Capítulo XXII
FELIZ NAVIDAD
Al fin, hacia mediodía, después de despedir por último a los aparejadores del barco, y después que el Pequod fue halado del muelle, y después que la siempre preocupada Caridad nos alcanzó en una lancha ballenera con su último regalo —un gorro de dormir para Stubb, el segundo oficial, cuñado suyo, y una Biblia de repuesto para el mayordomo—, después de todo eso, los dos capitanes Peleg y Bildad salieron de la cabina, y Peleg, dirigiéndose al primer oficial, dijo:
—Bueno, señor Starbuck, ¿está usted seguro de que todo está bien? El capitán Ahab está reparado: acabo de hablar con él. No hay más que recibir de tierra, ¿eh? Bueno, llame a todos a cubierta, entonces. Póngalos aquí para pasar revista, ¡malditos sean!
—No hay necesidad de palabras profanas, aunque haya mucha prisa, Peleg —dijo Bildad—, pero ve allá, amigo Starbuck, y cumple nuestro deseo.
¡Cómo era eso! Aquí, a punto mismo de partir para el viaje, el capitán Peleg y el capitán Bildad andaban por la toldilla como unos señores, igual que si fueran a ser conjuntamente los capitanes de la travesía, como para todo lo demás lo eran en el puerto. Y, en cuanto al capitán Ahab, todavía no se veía ni señal de él; solamente decían que estaba en la cabina. Pero, entonces, había que pensar que su presencia no era en absoluto necesaria para que el barco levara el ancla y saliese con facilidad al mar.
Ciertamente,
todo eso no era en rigor asunto suyo, sino del piloto, y como todavía
no estaba completamente recuperado —según decían—, por consiguiente, el
capitán Ahab se quedaba abajo. Y todo ello parecía bastante natural,
principalmente dado que en la marina mercante muchos capitanes no se
muestran jamás en cubierta durante un considerable tiempo después de
levar anclas, sino que se quedan en la mesa de la cabina, haciendo un
festejo de despedida con sus amigos de tierra, antes que éstos abandonen
definitivamente el barco con el piloto. Pero no hubo mucha ocasión de
reflexionar sobre el asunto, pues el capitán Peleg estaba ahora en plena
actividad. Parecía que él y no Bildad, hacía la mayor parte de la
conversación y las órdenes.
—¡Aquí a popa, hijos de solteros! —gritó, cuando los marineros se demoraban junto al palo mayor—. Señor Starbuck, échelos a popa.
—¡Derribad la tienda! —fue la siguiente orden. Como ya sugerí, esa marquesina de ballena no se izaba sino en el puerto, y a bordo del Pequod desde hacía treinta años, se sabía que la orden de derribar la tienda venía después de la de levar anclas.
—¡Al cabrestante! ¡Sangre y truenos!, ¡corriendo! —fue la siguiente orden, y la tripulación saltó por los espeques.
Entonces, al levar anclas, la posición habitualmente ocupada por el piloto es la parte delantera del barco. Y allí Bildad, que igual que Peleg, ha de saberse que era uno de los pilotos licenciados del puerto, en adición a sus demás funciones (y se sospechaba que se había hecho piloto para ahorrarse los derechos de práctico de Nantucket en todos los barcos en que tenía intereses, pues nunca pilotaba otras embarcaciones), Bildad, como digo, se mostraba ahora activamente ocupado mirando por la proa el ancla que se acercaba, y de vez en cuando cantando lo que parecía una lúgubre estrofa de salmo para animar a los marineros en el cabrestante, que lanzaban en rugido una especie de coro sobre las muchachas de Booble Alley, y su buena voluntad. No obstante, no hacía tres días que Bildad les había advertido que no se consentirían canciones profanas a bordo del Pequod, sobre todo al levar anclas, y Caridad, su hermana, había puesto un pequeño ejemplar selecto de Watts en la litera de cada tripulante.
Mientras tanto, inspeccionando la otra parte del barco, el capitán Peleg imprecaba y juraba a popa del modo más espantoso. Casi creí que hundiría el barco antes que pudiera levarse el ancla; involuntariamente me detuve en mi espeque, y dije a Queequeg que hiciera lo mismo, al pensar en los peligros que corríamos empezando el viaje con semejante diablo como piloto. No obstante, me consolaba con la idea de que podría encontrarse alguna salvación en el piadoso Bildad, a pesar de lo de la setecientas sesenta y sieteava parte, cuando sentí un repentino y fuerte golpe en el trasero, y al volverme, me quedé horrorizado ante la aparición del capitán Peleg en el acto de retirar la pierna de mi inmediata cercanía. Era mi primer golpe.
—¿Así es como se leva ancla en la marina mercante? —rugió—. ¡Salta y corre, cabeza de carnero; salta y rómpete el espinazo! ¿Por qué no empujáis, dijo yo, todos vosotros? ¡Saltad! ¡Quohog! Salta tú, el tipo de las patillas rojas; salta, gorro escocés; salta, el de los pantalones verdes. Saltad todos vosotros, os digo, y ¡a ver si os saltáis los ojos!
—¡Aquí a popa, hijos de solteros! —gritó, cuando los marineros se demoraban junto al palo mayor—. Señor Starbuck, échelos a popa.
—¡Derribad la tienda! —fue la siguiente orden. Como ya sugerí, esa marquesina de ballena no se izaba sino en el puerto, y a bordo del Pequod desde hacía treinta años, se sabía que la orden de derribar la tienda venía después de la de levar anclas.
—¡Al cabrestante! ¡Sangre y truenos!, ¡corriendo! —fue la siguiente orden, y la tripulación saltó por los espeques.
Entonces, al levar anclas, la posición habitualmente ocupada por el piloto es la parte delantera del barco. Y allí Bildad, que igual que Peleg, ha de saberse que era uno de los pilotos licenciados del puerto, en adición a sus demás funciones (y se sospechaba que se había hecho piloto para ahorrarse los derechos de práctico de Nantucket en todos los barcos en que tenía intereses, pues nunca pilotaba otras embarcaciones), Bildad, como digo, se mostraba ahora activamente ocupado mirando por la proa el ancla que se acercaba, y de vez en cuando cantando lo que parecía una lúgubre estrofa de salmo para animar a los marineros en el cabrestante, que lanzaban en rugido una especie de coro sobre las muchachas de Booble Alley, y su buena voluntad. No obstante, no hacía tres días que Bildad les había advertido que no se consentirían canciones profanas a bordo del Pequod, sobre todo al levar anclas, y Caridad, su hermana, había puesto un pequeño ejemplar selecto de Watts en la litera de cada tripulante.
Mientras tanto, inspeccionando la otra parte del barco, el capitán Peleg imprecaba y juraba a popa del modo más espantoso. Casi creí que hundiría el barco antes que pudiera levarse el ancla; involuntariamente me detuve en mi espeque, y dije a Queequeg que hiciera lo mismo, al pensar en los peligros que corríamos empezando el viaje con semejante diablo como piloto. No obstante, me consolaba con la idea de que podría encontrarse alguna salvación en el piadoso Bildad, a pesar de lo de la setecientas sesenta y sieteava parte, cuando sentí un repentino y fuerte golpe en el trasero, y al volverme, me quedé horrorizado ante la aparición del capitán Peleg en el acto de retirar la pierna de mi inmediata cercanía. Era mi primer golpe.
—¿Así es como se leva ancla en la marina mercante? —rugió—. ¡Salta y corre, cabeza de carnero; salta y rómpete el espinazo! ¿Por qué no empujáis, dijo yo, todos vosotros? ¡Saltad! ¡Quohog! Salta tú, el tipo de las patillas rojas; salta, gorro escocés; salta, el de los pantalones verdes. Saltad todos vosotros, os digo, y ¡a ver si os saltáis los ojos!
Y
diciendo así, se movía a lo largo del molinete, usando acá y allá la
pierna con generosidad, mientras el imperturbable Bildad seguía marcando
el compás con su salmodia. Pensé que el capitán Peleg debía haber
bebido algo aquel día.
Por fin, se levó el ancla, se largaron las velas y nos deslizamos adelante. Era un día de Navidad, corto y frío, y cuando el breve día nórdico se fundió en noche, nos encontramos casi en alta mar en el invernal océano, cuya congeladora salpicadura nos envolvía en hielo como en una armadura pulida. Las largas filas de dientes en las amuradas destellaban a la luz de la luna, y, como vastos colmillos marfileños de algún enorme elefante, enormes carámbanos curvados colgaban de la proa.
El flaco Bildad, como piloto, mandó el primer cuarto de guardia, y de vez en cuando, mientras la vieja embarcación se zambullía profundamente en los verdes mares, enviando el hielo ateridor por encima de ella, y los vientos aullaban, y las jarcias vibraban, se oían sus firmes notas:
Nunca me sonaron tan dulcemente aquellas dulces palabras como entonces. Estaban llenas de esperanza y alegría. A pesar de la noche invernal en el rugiente Atlántico, a pesar de mis pies mojados y mi chaquetón aún más mojado, todavía me parecía que me estaban reservados muchos puertos placenteros, y prados y claros tan eternamente primaverales, que la hierba brotada en abril permanece intacta y sin hollar hasta el estío.
Al fin alcanzamos alta mar de tal modo que ya no fueron necesarios los dos pilotos. La gruesa barca de vela que nos había acompañado empezó a ponerse al costado. Fue curioso y nada desagradable cómo se sintieron afectados Peleg y Bildad en aquella ocasión, sobre todo el capitán Bildad. Pues reacio todavía a marchar, muy reacio a dejar definitivamente un barco destinado a un viaje tan largo y peligroso, más allá de ambos cabos tormentosos, un barco en que se habían invertido varios millares de sus dólares duramente ganados, un barco en que navegaba de capitán un antiguo compañero, un hombre casi tan viejo como él, saliendo una vez más al encuentro de todos los terrores de la mandíbula inexorable; reacio a decir adiós a una cosa en todos sentidos tan rebosante de todo interés para él, el pobre Bildad se demoró mucho tiempo, recorrió la cubierta con zancadas ansiosas, bajó corriendo a la cabina a decir otras palabras de despedida, volvió a subir a cubierta y miró a barlovento, miró las anchas e ilimitadas aguas, sólo ceñidas por los remotos e invisibles continentes orientales, miró a la arboladura, miró a derecha e izquierda, miró a todas partes y a ninguna, y por fin, retorciendo maquinalmente un cabo en su tolete, agarró de modo convulsivo al robusto Peleg de la mano, y, levantando una linterna, por un momento se le quedó mirando a la cara con aire heroico, como si dijera:
«A pesar de todo, amigo Peleg, lo puedo soportar; sí que puedo».
En cuanto al propio Peleg, lo tomaba con más filosofía, pero, aun con toda su filosofía, se vio una lágrima brillando en sus ojos cuando la linterna se le acercó demasiado. Y, él, también, corrió no poco de cabina a cubierta; unas veces diciendo una palabra abajo, y otras veces una palabra a Starbuck, el primer oficial. Pero por fin se volvió hacia su compañero, con un aire terminante:
—¡Capitán Bildad! ¡Vamos, viejo compañero, tenemos que marcharnos! ¡Cambia la verga mayor! ¡Ah del bote! ¡Atención, al costado ahora! ¡Cuidado, cuidado! Vamos, Bildad, muchacho; di adiós. Mucha suerte, Starbuck..., mucha suerte, señor Stubb..., mucha suerte, señor Flask... Adiós, y mucha suerte a todos... y de hoy en tres años tendré una cena caliente humeando para vosotros en la vieja Nantucket. ¡Hurra, y vamos!
—Dios os bendiga, y manteneos en Su santa observancia, muchachos —murmuró el viejo Bildad, casi incoherentemente—. Espero que ahora tendréis buen tiempo, de modo que el capitán Ahab pueda pronto andar entre vosotros; un sol agradable es todo lo que necesita, y ya lo tendréis de sobra en el viaje al trópico adonde vais. Tened cuidado en la caza, marineros. No desfondéis los botes sin necesidad, arponeros; las cuadernas de buena madera de cedro blanco han subido el tres por ciento este año. No olvidéis tampoco vuestras oraciones. Señor Starbuck, fíjese que el tonelero no desperdicie las duelas de repuesto. ¡Ah, las agujas para las velas están en la caja verde! No pesquéis mucho en los días del Señor, muchachos; pero tampoco desperdiciéis una buena ocasión, que es rechazar los buenos dones del Cielo. Tenga ojo con la caja de la melaza, señor Stubb; me pareció que se salía un poco. Si tocan en las islas, señor Flask, cuidado con la fornicación. ¡Adiós, adiós! No guarde mucho tiempo ese queso en la bodega, señor Starbuck: se estropeará. Cuidado con la manteca: a veinte centavos estaba la libra, y fijaos, si...
—¡Vamos, vamos, capitán Bildad, basta de cháchara; vamos! —Y diciendo esto, Peleg le empujó apresuradamente por la banda, y los dos se dejaron caer en el bote. Barco y bote se separaron; la fría y húmeda brisa nocturna sopló entre ellos; una gaviota volvió chillando por encima; las dos embarcaciones se agitaron locamente; lanzamos tres hurras con el corazón oprimido, y nos sumergimos ciegamente, como el hado, en el solitario Atlántico.
Varios capítulos atrás se habló de un tal Bulkington, un marinero alto, recién desembarcado, a quien encontré en la posada de New Bedford. Cuando, en aquella ateridora noche de invierno, el Pequod metía su vengadora proa en las frías olas malignas, ¡a quién vi, de pie en la caña, sino a Bulkington! Con respetuosa simpatía y con temor miré a aquel hombre que, recién desembarcado en pleno invierno de un peligroso viaje de cuatro años, podía volver a lanzarse otra vez, con tal falta de sosiego, para otra temporada de tormentas. La tierra parecía abrasarle los pies. Las cosas más maravillosas son siempre las inexpresables; las memorias profundas no dan lugar a epitafios; así este capítulo de seis pulgadas es la tumba sin lápida de Bulkington. He de decir sólo que su suerte era como la de un barco agitado por las tormentas, que avanza miserablemente a lo largo de la costa a sotavento. El puerto le daría socorro de buena gana: el puerto es compasivo: en el puerto hay seguridad, consuelo, hogar encendido, cena, mantas calientes, amigos, todo lo que es benigno para nuestra condición mortal. Pero en esa galerna, el puerto y la tierra son el más terrible peligro para el barco: debe rehuir toda hospitalidad; un toque de la tierra, aunque sólo arañara la quilla, le haría estremecerse entero.
Con toda su energía hace fuerza de velas para alejarse de tierra; al hacerlo, lucha con los mismos vientos que querrían impulsarlo hacia el puerto, y vuelve a buscar todo el desamparo del mar sacudido, precipitándose perdidamente al peligro por ansia de refugio; ¡con su único amigo como su más cruel enemigo! ¿Lo sabes ahora, Bulkington? ¿Te parece ver destellos de esta verdad mortalmente intolerable: que todo profundo y grave pensar no es sino el esfuerzo intrépido del alma para mantener la abierta independencia de su mar, mientras que los demás desatados vientos de cielo y tierra conspiran para lanzarla a la traidora y esclavizadora orilla?
Pero como sólo en estar lejos de tierra reside la más alta verdad, sin orilla y sin fin, como Dios; así, más vale perecer en ese aullar infinito que ser lanzado sin gloria a sotavento, aunque ello sea salvación. Pues entonces ¡oh! ¿Quién se arrastraría cobardemente a tierra como un gusano? ¡Terrores de lo terrible!, ¿es tan vana toda esta agonía? ¡Ten ánimos, ten ánimos, oh, Bulkington! ¡Manténte fieramente, semidiós! ¡Yérguete entre el salpicar de tu hundimiento en el océano; sube derecho, salta a tu apoteosis!
Como Queequeg y yo estamos ya lindamente embarcados en este asunto de la pesca de la ballena, y como este asunto de la pesca de la ballena, no sé por qué, ha llegado a ser considerado entre la gente de tierra como una dedicación más bien antipoética y deshonrosa, en vista de eso, tengo el mayor afán de convenceros, oh gente de tierra, de la injusticia que nos hacéis así a los cazadores de ballenas.
En primer lugar, quizá ha de considerarse superfluo indicar el hecho de que, entre la gente que anda por ahí la ocupación de la pesca de la ballena no se estima al nivel de lo que se llama las profesiones liberales. Si entra en una sociedad heterogénea de la capital un desconocido, no mejorará demasiado la opinión común sobre sus méritos el hecho de que le presenten a los reunidos como un arponero, digamos; y si, emulando a los oficiales de Marina, añade en su tarjeta de visita las iniciales R C. (Pesquería de Cachalote), tal iniciativa se considerará sumamente presuntuosa y ridícula.
Sin duda, una razón dominante por la que el mundo rehúsa honrarnos a los balleneros es ésta: se piensa que, en el mejor de los casos, nuestra vocación no llega a ser más que una ocupación parecida a la del matarife; y que, cuando estamos activamente dedicados a ella, nos rodea toda suerte de suciedades. Sí que somos matarifes, es verdad. Pero matarifes también, y matarifes de la más sanguinaria categoría, han sido todos los jefes militares a quienes el mundo se complace infaliblemente en honrar. Y en cuanto a la cuestión de la falta de limpieza que se atribuye a nuestra tarea, pronto seréis iniciados en ciertos hechos, hasta ahora casi universalmente desconocidos, que, en conjunto, situarán triunfalmente al barco ballenero entre las cosas más limpias de esta pulcra tierra. Pero aun concediendo que la acusación susodicha fuera cierta, ¿qué cubiertas desordenadas y resbalosas de un ballenero son comparables a la indecible carroña de esos campos de batalla de que tantos soldados regresan para beber entre el aplauso de todas las damas? Y si la idea de peligro realza el concepto popular de la profesión del soldado, permitidme aseguraros que muchos veteranos que han avanzado contra una batería retrocederían rápidamente ante la aparición de la vasta cola del cachalote agitando el aire en remolinos sobre sus cabezas. Pues ¿qué son los comprensibles terrores del hombre comparados con los terrores y prodigios entremezclados de Dios?
Pero aunque el mundo nos desprecie a los cazadores de ballenas, sin embargo, nos rinde inconscientemente el más profundo homenaje, sí, una adoración desbordada Pues casi todos los candelabros, lámparas y velas que arden alrededor del globo, arden a nuestra gloria, como ante nichos sagrados.
Mirad, no obstante, el asunto bajo otras luces; pesadlo en toda clase de balanzas; mirad qué somos y hemos sido los balleneros.
¿Por qué los holandeses, en tiempo de De Witt, tenían almirantes de sus flotas balleneras?¿Por qué Luis XVI de Francia, a sus propias expensas, armó barcos balleneros en Dunkerque, y cortésmente invitó a esa ciudad a un par de veintenas de familias de nuestra propia isla de Nantucket? ¿Por qué Gran Bretaña, entre los años 1750 y 1788, pagó a sus balleneros subvenciones por más de un millón de libras? Y finalmente, ¿cómo es que los balleneros de América superamos en número al resto de todos los balleneros del mundo reunidos, navegamos en una flota de más de setecientos navíos tripulados por dieciocho mil hombres, consumiendo al año cuatro millones de dólares, mientras que los barcos valen, en el momento de zarpar, veinte millones, y todos los años traen a los puertos una bien segada cosecha de siete millones? ¿Cómo ocurre todo esto, si no hay algo potente en la pesca de la ballena?
Pero esto no es ni la mitad: mirad otra vez.
Afirmo francamente que el filósofo cosmopolita no puede, ni aunque le vaya en ello la vida, señalar una única influencia pacífica que en lo últimos sesenta años haya operado más poderosamente en todo el ancho mundo, tomado en un solo conjunto, que la alta y potente ocupación de la pesca de la ballena. De un modo o de otro, ha dado lugar a acontecimientos tan notables en sí mismos, y tan ininterrumpidamente importantes en sus resultados consiguientes, que la pesca de la ballena puede muy bien considerarse como aquella madre egipcia que producía retoños que a su vez llevaban fruto en el vientre. Catalogar estas cosas sería tarea interminable y desesperanzada. Baste un puñado. Desde hace muchos años el barco ballenero ha sido el pionero que ha enlazado las partes más remotas y menos conocidas de la tierra. Ha explorado mares y archipiélagos que no estaban en el mapa, y por donde no habían navegado ningún Cook ni ningún Vancouver. Si ahora los buques de guerra americanos y europeos anclan pacíficamente en puertos antaño salvajes, han de disparar salvas en honor y gloria del barco ballenero, que fue el primero en enseñarles el camino y el primero en servirles de intérprete con los salvajes. Podrán celebrar como quieran a los héroes de las expediciones de exploración, vuestros Cooks y Krusensterns, pero yo digo que docenas de capitanes anónimos que zarparon de Nantucket eran tan grandes o más que vuestros Cooks y Krusen sterns. Pues desamparados y con las manos vacías, ellos, en las paganas aguas con tiburones, y junto a las playas de islas sin señalar, llenas de jabalinas, batallaron con prodigios y terrores vírgenes que Cook no se hubiera atrevido a afrontar de buena gana ni aun con todos sus mosquetes y su infantería de marina. Todo eso que se ensalza tanto en los antiguos viajes al mar del Sur, eran cosas de rutina de toda la vida para nuestros heroicos hombres de Nantucket. A menudo, las aventuras a que Vancouver dedica tres capítulos, esos hombres las juzgaron indignas de registrarse en el cuaderno de bitácora del barco. ¡Ah, el mundo! ¡Oh, el mundo!
Hasta que la pesca de la ballena dobló el cabo de Hornos, no había más comercio que el colonial, ni apenas más intercambio que el colonial, entre Europa y la larga línea de opulentas provincias españolas de la costa del Pacífico. Fue el ballenero quien primero irrumpió a través de la celosa política de la corona española, tocando en esas colonias y, si lo permitiera el espacio, se podría demostrar detalladamente cómo gracias a esos balleneros tuvo lugar por fin la liberación de Perú, Chile y Bolivia del yugo de la vieja España, estableciéndose la eterna democracia en aquellas partes.
Esa gran América del otro lado del globo, Australia, fue dada al mundo ilustrado por el ballenero. Después de su primer descubrimiento, debido a un error, por un holandés, todos los demás barcos rehuyeron durante mucho tiempo esas costas como bárbaras y pestíferas; pero el barco ballenero tocó en ellas. El barco ballenero es la verdadera madre de la que ahora es poderosa colonia. Además, en la infancia de la primera colonización australiana, los emigrantes se salvaren muchas veces de morir de hambre gracias a la benéfica galleta del ballenero que por casualidad feliz echó el ancla en sus aguas. Las incontadas islas de toda Polinesia confiesan la misma verdad, y rinden homenaje comercial al barco ballenero que abrió el camino al misionero y al mercader, y que en muchos casos llevó a los misioneros a su primer destino. Si ese país a doble cerrojo, el Japón, alguna vez se vuelve hospitalario, se deberá el mérito solamente al barco ballenero, pues ya está en su umbral.
Pero si, a la vista de todo esto, seguís declarando que la pesca de la ballena no tiene conexión con recuerdos estéticamente nobles, entonces estoy dispuesto a romper cincuenta lanzas con vosotros, y a descabalgaros a cada vez con el yelmo partido.
La ballena, diréis, no tiene ningún escritor famoso, ni la pesca de la ballena tiene cronista célebre.
¿Ningún escritor famoso la ballena, ni cronista célebre la pesca de la ballena? ¿Quién escribió la primera noticia de nuestro leviatán? ¿Quién, sino el poderoso Job? ¿Y quién compuso la primera narración de un viaje de pesca de la ballena? ¡Nada menos que un príncipe como Alfredo el Grande, que, con su real pluma, apuntó las palabras de Other, el cazador de ballenas noruego de aquellos tiempos! ¿Y quién pronunció nuestro encendido elogio en el Parlamento? ¿Quién sino Edmund Burke?
Es bastante cierto, pero, con todo, los balleneros mismos son unos pobres diablos: no tienen buena sangre en las venas.
¿No tienen buena sangre en las venas? Tienen en ellas algo mejor que sangre real. La abuela de Benjamin Franklin era Mary Morrel, que luego, por matrimonio, fue Mary Folger, una de las antiguas colonizadoras de Nantucket, y antepasada de una larga línea de Folgers y arponeros —todos ellos parientes del noble Benjamín—, que en nuestros días lanzan el afilado acero de un lado a otro del mundo.
Está bien, también; pero todo el mundo reconoce que la pesca de la ballena no es nada respetable.
¿Que la pesca de la ballena no es nada respetable? ¡La pesca de la ballena es imperial! Por una antigua ley estatuida por los ingleses, la ballena se declara «pez real».
¡Ah, eso es sólo nominal! La propia ballena nunca ha figurado de manera grandiosa e imponente.
¿Que la ballena nunca ha figurado de manera grandiosa e imponente? En uno de los magníficos triunfos concedidos a un general romano a su entrada en la capital del mundo, los huesos de una ballena, traídos desde la costa siria, fueron el objeto más sobresaliente en aquella procesión estruendosa de platillos.
Concedido, puesto que lo cita; pero, diga usted lo que quiera, no hay auténtica dignidad en la pesca de la ballena.
¿Que no hay dignidad en la pesca de la ballena?
Los mismos cielos atestiguan la dignidad de nuestra profesión. ¡Ceteo es una constelación del hemisferio sur! ¡Basta ya! ¡Encajaos el sombrero en presencia del zar, pero descubríos ante Queequeg! ¡Basta ya! Conozco a un hombre que, en toda su vida, ha cazado trescientas cincuenta ballenas. Yo considero a ese hombre más honorable que a aquel gran capitán de la antigüedad que se jactaba de haber tomado otras tantas ciudades amuralladas.
Y en cuanto a mí, si cupiera alguna probabilidad de que hubiera en mí alguna cosa excelente sin descubrir; si alguna vez merezco cierta reputación auténtica en ese mundo, reducido, pero elevadamente acallado, por entrar en el cual podría sentir ambiciones no del todo irrazonables; si en lo sucesivo hago algo que, en conjunto, un hombre preferiría haber hecho en lugar de haber dejado de hacer; si a mi muerte mis albaceas, o más exactamente, mis acreedores, encuentran en mi escritorio algún precioso manuscrito, entonces, desde este momento atribuyo en previsión todo el honor y la gloria a la pesca de la ballena, pues un barco ballenero fue mi universidad de Yale y mi Harvard.
Por fin, se levó el ancla, se largaron las velas y nos deslizamos adelante. Era un día de Navidad, corto y frío, y cuando el breve día nórdico se fundió en noche, nos encontramos casi en alta mar en el invernal océano, cuya congeladora salpicadura nos envolvía en hielo como en una armadura pulida. Las largas filas de dientes en las amuradas destellaban a la luz de la luna, y, como vastos colmillos marfileños de algún enorme elefante, enormes carámbanos curvados colgaban de la proa.
El flaco Bildad, como piloto, mandó el primer cuarto de guardia, y de vez en cuando, mientras la vieja embarcación se zambullía profundamente en los verdes mares, enviando el hielo ateridor por encima de ella, y los vientos aullaban, y las jarcias vibraban, se oían sus firmes notas:
Tras las hinchadas
aguas, bellos campos
Revestidos están
de verde vivo.
Tal vieron los judíos
Canaán,
tras el jordán que
ante ellos discurría.
aguas, bellos campos
Revestidos están
de verde vivo.
Tal vieron los judíos
Canaán,
tras el jordán que
ante ellos discurría.
Nunca me sonaron tan dulcemente aquellas dulces palabras como entonces. Estaban llenas de esperanza y alegría. A pesar de la noche invernal en el rugiente Atlántico, a pesar de mis pies mojados y mi chaquetón aún más mojado, todavía me parecía que me estaban reservados muchos puertos placenteros, y prados y claros tan eternamente primaverales, que la hierba brotada en abril permanece intacta y sin hollar hasta el estío.
Al fin alcanzamos alta mar de tal modo que ya no fueron necesarios los dos pilotos. La gruesa barca de vela que nos había acompañado empezó a ponerse al costado. Fue curioso y nada desagradable cómo se sintieron afectados Peleg y Bildad en aquella ocasión, sobre todo el capitán Bildad. Pues reacio todavía a marchar, muy reacio a dejar definitivamente un barco destinado a un viaje tan largo y peligroso, más allá de ambos cabos tormentosos, un barco en que se habían invertido varios millares de sus dólares duramente ganados, un barco en que navegaba de capitán un antiguo compañero, un hombre casi tan viejo como él, saliendo una vez más al encuentro de todos los terrores de la mandíbula inexorable; reacio a decir adiós a una cosa en todos sentidos tan rebosante de todo interés para él, el pobre Bildad se demoró mucho tiempo, recorrió la cubierta con zancadas ansiosas, bajó corriendo a la cabina a decir otras palabras de despedida, volvió a subir a cubierta y miró a barlovento, miró las anchas e ilimitadas aguas, sólo ceñidas por los remotos e invisibles continentes orientales, miró a la arboladura, miró a derecha e izquierda, miró a todas partes y a ninguna, y por fin, retorciendo maquinalmente un cabo en su tolete, agarró de modo convulsivo al robusto Peleg de la mano, y, levantando una linterna, por un momento se le quedó mirando a la cara con aire heroico, como si dijera:
«A pesar de todo, amigo Peleg, lo puedo soportar; sí que puedo».
En cuanto al propio Peleg, lo tomaba con más filosofía, pero, aun con toda su filosofía, se vio una lágrima brillando en sus ojos cuando la linterna se le acercó demasiado. Y, él, también, corrió no poco de cabina a cubierta; unas veces diciendo una palabra abajo, y otras veces una palabra a Starbuck, el primer oficial. Pero por fin se volvió hacia su compañero, con un aire terminante:
—¡Capitán Bildad! ¡Vamos, viejo compañero, tenemos que marcharnos! ¡Cambia la verga mayor! ¡Ah del bote! ¡Atención, al costado ahora! ¡Cuidado, cuidado! Vamos, Bildad, muchacho; di adiós. Mucha suerte, Starbuck..., mucha suerte, señor Stubb..., mucha suerte, señor Flask... Adiós, y mucha suerte a todos... y de hoy en tres años tendré una cena caliente humeando para vosotros en la vieja Nantucket. ¡Hurra, y vamos!
—Dios os bendiga, y manteneos en Su santa observancia, muchachos —murmuró el viejo Bildad, casi incoherentemente—. Espero que ahora tendréis buen tiempo, de modo que el capitán Ahab pueda pronto andar entre vosotros; un sol agradable es todo lo que necesita, y ya lo tendréis de sobra en el viaje al trópico adonde vais. Tened cuidado en la caza, marineros. No desfondéis los botes sin necesidad, arponeros; las cuadernas de buena madera de cedro blanco han subido el tres por ciento este año. No olvidéis tampoco vuestras oraciones. Señor Starbuck, fíjese que el tonelero no desperdicie las duelas de repuesto. ¡Ah, las agujas para las velas están en la caja verde! No pesquéis mucho en los días del Señor, muchachos; pero tampoco desperdiciéis una buena ocasión, que es rechazar los buenos dones del Cielo. Tenga ojo con la caja de la melaza, señor Stubb; me pareció que se salía un poco. Si tocan en las islas, señor Flask, cuidado con la fornicación. ¡Adiós, adiós! No guarde mucho tiempo ese queso en la bodega, señor Starbuck: se estropeará. Cuidado con la manteca: a veinte centavos estaba la libra, y fijaos, si...
—¡Vamos, vamos, capitán Bildad, basta de cháchara; vamos! —Y diciendo esto, Peleg le empujó apresuradamente por la banda, y los dos se dejaron caer en el bote. Barco y bote se separaron; la fría y húmeda brisa nocturna sopló entre ellos; una gaviota volvió chillando por encima; las dos embarcaciones se agitaron locamente; lanzamos tres hurras con el corazón oprimido, y nos sumergimos ciegamente, como el hado, en el solitario Atlántico.
Capítulo XXIII
LA COSTA A SOTAVENTO
Varios capítulos atrás se habló de un tal Bulkington, un marinero alto, recién desembarcado, a quien encontré en la posada de New Bedford. Cuando, en aquella ateridora noche de invierno, el Pequod metía su vengadora proa en las frías olas malignas, ¡a quién vi, de pie en la caña, sino a Bulkington! Con respetuosa simpatía y con temor miré a aquel hombre que, recién desembarcado en pleno invierno de un peligroso viaje de cuatro años, podía volver a lanzarse otra vez, con tal falta de sosiego, para otra temporada de tormentas. La tierra parecía abrasarle los pies. Las cosas más maravillosas son siempre las inexpresables; las memorias profundas no dan lugar a epitafios; así este capítulo de seis pulgadas es la tumba sin lápida de Bulkington. He de decir sólo que su suerte era como la de un barco agitado por las tormentas, que avanza miserablemente a lo largo de la costa a sotavento. El puerto le daría socorro de buena gana: el puerto es compasivo: en el puerto hay seguridad, consuelo, hogar encendido, cena, mantas calientes, amigos, todo lo que es benigno para nuestra condición mortal. Pero en esa galerna, el puerto y la tierra son el más terrible peligro para el barco: debe rehuir toda hospitalidad; un toque de la tierra, aunque sólo arañara la quilla, le haría estremecerse entero.
Con toda su energía hace fuerza de velas para alejarse de tierra; al hacerlo, lucha con los mismos vientos que querrían impulsarlo hacia el puerto, y vuelve a buscar todo el desamparo del mar sacudido, precipitándose perdidamente al peligro por ansia de refugio; ¡con su único amigo como su más cruel enemigo! ¿Lo sabes ahora, Bulkington? ¿Te parece ver destellos de esta verdad mortalmente intolerable: que todo profundo y grave pensar no es sino el esfuerzo intrépido del alma para mantener la abierta independencia de su mar, mientras que los demás desatados vientos de cielo y tierra conspiran para lanzarla a la traidora y esclavizadora orilla?
Pero como sólo en estar lejos de tierra reside la más alta verdad, sin orilla y sin fin, como Dios; así, más vale perecer en ese aullar infinito que ser lanzado sin gloria a sotavento, aunque ello sea salvación. Pues entonces ¡oh! ¿Quién se arrastraría cobardemente a tierra como un gusano? ¡Terrores de lo terrible!, ¿es tan vana toda esta agonía? ¡Ten ánimos, ten ánimos, oh, Bulkington! ¡Manténte fieramente, semidiós! ¡Yérguete entre el salpicar de tu hundimiento en el océano; sube derecho, salta a tu apoteosis!
Capítulo XXIV
EL ABOGADO DEFENSOR
Como Queequeg y yo estamos ya lindamente embarcados en este asunto de la pesca de la ballena, y como este asunto de la pesca de la ballena, no sé por qué, ha llegado a ser considerado entre la gente de tierra como una dedicación más bien antipoética y deshonrosa, en vista de eso, tengo el mayor afán de convenceros, oh gente de tierra, de la injusticia que nos hacéis así a los cazadores de ballenas.
En primer lugar, quizá ha de considerarse superfluo indicar el hecho de que, entre la gente que anda por ahí la ocupación de la pesca de la ballena no se estima al nivel de lo que se llama las profesiones liberales. Si entra en una sociedad heterogénea de la capital un desconocido, no mejorará demasiado la opinión común sobre sus méritos el hecho de que le presenten a los reunidos como un arponero, digamos; y si, emulando a los oficiales de Marina, añade en su tarjeta de visita las iniciales R C. (Pesquería de Cachalote), tal iniciativa se considerará sumamente presuntuosa y ridícula.
Sin duda, una razón dominante por la que el mundo rehúsa honrarnos a los balleneros es ésta: se piensa que, en el mejor de los casos, nuestra vocación no llega a ser más que una ocupación parecida a la del matarife; y que, cuando estamos activamente dedicados a ella, nos rodea toda suerte de suciedades. Sí que somos matarifes, es verdad. Pero matarifes también, y matarifes de la más sanguinaria categoría, han sido todos los jefes militares a quienes el mundo se complace infaliblemente en honrar. Y en cuanto a la cuestión de la falta de limpieza que se atribuye a nuestra tarea, pronto seréis iniciados en ciertos hechos, hasta ahora casi universalmente desconocidos, que, en conjunto, situarán triunfalmente al barco ballenero entre las cosas más limpias de esta pulcra tierra. Pero aun concediendo que la acusación susodicha fuera cierta, ¿qué cubiertas desordenadas y resbalosas de un ballenero son comparables a la indecible carroña de esos campos de batalla de que tantos soldados regresan para beber entre el aplauso de todas las damas? Y si la idea de peligro realza el concepto popular de la profesión del soldado, permitidme aseguraros que muchos veteranos que han avanzado contra una batería retrocederían rápidamente ante la aparición de la vasta cola del cachalote agitando el aire en remolinos sobre sus cabezas. Pues ¿qué son los comprensibles terrores del hombre comparados con los terrores y prodigios entremezclados de Dios?
Pero aunque el mundo nos desprecie a los cazadores de ballenas, sin embargo, nos rinde inconscientemente el más profundo homenaje, sí, una adoración desbordada Pues casi todos los candelabros, lámparas y velas que arden alrededor del globo, arden a nuestra gloria, como ante nichos sagrados.
Mirad, no obstante, el asunto bajo otras luces; pesadlo en toda clase de balanzas; mirad qué somos y hemos sido los balleneros.
¿Por qué los holandeses, en tiempo de De Witt, tenían almirantes de sus flotas balleneras?¿Por qué Luis XVI de Francia, a sus propias expensas, armó barcos balleneros en Dunkerque, y cortésmente invitó a esa ciudad a un par de veintenas de familias de nuestra propia isla de Nantucket? ¿Por qué Gran Bretaña, entre los años 1750 y 1788, pagó a sus balleneros subvenciones por más de un millón de libras? Y finalmente, ¿cómo es que los balleneros de América superamos en número al resto de todos los balleneros del mundo reunidos, navegamos en una flota de más de setecientos navíos tripulados por dieciocho mil hombres, consumiendo al año cuatro millones de dólares, mientras que los barcos valen, en el momento de zarpar, veinte millones, y todos los años traen a los puertos una bien segada cosecha de siete millones? ¿Cómo ocurre todo esto, si no hay algo potente en la pesca de la ballena?
Pero esto no es ni la mitad: mirad otra vez.
Afirmo francamente que el filósofo cosmopolita no puede, ni aunque le vaya en ello la vida, señalar una única influencia pacífica que en lo últimos sesenta años haya operado más poderosamente en todo el ancho mundo, tomado en un solo conjunto, que la alta y potente ocupación de la pesca de la ballena. De un modo o de otro, ha dado lugar a acontecimientos tan notables en sí mismos, y tan ininterrumpidamente importantes en sus resultados consiguientes, que la pesca de la ballena puede muy bien considerarse como aquella madre egipcia que producía retoños que a su vez llevaban fruto en el vientre. Catalogar estas cosas sería tarea interminable y desesperanzada. Baste un puñado. Desde hace muchos años el barco ballenero ha sido el pionero que ha enlazado las partes más remotas y menos conocidas de la tierra. Ha explorado mares y archipiélagos que no estaban en el mapa, y por donde no habían navegado ningún Cook ni ningún Vancouver. Si ahora los buques de guerra americanos y europeos anclan pacíficamente en puertos antaño salvajes, han de disparar salvas en honor y gloria del barco ballenero, que fue el primero en enseñarles el camino y el primero en servirles de intérprete con los salvajes. Podrán celebrar como quieran a los héroes de las expediciones de exploración, vuestros Cooks y Krusensterns, pero yo digo que docenas de capitanes anónimos que zarparon de Nantucket eran tan grandes o más que vuestros Cooks y Krusen sterns. Pues desamparados y con las manos vacías, ellos, en las paganas aguas con tiburones, y junto a las playas de islas sin señalar, llenas de jabalinas, batallaron con prodigios y terrores vírgenes que Cook no se hubiera atrevido a afrontar de buena gana ni aun con todos sus mosquetes y su infantería de marina. Todo eso que se ensalza tanto en los antiguos viajes al mar del Sur, eran cosas de rutina de toda la vida para nuestros heroicos hombres de Nantucket. A menudo, las aventuras a que Vancouver dedica tres capítulos, esos hombres las juzgaron indignas de registrarse en el cuaderno de bitácora del barco. ¡Ah, el mundo! ¡Oh, el mundo!
Hasta que la pesca de la ballena dobló el cabo de Hornos, no había más comercio que el colonial, ni apenas más intercambio que el colonial, entre Europa y la larga línea de opulentas provincias españolas de la costa del Pacífico. Fue el ballenero quien primero irrumpió a través de la celosa política de la corona española, tocando en esas colonias y, si lo permitiera el espacio, se podría demostrar detalladamente cómo gracias a esos balleneros tuvo lugar por fin la liberación de Perú, Chile y Bolivia del yugo de la vieja España, estableciéndose la eterna democracia en aquellas partes.
Esa gran América del otro lado del globo, Australia, fue dada al mundo ilustrado por el ballenero. Después de su primer descubrimiento, debido a un error, por un holandés, todos los demás barcos rehuyeron durante mucho tiempo esas costas como bárbaras y pestíferas; pero el barco ballenero tocó en ellas. El barco ballenero es la verdadera madre de la que ahora es poderosa colonia. Además, en la infancia de la primera colonización australiana, los emigrantes se salvaren muchas veces de morir de hambre gracias a la benéfica galleta del ballenero que por casualidad feliz echó el ancla en sus aguas. Las incontadas islas de toda Polinesia confiesan la misma verdad, y rinden homenaje comercial al barco ballenero que abrió el camino al misionero y al mercader, y que en muchos casos llevó a los misioneros a su primer destino. Si ese país a doble cerrojo, el Japón, alguna vez se vuelve hospitalario, se deberá el mérito solamente al barco ballenero, pues ya está en su umbral.
Pero si, a la vista de todo esto, seguís declarando que la pesca de la ballena no tiene conexión con recuerdos estéticamente nobles, entonces estoy dispuesto a romper cincuenta lanzas con vosotros, y a descabalgaros a cada vez con el yelmo partido.
La ballena, diréis, no tiene ningún escritor famoso, ni la pesca de la ballena tiene cronista célebre.
¿Ningún escritor famoso la ballena, ni cronista célebre la pesca de la ballena? ¿Quién escribió la primera noticia de nuestro leviatán? ¿Quién, sino el poderoso Job? ¿Y quién compuso la primera narración de un viaje de pesca de la ballena? ¡Nada menos que un príncipe como Alfredo el Grande, que, con su real pluma, apuntó las palabras de Other, el cazador de ballenas noruego de aquellos tiempos! ¿Y quién pronunció nuestro encendido elogio en el Parlamento? ¿Quién sino Edmund Burke?
Es bastante cierto, pero, con todo, los balleneros mismos son unos pobres diablos: no tienen buena sangre en las venas.
¿No tienen buena sangre en las venas? Tienen en ellas algo mejor que sangre real. La abuela de Benjamin Franklin era Mary Morrel, que luego, por matrimonio, fue Mary Folger, una de las antiguas colonizadoras de Nantucket, y antepasada de una larga línea de Folgers y arponeros —todos ellos parientes del noble Benjamín—, que en nuestros días lanzan el afilado acero de un lado a otro del mundo.
Está bien, también; pero todo el mundo reconoce que la pesca de la ballena no es nada respetable.
¿Que la pesca de la ballena no es nada respetable? ¡La pesca de la ballena es imperial! Por una antigua ley estatuida por los ingleses, la ballena se declara «pez real».
¡Ah, eso es sólo nominal! La propia ballena nunca ha figurado de manera grandiosa e imponente.
¿Que la ballena nunca ha figurado de manera grandiosa e imponente? En uno de los magníficos triunfos concedidos a un general romano a su entrada en la capital del mundo, los huesos de una ballena, traídos desde la costa siria, fueron el objeto más sobresaliente en aquella procesión estruendosa de platillos.
Concedido, puesto que lo cita; pero, diga usted lo que quiera, no hay auténtica dignidad en la pesca de la ballena.
¿Que no hay dignidad en la pesca de la ballena?
Los mismos cielos atestiguan la dignidad de nuestra profesión. ¡Ceteo es una constelación del hemisferio sur! ¡Basta ya! ¡Encajaos el sombrero en presencia del zar, pero descubríos ante Queequeg! ¡Basta ya! Conozco a un hombre que, en toda su vida, ha cazado trescientas cincuenta ballenas. Yo considero a ese hombre más honorable que a aquel gran capitán de la antigüedad que se jactaba de haber tomado otras tantas ciudades amuralladas.
Y en cuanto a mí, si cupiera alguna probabilidad de que hubiera en mí alguna cosa excelente sin descubrir; si alguna vez merezco cierta reputación auténtica en ese mundo, reducido, pero elevadamente acallado, por entrar en el cual podría sentir ambiciones no del todo irrazonables; si en lo sucesivo hago algo que, en conjunto, un hombre preferiría haber hecho en lugar de haber dejado de hacer; si a mi muerte mis albaceas, o más exactamente, mis acreedores, encuentran en mi escritorio algún precioso manuscrito, entonces, desde este momento atribuyo en previsión todo el honor y la gloria a la pesca de la ballena, pues un barco ballenero fue mi universidad de Yale y mi Harvard.
Continúa leyendo esta historia en "Moby Dick - Cap XXV, XXVI y XXVII- Herman Melville"
No hay comentarios:
Publicar un comentario