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viernes, 25 de enero de 2013

El Cascanueces y el rey de los ratones - Cap X y XI - E. T. A. Hoffmann

Viene de "El Cascanueces y el rey de los ratones - Cap VIII y IX - E. T. A. Hoffmann"



Capítulo X

Tío y sobrino



Si alguno de mis lectores y oyentes se ha cortado con un cristal, sabrá por experiencia lo mala cosa que es y lo que tarda en curarse. María tuvo que pasarse una semana en la cama, porque en cuanto trataba de levantarse se sentía muy mal. Al fin, sin embargo, se puso buena, y pudo, como antes, andar de un lado para otro. En el armario de cristales todo estaba muy bonito, pues había árboles y flores y casas nuevas y también lindas muñecas. Pero lo que más le agradó a María fue encontrarse con su querido Cascanueces, que le sonreía desde la segunda tabla, enseñando sus dientecillos nuevos.

Conforme estaba mirando a su preferido, recordó con tristeza todo lo que el padrino les había contado de la historia de Cascanueces y de sus disensiones con la señora Ratona y su hijo. Ella sabía que su muñequito no podía ser otro que el joven Drosselmeier de Nuremberg, el sobrino querido de su padrino, embrujado por la señora Ratona. Y tampoco le cabía a la niña la menor duda de que el relojero de la Corte del padre de Pirlipat no era otro que el magistrado Drosselmeier.

—Pero ¿por qué razón no acude en tu ayuda tu tío? ¿Por qué? — Exclamaba tristemente al recordar, cada vez con más viveza, que en la batalla que presenciara se jugaron la corona y el reino de Cascanueces—. ¿No eran súbditos y no era cierto que la profecía del astrónomo de cámara se había cumplido y que el joven Drosselmeier era rey de los muñecos?

Mientras la inteligente María daba vueltas en su cabecita a estas ideas, le pareció que Cascanueces y sus vasallos, en el mismo momento en que ella los consideraba como seres vivos, adquirían vida de verdad y se movían. Pero no era así: en el armario todo permanecía tranquilo y quieto y María se vio obligada a renunciar a su convencimiento íntimo, aunque desde luego siguió creyendo en la brujería de la señora Ratona y de su hijo, el de las siete cabezas. Y dirigiéndose al Cascanueces le dijo:

—Aunque no se pueda usted mover ni decirme una palabra, querido señor Drosselmeier, sé de sobra que usted me comprende y sabe lo bien que lo quiero; cuente con mi adhesión para todo lo que usted necesite. Por lo pronto voy a pedir al padrino que, con su habilidad, le ayude en lo que sea necesario.

Cascanueces permaneció quieto y callado; pero a María le pareció que en el armario se oía un suspiro suavísimo, apenas perceptible, que al chocar con los cristales producía tonos melodiosos, como de campanitas, y creyó escuchar las palabras siguientes: "María, angelito de mi guarda..., he de ser tuyo y tú mía."

María sintió un bienestar dulcísimo en medio de un estremecimiento que recorrió todo su ser.

Anocheció. El consejero de Sanidad entró con el padrino Drosselmeier, y a poco Luisa preparó el té y toda la familia se reunió alrededor de la mesa, hablando alegremente. María fue a buscar su silloncito en silencio y se colocó a los pies del padrino Drosselmeier.

Cuando todo el mundo se calló, María miró con sus grandes ojos azules muy abiertos al padrino y le dijo:

—Ya sé, querido padrino, que mi Cascanueces es tu sobrino, el joven Drosselmeier de Nuremberg. Ha llegado a príncipe, mejor dicho a rey, cumpliéndose la profecía de tu amigo el astrónomo; pero, corno tú sabes perfectamente, está en lucha abierta con el hijo de la señora Ratona, con el horrible rey de los ratones. ¿Por qué no lo ayudas?

María le volvió a referir toda la batalla que ella presenciara, viéndose interrumpida varias veces por las carcajadas de su madre y de Luisa. Solamente Federico y Drosselmeier permanecieron serios.

—¿De dónde se ha sacado todas esas tonterías esta chiquilla? —dijo el consejero de Sanidad.
—Es que tiene una imaginación volcánica —repuso la madre—. Todo ello no es más que sueños producidos por la fiebre.
—Nada de eso es cierto —exclamó Federico—; mis húsares no son tan cobardes. ¡Por el bajo Manelka! ¿Cómo iba yo a consentir semejante cosa?

Sonriendo de un modo especial, tomó Drosselmeier en brazos a la pequeña María y le dijo, con más dulzura que nunca:

—Hija mía; tú posees más que ninguno de nosotros; tú has nacido princesa, como Pirlipat, y reinas en un reino hermoso y brillante. Pero tienes que sufrir mucho si quieres proteger al pobre y desfigurado Cascanueces, pues el rey de los ratones lo ha de perseguir de todos modos y por todas partes. Y no soy yo quien puede ayudarlo, sino tú; tú sola puedes salvarlo; sé fuerte y fiel.

Ni María ni ninguno de los demás supo lo que quería decir Drosselmeier con aquellas palabras.

Al consejero de Sanidad le chocaron tanto que, tomando el pulso al magistrado, le dijo:

—Querido amigo, usted padece de congestión cerebral; voy a recetarle algo.

La madre de María movió la cabeza, pensativa, y dijo:

—Yo me figuro lo que el magistrado quiere decir, pero no lo puedo expresar con palabras corrientes.


Capítulo XI

La victoria



No había transcurrido mucho tiempo cuando María se despertó, una noche de luna, por un ruido extraño que parecía salir del rincón de su cuarto. Era como si tiraran y rodasen piedrecillas y como si al tiempo sonasen unos chillidos agudos.

—¡Los ratones, los ratones! —exclamó María, asustada.

Y pensó en despertar a su madre; pero cesó el ruido y no se atrevió a moverse.

Por fin vio cómo el rey de los ratones trataba de pasar a través de una rendija y cómo lograba penetrar en el cuarto, con sus siete coronas y sus ojillos chispeantes, y de un salto se colocaba en una mesita junto a la cama de María. "¡Hi..., hi..., hi!...; dame tus confites..., dame tu mazapán, linda niña...; si no, morderé a tu Cascanueces." Así decía el rey de los ratones en sus chillidos, rechinando al mismo tiempo los dientes de un modo espantoso y desapareciendo a los pocos momentos por el agujero. María se angustió tanto con aquella aparición que al día siguiente estaba pálida y ojerosa, y, muy conmovida, apenas se atrevía a pronunciar palabra. Cien veces pensó quejarse a su madre, a Luisa o, por lo menos a Federico de lo que le había ocurrido; pero pensó:

—No me van a creer y además se van a reír de mí.

Comprendía claramente que para salvar a Cascanueces tenia que dar confites y mazapán, y a la noche siguiente colocó cuanto poseía en el borde del armario. Por la mañana, la consejera de Sanidad dijo:

—Yo no sé por dónde entran los ratones en la casa; pero mira, María, lo que han hecho con tus confites: se los han comido todos.

Así era en efecto. El mazapán relleno no había sido del gusto del glotón rey de los ratones, de suerte que sólo lo había roído con sus dientes afilados y, por tanto, no había más remedio que tirarlo. María no se preocupó para nada de sus golosinas; al contrario, se mostraba muy contenta porque creía haber salvado así a su Cascanueces. Pero cuál no sería su susto cuando a la noche siguiente volvió a oír chillar junto a sus oídos. El rey de los ratones estaba otra vez allí, y sus ojos brillaban más asquerosos aún que la noche anterior, y rechinaba los dientes con más fuerza, diciendo: "Me tienes que dar azúcar... y tus muñecas de goma, niñita, pues si no morderé a tu Cascanueces." Y en cuanto hubo pronunciado tales palabras desapareció por el agujero. María quedó afligidísima. A la mañana siguiente fue al armario y contempló sus muñecos de azúcar y de goma. Su dolor era muy explicable, porque no te puedes imaginar, querida lectora, las figuritas tan monas de azúcar y de goma que tenía María Stahlbaum. Además de un pastorcillo muy lindo, con su pastorcita, y un rebaño completo de ovejitas blancas como la leche, que pastaba acompañado de un perro saltarín y alegre, había dos carteros con cartas en la mano y cuatro parejas de jovenzuelos y muchachitas vestidas de colorines, que se balanceaban en un columpio ruso. Detrás de unos bailarines asomaba el granjero Tomillo con la Doncella de Orleáns, los cuales no eran muy del agrado de María; pero en el rinconcito estaba un nene de mejillas coloradas: su predilecto. Las lágrimas asomaron a los ojos de la pobre María.

—¡Ay! —exclamó dirigiéndose al Cascanueces—, Querido Señor Drosselmeier, ¿qué no haría yo por salvarlo? Pero, la verdad, esto es demasiado duro.

Cascanueces tenía un aspecto tan triste, que María, que creía ver al repugnante rey de los ratones con sus siete bocas abiertas lanzándose sobre el desgraciado joven, decidió sacrificarlo todo.

Aquella noche colocó todos sus muñecos de azúcar en el borde del armario, como hiciera la noche anterior con los confites. Besó al pastor, a la pastora, a los borreguitos y, por último, cogió a su predilecto, el muñequito de goma de los carrillos colorados, colocándolo detrás de todos. El granjero Tomillo y la Doncella de Orleáns ocuparon la primera línea.

—Esto es demasiado —dijo la consejera de Sanidad a la mañana siguiente—. Debe de haber anidado en el armario algún ratón grande y hambriento, pues todos los muñecos de azúcar de la pobre María están roídos y deshechos.

María no lograba contener las lágrimas, pero al fin consiguió sonreír, pues pensó: "Con esto, seguramente, estará salvado Cascanueces."

Cuando por la noche la señora contaba al magistrado la fechoría y manifestaba su creencia de que en el armario debía de esconderse un ratón, dijo su marido:

—Es terrible que no podamos acabar con el asqueroso ratón que se oculta en el armario y se come las golosinas de María.
—Mira —exclamó Federico muy satisfecho—; el panadero de abajo tiene un magnífico consejero de legación gris; voy a subirlo; él pondrá las cosas en orden y se comerá al ratón, aunque sea la misma señora Ratona o su hijo el rey de las siete cabezas.
—Sí —repuso la madre riendo—, y se subirá encima de las sillas y de las mesas, y tirará los vasos y las tazas, y hará mil fechorías por todas partes.
—De ninguna manera —replicó Federico—. El gato del panadero es muy hábil; ya quisiera yo saber andar con tanta suavidad como él por los tejados.
—No traigáis un gato por la noche —exclamó Luisa, que no podía sufrir a tales animalitos.
—Realmente —dijo el padre—, Federico tiene razón; pero también podemos colocar una ratonera. ¿No tenemos alguna?
—Nos la puede hacer el padrino, que es el inventor de ellas —dijo Federico.

Todos rieron la ocurrencia; y ante la afirmación de la madre de que en la casa no había ninguna ratonera, declaró el magistrado que él tenía varias, y se fue en seguida a su casa a buscar una de las mejores.

Federico y María recordaban el cuento de la nuez dura. Y cuando la cocinera preparaba el tocino, María comenzó a temblar y a estremecerse, y dijo:

—Señora reina, tenga cuidado con la señora Ratona y su familia.

Y Federico, desenvainando su sable, exclamó:

—Que vengan, si quieren, que yo los espantaré.

Todo permaneció tranquilo debajo del fogón. Cuando el magistrado hubo concluido de poner el tocino en el hilo y colocó la ratonera en el armario, le dijo Federico:

—Ten cuidado, padrino relojero, no vaya a ser que el rey de los ratones te juegue una mala pasada.

¡Qué mal lo pasó María a la noche siguiente! Una cosa fría como el hielo le tocaba en el brazo, posándose asquerosa en sus mejillas y chillando a su oído. El repugnante rey de los ratones estaba sobre su hombro, y babeaba de color rojo sanguinolento por sus siete bocas abiertas, y castañeteando y rechinando sus dientecillos murmuraba al oído de María: "¡Ssss..., sss!; no iré a la casa..., no iré a comer..., no caeré en la trampa..; ¡sss! dame tu libro de estampas.. y además tu vestidito nuevo, y si no, no te dejaré en paz. Has de saber que si no me haces caso morderé a Cascanueces. ¡Hi..., hi..., hi!...

María se quedó muy triste y apesadumbrada, y por la mañana estaba palidísima cuando su madre le comunicó:

—El pícaro ratón no ha caído.

Y suponiendo la buena señora que la causa de la tristeza de María era la pérdida de sus golosinas, añadió:

—Pero, pierde cuidado, querida mía, que ya lo cogeremos. Si no valen las ratoneras, acudiremos al gato gris de Federico.

En cuanto María se vio sola en la habitación, se acercó al armario de cristales y, suspirando, dijo al Cascanueces:

—Querido señor Drosselmeier: ¿qué puede hacer por usted esta desgraciada niña? Si le doy al asqueroso rey de los ratones mis libros de estampas y el vestidito que me trajo el Niño Jesús, me seguirá pidiendo cosas hasta que no tenga ya nada que darle, y me muerda a mí en vez de morderle a usted. ¡Pobre de mí! ¿Qué haré..., qué haré?

Llorando y lamentándose, la pequeña María notó que de la noche famosa le quedaba al Cascanueces una mancha de sangre en el cuello.

Desde el momento en que María supo que el Cascanueces era el joven Drosselmeier, el sobrino del magistrado, no lo llevaba en brazos ni lo besaba ni acariciaba; es más: por una especie de respeto, ni se atrevía a tocarlo. Este día, sin embargo, lo tomó con mucho cuidado de la tabla en que estaba y comenzó a frotarle la mancha con su pañuelo. ¡Qué emoción la suya cuando observó que Cascanueces adquiría calor en sus manos y empezaba a moverse! Muy de prisa volvió a ponerlo en el armario, y entonces oyó que decía muy bajito:

—Querida señorita de Stahlbaum, respetada amiga mía, ¡cómo le agradezco todo!... No, no sacrifique usted sus libros de estampas ni su vestido nuevo...; proporcióneme una espada..., una espada; lo demás corre de mi cuenta.

Aquí perdió Cascanueces el habla; y sus ojos, que adquirieran cierta expresión de melancolía, volvieron a quedarse fijos y sin vida. María no sintió el menor miedo; antes por el contrario, tuvo una gran alegría al saber un medio para salvar al Cascanueces sin mayores sacrificios. Pero ¿de dónde podría sacar una espada para el pobre pequeño? Decidió tomar consejo de Federico; y por la noche, luego de haberse retirado los padres y sentados los dos junto al armario, le contó todo lo que le había ocurrido con el Cascanueces y con el rey de los ratones y la manera como creía poder salvar al primero. Nada preocupó tanto a Federico como el saber lo mal que sus húsares se portaron en la batalla. Preguntó de nuevo a su hermana si estaba segura de lo que afirmaba, y cuando María le dio su palabra de que cuanto decía era la verdad, se acercó Federico al armario de cristales, dirigió a sus húsares un discurso patético y, para castigarlos por su cobardía y su egoísmo, les quitó del quepis la divisa y les prohibió tocar la marcha de los húsares de la Guardia durante un año. Después que hubo ordenado el castigo, se volvió a María y le dijo:

—En cuanto a lo del sable, yo puedo ayudar a Cascanueces. Ayer precisamente he retirado a un coronel de coraceros, concediéndole una pensión, y, por tanto, ya no necesita espada.

El susodicho coronel disfrutaba su retiro en el más oculto rincón de la tabla superior; allí fueron a buscarlo. Le quitaron el sable, con incrustaciones de plata, y se lo colgaron a Cascanueces. María no pudo dormir aquella noche de puro miedo. A eso de las doce le pareció oír en el gabinete ruidos extraños. De pronto oyó un chillido.

—¡El rey de los ratones! ¡El rey de los ratones! —exclamó María; y saltó de la cama horrorizada.

Todo estaba en silencio; pero a poco llamaron suavemente a la puerta y se escuchó una vocecilla tímida:

—Respetada señorita de Stahlbaum, abra sin miedo... Le traigo buenas noticias.

María reconoció la voz del joven Drosselmeier. Se echó el vestido y abrió la puerta. Cascanueces estaba delante de ella, con la espada ensangrentada en la mano derecha y una bujía en la izquierda.

En cuanto vio a María, puso la rodilla en tierra y dijo:

—Vos, señora, habéis sido la que me habéis animado y armado mi brazo para vencer al insolente que se había permitido insultaros. Vencido y revolcándose en su sangre yace el traidor rey de los ratones. Permitid, señora, que os ofrezca el trofeo de la victoria y dignaos aceptarlo de manos de vuestro rendido caballero.


Y al decir estas palabras dejó ver las siete coronas de oro del rey de los ratones, que llevaba en el brazo izquierdo, entregándoselas a la niña, que las tomó llena de alegría.
Cascanueces se puso en pie y continuó:

—Respetada señorita de Stahlbaum; ahora que mi enemigo está vencido, tendría sumo gusto en mostrarle una porción de cosas bellas si tiene la bondad de seguirme unos pasos. Hágalo, hágalo, querida señorita.


Continúa leyendo esta historia en "El Cascanueces y el rey de los ratones - Cap XII, XIII y XIV - FIN - E. T. A. Hoffmann

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