Capítulo XII
El reino de las muñecas
Me parece a mí, queridos lectores, que ninguno
de vosotros habría vacilado en seguir al buen Cascanueces, que no era fácil
tuviese propósitos de causaros mal alguno. María lo hizo así, con tanta mayor
gana cuanto que sabía podía contar con el agradecimiento de Cascanueces y
estaba convencida de que cumpliría su palabra haciéndole ver multitud de cosas
bellas. Por lo tanto dijo:
—Iré con usted, señor Drosselmeier, pero no
muy lejos ni por mucho tiempo, pues no he dormido nada.
—Entonces tomaremos el camino más corto,
aunque sea el más difícil —respondió Cascanueces.
Y echó a andar delante, lo siguió María, hasta
que se detuvieron frente al gran armario del recibimiento. María se quedó
asombrada al ver que las puertas del armario, habitualmente cerradas, estaban abiertas
de par en par, dejando al descubierto el abrigo de piel de zorra que el padre
usaba en los viajes y que colgaba en primer término. Cascanueces trepó con
mucha agilidad por los adornos y molduras, hasta que pudo alcanzar el hermoso
hopo que, sujeto por un grueso cordón, colgaba de la parte de atrás del abrigo
de piel. En cuanto Cascanueces se apoderó del hopo, echó abajo una escala
monísima de madera de cedro a través de la manga de piel.
—Haga el favor de subir, señorita —exclamó
Cascanueces.
María lo hizo así; pero apenas había comenzado
a subir por la manga, casi en el mismo momento en que empezaba a mirar por encima
del cuello, quedó deslumbrada por una luz cegadora y se encontró de repente en
una pradera perfumada, de la que brotaban millones de chispas como piedras
preciosas.
—Estamos en la pradera de Cande —dijo
Cascanueces— y tenemos que pasar por aquella puerta.
Entonces advirtió María la hermosa puerta que
no viera hasta aquel momento, y que se elevaba a pocos pasos de la pradera.
Parecía edificada de mármol blanco, pardo y color Corinto; pero mirándola
despacio descubrió que los materiales de construcción eran almendras
garapiñadas y pasas, por cuya razón, según le dijo Cascanueces, aquella puerta
por la que iban a penetrar se llamaba la "puerta de las Almendras y de las
Pasas". La gente vulgar la llamaba la "puerta de los Mendigos",
con muy poca propiedad. En una galería exterior de esta puerta, al parecer de
azúcar de naranja, seis monitos, vestidos con casaquitas rojas, tocaban una
música turca de lo más bonito que se puede oír, y María apenas si advirtió que
seguían avanzando por un pavimento de lajas de mármol que, sin embargo, no eran
otra cosa que pastillas muy bien hechas.
A poco se oyeron unos acordes dulcísimos,
procedentes de un bosquecillo maravilloso que se extendía a ambos lados. Entre
el follaje verde había tal claridad que se veían perfectamente los frutos
dorados y plateados colgando de las ramas, de colores vivos, y éstas y los
troncos aparecían adornados con cintas y ramos de flores, que semejaban novios
alegres y recién casados llenos de felicidad. Y de vez en cuando el aroma de
los naranjos era esparcido por el blando céfiro, que resonaba en las ramas y en
las hojas, las cuales, al entrechocarse, producían un ruido semejante a la más
melodiosa música, a cuyos acordes bailaban y danzaban las brillantes
lucecillas.
—¡Qué bonito es todo esto! —exclamó María,
encantada y loca de contento.
—Estamos en el bosque de Navidad, querida
señorita —dijo Cascanueces.
—¡Ay! —continuó María—, si pudiera permanecer
aquí! ¡Es tan bonito!
Cascanueces dio una palmada y aparecieron unos
pastores y pastoras, cazadores y cazadoras, tan lindos y blancos que hubiera podido
creerse estaban hechos de azúcar, y a los cuales no había visto María a pesar
de que se paseaban por el bosque. Llevaban una preciosa butaca de oro;
colocaron en ella un almohadón de malvavisco y, muy corteses, invitaron a María
a tomar asiento en ella. Apenas lo hizo, empezaron pastores y pastoras a bailar
una danza artística, mientras los cazadores tocaban en sus cuernos de caza;
luego desaparecieron todos en la espesura.
—Perdone, señorita de Stahlbaum —dijo
Cascanueces—, que el baile haya resultado tan pobre; pero los personajes
pertenecen a los de los bailes de alambre y no saben ejecutar sino los mismos movimientos
siempre. También hay una razón para que la música de los cazadores sea tan
monótona. El cesto del azúcar está colgado en los árboles de Navidad encima de
sus narices, pero un poco alto. ¿Quiere usted que sigamos adelante?
—Todo es precioso y me gusta muchísimo —dijo
María levantándose para seguir a Cascanueces, que había echado a andar.
Pasaron a lo largo de un arroyo cantarín y
alegre, en el que se advertía el mismo aroma delicioso del resto del bosque.
—Es el arroyo de las Naranjas —respondió
Cascanueces a la pregunta de María—; pero, aparte su aroma, no tiene
comparación en tamaño y belleza con el torrente de los Limones, que, como él,
vierte en el mar de las Almendras.
En seguida escuchó María un ruido sordo y vio
el torrente de los limones, que se precipitaba en ondas color perla entre
arbustos verdes chispeantes como carbunclos. Del agua murmuradora emanaba una frescura
reconfortante para el pecho y el corazón. Un poco más allá corría un agua
amarillenta, más espesa, de un aroma penetrante y dulce, y a su orilla
jugueteaban una multitud de chiquillos, que pescaban con anzuelo, comiéndose al
momento los pececillos que cogían. Al acercarse, observó María que los tales pececillos
parecían avellanas. A cierta distancia se divisaba un pueblecito a orillas del torrente;
las casas, la iglesia, la rectoral, las alquerías, todo era pardusco, aunque
cubierto con tejados dorados; también se veían algunos muros tan bonitamente
pintados como si estuviesen sembrados de corteza de limón y de almendras.
—Es la patria del Alajú —dijo Cascanueces—,
que está situada a orillas del arroyo de la Miel; ahí habita gente muy guapa,
pero casi siempre están descontentas porque padecen de dolores de muelas. No los
visitaremos por esta razón.
Luego divisó María una ciudad pequeña,
compuesta de casitas transparentes y claras, que resultaba muy linda.
Cascanueces se dirigió decididamente a ella y María escuchó un gran estrépito,
viendo que miles de personajes diminutos se disponían a descargar una infinidad
de carros muy cargados que estaban en el mercado. Lo que sacaban aparecía
envuelto en papeles de colores y semejaba pastillas de chocolate.
—Estamos en el país de los Bombones —dijo
Cascanueces—, y acaba de llegar un envío del país del Papel y del rey del
Chocolate. Las casas del país de los Bombones estaban seriamente amenazadas por
el ejército que manda el almirante de las Moscas, y por esta causa las cubren
con los dones del país del Papel y construyen fortificaciones con los envíos
del rey del Chocolate. Pero en este país no nos hemos de conformar con ver los
pueblos, sino que debemos ir a la capital.
Y Cascanueces guió hacia la capital a la
curiosa María. Al poco tiempo notó un pronunciado olor a rosas y todo apareció
como envuelto en una niebla rosada. María observó que aquello era el reflejo de
un agua de ese color que en ondas armoniosas y murmuradoras corría ante sus
ojos. En aquel lago encantador, que se ensanchaba hasta adquirir las
proporciones de un inmenso mar, nadaban unos cuantos hermosos cisnes plateados,
a cuyos cuellos estaban atadas cintitas de oro y cantaban a porfía las
canciones más lindas; y en las rosadas ondas, los pececillos diamantinos iban
de un lado para otro, como danzando a compás.
—¡Ah! —exclamó María entusiasmada—. Este es un
lago como el que me quería hacer el padrino Drosselmeier en una ocasión, y yo soy
la niña que acariciaría a los cisnes.
Cascanueces sonrió de un modo más burlón que
nunca y dijo:
—El tío no sabría hacer una cosa semejante;
usted quizá sí, querida señorita de Stahlbaum... Pero no discutiremos por esto,
vamos a embarcarnos y nos dirigiremos, por el lago de las Rosas, a la capital.
Capítulo XIII
La capital
Cascanueces dio una palmada: el lago de las
Rosas comenzó a agitarse más, las olas se hicieron mayores y María vio que a lo
lejos se dirigió hacia donde estaban ellos un carro de conchas de marfil, claro
y resplandeciente, tirado por dos delfines de escamas doradas. Doce negritos
monísimos, con monteritas y delantalitos tejidos de plumas de colibrí, saltaron
a la orilla y trasladaron a María y luego a Cascanueces, deslizándose
suavemente sobre las olas, al carro, que en el mismo instante se puso en
movimiento. ¡Qué hermosura verse en el carro de concha, embalsamado de aroma de
rosas y conducido por encima de las olas rosadas! Los dos delfines de escamas
doradas levantaban sus fauces, y al resoplar brotaban de ellas brillantes
cristales que alcanzaban a gran altura, volviendo a caer en ondas espumosas y chispeantes.
Luego pareció como si cantaran multitud de vocecillas. "¿Quién boga por el
lago de las Rosas?... ¡El
hada!... Mosquitas, ¡sum, sum, sum! Pececillos, ¡sim, sim, sim! Cisnes, ¡cua,
cua, cua! Pajaritos, ¡pi, pi, pi! Ondas del torrente,
agitaos, cantad, observad... El hada viene. Ondas rosadas, agitaos, refrescad, bañad.” Pero
los doce negritos, que habían descendido del carro de conchas, tomaron muy a mal
aquel canto y sacudieron sus sombrillas con tal fuerza que las hojas de palmera
de que estaban hechas empezaron a sonar y castañetear, y ellos al tiempo
acompañaban con los pies, haciendo una cadencia extraña y cantando:
"¡Clip, clap, clip, clap!"
—Los negros son muy alegres —dijo Cascanueces
un poco sorprendido—, pero alborotan todo el lago.
Con efecto, en seguida se oyó un gran murmullo
de voces extraordinarias que parecía como si saliesen del agua y flotasen en el
aire.
María no se fijó en las últimas, sino que miró
a las ondas rosadas, en las cuales vio reflejarse el rostro de una muchacha encantadora
que le sonreía.
—¡Ah! —exclamó muy contenta palmoteando—.
Mire, señor Drosselmeier, allá abajo está la princesa Pirlipat, que me sonríe
de un modo admirable. ¿No la ve usted, señor Drosselmeier?
Cascanueces suspiró tristemente y dijo:
—Querida señorita de Stahlbaum, no es la
princesa Pirlipat; es su mismo rostro el que le sonríe en las ondas de rosa.
María volvió la cabeza, avergonzada, y cerró
los ojos. En aquel instante se encontró trasladada por los mismos negros a la
orilla, y en un matorral casi tan bello como el bosque de Navidad, con mil
cosas admirables y, sobre todo, con unas frutas raras que colgaban de los árboles
y las cuales no sólo tenían los colores más lindos, sino que olían divinamente.
—Estamos en el bosque de las Confituras —dijo
Cascanueces—; pero ahí está la capital.
Entonces vio María algo verdaderamente
inesperado. No sé como lograría yo, queridos niños, explicarles la belleza y
las maravillas de la ciudad que se extendía ante los ojos de María en una
pradera florida. Los muros y las torres estaban pintados de colores preciosos;
la forma de los edificios no tenía igual en el mundo. En vez de tejados, lucían
las casas coronas lindamente tejidas, y las torres, guirnaldas de hojas verdes
de lo más bonito que se puede ver. Al pasar por la puerta, que parecía
edificada de macarrones y de frutas escarchadas, siete soldados les presentaron
armas, y un hombrecillo con una bata de brocado se echó al cuello de Cascanueces,
saludándolo con las siguientes palabras:
—Bien venido seáis, querido príncipe; bien
venido al pueblo de Mermelada.
María se admiró no poco al ver que
Drosselmeier era considerado y tratado como príncipe por un hombre distinguido.
Luego oyó un charlar confuso, un parloteo, unas risas, una música y unos
cánticos que la distrajeron de todo lo demás, y sólo pensó en averiguar que era
todo aquello.
—Querida señorita de Stahlbaum —respondió
Cascanueces—, no tiene nada de particular. Mermelada es una ciudad alegre;
siempre es lo mismo. Pero tenga la bondad de seguirme un poco más adelante.
Apenas anduvieron unos pasos, llegaron a la
plaza del Mercado que presentaba un aspecto hermoso. Todas las casas de
alrededor eran de azúcar trabajada con calados y galerías superpuestas; en el
centro se alzaba un ramillete a modo de obelisco; cerca de él lanzaban a gran altura
sus juegos de agua cuatro fuentes muy artísticas de grosella, limonada y otras
bebidas dulces, y en las tazas remansaba la crema, que se podía coger a
cucharadas. Y lo más bonito de todo eran los miles de lucecillas que colocadas
encima de otras tantas cabezas, iban de un lado para otro gritando, riendo,
bromeando, cantando..., en una palabra, armando el alboroto que María oyera
desde lejos.
Se veía gente bellamente ataviada: armenios,
griegos, judíos y tiroleses, oficiales y soldados, sacerdotes, pastores y
bufones; en fin, todos los personajes que se pueden hallar en el mundo. En una
de las esquinas era mayor el tumulto; la gente se atropellaba, pues pasaba el
Gran Mogol en su palanquín, acompañado por noventa y tres grandes del reino y
ciento siete esclavos. En la esquina opuesta tenía su fuerte el cuerpo de
pescadores, que sumaban quinientas cabezas; y lo peor fue que el Gran Señor
turco tuvo la ocurrencia de irse a pasear a la plaza, a caballo, con tres mil
jenízaros, yendo a interrumpir el cortejo que se dirigía al ramillete central
cantando el himno “Alabemos al poderoso Sol”. Hubo gran revuelta y muchos
tropezones y gritos.
A poco se escuchó un lamento: era que un
pescador había cortado la cabeza a un bracmán, y al Gran Mogol por poco lo
atropella un bufón. El ruido se hacía más ensordecedor a cada instante, y ya empezaba
la gente a venir a las manos cuando hizo su aparición en la plaza el individuo
de la bata de damasco que saludara a Cascanueces en la puerta de la ciudad
dándole el título de príncipe, y subiéndose al ramillete tocó tres veces una
campanilla y gritó al tiempo:
—¡Confitero!.. ¡Confitero!... ¡Confitero!...
Instantáneamente cesó el tumulto; cada cual
procuró arreglárselas como pudo, y, después que se hubo desenredado el lío de
coches, se limpió el Gran Mogol y se volvió a colocar la cabeza al bracmán,
continuó la algazara.
—¿Qué ha querido decir con la palabra
confitero, señor Drosselmeier? —preguntó María.
—Señorita —respondió Cascanueces—, confitero
se llama aquí a una potencia desconocida de la que se supone puede hacer con
los hombres lo que le viene en gana; es la fatalidad que pesa sobre este alegre
pueblo, y le temen tanto que sólo con nombrarlo se apaga el tumulto más grande,
como lo acaba de hacer el burgomaestre. Nadie piensa más en lo terreno, en
romperse los huesos o en cortarse la cabeza, sino que todo el mundo se
reconcentra y dice para sí: "¿Qué será ese hombre y qué es lo que haría
con nosotros?
María no pudo contener una exclamación de
asombro y de admiración al verse delante de un palacio iluminado por los rojos rayos
del sol, con cien torrecillas alegres. En los muros había sembrados ramilletes
de violetas, narcisos, tulipanes, alhelíes, cuyos tonos oscuros hacían resaltar
más y más el fondo rojo. La gran cúpula central del edificio, lo mismo que los
tejados piramidales de las torrecillas, estaban sembrados de miles de estrellas
doradas y plateadas.
—Estamos en el palacio de Mazapán —dijo
Cascanueces.
María se perdía en la contemplación del
maravilloso palacio; pero no se le escapó que a una de las torres grandes le
faltaba el tejado. A lo que se podía presumir, unos hombrecillos encaramados en
un andamiaje armado con ramas de cinamomo trataban de repararlo. Antes de que
preguntase nada a Cascanueces, explicó éste:
—Hace poco amenazó al hermoso palacio un
hundimiento serio, que bien pudo haber llegado a la destrucción total. El
gigante Coloso pasó por aquí, se comió el tejado de esa torre y dio un bocado a
la gran cúpula; los ciudadanos de Mermelada le dieron como tributo un barrio
entero y una parte considerable del bosque de confituras, con lo cual se
satisfizo y se marchó.
En aquel momento se oyó una música agradable y
dulce; las puertas del palacio se abrieron, dando paso a doce pajecillos con
tallos de girasol encendidos, que llevaban a modo de hachas. Su cabeza consistía
en una perla; los cuerpos, de rubíes y esmeraldas, y marchaban sobre
piececillos diminutos de oro puro. Los seguían cuatro damas de un tamaño
aproximado a la muñeca Clarita de María, pero tan maravillosamente vestidas que
María reconoció en seguida en ellas a las princesas. Abrazaron muy cariñosas a
Cascanueces diciéndole:
—¡Oh, príncipe!
¡Oh, hermano mío!
Cascanueces, muy conmovido, se limpió las
lágrimas que inundaban sus ojos, tomó a María de la mano y dijo en tono
patético.
—Esta señorita es María Stahlbaum, hija de un
respetable consejero de Sanidad y la que me ha salvado la vida. Si ella no tira
a tiempo su zapatilla, si no me proporciona el sable del coronel retirado, estaría
en la sepultura, mordido por el maldito rey de los ratones. ¿Puede compararse
con esta señorita la princesa Pirlipat, a pesar de su nacimiento, en belleza,
bondad y virtud? No, digo yo; no.
Todas las damas dijeron asimismo
"no", y echaron los brazos al cuello de María, exclamando entre
sollozos:
—¡Oh, noble salvadora de nuestro querido
hermano el príncipe!... ¡Oh, bonísima señorita de Stahlbaum!
Las damas acompañaron a María y al Cascanueces
al interior del palacio, conduciéndolos a un salón cuyas paredes eran de pulido
cristal de tonos claros. Lo que más le gustó a María fueron las lindas
sillitas, las cómodas, los escritorios, etc., etc., que estaban diseminados por
el salón, y que eran de cedro o de madera del Brasil con incrustaciones de oro
semejando flores. Las princesas hicieron sentar a María y a Cascanueces, diciéndoles
que iban a prepararles la comida. Presentaron una colección de pucheritos y
tacitas de la más fina porcelana española, cucharas, tenedores, cuchillos,
ralladores, cacerolas y otros utensilios de cocina de oro y plata. Luego
sacaron las frutas y golosinas más hermosas que María viera en su vida, y
comenzaron, con sus manos de nieve, a prensar las frutas, a preparar la sazón,
a rallar la almendra; en una palabra, trabajaron de tal manera, que María pudo ver
que eran muy buenas cocineras y comprendió que preparaban una comida exquisita.
En lo íntimo de su ser deseaba saber algo de aquellas cosas para ayudar a las
princesas. La más hermosa de ellas, como si hubiese adivinado su deseo, alargó
a María un mortero de oro, diciéndole:
—Dulce amiguita, salvadora de mi hermano,
machaca un poco de azúcar cande.
Mientras María machacaba afanosa y el ruido
que hacía en el mortero sonaba como una linda canción, Cascanueces comenzó a contar
a sus hermanas la terrible batalla entre sus tropas y las del rey de los
ratones, la cobardía de su ejército, que quedó casi batido por completo, y la
intención del rey de los ratones de acabar con él, y el sacrificio que María
hizo de muchos de sus ciudadanos, etc., etc. María estaba cada momento mas
lejos del relato y del ruido del mortero, llegando al fin a levantarse una gasa
plateada a modo de neblina en la que flotaban las princesas, los pajes,
Cascanueces y ella misma, escuchando al tiempo un canto dulcísimo y un murmullo
extraño, que se desvanecía a lo lejos y subía y subía cada vez más alto.
Capítulo XIV
Conclusión
¡Brr.... ¡pum!... María cayó de una altura
inconmensurable... ¡Qué sacudida!... Pero abrió los ojos y se encontró en su
camita; era muy de día, y su madre estaba a su lado, diciendo:
—Vamos, ¿cómo puedes dormir tanto? Ya hace
mucho tiempo que está el desayuno.
Comprenderás, público respetable, que María,
entusiasmada con las maravillas que viera, concluyó por dormirse en el salón
del palacio de Mazapán, y que los negros, los pajes o quizá las princesas
mismas la trasladaron a su casa y la metieron en la cama.
—Madre, querida madre, no sabes dónde me ha
llevado esta noche el señor Drosselmeier y las cosas tan lindas que me ha
enseñado.
Y contó a su madre todo lo que yo acabo de
referir; y la buena señora se maravilló no poco. Cuando María acabó su
relación, dijo su madre:
—Has tenido un sueño largo y bonito, pero
procura que se te quiten esas ideas de la cabeza.
María, testaruda, insistía en que no había
soñado y que en realidad vio todo lo que contaba. Entonces su madre la tomó de
la mano y la condujo ante el armario, donde enseñándole el Cascanueces, que,
como de costumbre, estaba en la tercera tabla, le
dijo:
—¿Cómo puedes creer, criatura, que este muñeco
de madera de Nuremberg pueda tener vida y movimiento?
—Pero, querida madre —repuso María—, yo sé muy
bien que el pequeño Cascanueces es el joven Drosselmeier de Nuremberg, el sobrino
del magistrado.
El consejero de Sanidad y su mujer soltaron la
carcajada.
—¡Ah! —dijo María casi llorando—. No te rías
de mi Cascanueces, querido padre, que ha hablado muy bien de ti; precisamente
cuando me presentó a sus hermanas las princesas en el palacio de Mazapán dijo
que eras un consejero de Sanidad muy respetable.
Mayores fueron aún las carcajadas de los
padres, a las que se unieron las de Luisa y Federico. María se metió en su
cuarto, sacó de una cajita las siete coronas del rey de los ratones y se las
enseñó a su madre, diciendo:
—Mira, querida madre, aquí están las siete
coronas del rey de los ratones que me entregó anoche el joven Drosselmeier como
trofeo de su victoria.
Muy asombrada contempló la madre las siete
coronitas, tan primorosamente trabajadas en un metal desconocido que no era posible
estuviesen hechas por manos humanas. El consejero de Sanidad no podía apartar
la vista de aquella maravilla, y ambos, el padre y la madre, insistieron con
María en que les dijese de dónde había sacado aquellas coronas. La niña sólo
pudo responder lo que ya había dicho, y como quiera que su padre no la creyese
y le dijera que era una mentirosa, comenzó a llorar amargamente, diciendo:
—¡Pobre de mí! ¿Qué puedo decir yo?
En aquel momento se abrió la puerta, dando
paso al magistrado, que exclamó:
—¿Qué es eso, qué es eso? ¿Por qué llora mi
ahijadita? ¿Qué pasa?
El consejero de Sanidad lo enteró de todo lo
ocurrido, enseñándole las coronitas. En cuanto el magistrado las vio se echó a
reír, diciendo:
—¡Qué tontería, qué tontería! Esas son las
coronitas que hace años llevaba yo en la cadena del reloj que le regalé a María
el día que cumplió los dos años. ¿No os acordáis?
Ni el consejero de Sanidad, ni su mujer, se
acordaban de aquello; pero María, observando que sus padres desarrugaban el
ceño, se echó en brazos de su padrino y dijo:
—Padrino, tú lo sabes todo. Diles que
Cascanueces es tu sobrino, el joven de Nuremberg, y que él es quien me ha dado
las coronitas.
El magistrado se puso muy serio y murmuró:
—¡Tonterías, extravagancias!
Entonces el padre tomó a María en brazos y la
sermoneó:
—Escucha, María: a ver si te dejas de
imaginaciones y de bromas; si vuelves a decir que el insignificante y contrahecho
Cascanueces es el sobrino del magistrado Drosselmeier, lo tiro por el balcón, y
con él todas tus demás muñecas, incluso a la señorita Clara.
La pobre María no tuvo más remedio que
callarse y no hablar de lo que llenaba su alma, pues podéis comprender
perfectamente que no era fácil olvidar todas las bellezas que viera. El mismo
Federico volvía la espalda cuando su hermana quería hablarle del reino
maravilloso en que fue tan feliz, llegando algunas veces a murmurar entre
dientes:
—¡Qué estúpida!
Trabajo me cuesta creer esto último conociendo
su buen natural; pero de lo que sí estoy seguro es de que, como ya no creía nada
de lo que su hermana le contaba, desagravió a sus húsares de la ofensa que les
hiciera con una parada en toda regla; les puso unos pompones de pluma de ganso
en vez de la divisa, y les permitió que tocasen la marcha de los húsares de la
Guardia. Nosotros sabemos muy bien cómo se portaron los húsares cuando
recibieron en sus chaquetillas rojas las manchas de las asquerosas balas... A
María no se le permitió volver a hablar de su aventura; pero la imagen de aquel
reino encantador la rodeaba como de un susurro dulcísimo y de una armonía
deliciosa; lo veía todo de nuevo en cuanto se lo proponía, y así, algunas
veces, en vez de jugar como antes, se quedaba quieta y callada, ensimismada,
como si la acometiera un sueño repentino. Un día, el magistrado estaba
arreglando uno de los relojes de la casa. María, sentada ante el armario de
cristales y sumida en sus sueños, contemplaba al Cascanueces; sin advertirlo,
comenzó a decir:
—Querido Drosselmeier: si vivieses, yo no
haría como la princesa Pirlipat; yo no te despreciaría por haber dejado de ser
por causa mía un joven apuesto.
El magistrado exclamó:
—Vaya, vaya, ¡qué tonterías!...
Y en el mismo momento se sintió una sacudida y
un gran ruido, y María cayó al suelo desmayada. Cuando volvió en sí su madre,
que la atendía, dijo:
—¿Cómo te has caído de la silla siendo ya tan
grande? Aquí tienes al sobrino del magistrado, que ha venido de Nuremberg...; a
ver si eres juiciosa.
María levantó la vista. El magistrado se había
puesto la peluca y su gabán amarillo y sonreía satisfecho; en la mano tenía un muñequito
pequeño, pero muy bien hecho: su rostro parecía de leche y sangre; llevaba un
traje rojo adornado de oro, medias de seda blanca y zapatos y en la chorrera un
ramo de flores; iba muy rizado y empolvado, y a la espalda le colgaba una
trenza; la espada, colgada de su cinto, brillaba constelada de joyas, y el
sombrerillo, que sostenía debajo del brazo, era de pura seda. A Federico
también le traía un sable. En la mesa partió con mucha soltura nueces para
todos; no se le resistían ni las más duras; con la mano derecha se las metía en
la boca, con la izquierda levantaba las trenzas y... ¡crac!..., la nuez se
hacía pedazos.
María se puso roja cuando vio al joven, y más
roja aún cuando, después de comer, el joven Drosselmeier la invitó a salir con
él y a colocarse junto al armario de cristales.
—Jugad tranquilos, hijos míos —dijo el
magistrado—; como todos mis relojes marchan bien, no me opongo a ello.
En cuanto el joven Drosselmeier estuvo solo
con María se hincó de rodillas y exclamó:
—Distinguidísima señorita, de Stahlbaum: aquí
tiene a sus pies al feliz Drosselmeier, cuya vida salvó usted en este mismo
sitio. Usted, con su bondad característica, dijo que no sería como la princesa Pirlipat
y que no me despreciaría si por su causa hubiera perdido mi apostura. En el
mismo momento dejé de ser un vulgar Cascanueces y recobré mi antigua figura. Distinguida
señorita, hágame feliz concediéndome su mano; comparta conmigo reino y corona;
reine conmigo en el palacio de Mazapán, pues allí soy el rey.
María levantó al joven y dijo en voz baja:
—Querido señor Drosselmeier; es usted un
hombre amable y bueno, y como además posee usted un reino simpático en el que
la gente es muy amable y alegre, lo acepto como prometido.
Desde aquel momento fue María la prometida de
Drosselmeier. Al cabo de un año dicen que fue a buscarla en un coche de oro
tirado por caballos plateados. En las bodas bailaron veintiún mil personajes adornados
con perlas y diamantes, y María se convirtió en reina de un país en el que sólo
se ven, si se tienen ojos, alegres bosques de Navidad, transparentes palacios
de Mazapán, en una palabra, toda clase de cosas asombrosas.
Este es el cuento de “el cascanueces y el rey
de los ratones”.
¡Maravilloso! lo leí por primera vez cuando era niño y sigue transportandome al mundo de la fantasía.
ResponderEliminar:) ES MUY BELLO!!!! Gracias por releerlo y gracias por comentar! Me alegra siempre saber cuando la gente pasa por aquí y lo disfruta
Eliminarmuy hermoso. es mi primera vez y me encanto!
ResponderEliminarFantástico
ResponderEliminarhermoso fantástico cuento
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