Capítulo X
Tío y sobrino
Si alguno de mis lectores y oyentes se ha
cortado con un cristal, sabrá por experiencia lo mala cosa que es y lo que
tarda en curarse. María tuvo que pasarse una semana en la cama, porque en
cuanto trataba de levantarse se sentía muy mal. Al fin, sin embargo, se puso buena,
y pudo, como antes, andar de un lado para otro. En el armario de cristales todo
estaba muy bonito, pues había árboles y flores y casas nuevas y también lindas
muñecas. Pero lo que más le agradó a María fue encontrarse con su querido
Cascanueces, que le sonreía desde la segunda tabla, enseñando sus dientecillos
nuevos.
Conforme estaba mirando a su preferido,
recordó con tristeza todo lo que el padrino les había contado de la historia de
Cascanueces y de sus disensiones con la señora Ratona y su hijo. Ella sabía que
su muñequito no podía ser otro que el joven Drosselmeier de Nuremberg, el sobrino
querido de su padrino, embrujado por la señora Ratona. Y tampoco le cabía a la
niña la menor duda de que el relojero de la Corte del padre de Pirlipat no era
otro que el magistrado Drosselmeier.
—Pero ¿por qué razón no acude en tu ayuda tu
tío? ¿Por qué? — Exclamaba tristemente al recordar, cada vez con más viveza,
que en la batalla que presenciara se jugaron la corona y el reino de Cascanueces—.
¿No eran súbditos y no era cierto que la profecía del astrónomo de cámara se
había cumplido y que el joven Drosselmeier era rey de los muñecos?
Mientras la inteligente María daba vueltas en
su cabecita a estas ideas, le pareció que Cascanueces y sus vasallos, en el
mismo momento en que ella los consideraba como seres vivos, adquirían vida de
verdad y se movían. Pero no era así: en el armario todo permanecía tranquilo y
quieto y María se vio obligada a renunciar a su convencimiento íntimo, aunque
desde luego siguió creyendo en la brujería de la señora Ratona y de su hijo, el
de las siete cabezas. Y dirigiéndose al Cascanueces le dijo:
—Aunque no se pueda usted mover ni decirme una
palabra, querido señor Drosselmeier, sé de sobra que usted me comprende y sabe
lo bien que lo quiero; cuente con mi adhesión para todo lo que usted necesite.
Por lo pronto voy a pedir al padrino que, con su habilidad, le ayude en lo que
sea necesario.
Cascanueces permaneció quieto y callado; pero
a María le pareció que en el armario se oía un suspiro suavísimo, apenas perceptible,
que al chocar con los cristales producía tonos melodiosos, como de campanitas,
y creyó escuchar las palabras siguientes: "María, angelito de mi
guarda..., he de ser tuyo y tú mía."
María sintió un bienestar dulcísimo en medio
de un estremecimiento que recorrió todo su ser.
Anocheció. El consejero de Sanidad entró con
el padrino Drosselmeier, y a poco Luisa preparó el té y toda la familia se
reunió alrededor de la mesa, hablando alegremente. María fue a buscar su silloncito
en silencio y se colocó a los pies del padrino Drosselmeier.
Cuando todo el mundo se calló, María miró con
sus grandes ojos azules muy abiertos al padrino y le dijo:
—Ya sé, querido padrino, que mi Cascanueces es
tu sobrino, el joven Drosselmeier de Nuremberg. Ha llegado a príncipe, mejor
dicho a rey, cumpliéndose la profecía de tu amigo el astrónomo; pero, corno tú
sabes perfectamente, está en lucha abierta con el hijo de la señora Ratona, con
el horrible rey de los ratones. ¿Por qué no lo ayudas?
María le volvió a referir toda la batalla que
ella presenciara, viéndose interrumpida varias veces por las carcajadas de su
madre y de Luisa. Solamente Federico y Drosselmeier permanecieron serios.
—¿De dónde se ha sacado todas esas tonterías
esta chiquilla? —dijo el consejero de Sanidad.
—Es que tiene una imaginación volcánica
—repuso la madre—. Todo ello no es más que sueños producidos por la fiebre.
—Nada de eso es cierto —exclamó Federico—; mis
húsares no son tan cobardes. ¡Por el bajo Manelka! ¿Cómo iba yo a consentir semejante
cosa?
Sonriendo de un modo especial, tomó
Drosselmeier en brazos a la pequeña María y le dijo, con más dulzura que nunca:
—Hija mía; tú posees más que ninguno de
nosotros; tú has nacido princesa, como Pirlipat, y reinas en un reino hermoso y
brillante. Pero tienes que sufrir mucho si quieres proteger al pobre y desfigurado
Cascanueces, pues el rey de los ratones lo ha de perseguir de todos modos y por
todas partes. Y no soy yo quien puede ayudarlo, sino tú; tú sola puedes salvarlo;
sé fuerte y fiel.
Ni María ni ninguno de los demás supo lo que
quería decir Drosselmeier con aquellas palabras.
Al consejero de Sanidad le chocaron tanto que,
tomando el pulso al magistrado, le dijo:
—Querido amigo, usted padece de congestión
cerebral; voy a recetarle algo.
La madre de María movió la cabeza, pensativa,
y dijo:
—Yo me figuro lo que el magistrado quiere
decir, pero no lo puedo expresar con palabras corrientes.
Capítulo XI
La victoria
No había transcurrido mucho tiempo cuando
María se despertó, una noche de luna, por un ruido extraño que parecía salir
del rincón de su cuarto. Era como si tiraran y rodasen piedrecillas y como si
al tiempo sonasen unos chillidos agudos.
—¡Los ratones, los ratones! —exclamó María,
asustada.
Y pensó en despertar a su madre; pero cesó el
ruido y no se atrevió a moverse.
Por fin vio cómo el rey de los ratones trataba
de pasar a través de una rendija y cómo lograba penetrar en el cuarto, con sus
siete coronas y sus ojillos chispeantes, y de un salto se colocaba en una mesita
junto a la cama de María. "¡Hi..., hi..., hi!...; dame tus confites..., dame
tu mazapán, linda niña...; si no, morderé a tu Cascanueces." Así decía el
rey de los ratones en sus chillidos, rechinando al mismo tiempo los dientes de
un modo espantoso y desapareciendo a los pocos momentos por el agujero. María
se angustió tanto con aquella aparición que al día siguiente estaba pálida y
ojerosa, y, muy conmovida, apenas se atrevía a pronunciar palabra. Cien veces
pensó quejarse a su madre, a Luisa o, por lo menos a Federico de lo que le había
ocurrido; pero pensó:
—No me van a creer y además se van a reír de
mí.
Comprendía claramente que para salvar a
Cascanueces tenia que dar confites y mazapán, y a la noche siguiente colocó
cuanto poseía en el borde del armario. Por la mañana, la consejera de Sanidad
dijo:
—Yo no sé por dónde entran los ratones en la
casa; pero mira, María, lo que han hecho con tus confites: se los han comido
todos.
Así era en efecto. El mazapán relleno no había
sido del gusto del glotón rey de los ratones, de suerte que sólo lo había roído
con sus dientes afilados y, por tanto, no había más remedio que tirarlo. María no
se preocupó para nada de sus golosinas; al contrario, se mostraba muy contenta
porque creía haber salvado así a su Cascanueces. Pero cuál no sería su susto
cuando a la noche siguiente volvió a oír chillar junto a sus oídos. El rey de
los ratones estaba otra vez allí, y sus ojos brillaban más asquerosos aún que
la noche anterior, y rechinaba los dientes con más fuerza, diciendo: "Me
tienes que dar azúcar... y tus muñecas de goma, niñita, pues si no morderé a tu
Cascanueces." Y en cuanto hubo pronunciado tales palabras desapareció por
el agujero. María quedó afligidísima. A la mañana siguiente fue al armario y contempló
sus muñecos de azúcar y de goma. Su dolor era muy explicable, porque no te
puedes imaginar, querida lectora, las figuritas tan monas de azúcar y de goma
que tenía María Stahlbaum. Además de un pastorcillo muy lindo, con su
pastorcita, y un rebaño completo de ovejitas blancas como la leche, que pastaba
acompañado de un perro saltarín y alegre, había dos carteros con cartas en la
mano y cuatro parejas de jovenzuelos y muchachitas vestidas de colorines, que se
balanceaban en un columpio ruso. Detrás de unos bailarines asomaba el granjero
Tomillo con la Doncella de Orleáns, los cuales no eran muy del agrado de María;
pero en el rinconcito estaba un nene de mejillas coloradas: su predilecto. Las
lágrimas asomaron a los ojos de la pobre María.
—¡Ay! —exclamó dirigiéndose al Cascanueces—,
Querido Señor Drosselmeier, ¿qué no haría yo por salvarlo? Pero, la verdad,
esto es demasiado duro.
Cascanueces tenía un aspecto tan triste, que
María, que creía ver al repugnante rey de los ratones con sus siete bocas
abiertas lanzándose sobre el desgraciado joven, decidió sacrificarlo todo.
Aquella noche colocó todos sus muñecos de
azúcar en el borde del armario, como hiciera la noche anterior con los
confites. Besó al pastor, a la pastora, a los borreguitos y, por último, cogió
a su predilecto, el muñequito de goma de los carrillos colorados, colocándolo
detrás de todos. El granjero Tomillo y la Doncella de Orleáns ocuparon la
primera línea.
—Esto es demasiado —dijo la consejera de
Sanidad a la mañana siguiente—. Debe de haber anidado en el armario algún ratón
grande y hambriento, pues todos los muñecos de azúcar de la pobre María están
roídos y deshechos.
María no lograba contener las lágrimas, pero
al fin consiguió sonreír, pues pensó: "Con esto, seguramente, estará
salvado Cascanueces."
Cuando por la noche la señora contaba al
magistrado la fechoría y manifestaba su creencia de que en el armario debía de
esconderse un ratón, dijo su marido:
—Es terrible que no podamos acabar con el
asqueroso ratón que se oculta en el armario y se come las golosinas de María.
—Mira —exclamó Federico muy satisfecho—; el
panadero de abajo tiene un magnífico consejero de legación gris; voy a subirlo;
él pondrá las cosas en orden y se comerá al ratón, aunque sea la misma señora
Ratona o su hijo el rey de las siete cabezas.
—Sí —repuso la madre riendo—, y se subirá encima
de las sillas y de las mesas, y tirará los vasos y las tazas, y hará mil
fechorías por todas partes.
—De ninguna manera —replicó Federico—. El gato
del panadero es muy hábil; ya quisiera yo saber andar con tanta suavidad como
él por los tejados.
—No traigáis un gato por la noche —exclamó
Luisa, que no podía sufrir a tales animalitos.
—Realmente —dijo el padre—, Federico tiene
razón; pero también podemos colocar una ratonera. ¿No tenemos alguna?
—Nos la puede hacer el padrino, que es el
inventor de ellas —dijo Federico.
Todos rieron la ocurrencia; y ante la
afirmación de la madre de que en la casa no había ninguna ratonera, declaró el
magistrado que él tenía varias, y se fue en seguida a su casa a buscar una de
las mejores.
Federico y María recordaban el cuento de la
nuez dura. Y cuando la cocinera preparaba el tocino, María comenzó a temblar y
a estremecerse, y dijo:
—Señora reina, tenga cuidado con la señora
Ratona y su familia.
Y Federico, desenvainando su sable, exclamó:
—Que vengan, si quieren, que yo los espantaré.
Todo permaneció tranquilo debajo del fogón.
Cuando el magistrado hubo concluido de poner el tocino en el hilo y colocó la
ratonera en el armario, le dijo Federico:
—Ten cuidado, padrino relojero, no vaya a ser
que el rey de los ratones te juegue una mala pasada.
¡Qué mal lo pasó María a la noche siguiente!
Una cosa fría como el hielo le tocaba en el brazo, posándose asquerosa en sus
mejillas y chillando a su oído. El repugnante rey de los ratones estaba sobre
su hombro, y babeaba de color rojo sanguinolento por sus siete bocas abiertas,
y castañeteando y rechinando sus dientecillos murmuraba al oído de María:
"¡Ssss..., sss!; no iré a la casa..., no iré a comer..., no caeré en la
trampa..; ¡sss! dame tu libro de estampas.. y además tu vestidito nuevo, y si
no, no te dejaré en paz. Has de saber que si no me haces caso morderé a
Cascanueces. ¡Hi..., hi..., hi!...
María se quedó muy triste y apesadumbrada, y
por la mañana estaba palidísima cuando su madre le comunicó:
—El pícaro ratón no ha caído.
Y suponiendo la buena señora que la causa de
la tristeza de María era la pérdida de sus golosinas, añadió:
—Pero, pierde cuidado, querida mía, que ya lo
cogeremos. Si no valen las ratoneras, acudiremos al gato gris de Federico.
En cuanto María se vio sola en la habitación,
se acercó al armario de cristales y, suspirando, dijo al Cascanueces:
—Querido señor Drosselmeier: ¿qué puede hacer
por usted esta desgraciada niña? Si le doy al asqueroso rey de los ratones mis
libros de estampas y el vestidito que me trajo el Niño Jesús, me seguirá pidiendo
cosas hasta que no tenga ya nada que darle, y me muerda a mí en vez de morderle
a usted. ¡Pobre de mí! ¿Qué haré..., qué haré?
Llorando y lamentándose, la pequeña María notó
que de la noche famosa le quedaba al Cascanueces una mancha de sangre en el
cuello.
Desde el momento en que María supo que el
Cascanueces era el joven Drosselmeier, el sobrino del magistrado, no lo llevaba
en brazos ni lo besaba ni acariciaba; es más: por una especie de respeto, ni se
atrevía a tocarlo. Este día, sin embargo, lo tomó con mucho cuidado de la tabla
en que estaba y comenzó a frotarle la mancha con su pañuelo. ¡Qué emoción la
suya cuando observó que Cascanueces adquiría calor en sus manos y empezaba a
moverse! Muy de prisa volvió a ponerlo en el armario, y entonces oyó que decía
muy bajito:
—Querida señorita de Stahlbaum, respetada
amiga mía, ¡cómo le agradezco todo!... No, no sacrifique usted sus libros de
estampas ni su vestido nuevo...; proporcióneme una espada..., una espada; lo
demás corre de mi cuenta.
Aquí perdió Cascanueces el habla; y sus ojos,
que adquirieran cierta expresión de melancolía, volvieron a quedarse fijos y
sin vida. María no sintió el menor miedo; antes por el contrario, tuvo una gran
alegría al saber un medio para salvar al Cascanueces sin mayores sacrificios.
Pero ¿de dónde podría sacar una espada para el pobre pequeño? Decidió tomar
consejo de Federico; y por la noche, luego de haberse retirado los padres y
sentados los dos junto al armario, le contó todo lo que le había ocurrido con
el Cascanueces y con el rey de los ratones y la manera como creía poder salvar
al primero. Nada preocupó tanto a Federico como el saber lo mal que sus húsares
se portaron en la batalla. Preguntó de nuevo a su hermana si estaba segura de
lo que afirmaba, y cuando María le dio su palabra de que cuanto decía era la
verdad, se acercó Federico al armario de cristales, dirigió a sus húsares un
discurso patético y, para castigarlos por su cobardía y su egoísmo, les quitó
del quepis la divisa y les prohibió tocar la marcha de los húsares de la
Guardia durante un año. Después que hubo ordenado el castigo, se volvió a María
y le dijo:
—En cuanto a lo del sable, yo puedo ayudar a
Cascanueces. Ayer precisamente he retirado a un coronel de coraceros, concediéndole
una pensión, y, por tanto, ya no necesita espada.
El susodicho coronel disfrutaba su retiro en
el más oculto rincón de la tabla superior; allí fueron a buscarlo. Le quitaron
el sable, con incrustaciones de plata, y se lo colgaron a Cascanueces. María no
pudo dormir aquella noche de puro miedo. A eso de las doce le pareció oír en el
gabinete ruidos extraños. De pronto oyó un chillido.
—¡El rey de los ratones! ¡El rey de los
ratones! —exclamó María; y saltó de la cama horrorizada.
Todo estaba en silencio; pero a poco llamaron
suavemente a la puerta y se escuchó una vocecilla tímida:
—Respetada señorita de Stahlbaum, abra sin
miedo... Le traigo buenas noticias.
María reconoció la voz del joven Drosselmeier.
Se echó el vestido y abrió la puerta. Cascanueces estaba delante de ella, con
la espada ensangrentada en la mano derecha y una bujía en la izquierda.
En cuanto vio a María, puso la rodilla en
tierra y dijo:
—Vos, señora, habéis sido la que me habéis
animado y armado mi brazo para vencer al insolente que se había permitido
insultaros. Vencido y revolcándose en su sangre yace el traidor rey de los
ratones. Permitid, señora, que os ofrezca el trofeo de la victoria y dignaos aceptarlo
de manos de vuestro rendido caballero.
Y al decir estas palabras dejó ver las siete
coronas de oro del rey de los ratones, que llevaba en el brazo izquierdo,
entregándoselas a la niña, que las tomó llena de alegría.
Cascanueces se puso en pie y continuó:
—Respetada señorita de Stahlbaum; ahora que mi
enemigo está vencido, tendría sumo gusto en mostrarle una porción de cosas
bellas si tiene la bondad de seguirme unos pasos. Hágalo, hágalo, querida señorita.
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