CAPÍTULO X
Nuevas aventuras del Sapo
La puerta principal del árbol hueco daba al este, así que el Sapo se
despertó muy temprano, en parte porque la brillante luz del sol le caía encima,
y en parte por lo fríos que tenía los pies. Esto le hizo soñar que estaba en la
cama en su preciosa habitación con la ventana Tudor, una fría noche de
invierno, y que las mantas se le habían escapado de la cama, gruñendo y
protestando porque no podían soportar más el frío, y que habían bajado
corriendo por las escaleras hasta la cocina para calentarse al amor de la
lumbre. Y él las había perseguido descalzo por larguísimos pasillos de piedra
helados, discutiendo con ellas y suplicándoles que fueran razonables.
Probablemente se habría despertado mucho antes si no fuera porque había tenido
que dormir durante varias semanas en un montón de paja en el suelo de piedra, y
ya casi se le había olvidado la agradable sensación de una buena manta que te
cubre hasta la barbilla.
Se incorporó y se frotó primero los ojos y luego los dedos de los pies;
y por un momento se preguntó dónde estaba. Miró a su alrededor, buscando la
conocida pared de piedra y la ventanita con barrotes, y de repente, el corazón
le dio un brinco y se acordó de todo; de su fuga y de su persecución. ¡Y
todavía mejor, recordó que estaba libre! ¡Libre! Sólo esa palabra y lo que
representaba valían cincuenta mantas. Entró rápidamente en calor al pensar en
el alegre mundo que esperaba ansioso su entrada triunfal, dispuesto a servirlo
y animarlo, ansioso de ayudarlo y hacerle compañía, como era costumbre en los
viejos tiempos antes de que le ocurrieran tantas desgracias. Se estiró y se
peinó con los dedos para quitarse las hojas secas; y cuando acabó de
arreglarse, se echó a caminar bajo el tibio sol de la mañana, helado y
hambriento, pero lleno de esperanza, pues el descanso y el sueño y el sol
reconfortante habían disipado todos los terrores de la noche anterior.
En una hermosa mañana de verano como aquélla el mundo entero le
pertenecía. El bosque cubierto de rocío estaba tranquilo y desierto a su
alrededor; los campos verdes también eran suyos. Incluso la carretera, cuando
llegó a ella, parecía como un perro perdido que ansiosamente busca compañía en
medio de la soledad. Pero el Sapo buscaba algo que pudiese hablar, y que le
dijera hacia dónde tenía que ir. Porque cuando uno está contento, y tiene la
conciencia tranquila, y dinero en el bolsillo, y nadie lo persigue por el campo
para arrastrarlo de nuevo a la cárcel, es muy fácil seguir un camino hacia
donde le apetece, sin saber a dónde va. Pero al práctico Sapo sí le importaba
saber hacia dónde tenía que ir, y le entraron ganas de darle una patada a la
carretera por quedarse callada cuando el Sapo tenía tanta prisa. Un poco más
allá, al tímido camino se le unía un hermanito igual de reservado en forma de
canal, y tomados de la mano caminaban juntos en total confianza, pero con la
misma actitud tímida y silenciosa hacia los desconocidos.
«¡Al diablo! -se dijo el Sapo-. De todas formas, una cosa está clara.
Los dos tienen que venir de algún sitio y tienen que ir a algún sitio. ¡De eso
no cabe ninguna duda, amigo Sapo!» Así que siguió caminando con paciencia al
borde del agua. Tras una curva del canal apareció un caballo solitario, que
caminaba con la cabeza baja, como sumido en ansiosos pensamientos. Llevaba unas
correas atadas al cuello, y tiraba de una larga cuerda tensa, cuya punta estaba
mojada. El Sapo dejó pasar al caballo, y esperó a ver lo que el destino le
enviaba.
La proa redonda de una gabarra con la borda pintada de alegres colores
se deslizó a nivel del camino con un agradable chapoteo. Su única ocupante era
una mujer fuerte y grandota, que llevaba una cofia de lino para protegerse del
sol y apoyaba un brazo moreno en el timón.
-¡Bonita mañana, señora! -le comentó al Sapo cuando llegó hasta él.
-¡Desde luego que sí, señora! –contestó el educado Sapo, mientras se
acercaba a ella por el camino de sirga-. Una mañana preciosa para los que no
están preocupados como yo. Mi hija casada me ha mandado llamar a toda prisa,
así que allá voy, entiende, sin saber lo que le pasa o pueda pasar, y me temo
lo peor, ya me comprende usted si usted también es madre. He tenido que dejar
el trabajo..., soy lavandera, sabe usted..., y también he dejado a mis hijitos
pequeños, y son una pandilla de diablos de lo más traviesos, sabe, y además he
perdido todo mi dinero, y me he perdido yo también; y en cuanto a lo que pueda
ocurrirle a mi hija casada..., ¡bueno, eso no quiero ni pensarlo, señora!
-Y dígame usted, ¿dónde vive su hija casada? -le preguntó la mujer.
-Vive cerca del río, señora-contestó el Sapo-. Cerca de una casa
preciosa que se llama la Mansión del Sapo, que no debe de estar muy lejos de
aquí. A lo mejor la conoce usted.
-¿La Mansión del Sapo? Sí, voy hacia allá -contestó la mujer-. Este
canal desemboca en el río unas millas más adelante, muy cerca de la Mansión del
Sapo; y luego el resto no es más que un paseo. Súbase a la barca, que la llevo
hasta allí.
La mujer se acercó a la orilla, y el Sapo, muy respetuoso y dándole
efusivamente las gracias, se subió a la barca a toda prisa y se sentó muy
satisfecho. «¡Qué suerte tiene el Sapo!», pensó. «¡Siempre me salgo con la
mía!»
-¿Así que usted es lavandera, señora? - dijo la mujer muy educada,
mientras la barcaza se deslizaba por el agua-. ¡Un buen negocio el suyo, sabe,
si no le importa que se lo diga!
-¡El mejor negocio de la provincia! –dijo el Sapo a la ligera-. Toda la
gente rica me manda su ropa..., no se la llevarían a otra ni aunque fuera
gratis, porque me conocen muy bien. Verá usted, yo conozco mi trabajo a fondo,
y lo hago todo yo. Lavo, plancho, almidono, preparo las delicadas camisas de
etiqueta de los caballeros... ¡Todo se hace bajo mi vigilancia!
-Pero usted no hará todo el trabajo, ¿verdad?-preguntó la mujer con
mucho respeto.
-¡Oh tengo algunas chicas... -dijo alegremente el Sapo-, unas veinte,
todo el día dale que te pego! Pero ya sabe usted cómo son las chicas. Unas
vagas y sinvergüenzas, ¡eso es lo que son!
-Es verdad -dijo la mujer de buen humor-. ¡Pero seguro que usted las
mantiene a raya a todas esas holgazanas! Y dígame, ¿le gusta mucho lavar?
-Me encanta -dijo el Sapo-. Es que me chifla. Cuando tengo los brazos
metidos en el lavadero, soy la persona más feliz del mundo. ¡Pero claro, es que
se me da tan bien! ¡Le aseguro que me encanta, señora!
-¡Mire usted qué bien! -dijo pensativa la mujer-. Desde luego, ¡qué
suerte hemos tenido las dos!
-¿Por qué? ¿Qué quiere usted decir? - preguntó el Sapo nervioso.
-Pues mire -contestó la mujer-. A mí también me gusta lavar, como a
usted. Además, me guste o no, lo tengo que hacer yo sola, porque siempre voy de
acá para allá. Mi marido, ve usted, siempre se las apaña para dejarme sola en
la barcaza, así que no tengo ni un momento para ocuparme de mis asuntos. Él
tendría que estar aquí ahora, con el caballo, pero menos mal que el caballo
tiene bastante sentido común para ocuparse de sí mismo. Así que él se ha ido
por ahí con el perro, a ver si encuentran un conejo para cenar. Dijo que me
alcanzaría en la próxima esclusa. Pero mire, las cosas como son, no me fío ni
un pelo de él se marcha con el chucho, que es peor que su dueño. Así que, ya me
explicará cómo me voy a ocupar de la ropa sucia.
-¡Bah! No se preocupe de la ropa sucia - dijo el Sapo, al que no le
gustaba demasiado el tema-. En vez de ello, ¿por qué no piensa en el conejo?
Seguro que es un conejillo bien gordito. ¿Y si lo guisa con salsa de cebollas?
-No puedo pensar más que en la colada - dijo la mujer-. Y no sé cómo
puede usted pensar en conejos con semejante perspectiva. En un rincón del
camarote encontrará un montón de ropa sucia. Si escoge un par de cosas de las
más necesarias..., ya sabe usted a lo que me refiero, no necesito explicárselo
a una señora como usted..., y les da una lavadita, que a usted le hará mucha
ilusión, como dice usted, y a mí un gran favor. Encontrará una tina a mano y el
jabón, y una pava en el hornillo, y un cubo, para recoger el agua del canal. Y
así sabré que se está usted divirtiendo, en vez de aburrirse ahí sentada,
mirando el paisaje y bostezando.
-¡Oiga, déjeme el timón! -dijo el Sapo, muy asustado. Y así puede
encargarse usted misma de la colada. Quizás le estropee su ropa, o no la lave
como a usted le gusta. Sabe, yo conozco mejor la ropa de caballero. Es mi
especialidad.
-¿Que le deje el timón? -contestó la mujer con una carcajada-. Se
necesita algo de práctica para llevar bien una gabarra. Además, es muy
aburrido, y yo quiero que se divierta. No, usted se encarga de la colada, ya
que tanto le gusta, y yo me encargo del timón, ya que sé hacerlo. ¡No me prive
del placer de darle tanto gusto!
El Sapo no tenía escapatoria. Se dio cuenta de que estaba demasiado
lejos de la orilla para saltar, y se tuvo que resignar a su destino. «Bueno»,
pensó con desesperación, «si no me queda más remedio..., me supongo que hasta
un tonto sabe lavar». Fue a buscar la tina, el jabón y otras cosas del
camarote, eligió al azar algo de ropa, intentó acordarse de lo que había visto
cuando a veces echaba un vistazo por la ventana de alguna lavandería y puso
manos a la obra. Pasó una buena media hora, y el Sapo empezaba a ponerse de mal
humor. Nada de lo que hacía parecía ser del gusto de la ropa. Trató de
engatusarla, de pegarla y golpearla. Pero ella le sonreía desde la tina, feliz
en su pecado original. Un par de veces, el Sapo echó un vistazo nervioso por
encima del hombro, pero la mujer parecía concentrada en el timón, y con la
mirada fija delante de ella. Le dolía mucho la espalda, y se dio cuenta con
horror de que se le ponía la piel de garbanzo en la punta de los dedos. Murmuró
entre dientes palabras que nunca se le deberían escapar a una lavandera o a un
Sapo; y por enésima vez perdió el jabón.
Una carcajada lo hizo enderezarse y darse la vuelta. La mujer se
desternillaba de risa, y las lágrimas le corrían por las mejillas.
-Te he estado observando todo el rato –le dijo-. Ya me parecía a mí que
eras una charlatana, por tu manera tan presumida de hablar. ¡Menuda lavandera!
¡Apuesto a que no has lavado ni un trapo sucio en toda tu vida!
El Sapo, que llevaba un buen rato intentando disimular su mal humor, no
se pudo aguantar, y perdió el control.
-¡So idiota! -le gritó-. ¿Cómo te atreves a hablarle así a alguien de mi
categoría? ¡Claro que no soy lavandera! ¡Has de saber que soy un Sapo, muy
conocido, respetado y distinguido! Puede que en este momento esté un poco
desacreditado, ¡pero no soportaré que una vulgar mujer se ría de mí!
La mujer se le acercó y echó un vistazo por debajo de la cofia.
-¡Ahí va! ¡Si es verdad! -gritó-. ¡Nunca lo hubiera pensado! ¡Un sapo
horrible y sucio en mi preciosa y limpísima gabarra! ¡Qué asco! ¡Eso sí que no
lo puedo consentir!
Soltó por un momento el timón y, sin previo aviso, lo agarró por las
patas. Entonces el mundo se dio la vuelta, parecía que la barca flotaba ligera
por el cielo, el viento silbó en sus oídos y el Sapo se encontró dando
volteretas por el aire. El agua estaba demasiado fría para su gusto, aunque no
por esto consiguió amansar su orgulloso espíritu, o apagar la furia que le
ardía dentro. Salió a la superficie balbuceando y, cuando se quitó las algas de
los ojos, lo primero que vio fue la barquera gorda que lo miraba riéndose por
encima del timón, mientras se alejaba la gabarra. Y él, tosiendo y
atragantándose, juró que se vengaría.
Echó a nadar hacia la orilla, a pesar de las dificultades impuestas por
el vestido de algodón y, cuando por fin llegó al borde, le costó mucho izarse
por la empinada margen del río. Tuvo que tomarse un par de minutos de descanso
para recuperar el aliento. Luego, recogiéndose las faldas mojadas, se echó a
correr detrás de la gabarra tan rápido como se lo permitían sus patitas,
rabioso e indignado, ansioso de venganza. La mujer de la gabarra aún se estaba
riendo cuando el Sapo la alcanzó.
-¿Por qué no te metes en la planchadora mecánica, lavandera? -le
gritó-. ¡Si te estiras y almidonas un poco la cara, hasta parecerás un Sapo
bastante guapo!
El Sapo no se paró a contestarle. Lo que él quería era una venganza de
verdad, y no fáciles triunfos de palabras, aunque le hubiera gustado decirle un
par de cosillas a aquella mujer. Él ya sabía lo que quería. Se echó a correr y
adelantó al caballo, desató la cuerda de la gabarra, se subió de un salto al
lomo del animal y lo azuzó para que echase a correr. Se dirigieron tierra
adentro, dejando atrás el camino de sirga, y se metió con su corcel por un
camino de cantos rodados. Miró una vez más hacia atrás, y vio que la barcaza
había chocado contra la orilla del canal, y la mujer le gritaba con los brazos
levantados: ¡Alto! ¡Alto!
«Me parece que he oído esa frase hace poco», pensó el Sapo, echándose a
reír y espoleando el corcel en su alocada carrera. Pero el pobre caballo no era
capaz de un esfuerzo prolongado, y muy pronto su carrera se volvió trote, y el
trote un paso ligero. Al Sapo esto no lo preocupó, pues sabía que, mientras él
se movía, la barcaza estaba atascada. Ya se le había pasado el berrinche, y se
sentía orgulloso de su inteligencia. Y le agradaba dar un paseo al sol,
aprovechando las sendas y caminos de herradura que encontraba, y procurando
olvidar el hambre que tenía, hasta que el canal se perdió en la distancia.
Ya habían recorrido varias millas, y el Sapo empezaba a amodorrarse por
el calor cuando el caballo se detuvo, bajó la cabeza y se puso tranquilamente a
pacer. Y el Sapo, a punto de caerse del animal, se despertó de un brinco. Miró
a su alrededor y vio que se encontraban en medio de un ancho ejido, con parches
de tojas y zarzas que se perdían en la distancia. Junto a él había una carreta
de gitanos, y un hombre estaba sentado en un cubo puesto boca abajo, fumando y
con la mirada perdida en el ancho mundo. Junto a él había un fuego de leña y,
colgada encima del fuego, una olla de hierro de donde salían burbujeos y
gorgoteos, y un vaporcillo sugestivo. Y con ellos unos olores tibios,
exquisitos y variados, que emanaban en remolinos, abrazados y entrelazados,
hasta unirse en un olor perfecto, completo y voluptuoso, como la mismísima alma
de la Naturaleza que aparecía ante sus hijos, una verdadera diosa, una madre de
consuelo y alivio. El Sapo se dio cuenta de que hasta entonces no se había
sentido verdaderamente hambriento. Lo que había estado sintiendo era un mero
gusanillo insignificante. Pero lo que ahora sentía sí que era hambre de verdad,
de eso no cabía duda. Y si no se saciaba pronto, alguien o algo se encontraría
en peligro. Miró al gitano de arriba a abajo, y se preguntó si sería más fácil
luchar con él o engatusarlo. Así que se quedó subido al caballo, y estuvo
husmeando y olisqueando, mientras miraba al gitano; el gitano se quedó sentado,
fumando y mirando al Sapo.
Al cabo de un momento el gitano se sacó la pipa de la boca y dijo sin
darle importancia:
-¿Quieres vender ese caballo?
El Sapo se quedó muy asombrado. No sabía que a los gitanos les gusta el
comercio de caballos, y que nunca dejan escapar una oportunidad, y no se le
había ocurrido que las carretas se desplazan sin cesar, y que esto requiere la
fuerza animal. No se le había pasado por la cabeza que podía cambiar el caballo
por dinero, pero la sugerencia del gitano le pareció un paso más hacia las dos
cosas que tanto necesitaba: dinero y un buen desayuno.
-¿Qué? -le contestó el Sapo-. ¿Que si quiero vender mi precioso potro?
¡Ni hablar! ¿Quién va a llevar la ropa limpia a mis clientes cada semana?
Además, estoy demasiado encariñada con él, y él me adora.
-¿Por qué no te encariñas con un burro? - sugirió el gitano-. Algunos
los adoran.
-Me parece que no te das cuenta –añadió el Sapo- de que este precioso
caballo es demasiado bueno para ti. Es un caballo de pura sangre, bueno, en
parte; no la parte que tú ves, claro está, pero otra parte. Además ha sido un
caballito de feria, hace algún tiempo, cuando tú aún no lo conocías, pero
todavía se ve que es de buena raza, si entiendes algo de caballos. No lo
vendería por nada del mundo. Y sin embargo, ¿cuánto estarías dispuesto a darme
por mi precioso y joven caballo?
El gitano miró al caballo con atención, y con la misma atención miró al
Sapo, y luego volvió a mirar al caballo.
-Un chelín por cada pata -dijo, y se dio la vuelta y siguió fumando y
mirando al ancho mundo, algo turbado.
-¿Un chelín por cada pata? -gritó el Sapo-. Me lo tengo que pensar, y
calcular exactamente a cuánto me sale.
Se bajó del caballo para dejarlo pastar, y se sentó junto al gitano;
estuvo echando cuentas con los dedos, y por fin dijo:
-¿Un chelín por pata? Eso son exactamente cuatro chelines, y ni un
penique más. ¡Ni hablar! No podría aceptar cuatro chelines por mi precioso y
joven caballo.
-Bueno -dijo el gitano-. Te diré lo que voy a hacer. Te doy cinco
chelines, que es mucho más de lo que vale ese animal. Y ésa es mi última
palabra.
Entonces el Sapo se puso a pensar. Estaba muy hambriento y necesitaba
dinero, y aún le quedaba un buen trecho para llegar a casa, y sus enemigos
podrían estar buscándolo. Para un animal en esta situación, cinco chelines son
una buena cantidad de dinero. Por otra parte, no parecía suficiente por un
caballo. Pero al fin y al cabo, el caballo no le había costado nada, así que cualquier
cantidad que le dieran por él sería beneficio neto. Por fin dijo con firmeza:
-Escucha, gitano, te diré lo que vamos a hacer. Y ésta es mi última
palabra. Tú me das seis chelines y seis peniques, contantes y sonantes. Y
además me darás tanto desayuno de esa olla de la que emanan olores tan
deliciosos y excitantes como pueda comer en una sola sentada, por supuesto. Y a
cambio yo te entregaré a mi joven e inteligente caballo, con todos los jaeces y
aderezos gratis. Si esto no te conviene, dilo, y seguiré mi camino. Conozco a
un hombre que vive aquí cerca y que me ha querido comprar el caballo desde hace
tiempo.
El gitano protestó efusivamente, y declaró que si volviera a hacer un
negocio semejante se arruinaría. Pero al fin sacó una bolsita de sucio lienzo
del bolsillo de su pantalón, y dejó caer en la mano de Sapo seis chelines y
seis peniques. Luego se metió en la carreta, y al cabo de un momento regresó
con un plato de hierro y unos cubiertos. Inclinó la olla, y llenó el plato de
un guiso humeante y exquisito. Sin duda era el mejor guiso del mundo, ya que
estaba hecho con perdices, faisanes, pollos, liebres y conejos, y algunas
cosillas más. El Sapo apoyó el plato en las rodillas, y con lágrimas en los
ojos se lo engulló todo, y pidió más. Y el gitano no protestó. Al Sapo le
pareció que nunca había desayunado tan bien en toda su vida.
Cuando el Sapo hubo comido tanto como le cupo, se levantó, saludó al
gitano y se despidió cariñosamente del caballo. Y el gitano, que conocía bien
la orilla del río, le indicó el camino que debía seguir, y el Sapo se echó a
andar de muy buen humor. Sin duda era un animal muy diferente del que había
sido hacía una hora. El sol brillaba, su ropa ya estaba casi seca, y tenía
dinero en los bolsillos, y ya le quedaba poco camino para llegar a su casa,
donde estaría a salvo y con sus amigos. Y lo mejor de todo, tenía un buenísimo
desayuno en la barriga, y se sentía enorme, y fuerte, y despreocupado, y seguro
de sí mismo.
Mientras caminaba alegremente, pensó en sus aventuras y escapadas, y en
cómo había conseguido siempre apañárselas, aun en las situaciones más
difíciles. Y empezó a hincharse de orgullo y vanidad.
«¡Ah! ¡Qué Sapo más listo soy!», pensaba mientras caminaba con la
cabeza erguida. «¡No hay un animal tan inteligente como yo en todo el mundo!
Mis enemigos me encierran en el calabozo, rodeado de centinelas y vigilado día
y noche por guardianes. Y yo me escapo entre ellos gracias a mi habilidad y a
mi valor. Me persiguen con locomotoras, policías y pistolas. Y yo me burlo de
ellos, y desaparezco con una carcajada. Desgraciadamente, una mujer muy gorda y
malvada me tira al canal.
¿Y qué? ¡Nado hasta la orilla, le robo el caballo y me marcho en
triunfal carrera! ¡Luego vendo el caballo por un buen puñado de monedas y un desayuno
excelente! ¡Ah, yo soy el Sapo, el hermoso, popular y triunfador Sapo!»
Se hinchó tanto de vanidad, que, mientras caminaba, compuso una
cancioncita de alabanza para sí mismo, y se puso a cantarla a grito pelado,
aunque él era el único que podía oírla. Sin duda era la canción más vanidosa
que haya escrito jamás un animal:
Siempre hubo héroes en el mundo,
como la historia ha narrado,
pero nadie tan famoso
como el valeroso Sapo.
En Oxford lo saben todo,
son eruditos y sabios:
¡y sin embargo no saben
la cuarta parte que el Sapo!
Los animales del Arca
lloraban a todo trapo.
¿Y quién fue el que gritó: ¡Tierra!?
¡Quién va a ser! ¡El señor Sapo!
El ejército desfila,
saluda marcando el paso.
¿Es al rey? ¿Tal vez a Kitchener?
¡Nada de eso! ¡Es a don Sapo!
Dice la reina a sus damas:
¡Hay que ver qué hombre tan guapo!
Todas levantan la vista
diciendo: ¡Es el señor Sapo!
Había muchos más versos, pero eran demasiado vanidosos para poder
escribirlos. Estos son los más aceptables. Cantaba al caminar, y caminaba
cantando, y a cada minuto que pasaba se iba hinchando cada vez más. Pero muy
pronto su orgullo iba a caer en picada.
Tras caminar un buen rato por sendas, llegó por fin a la carretera.
Miró al horizonte y vio que se acercaba una motita, que se convirtió en un
punto, y luego en una mancha, y luego en algo muy familiar. Y percibió con
alegría la conocida y repetida nota de aviso.
-¡Esto sí que me gusta! -dijo el Sapo emocionado-.¡Esta es la verdadera
vida, éste es el mundo real que tanto he echado de menos! Llamaré a mis
hermanos del volante. Les contaré algún cuento chino, de ésos que se me dan tan
bien, y me llevarán en coche. Luego conversaré con ellos, ¡y con un poco de
suerte me dejarán conducir el coche hasta la Mansión del Sapo! ¡Eso sí que
sería el colmo para el Tejón!
Dio un paso hacia el centro de la carretera e hizo señas al coche, que
empezó a frenar a medida que se le acercaba. Pero de repente el Sapo se puso
muy pálido, se le paró el corazón, las rodillas le cedieron y se cayó al suelo
con una sensación de horror en sus adentros. ¡Y no era de extrañar, ya que
aquel automóvil que se acercaba era el mismo que había robado del patio de la
posada El León
Rojo aquel maldito día cuando empezaron todos sus líos! ¡Y la gente que
venía en el automóvil eran los mismos que entraron a comer en el salón del
café! Se cayó en medio de la carretera hecho un montoncito de andrajos,
musitando desesperadamente:
-¡Ya está! ¡Se acabó! ¡Otra vez la policía y las cadenas! ¡Otra vez la
cárcel! ¡Otra vez a pan y agua! ¡Ay, qué tonto he sido! ¡Cómo se me habrá
ocurrido ir pavoneándome por el campo, cantando canciones vanidosas y haciendo
señas a la gente en la carretera en pleno día, en vez de esconderme hasta la
noche y deslizarme hasta casa por senderos escondidos! ¡Ay, desgraciado Sapo!
¡Qué mala suerte tengo!
El temible automóvil se fue acercando, y se detuvo junto al Sapo. Dos
caballeros se bajaron y avanzaron hasta el tembloroso y desgraciado montoncito,
y uno de ellos dijo:
-¡Vaya por Dios! ¡Qué pena! ¡Esta pobre lavandera se ha desmayado en
medio de la carretera! Quizá la pobre mujer ha sufrido una insolación. O quizá
no haya comido nada hoy. La subiremos al coche y la llevaremos hasta el pueblo
más cercano, donde sin duda debe de tener amigos.
Metieron al Sapo en el coche con mucho cuidado, lo acomodaron entre
cojines y siguieron camino.
Cuando el Sapo les oyó hablar de un modo tan amable y comprensivo, se
dio cuenta de que no lo habían reconocido, y empezó a animarse. Abrió primero
un ojo y luego el otro.
-¡Mira! -dijo uno de los caballeros-. Ya se encuentra mejor. El aire
fresco le sienta bien. ¿Cómo se encuentra usted, señora?
-Me encuentro mucho mejor, señor, gracias -contestó el Sapo muy bajito.
-Me alegro -dijo el caballero-. Pero ahora descanse, y sobre todo no
intente hablar.
-De acuerdo -dijo el Sapo-. Sólo quería pedirle si me podría sentar en
el asiento de delante, junto al conductor; me llegaría mejor el aire fresco, y
ya verá cómo enseguida estoy bien.
-¡Qué mujer más razonable! -contestó el caballero-. Por supuesto que
puede.
Ayudaron al Sapo a sentarse en el asiento de delante, y de nuevo
reemprendieron el camino. Para entonces el Sapo era otra vez el de siempre. Se
irguió, miró a su alrededor e intentó controlar las vibraciones, el anhelo, el
antiguo deseo que crecía en su interior y se apoderaba completamente de él.
-¡Es el destino! -musitó-. ¿Para qué luchar contra él?
Y se volvió hacia el conductor.
-Por favor, señor -le dijo-, le estaría muy agradecida si me dejase
conducir un poco el automóvil. Le he estado observando, y parece tan fácil y
tan interesante, y me encantaría poder decir a mis vecinas que yo un día
conduje un coche.
El conductor soltó una carcajada, y el caballero preguntó lo que
sucedía. Cuando el conductor se lo dijo y, para gran alegría del Sapo, el
caballero contestó:
-¡Bravo, señora! Me gusta su brío. Deja que lo intente, y vigílala. No
hará nada malo.
El Sapo trepó rápidamente al asiento que el conductor había dejado
libre, agarró el volante y escuchó con simulada humildad las instrucciones que
le daban. Puso el automóvil en marcha, al principio muy despacio, ya que tenía
la intención de ser prudente. Los caballeros sentados en el asiento de detrás
aplaudieron, y el Sapo les oyó decir:
-¡Qué bien lo hace! Es increíble que una lavandera conduzca tan bien,
¡y eso que es la primera vez!
El Sapo aceleró un poco, y luego un poco más, y más. Oyó que los
caballeros le gritaban: «¡Cuidado, lavandera!», y esto lo ofendió, y empezó a
perder el control de sí mismo. El conductor intentó intervenir, pero el Sapo se
lo impidió de un codazo, y pisó a fondo al acelerador. El viento en la cara, el
ruido del motor y las vibraciones del coche emborracharon su débil mente.
-¡Conque lavandera! -les gritó-. ¡Ja, ja! ¡Yo soy el Sapo, el ladrón de
coches, el fugitivo, el Sapo que siempre se escapa! ¡Estaos quietos y os
enseñaré lo que es conducir de verdad, pues estáis en manos del famoso, del
mañoso, del valiente Sapo!
Con un grito de horror el grupo se levantó y saltaron todos juntos
sobre él.
-¡Agarradlo! -gritaron-. ¡Agarrad al Sapo, el malvado animal que robó
nuestro coche! ¡Atadlo, encadenadlo! ¡Llevadlo a la comisaría! ¡Hay que acabar
con el loco y peligroso Sapo!
¡Pobres de ellos! No se les ocurrió ser un poco más prudentes y detener
el coche antes de hacer cualquier travesura. El Sapo giró el volante con fuerza
y el, coche atravesó el seto que bordeaba la carretera. El automóvil pegó un
salto, se oyó un ruido estrepitoso, y se encontraron bien metidos en el denso
barro de un estanque. El Sapo salió volando por los aires con el delicado
movimiento ascendente de un gorrión. Empezó a tomarle gusto a aquel vuelo, y a
preguntarse si duraría hasta que empezaran a salirle alas. Se convirtió en un
pájaro-sapo, cuando aterrizó de espaldas con un golpe sobre la cálida y blanda
hierba de un prado. Se enderezó, y vio el automóvil en medio del estanque,
medio hundido; los caballeros y el conductor, a los que estorbaban sus largos
abrigos, se encontraban atrapados en el agua.
El Sapo se levantó a toda prisa y echó a correr tan rápido como podía,
trepando por los setos y saltando zanjas a través de prados, hasta que,
agotado, tuvo que aflojar el paso para recobrar el aliento. Cuando se sintió
más descansado, y se puso a pensar en lo sucedido, se echó a reír, y tanto se
reía que se tuvo que sentar debajo de un seto.
-¡Ja! ¡Ja! -exclamó en un éxtasis de admiración propia-. ¡Otra vez el
Sapo! ¡Como siempre, el Sapo sale ganando! ¿Quién consiguió que me llevaran en
el coche? ¿Quién les pidió que me dejaran sentar en el asiento de delante para
que me diera el aire? ¿Quién los convenció de que me dejaran intentar conducir?
¿Quién los dejó tirados en medio del estanque? ¿Quién se escapó volando por los
aires, y dejando a los intolerantes y malhumorados excursionistas en el barro,
como les corresponde? ¡El Sapo, por supuesto! ¡El grande, bueno e inteligente
Sapo!
Y se puso de nuevo a cantar a pleno pulmón:
El coche hacía ¡pu-pu!
veloz carretera abajo.
¿Quién se llevó el coche al agua?
¡El astuto señor Sapo!
-¡Oh! ¡Qué listo soy! ¡Qué listo, qué listo, qué...!
Un ruido lejano a sus espaldas le hizo volver la cabeza. ¡Horror! Dos
prados más allá vio al conductor con sus polainas de cuero, acompañado por dos
enormes policías, que corrían hacia él a toda velocidad. El pobre Sapo se
levantó de un brinco y echó a correr con el corazón en un puño.
-¡Dios mío! -susurró jadeante-. ¡Qué idiota soy! ¡Qué idiota y vanidoso
atolondrado! ¡Fanfarroneando otra vez! ¡Gritando y cantando otra vez! ¡Ay, Dios
mío, Dios mío!
Volvió la mirada, y vio con horror que le estaban alcanzando. Siguió
corriendo, pero los otros ganaban terreno. Hacía lo que podía, pero era un
animal gordo y tenía las patas muy cortas, y sus perseguidores estaban a punto
de alcanzarlo. Los podía oír a sus espaldas. Siguió corriendo sin rumbo,
volviendo la mirada hacia su victorioso enemigo, cuando de repente la tierra
desapareció bajo sus pies, se agarró al aire, y, ¡plas!, se encontró
chapoteando en el agua profunda, y la corriente lo llevaba a toda velocidad.
¡En su ciego terror se había caído al río!
Salió flotando hasta la superficie, e intentó agarrarse a los juncos y
cañas que crecían a la orilla, pero la corriente era tan fuerte que se le
escurrían de las manos.
-¡Dios mío! -susurró el pobre Sapo-. ¡Nunca más volveré a robar un
coche! ¡Ni a cantar una canción vanidosa!
Y se hundió de nuevo, y salió a flote medio ahogado. Entonces vio que
se acercaba a un agujero grande y negro en la orilla, justo por encima del
nivel de su cabeza, y al pasar junto a él se agarró con todas sus fuerzas al
borde del agujero. Luego se izó con gran dificultad hasta que pudo apoyar los
codos en el borde. Y se quedó allí algunos minutos jadeante, ya que estaba
agotado.
Mientras suspiraba y resoplaba miró dentro del agujero oscuro, y vio
algo pequeño que brillaba al fondo, y se le acercaba. Entonces apareció una
carita conocida. Marrón y pequeña, con bigotes.
Seria y redonda, con orejitas bien recortadas y pelo sedoso. ¡Era la
Rata de Agua!
Continúa leyendo esta historia en "El viento en los sauces - Cap XI - Kenneth Grahame"
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