchos amigos en Nueva York, y Olivia los encontraba divertidos.
Pero Stephen, pensaba Olivia, estaba empezando a beber demasiado. En una de las fiestas, cuando todos estaban fuera en la terraza, Stephen estuvo a punto de caer por el parapeto. Dos de los invitados tuvieron que sujetarle.
—Será mejor que cuides de tu persona en esta casa, Steve —le dijo Parker Barnes, un actor amigo de Stephen—. Puede que haya un mal de ojo sobre ella.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Stephen con voz algo estropajosa—. No creo en estas cosas. Puede que sea actor, pero no tengo ni una sola superstición.
—¡Oh, así es que es usted actor, señor Castle! —dijo una voz de mujer en la oscuridad.
Después de que se hubieran ido los invitados, Stephen le pidió a Olivia que salieran de nuevo a la terraza.
—Quizás el aire me aclare la cabeza —dijo Stephen con una sonrisa—. Lamento haber estado un poco achispado esta noche. Aquella es Orion. ¿La ves? —Rodeó a Olivia con sus brazos y la atrajo hacia sí—. La constelación más brillante de todo el cielo.
—¡Me estás haciendo daño, Stephen! No tan... —Luego gritó y se debatió y luchó por su vida.
—¡Maldita sea! —jadeó Stephen, sorprendido ante su fuerza.
Ella se había soltado de él y ahora estaba de pie junto a la puerta del dormitorio, mirándole de frente.
—Ibas a empujarme abajo.
—¡No! ¡Buen Dios, Olivia! Perdí el equilibrio, eso es todo. ¡Creí que iba a caerme yo!
—Es una buena forma de hacerlo; sujetar a una mujer y tirar de ella también.
—No me di cuenta. Estoy borracho, querida. Y lo siento.
Permanecieron tendidos como de costumbre en la misma cama aquella noche, pero ambos sólo fingieron dormir. Hasta que, para Olivia al menos, tal como acostumbraba a decirle a Loren, el sueño llegó al amanecer.
Al día siguiente, de una forma casual y subrepticia, ambos revisaron toda la casa, desde el ático al sótano, Olivia con vistas a protegerse de posibles trampas mortales, Stephen con la intención de ponerlas. Él había decidido ya que las escaleras del sótano ofrecían la mejor posibilidad, pese a la repetición, porque pensaba que nadie creería que alguien se atreviera a usar el mismo medio..., si la intención era asesinato.
Ocurrió que Olivia pensaba exactamente lo mismo.
Las escaleras que conducían al sótano nunca antes habían estado tan libres de impedimentos y bien iluminadas. Ninguno de ellos tomó la iniciativa de apagar la luz por la noche. Exteriormente, cada uno profesaba amor y fe hacia el otro.
—Lamento lo que te dije, Stephen —susurró ella en su oído mientras le abrazaba—.
Aquella noche en la terraza tuve miedo, eso es todo. Cuando dijiste «maldita sea»...
—Lo sé, ángel. Pero no pudiste pensar que tenía intención de hacerte algún daño.
Dije «maldita sea» sólo porque estabas allí, y pensé que yo podía haberte empujado sin querer abajo.
Hablaron de otro crucero. Querían ir a Europa la primavera próxima. Pero en las comidas probaban cautelosamente cada cosa antes de empezar a comer.
¿Cómo podría yo poner algo en la comida, pensaba Stephen para sí mismo, cuando no abandonas ni un momento la cocina cuando la estás preparando?
Y Olivia: Te creo capaz de cualquier cosa. Sólo hay una dirección en la que pareces brillar, Stephen.
Su humillación por haber perdido a su amante quedaba oculta por un sombrío resentimiento. Se daba cuenta de que había sido victimizada. Los últimos restos de hechizo de Stephen se habían desvanecido. Pero ahora, pensaba Olivia, estaba efectuando el mejor trabajo de actor de su vida..., y un trabajo de veinticuatro horas al día. Se felicitaba a sí misma de que no hubiera conseguido engañarla, y sopesaba un plan tras otro, convencida de que este «accidente» tenía que ser mucho más convincente del que la había liberado de Loren.
Stephen se dio cuenta de que no estaba en mala posición. Todo el mundo que los conocía a él y a Olivia, aunque sólo fuera ligeramente, pensaba que él la adoraba. Se supondría que un accidente no sería más que eso, un accidente, si él lo decía así.
Ahora estaba jugueteando con la idea del congelador del tamaño de un cuarto trastero que había en el sótano. No había manija de apertura en la parte interior de la puerta, y de tanto en tanto Olivia iba hasta el rincón del fondo en busca de bistecs o espárragos congelados. Pero, ¿se atrevería ella a entrar, ahora que sus sospechas se habían despertado, si él estaba en el sótano al mismo tiempo? Lo dudaba.
Mientras Olivia tomaba el desayuno en la cama una mañana —se había trasladado a su propio dormitorio, y Stephen le traía el desayuno como Loren había hecho siempre—, Stephen experimentó con la puerta del congelador. Descubrió que, si golpeaba un objeto sólido al abrirse, el rebote haría que se cerrara de nuevo, lenta pero inexorablemente. No había ningún objeto sólido cerca de la puerta ahora, al contrario, estaba previsto que la puerta se abriera del todo de modo que la parte exterior se fijara en una pinza a presión colocada en la pared precisamente con esta finalidad, retener la puerta abierta. Había observado que Olivia siempre abría del todo la puerta cuando entraba y la encajaba de forma automática en la pared. Pero si él ponía algo en el camino, aunque sólo fuera una esquina de la caja de la leña, la puerta la golpearía y se cerraría de nuevo, antes de que Olivia tuviera tiempo de darse cuenta de lo que había ocurrido.
Sin embargo, ese momento en particular no parecía el más correcto para colocar la caja de la leña en aquella posición, así que Stephen no preparó aquella trampa.
Olivia había dicho algo de salir al restaurante aquella noche: hoy no sacaría nada para descongelar.
Dieron un pequeño paseo a las tres de la tarde —por el bosque detrás de la casa, luego de vuelta—, y casi se cogieron de la mano, en un desagradable e insultante fingimiento mutuo de afecto; pero sus dedos apenas se rozaron antes de separarse.
—Una taza de té nos iría muy bien, ¿no crees, querido? —preguntó Olivia.
—Hummm —sonrió él—. ¿Veneno en el té? ¿Veneno en las galletas? Las había hecho ella misma aquella mañana.
Recordaba cómo habían maquinado la triste desaparición de Loren, los tiernos susurros de asesinato de ella en sus comidas, su infinita paciencia mientras transcurrían las semanas y plan tras plan fallaba. Era él quien había sugerido la aspiradora para la moqueta en las escaleras del sótano y el cebo del grito de ella.
¿Qué podía planear el cerebro de pájaro de ella?
Poco después del té —todo había estado estupendo—, Stephen salió de la sala de estar como si no tuviera ningún propósito en particular. Se sentía impulsado a probar lo de la caja de leña para ver si podía confiar realmente en ella. Se sentía inspirado también a dejar la trampa montada e irse. La luz de arriba en la escalera del sótano estaba encendida. Bajó cuidadosamente los peldaños.
Escuchó durante un momento para ver si Olivia podía estar siguiéndole. Luego colocó la caja de leña en posición, no paralela a la parte delantera del congelador, por supuesto, sino un poco a un lado, como si alguien la hubiera arrastrado fuera de las sombras para ver mejor su interior y la hubiera dejado allí. Abrió la puerta del congelador exactamente con la velocidad y fuerza que utilizaría Olivia, empujándola mientras cruzaba el umbral, con la mano derecha extendida para sujetar la puerta en el rebote. Pero el pie que cargaba con su peso al cruzar resbaló varios centímetros hacia adelante justo en el momento en que la puerta golpeaba contra la caja de la leña.
Stephen cayó sobre su rodilla derecha, con la pierna izquierda tendida recta frente a él, y a sus espaldas la puerta se cerró. Se puso en pie al instante y se enfrentó a la puerta cerrada con los ojos muy abiertos. Estaba oscuro, y tanteó en busca del interruptor auxiliar a la izquierda de la puerta, que encendió una luz al fondo del congelador.
¿Cómo había ocurrido? ¡El maldito hielo en el suelo del congelador! Pero no era sólo el hielo, vio. Lo que le había hecho resbalar era un pequeño trozo de sebo que vio ahora en medio del suelo, al extremo de la grasienta huella que había dejado su resbalón.
Stephen contempló por un instante el sebo, con una mirada neutra e inexpresiva.
Luego se volvió de nuevo a la puerta, la empujó, tanteó la firme junta recubierta de caucho. Podía llamar a Olivia, por supuesto. Finalmente ella le oiría, o al menos le echaría en falta, antes de que tuviera tiempo de helarse. Bajaría al sótano, y podría oírle aunque no le hubiera oído desde la sala de estar. Entonces abriría la puerta, por supuesto.
Sonrió débilmente, e intentó convencerse a sí mismo de que abriría la puerta.
—¿Olivia?... ¡Olivia! ¡Estoy aquí abajo, en el sótano!
Había transcurrido casi media hora cuando Olivia llamó a Stephen para preguntarle qué restaurante prefería, un asunto que influenciaría lo que debía ponerse. Lo buscó en su dormitorio, en la biblioteca, en la terraza, y finalmente lo llamó desde la puerta delantera, pensando que tal vez estuviera en alguna parte en el jardín.
Al final probó el sótano.
Por aquel entonces, arrebujado en su chaqueta de tweed, con los brazos cruzados sobre su pecho, Stephen caminaba arriba y abajo por el congelador, lanzando señales afligidas a intervalos de treinta segundos y usando el resto de su aliento para soplar dentro de su camisa en un esfuerzo por mantenerse caliente.
Olivia estaba a punto de abandonar el sótano cuando oyó llamar débilmente su nombre.
—¿Stephen? Stephen, ¿dónde estás?
—¡En el congelador! —gritó él, tan fuerte como pudo, Olivia contempló la puerta del congelador con una sonrisa incrédula.
—Abre, ¿quieres? ¡Estoy en el congelador! —le llegó la ahogada voz de Stephen.
Olivia echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar una carcajada, sin preocuparse de si Stephen podían oírla o no. Luego, riendo aún tan fuerte que tuvo que doblarse sobre sí misma, subió la escalera del sótano.
Lo que más la divertía era que había pensado en el congelador como un lugar perfecto para librarse de Stephen, pero no había conseguido elaborar una forma de hacer que entrara en él. Se dio cuenta de que el que ahora estuviera ahí dentro sólo podía deberse a algún divertido incidente..., quizá mientras intentaba preparar una trampa para ella. Todo aquello era demasiado cómico. ¡Y afortunado!
O quizá, pensó cautamente, la intención de él, incluso ahora, fuera atraerla a que abriera la puerta del congelador, y entonces meterla dentro de un tirón y cerrar la puerta tras ella. ¡Por supuesto, no iba a dejar que ocurriera eso!
Cogió su coche y condujo hasta unos treinta kilómetros hacia el norte, tomó un bocadillo en un café al lado de la carretera, luego fue a ver una película. Cuando regresó a casa a medianoche descubrió que no tenía el valor de visitar a «Stephen»
al congelador, ni siquiera de bajar al sótano. No estaba segura de que estuviera ya muerto, y aunque permaneciera en silencio eso podía significar tan sólo que fingía estar muerto o inconsciente.
Pero mañana, pensó, mañana no habría ninguna duda de que estaba muerto. En el peor de los casos, la misma falta de aire habría acabado con él por aquel entonces.
Se fue a la cama y se aseguró una noche de sueño con un ligero sedante. Mañana sería un día agotador. Su historia de la pequeña discusión con Stephen —acerca de a qué restaurante irían, simplemente eso— y la salida de él, irritado, a dar un paseo, había pensado, tendrían que ser muy convincentes.
A las diez de la mañana, después de un zumo de naranja y un café, Olivia se sintió preparada para su papel de la horrorizada viuda abrumada por el dolor.
Después de todo, se dijo a sí misma, ya había practicado el papel..., sería la segunda vez que lo interpretaba. Decidió enfrentarse a la policía en bata, como en la anterior ocasión.
Para ser completamente natural acerca de todo el asunto, bajó al sótano para hacer el «descubrimiento» antes de llamar a la policía.
—¿Stephen? —llamó, con confianza—. ¿Stephen?
Ninguna respuesta.
Abrió el congelador con aprensión, contuvo el aliento ante la enroscada figura cubierta de escarcha en el suelo, luego avanzó los pocos pasos que la separaban de él..., consciente de que las huellas de sus pies en el suelo serían visibles para corroborar su historia de que había acudido a intentar reanimar a Stephen.
Blam, hizo la puerta tras ella..., como si alguien de pie en la parte de fuera la hubiera empujado con fuerza.
Olivia jadeó asombrada y su boca colgó abierta. Había abierto la puerta de par en par. Hubiera tenido que engancharse en la pinza de la pared.
—¡Hola! ¿Hay alguien ahí fuera? ¡Abran la puerta, por favor! ¡En seguida!
Pero sabía que no había nadie ahí fuera. Era sólo algún maldito accidente.
Quizás un accidente preparado por Stephen.
Miró al rostro del hombre. Sus ojos estaban abiertos, y en sus blancos labios flotaba aquella pequeña sonrisa suya tan familiar, triunfante ahora y absolutamente maliciosa. Olivia no lo miró de nuevo. Se cerró la tenue bata tan fuerte como pudo y empezó a gritar:
—¡Socorro! ¡Alguien! ¡Policía!
Siguió gritando durante lo que le parecieron horas, hasta que empezó a quedarse ronca, hasta que empezó a dejar de sentir frío, sólo un poco de sueño.
Hola! Alguien podría decirme como encuentro un cuento de Patricia Highsmith, que trata de una cucarachita que vivia en lo que fue un elegante hotel de New York? No recuerdo el nombre del cuento, lo lei hace mas de 30 años.
ResponderEliminarGracias,
Sasa.
Hola. El cuento que buscas es "Notas de una cucaracha respetable" y si colocas ese nombre con el nombre de la autora en google sale :D
EliminarBuenas tardes Cuentos Mágicos. Necesito este mismo relato en su versión original: "Sauce for the Goose". ¿No lo tendrás por casualidad? Estoy buscándolo por internet per no lo hallo en ninguna parte. Ni siquiera he sido capaz de averigüar su edición o año de publicación. Saludos y felicitaciones por tu blog.
ResponderEliminarAhi estuve buscando y no lo encontré pero esta es la info: Sauce for the Goose, Inglés, Relato Corto, 1972-01-01, Patricia Highsmith, EQMM (Ellery Queen's Mystery Magazine) Revista.
EliminarAgradezco muchísimo tu esfuerzo y la información que has conseguido Cuentos Mágicos. Asimismo, he de decirte que tu post me fue genial. ¡Gran trabajo! (Disculpa mi poca pericia informática, he borrado el comentario anterior).
ResponderEliminarDe nada
EliminarAlguien me resume porque se llama maquinaciones ?
ResponderEliminargracias por todo stilman
ResponderEliminargracias por todo stilman
ResponderEliminarDe nada bro
EliminarDe nada
EliminarBuenas tardes!!! alguien sabe sobre un cuento de está autora que se trata de un padre que le enseña a su hija a no arrojar basura por la ventana del automóvil¿Cuál es el título del cuento?
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