Capítulo XXXIII
EL «TROCEADOR»
Respecto a los
oficiales de un barco ballenero, este momento me parece tan bueno como cualquier otro
para anotar una pequeña particularidad doméstica de a bordo, debida a la existencia de la
clase arponera de oficiales, una clase, por supuesto, desconocida en cualquier otra
marina que no sea la flota ballenera. La amplia importancia atribuida a la
profesión de arponero se evidencia por el hecho de que, al principio, en la
antigua pesquería holandesa, hace más de dos siglos, el mando de un barco
ballenero no residía totalmente en la persona hoy llamada capitán, sino que se
dividía entre él y un oficial llamado el Specksynder, el «Troceador».
Literalmente, esta palabra significa «cortador de grasa», pero el uso la hizo
con el tiempo equivalente a arponero en jefe. En aquellos días, la autoridad
del capitán se restringía a la navegación y manejo general del navío, mientras
que el Specksyndero arponero en jefe reinaba de modo supremo sobre el
departamento de la cala de la ballena y todos sus intereses. En la Pesquería
Británica de Groenlandia se
conserva todavía esta antigua dignidad holandesa, bajo el corrompido título de
Specksioneer, pero su antigua dignidad ha quedado completamente menguada. Actualmente,
tiene el simple rango de primer arponero, y, en cuanto tal, no es más que uno de
los más inferiores subalternos del capitán.
Sin embargo, como
el éxito de un viaje ballenero depende en gran medida de la buena actuación de
los arponeros, y como en la pesquería americana no sólo es un oficial
importante del barco, sino que en ciertas circunstancias (guardias nocturnas en
aguas balleneras) también tiene a su mando la cubierta, por tanto la gran máxima
política del mar exige que viva nominalmente aparte de los marineros del
castillo de proa, y se distinga en cierto modo como su superior profesional,
aunque siempre es considerado por ellos como su igual en compañía. Ahora, la
gran distinción establecida en el mar entre oficial y marinero es ésta: aquél
vive a popa, éste, a proa. Por tanto, lo mismo en barcos balleneros
que en mercantes, los oficiales tienen su residencia con el capitán, y así también, en la
mayor parte de los balleneros americanos, los arponeros se alojan en la parte de
popa del barco. Es decir, comen en la cabina del capitán y duermen en un lugar
que comunica indirectamente con ella.
Aunque la larga
duración de un viaje ballenero al sur (con mucho, el más largo de todos los viajes que se
han hecho, ahora y siempre, por el hombre), sus peculiares peligros y la
comunidad de intereses que domina en un grupo en que todos, altos o bajos,
dependen de sus beneficios y no de paga fija, sino de su suerte en común, así
como de su vigilancia, intrepidez y esfuerzo en común, aunque todas esas cosas en
muchos casos tienden a producir una disciplina menos rigurosa que la habitual
en los barcos mercantes, sin embargo, por más que estos cazadores de ballenas,
en casos primitivos, convivan de modo muy parecido a una antigua tribu
mesopotámica, con todo, es raro, por lo menos,
que se relajen las exterioridades puntillosas del alcázar, y en ningún caso se
abandonan. En efecto, son muchos los barcos de Nantucket en que se ve al capitán pasando
revista a la cubierta con una solemne grandeza no sobrepasada en ningún navío
militar; más aún, exigiendo casi tanto homenaje exterior como si llevara la
púrpura imperial y no el más ajado de los chaquetones de piloto. Y aunque el
maniático capitán del Pequod era el hombre menos dado a esta clase de
presunción superficial, aunque el único homenaje que requería era la obediencia
silenciosa e instantánea, aunque no requería que nadie se quitase el calzado de
los pies antes de subir al alcázar, y aunque había momentos en que, debido a
circunstancias peculiares en relación con acontecimientos que
se detallarán luego, les dirigía la palabra en términos insólitos, fuera por
condescendencia, o in terrorem, o de otro modo, sin embargo, el capitán Ahab no
dejaba en absoluto de observar las principales formas y usos del mar. Y no se
dejará quizá de percibir en definitiva que a veces se enmascaraba tras esas formas
y costumbres, haciendo uso de ellas, incidentalmente, para otras finalidades
más personales que aquellas para las que en principio se suponía que servían.
Ese cierto sultanismo de su
cerebro, que de otra manera habría quedado en buena medida sin expresar, a
través de esas formas se encarnaba en una irresistible dictadura. Pues, sea
cual sea la superioridad intelectual de un hombre, nunca puede asumir la
supremacía práctica y utilizable sobre otros hombres, sin ayuda de alguna especie
de artes y parapetos, siempre más o menos mezquinos y bajos en sí mismos. Ello
es lo que aparta para siempre a los auténticos príncipes imperiales por la
gracia de Dios, a distancia de las asambleas de este mundo, y lo que reserva
los más altos honores que puede dar ese aire a aquellos hombres que se hacen famosos
más bien por su infinita inferioridad alelegido y oculto
puñado de los Divinos Inertes, que por su indiscutible superioridad sobre el muerto
nivel de la masa. Tan gran virtud se oculta en esas cosas pequeñas cuando las
afectan las extremadas supersticiones de la política, que en algunos ejemplos
egregios han infundido potencia en el caso del zar Nicolás, la redonda corona
de un imperio geográfico rodea un cerebro imperial, entonces, los rebaños de la
plebe se aplastan humillados ante la tremenda centralización. Y el dramaturgo
trágico que quiera pintar la
indomabilidad humana en su más pleno alcance y su más directo empuje, jamás
deberá olvidar una sugerencia tan importante, de paso, para su arte como la que
ahora se ha aludido.
Pero Ahab, mi
capitán, todavía sigue moviéndose ante mí en toda su tenebrosidad hirsuta de
hombre de Nantucket, y en este episodio que se refiere a emperadores y reyes no
debo ocultar que sólo tengo que habérmelas con un pobre y viejo cazador de
ballenas como él, y, por tanto, me están negados todos los ornamentos exteriores
y decorados de la majestad.
¡Oh, Ahab!, ¡lo
que en ti sea grandioso habrá de ser por fuerza arrancado a los cielos, y sacado de la
profundidad en zambullida, y configurado en el aire sin cuerpo!
Capítulo XXXIV
LA MESA DE LA CABINA
Es mediodía, y
Dough-Boy, el mayordomo, sacando su pálida cara de hogaza por el portillo de la
cabina, anuncia la comida a su dueño y señor, quien, sentado bajo el bote de
pescantes de sotavento, acaba de hacer una observación del sol, y ahora está
calculando silenciosamente la latitud en la lisa tableta, en forma de medallón,
reservada para esta finalidad cotidiana en la parte superior de su pierna de
marfil. Por su completa falta de atención al aviso, pensaríais que el maniático
Ahab no ha oído a su sirviente.
Pero de repente,
agarrándose a los obenques de mesana, se lanza a cubierta y, diciendo con voz igual y
sin animación: «La comida, señor Starbuck», desaparece en la cabina. Cuando se ha
extinguido el último eco del paso de su sultán, y Starbuck, el primer emir, tiene todos los
motivos para suponer que está sentado, se levanta de su quietud, da unas cuantas vueltas
por la cubierta y, tras una grave ojeada a la bitácora, dice, con cierto acento
placentero: «La comida, señor Stubb», y
baja por el portillo. El segundo emir se demora un rato por los aparejos, y
luego, sacudiendo ligeramente la braza mayor, para ver si no le pasa nada a tan
importante jarcia, asume igualmente la vieja carga, y con un rápido «La comida,
señor Flask», sigue a sus predecesores.
Pero el tercer
emir, viéndose ahora por completo a solas en el alcázar, parece sentirse aliviado de alguna
singular sujeción, pues, lanzando a todas las direcciones toda clase de guiños entendidos,
y quitándose de un golpe los zapatos, se arranca en una brusca, pero silenciosa
racha de danza marinera encima mismo de la cabeza del Gran Turco, y luego,
lanzando con un diestro golpe su gorra hasta la cofa de mesana, como a una
estantería, baja haciendo el loco, al menos mientras queda visible desde cubierta,
y cierra la marcha con música, al revés que en todas las demás procesiones.
Pero antes de entrar por la puerta de la cabina de abajo, se detiene, embarca
una cara totalmente nueva, y luego el independiente y risueño pequeño Flask
entra a la presencia del rey Ahab en el papel de Abyectus, el esclavo.
De todas las cosas
raras producidas por la intensa artificialidad de las costumbres marinas, no es
la menor que muchos oficiales, mientras están al aire libre, en cubierta, se
comporten a la menor provocación de modo atrevido y desafiante respecto a su
jefe, pero que, en diez casos contra uno, esos oficiales bajen un momento después
a su acostumbrada comida en la cabina del mismo capitán, e inmediatamente tomen
un aire inofensivo, por no decir suplicante y humilde, hacia aquél, sentado a
la cabecera de la mesa: es algo maravilloso, y a veces muy cómico: ¿Por qué tal
diferencia? ¿Un problema? Quizá no. En haber sido Baltasar rey de Babilonia, y
haberlo sido de modo no altivo, sino cortés, en esto sin duda debió de haber algún
toque de grandeza humana. Pero aquel que con espíritu auténticamente real e
inteligente preside su propia mesa particular de comensales invitados, ese
hombre tiene por el momento un poder sin rival y el dominio de la influencia
individual; la realeza de rango de ese hombre supera a Baltasar, pues Baltasar
no era el más grande. Quien por una sola vez haya invitado a comer a sus
amigos, ha probado a qué sabe ser césar. Es una brujería de zarismo social a que no se
puede resistir. Ahora, si a esa consideración se sobreañade la supremacía oficial
del capitán de un barco, por deducción se obtendrá la causa de esa peculiaridad
de la vida marítima recién mencionada.
Sobre su mesa
taraceada de marfil, Ahab presidía como un león marino, mudo y melenudo, en la
blanca playa de coral, rodeado por sus cachorros, bélicos pero deferentes. Cada
oficial aguardaba a ser servido en su propio turno. Estaban ante Ahab como
niñitos; y sin embargo Ahab no parecía abrigar la menor arrogancia social. Con
una sola mente, todos clavaban sus ojos atentos en el cuchillo del viejo, mientras
trinchaba el plato principal ante él. Por nada del mundo supongo que habrían profanado
ese momento con la más leve observación, aunque fuera sobre un tema tan neutral
como el tiempo. ¡No! Y cuando, extendiendo el cuchillo y el tenedor entre los
cuales se encerraba la tajada de carne,
Ahab hacía señal a Starbuck de que le acercara el plato, el primer oficial
recibía su alimento como si recibiera limosna, y lo cortaba tiernamente, un
poco sobresaltado si por casualidad el cuchillo rechinaba contra el plato, y lo
masticaba sin ruido, y se lo tragaba no sin circunspección. Pues, como el
banquete de la Coronación en Francfort, donde el Emperador germánico come gravemente
con los siete Electores Imperiales, así esas comidas en la cabina eran comidas
solemnes, no se sabe cómo, tomadas en temeroso silencio; y, sin embargo, el viejo
Ahab no prohibía la conversación en la mesa, sino que solamente permanecía mudo
él mismo. ¡Qué alivio era para el atragantado Stubb que una rata hiciera un
repentino estrépito en la bodega de abajo! Y el pobre pequeño Flask era el
menor y el niñito de esa fatigada reunión familiar. A él le tocaban los huesos
de canilla del salobre buey; a él le tocaban las patas de los pollos, pues para Flask,
haberse atrevido a servirse, le habría parecido algo equivalente a hurto de primer
grado. Sin duda, si se hubiera servido él mismo en la mesa, jamás se habría
atrevido a ir con la frente alta por este honrado mundo; y no obstante, por
raro que sea decirlo, Ahab nunca se lo prohibía. Y si Flask se hubiera servido,
lo probable es que Ahab ni siquiera se habría dado cuenta. Menos que nada se
atrevía Flask a servirse manteca. Si era porque pensaba que los propietarios
del barco se lo negaban a causa de
que le haría tener
pecas en su tez clara y soleada, o si juzgaba que, en un viaje tan largo en tales
aguas sin mercados, la manteca debía de estar muy cara, y por tanto no era para
un subalterno como él, por cualquier cosa que fuera, Flask, ¡ay!, era hombre
sin manteca.
Otra cosa. Flask
era el último en bajar a comer, y Flask era el primero en subir. ¡Consideradlo!
Pues de este modo la comida de Flash quedaba apretada de mala manera en cuanto
al tiempo. Starbuck y Stubb le llevaban ventaja en la salida, y además tenían
el privilegio de entretenerse después. Si sucede además que Stubb, que apenas
está a una clavija por encima de Flask, tiene por casualidad poco apetito y
pronto muestra síntomas de que va a terminar su comida, entonces Flask tiene
que moverse, y ese día no sacará más de tres bocados, pues va contra la sagrada
costumbre que Stubb salga antes que Flask a cubierta. Por consiguiente, Flask
reconoció una vez en privado que, desde que había
ascendido a la dignidad de oficial, no había sabido, ya a partir de ese
momento, lo que era no estar más o menos hambriento. Pues lo que comía, más que
aliviarle el hambre, se la mantenía inmortal en él. «La paz y la satisfacción —pensaba
Flask— han abandonado para siempre mi estómago. Soy oficial, pero ¡cómo me
gustaría poder echar mano a un trozo de buey al viejo estilo en el castillo de
proa, como solía hacer cuando era marinero! Ahí están ahora los frutos del
ascenso; ahí está la vanidad de la gloria; ahí
está la locura de la vida.» Además, si ocurría que algún simple marinero del Pequod tenía
algún agravio contra Flask en su dignidad de oficial, a ese marinero le
bastaba, para obtener amplia venganza, ir a popa a la hora de comer y atisbar a
Flask por la lumbrera de la cabina, sentado como un tonto en silencio ante el
horrible Ahab.
Ahora, Ahab y sus
tres oficiales formaban lo que podría llamarse la primera mesa en la cabina del Pequod.
Después de su marcha, que tenía lugar en orden inverso al de su llegada, el pálido
mayordomo limpiaba el mantel de lona, o más bien lo volvía a poner en cualquier
orden apresurado. Y entonces se invitaba al festín a los tres arponeros, siendo
sus legatarios residuales. Éstos convertían en una especie de temporal cuarto
de servidumbre la alta y poderosa cabina.
Extraño contraste
con la sujeción apenas tolerable y las invisibles tiranías innombrables de la
mesa del capitán formaban la licenciosidad y la tranquilidad absolutamente
despreocupadas de aquellos compañeros inferiores, los arponeros, en democracia
casi frenética. Mientras que sus señores, los oficiales, parecían temerosos del
ruido de los goznes de sus propias mandíbulas, los arponeros masticaban su
alimento con tal complacencia que se oía
el estrépito. Comían como señores; se llenaban la barriga como barcos de la
India que se cargan todo el día de especias. Queequeg y Tashtego tenían tan prodigiosos
apetitos, que para llenar los huecos dejados por la comida anterior, a menudo el
pálido Dough-Boy se resignaba a traer un gran cuarto de buey en salazón, al
parecer desgajado del animal entero. Y si no andaba vivo en ello, si no iba con
un ágil salto y brinco, entonces Tashtego tenía un modo nada caballeroso de
acelerarle disparándole un tenedor a la espalda, como un arpón. Y una vez
Daggoo, invadido por un humor repentino, le ayudó la memoria a Dough-Boy
agarrándole en peso y metiéndole la
cabeza en un gran trinchero vacío de madera, mientras Tashtego, cuchillo en
mano, empezaba a trazar el círculo preliminar para arrancarle la cabellera.
Este mayordomo de cara de pan era por naturaleza un tipo pequeño, muy nervioso
y estremecido, progenie de un panadero en quiebra y una enfermera de hospital.
Y con el espectáculo continuo del negro y terrorífico Ahab, y con los
periódicos ataques tumultuosos de
aquellos tres salvajes, la vida entera de Dough-Boy era un continuo castañeteo de
dientes. Normalmente, en cuanto veía a los arponeros provistos de todas las
cosas que pedían, se escapaba de sus garras, a la pequeña despensa adyacente, y
les atisbaba temerosamente por los postigos de la puerta, hasta que todo había
pasado.
Era un espectáculo
ver a Queequeg sentado frente a Tashtego, que enfrentaba sus dientes afilados a
los del indio: de medio lado, Daggoo, sentado en el suelo —pues en un banco el
catafalco de plumas de su cabeza habría llegado a tocar los bajos entremiches—,
hacía temblar la estructura de la baja cabina a cada movimiento de sus colosales
miembros, como cuando un elefante africano va de pasajero en un barco. Pero, a
pesar de todo eso, el gran negro era admirablemente abstemio, por no decir
melindroso. Parecía apenas
posible que con unos bocados tan pequeños relativamente pudiera mantener la
vitalidad difundida por una persona tan amplia, varonil y soberbia. Pero
indudablemente este noble salvaje comía de firme y bebía a fondo el abundante
elemento del aire, y a través de sus aletas ensanchadas inhalaba la sublime
vida de los mundos. Ni de carne ni de pan se hacen y se nutren los gigantes.
Pero Queequeg hacía al comer tan mortal y bárbaro chasquido de labios —un
sonido realmente feo—, que el tembloroso Dough-Boy casi se miraba a ver si
encontraba señales de dientes en sus propios brazos flacos. Y cuando oía a Tashtego
gritarle que se asomara para que le recogiera los huesos, el mentecato
mayordomo casi destrozaba toda la vajilla que pendía a su alrededor en la
despensa, con sus súbitos ataques de perlesía. Y la piedra de afilar que los arponeros
llevaban en el bolsillo, para sus lanzas y otras armas, y con las cuales en la
comida afilaban ostentosamente los cuchillos, no tendían en absoluto a
tranquilizar con sus rechinamientos al pobre Dough-Boy. ¡Cómo podía él olvidar
que en sus tiempos en la isla, Queequeg, por su parte, seguramente había sido culpable
de ciertas indiscreciones asesinas y banqueteadoras! ¡Ay, Dough-Boy, mal le va
al camarero blanco que sirve a caníbales! No debería llevar una servilleta al
brazo, sino un escudo. Pero en definitiva, para su gran felicidad, los tres
guerreros de agua salada se levantaban y se marchaban: ante los crédulos y mitificadotes
oídos de Dough-Boy, todos sus huesos marciales tintineaban a cada paso, como
alfanjes moros en sus vainas.
Pero aunque esos bárbaros
comían en la cabina y nominalmente vivían en ella, sin embargo, no siendo nada
sedentarios en sus costumbres, escasamente estaban allí sino a las horas de
comer, y justo antes de dormir, cuando pasaban por ella hacia sus alojamientos
propios. En este único aspecto Ahab no parecía ser excepción entre la mayoría
de los capitanes balleneros de América, que, en corporación, se inclinan más
bien a la opinión de que la cabina del barco les pertenece por derecho, y que
sólo por cortesía se
permite estar allí a cualquier otro. De modo que, en auténtica verdad, de los oficiales
y arponeros del Pequod se podía decir con más propiedad que vivían fuera de la
cabina que en ella. Pues cuando entraban era igual que como entra en casa una
puerta de la calle, metiéndose dentro por un momento, sólo para ser rechazada
un instante después, y, de modo permanente, residiendo al aire libre. Y no
perdían gran cosa con ello; en la cabina no había compañerismo; socialmente,
Ahab era inaccesible. Aunque
nominalmente incluido en el censo de la cristiandad, seguía siendo extraño a
ella. Vivía en el mundo como, el último de los osos pardos vivía en el
colonizado Missouri. Y lo mismo que, al pasar la primavera y el verano, aquel
viejo Logan de los —bosques, sepultándose en el hueco de un árbol, invernaba
allí chupándose las zarpas, así, en su vejez inclemente y aullante, el alma de
Ahab, encerrada en el tronco ahuecado de su cuerpo, se alimentaba de las
tristes zarpas de su melancolía.
Capítulo XXXV
LA COFA
Con el tiempo más
agradable fue cuando, en debida rotación con los demás marineros, me tocó mi primer
turno en la cofa. En la mayoría de los balleneros americanos se pone gente en
las cofas casi a la vez que el barco sale del puerto, aunque le queden quizá quince mil millas
o más que navegar antes de llegar a las aguas propiamente de pesca. Y si tras
de un viaje de tres, cuatro o cinco años se acerca al puerto llevando algo
vacío —digamos, incluso, una ampolla vacía—, entonces las cofas siguen con
gente hasta el final, sin abandonar por completo la esperanza de una ballena
más hasta que sus espigas de mastelerillo de sosobre avanzan navegando entre
los chapiteles del puerto.
Ahora, como el
asunto de situarse en lo alto de cofas, en tierra o en mar, es muy antiguo e interesante,
extendámonos aquí en cierta medida. Entiendo que los más antiguos habitantes de
cofas fueron los antiguos egipcios, porque, en todas mis investigaciones, no
encuentro ninguno anterior. Pues aunque sus progenitores, los constructores de
Babel, sin duda intentaron con su torre elevar la más alta cofa de toda Asia, y
también de África, sin embargo, dado que (antes de que se le pusiera la última
galleta de tope) ese gran mástil suyo de piedra se puede decir que salió por la
borda, en la terrible galerna de la ira de Dios, no podemos por tanto dar
prioridad a esos constructores de Babel sobre los
egipcios. Y que los egipcios fueron una nación de gente subida a cofas es una
aserción basada en la creencia general de los arqueólogos de que las primeras
pirámides se fundaron con propósitos astronómicos, teoría singularmente apoyada
por la peculiar estructura escalonada de los cuatro lados de esas
edificaciones, por la cual, con elevaciones
prodigiosamente largas de sus piernas, esos antiguos astrónomos solían ascender
a la cima y gritar sus descubrimientos de nuevas estrellas, del mismo modo que
los vigías de un barco actual gritan señalando una vela o una ballena recién salida
a la vista. En cuanto al Santo Estilita, el famoso ermitaño cristiano de
tiempos antiguos, que se construyó
una elevada columna de piedra en el desierto y pasó en su cima toda la parte final
de su vida, izando la comida del suelo con un aparejo, en él tenemos un notable
ejemplo de un intrépido vigía de cofa, que no fue expulsado de su sitio por nieblas
ni heladas, granizo o nevisca, sino que, haciendo frente a todo con valentía
hasta el final, murió literalmente en su puesto. De los modernos residentes en
cofas no tenemos más que un grupo inanimado: hombres de mera piedra, hierro y bronce
que, aunque muy capaces de afrontar una recia galerna, son por completo
incompetentes en el asunto de
gritar al descubrir alguna visión extraña. Ahí está Napoleón, quien, en lo alto de la columna
de Vendome, se yergue con los brazos cruzados, a unos ciento cincuenta pies en
el aire, despreocupado, ahora, de quién gobierna las cubiertas de abajo, sea
Luis Felipe, Louis Blanc o Luis el Diablo. FI gran Washington, también, se
eleva a gran altura en su descollante cofa de Baltimore, y, como una de las columnas
de Hércules, su columna marca el punto de grandeza humana más allá del cual irán
pocos mortales. El almirante Nelson, igualmente, en un cabrestante de metal de cañón,
se eleva en su cofa de Trafalgar Square, y aun cuando está muy oscurecido por
el humo de Londres, se nota que allí hay un héroe escondido, pues por el humo
se sabe dónde está el fuego. Pero ni
el gran Washington, ni Napoleón, ni Nelson contestarán a una sola llamada desde
abajo, por más locamente que se les invoque para que sean propicios con sus
consejos a las consternadas cubiertas que ellos contemplan; si bien se puede
suponer que sus espíritus penetran a través de la densa niebla del futuro, distinguiendo
qué bajos y qué escollos han de eludirse.
Puede parecer poco
justificado unir en ningún aspecto a los vigías de las cofas de tierra con los del mar,
pero que no es así en realidad, queda evidenciado claramente por un punto de que
se hace responsable Obed Macy, el único historiador de Nantucket. El digno Obed
nos dice que, en los primeros tiempos de la pesca de la ballena, antes de que
se lanzaran regularmente barcos en persecución de la presa, la gente de la isla
erigía elevadas astas a lo largo de la costa, a las que los vigías ascendían
por medio de abrazaderas con clavos, algo así como cuando las gallinas suben
las escaleras a su gallinero. Hace pocos años ese mismo plan fue adoptado por
los balleneros de la bahía de Nueva Zelanda, quienes, al señalar la presa, daban
aviso a botes ya tripulados que estaban preparados junto a la playa. Pero esa
costumbre ahora se ha quedado anticuada; volvamos entonces a la única cofa
propiamente dicha, la de un barco ballenero en el mar.
Se tienen vigías
en las tres cofas, de sol a sol, alternándose los marineros por turnos
regulares (como en la caña), y relevándose cada dos horas. En el tiempo sereno
de los trópicos, la cofa es enormemente agradable; incluso deliciosa para un
hombre soñador y meditativo. Ahí está uno, a cien pies por encima de las
silenciosas cubiertas, avanzando a grandes pasos por lo profundo, como si los
palos fueran gigantescos zancos, mientras que por debajo de uno, y como quien
dice entre las piernas, nadan los más enormes monstruos del mar, igual que antaño
los barcos navegaban entre las botas del famoso Coloso de la antigua Rodas. Ahí
está uno, en la secuencia infinita del mar, sin nada
movido, salvo las
ondas. El barco en éxtasis avanza indolentemente; soplan los perezosos vientos
alisios; todo le inclina a uno a la languidez. Casi siempre, en esta vida
ballenera en el trópico, a uno le envuelve una sublime ausencia de
acontecimientos: no se oyen noticias, no se leen periódicos, no hay números
especiales con informes sobresaltadores sobre vulgaridades que le engañen a uno
excitándole sin necesidad; no se oye hablar de aflicciones domésticas, fianzas
de quiebra, caídas de valores; nunca preocupa la idea de qué habrá de comer,
pues todas las comidas, para tres años y más, están
confortablemente estibadas en barriles, y la minuta es inmutable.
En uno de esos
balleneros del sur, en un largo viaje de tres o cuatro años, como a menudo ocurre,
la suma de las diversas horas que uno pasa en la cofa equivaldría a varios
meses enteros. Y es muy deplorable que el lugar a que uno dedica tan
considerable porción del término total de su vida natural, esté tan tristemente carente de
cualquier cosa aproximada a una cómoda habitabilidad, o capaz de engendrar una
confortable localización de nuestro sentir, tal como corresponde a una cama,
una hamaca, un coche fúnebre, una garita, un púlpito, una carroza, o cualquier
otra de esas pequeñas y gratas invenciones en que los hombres se aíslan temporalmente.
El lugar más habitual de posarse es la cabeza del mastelero de juanete, donde
uno se pone sobre dos finas traviesas paralelas (casi exclusivas de los barcos
balleneros) llamadas baos de
juanete. Allí, zarandeado por el mar, el principiante se siente casi tan a gusto como si
estuviera sobre los cuernos de un toro. Desde luego, en tiempo frío uno puede llevar
consigo a lo alto su casa, en forma de un capote de guardia; pero, hablando en
propiedad, el capote más espeso no es más casa que el cuerpo desvestido; pues
del mismo modo que el alma está pegada por dentro a su tabernáculo carnal, y no
se puede mover libremente por él, ni tampoco moverse saliendo de él, sin correr
gran riesgo de perecer (como un peregrino ignorante que cruza los Alpes nevados
en invierno), así un capote no es tanto una casa cuanto un mero envoltorio, o
una piel adicional que nos enfunda. No se puede meter uno en el cuerpo una
estantería ni un cajón, y tampoco se puede convertir el
capote en un armario conveniente. En referencia a todo esto, ha de lamentarse vivamente
que las cofas de un ballenero del mar del Sur no estén provistas de esos
envidiables pabelloncitos o púlpitos, llamados «cofa de vigía de tope» o «nido
de cuervo», en que los vigías de los balleneros de Groenlandia quedan protegidos
del inclemente tiempo de los mares helados. En la hogareña narración del
capitán Sleet titulada Un Viaje entre los Icebergs, en busca de la ballena de
Groenlandia, e incidentalmente para el redescubrimiento de las Perdidas Colonias
Islandesas de la Vieja Groenlandia, en ese admirable volumen, digo, todos los
vigías de las cofas están dotados de una explicación deliciosamente detallada
del entonces recién inventado «nido de cuervo» del Glacier, que era el nombre
de la excelente nave del capitán Sleet. Él lo llamó «nido de cuervo de Sleet»
en honor a sí mismo, por ser él su inventor original y patentador, y estar libre de toda ridícula
delicadeza falsa, considerando que si llamamos a nuestros propios hijos con
nuestros propios nombres (puesto que los padres somos sus inventores
originales y patentadores), igualmente deberíamos denominar con nuestro nombre
cualquier otro artefacto que engendremos.
En forma, el «nido
de cuervo de Sleet» es algo así como un gran barril o tubo, pero abierto por
arriba, donde está provisto de una pantalla móvil lateral para poner a
barlovento de la cabeza en una dura galerna. Estando sujeto al extremo del
palo, se sube a él por una pequeña escotilla en trampa puesta en el fondo. En
la parte trasera, o sea, la más próxima a popa del barco, hay un cómodo
asiento, con un cajón debajo para paraguas, bufandas y capotes. Delante hay una
bolsa de cuero, donde se guarda el altavoz, la pipa, el telescopio y demás utensilios
náuticos. Cuando el capitán Sleet en persona se situaba
en la cofa, en aquel nido de cuervo suyo, nos dice que siempre llevaba consigo un
rifle (sujeto también a la bolsa) junto con un frasco de pólvora y munición,
con el fin de disparar a los narvales errantes, los vagabundos unicornios
marinos que infestaban aquellas aguas; pues no se les puede disparar con buenos
resultados desde la cubierta, debido a la resistencia del agua, pero
dispararles desde arriba es cosa muy
diferente. Ahora es evidentemente resultado del amor que el capitán Sleet describa,
como lo hace, todas las comodidades detalladas de su nido de cuervo, pero
aunque se extienda tanto en algunas de ellas, y aunque nos obsequie con una
explicación muy científica de sus experimentos en el nido de cuervo, con una
pequeña brújula que guardaba allí con el fin de contrarrestar los errores de lo
que llamaba la «atracción
local» de todos los imanes de bitácora (error atribuible a la vecindad
horizontal del hierro en las tablas del barco, y, en el caso del Glacier,
quizá, a que hubiera entre la tripulación tantos herreros en bancarrota), digo que
aunque el capitán es aquí muy discreto y científico, con todo, a pesar de sus
doctas «desviaciones de bitácora», «observaciones azimutales de la brújula» y
«errores de aproximación», sabe de sobra el
capitán Sleet que no estaba tan sumergido en esas profundas meditaciones magnéticas
como para dejar de ser atraído de vez en cuando hacia la bien provista
cantimplora tan lindamente encajada en un lado de su nido de cuervo, a fácil
alcance de la mano. Por más que, en conjunto, admire grandemente, e incluso
quiera, al valiente, honrado y docto capitán, no obstante, le tomo muy a mal
que no haga caso en absoluto a la cantimplora sabiendo qué fiel amiga y
consoladora debía haber sido mientras él estudiaba matemáticas, con dedos
enmitonados y cabeza encapuchada, en lo alto de aquel
nido a tres o cuatro varas del Polo.
Pero si nosotros,
los pescadores de ballenas del sur, no estamos tan cómodamente alojados en lo
alto como el capitán Sleet y sus hombres de Groenlandia, esa desventaja queda
grandemente contrapesada por la serenidad, en gran contraste, de los seductores
mares en que solemos flotar los pescadores del sur. Yo, por mi parte, solía
subir con gran sosiego y ocio por las jarcias, descansando en lo alto para
charlar con Queequeg, o con cualquier otro franco de servicio a quien
encontrara allí; luego, ascendiendo un poco más allá, y echando perezosamente una
pierna sobre la verga de gavia, lanzaba una ojeada preliminar
a las dehesas acuáticas, y así por fin me elevaba a mi destino definitivo. Quiero
descargar aquí mi conciencia y admitir con franqueza que hacía muy mal la guardia.
Con el problema del universo dando vueltas en mí, ¡cómo podía yo —quedando tan completamente
solo en una altura que tantos pensamientos engendraba—, cómo podía yo observar
sino de modo muy ligero mis obligaciones de cumplir las órdenes permanentes de todos
los barcos balleneros: «Abre el ojo a barlovento y grita a cada
vez».
Y en este punto,
dejadme amonestaros de modo conmovedor, ¡oh armadores de Nantucket! ¡Cuidado
con alistar en vuestras vigilantes pesquerías a ningún muchacho de frente
descarnada y mirada profunda, dado a tan inoportuna meditatividad, y que se
ofrece para embarcarse llevando en la cabeza el «Fedón» en vez del Bowditch!
Cuidado con semejante persona, digo: vuestras ballenas han de ser vistas para
poder ser muertas; y este joven platónico de ojos hundidos os remolcará diez
vueltas alrededor del globo sin enriqueceros en una sola pinta de grasa. Y no
son del todo superfluas estas admoniciones. Pues hoy día la pesca de la ballena
proporciona un asilo para muchos jóvenes
románticos, melancólicos y distraídos, disgustados del acerbo cuidado de la tierra,
y buscando sentimiento en el alquitrán y el aceite de la ballena. No pocas
veces Childe Harold se encarama en la cofa de algún barco ballenero decepcionado
y sin suerte, y exclama en melancólico fraseo: ¡Sigue moviéndote, hondo,
sombrío mar azul!
Vanamente diez mil
balleneros te cruzan. Muy a menudo los capitanes de semejantes barcos riñen a
esos distraídos jóvenes filósofos, acusándoles de no tomarse suficiente
«interés» por el viaje; medio sugiriendo que están tan desesperadamente
perdidos para toda ambición honrosa, que en lo secreto de sus almas preferirían
no ver ballenas en vez de verlas. Pero todo en vano: esos jóvenes platónicos
tienen la idea de que su visión es imperfecta: son miopes: ¿de qué sirve,
entonces, esforzar el nervio óptico? Se han dejado en casa los gemelos de
teatro.
—Vamos, tú, mono
—decía un arponero a uno de esos muchachos—: llevamos ya sus buenos años de
travesía, y todavía no has señalado una ballena. Mientras tú estás ahí arriba, las
balirnas son tan escasas como los dientes de gallina.
Quizá era así o
quizá podían haber estado en mana as en el remoto horizonte; pero este distraído joven
está adormecido en tal desatención drogada de ensueño vacío e inconsciente, por
la cadencia mezclada de las olas y los pensamientos, que finalmente pierde su
identidad; toma el místico océano a sus pies por la imagen visible de esa
profunda alma azul y sin fondo que penetra la humanidad y la naturaleza; y cualquier
cosa extraña, medio vista, elusiva, y hermosa, que se le escapa, cualquier aleta
que asoma,
confusamente percibida, de alguna forma indiscernible, le parece la encarnación
de esos elusivos pensamientos que sólo pueblan el alma volando continuamente a
través de ella. En este encantado estado de ánimo, tu espíritu refluye al lugar
de donde vino, se difunde a través del tiempo y el espacio, como las dispersas cenizas
panteístas de Cranmer, formando al menos una parte de todas las orillas en
torno al globo.
No
hay vida en ti, ahora, salvo esa vida mecida que te comunica un barco que se
balancea suavemente, y que él toma prestado del mar, y el mar, de las
inescrutables mareas de Dios. Pero mientras está en ti este sueño, este ensueño,
mueve una pulgada el pie o la mano, dejan de resbalar un poco, y tu identidad
regresa horrorizada. Te ciernes sobre vórtices cartesianos. Y quizá a mediodía,
en el más claro tiempo, con un grito medio estrangulado, caerás por ese aire
transparente al mar estival, para no volver a subir jamás. ¡Tened mucho cuidado, oh panteístas!
Continúa leyendo esta historia en "Moby Dick - Cap XXXVI, XXXVII, XXXVIII y XXXIX- Herman Melville"
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