Capítulo XXVI
LA TOLDILLA
En escena, AHAB;
después, todos
Pasado no mucho
tiempo desde el asunto de la pipa, una mañana poco después del desayuno, Ahab,
como de costumbre, subió a cubierta por el tambucho de la cabina. La mayor parte
de los capitanes de marina suelen pasear por allí a esa hora, igual que los
hidalgos rurales, después de desayunar, dan unas vueltas por el jardín.
Pronto se oyó su
firme paso de marfil, yendo y viniendo en sus acostumbradas rondas, por tablas tan
familiares para su pisada que estaban todas ellas marcadas, como piedras geológicas, por la
señal peculiar de sus andares. Y también, si se miraba atentamente aquella surcada
y marcada frente, se veían, igualmente huellas extrañas, las huellas de su
único pensamiento, sin dormir y siempre caminando.
Pero en la ocasión
de que hablamos, esas marcas parecían más profundas, del mismo modo que su
nervioso paso dejaba aquella mañana una huella más profunda. Y tan lleno de su
pensamiento estaba Ahab, que a cada monótona vuelta que daba, una vez en el
palo mayor y otra vez en la bitácora, casi se podía ver aquel pensamiento dando
la vuelta en él según andaba, y tan completamente poseyéndole, desde luego, que
parecía todo él la forma interior de su movimiento externo.
—¿Te has fijado en
él, Flask? —susurró Sub.—: el pollo que lleva dentro golpea el cascarón.
Pronto va a salir.
Iban pasando las
horas: Ahab se encerró entonces en la cabina, y pronto, volvió a pasear por la
cubierta, con el mismo intenso fanatismo de designio en su aspecto.
Se acercaba al
caer del día. De repente, él se detuvo junto a las amuradas, e insertando su pierna de hueso en
el agujero taladrado allí, y agarrando con una mano un obenque, ordenó a Starbuck
que mandase a todos a popa.
—¡Capitán! —dijo
el oficial, asombrado ante una orden que a bordo de un barco se da muy raramente o
nunca, salvo en algún caso de excepción.
—Manda a todos a
popa —repitió Ahab—: ¡vigías, aquí, abajo!
Cuando estuvo
reunida la entera tripulación del barco, mirándole con caras curiosas y no libres de
temor, pues su aspecto recordaba el horizonte a barlovento cuando se forma una tempestad,
Ahab, después de lanzar una rápida ojeada por las amuradas, y luego disparar
los ojos entre la tripulación, arrancó de su punto de apoyo, y, como si no
hubiera junto a él ni un alma, continuó sus pesadas vueltas por la cubierta. Con
la cabeza inclinada y el sombrero medio gacho siguió caminando, sin tener en cuenta
el susurro de asombro entre la gente, hasta que Stubb cuchicheó prudentemente a
Flask que Ahab les debía haber llamado allí con el propósito de que
presenciaran una hazaña pedestre. Pero eso
no duró mucho. Deteniéndose con vehemencia, gritó:
—¿Qué hacéis
cuando veis una ballena?
—¡Gritar
señalándola! —fue la impulsiva respuesta de una veintena de voces juntas.
—¡Muy bien! —grito
Ahab, con acento de salvaje aprobación, al observar a qué cordial animación les
había lanzado magnéticamente su inesperada pregunta. —¿Y qué hacéis luego,
marineros?
—¡Arriar los
botes, y perseguirla!
—¿Y qué cantáis
para remar, marineros?
—¡Una ballena
muerta, o un bote desfondado!
A cada grito, el
rostro del viejo se ponía más extrañamente alegre y con feroz aprobación; mientras
que los marineros: empezaban a mirarse con curiosidad, como asombrados de que
fueran ellos mismos quienes se excitaran tanto ante preguntas al parecer tan
sin ocasión. Pero volvieron a estar del todo atentos cuando Ahab, esta vez
girando en su agujero de pivote, elevando una mano hasta alcanzar un obenque, y
agarrándolo de modo apretado y casi convulsivo, les dirigió así la palabra:
—Todos los vigías
me habéis oído ya dar órdenes sobre una ballena blanca. ¡Mirad! ¿veis esta onza
de oro española? —elevando al sol una ancha y brillante moneda—, es una pieza de
dieciséis dólares, hombres. ¿La veis? Señor Starbuck, alcánceme esa mandarria.
Mientras el oficial
le daba el martillo, Ahab, sin hablar, restregaba lentamente la moneda de oro
contra los faldones de la levita, como para aumentar su brillo, y, sin usar
palabras, mientras tanto murmuraba por lo bajo para sí mismo, produciendo un
sonido tan extrañamente ahogado e inarticulado que parecía el zumbido mecánico de
las ruedas de su vitalidad dentro de él.
Al recibir de
Starbuck la mandarria, avanzó hacia el palo mayor con el martillo alzado en una
mano, exhibiendo el oro en la otra, y exclamando con voz aguda:
—¡Quienquiera de
vosotros que me señale una ballena de cabeza blanca de frente arrugada y
mandíbula torcida; quienquiera de vosotros que me señale esa ballena de cabeza
blanca, con tres agujeros perforados en la aleta de cola, a estribor; mirad,
quienquiera de vosotros que me señale esa misma ballena blanca, obtendrá esta
onza de oro, muchachos!
—¡Hurra, hurra!
—gritaron los marineros, mientras, agitando los gorros encerados, saludaban el
acto de clavar el oro al mástil.
—Es una ballena
blanca, digo —continuó Ahab, dejando caer la mandarria—: una ballena blanca.
Despellejaos los ojos buscándola, hombres; mirad bien si hay algo blanco en el
agua: en cuanto veáis una burbuja, gritad.
Durante todo este
tiempo, Tashtego, Daggoo y Queequeg se habían quedado mirando con interés y
sorpresa más atentos que los demás, y al oír mencionar la frente arrugada y la mandíbula
torcida, se sobresaltaron como si cada uno de ellos, por separado, hubiera sido
tocado por algún recuerdo concreto.
—Capitán Ahab
—dijo Tashtego—, esa ballena blanca debe ser la misma que algunos llaman Moby Dick.
—¿Moby Dick?
—gritó Ahab—. Entonces, ¿conoces a la ballena blanca, Tash?
—¿Abanica con la
cola de un modo curioso, capitán, antes de zambullirse, capitán? —dijo reflexivamente
el indio Gay-Head.
—¿Y tiene también
un curioso chorro — dijo Daggoo—, con mucha copa, hasta para un cachalote, y muy
vivo, capitán Ahab?
—¿Y tiene uno,
dos, tres..., ¡ah!, muchos hierros en la piel, capitán —gritó Queequeg, entrecortadamente—,
todos retorcidos, como eso... —y vacilando en busca de una palabra, retorcía la
mano dando vueltas como si descorchara una botella—, como eso...?
—¡Sacacorchos!
—gritó Ahab—, sí, Queequeg, tiene encima los arpones torcidos y arrancados; sí,
Daggoo, tiene un chorro muy grande, como toda una gavilla de trigo, y blanco como
un montón de nuestra lana de Nantucket después del gran esquileo anual; sí, Tashtego,
y abanica con la cola como un foque roto en una galerna.
¡Demonios y
muerte!, hombres, es Moby Dick la que habéis visto; ¡Moby Dick, Moby Dick!
—Capitán Ahab
—dijo Starbuck, que, con Stubb y Flask, había mirado hasta entonces a su superior
con sorpresa creciente, pero al que por fin pareció que se le ocurría una idea
que de algún modo explicaba todo el prodigio—. Capitán Ahab, he oído hablar de
Moby Dick, pero ¿no fue Moby Dick la que le arrancó la pierna?
—¿Quién te lo ha
dicho? —gritó Ahab, y luego, tras una pausa—: Sí, Starbuck; sí, queridos míos
que me rodeáis; fue Moby Dick quien me desarboló; fue Moby Dick quien me puso
en este muñón muerto en que ahora estoy. Sí, sí —gritó con un terrible sollozo,
ruidoso y animal, como el de un alce herido en el corazón—: ¡Sí, sí!, ¡fue esa
maldita ballena blanca la que me arrasó, la que me dejó hecho un pobre inútil amarrado
para siempre jamás! —Luego, agitando los brazos, gritó con desmedidas
imprecaciones—: ¡Sí, sí, y yo la perseguiré al otro lado del cabo de Buena
Esperanza, y del cabo de Hornos, y del Maelstrom noruego, y de las llamas de la
condenación, antes de dejarla escapar! Y para esto os habéis embarcado,
hombres, para perseguir a esa ballena blanca por los dos lados de la
costa, y por todos los lados de la tierra, hasta que eche un chorro de sangre
negra y estire la aleta. ¿Qué decís, hombres: juntaréis las manos en esto? Creo
que parecéis valientes.
—¡Sí, sí!
—gritaron los arponeros y marineros, acercándose a la carrera al excitado
anciano—: ¡Ojo atento a la ballena blanca; un arpón afilado para Moby Dick!
—Dios os bendiga
—pareció medio sollozar y medio gritar—: Dios os bendiga, marineros. ¡Mayordomo!,
ve a sacar la medida grande de grog. Pero ¿a qué viene esa cara larga,
Starbuck; no quieres perseguir a la ballena blanca; no tienes humor de cazar a
Moby Dick?
—Tengo humor para
su mandíbula torcida, y para las mandíbulas de la Muerte también, capitán Ahab, si
viene por el, camino del negocio que seguimos; pero he venido aquí a cazar ballenas,
y no para la venganza de mi jefe. ¿Cuántos barriles le dará la venganza, aunque
la consiga, capitán Ahab? No le producirá gran cosa en nuestro mercado de
Nantucket.
—¡El mercado de
Nantucket! ¡Bah! Pero ven más acá, Starbuck: necesitas una capa un poco más profunda.
Aunque el dinero haya de ser la medida, hombre, y los contables hayan calculado
el globo terráqueo como su gran oficina de contabilidad, rodeándolo de guineas,
una por cada tercio de pulgada, entonces, ¡déjame decirte que mi venganza
obtendrá un gran premio aquí!
—Se golpea el
pecho —susurró Stubb—, ¿a qué viene eso? Me parece que suena como a muy grande, pero a
hueco.
—¡Venganza contra
un animal estúpido — gritó Starbuck—, que le golpeó simplemente
por su instinto
más ciego! ¡Locura! Irritarse contra una cosa estúpida, capitán Ahab, parece algo
blasfemo.
—Pero vuelve a oír
otra vez, ¿y esa capa más profunda? Todos los objetos visibles, hombre, son
solamente máscaras de cartón piedra. Pero en cada acontecimiento (en el acto
vivo, en lo que se hace sin dudar) alguna cosa desconocida, pero que sigue razonando,
hace salir las formas de sus rasgos por detrás de la máscara que no razona. Si
el hombre ha de golpear, ¡que golpee a través de la máscara! ¿Cómo puede el prisionero
llegar fuera sino perforando a través de la pared? Para mí, la ballena blanca
es esa pared, que se me ha puesto delante. A veces pienso que no hay nada
detrás. Pero basta. Me ocupa, me abruma, la veo con fuerza insultante, fortalecida
por una malicia insondable. Esa cosa inescrutable es lo que odio más que nada, y
tanto si la ballena blanca es agente, como si es principal, quiero desahogar en
ella este odio. No me hables de blasfemia, hombre; golpearía al sol si me
insultara. Pues si el sol podía hacerlo, yo podría hacer lo otro, puesto que
siempre hay ahí una especie de juego limpio que preside celosamente todas las
criaturas. Pero ni siquiera ese juego limpio es mi dueño, hombre. ¿Quién está
por encima de mí? La verdad no tiene confines. ¡Aparta tu mirada!, ¡una mirada pasmada
es más intolerable que las ojeadas fulminantes del enemigo! Eso, eso; enrojeces
y palideces; mi calor te ha hecho fundirte en llamarada de ira. Pero fíjate,
Starbuck, lo que se dice acalorado, se desdice a sí mismo. Hay hombres cuyas
palabras acaloradas son pequeñas indignidades. No quería irritarte. Déjalo estar.
¡Mira! ¡Observa esas mejillas salvajes de bronceado con manchas; pinturas vivas
y con aliento, pintadas por el sol, esos leopardos paganos, esos seres vivos
sin pensamiento ni piedad, y no busques ni des razones para la vida tórrida que
llevan! ¡La tripulación, hombre, la tripulación! ¿No están, como un solo
hombre, de acuerdo con Ahab, en este asunto de la ballena? ¡Mira a Stubb, cómo
se ríe! ¡Mira a aquel chileno! Resopla de pensarlo. ¡Tu único retoño zarandeado
no puede seguir en pie en medio del huracán general, Starbuck! ¿Y qué es? Calcúlalo. No es
sino ayudar a herir, una aleta; no es una hazaña prodigiosa para Starbuck. ¿Qué
más es? Sólo en esta pobre caza, entonces, la mejor lanza de todo Nantucket no
se va a quedar seguramente atrás, cuando todos los marineros han agarrado una
piedra de afilar. ¡Ah! Ya te invade un impulso, ya lo veo: ¡la ola te levanta!
¡Habla, habla nada más! ¡Sí, sí, tu silencio, entonces, es lo que te
manifiesta! (Aparte.) Algo, disparado de mis narices dilatadas, lo ha aspirado en
sus pulmones. Starbuck ya es mío; ya no
se me puede oponer sin rebelión.
—¡Dios me guarde,
y nos guarde a todos! —murmuró en voz baja Starbuck.
Pero, en su
alegría por la hechizada aquiescencia tácita de su oficial, Ahab no escuchó su fatídica invocación,
ni la sorda risa que subía de la bodega, ni el presagio de las vibraciones de los
vientos en las jarcias, ni la hueca sacudida de las velas contra los palos,
cuando por un momento se desplomaron, como sin ánimo. Pues de nuevo los ojos
bajos de Starbuck se iluminaron con la terquedad de la vida; se extinguió la
risa subterránea, los vientos siguieron soplando, las velas se hincharon y el
barco cabeceó y avanzó como antes. ¡Ah, admoniciones y avisos! ¿Por qué no os
quedáis cuando venís? Pero ¡oh sombras! Sois más bien predicciones que avisos;
y no tanto predicciones desde fuera, cuanto
verificaciones de lo que acontece en el interior. Pues habiendo pocas cosas exteriores capaces
de sujetarnos, las necesidades interiores de nuestro ser nos siguen empujando.
—¡La medida, la
medida de grog! —gritó Ahab.
Recibido el
rebosante recipiente, y volviéndose a los arponeros, les ordenó que sacasen las
armas. Luego, alineándoles ante él, junto al cabrestante, con los arpones en la
mano, mientras los tres oficiales se situaban a su lado con las lanzas, y el
resto de la tripulación del barco formaba un círculo en torno al grupo, se
quedó un rato escudriñando atento a todos los hombres de la tripulación. Pero
aquellos ojos salvajes hacían frente a su mirada como los ojos sanguinolentos de
los lobos de la pradera a los ojos de su guía, antes que éste, a la cabeza de
todos, se precipite por el rastro del bisonte, aunque, ¡ay!, sólo para caer en
el escondido acecho de los indios.
—¡Bebed y pasad!
—gritó, entregando el pesado recipiente cargado al marinero más cercano—. Que
ahora beba solamente la tripulación. ¡Dadle la vuelta, dadle la vuelta! Sorbos cortos,
tragos largos; está caliente como la pezuña de Satanás. Eso, eso; da la vuelta
muy bien. Se hace una espiral en vosotros; se bifurca; se bifurca en los ojos,
que se disparan como las serpientes. Bien hecho, casi vacío. Por allá vino, por
acá vuelve. Dádmelo: ¡vaya hueco! Hombres, sois igual que los años; así se
traga y desaparece la vida rebosante. ¡Mayordomo, vuelve a llenar!
»Atendedme ahora,
mis valientes. Os he pasado revista a todos alrededor del cabrestante; vosotros,
oficiales, flanqueadme con vuestras lanzas; vosotros, arponeros, poneos ahí con
vuestros hierros, y vosotros, robustos marineros, hacedme un cerco, para que
pueda de algún modo resucitar una noble costumbre de mis antepasados pescadores.
Marineros, ya veréis que... ¡Ah, muchacho!, ¿ya has vuelto? Las monedas falsas
no vuelven tan pronto. Dádmelo. Vaya, ahora este cachorro estaría otra vez
rebosante, si no fueras el duende de san Vito... ¡Vete allá, peste!
»¡Avanzad,
oficiales! Cruzad vuestras lanzas extendidas ante mí. ¡Bien hecho! Dejadme tocar el eje.
Así diciendo, con
el brazo extendido, agarró por su centro cruzado las tres lanzas, formando una
estrella al mismo nivel, y al hacerlo, les dio un súbito tirón nervioso,
mientras que lanzaba atentas ojeadas, pasando de Starbuck a Stubb, de Stubb a
Flask. Parecía que, por alguna inexpresable volición interior, hubiera querido
darles un calambre con la misma feroz emoción acumulada en la botella de Leyden
de su propia vida magnética. Los tres oficiales cedieron ante su aspecto recio,
firme y místico. Stubb y Flask apartaron la mirada a un lado; los honrados ojos
de Starbuck cayeron hacia abajo.
—¡En vano! —gritó
Ahab—, pero quizá está bien. Pues si los tres hubierais recibido por una sola vez el
calambre con toda su fuerza, entonces mi propia cosa eléctrica quizá habría expirado
saliendo de mí. Acaso, también, os habrá hecho desplomaros muertos. Acaso no lo
necesitáis. ¡Abajo las lanzas! Y ahora, oficiales, os nombro, a los tres,
coperos de mis tres parientes paganos, esos tres honorables caballeros y
nobles, mis valientes arponeros. ¿Desdeñáis la tarea? ¿Y qué, entonces, cuando
el gran Papa lava los pies a los mendigos, usando la tiara como jofaina? Ah,
mis dulces cardenales, vuestra misma condescendencia os plegará a esto. No os
doy órdenes; vosotros lo queréis. ¡Cortad vuestras ligaduras
y sacad las astas, oh, arponeros!
Obedeciendo en
silencio la orden, los tres arponeros quedaron sosteniendo ante él el hierro separado
de los arpones, con las barbas para arriba.
—¡No me apuñaléis
con ese agudo acero! ¡Dadles la vuelta, dadles la vuelta! ¿No conocéis el lado
del mango? ¡Poned para arriba el hueco! Así, así; ahora, coperos, avanzad.
¡Tomad los hierros; sostenedlos mientras yo escancio!
Y entonces,
pasando lentamente de un oficial a otro, llenó hasta el borde el hueco de los hierros de arpón
con las ardientes linfas del recipiente de peltre.
—Ahora estáis ahí
tres frente a tres. ¡Alabad estos cálices asesinos! Entregadlos, ahora que ya
sois partes de una alianza indisoluble. ¡Ah, Starbuck, ya está todo hecho! El
sol aguarda para ratificarlo posándose sobre ello. ¡Bebed, arponeros! Bebed y
jurad, hombres que tripuláis la mortal proa de la lancha ballenera: ¡Muerte a
Moby Dick! ¡Dios nos dé caza a todos si no damos caza a Moby Dick hasta
matarla!
Los largos y
afilados vasos de acero se elevaron; y con gritos y maldiciones contra la
ballena blanca, la bebida fue simultáneamente engullida con un chirrido.
Starbuck palideció, se volvió y se estremeció. Una vez más, la última vez, el
recipiente de nuevo lleno dio la vuelta entre la frenética tripulación, y luego
él les hizo una señal con la mano libre, y todos se dispersaron, mientras Ahab
se retiraba a su cabina.
Capítulo XXXVII
ATARDECER
La cabina, por las
ventanas de popa; AHAB, sentado solo y mirando hacia fuera.
«Por donde navego,
dejo una estela turbia y blanca; aguas pálidas y mejillas aún más pálidas. Las
ondas envidiosas, a los lados, se hinchan para ahogar mi rastro; que lo hagan,
pero antes paso yo.
»Allá, en el borde
de la copa siempre rebosante, las tibias olas enrojecen como vino. El rostro de oro
sondea el azul. El sol en zambullida —sumergiéndose lentamente desde mediodía— desciende,
mientras mi alma sube y se fatiga con su interminable cuesta. ¿Es, entonces, la
corona demasiado pesada, esta Corona de Hierro de Lombardía, lo que llevo? Pero
resplandece con muchas gemas; yo, que la llevo, no veo sus centelleos que
llegan a lo lejos, sino que noto sobriamente que llevo algo que deslumbra y
confunde. Es hierro, ya lo sé, no es oro. Está partido, además: lo noto; así me
atormenta el borde mellado, y mi cerebro parece latir contra el metal macizo;
sí, cráneo de acero, el mío; tipo de cráneo que no necesita casco en la lucha
más destrozadora de sesos.
»¿Calor seco en mi
frente? ¡Oh! Hubo tiempos en que el atardecer me aliviaba tanto como el
amanecer me espoleaba noblemente. Ya no. Esta deliciosa luz no me alumbra a mí;
toda delicia es angustia para mí, pues jamás puedo disfrutar. Dotado de la percepción
sublime, me falta el bajo poder de disfrutar; ¡condenado, sutilísima y
malignamente condenado en medio del Paraíso! ¡Buenas noches, buenas noches! (Agitando la mano,
se aparta de la ventana.)
»No fue tarea tan
difícil. Creí encontrar por lo menos uno terco, pero mi único círculo dentado se
ajusta a todas sus diversas ruedas, y giran. O, si queréis, están todos ante mí
como montones de pólvora, y yo soy su fósforo. ¡Ah, qué duro!, ¡que, para pegar
fuego a otros, el fósforo mismo tenga por fuerza que gastarse! ¡Lo que he
osado, lo he querido, y lo que he querido, lo haré! Me creen loco: Starbuck lo
cree; pero soy demoníaco, ¡soy la locura enloquecida! La profecía era que yo
fuera desmembrado, y... ¡sí! He perdido esta pierna. Ahora yo profetizo que desmembraré
a mi desmembradora. Ahora, entonces, sean uno mismo el profeta y el realizador.
Eso es más de lo que jamás fuisteis vosotros, oh grandes dioses.
Me río de vosotros y os abucheo, ¡jugadores de cricket, pugilistas, sordos Burkes
y ciegos Bendigos! No diré como los niños de escuela a los chulos:
"Búscate uno de tu tamaño; no me pegues a mí". No, me habéis derribado
de un golpe, y de nuevo estoy de pie; pero vosotros habéis corrido a
esconderos. ¡Salid de detrás de vuestros sacos de algodón! Vamos, Ahab os
presenta sus respetos; venid a ver si me podéis apartar. ¿Desviarme? No me podéis
desviar, a no ser que os desviéis vosotros: ahí os tiene el
hombre. ¿Desviarme? El camino hacia mi propósito fijo tiene raíles de hierro, por cuyo
surco mi espíritu está preparado para correr. ¡Sobre garganta sin sondear, a través
de las entrañas saqueadas de las montañas, bajo los cauces de los torrentes, me
precipito sin desvío! ¡Nada es obstáculo, nada es viraje para el camino de
hierro!»
Capítulo XXXVIII
OSCURECER
Junto al palo
mayor; STARBUCK se apoya en él.
«¡Mi alma está más
que alcanzada, está superada, y por un loco! ¡Insufrible punzada, que la
cordura rinda armas en tal campo! ¡Pero él ha barrenado hasta muy hondo, y ha
hecho saltar toda mi razón! Veo su fin impío, pero noto que debo ayudarle hasta
él. Quiera o no quiera, esa cosa inefable me ha atado a él; me remolca con un
cable que no tengo cuchillo con que cortar. ¡Horrible viejo! ¿Quién está por
encima de él? Grita; sí, sería un demócrata con todos los de lo alto; ¡mira,
cómo señorea a todos los de abajo! ¡Ah, ya veo claramente mi tarea miserable:
obedecer rebelándome, y peor aún, odiar con un toque de compasión! Pues en sus ojos
leo algún espeluznante dolor que me estremecería si lo tuviera. Pero aún hay
esperanza. El tiempo y la marea fluyen despacio. La odiada ballena tiene todo
el cerco del mundo acuático para nadar, igual que el pequeño pez dorado tiene
su globo cristalino. Ojalá Dios desvíe a un lado su propósito injurioso para
los Cielos. Elevaría mi corazón, si no fuera como de plomo. Pero se me acaba
toda la cuerda, y no tengo llave con que volver a elevar mi corazón, la pesa
que todo lo mueve. (Un estrépito de orgía, desde el castillo de proa.)
» ¡Oh, Dios!,
¡navegar con una tripulación tan pagana que tiene escasa huella de madres humanas en ellos;
paridos no sé dónde por el mar, como por una hembra de tiburón! La ballena blanca
es su semidiós diabólico. ¡Atención! ¡Las orgías infernales! ¡El estrépito es a
proa ¡Nótese el silencio sin interrupción en la popa! Me parece que es imagen
de la vida. Adelante, a través de los centelleantes mares, avanza disparada la
alegre proa, combatida y burlona, pero sólo para arrastrar detrás de sí al sombrío
Ahab, que cavila dentro de su cabina a popa, construida sobre las muertas aguas
de la estela, cada vez más adelante, acosado por sus gorgoteos lobunos. ¡Ese
largo aullido me hace temblar de arriba abajo! ¡Silencio, los de la orgía, y
montad la guardia! ¡Oh, vida! En una hora como ésta, con el
alma abatida y agarrada al conocimiento —como están obligadas a nutrirse las
cosas salvajes y sin educación—, ¡oh, vida!, ahora es cuando siento el horror
latente en ti, pero yo no soy eso; ese horror está fuera de mí, y con el dulce
sentimiento de lo humano que hay en mí, trataré sin embargo de combatiros, ¡oh,
futuros sombríos y fantasmales! ¡Poneos a mi lado, sostenedme, atadme, oh,
influjos bienaventurados!»
Capítulo XXXIX
PRIMERA GUARDIA NOCTURNA
Cofa de trinquete.
STUBB, solo, arreglando una braza.
«¡Ja, ja, ja!;
¡ejem!, ¡me aclararé la garganta! Lo he estado pensando desde entonces, y este “ja, ja" es
la consecuencia final. ¿Por qué eso? Porque una risotada es la respuesta más
sensata y fácil a todo lo extraño; y pase lo que pase, siempre queda un
consuelo: ese consuelo infalible es que todo está predestinado. No oí toda su
conversación con Starbuck, pero, a mi pobre modo de ver, Starbuck entonces
parecía algo así como yo me sentí la otra tarde. Pero seguro que ese viejo
mongol ya le ha arreglado a él también. Yo lo comprendí, lo supe; había tenido el
don, y podría fácilmente haberlo profetizado, pues lo vi cuando
eché el ojo a su cráneo. Bueno, Stubb, sensato Stubb; éste es mi título; bueno, Stubb, ¿qué
hay con eso? Aquí hay una carcasa.!Yo no sé todo lo que podrá pasar, pero, sea
lo que quiera, iré a ello riendo. ¡Qué mueca sarcástica acecha en todos
vuestros horrores! Me siento cómico. ¡Tralaralará! ¿Qué estará haciendo ahora
en casa mi, perita de agua?¿Gastándose los ojos a fuerza de llorar? Me atrevo a
decir que dando una fiesta a los arponeros recién llegados, alegre como un
gallardete de fragata, y así estoy yo también... ¡Tralaralará!.
Oh...
Al amor
brindaremos esta noche
con la felicidad de las burbujas
que nadan por el jarro hasta los bordes
y estallan en los labios al romperse.
»Valiente estrofa
esa... ¿Quién llama? ¿Señor Starbuck? Sí, sí, señor. (Aparte.) Es mi superior; también
él tiene superior, si no estoy equivocado. Sí, sí, señor, ahora mismo acabo este
trabajo; ya voy.»
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