CAPÍTULO IV
El señor Tejón
Los animalitos esperaron pacientemente un buen rato, saltando en la
nieve para calentarse los pies. Por fin oyeron un lento arrastrar de pies que
se acercaba a la puerta. El Topo observó que parecía como si alguien caminase en
chancletas con unas zapatillas de fieltro; y por supuesto el Topo había
acertado.
Una llave giró en la cerradura y la puerta se entreabrió, lo suficiente
para dejar entrever un largo hocico y dos ojos que parpadeaban soñolientos.
-La próxima vez que esto suceda -dijo una voz bronca y desconfiada- me
enfadaré muchísimo. ¿Quién es esta vez? ¿Quién se atreve a molestar a la gente
en una noche como ésta?
-¡Oh, Tejón -gritó la Rata-, déjanos pasar, por favor! Soy yo, la Rata,
y mi amigo el Topo, y nos hemos perdido en la nieve.
-¡Ratita, mi vieja amiga! -exclamó el Tejón, cambiando de tono-.
¡Entrad los dos enseguida! ¡Tenéis que estar agotados! ¡Pero bueno! ¡Perdidos
en la nieve! ¡Y en el Bosque Salvaje, y a estas horas de la noche! ¡Pero, por
favor, entrad!
Los dos animalitos entraron empujándose por pasar primero, y oyeron
contentos y aliviados el ruido de la puerta que se cerraba detrás de ellos.
El Tejón llevaba puesta una bata larga y unas zapatillas en chancleta,
y sostenía en una mano una palmatoria, como si se dispusiera a ir a la cama
cuando llamaron a la puerta. Los miró cariñosamente y les dio unas palmaditas
en la cabeza.
-Esta no es la noche más adecuada para que salgan los animalitos -les
dijo con tono paternal-. Me supongo que ha sido una de tus travesuras, Ratita.
¡Pero venid a la cocina! ¡Hay un fuego de primera, y cena, y de todo!
Echó a andar arrastrando los pies y ellos le siguieron dándose codazos
de satisfacción por un pasillo largo y destartalado hasta llegar a una especie
de salón central, del cual salían otros pasillos como túneles, que se
ramificaban misteriosa e interminablemente. Pero también había puertas que
daban al salón, unas gruesas puertas de roble de aspecto reconfortante. El
Tejón abrió una de las puertas y de repente se encontraron en medio de una
ancha cocina, que alumbraba un gran fuego.
El suelo era de ladrillo rojo algo desgastado, y en el ancho hogar
ardía un fuego de leña entre dos preciosas rinconeras bien protegidas por la
pared de la más mínima corriente de aire. Un par de escaños, uno frente a otro,
ofrecían asiento para los más sociables. En medio de la cocina había una larga
mesa, compuesta por un sencillo tablero sobre dos caballetes, con bancos a cada
lado. En una punta de la mesa, donde había un sillón algo apartado, estaban
esparcidos los restos de la sencilla pero abundante cena del Tejón. En el
aparador, al otro extremo del salón, relucían filas de platos limpísimos, y de
las vigas colgaban jamones, manojos de hierbas secas, cebollas trenzadas, y cestas con huevos. Parecía un lugar de lo más adecuado para que los héroes
pudieran celebrar su victoria, o donde los segadores agotados pudieran celebrar
alrededor de la mesa su Fiesta de la Cosecha con cantos y alegría, o donde dos
o tres amigos de gustos sencillos pudieran reunirse para charlar, comer y fumar
sin que nadie los molestara. El suelo de ladrillo desgastado sonreía al techo
ahumado; los bancos de roble, brillantes por el uso, intercambiaban entre ellos
alegres miradas; los platos del aparador hacían guiños a los pucheros de los
estantes, y las alegres llamas chisporroteaban y jugaban con todo.
El amable Tejón los sentó en un banco para que se calentaran al amor de
la lumbre, y les hizo que se quitaran los abrigos mojados y las botas. Luego
les trajo batas y zapatillas, y él mismo lavó con agua tibia la espinilla del
Topo y cubrió el corte con un poco de esparadrapo hasta que quedó como nuevo,
si no mejor. Por fin se disponían a descansar, calentitos y secos, con los pies
apoyados en unos taburetes. "Podo ello, unido al prometedor tintineo de los
platos encima de la mesa, hizo que a los agotados animalillos, como náufragos
arribados a buen puerto, les pareciera que el frío y desconocido Bosque Salvaje
estaba lejísimos, y que todo lo que les había sucedido no era más que un sueño
casi olvidado.
Cuando por fin entraron en calor, el Tejón les llamó para que se
sentaran a la mesa donde había preparado la cena. Estaban bastante hambrientos,
pero, cuando vieron la cena que les había preparado, el único problema les
pareció ser si atacaban primero lo que resultaba tan atractivo, y dejaban el
resto hasta que fueran capaces de hincarle el diente. Durante un buen rato la
conversación resultó imposible; y cuando poco a poco pudieron reanudarla, no
fue sino una de esas lamentables conversaciones que uno tiene cuando habla con la boca
llena. Al Tejón no le importó nada de aquello, ni prestó atención a los codos
apoyados encima de la mesa, ni al hecho de que todos hablaran al mismo tiempo.
Como él no solía alternar, era del parecer que todo esto carecía realmente de
importancia (por supuesto nosotros sabemos que estaba muy equivocado, ya que
todas estas cosas son muy importantes, aunque sería demasiado largo explicar
las razones). Estaba sentado en su sillón a la cabecera de la mesa, y asentía de vez en
cuando mientras los animalitos contaban sus historias. No parecía sorprendido por nada, y no dijo ni
una sola vez: «Ya os lo decía yo» o «Si me hicierais caso», ni comentó lo que
tendrían o no tendrían que haber hecho. Al Topo empezó a caerle bien el Tejón.
Cuando por fin acabaron de cenar, y todos se sentían prudentemente
llenos, y ya no les importaba nada ni nadie, se reunieron frente a los
rescoldos del gran fuego de leña, pensando lo agradable que era estar aún levantados
tan tarde, y sentirse tan independientes, y tan llenos. Y tras charlar durante un buen rato de cosas en general, el Tejón dijo animado:
-¡Bueno! Contadme las novedades de vuestra parte del mundo. ¿Cómo está
el viejo Sapo?
-¡Ay, de mal en peor! -dijo con seriedad la Rata, mientras el Topo,
erguido en el banco, con los pies en alto, se tostaba al fuego y trataba de
poner cara de aflicción-. Tuvo otro accidente la semana pasada, y además grave.
Verás, él insiste en conducir él mismo, y es de lo más inútil. Si por lo menos
hubiera contratado a un animal tranquilo, serio y con experiencia, y le pagara
un buen sueldo y le dejase ocuparse de todo, le iría todo muy bien. Pero de eso nada; está
convencido de que es un conductor nato, y no hay manera de darle una lección; y
claro, así le van las cosas.
-¿Y cuántos lleva? -preguntó con tristeza el Tejón.
-¿Accidentes, o coches? -dijo la Rata-. Bueno, al fin y al cabo es lo
mismo con el Sapo. Va por el séptimo. En cuanto a los otros... ¿Conoces su
cochera? Bueno, pues está llenita, pero llenita hasta arriba, ¿eh!, de trocitos
de coches. ¡Y ninguno de ellos es mayor que tu puño! Allí están los otros seis,
o por lo menos lo que queda de ellos.
-Ha estado tres veces en el hospital - añadió el Topo-. ¡Y no hablemos
de las multas que ha tenido que pagar!
-Sí, y eso es lo peor-continuó la Rata-. El Sapo es rico, eso lo
sabemos todos; pero no es multimillonario. Además, es un conductor malísimo, y
no respeta ni las leyes ni el orden. Una de dos: o se mata, o se arruina. ¡Tejón,
nosotros somos sus amigos! ¿No crees que deberíamos hacer algo?
El Tejón se quedó pensativo.
-¡Mira! -dijo por fin de un modo un tanto brusco-, supongo que te das
cuenta de que no puedo hacer nada de momento.
Sus amigos asintieron, pues sabían a lo que se refería. Según las
reglas de la etiqueta animal, nunca se puede exigir a un animal que haga nada heroico, extenuante o
ni siquiera moderadamente activo durante su época de descanso invernal. Todos están adormilados,
algunos incluso dormidos. Todos están bloqueados de una manera u otra por el mal tiempo; y todos
descansan de los agotadores días y noches durante los cuales han puesto a
prueba cada uno de sus músculos utilizando al máximo todas sus energías.
-De acuerdo -continuó el Tejón-. Pero, cuando haya pasado el invierno y
las noches se hagan más cortas, y uno se despierte temprano y con ganas de
entrar en acción..., ¿sabéis?
Los dos animalitos asintieron: ¡Claro que lo sabían!
-Pues entonces -añadió el Tejón-, nosotros... o sea tú y yo y nuestro
amigo el Topo... nos encargaremos del Sapo. No le vamos a aguantar ninguna
tontería. Le haremos entrar en razón, por la fuerza si es necesario. Le haremos
ser un Sapo sensato. Le haremos... ¡Pero, Ratita, si estás dormida!
-¡Yo no! -dijo la Rata, despertándose de un salto.
-Ya se ha quedado dormida dos o tres veces desde que acabamos de
cenar-dijo riéndose el Topo. Él, en cambio, se sentía bastante espabilado, aunque
no sabía por qué. Por supuesto, la razón era que, siendo él por naturaleza un animal
de bajo tierra, la madriguera del Tejón le hacía sentirse a gusto y como en su
propia casa; en cambio para la Rata, que dormía todas las noches en una
habitación con ventanas abiertas a la brisa del río, el ambiente le resultaba
pesado y opresivo.
-Bueno, es hora de que nos vayamos a la cama -dijo el Tejón mientras se
levantaba a buscar unas palmatorias-. Subid conmigo, y os enseñaré vuestra
habitación. Y mañana no hace falta que madruguéis. ¡Podéis desayunar cuando os
apetezca!
Llevó a los dos animalitos a una larga habitación que parecía mitad
dormitorio y mitad desván. Las reservas que el Tejón tenía para el invierno,
que se amontonaban por todas partes, ocupaban media habitación.
Había montones de manzanas, nabos y patatas, cestas de nueces y botes
de miel. Pero las camitas blancas que ocupaban la otra mitad del dormitorio
parecían blandas y acogedoras, y las sábanas estaban limpias y tenían un
delicioso olor a lavanda; el Topo y la Rata se desvistieron en un santiamén y
se metieron en la cama con gran alegría y satisfacción.
A la mañana siguiente y de acuerdo con las amables sugerencias del
Tejón, los dos animalitos bajaron a desayunar muy tarde, y encontraron el fuego
encendido en la chimenea, y dos jóvenes erizos sentados en un banco a la mesa,
comiendo gachas de avena en unos cuencos de madera. Los erizos soltaron las
cucharas, se pusieron de pie y saludaron con respeto a los recién llegados.
-¡Eh, sentaos, sentaos! -dijo la Rata con buen humor-. Y seguid
comiendo. ¿De dónde salís? ¿Os habéis perdido en la nieve?
-¡Pues sí, señor! -dijo con respeto el mayor-. Yo y éste, el pequeño
Billy, pues estábamos tratando de llegar a la escuela, porque mamá quería que
fuéramos, aunque hiciera tan mal tiempo, y claro, pues nos perdimos, señor, y
Billy, pues se asustó, y, ¡hala!, se puso a llorar, como es tan pequeño y tan miedica. Y por fin dimos con la puerta trasera del señor Tejón, y nos
atrevimos a llamar, ¿sabe?, porque el señor Tejón es un caballero de un buen
corazón, como todo el mundo sabe.
-Comprendo -dijo la Rata, mientras se cortaba unas lonchas de jamón y
el Topo echaba unos huevos en una sartén-. ¿Qué tal tiempo hace ahí fuera? -y
añadió-: No hace falta que me llaméis «señor» cada dos por tres.
-¡Huy! Muy mal tiempo, señor, y la nieve es muy profunda -contestó el
erizo-. Un caballero de su clase no debería salir hoy.
-¿Dónde está el señor Tejón? -preguntó el Topo, mientras calentaba la
cafetera en la chimenea.
-El amo está en el despacho, señor-dijo el erizo-. Y dijo que como esta
mañana iba a estar ocupadísimo, que no se le podía molestar bajo ningún
pretexto.
Por supuesto, todos entendieron lo que aquella explicación quería
decir. El caso es que, cuando se vive intensamente durante seis meses del año,
y se dormita durante los otros seis, uno no puede pasarse estos últimos alegando
que tiene sueño cuando hay gente alrededor y tantas cosas que hacer. La excusa
acaba por resultar monótona. Los animalillos sabían muy bien que el Tejón, tras haberse tomado un buen desayuno, se había encerrado en su despacho y,
sentado en un sillón con los pies apoyados en otro y un pañuelo rojo
cubriéndole los ojos, estaba tan ocupado como se suele estar en esta época del
año.
La campanilla de la puerta sonó con fuerza, y la Rata, que se había
puesto hasta los codos de mantequilla, mandó a Billy, que era el menor de los
erizos, a abrir la puerta. Se oyeron unos pasos por el pasillo, y Billy entró seguido
de la Nutria, que se abalanzó sobre la Rata para abrazarla y darle un saludo
afectuoso.
-¡Suelta! -balbuceó la Rata, que tenía la boca llena.
-¡Ya sabía que os encontraría aquí! -dijo con alegría la Nutria-. Esta
mañana estaban todos preocupadísimos cuando llegué a la Orilla del Río. «La
Rata no ha regresado a casa en toda la noche... y tampoco el Topo..., ha debido
de ocurrir algo», decían todos; y por supuesto, la nieve había cubierto
vuestras huellas. Pero yo sabía que, cuando la gente se mete en algún lío, casi
siempre buscan al Tejón, o bien el Tejón se entera de alguna manera de lo que
ha sucedido. ¡Así que vine derechita aquí, por el Bosque Salvaje y la nieve! ¡Ay, qué
bonito estaba el bosque cubierto de nieve, y los troncos negros sobre el cielo
rojo del amanecer! De vez en cuando, mientras caminaba por aquel silencio, algunos
montones de nieve se deslizaban de las ramas y caían, ¡pof!, y me pegaban un susto
que salía corriendo a esconderme. Durante la noche habían aparecido castillos
de nieve, y cuevas de nieve; ¡y puentes de nieve, y terrazas, murallas! Me
hubiera encantado quedarme y jugar un buen rato con ellos. A veces se veía una
rama rota por el peso de la nieve, y los pelirrojos, tan presumidos y descarados,
se subían en ella y daban saltitos, como si la hubiesen roto ellos mismos. Una
desordenada hilera de gansos salvajes volaron muy alto por el cielo gris, y
algunos grajos revolotearon por encima de los árboles para inspeccionar y se
marcharon volando hacia casa con un gesto de desprecio. Pero no encontré a
ningún animalillo sensato que pudiera darme noticias. A mitad de camino me
crucé con un conejo sentado en un tronco, que se estaba lavando su estúpida
cara con las manos. No os podéis imaginar el susto que se llevó cuando me
acerqué por detrás y le puse con fuerza la mano sobre el hombro. Le tuve que
sacudir un par de veces para sacarle alguna palabra sensata. Por fin conseguí que me dijera que la
noche anterior uno de ellos había visto al Topo caminando por el Bosque
Salvaje. Me dijo que lo que se chismorreaba por las madrigueras era que el Topo,
el mejor amigo de la señora Rata, se había metido en un buen lío, porque se
había perdido en el Bosque, y «Ellos» habían salido de caza y lo tenían
rodeado. «¿Y por qué vosotros no hicisteis algo? -le pregunté-. Puede que no
seáis demasiado listos, pero sois muchísimos, grandotes y fuertes, y gordos
como pellas de manteca, y además vuestras madrigueras van en todas las direcciones. Podríais haberlo acogido y puesto a
salvo, o por lo menos, haberlo intentado». «¿Qué, nosotros?- me contestó-.
¿Nosotros, los conejos? ¿Hacer algo?». Así que le di una bofetada y me marché.
Con ése no había manera. Por lo menos me había enterado de algo; y si hubiera tenido la suerte de toparme con uno de «ellos», me habría
enterado de algo más... o mejor dicho, ellos se habrían enterado.
-¿Y no tenías... miedo? -preguntó el Topo, mientras le volvía a la
mente el terror de aquella noche en el Bosque Salvaje.
-¿Miedo? -Y la Nutria soltó una carcajada, enseñando una dentadura
blanca y fuerte-. Yo sí que les metía miedo si cualquiera de ellos se hubiera
atrevido a meterse conmigo. Oye, Topito, ¿por qué no me fríes unas lonchas de
jamón, tú que eres tan bueno? ¡Tengo un hambre que no veo! ¡Y tengo un montón de
cosas que contarle a la Rata! ¡Hace tanto tiempo que no la veo!
Así que el buenazo del Topo cortó unas lonchas de jamón, encargó a los erizos
que las frieran, y se hizo cargo de su propio desayuno, mientras la Nutria y la
Rata cuchicheaban mano a mano sobre todos los temas de la Orilla, en una interminable
conversación que se alargaba como las aguas cantarinas del río. Ya habían dado
cuenta de una buena fuente de jamón frito y estaban esperando la segunda vuelta
cuando entró el Tejón, frotándose los ojos y bostezando. Saludó a todos en
aquel tono sencillo y amistoso tan propio de él, y dirigió a cada uno unas
palabras cariñosas.
-Debe de ser hora de almorzar -le dijo a la Nutria-. ¿Por qué no te
quedas con nosotros? Debes de estar hambrienta con este frío.
-¡Pues sí! -contestó la Nutria, mientras le guiñaba un ojo al Topo-.
¡Sólo con ver a estos dos ericitos tan golosos hinchándose de jamón frito, creo
que me voy a desmayar de hambre!
Los erizos, que empezaban a notar de nuevo un gusanillo en la barriga,
alzaron la vista mientras se esforzaban en freír el jamón; pero no se
atrevieron a rechistar.
-¡Hala, muchachitos, a casa, con vuestra madre! -dijo cariñosamente el
Tejón-. Pediré a alguien que os acompañe para que no os perdáis. Hoy no
tendréis ganas de comer, ¿verdad?
Les dio una monedita a cada uno y una palmadita en la cabeza, y se
marcharon con muchos saludos y reverencias. Entonces, los cuatro se sentaron a
comer. El Topo se colocó al lado del señor Tejón. Como las otras dos seguían
cuchicheando sobre las historias del Río y no había manera de que parasen, el Topo
aprovechó para decir al Tejón lo cómodo que todo aquello le resultaba, y que se sentía como en su propia casa.
-Cuando estás bajo tierra -le dijo-, sabes exactamente dónde estás. No
te puede pasar nada, y nadie te puede atrapar. Eres tu propio amo, y no tienes
que pedir permiso a nadie, ni te importa lo que piensen de ti. La vida sigue su
curso por encima de tu cabeza, y nada te preocupa. Cuando te apetece salir, subes
a la superficie, y allí está todo esperándote.
-Eso es justo lo que yo siempre digo. No hay paz, ni seguridad, más que
bajo tierra. Y si te crecen las ideas y no tienes bastante sitio, pues no
tienes más que ponerte a escarbar, ¡y ya está! Y si la casa te parece demasiado
grande, tapas un par de agujeros, ¡y ya está! Ni obreros, ni albañiles, ni
comentarios de los vecinos, y sobre todo, que no dependes del tiempo. Fíjate en
la Rata, por ejemplo. En cuanto el nivel de la corriente sube medio metro, ya
tiene que alquilar alguna habitación en otro sitio; que además es incómoda, está lejos de todo y es
carísima. Y mira el Sapo. No tengo nada que objetar a la Mansión; la mejor casa
de esos lugares, pero es una casa. Imagínate, por ejemplo, que hay un
incendio..., ¿dónde queda el Sapo? Imagínate que se vuelan unas tejas, o se cae
una pared, o se abre una grieta, o se rompe una ventana, ¿qué hace el Sapo?
Imagínate que hay corriente -y a mí no me gustan nada las corrientes-, ¿qué hace el Sapo?
No. Arriba, allí fuera, se está muy bien para dar un paseo, o ganarse la vida;
pero no hay nada como regresar bajo tierra. ¡A esto sí que yo lo llamo un
hogar!
El Topo asintió con alegría; y los dos se hicieron muy amigos.
-Cuando acabemos de comer, te enseñaré mi casita. Estoy seguro de que
te va a encantar. ¡Tú sí que entiendes de arquitectura doméstica!
Así que después de comer, mientras las otras dos, acomodadas frente a
la chimenea, se habían puesto a discutir acaloradamente sobre las anguilas, el
Tejón encendió una linterna y pidió al Topo que le acompañase.
Cruzaron el salón y se metieron en uno de los túneles principales. El
parpadeo de la llama de la linterna alumbraba las habitaciones, grandes y
pequeñas, que había a cada lado. Algunas eran como armarios, y otras, tan amplias
y asombrosas como el comedor del Sapo. Un túnel estrecho y retorcido los llevó hasta
el siguiente pasillo, que era como el anterior. El Topo estaba asombrado del
tamaño, la extensión y las ramificaciones que tenía el lugar. ¡Aquellos
pasillos oscuros y larguísimos, y las sólidas bóvedas de los almacenes, los
muros, las columnas, los arcos, los pavimentos! Al cabo de un buen rato le dijo:
-¿Pero cómo diablos encontraste tiempo y energías para hacer todo esto?
¡Es increíble!
-Sería increíble si lo hubiese hecho yo - replicó el Tejón-. El caso es
que yo no hice nada más que limpiar los pasillos y las habitaciones que iba a
necesitar. Esto es enorme, y se extiende todo alrededor. Verás, te lo explicaré
mejor. Hace ya muchísimo tiempo, en el mismo lugar donde ahora crece el Bosque Salvaje,
mucho antes de que éste existiera, había una ciudad -una ciudad de gente, ¿sabes?-. Aquí mismo, donde nos encontramos ahora nosotros, vivían
ellos. Aquí caminaban, charlaban, dormían y se ocupaban de sus asuntos. Aquí
había cuadras, salones de baile, y de aquí se marchaban a la guerra o a atender
sus negocios. Era gente poderosa, rica, y excelentes arquitectos. Todo lo construían
para que durase, ya que pensaban que la ciudad duraría eternamente.
-¿Y qué fue de ellos? -preguntó el Topo.
-¡Quién sabe! -contestó el Tejón-. La gente viene, se queda un tiempo,
prospera, construye y luego se marcha. Así viven ellos. Pero nosotros nos
quedamos. Se cuenta que ya había muchos tejones por aquí bastante antes de que
se construyera la ciudad. Y sigue habiendo tejones. Y aunque nos tengamos que
marchar por un tiempo, esperamos con paciencia, y pronto o tarde regresamos. Y así será siempre.
-¿Y qué pasó cuando la gente se marchó?-preguntó el Topo.
-Cuando todos se marcharon -prosiguió el Tejón-, los vientos y la
lluvia se encargaron de todo, poquito a poco, año tras año sin cesar. Quizá
nosotros los tejones también hicimos lo que pudimos, ¿quién sabe? Y así poco a
poco todo se fue hundiendo, convertido en ruinas, hasta que desapareció. Y al
mismo tiempo todo iba creciendo, las semillas se hicieron arbustos, y los
arbustos, árboles del bosque, y las zarzas y los helechos se fueron ocupando del resto. El
mantillo fue borrando todas las huellas, y los arroyos de invierno trajeron
arena y tierra que lo fue cubriendo todo, y así con el tiempo nuestro hogar
estuvo listo, y regresamos. Y lo mismo ocurría allí arriba, en la superficie.
Llegaron los animales, les agradó el lugar, eligieron su rincón y se instalaron
y prosperaron; no les importaba el pasado-eso no les importa nunca, están
demasiado ocupados-. Por supuesto, el terreno era un poco desigual, y algo escabroso,
pero es una ventaja. Tampoco les preocupa el futuro... cuando quizá regrese la
gente... por un tiempo... como puede suceder. Ahora viven muchos animalillos en
el Bosque Salvaje. Algunos buenos, otros malos, y otros regular. No nombro a
nadie. De todo hay en la viña del Señor. Pero me supongo que a estas alturas estarás
bien enterado.
-Más bien -dijo el Topo con un escalofrío.
-No te preocupes-le contestó el Tejón, dándole unas palmaditas en el
hombro-; lo que pasa es que era la primera vez que te los encontrabas. La
verdad es que no son tan malos; y todos tenemos que vivir y dejar vivir. Pero
ya les avisaré mañana, y nadie te volverá a molestar. Cualquiera de mis amigos tiene
el derecho de ir por donde le apetece en este lugar, ¡o alguien se las tendrá
que ver conmigo!
Cuando regresaron a la cocina, encontraron a la Rata muy nerviosa. El
ambiente bajo tierra le resultaba muy pesado, y parecía que el río se iba a
escapar si ella no estaba allí para vigilarlo. Se había puesto el abrigo, y llevaba
las pistolas metidas en el cinturón.
-Vámonos, Topo-dijo ansiosamente en cuanto los vio aparecer-. Tenemos
que ponernos de camino mientras haya luz. No quiero pasar otra noche en el
Bosque Salvaje.
-No te preocupes, amiguita-le dijo la Nutria-. Os acompaño yo, que
conozco todos los caminos hasta con los ojos cerrados; y si hay que darle una
bofetada a alguien, ya me encargaré yo de ello.
-No tengas prisa por irte, Ratita -añadió amablemente el Tejón-. Mis
pasillos llegan más lejos de lo que tú crees, y tengo salidas en el lindero del
bosque, aunque no quiero que todo el mundo se entere. Cuando de verdad tengáis
que marcharos, podéis ir por el atajo. Pero de momento ponte cómoda y siéntate.
Pero la Rata seguía nerviosa, y quería regresar enseguida al río, así
que el Tejón empuñó la linterna y los condujo por un pasillo húmedo y con poco
aire, por trozos abovedados o cavados en roca dura, y que parecía interminable.
Por fin pudieron percibir la luz del día a través de la enredada vegetación que tapaba el agujero. Tras despedirse rápidamente, el Tejón los empujó
por el agujero, que volvió a cubrir con enredaderas, hojas y maleza, y regresó
por donde había venido.
Los animalillos se encontraron en el lindero del Bosque Salvaje. Detrás
de ellos estaban las rocas, las zarzas y las raíces enredadas de los árboles;
ante ellos, los campos silenciosos bordeados de setos negros sobre la nieve y,
más allá, un destello del viejo río, mientras el rojo sol de invierno se escondía detrás del horizonte. La Nutria, que conocía todos los
caminos, encabezó el grupo, y se pusieron a caminar en línea recta hacia una
lejana cerca. Allí se detuvieron a descansar y, al mirar hacia atrás, vieron la
sombra densa y amenazadora del Bosque Salvaje, tan negra sobre el fondo blanco
de los campos. Entonces reemprendieron el camino hacia casa, hacia el fuego de
la chimenea, hacia todos los objetos conocidos, hacia la voz alegre del río
cuando pasaba delante de sus ventanas, aquel río que ellos conocían, y en quien
siempre confiaban y que nunca los asustaba con sorpresas desagradables.
El Topo apuró el paso, imaginándose el momento en que estaría por fin
en casa, rodeado de todo lo que él tanto quería. Y entonces se dio cuenta de
que él era un animalillo de campos cultivados y setos vivos, unido al surco del
arado, a los pastos, a los paseos al anochecer, a los jardines y a los huertos.
Las dificultades, las luchas con la Naturaleza en su estado salvaje no
eran para él. El Topo tenía que ser prudente, y permanecer en aquellos lugares
agradables donde su vida estaba trazada, y que le ofrecían a su manera suficientes
aventuras para colmar su existencia.
Continúa leyendo esta historia en "El viento en los sauces - Cap V - Kenneth Grahame"
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