CAPÍTULO IX
Caminantes todos
La rata de agua estaba inquieta y no sabía muy bien por qué. Al
parecer, el verano estaba en su apogeo. En los campos cultivados el verde se
había vuelto oro, los serbales enrojecían, y los bosques se iban tiñendo a
brochazos de un dorado rojizo; y sin embargo ni la luz, ni el color, ni el aire
templado parecían perder fuerza. El coro que se había dejado oír sin
interrupción en los huertos y en los setos vivos había disminuido, pero todavía
se oían los trinos vespertinos de algunos incansables intérpretes. De nuevo el
petirrojo comenzaba a dominar, y había en el aire una sensación de cambio y
despedidas. Por supuesto, hacía ya tiempo que el cuclillo no cantaba. Muchos
otros amigos que durante meses habían formado parte del conocido paisaje
también se habían marchado, y parecía que cada día faltaban más. La Rata,
siempre atenta a los movimientos de alas, se dio cuenta de que, con los días,
todas empezaban a tomar la dirección del sur. Y hasta de noche, cuando estaba
acostada, le parecía oír en el cielo oscuro el batir de alas de las aves
impacientes que obedecían a la imperiosa llamada.
El Gran Hotel de la Naturaleza tiene, como todos, su temporada. Uno por
uno los huéspedes hacen el equipaje, pagan y se marchan, y las plazas de la
table d´ hôte disminuyen penosamente a cada comida. Se cierran las
habitaciones, se guardan las alfombras, se despide a los camareros. En cuanto a
aquellos que se quedan, en pensión, hasta la próxima temporada, se sienten sin
duda afectados por tanto preparativo y tantas despedidas, por las discusiones
de los planes de futuras rutas, de nuevos alojamientos, por las despedidas de
tantos amigos. Uno se siente inquieto, deprimido, fácilmente irritable. ¿Por
qué tanto anhelo por cambiar? ¿Por qué no permanecer aquí tranquilamente, como
nosotros, y ser felices? No conocéis este hotel fuera de temporada, y lo bien
que nos lo pasamos los que nos quedamos todo el año. Y ellos contestan. «Tenéis
razón, y la verdad es que nos dais envidia..., quizá para otro año..., pero
tenemos otros planes..., y además el autobús nos está esperando..., ¡ha llegado
la hora de irnos!» Y así se marchan, con una sonrisa y un gesto de la cabeza, y
los echamos de menos, y nos sentimos ofendidos. La Rata era un animal
independiente, arraigada a la tierra y, aunque otros se fueran, ella se
quedaba. Y sin embargo no podía dejar de sentir lo que había en el aire, y
aquella sensación le llegaba al alma.
Con tanto barullo alrededor era difícil ponerse a hacer nada en serio.
Se alejó de la orilla, donde los juncos se erguían altos y gruesos en unas
aguas cada vez más escasas, se adentró en el campo, atravesó un par de prados
que ya estaban secos y polvorientos, y se abrió paso por el reino de los trigos
rubios y ondulantes, con un movimiento hecho de susurros. A la Rata le
encantaba pasear por allí, por aquel bosque de largos tallos que meneaban por
encima de su cabeza su propio cielo dorado..., un cielo que nunca cesaba de
bailar, de estremecerse y hablar suavemente. Aquellos tallos que se doblaban
con el viento y se enderezaban de golpe con una alegre risa. Aquí también tenía
muchos amiguitos, toda una sociedad que llevaba una vida plena y ocupada, pero
que siempre encontraban un momento para cuchichear y charlar con alguna visita.
Hoy, sin embargo, aunque muy corteses, los ratoncitos de campo parecían
preocupados. Algunos escarbaban y hacían túneles; otros, reunidos en grupos,
consultaban planos y estudios de pequeños apartamentos, de buen diseño y
excelente situación cerca de los Almacenes. Algunos sacaban baúles polvorientos
y canastos de ropa, otros tenían el equipaje a medio hacer; y por todas partes
había fardos de trigo, avena, cebada, hayucos y nueces, listos para la mudanza.
-¡Mirad, pero si es la Ratita! -gritaron en cuanto la vieron-. ¿Por qué
no nos echas una mano, Ratita, en vez de quedarte ahí parada?
-¿Pero a qué jugáis? -preguntó muy seria la Rata de Agua-. ¡Aún no es
hora de pensar en los preparativos para el invierno!
-Ya lo sabemos -dijo un ratoncito de campo algo avergonzado-, pero
siempre es mejor hacerlo con tiempo, ¿no te parece? Más nos vale sacar de aquí
todos los muebles, equipaje y provisiones antes de que esas horribles máquinas
empiecen a chirriar por el campo. Y además, ya sabes, hoy en día los mejores
pisos desaparecen enseguida y, como llegues tarde, te tienes que aguantar con
cualquier cosa; y necesitan tantos arreglos antes de que puedas vivir en ellos.
Por supuesto que es demasiado pronto, pero sólo acabamos de empezar...
-¡Al diablo con vuestros preparativos! - dijo la Rata-. Hace un día
precioso, ¿por qué no venís a dar una vuelta en barca, o un paseo por la
orilla, o a merendar en el bosque?
-Muchas gracias, pero hoy no –contestó apresurado el ratoncito de
campo- y mirase dónde pone los pies, no se haría más tiempo ...
La Rata, con un gruñido de desprecio, se dio la vuelta para marcharse,
tropezó con una sombrerera y se cayó, haciendo comentarios irrespetuosos.
-Si la gente fuera más cuidadosa –dijo con frialdad un ratoncito de
campo- y mirase dónde pone los pies, no se haría daño... y cuidarían más su
vocabulario. ¡Cuidado con ese neceser, Rata! ¿Por qué no te sientas en algún
sitio y te estás quieta? Dentro de un par de horas quizá tengamos un poco de
tiempo libre para ocuparnos de ti.
-No tendréis ni un momento «libre», como decís, hasta después de las
Navidades, ya lo veo - contestó malhumorada la Rata, mientras se alejaba.
Regresó algo abatida al río, a su fiel y constante viejo río, que nunca
tenía que hacer las maletas, ni marcharse, ni mudarse de casa en invierno. En
las mimbreras que bordeaban la orilla vio a una golondrina que descansaba.
Pronto llegó otra, y luego una tercera. Y los pájaros, inquietos en su rama,
hablaban en voz bajita de cosas muy serias.
-¿Pero ya?-dijo la Rata, acercándose a ellas-. ¿Por qué tanta prisa?
¡Qué tontería!
-Si aún no nos vamos, si es a eso a lo que te refieres -contestó la
primera golondrina-. Sólo estamos haciendo planes y organizando las cosas. Ya
sabes, discutimos la ruta que vamos a tomar este año, y dónde vamos, y todo.
¡Eso es lo más divertido!
-¿Divertido? -dijo la Rata-. La verdad, no os entiendo. Si os tenéis
que marchar de un lugar tan hermoso, dejar a vuestros amigos que os echarán de
menos, y los nidos tan cómodos que acabáis de haceros, ya sé que cuando llegue
la hora os marcharéis con valentía, y haréis frente a los problemas e
incomodidades del cambio, disimulando como podáis el hecho de que allí sois muy
infelices. Pero no entiendo cómo os empeñáis en hablar del tema, ni siquiera en
pensar en ello, hasta que no sea absolutamente necesario...
-No, tú no entiendes nada -dijo la segunda golondrina-. Primero
sentimos una dulce inquietud dentro de nosotras; luego llegan uno a uno todos
los recuerdos, como palomas mensajeras. Revolotean en nuestros sueños de noche,
y vuelan con nosotras durante el día. Nos encanta comparar con nuestras
compañeras cada detalle para asegurarnos de que todo es cierto, los perfumes,
los sonidos y los nombres de lugares que olvidamos hace tiempo y que regresan
para llamarnos.
-¿Por qué no os quedáis sólo este año? - sugirió ilusionada la Rata de
Agua-. Haremos todo lo que podamos para que os sintáis cómodas. No os podéis
imaginar lo bien que nos lo pasamos aquí mientras vosotras estáis lejos.
-Un año traté de «quedarme» -dijo la tercera golondrina-. Me había
encariñado tanto con este lugar que, al llegar la hora, me quedé atrás y dejé
que las otras se marcharan sin mí. Las primeras semanas todo iba muy bien. Pero
después... ¡Ay qué largas se me hicieron las noches! ¡Qué días tan fríos, sin
sol! ¡Y el aire tan helado, y ni un solo insecto para comer! No; era inútil. Me
desanimé, y una fría noche de tormenta alcé el vuelo y me fui tierra adentro,
por temor a los fuertes vientos del este. Cuando pasé por los desfiladeros de
las montañas, estaba nevando con fuerza, y me costó mucho trabajo conseguirlo,
¡pero nunca olvidaré la sensación del sol, que me calentaba la espalda,
mientras bajaba hacia los lagos tan azules y tranquilos, ni el sabor del primer
insecto gordo! El pasado era como una pesadilla; el futuro eran unas felices
vacaciones mientras avanzaba hacia el sur, semana a semana, sin prisas, y
deteniéndome cuando me apetecía, pero siempre en pos de aquella llamada. No,
aquello me sirvió de lección, y nunca más se me ocurrirá desobedecer.
-¡Ay, sí, la llamada del Sur, del Sur! - gorjearon las otras dos como
en sueños- ¡Las canciones, los colores, el aire tibio! Os acordáis...
Y olvidándose de la Rata, se pusieron a comentar entusiasmadas sus
recuerdos, mientras ella escuchaba fascinada, y el corazón le ardía. La Rata
sabía que dentro de ella por fin vibraba también aquel acorde hasta entonces
silencioso e insospechado. La charla de aquellos pajaritos tan arraigados al
Sur tenía el poder de despertar en ella un sentimiento nuevo y descontrolado
que la hacía vibrar de pies a cabeza. ¿Qué sensación despertaría en ella un
corto y apasionado abrazo del verdadero sol del Sur, una ráfaga del auténtico
olor? Cerró los ojos un momento y se dejó llevar por su imaginación, y cuando
los abrió el río le pareció helado y metálico, y los campos grises y oscuros.
Entonces su leal corazón le reprochó aquella pequeña traición.
-¿Entonces por qué regresáis aquí? - preguntó molesta a las
golondrinas-. ¿Qué es lo que os atrae en este triste y pequeño país?
-¿Es que crees que no sentimos también la otra llamada en su debido
momento? –le preguntó la primera golondrina-. ¿La llamada de los verdes prados,
de los húmedos huertos, de los tibios estanques poblados de insectos, de los
ganados en los pastos, de la recolección del heno, de los edificios de las
granjas apiñadas alrededor de la Casa de los Perfectos Aleros?
-¿Piensas que eres el único animal que ansiosamente anhela oír de nuevo
las notas del cuclillo? -le preguntó la segunda golondrina.
Y la tercera añadió:
-Nosotras también, a su debido tiempo, echaremos de menos los nenúfares
que flotan en la superficie de cualquier río inglés. Pero hoy todo ello nos
parece pálido y débil y muy lejano. Ahora mismo nuestra sangre baila al ritmo
de otra música.
Y empezaron otra vez a charlar entre ellas, y esta vez era la cháchara
embriagadora que hablaba de mares violetas, de arenas leonadas y muros llenos
de lagartijas. La Rata, inquieta, se alejó una vez más, y subió por la ladera
norte del río, desde donde se podían ver los Montes que tapaban la vista hacia
el sur..., aquél era su horizonte, sus Montañas de la Luna, su límite, y no le
importaba lo que hubiese más allá. Pero hoy, mientras miraba hacia el sur, un
nuevo deseo le pesaba en el corazón. El cielo claro sobre el largo perfil de
los montes vibraba de promesas. Hoy, lo invisible tenía la máxima importancia,
y lo desconocido era la única verdad de la vida. A este lado de los montes ya
nada importaba, y al otro lado estaban los coloridos paisajes que su mente
podía ver con tanta claridad. ¡Qué mares tan verdes y encrespados se extendían
más allá! ¡Qué costas soleadas, con sus casitas blancas v sus bosques de
olivos! ¡Qué puertos tan tranquilos, llenos de elegantes barcos con destino a
islas de color púrpura de vinos y especias, islas de aguas tranquilas! Se
levantó y regresó hacia el río. Luego cambió de rumbo y se dirigió hacia el
camino polvoriento. Allí tumbada, casi enterrada en la densa y fresca maraña
del seto que lo bordeaba, se puso a pensar en la carretera, y en el mundo
maravilloso al que conducía; y en todos los caminantes que por allí habían
pasado, y en las aventuras y fortunas que habrían buscado, o incluso que habían
encontrado sin buscarlas... ¡allá, a lo lejos... a lo lejos...!
Llegó hasta sus oídos un sonido de pasos, y apareció un animal que
parecía cansado. Pronto se dio cuenta de que era una Rata un tanto polvorienta.
Al llegar junto a ella, la viajera le saludó con un ademán que tenía un cierto
aire extranjero, vaciló un momento, y, sonriendo amablemente, fue a sentarse en
la hierba junto a ella. Parecía cansada, y la Rata la dejó descansar sin
hacerle preguntas, pues había entendido lo que en aquel momento pasaba por su
mente. Conocía también el valor que los animales dan a veces al silencio
compartido, cuando uno permite que los músculos se relajen y la mente deja
pasar el tiempo.
La viajera era flaca, de rasgos afilados y con los hombros un poco
encorvados. Tenía las patas largas y delgadas, pronunciadas arrugas alrededor
de los ojos, y unos aritos de oro en sus bonitas orejas. Llevaba puesto un
jersey de lana azul descolorido, igual que los pantalones, que estaban bastante
sucios y llenos de remiendos, y sus escasas propiedades iban envueltas en un
pañuelo de algodón azul. Cuando hubo descansado un buen rato, la viajera
suspiró, husmeó el aire y miró a su alrededor.
-Aquel olorcito en la brisa cálida era trébol -comentó-, y lo que se
oye detrás de nosotras son las vacas que pacen y resoplan suavemente entre
bocado y bocado. A lo lejos se oyen los segadores, y más allá, junto al bosque,
se levanta el humo azul de las casas.
El río no puede estar lejos, porque oigo el grito de una polla de agua.
Y por tu tipo veo que eres marinero de agua dulce. Todo parece dormir, y sin
embargo todo sigue su curso sin parar. ¡Llevas una buena vida, amigo, sin duda
la mejor vida del mundo, siempre que seas bastante fuerte para ella!
-Sí, es la vida, la única vida que se puede vivir- contestó como en
sueños la Rata de Agua, sin su característica convicción.
-Yo no dije eso -le contestó la forastera-, pero sin duda es la mejor.
Lo sé porque la he probado. Y porque la he probado durante seis meses, y sé que
es la mejor, aquí me tienes, hambrienta y con los pies doloridos, alejándome de
ella, alejándome hacia el Sur, siguiendo la antigua llamada hacia la vida
pasada, hacia mi vida, que no me dejará escapar.
«Así que ésta también...», pensó la Rata, y luego le preguntó:
-¿Y ahora de dónde vienes?
Apenas se atrevía a preguntarle hacia dónde iba; parecía conocer
demasiado bien la respuesta.
-De una bonita granja -contestó la viajera-. Por allí arriba. -Y señaló
hacia el Norte-. Pero no importa. Tenía todo lo que quería..., todo lo que
podía esperar de la vida, y aún más. ¡Y aquí estoy! Contenta de estar aquí,
sabes, muy contenta. Ya me quedan menos millas de carretera, menos horas para
llegar al deseo de mi corazón.
Tenía los brillantes ojitos fijos en el horizonte, y parecía que
buscaba un sonido desconocido tierra adentro, en aquellos lugares tan repletos
de las músicas de los pastos y las granjas.
-Tú no eres una de las nuestras -dijo la Rata de Agua-, ni eres
granjera; ni siquiera, por lo que veo, de este país.
-Exacto -contestó la forastera-. Soy una rata marinera, y vengo del
puerto de Constantinopla, aunque en cierto modo también allí soy forastera. Has
oído hablar de Constantinopla, ¿verdad, amiga? Una hermosa ciudad, antigua y
gloriosa. También habrás oído hablar del Rey Sigurd de Noruega, y de cómo llegó
hasta allí con sesenta navíos. Él y sus hombres subieron por las calles de la
ciudad cubiertas en su honor con baldaquinos de oro y púrpura. El emperador y
la emperatriz bajaron a celebrar un gran banquete a bordo de una de sus naves.
Cuando Sigurd regresó a su país, muchos de sus hombres del Norte se quedaron
atrás y se pusieron al servicio del emperador. Mi antepasado, no ruego de
nacimiento, también se quedó atrás, en los barcos que Sigurd regaló al
emperador. Desde siempre hemos sido marineros, y no es de extrañar. En cuanto a
mí, me siento tan a gusto en la ciudad en que nací como en cualquier otro
puerto de los que hay entre aquel lugar y el río de Londres. Me los conozco
todos, y ellos me conocen a mí. Si me dejas en cualquiera de sus muelles o
playas, me siento como en mi propia casa.
-Me supongo que viajarás mucho-dijo con interés la Rata de Agua-. Meses
enteros sin ver tierra firme, con escasez de provisiones y el agua racionada, y
tu espíritu en comunión con la inmensidad del océano, y todas esas cosas,
¿verdad?
-De eso, nada -contestó con franqueza la Rata de Mar-. Esa vida que
describes no me gusta demasiado. Yo me dedico al comercio costero, y muy pocas
veces pierdo de vista la tierra. A mí lo que me gusta son los buenos momentos
pasados en puerto tanto como los días de navegación. ¡Oh, aquellos puertos
sureños! ¡El olor, las luces nocturnas, el encanto que tienen!
-Bueno, me supongo que has elegido el mejor partido -dijo la Rata de
Agua con un tono de duda en la voz-. Así que cuéntame algo de tu vida en los
puertos, si te apetece. ¿Qué saca en limpio de todo ello un animal decidido
cuando al fin de sus días tiene que regresar a casa y vivir del recuerdo, de
hermosos hechos pasados? Porque tengo que confesarte que hoy mi vida me parece
un tanto estrecha y limitada.
-Mi último viaje -empezó la Rata de Mar-, que me trajo a este país con
grandes esperanzas de encontrar aquella granja tierra adentro, servirá de buen
ejemplo, como resumen de una vida llena de colorido. Por supuesto y como de
costumbre, todo empezó con problemas familiares. El temporal casero hizo que me
embarcase a bordo de un navío mercante que partía de Constantinopla, por mares
clásicos donde en cada ola palpita un recuerdo inmortal, hasta las Islas
Griegas y el Levante. ¡Aquéllos fueron días dorados y fragantes noches! De
puerto en puerto sin cesar, por todas partes viejos amigos..., dormíamos en
algún templo fresco o aljibe en ruinas durante las horas más calurosas del día;
y al caer la tarde, fiestas y canciones bajo las grandes estrellas en un cielo
aterciopelado. Luego regresamos por la costa del Adriático con sus playas
bañadas en una atmósfera ámbar, rosa y aguamarina. Nos detuvimos en amplias
ensenadas, vagamos por ciudades antiguas y señoriales, hasta que una mañana,
cuando el sol se levantaba majestuoso a nuestras espaldas, entramos en Venecia
por un camino de oro. ¡Oh, Venecia es una hermosa ciudad, donde una rata puede
pasear a sus anchas y disfrutar de todo! O cuando está cansada de caminar, se
puede sentar de noche al borde del Gran Canal, y divertirse con amigos,
mientras el aire se llena de música y el cielo de estrellas, y las luces
centellean en las proas pulidas de las góndolas, y hay tantas, que podrías
cruzar el canal de un lado al otro sin tocar el agua. Y la comida... ¿Te gusta
el marisco? Bueno, dejemos el tema de momento.
Se quedó en silencio un buen rato; y la Rata de Agua, silenciosa y
cautivada, flotaba por canales de ensueño y escuchaba el eco de una canción que
repicaba entre los muros grises lamidos por las olas.
-Por fin partimos de nuevo hacia el Sur -continuó la Rata de Mar-,
siguiendo la costa italiana, hasta que llegamos a Palermo, y allí me quedé una
buena temporada. No me gusta quedarme demasiado tiempo en un mismo barco; uno
se vuelve intolerante y lleno de prejuicios. Además, Sicilia es uno de mis
lugares predilectos. Allí conozco a todo el mundo, y me encantan sus
costumbres. Pasé unas semanas estupendas en la isla, en casa de unos amigos
tierra adentro. Cuando me cansé de ello, aproveché de un barco que comerciaba
entre Cerdeña y Córcega, y me alegró sentir de nuevo la fresca brisa marina en
la cara.
-¿Pero no hace demasiado calor en... la bodega, me parece que se llama?
–preguntó la Rata de Agua.
La Marinera la miró y, guiñándole el ojo, le dijo con sencillez:
-Yo soy perro viejo, y prefiero el camarote del capitán.
-¡Qué vida más dura! -murmuró la Rata pensativa.
-Lo es para la tripulación -contestó la Marinera muy seria, y por sus
ojos pasó la sombra de otro guiño.
-En Córcega -continuó- me embarqué en un navío que llevaba vino a
tierra firme. Llegamos
a Alassio al anochecer, atracamos e izamos los barrilles
de vino, y los descargamos atados los unos a los otros por una cuerda muy
larga. Luego la tripulación sacó las barcas y empezó a remar hacia la costa,
cantando a voz en pecho y arrastrando tras ella la larga procesión de barriles,
como si fuera un kilómetro de marsopas. Tenían unos caballos esperando en la
playa, que arrastraron los barriles calle arriba por el pueblecito con gran
estrépito. Cuando guardaron el último barril, nos fuimos a descansar y a
refrescarnos, y nos quedamos bebiendo hasta muy tarde con los amigos; a la
mañana siguiente me fui a descansar por los olivares. Para entonces estaba un
poco harta de islas, de puertos y barcos. Así que opté por una vida ociosa con
los campesinos, descansando mientras ellos trabajaban, tumbada sobre una colina,
y contemplando a lo lejos el azul Mediterráneo. Y así, poco a poco, a veces a
pie y otras en barco, llegué hasta Marsella, donde me encontré con viejos
camaradas, y juntos visitamos los grandes cruceros transoceánicos, y pasamos
unos momentos inolvidables. ¡Y los mariscos! ¿Sabes? A veces sueño con los
mariscos de Marsella, y me despierto llorando.
-Ahora que me acuerdo -dijo muy cortés la Rata de Agua-, me dijiste que
tenías hambre. ¿Por qué no te quedas a comer conmigo? Mi agujero está a dos
pasos. Es pasado mediodía, y quedas invitado a lo que haya.
-No sabes cuánto te lo agradezco -dijo la Rata de Mar-. Cuando me
senté, tenía bastante hambre, y cada vez que, sin darme cuenta, hablaba de
mariscos, se me hacía la boca agua. ¿Pero por qué no traes la comida aquí? No
me gusta demasiado ir bajo tierra, a no ser que me obliguen; y así, mientras
comemos, te puedo contar otras cosas de mis viajes, y de la buena vida que
llevo, por lo menos, a mí me gusta, y por lo atenta que estás me parece que a
ti también te atrae; mientras que, si vamos a casa, estoy casi segura de que me
quedaré dormida.
-¡Qué buena ideal -dijo la Rata de Agua, y se fue corriendo a casa.
Sacó la cesta de la merienda, y preparó una comida sencilla. Como se
acordó del origen y gustos de la forastera, metió en la cesta una barra de pan
de un metro de largo, una salchicha con mucho ajo, el queso curado más sabroso
que encontró y una garrafa de cuello largo cubierta de paja que contenía la luz
del sol embotellada, cultivada en las lejanas vertientes del Sur.
Cargada con todo esto, regresó a toda prisa, y se ruborizó de placer
cuando la vieja marinera alabó su buen gusto y juicio, y juntas abrieron la
cesta y fueron extendiendo su contenido sobre la hierba al borde de la
carretera.
Tan pronto como hubo calmado su hambre, la Rata de Mar prosiguió la
historia de su último viaje, llevando a su sencilla oyente de puerto en puerto
por España, Lisboa, Oporto y Burdeos, hasta los placenteros puertos de
Cornualles y Devon, subiendo por el canal de la Mancha hasta llegar al muelle
donde desembarcó, tras haber soportado tanto viento contrario, tanta tormenta y
mal tiempo, y sintió los primeros indicios mágicos de otra Primavera.
Estimulada por todo aquello, había emprendido una larga marcha tierra adentro,
ansiosa de disfrutar la vida en una granja tranquila, muy lejos de las
agotadoras sacudidas del mar.
Embelesada y temblando de emoción, la Rata de Agua siguió legua a legua
a la Aventurera, por bahías tormentosas, por radas frecuentadas, cruzando las
barras del puerto en marea alta, hasta llegar corriente arriba por ríos
tortuosos que esconden atareados pueblecitos detrás de una curva inesperada. Y
luego la dejó con un suspiro a las puertas de la granja gris, que no le
interesaba en absoluto.
Para entonces habían acabado de comer y la Marinera había descansado y
repuesto fuerzas. Tenía la voz más vibrante, y en los ojos le brillaba una luz
como la de un faro lejano. Llenó su vaso con el rojo vino del Sur, se inclinó
hacia la Rata de Agua y, mientras hablaba, la dejó hipnotizada. Aquellos ojos
ran del color verdigris de los mares del Norte. En el vaso ardía un rubí que
parecía el corazón mismo del Sur, y que latía para ella, que tenía el valor de
responderle. Aquellas luces gemelas, el verde cambiante y el rojo vivo,
dominaban a la Rata de Agua como un hechizo. El mundo exterior a aquellos rayos
se alejaba y cesaba de existir. Y las palabras, las maravillosas palabras
fluían, a veces convertidas en canción... Canción de los marineros dispuestos a
echar el ancla, sonoro murmullo e los obenques bajo el viento desgarrador del
nordeste, balada del pescador que recoge sus redes al anochecer frente a un
cielo color albaricoque, acordes de guitarra y mandolina desde una góndola o un
caique.
¿Quizá se volvía murmullo del viento, primero una queja, y poco a poco
se convertía en un grito enojado, en desgarrador silbido, y acababa en un goteo
musical del aire desde la vela hinchada por el viento? A la hechizada oyente le
parecía oír todos aquellos sonidos, y con ellos la queja hambrienta de las
gaviotas, el suave retumbar de las olas, el grito de la playa de guijarros.
Luego volvió a escuchar el relato y la Rata siguió con emoción las aventuras
por docenas de puertos, las peleas, las escapadas, las reuniones, las amistades,
las valientes empresas; fue en busca de tesoros a islas desiertas, de pesca a
lagos tranquilos y descansó días enteros en playas de arena blanca y tibia.
Escuchó historias de pesca en altamar, de ricas y plateadas caladas con redes
larguísimas; de peligros inesperados, de rompientes en noches sin luna, y de la
alta proa del barco delineándose a través de la niebla; de la alegre vuelta a
casa, cuando detrás del promontorio aparecen las luces del puerto; los grupos
de gente en el muelle, los saludos joviales, el chapoteo de la maroma. La larga
caminata por la empinada callecita, hasta el brillo acogedor de las ventanas
con cortinas rojas.
Aún como en sueños, le pareció que la Aventurera se había levantado,
pero seguía hablándole y la retenía con sus ojos del color gris del mar.
-Y ahora -le dijo suavemente- me vuelvo a poner en camino, rumbo al
suroeste durante largos días; hasta que llegue al pueblecito gris y marinero
que tan bien conozco, colgado en la escarpada ladera del puerto. Allí, a través
de las puertas entreabiertas, puedes ver las escaleras de piedra salpicadas de
matas rosa de valerianas que terminan en una mancha de agua azul. Las barquitas
atadas a las argollas y puntales del viejo malecón están coloreadas como las
barcas en las que paseabas cuando eras niña. El salmón salta en medio de la
corriente, bancos de caballas pasan como relámpagos y juegan más allá de los
confines del puerto, y los barcos pasan delante de las ventanas día y noche,
hacia los amarraderos o hacia el mar abierto. Pronto o tarde llegan hasta allí
barcos de todos los países del mundo. Y allí, cuando llegue la hora, el barco
que habré elegido levará el ancla. No me daré ninguna prisa, y esperaré hasta
que por fin llegue el barco que yo espero, balanceándose en medio de la corriente
cargado de mercancía, con el bauprés apuntando hacia el puerto. Me deslizaré a
bordo, en una barquita o por la maroma; hasta que una mañana me despertarán las
canciones y los pasos de los marineros, el repiqueteo del cabrestante, el
chirriar de la cadena del ancla que levan alegremente. Soltaremos el botalón de
foque y el trinquete, y las casitas blancas del puerto se deslizarán lentamente
ante nosotros mientras enfilamos hacia el mar, ¡y el viaje habrá empezado!
Mientras el barco avanza hacia el promontorio se desplegarán las velas; y una
vez fuera, no oiremos más que el sonoro golpear de los grandes mares verdes
mientras ponemos rumbo al Sur. Y tú también vendrás, hermana, porque los días
pasan y ya no vuelven, y el Sur aún te espera. ¡Acepta la Aventura, escucha la
llamada, ahora, antes de que pase el momento irrevocable! ¡Sólo es cuestión de
cerrar la puerta detrás de ti, dar un alegre paso adelante, y dejar atrás la
vieja vida para comenzar una nueva! Luego, algún día, dentro de mucho tiempo, regresa
a casa si quieres, cuando hayas bebido la copa y el juego haya acabado, y
siéntate al borde de tu río tranquilo, en compañía de todos tus hermosos
recuerdos. Me puedes incluso adelantar en este largo camino, porque tú eres
joven, y yo ya me hago vieja, y voy más despacio. No llevo prisa y, cuando mire
hacia atrás, sé que te veré venir, anhelante y feliz, con todo el Sur en el
rostro.
La voz se fue alejando hasta que desapareció, como el suave zumbido de
un insecto. Y la Rata de Agua, paralizada y con mirada fija, sólo vio una
mancha distante en la blanca superficie de la carretera.
La Rata se levantó mecánicamente y empezó a empaquetarlo todo en la
cesta, con cuidado y sin prisa. Luego se marchó a casa, reunió algunas cosas
necesarias y tesoros especiales con los cuales estaba encariñada, y los metió
en un saco; lo hizo todo con decisión, moviéndose por la habitación como una
sonámbula, y escuchando con los labios entreabiertos. Se echó el saco al
hombro, eligió cuidadosamente un grueso bastón para el viaje, y sin prisas,
pero también sin vacilar, cruzaba el umbral de la puerta, cuando de repente
apareció el Topo.
-¡Eh! ¿A dónde vas, Ratita? -preguntó el Topo muy sorprendido,
agarrándola por el brazo.
-Voy hacia el Sur, con todos los demás - murmuró la Rata con una voz
monótona y como en sueños, sin mirar al Topo-. ¡Hacia el mar, y luego en barco,
hasta las costas que me llaman!
Intentó avanzar obstinada y sin prisas. Pero el Topo, inquieto, se
plantó delante de ella y le miró a los ojos, y se dio cuenta de que estaban
vidriosos, fijos y veteados de un gris incierto... ¡No eran los ojos de su
amiga, sino los de otro animal! A duras penas consiguió arrastrarla, la tiró al
suelo y la sujetó bien fuerte. Durante unos momentos la Rata luchó desesperadamente,
pero de repente la abandonaron todas sus fuerzas, y se quedó tendida, inmóvil y
agotada, con los ojos cerrados. Entonces el Topo la ayudó a levantarse y la
sentó en un sillón, donde la Rata se derrumbó, encogida y temblorosa, y le dio
un ataque histérico de sollozos sin lágrimas. El Topo cerró la puerta con
llave, metió el saco en un cajón, y se sentó en la mesa junto a su amiga, a
esperar en silencio hasta que se le pasara el extraño ataque. Poco a poco la
Rata cayó en un inquieto sopor, interrumpido por sobresaltos y confusos
murmullos de cosas extrañas, salvajes y desconocidas para el pobre Topo. Luego
se sumió en un profundo sueño.
Muy preocupado, el Topo la dejó sola un rato para ocuparse de asuntos
de la casa. Y ya anochecía cuando regresó al salón y encontró a la Rata donde
la había dejado, muy despierta, pero abatida, silenciosa y desanimada. El Topo
se fijó en sus ojos, y con alivio los encontró limpios y marrón oscuro como
siempre; entonces se sentó e intentó animarla a que le contase todo lo que
había sucedido. La pobre Ratita hizo cuanto pudo, poco a poco, para explicar
las cosas; pero ¿cómo podía encontrar palabras para narrar lo que para ella
había sido fundamentalmente sugestión? ¿Cómo explicar a otra persona la
obsesionante voz del mar que había oído cantar, cómo repetir con la misma magia
los miles recuerdos de la Marinera? Incluso ella encontraba difícil comprender,
ahora que el hechizo estaba roto y todo había perdido su encanto, lo que hacía
unas horas parecía único e inevitable. Así que no es de extrañar que le fuera
imposible dar al Topo una idea clara de lo que le había sucedido aquel día.
Pero el Topo comprendió una cosa: que el ataque había pasado, y su amiga había
recobrado el juicio, aunque todavía estaba deprimida por la reacción. Sin
embargo, parecía haber perdido todo interés por el momento en las cosas que
constituían su vida cotidiana, así como las ganas de hacer planes para los días
que iría la nueva estación.
Y así charlando, y con aparente indiferencia, el Topo empezó a hablar
de la cosecha que se estaba recogiendo, de los carros llenos de trigo, y de los
esforzados animales que tiraban de ellos, de los crecientes almiares, y de la
luna llena, que se levantaba sobre los campos desnudos salpicados de gavillas.
Habló de las manzanas coloradas que se veían por todas partes, de las nueces
maduras, de las mermeladas y confituras y de la destilación de cordiales; hasta
que, poco a poco, llegó a mediados del invierno, a sus gozos y alegrías, y a la
vida hogareña, y se puso lírico. Poco a poco la Rata se fue incorporando y
uniéndose a la charla. Sus ojos tristes se fueron animando, y no parecía tan
deprimida. Entonces el diplomático Topo salió y volvió con un lápiz y unas
cuartillas, que dejó en la mesa junto a su amiga.
-Hace mucho tiempo que no escribes ninguna poesía -comentó-. ¿Por qué
no lo intentas esta noche, en vez de..., bueno, en vez de pensar tanto en ello?
Me parece que te sentirás mucho mejor cuando hayas escrito algo..., aunque sólo
sean unas líneas.
La Rata, cansada, alejó el papel; pero el discreto Topo aprovechó para
salir de la habitación, y cuando al poco rato volvió para echar un vistazo, la
Rata estaba absorta y sorda a lo que pasaba a su alrededor; a ratos escribía, y
luego chupaba la punta del lápiz. Cierto era que chupaba bastante más de lo que
escribía, pero el Topo se sintió contento al saber que por fin la cura había
comenzado.
Continúa leyendo esta historia en "El viento en los sauces - Cap X - Kenneth Grahame"
No hay comentarios:
Publicar un comentario