Capítulo XLII
LA BLANCURA DE LA
BALLENA
Lo que era la
ballena blanca para Ahab, ya se ha sugerido; lo que a veces era para mí,
todavía está por decir.
Aparte de esas
consideraciones más obvias respecto a Moby Dick que no podían dejar de despertar
ocasionalmente cierta alarma en el ánimo de cualquiera, había otro pensamiento,
o más bien otro vago horror sin nombre, que a veces, por su intensidad,
dominaba completamente a los demás; y, sin embargo, era tan místico y poco
menos que inefable, que casi desespero de presentarlo en una forma
comprensible. Era la blancura de la ballena lo que me horrorizaba por encima de
todas las cosas. Pero ¿cómo puedo tener esperanzas de explicarme aquí? Y, sin
embargo, de algún modo azaroso y crepuscular, tengo que explicarme, o si no,
todos estos capítulos no serán nada. Aunque en muchos
objetos naturales la blancura realza la belleza con refinamiento, como infundiéndole
alguna virtud especial propia, según ocurre en mármoles, camelias y perlas; y
aunque diversas naciones han reconocido de un modo o de otro cierta
preeminencia real en este color —hasta los bárbaros y grandiosos reyes antiguos
del Perú, que ponían el título de «Señor de los Elefantes Blancos» por encima
de sus demás grandilocuentes atribuciones de dominio; y los modernos reyes de Siam,
que despliegan el mismo níveo cuadrúpedo en el estandarte real; y la bandera de
Hannover, que ostenta la figura de un corcel níveo; y el gran Imperio Cesáreo
Austríaco, heredero de la supremacía de Roma, con el mismo color imperial como
color del Imperio—, y aunque esa preeminencia que hay en él se aplica a la
misma raza humana, dando al hombre blanco un señorío
ideal sobre todas las tribus oscuras; y aunque, además de todo esto, la blancura siempre
se ha considerado significativa de la alegría, pues entre los romanos una piedra
blanca marcaba un día gozoso; y aunque, en otras simpatías y simbolismos
mortales, este mismo color se hace emblema de muchas cosas nobles y
conmovedoras —la inocencia de las novias, la benevolencia de la ancianidad—; y
aunque entre los pieles rojas de América la entrega del cinturón blanco de
conchas era la más profunda prenda de honor; y aunque, en muchos climas, la
blancura representa la majestad de la justicia en el armiño del juez, y contribuye
a la cotidiana solemnidad de los reyes y reinas transportados por corceles blancos
como la leche; y aunque incluso en los más altos misterios de las más augustas
religiones se ha hecho símbolo de la fuerza y la pureza divinas —por los
adoradores del fuego persas, al considerar la bifurcada llama blanca como lo
más sagrado del altar; y en las mitologías griegas, al; encarnarse el propio
gran Júpiter en un toro níveo—; y aunque para el noble iroqués el sacrificio, en
mitad del invierno, del sagrado Perro Blanco era con mucho la festividad más santa
de su teología, por considerarse a esa fiel criatura sin mancha como el más
puro enviado que podían mandar al Gran Espíritu con las noticias anuales de su
propia fidelidad; y aunque todos los sacerdotes cristianos derivan directamente
de la palabra latina por «blanco» el nombre de una
parte de sus vestiduras sagradas, el alba, la túnica que llevan bajo la
casulla; y aunque entre las pompas sacadas de la fe romana el blanco se emplea
especialmente en la celebración de la Pasión de Nuestro Señor; y aunque en la
Visión de san Juan se dan mantos blancos a los redimidos, y los veinticuatro
ancianos se presentan vestidos de blanco ante el gran trono blanco, y el santo
que se sienta en él, blanco como la lana; sin embargo, a pesar de todo este
cúmulo de asociaciones con todo lo que es dulce, honroso y sublime, se esconde algo
todavía en la más íntima idea de este color, que infunde más
pánico al alma que la rojez aterradora de la sangre.
Es esta alusiva
cualidad lo que causa que la idea de blancura, si se separa de asociaciones más
benignas y se une con cualquier objeto que en sí mismo sea terrible, eleve ese
terror hasta los últimos límites. Testigo, el oso blanco de los Polos, y el
tiburón blanco de los trópicos: ¿qué, sino su blancura suave y en copos, les
hace ser esos horrores trascendentales que son? Esa blancura fantasmal es lo
que comunica tal suavidad horrenda, aún más repugnante que aterradora, al mudo
goce maligno de su aspecto. Así que ni el tigre de fieras garras, con su manto heráldico,
puede estremecer el valor tanto como el oso o el tiburón de blanco sudario. Acuérdate
del albatros: ¿de dónde vienen esas nubes de asombro espiritual y terror pálido
en que ese blanco fantasma navega por toda imaginación? No fue Coleridge el
primero en lanzar ese hechizo; sino el gran poeta laureado de Dios, la
Naturaleza sin lisonja.
En nuestros anales
del Oeste y entre las tradiciones indias, es famosísima la del Corcel Blanco de las
Praderas: un magnífico caballo de blanco lácteo, de grandes ojos, cabeza
pequeña y ancho pecho, y con la dignidad de mil monarcas en su altanero y super
despectivo andar. Él fue el Jerjes elegido de vastas manadas de caballos
salvajes, cuyos pastos, en aquellos días, estaban sólo cercados por las Montañas
Rocosas y los Alleghanies. A la cabeza dé ellos, llameante, llevó al oeste su
tropel como esa estrella elegida que todas
las tardes hace entrar las huestes de la luz. La centelleante cascada de su melena,
la cometa curva de su cola, le revestían de gualdrapas más resplandecientes que
las que podían haberle proporcionado orfebres y plateros; una imperial y arcangélica
aparición de ese mundo del oeste, como anterior a la caída, que ante los ojos
de los viejos tramperos y cazadores revivía las glorias de aquellos tiempos prístinos
en que Adán caminaba majestuoso como un dios, con ancha frente y sin temor, igual
que este poderoso corcel. Bien fuera marchando entre sus ayudantes y mariscales
en la vanguardia de innumerables cohortes que se desbordaban sin fin por las
llanuras, como un Ohio; o bien mientras sus súbditos circundantes ramoneaban a
todo su alrededor hasta el horizonte, el Corcel Blanco les pasaba revista al galope
con las cálidas aletas de la nariz enrojeciendo a través de su frío color lácteo;
en cualquier aspecto que se presentara, siempre era objeto de reverencia
temblorosa y de temor para los indios más valientes. Y no se puede poner en
duda, por lo que se halla en el relato legendario de este noble caballo, que
era sobre todo su blancura espiritual lo que así le revestía de divinidad; y
que esa divinidad llevaba en sí que, aunque imponiendo adoración, al mismo tiempo
producía cierto terror sin nombre.
Pero hay otros
ejemplos en que la blancura pierde toda esa gloria accesoria y extraña que le reviste
en el Corcel Blanco y el Albatros. ¿Qué es lo que en el hombre albino repele tan
peculiarmente y a menudo hiere la mirada, hasta el punto de que a veces repugna
a su propia parentela? Es la blancura que le reviste, algo expresado por el
nombre que lleva. El albino está tan bien hecho como otros hombres, no tiene
deformidad sustancial, y, sin embargo, el mero aspecto de blancura que todo lo
invade lo hace más
extrañamente horrible que el más feo aborto. ¿Por qué ha de ser así?
Ni, en otros aspectos,
deja la naturaleza de alistar entre sus fuerzas, con agentes menos palpables, pero no
menos maliciosos, este atributo coronador de lo terrible. Por su aspecto níveo,
el desafiador fantasma de los mares del Sur se ha denominado Chubasco Blanco. Y
en algunos ejemplos históricos, el arte de la malicia humana no ha omitido a
tan poderoso auxiliar. ¡Qué desatadamente realza el efecto de aquel pasaje de
Froissart en que, enmascarados con el níveo símbolo de su fracción, los
Encapuchados Blancos de Gante asesinan a su bailío en la plaza mayor!
Y, en ciertas
cosas, la experiencia común y hereditaria de toda la humanidad no deja de rendir testimonio
de la condición sobrenatural de este color. No se puede dudar de que la
cualidad visible del aspecto de los muertos que más horroriza al observador, es
la palidez marmórea que queda en ellos; como si, en efecto, esa palidez fuera
la divisa de la consternación en el otro mundo, igual que aquí lo es de la trepidación
mortal. Y de esa palidez de los muertos tomamos el expresivo color del sudario en
que los envolvemos. Ni siquiera en nuestras supersticiones dejamos de poner el
mismo manto níveo en torno a nuestros fantasmas: todos los espectros se elevan
en una niebla de blancura láctea... Sí, mientras nos invaden esos terrores,
añadamos que hasta el rey de los terrores, al ser personificado por el
Evangelista, cabalga en un caballo pálido. Por tanto, aunque, en otros humores,
el hombre pueda simbolizar con la blancura cualquier cosa que se le antoje,
grandiosa o graciosa, no le es posible negar que en su más profundo significado
idealizado evoca una peculiar aparición del alma.
Pero aunque se
establezca este punto sin disensión, ¿cómo puede dar razón de ello el hombre mortal?
Analizarlo parecería imposible. ¿Acaso, a fuerza de citar algunos de esos
ejemplos en que esa cosa que es la blancura — aunque por el momento despojada
por completo o en gran parte de toda asociación directa capaz de comunicarle
nada terrible— se encuentra, sin embargo, que ejerce en nosotros el mismo
hechizo, aunque modificado de algún modo; acaso, digo, podemos así tener
esperanza de iluminar alguna clave azarosa que nos lleve a la causa oculta que
buscamos?
Vamos a probarlo.
Pero en una cuestión como ésta, la sutileza llama a la sutileza, y sin imaginación nadie
puede seguir a otro por estas salas. Y aunque, sin duda, algunas por lo menos
de las impresiones imaginativas que se van a presentar, quizá hayan sido
compartidas por la mayor parte de los hombres, puede ser, sin embargo, que
pocos se dieran cuenta por completo de ellas en aquel momento, y por consiguiente
no sean capaces de evocarlas ahora. ¿Por qué, para el hombre de idealización sin
trabas, que no tiene acaso más que un vago conocimiento del carácter peculiar
de esta fiesta, la mera mención del Domingo in albis introduce en la fantasía
tan largas, silenciosas e impresionantes procesiones de peregrinos a paso lento,
con los ojos bajos y encapuchados de nieve recién caída? O, para el protestante
sin lecturas ni sofisticación de los estados centrales de Norteamérica, ¿por
qué la mención pasajera de un fraile blanco o una monja blanca evoca en el alma
tal estatua sin ojos? O ¿qué es lo que, aparte de las tradiciones de guerreros
y reyes en mazmorras (lo que no sería una explicación total), hace que la Torre
Blanca de Londres hable con fuerza mucho mayor a la imaginación del americano
que no ha viajado, que esas otras estructuras historiadas que están al lado:
la Torre Byward, y aun la Torre Sangrienta? Y en cuanto a esas más sublimes torres,
las Montañas Blancas de New Hampshire, ¿de dónde, en estados de ánimo peculiares,
procede esa gigantesca espectralidad que invade el alma a la simple mención de su
nombre, mientras que el recuerdo de la Cadena Azul de Virginia está lleno de
una lejanía soñadora, suave y con rocío? O ¿por qué, prescindiendo de toda
latitud y longitud, el nombre del mar Blanco ejerce tal espectralidad sobre la fantasía,
mientras que el del mar Amarillo nos arrulla con mortales pensamientos de
largas tardes, suaves y
latadas, sobre las olas, seguidas por los ocasos más gozosos y a la vez más soñolientos?
O, para elegir un ejemplo totalmente inmaterial, puramente dirigido a la
fantasía, al leer, en los viejos cuentos de hadas de Europa central, sobre el
«hombre alto y pálido» de los bosques del Hartz, cuya palidez inalterada se
desliza sin roce por el verde de la espesura, ¿por qué este fantasma es más
terrible que todos los ululantes duendes del Blocksberg? Ni es, en conjunto, el
recuerdo de sus terremotos derribando catedrales, ni las estampidas de los
mares frenéticos, ni la ausencia de lágrimas en áridos cielos que jamás
llueven; ni la visión del ancho campo de agujas inclinadas, bóvedas
desencajadas, y cruces desplomadas (como penoles inclinados de flotas
ancladas), ni sus avenidas
suburbanas de paredes de casas caídas unas sobre otras, como un castillo de naipes
hundido; no son sólo estas cosas las que hacen de Lima, la sin lágrimas, la
ciudad más extraña y triste que puede verse. Pues Lima ha tomado el velo
blanco; y hay un horror aún más alto en esa blancura de su pena. Antigua como
Pizarro, esa blancura conserva sus ruinas para siempre nuevas; no deja aparecer
el alegre verdor de la decadencia completa; extiende sobre sus rotos bastiones
la rígida palidez de una apoplejía que inmoviliza sus propias contorsiones. Sé
que la comprensión corriente no confiesa que este fenómeno de la blancura sea
el principal factor para exagerar el terror de los objetos que ya son terribles
de otro modo; y para la mente sin imaginación no hay nada de terror en esas
visiones cuyo carácter terrorífico para otra mente consiste casi solamente en
ese único fenómeno, sobre todo cuando se muestran bajo alguna forma que en
cierto modo se aproxime a la mudez o a la universalidad. Lo que quiero decir
con estas dos afirmaciones quizá sea aclarará con los siguientes ejemplos.
Primero: el
marinero, cuando se acerca a las costas de países extranjeros, si oye de noche rugido de
rompientes, se precipita a la vigilancia, y siente sólo la agitación suficiente
para aguzarle todas sus facultades; pero en circunstancias exactamente
semejantes, hacedle llamar de su hamaca para que observe su barco navegando a
medianoche a través de un mar de blancura láctea, como si desde los
promontorios cercanos vinieran manadas de peinados osos blancos a nadar a su
alrededor: entonces sentirá un terror silencioso y supersticioso: el fantasma
con sudario de las aguas blanqueadas es para él tan horrible como un espectro
auténtico; en vano el plomo le asegurará que todavía está lejos de los bajos;
se le caerán a la vez el corazón y la caña del timón, y no descansará hasta que
debajo de él vuelva a ver agua azul. Pero ¿dónde está el marinero que te diga:
«Capitán, lo que me agitó de ese modo no era tanto el miedo de chocar con
escollos escondidos, cuanto el temor de esa horrible blancura»?
Segundo: al indio
nativo del Perú, la continua visión de los Andes, con la nieve encima como el baldaquino
sobre un elefante, no le infunde nada de temor, excepto, quizá, en el mero fantasear
sobre la eterna desolación helada que reina en tan vastas alturas, y la natural
consideración de qué terror sería perderse en tan inhumana soledad. Mucho de lo
mismo le ocurre al colonizador de los bosques del Oeste, que con relativa
indiferencia observa una pradera ilimitada revestida de nieve extendida, sin sombra
de árbol o rama que rompa el inmóvil trance de blancura. No así el marinero, al
observar el escenario de los mares antárticos, donde a veces, por algún
infernal juego de prestidigitación en los poderes del hielo y del aire, él,
tiritando y medio naufragado, en vez de arco iris proclamando esperanza y
consuelo para su miseria, observa lo que parece un ilimitado cementerio
haciéndole muecas con sus descarnados monumentos de hielo y sus cruces astilladas.
Pero dices: «Me
parece que este capítulo al albayalde sobre la blancura no es más que una bandera
blanca que asoma desde un alma cobarde; te rindes a una hipocondría, Ismael». Dime,
este joven potrillo, parido en algún pacífico valle de Vermont, bien apartado de
todo animal de presa, ¿por qué será que en el día más soleado, apenas agites
detrás de él una piel fresca de búfalo, de tal modo que no la pueda ver, sino
que sólo huela su salvaje olor animalesco a almizcle, por qué echa a correr, bufa,
y, con ojos que estallan, patea el suelo con frenesíes de espanto? No hay en él
recuerdos de acorneamiento de criaturas salvajes en su verde patria norteña, de
modo que el extraño olor almizclado que percibe no puede evocar en él nada
asociado a la experiencia de peligros anteriores; pues, ¿qué sabe él, este
potro de New England, de los bisontes negros del lejano Oregon? No, pero aquí
observas, aun en un animal mudo, el instinto del conocimiento del demonismo que
hay en el mundo. Aunque a miles de millas de Oregon, sin embargo, cuando huele ese
salvaje almizcle, los acorneadores y laceradores rebaños de
bisontes están tan presentes para él como para el abandonado potro salvaje de las praderas
que quizá en ese momento estarán ellos pisoteando en el polvo.
Así pues, los sofocados
balanceos de un mar lácteo; los desolados crujidos de los festoneados hielos de
las montañas; los tristes desplazamientos de los niveles de las praderas, llevadas
por el viento, todas estas cosas, para Ismael, son como el agitar esa piel de
búfalo para el potro asustadizo.
Aunque ni uno ni
otro sabemos dónde se extienden las cosas sin nombre de que la mística señal
ofrece tales sugestiones, sin embargo, para
mí, como para el potro, esas cosas tienen que existir en algún sitio. Aunque en
muchos de sus aspectos este mundo visible parece formado en amor, las esferas
invisibles se formaron en terror.
Pero todavía no
hemos explicado el encantamiento de esta blancura, ni hemos descubierto por qué
apela con tal poder al alma: más extraño y mucho más portentoso..., por qué, como
hemos visto, es a la vez el más significativo símbolo de las cosas
espirituales, e incluso el mismísimo velo de la Deidad cristiana, y, sin embargo,
que tenga que ser, como es, el factor intensificador en las cosas que más
horrorizan a la humanidad.
¿Es que por su
naturaleza indefinida refleja los vacíos e inmensidades sin corazón del
universo, y así nos apuñala por la espalda con la idea de la aniquilación,
cuando observamos las blancas honduras de la Vía Láctea? ¿O es que, dado que,
por su esencia, la blancura no es tanto un color cuanto la ausencia visible de
color, y al mismo tiempo la síntesis de todos los colores, por esa razón es por
lo que hay semejante vacío mudo, lleno de significado, en un ancho paisaje de
nieve; un incoloro ateísmo de todos los colores, ante el que nos echamos atrás?
Y si consideramos esa otra teoría de los filósofos de la naturaleza, de que
todos los demás colores terrenales —toda decoración solemne o deliciosa, los
dulces tintes de los cielos y bosques del poniente; sí, y los dorados terciopelos de las mariposas, y las mejillas
de mariposa de las muchachas—, todos ellos, no son sino engaños sutiles, que no
pertenecen efectivamente a las sustancias, sino que sólo se les adhieren desde fuera,
de tal modo que toda la naturaleza deificada se pinta como la prostituta cuyos
incentivos no recubren sino el sepulcro interior; y si seguimos más allá y
consideramos que el místico cosmético que produce todos sus colores, el gran
principio de la luz, sigue siendo para siempre blanco o incoloro en sí mismo, y
que si actuase sin un medio sobre la materia, tocaría todos los objetos, aun
los tulipanes y las rosas, con su propio tinte vacío; al pensar todo esto, el universo
paralizado queda tendido ante nosotros como un leproso; y, como los tercos
viajeros por Laponia que rehúsan llevar en los ojos gafas coloreadas y
coloreadoras, así el desdichado incrédulo mira hasta cegarse el blanco sudario
monumental que envuelve toda perspectiva ante él. Y de
todas estas cosas, la ballena albina era el símbolo. ¿Os asombra entonces la ferocidad de la
caza?
Capítulo XLIII
¡ESCUCHA!
—¡Chist! ¿Oyes ese
ruido, Cabaco?
Era en la guardia
de media, con hermosa luna; los marineros estaban formando cadena desde uno de los
toneles de agua dulce en el combés hasta el tonel de junto al coronamiento de
popa. De este modo se pasaban los cubos para llenar el tonel de popa. Como en
su mayor parte estaban junto a los sagrados recintos del alcázar, tenían
cuidado de no hablar ni hacer ruido con los pies. De mano en mano, los cubos pasaban
en el silencio más profundo, roto sólo por el gualdrapazo ocasional de una vela
y el zumbido continuo de la quilla en su incesante avance. En medio de este
reposo fue cuando Archy, uno de los de la cadena, cuyo puesto estaba cerca de
las escotillas de popa, susurró a su vecino, un cholo, las palabras antes
mencionadas.
—¡Chist! ¿Oyes ese
ruido, Cabaco?
—Vuelve a coger el
cubo, ¿quieres, Archy? ¿Qué ruido dices? —Ahí está otra vez: debajo de las escotillas:
¿no lo oyes? Una tos..., sonaba como una tos.
—¡Qué condenada
tos ni nada! Pásame ese cubo de vuelta.
—Otra vez está
ahí... ¡Ahí está! ¡Suena como dos o tres hombres dormidos que se dieran la vuelta, ahora!
—¡Caramba! ¿Has
terminado, compañero? Son las tres galletas mojadas que has cenado, y que te
dan vueltas dentro..., nada más. ¡Mira el cubo!
—Di lo que
quieras, compañero, pero tengo buen oído.
—Sí, sí, tú eres
aquel tipo, ¿verdad?, el que oyó el ruido de las agujas de hacer media de la vieja
cuáquera a cincuenta millas a la altura de Nantucket: ése eres tú.
—Échalo a risa; ya
veremos qué resulta. Escucha, Cabaco, hay alguien en la bodega de popa que todavía
no se ha visto en cubierta; y sospecho que nuestro viejo mongol también sabe
algo de eso. Oí que Stubb le decía a Flask, en una guardia de alba, que había
algo de eso en el aire.
—¡Calla!, ¡el
cubo!
Capítulo XLIV
LA CARTA
Si hubierais
bajado a la cabina detrás del capitán Ahab después del huracán que tuvo lugar en la noche
sucesiva a aquella desatada ratificación de su propósito con su tripulación, le
habríais visto ir a un cofre en el yugo, y, sacando un gran rollo arrugado de
amarillentas cartas de marear, extenderlas ante él en su mesa atornillada al
suelo. Luego, sentándose ante ella, le habríais visto estudiar atenta mente las
diversas líneas y sombreados que se presentaban a su vista, y, con lápiz lento
pero firme, trazar líneas adicionales en espacios que antes estaban vacíos. De
vez en cuando, consultaba montones de viejos cuadernos de bitácora que tenía al
lado, donde estaban anotados las épocas y lugares en que, en diversos viajes
anteriores de varios barcos, se habían visto o capturado cachalotes.
Mientras así
estaba ocupado, la pesada lámpara de peltre colgada de cadenas sobre su cabeza se mecía
continuamente con el movimiento del barco y lanzaba destellos y sombras de
líneas continuamente desplazados sobre su frente arrugada, hasta que casi
pareció que, mientras él estaba trazando líneas y recorridos en las arrugadas
cartas, algún lápiz invisible trazaba también líneas y recorridos en la carta, profundamente
marcada, de su rostro. Pero no fue esa noche en particular cuando Ahab caviló
así en la soledad de su cabina sobre sus mapas. Casi todas las noches se
sacaban; casi todas las noches de borraban algunas señales de lápiz, y se
sustituían otras. Pues, con las cartas marinas de los cuatro océanos ante él, Ahab
devanaba un ovillo de corrientes y remolinos, con vistas al más seguro
cumplimiento de aquella idea monomaníaca de su alma. Ahora, para cualquiera que
no estuviera plenamente familiarizado con las costumbres de los leviatanes,
podría parecer una tarea absurdamente desesperanzada buscar así una sola
criatura solitaria en los ilimitados océanos de este planeta. Pero no se lo
parecía a Ahab, que conocía los sentidos de todas las mareas y corrientes, y
calculaba con eso las derivaciones del alimento de los cachalotes, y así,
teniendo en cuenta también las temporadas normales y comprobadas para cazarlos
en diversas latitudes, podía llegar a
hipótesis razonables, casi próximas a ser seguridades, en cuanto al día más oportuno para
estar en tal o cual lugar en busca de su presa.
Tan comprobado, en
efecto, es el hecho de la periodicidad de la presencia del cachalote en unas
aguas determinadas, que muchos cazadores creen que, si se pudiera estudiar y
observar de cerca por todo el mundo, y se compararan cuidadosamente los
cuadernos de bitácora de una sola campaña de toda la flota ballenera, se encontraría
que las emigraciones del cachalote se parecen en lo invariable a las de los
bancos de arenques o a los vuelos de las golondrinas. Con esta sugerencia, se
han hecho intentos de construir complicados mapas de emigración del cachalote.
Además, cuando van
en travesía de un lugar de pasto a otro, los cachalotes, guiados por algún instinto
infalible —digamos, más bien, por alguna secreta noticia de la Divinidad—, suelen
nadar en venas, como las llaman, continuando su, camino por una determinada
línea del océano, con exactitud tan infalible que ningún barco ha navegado en
su travesía ni con la décima parte de tan maravillosa precisión. Aunque en esos
casos la dirección emprendida por un determinado cetáceo sea tan recta como la
línea de un agrimensor, y aunque la línea de avance se atenga estrictamente a
su propia e inevitable estela derecha, sin embargo, la arbitraria vena en que
se dice que nada en esas ocasiones, generalmente
abarca varias millas de anchura (más o menos, puesto que se supone que la vena se
ensancha o se contrae), pero nunca excede el campo visual de los vigías del barco
ballenero al deslizarse de modo circunspecto por esa zona mágica. El resultado
es que, en determinadas épocas, dentro de esa anchura y a lo largo de ese
camino, se pueden buscar cetáceos emigrantes con mucha confianza. Y por tanto,
Ahab podía esperar encontrar su presa no sólo en momentos averiguados y en bien
conocidos parajes de pasto, por separado, sino que, al cruzar las más amplias
extensiones de agua entre esos parajes, podía, con sus artificios, colocarse en
lugar y hora tales que no le faltaran
perspectivas de encuentro.
Había una
circunstancia que a primera vista parecía enredar su proyecto, delirante pero metódico; por más
que quizá no era así en la realidad. Aunque los gregarios cachalotes tienen sus
épocas regulares para determinados parajes, en general no se puede deducir que
las manadas que se hicieron visibles, digamos, en tal o cual latitud o longitud
este año, resultarán ser exactamente las mismas que se encontraron la época
precedente, por más que haya ejemplos peculiares e indiscutibles en que ha
resultado cierto lo contrario de esto. En general, esta misma observación se
aplica, sólo que en límites menos amplios, a los ejemplares solitarios y eremíticos
que hay entre los cachalotes maduros y envejecidos. De
modo que, aunque se había visto a Moby Dick en un antro anterior, por ejemplo, en lo
que se llama el paraje de las Seychelles, en el océano índico, o en Volcano Bay,
por las costas de Japón, no se infería, sin embargo, que si el Pequod visitaba
uno de esos lugares en alguna época posterior correspondiente, le encontraría
allí sin falta. Y lo mismo ocurría con otros parajes de pasto donde se había
revelado a veces. Pero todos ésos parecían sólo sus lugares de detención
casual, sus posadas marinas, por decirlo así, no sus lugares de residencia
prolongada. Y al hablar hasta ahora de las probabilidades de Ahab de alcanzar su
objetivo, se ha hecho alusión a qué otras perspectivas secundarias,
antecedentes o extraordinarias, podía tener, antes de alcanzar un determinado
momento o lugar, en que todas las posibilidades se convertirían en
probabilidades, y, según pensaba Ahab con delicia, toda probabilidad se haría lo más
cercano posible a una certidumbre. Ese tiempo y ese lugar determinados se conjugaban en
una sola expresión técnica: la temporada del ecuador. Pues allí y entonces,
durante varios años seguidos, se había señalado periódicamente a Moby Dick,
permaneciendo durante algún tiempo en esas aguas, mientras el sol, en su giro
anual, se demora durante un intervalo predeterminado en un signo del zodíaco.
Allí era también donde habían tenido lugar la mayor parte de los encuentros mortales
con la ballena blanca; allí las olas estaban ilustradas con la historia de sus gestas;
allí también estaba aquel trágico lugar donde el monomaniático viejo había
encontrado el horrendo motivo de su venganza. Pero con la cauta amplitud e
incesante vigilancia con que Ahab había lanzado su alma meditativa a esa
persecución incansable, no se permitía descansar todas sus esperanzas en ese
único hecho cimero antes mencionado, por más lisonjero que pudiera ser para
esas esperanzas, ni, en la vigilia continua de su voto, podía tranquilizar su corazón
inquieto aplazando toda búsqueda por el momento.
Ahora, el Pequod
había zarpado de Nantucket, en el comienzo mismo de la temporada en el ecuador.
Ningún esfuerzo posible, entonces, permitiría a su capitán recorrer la gran
travesía al sur, doblar el cabo de Hornos, y luego desandar sesenta grados de
latitud para llegar al Pacífico ecuatorial a tiempo de realizar allí su campaña.
Por tanto, debía aguardar a la temporada siguiente. Pero el prematuro momento
de zarpar el Pequod quizá estaba correctamente elegido por Ahab con vistas a su
consecución del asunto. Porque tenía por delante un intervalo de trescientos
sesenta y cinco días y noches, intervalo que, en vez de soportar con
impaciencia en tierra, ocuparía en persecución variada, si por
casualidad la ballena blanca, pasando sus vacaciones en mares muy remotos de
sus periódicos parajes de pastos, sacaba su arrugada frente en el golfo
Pérsico, en la bahía de Bengala, en los mares de la China, o en cualquier otro
mar frecuentado por su raza. Así que monzones, vientos pamperos, noroeste,
harmattans, o alisios; todos
los vientos, menos el levante y el simún, podían impulsar a Moby Dick al tortuoso
círculo en zigzag, alrededor del mundo, de la estela circunnavegadora del Pequod.
Pero, admitido
todo esto, sin embargo, y considerándolo de modo discreto y en frío, ¿no parecía una idea
loca ésta: que en el amplio océano sin límites una ballena solitaria, aun encontrada, se
considerase susceptible de reconocimiento individual por su cazador, lo mismo que
si fuera un muftí de barba blanca por las atestadas encrucijadas de Constantinopla? Sí. Pues la peculiar frente
nívea de Moby Dick, y su joroba nívea, no podían menos de ser inconfundibles.
« ¿Y no he,
marcado a la ballena —murmuraba para sí Ahab, cuando, tras de escudriñar sus
cartas hasta mucho después de medianoche, se dejaba caer en ensueños—, no la he
marcado? ¿Acaso se me va a escapar? ¡Sus anchas aletas están perforadas y
festoneadas como la oreja de
una oveja perdida!» Y aquí su mente loca se lanzaba a una carrera sin aliento, hasta
que le invadía una fatiga y un desmayo de cavilar, y trataba de recobrar sus fuerzas
al aire libre, en cubierta. ¡Ah, Dios!, ¡qué trances de tormento soporta el
hombre que se consume con un único deseo incumplido de venganza! Duerme con las
manos apretadas, y despierta con sus propias uñas ensangrentadas en las palmas.
A menudo, cuando
le sacaban a la fuerza de su hamaca sueños nocturnos agotadores e intolerablemente
vívidos, que, volviendo a tomar sus más intensos pensamientos de a lo largo del
día, los llevaban adelante entre un entrechocarse de frenesíes, dándoles
vueltas como un torbellino en su cerebro llameante, hasta que el mismo latir de
su centro vital se le convertía en angustia insufrible; y cuando, como ocurría a
veces, estos sobresaltos espirituales le elevaban en todo su ser desde su base,
y parecía abrirse en él un abismo desde el que subían disparadas llamas
bifurcadas y relámpagos, y demonios malditos le incitaban a dejarse caer entre
ellos; cuando ese infierno de su interior se abría como un bostezo debajo de
él, se oía un grito salvaje por el barco, y Ahab salía con ojos centelleantes
de su cabina, como escapándose de una cama en llamas. Pero estas cosas, quizá en
vez de ser los síntomas incontenibles de alguna debilidad latente, o de miedo
ante su propia resolución, no eran sino los síntomas más evidentes de su intensidad.
Pues, en tales momentos, el loco Ahab, el planeador, el perseguidor inexorablemente
constante de la ballena blanca, este Ahab que se había acostado en la hamaca,
no era el mismo agente que le hacía volver así a salir de ella con horror. Éste
era el eterno principio vivo, el alma que había en él; y en el sueño, al quedar
por algún tiempo disociado de la mente caracterizadora, que en otras ocasiones
lo empleaba como su vehículo o agente exterior, buscaba escape espontáneamente de
la abrasadora contigüidad de aquella cosa frenética de que, por el momento, ya
no era parte integrante. Pero dado que la mente no existe a no ser ligada al
alma, por tanto, en el caso de Ahab debía
de ser que, al entregar todos sus pensamientos y fantasías a su único propósito supremo,
ese propósito, por su misma y estricta obstinación de volumen, se obligaba a sí
mismo a ponerse contra dioses y demonios, en una especie de entidad propia,
independiente y asumida por él mismo. Más aún, podía vivir y arder sobriamente,
mientras la vitalidad común, con que estaba conjugada, huía aterrorizada de
aquel nacimiento espontáneo y sin paternidad. Por tanto, el atormentado espíritu,
que salía centelleando de sus ojos corporales, cuando lo que parecía Ahab se
precipitaba fuera de su
cuarto, no era por el momento sino una cosa vacía, una entidad sonámbula y sin forma, un rayo
de luz, viviente, ciertamente, pero sin objeto que colorear, y por
consiguiente, un vacío en sí mismo. Dios te ayude, viejo; tus pensamientos han
creado en ti una criatura; y cuando alguien se hace un Prometeo con su intenso
pensar, un buitre se alimenta de su corazón para siempre, y ese buitre es la
propia criatura que él crea.
Continúa leyendo esta historia en "Moby Dick - Cap XLV, XLVI y XLVII - Herman Melville" de pronta publicación
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