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viernes, 30 de noviembre de 2012

Moby Dick - Cap LIV - Herman Melville

Viene de "Moby Dick - Cap L, LI, LII y LIII - Herman Melville"



Capítulo LIV

LA HISTORIA DEL TOWN-HO

(según se contó en la Posada de Oro)



El cabo de Buena Esperanza, y toda la región acuática a su alrededor, se parece mucho a ciertas famosas encrucijadas de un gran camino real, donde se encuentran más viajeros que en cualquier otra parte.

No mucho después de hablar con el Goney, encontramos otro barco ballenero en viaje de vuelta, el Town-Ho. Iba tripulado casi totalmente por polinesios. En el breve gam que tuvo lugar, nos dio sólidas noticias sobre Moby Dick. Para algunos, el interés genérico por la ballena blanca quedó ahora desmedidamente aumentado por una circunstancia del relato del Town-Ho, que parecía oscuramente vincular a la ballena cierto prodigio sobrenatural, a la inversa, en uno de esos llamados juicios de Dios, que se dice que a veces caen sobre ciertos hombres. Esta circunstancia, con sus propios acompañamientos peculiares, formando lo que podría llamarse la parte secreta de la tragedia que se va a narrar, jamás alcanzó los oídos del capitán Ahab ni de sus oficiales. Pues esa parte secreta de la historia era desconocida por el propio capitán del Town-Ho. Era propiedad reservada de tres marineros blancos de aquella nave, unidos entre sí, uno de los cuales, al parecer, se lo comunicó a Tashtego con requerimientos de secreto a lo católico romano, pero, a la noche siguiente, Tashtego charló en sueños, y de ese modo reveló tanto, que al despertar no pudo reservar el resto. No obstante, tan poderosa influencia tuvo esta cosa en aquellos marineros del Pequod que llegaron a su pleno conocimiento, y tan extraña delicadeza, por llamarla así, les gobernó en este asunto, que guardaron el secreto entre ellos de tal modo que nunca llegó a difundirse a popa del palo mayor del Pequod. Entretejiendo en su debido lugar ese hilo más oscuro con el relato según se contaba públicamente en el barco, paso ahora a poner en noticia perenne la totalidad de este extraño asunto.

Siguiendo mi humor, conservaré el estilo en que lo conté una vez en Lima, a un ocioso círculo de mis amigos españoles, la víspera de cierto santo, fumando en el patio de baldosas espesamente doradas de la Posada de Oro. De aquellos admirables caballeros, los jóvenes don Pedro y don Sebastián tenían más intimidad conmigo; de aquí las preguntas intercaladas que de vez en cuando me hicieron, y que fueron debidamente respondidas en su momento.

«—Caballeros, unos años antes de que yo conociera los acontecimientos que voy a referiros, el Town-Ho, barco de Nantucket a la pesca de cachalotes, navegaba por aquí, por vuestra parte del Pacífico, a no muchos días de vela al oeste de los aleros de esta Posada de Oro. Estaba un poco al norte del ecuador. Una mañana, al dar a las bombas, según la costumbre diaria, se observó que hacía más agua de la acostumbrada en la bodega. Supusieron, caballeros, que un pez espada habría perforado el barco. Pero como el capitán tenía alguna razón insólita para creer que le aguardaba una buena suerte extraordinaria en aquellas latitudes, y, por tanto, era muy contrario a abandonarlas, y como la vía de agua no se consideró en absoluto peligrosa — aunque, desde luego, no pudieron encontrarla después de buscar por toda la bodega hasta la mayor profundidad posible con una mar bastante gruesa—, el barco siguió su crucero, con los marineros trabajando en las bombas a intervalos espaciados y cómodos, pero sin que llegara ninguna buena suerte: pasaron más días, y no sólo seguía sin descubrirse la vía de agua, sino que aumentaba sensiblemente. Tanto fue así, que, alarmándose algo ahora, el capitán se desvió a toda vela al puerto más cercano entre las islas para tumbar el casco y repararlo.

»Aunque no tenía por delante una breve travesía, sin embargo, con tal que le favoreciera la suerte más corriente, no tenía miedo en absoluto de que su barco se hundiera por el camino, porque sus bombas eran de las mejores, y, relevándose periódicamente en ellas, aquellos treinta y seis hombres suyos podían mantener fácilmente libre el barco, sin importar que la vía de agua se hiciera el doble. En realidad, casi toda la travesía fue acompañada por brisas muy favorables, y el Town-Ho hubiera llegado a su puerto con toda seguridad sin sufrir la menor desgracia, de no ser por los brutales abusos de Radney, el primer oficial, uno del Vineyard, y por la venganza ásperamente provocada, de Steelkilt, un hombre de los lagos, un desesperado de Buffalo.

»—¡De los lagos! ¡De Buffalo! Por favor, ¿qué es un hombre de los lagos, y dónde está Buffalo? —dijo don Sebastián, incorporándose en su balanceante hamaca de hierba.
 »—En la orilla oriental de nuestro lago Erie, don Sebastián, pero... hacedme la merced..., quizá pronto sabréis más de todo eso. Bien, caballeros, en bergantines con velas de respeto y en barcos de tres palos, casi tan largos y fuertes como los que jamás puedan haber zarpado de vuestro viejo Callao para la remota Manila, este hombre de los lagos, en el corazón de nuestra América, encerrado entre tierra, se había nutrido de todas esas salvajes impresiones filibusteras relacionadas popularmente con el mar abierto. Pues, en su conjunto interfluyente, esos grandes mares de agua dulce que tenemos —Erie, Ontario, Hurón, Superior y Michigan—poseen una extensión oceánica, con muchos de los más nobles rasgos del océano, y con muchas de sus variedades costeras de razas y climas. Contienen redondos archipiélagos de islas románticas, igual que los mares polinesios; en buena parte, tienen por orillas dos grandes naciones rivales, como el Atlántico; proporcionan largas comunicaciones marítimas desde el este a nuestras numerosas colonias territoriales, dispersas por todo su litoral; acá y allá, se asoman a ellos el ceño de las fortalezas, y los cañones, como cabras en lo escarpado del alto Mackinaw; han oído los truenos lejanos de victorias navales; de vez en cuando, ceden sus playas a bárbaros salvajes cuyas caras pintadas de rojo salen como relámpagos de sus cabañas de pieles; durante leguas y leguas están flanqueados de bosques antiguos y sin hollar, donde los delgados pinos se yerguen como apretadas líneas de reyes en las genealogías góticas — bosques que albergan salvajes animales africanos de rapiña, y sedeñas criaturas cuyas pieles exportadas dan mantos a los emperadores tártaros—; reflejan las pavimentadas capitales de Buffalo y Cleveland, así como las aldeas de Winnebago; hacen flotar igualmente al barco mercante de tres palos, al crucero armado del Estado, al vapor y a la canoa de abedul; son agitados por hiperbóreos huracanes desarboladores, tan terribles como los que azotan las olas saladas; saben lo que son naufragios, pues, sin tener tierra a la vista, aunque dentro de tierra, en ellos se han ahogado muchos barcos a medianoche, con toda su tripulación clamorosa. Así, caballeros, aunque hombre de tierra adentro, Steelkilt era nativo del océano salvaje, y nutrido en el océano salvaje; un marinero tan audaz como cualquiera. Y en cuanto a Radney, aunque en su niñez se hubiera tendido en su solitaria playa de Nantucket para alimentarse de la mar maternal; y aunque en su vida posterior hubiera recorrido durante mucho tiempo nuestro austero Atlántico y vuestro contemplativo Pacífico, sin embargo, era tan vengativo y tan peleón en cualquier compañía como el marinero de los bosques vírgenes, recién llegado de las regiones de los cuchillos de monte con mango de cuerno. Con todo, el de Nantucket era hombre con algunos rasgos de buen corazón; y el de los lagos era un marinero que, aunque ciertamente una especie de diablo, podía ser tratado con firmeza inflexible, templada sólo por la decencia común del reconocimiento humano que es derecho del más bajo esclavo; y así tratado, Steelkilt se había contenido durante mucho tiempo como inofensivo y dócil. En todo caso, hasta ahora se había mostrado así; pero Radney estaba predestinado y enloquecido, y Steelkilt..., pero ya oiréis, caballeros.

»Había pasado un día o dos todo lo más, después de dirigir su proa hacia el puerto de la isla, cuando la vía de agua del Town-Ho pareció volver a aumentar, aunque sólo haciendo necesaria una hora o más cada día en las bombas. Habéis de saber que en un océano colonizado y civilizado como nuestro Atlántico, por ejemplo, a algunos capitanes les importa muy poco bombear a lo largo de toda su travesía, aunque si, en una noche tranquila y soñolienta, al oficial de guardia se le olvidase por casualidad su obligación en este aspecto, lo probable es que ni él ni sus compañeros volverían a acordarse jamás, porque toda la tripulación descendería suavemente al fondo. Y tampoco en los solitarios y salvajes mares que quedan lejos al oeste de Vuestras Mercedes es totalmente desacostumbrado que los barcos no dejen de darle a coro a los mangos de las bombas durante un viaje, incluso, de considerable longitud; es decir, con tal que se encuentren a lo largo de una costa tolerablemente accesible, que se les ofrezca algún otro refugio razonable. Sólo cuando un barco que hace agua queda muy apartado en esas aguas, en alguna latitud realmente sin tierra, entonces su capitán empieza a sentirse un tanto preocupado.

»Mucho de esto le había ocurrido al Town-Ho, de modo que cuando se encontró una vez que aumentaba la vía de agua, en verdad hubo varios de la tripulación que manifestaron cierta preocupación, sobre todo Radney, el primer oficial. Mandó izar bien las velas altas, cazándolas a besar de nuevo, y extendiéndolas por todas partes a la brisa. Ahora, este Radney supongo que tenía poco de cobarde y se inclinaba tan escasamente a cualquier suerte de aprensión nerviosa, en cuanto a su propia persona, como cualquier criatura despreocupada y sin miedo, del mar o de la tierra, como podáis imaginar a vuestro gusto, caballeros. Por tanto, cuando manifestó esa solicitud por la seguridad del barco, algunos de los marineros afirmaron que era sólo a causa de que era copropietario de él. Así, cuando ese anochecer estaban trabajando en las bombas, hubo no pocas bromas sobre este apartado, maliciosamente intercambiadas entre ellos, mientras sus pies quedaban continuamente inundados por la ondulante agua clara; clara como de cualquier manantial de la montaña, caballeros; que salía burbujeante de la bombas, corría por cubierta, y se vertía en chorros continuos por los imbornales de sotavento.

»Ahora, como sabéis muy bien, no es raro el caso, en este nuestro mundo de  convenciones —en el agua o donde sea—, en que, cuando una persona puesta al mando de sus semejantes encuentra que uno de ellos es notablemente superior a él en su orgullo general de virilidad, inmediatamente conciba contra ese hombre un invencible odio y antipatía, y, si tiene ocasión, derribe y pulverice esa torre de su subalterno, reduciéndola a un montoncito de polvo. Sea lo que sea esta idea mía, caballeros, en todo caso Steelkilt era un elevado y noble animal, con una cabeza como un romano y una fluyente barba dorada como las gualdrapas emborladas del resoplante corcel de vuestro último virrey; y un cerebro, y un corazón, y un alma dentro de él, caballeros, que hubieran hecho de Steelkilt un Carlomagno si hubiera nacido hijo del padre de Carlomagno. Pero Radney, el primer oficial, era feo como un mulo, y lo mismo de terco, duro y malicioso. No quería a Steelkilt, y Steelkilt lo sabía.

»Al observar que el primer oficial se acercaba mientras él trabajaba en la bomba con los demás, el de los lagos fingió no darse cuenta, sino que, sin dejarse impresionar, siguió con sus alegres bromas.

»—Eso, eso, muchachos; esta vía de agua es un encanto; tomad un vasito, uno de vosotros, y vamos a probarla. ¡Por Dios que es digna de embotellarse! Os digo de veras, hombres, que con esto se pierde la inversión del viejo Rad. Más le valdría cortar su parte de casco y remolcarla a casa. La verdad es, muchachos, que el pez espada no hizo más que empezar el trabajo; luego ha vuelto con una cuadrilla de peces carpinteros, peces sierra, peces lima, y todo lo demás; y toda su pandilla está ahora trabajando de firme en el fondo, cortando y tajando; para hacer mejoras, supongo. Si el viejo Rad estuviera ahora aquí, le diría que saltara por la borda y los dispersara. Están jugando al demonio con sus bienes, le puedo decir. Pero es un simple y un buenazo, ese Rad, y también una belleza. Muchachos, dicen que el resto de sus bienes está invertido en espejos. No sé si a un pobre diablo como yo le querría dar el modelo de su nariz.
»—¡Malditas sean vuestras almas! ¿Por qué separa la bomba? —rugió Radney, fingiendo
no haber oído la conversación de los marineros—. ¡Seguid con ella como truenos!
»—Eso, eso —dijo Steelkilt, alegre como un grillo—. ¡Vivo, muchachos, vivo, ya!

»Y entonces la bomba sonó como cincuenta máquinas para incendios; los hombres tiraron los sombreros, y no tardó en oírse ese peculiar jadeo de los pulmones que indica la plena tensión de las energías extremas de la vida.

»Abandonando por fin la bomba, con el resto de su grupo, el de los lagos se fue a proa todo jadeante, y se sentó en el molinete, con su feroz cara enrojecida, los ojos inyectados de sangre, y secándose el abundante sudor de la frente. Ahora, caballeros, no sé qué diablo seductor fue el que poseyó a Radney para que se enredara con un hombre en semejante estado corporal de exasperación; pero así ocurrió. Dando zancadas insolentes por la cubierta, el oficial le ordenó que se buscase una escoba y barriese las tablas, y asimismo una pala, para quitar ciertos molestos materiales resultantes de haber dejado escapar un cerdo.

»Ahora bien, caballeros, barrer la cubierta de un barco en el mar es una cuestión de trabajo doméstico que se cumple con regularidad todas las tardes, en cualquier tiempo, salvo con galerna furiosa, y se sabe que se ha cumplido en el caso de barcos que en ese momento estaban de hecho hundiéndose. Tal es, caballeros, la inflexibidad de las costumbres marítimas y el instintivo amor a la limpieza que hay en los marineros, algunos de los cuales no se ahogarían de buena gana sin lavarse antes la cara. Pero, en todos los barcos, ese asunto de la escoba es la jurisdicción prescrita a los grumetes, si hay grumetes a bordo. Además, los hombres más fuertes del Town-Ho se habían dividido en cuadrillas, turnándose en las bombas; y, siendo el marinero más atlético de todos, Steelkilt había sido debidamente nombrado capitán de una de las cuadrillas, por lo que, en consecuencia, debía haber quedado liberado de cualquier asunto trivial sin relación con los verdaderos deberes náuticos, si así ocurría con sus compañeros. Menciono todos esos detalles para que podáis comprender exactamente cómo estaba la cuestión entre los dos hombres.

»Pero había más que esto: la orden respecto a la pala estaba casi tan claramente pensada para insultar a Steelkilt como si Radney le hubiera escupido a la cara. Cualquiera que haya ido de marinero en un barco ballenero lo entenderá; y todo eso, y sin duda mucho más, entendió del todo el hombre de los lagos cuando el oficial pronunció su orden. Pero se quedó un momento quieto y sentado, y al mirar con firmeza los malignos ojos del oficial y percibir las pilas de barriles de pólvora amontonados en él y la mecha lenta que ardía hacia ellos, al verlo todo esto instintivamente, caballeros, se apoderó de Steelkilt, como sentimiento fantasmal y sin nombre, esa extraña indulgencia y desgana por remover el más profundo apasionamiento en ningún ser ya iracundo, esa repugnancia que sienten sobre todo, cuando la sienten, los hombres realmente valientes, aunque sean agraviados.

»Por tanto, en su tono ordinario, sólo que un poco roto por el agotamiento corporal en que se encontraba momentáneamente, le contestó diciendo que barrer la cubierta no era asunto suyo, y no lo haría. Y luego, sin aludir en absoluto a la pala, señaló como los habituales barrenderos a los tres grumetes, los cuales, no estando destinados a las bombas, tenían muy poco o nada que hacer en todo el día. A eso Radney replicó con un juramento, y en el tono más dominante y ultrajante repitió incondicionalmente su mandato, y avanzó hacia el hombre de los lagos, aún sentado, levantando un mazo de tonelero que había tomado de un barril cercano.

»Acalorado e irritado como estaba por su espasmódico esfuerzo en las bombas, a pesar de todo su innombrable sentimiento de indulgencia, el sudoroso Steelkilt no pudo aguantar esta actitud en el oficial; sin embargo, sofocando sin saber cómo la conflagración en su interior, permaneció sin hablar y tercamente arraigado en su asiento, hasta que por fin el excitado Radney tiró el mazo a pocas pulgadas de su cara, mandándole furiosamente que cumpliera su orden.

»Steelkilt se levantó y se retiró lentamente, dando la vuelta al molinete, seguido por el oficial con su mazo amenazador, y repitiendo deliberadamente su intención de no obedecer. Al ver, sin embargo, que esa paciencia no tenía el menor efecto, amenazó a aquel hombre loco e Infatuado con una temible e inexpresable intimación de la mano cerrada; pero no sirvió para nada. Y de ese modo los dos dieron una vuelta lentamente al molinete, hasta que, decidido por fin a no seguir retirándose, por pensar que ya había soportado todo lo que era compatible con su humor, el hombre de los lagos se detuvo en las escotillas y habló así al oficial:

»—Señor Radrìey no le voy a obedecer. Deje ese mazo, o ande con cuidado.

»Pero el predestinado oficial siguió acercándose a donde estaba inmóvil el hombre de los lagos, y dejó caer el pesado mazo a una pulgada de sus dientes, repitiendo mientras tanto una sarta de maldiciones insufribles. Sin retirarse ni la milésima parte de una pulgada, y clavándole en los ojos el inflexible puñal de su mirada, Steelkilt apretó el puño derecho a su espalda y echándolo atrás insensiblemente, dijo a su Perseguidor que si el mazo le rozaba la mejilla, él, Steelkilt, le mataría. Pero, caballeros, el loco está marcado por los dioses para la matanza. Inmediatamente, el mazo tocó la mejilla; un momento después, la mandíbula inferior del oficial estaba desfondada en su cabeza, y caía en la escotilla chorreando sangre como una ballena.

»Antes que el clamor pudiera llegar a popa, Steelkilt se agarró a una de las burdas que llevaban a lo alto, donde dos de sus compañeros estaban de vigías en sus cofas. Ambos eran canaleros.

»—¡Canaleros! —gritó don Pedro—. Hemos visto en nuestros puertos mochos de vuestros barcos balleneros, pero nunca hemos oído hablar de vuestros canaleros. Perdón, ¿qué son ésos?
»—Canaleros, don Pedro, son los bateleros de nuestro gran canal del Erie. Debéis haber oído hablar de eso.
»—No señor; Por aquí, en este país aburrido, caliente, perezoso y hereditario, conocemos muy poco de vuestro vigoroso norte.
»—¿Ah, sí? Bueno, entonces, don Pedro, volved a llenarme el vaso. La chicha es muy buena, y antes de seguir adelante os diré qué son nuestros canaleros, pues esa información puede proporcionar luz adicional a mi historia.

»A través de trescientas sesenta millas, caballeros, a través de toda la anchura del Estado de Nueva York; a través de numerosas ciudades populosas y muchas aldeas prósperas; a través de largas, tristes y deshabitadas marismas, y fecundos campos cultivados, sin rival en fertilidad; por billares y tabernas; por el sancta sanctorum de los grandes bosques, por arcos romanos sobre ríos indios; a través del sol y la sombra; por corazones felices o desolados; a través de todo el ancho escenario de contrastes de esos nobles condados mohawks; y especialmente a lo largo de filas de capillas níveas cuyas agujas se yerguen casi como piedras miliares, fluye un continuo torrente de vida de corrupción veneciana, a menudo al margen de la ley. Allí están vuestros verdaderos ashantis, caballeros; allí aúllan vuestros paganos; allí los podéis encontrar siempre en la casa de al lado; bajo la sombra, largamente proyectada, de las iglesias, al socaire de su cómodo patrocinio. Pues, por alguna curiosa fatalidad, así como se nota a menudo de los filibusteros de ciudad que siempre acampan en torno a los palacios de justicia, igualmente, caballeros, los pecadores suelen abundar en las cercanías más sagradas.

»—¿Es un fraile aquel que pasa? —dijo don Pedro, mirando abajo, a la plaza atestada, con humorística preocupación.
»—Por fortuna para nuestro nórdico amigo, la Inquisición de doña Isabel se desvanece en Lima —rió don Sebastián—: Adelante, señor.
»—Un momento, ¡perdón! —dijo otro del grupo—. En nombre de todos nosotros los limeños, deseo expresaros, señor marinero, que no hemos pasado por alto de ningún modo vuestra delicadeza al no haber puesto la presente Lima en lugar de la lejana Venecia en vuestra corrupta comparación. ¡Ah! No os inclinéis ni parezcáis sorprendido: ya conocéis el proverbio que hay por toda esta costa: "corrompidos como Lima". No hace sino confirmar lo que decís, también: la iglesias son más abundantes que las mesas de billar, y siempre abiertas... y "corrompido como Lima". Así también Venecia; yo he estado allí; ¡la sagrada ciudad del santo Evangelio, San Marcos!... ¡Santo Domingo, púrgala! ¡Vuestro vaso! Gracias; lo vuelvo a llenar; ahora, volved a escanciarnos.
»—Libremente representado en su propia vocación, caballeros, el hombre del canal haría un hermoso héroe dramático; tan abundante y pintoresca es su perversidad. Como Marco Antonio, durante días y días, a lo largo de su Nilo florido y de verde césped, flota indolentemente jugando a la vista de todos con su Cleopatra de rojas mejillas, y haciendo madurar su muslo de albaricoque en la cubierta soleada. Pero en tierra se borra todo este afeminamiento. El aire de bandido que tan orgullosamente luce el hombre del canal, y su sombrero gancho y de alegres cintas, son señales de sus grandiosas cualidades. Terror de la inocencia sonriente de las aldeas a través de las cuales boga, su rostro moreno y su atrevida fanfarronería son esquivadas en las ciudades. Yo, vagabundo una vez en su canal, he recibido buenas pasadas de uno de esos canaleros; se lo agradezco cordialmente: no querría ser ingrato, pero a menudo una de las principales cualidades redentoras de ese hombre de violencia es que a veces tiene un brazo tan duro para defender a un pobre desconocido en una dificultad como para despojar a otro desconocido rico. En resumen, caballeros, el salvajismo de esa vida del canal se evidencia enfáticamente en esto: que nuestra salvaje pesca ballenera contiene a muchos de sus más completos licenciados, y que no hay apenas otra raza de la humanidad, excepto los de Sydney, de que tanto desconfíen nuestros capitanes balleneros. Y no disminuye en absoluto lo curioso de ese asunto que para tantos millares de muchachos rurales y jóvenes nacidos a lo largo de su línea, la vida probatoria del Gran Canal proporcione la única transición entre cosechar tranquilamente en un campo cristiano de trigo y surcar inexorablemente las aguas de los mares más bárbaros.
»—¡Ya veo, ya veo! —exclamó impetuosamente don Pedro, vertiéndose la chica por sus volantes plateados—: ¡No hay necesidad de viajar! El mundo es una misma Lima. Yo había creído, entonces, que en vuestro templado norte las generaciones serían tan frías y santas como las montañas... Pero, la historia.
»—Me había quedado, caballeros, en que el de los lagos se agarró a la burda. Apenas lo había hecho, cuando fue rodeado por el segundo y tercer oficiales y los cuatro arponeros, que le derribaron en masa sobre la cubierta. Pero, deslizándose por las jarcias abajo como cometas fatídicos, los dos canaleros se precipitaron en el tumulto y trataron de sacar a su hombre a rastras hacia el castillo de proa. Otros marineros se unieron a ellos en el intento, y tuvo lugar un torbellino confuso, mientras que, a una distancia segura, el valiente capitán danzaba de arriba abajo con una lanza ballenera, requiriendo a sus oficiales para que sujetaran a aquel bribón, y lo llevaran a golpes al alcázar. De vez en cuando, corría a acercarse al agitado borde de la confusión y, hurgando en su interior con la lanza, trataba de pinchar al objeto de su resentimiento. Pero Steelkilt y sus desesperados eran demasiado para todos ellos, y lograron alcanzar el castillo de proa, donde, haciendo rodar deprisa tres o cuatro grandes barriles en línea con el molinete, esos parisienses del mar se atrincheraron detrás de la barricada.
»—¡Salid de ahí, piratas! —rugió el capitán, amenazándoles ahora con una pistola en cada mano, que le acababa de traer el mayordomo—. ¡Salid de ahí, asesinos!

»Steelkilt salió de un brinco de la barricada, y dando zancadas de un lado para otro, desafió lo peor que podían hacer las pistolas, pero dio a entender claramente al capitán que su muerte, la de Steelkilt, sería la señal para un motín criminal por parte de todos los hombres. Con miedo en su corazón de que esto resultase demasiado cierto, el capitán desistió un poco, pero siguió ordenando apremiantemente a los insurgentes que volvieran a su obligación.

»—¿Nos promete no tocarnos, si lo hacemos así? —preguntó su cabecilla.
»—¡Volved, volved! Yo no hago promesas... ¡A la obligación! ¿Queréis hundir el barco, dejando de trabajar en un momento como éste? — y volvió a apuntar con una pistola.
»—¿Hundir el barco? —gritó Steelkilt—. Eso, que se hunda. Ninguno de nosotros volverá al trabajo, a no ser que nos jure que no levantará contra nosotros ni un hilo de jarcia. ¿Qué decís, hombres? —volviéndose a sus compañeros. Una feroz aclamación fue la respuesta.

»El de los lagos entonces se puso de guardia en la barricada, sin dejar de mirar al capitán, y lanzando, a sacudidas, frases como éstas:

»—No es culpa nuestra; no queríamos; ya le dije que apartase el mazo; ha sido una chiquillada; ya me podía haber conocido antes; ya le dije que no pinchara al bisonte; creo que me he roto un dedo contra su maldita quijada: ¿no están aquellos chinchantes en el castillo de proa, muchachos? Capitán, por Dios, tenga cuidado; diga la palabra; no sea loco; olvídelo todo; estamos dispuestos a volver al trabajo; trátenos decentemente y somos sus hombres, pero no dejaremos que nos azoten.
»—¡Volved a trabajar! ¡No hago ninguna promesa, volved, os digo!
»—Mire, entonces —gritó el de los lagos, extendiendo el brazo hacia él—: hay aquí tinos pocos de nosotros (y yo soy uno de ellos) que nos hemos embarcado para el viaje, ya ve; ahora, como sabe muy bien, podemos pedir la licencia en cuanto echemos el ancla; así que no queremos riñas; no nos interesa: queremos estar en paz; estamos dispuestos a trabajar, pero no a que nos den latigazos.
»—¡Volved! —rugió el capitán.

»Steelkilt miró a su alrededor un momento, y luego dijo:

»—Le diré la verdad, capitán, antes que matarle, y que nos ahorquen por tan asqueroso granuja, no levantaremos una mano contra usted a no ser que nos ataque, pero mientras no dé su palabra de que no va a darnos latigazos, no trabajaremos.

»Abajo, al castillo de proa, entonces, abajo con vosotros; os tendré allí hasta que os hartéis. Abajo.

»—¿Vamos? —gritó el cabecilla a sus hombres. Muchos de ellos estaban en contra, pero al fin, por obediencia a Steelkilt, le precedieron bajando a su oscura cueva, y desaparecieron gruñendo, como osos en una cueva.

»Cuando la cabeza descubierta del hombre de los lagos bajó al nivel de las tablas, el capitán y su gente saltaron la barricada, y echando rápidamente la corredera de la escotilla, plantaron todas las manos encima y gritaron ruidosamente al mayordomo que trajera el pesado candado de bronce que pertenecía al tambucho. Luego, abriendo la corredera un poco, el capitán susurró algo por la abertura, la cerró y les echó la llave a todos ellos —diez en número— dejando en la cubierta unos veinte o más, que hasta entonces habían permanecido neutrales.

»Aquella noche entera estuvieron todos los oficiales en guardia atenta, a proa y a popa, sobre todo alrededor de la escotilla y el portillo del castillo de proa, por donde se temía que pudieran salir los insurgentes, después de abrirse paso por el mamparo de abajo. Pero las horas de tinieblas pasaron en paz; los hombres que seguían en el trabajo se esforzaban duramente en las bombas, cuyos golpes y retiñidos intermitentes, a través de la sombría noche, resonaban lúgubremente por el barco.

»Al salir el sol, el capitán fue a proa y, golpeando en la cubierta, requirió a los prisioneros a trabajar, pero ellos con un aullido, rehusaron. Entonces les bajaron agua y echaron detrás un par de puñados de galleta; después, volviendo a hacer girar la llave, y embolsándosela, el capitán regresó al alcázar. Dos veces diarias, durante tres días, se repitió esto, pero en la cuarta mañana se oyó una confusa agitación, y luego una pelea, cuando se pronunció la acostumbrada exhortación; y de repente cuatro hombres irrumpieron del castillo de proa, diciendo que estaban dispuestos a trabajar. La fétida angostura del aire, y la alimentación de hambre, unidas quizá a ciertos temores de castigo definitivo, les había obligado a rendirse a discreción. Envalentonado con esto, el capitán repitió su demanda a los demás, pero Steelkilt le grito una aterradora indicación de que se dejara de chácharas y se retirara a su sitio. La quinta mañana, tres más de los amotinados se precipitaron al aire escapando a los desesperados brazos que trataban de sujetarles. Sólo quedaban tres.

»—Sería mejor volver al trabajo, ¿eh? —dijo el capitán con burla inexorable.
»—¡Vuelva a encerrarnos!, ¿quiere? —gritó Steelkilt.
»—¡Ah, claro! —dijo el capitán, y chasqueó la llave.

»En este punto fue, caballeros, cuando, encolerizado por la deserción de siete de sus anteriores compañeros, picado por la voz burlona que acababa de saludarle, y enloquecido por su larga sepultura en un sitio tan negro como las tripas de la desesperación, Steelkilt propuso a los dos canaleros, hasta entonces al parecer de acuerdo con él, echarse fuera del agujero a la próxima exhortación de la guarnición, y, armados de agudos trinchantes (largos y pesados instrumentos en forma de luna creciente, con un mango en cada extremo), correr tumultuosamente desde el bauprés al coronamiento de popa, y, si era posible en la desesperación infernal, apoderarse del barco. Por su parte, él lo haría así, le siguieran ellos o no. Ésa era la última noche que iba a pasar en aquella cueva. El proyecto no encontró ninguna oposición por parte de los otros dos; juraron que estaban dispuestos a ello, o a cualquier otra locura; en resumen, a todo menos a rendirse. Y, lo que era más, cada uno de ellos se empeñó en ser el primero en cubierta, cuando llegara el momento de dar el asalto. Pero a eso objetó fieramente su jefe, reservándose tal prioridad; sobre todo, dado que sus dos compañeros no cedían uno a otro en este asunto, y los dos no podían ser los primeros, porque la escalerilla sólo admitía un hombre a cada vez. Y aquí, caballeros, tiene que salir el juego sucio de aquellos descreídos.

»Al oír el frenético proyecto de su jefe, a cada uno de ellos, por separado en su alma, se le había ocurrido de repente la misma forma de traición, a saber, ser el primero en salir fuera, para ser el primero de los tres, aunque el último de los diez, en rendirse, obteniendo así cualquier pequeña probabilidad de perdón que pudiera merecer tal conducta. Pero cuando Steelkilt les hizo saber su decisión de precederles hasta el fin, ellos, de algún modo, por alguna sutil química de villanía, mezclaron juntas sus traiciones antes ocultas, y cuando su jefe cayó en un sopor, se abrieron mutuamente con palabras sus ánimos, en tres frases; y ataron y amordazaron al dormido con cuerdas, y gritaron llamando al capitán a medianoche.

»Pensando que había algún asesinato y olfateando sangre en lo oscuro, el capitán y sus oficiales y arponeros, armados, se precipitaron al castillo de proa. Pocos momentos después estuvo abierta la escotilla y, atado de pies y manos, el cabecilla, aún peleando, fue empujado al aire por sus pérfidos aliados, que inmediatamente reclamaron el honor de haber sujetado a un hombre que estaba completamente a punto de cometer un asesinato. Pero todos ellos fueron agarrados por el cuello y arrastrados por la cubierta como ganado muerto; y, costado con costado, fueron elevados a las jarcias de mesana como sendos cuartos de buey, quedando allí colgados hasta la mañana.

»—¡Malditos vosotros! —gritaba el capitán, dando vueltas de un lado para otro delante de ellos—: ¡ni los buitres os tocarían, villanos!

»Al salir el sol, convocó a todos los hombres, y separando a los que se habían rebelado de los que no habían tomado parte en el motín, dijo a aquéllos que tenía ganas de darles latigazos a todos, y pensaba, en conjunto, que lo haría así, que debía hacerlo así, y la justicia lo exigía; pero que por el momento, considerando su oportuna rendición, les dejaría ir con una reprimenda, que, en consecuencia, les administró en lengua vernácula.

»—Pero en cuanto a vosotros, bribones de carroña —volviéndose a los tres hombres en las jarcias—, a vosotros, pienso haceros pedazos para las marmitas de destilación.

»Y, agarrando un cabo, lo aplicó con toda su fuerza a las espaldas de los dos traidores, hasta que dejaron de aullar y quedaron exánimes con las cabezas colgando de medio lado, como se dibuja a los dos ladrones crucificados.

»—¡Me he dislocado la muñeca con vosotros! —gritó por fin—, pero todavía queda bastante cabo para ti, mi guapo gatillo, que no querías ceder. Quitadle esa mordaza de la boca, y oigamos lo que puede decir a su favor.

»Por un momento, el exhausto amotinado hizo un trémulo movimiento de sus mandíbulas en espasmo, y luego, retorciendo dolorosamente la cabeza para volverla, dijo en una especie de siseo:

»—Lo que digo es esto... y fíjese bien..., como me dé latigazos, ¡le asesino!
»—¿Eso dices? Entonces vas a ver cómo me asustas... —y el capitán echó atrás el cabo para golpear.
»—Más le vale que no —siseó el de los lagos.
»—Pero debo hacerlo —y el cabo se echó atrás una vez más para el golpe.

»Steelkilt entonces siseó algo, inaudible para todos menos para el capitán, quien, con sorpresa de todos los hombres, se echó atrás sobresaltado, dio vueltas rápidamente por la cubierta dos o tres veces, y luego, dejando caer de repente el cabo, dijo:

»—No lo haré... Dejadle ir..., cortadle las cuerdas: ¿oís?

»Pero cuando el segundo y tercer oficial se apresuraban a ejecutar la orden, les detuvo un hombre pálido, con la cabeza vendada: Radney, el primer oficial. Desde el golpe, había estado tendido en su litera, pero aquella mañana, al oír el tumulto en la cubierta, se había deslizado fuera, y había observado así toda la escena. Era tal el estado de su boca que apenas podía hablar, pero murmurando algo de que él sí estaba dispuesto y era capaz de hacer lo que el capitán no se atrevía a intentar, tomó el cabo y avanzó hacia su atado enemigo.

»—¡Eres un cobarde! —siseó el de los lagos.
»—Lo seré, pero toma esto.

»El oficial estaba a punto de golpear, cuando otro siseo le detuvo el brazo levantado. Se detuvo: y luego, sin pararse más, cumplió su palabra, a pesar de la amenaza de Steelkilt, cualquiera que hubiera sido. A los tres hombres luego les cortaron las cuerdas; todos los marineros se pusieron al trabajo, y malhumoradamente manejadas por los melancólicos tripulantes, las bombas metálicas volvieron a resonar como antes.

»Acababa de oscurecer aquel día, y una guardia se había retirado franca de servicio, cuando se oyó un clamor en el castillo de proa, y los dos temblorosos traidores acudieron corriendo a acosar la puerta de la cabina, diciendo que no se atrevían a estar juntos con la tripulación. Amenazas, golpes y patadas no pudieron echarles atrás, de modo que, a petición propia, se les puso en los raseles de popa para su salvación. Sin embargo, no volvió a notarse señal de motín entre los demás. Al contrario, parecía que, sobre todo por instigación de Steelkilt, habían decidido mantener la paz más estricta, obedecer las órdenes hasta el fin, y, cuando el barco llegara a puerto, desertar todos juntos. Pero, para lograr el más rápido final del viaje, acordaron todos otra cosa, a saber, no señalar ballenas, en caso de que se descubrieran. Pues, a pesar de su vía de agua, y a pesar de todos los demás peligros, el Town-Ho seguía manteniendo sus vigías, y el capitán estaba tan dispuesto a arriar los botes en ese momento para pescar como en el mismo día en que el barco entró en la zona de pesca; y Radney, el primer oficial, estaba dispuesto a cambiar la litera por un bote, y, con la boca vendada, a intentar amordazar la mandíbula vital de la ballena.

»Pero aunque el hombre de los lagos había inducido a los marineros a adoptar esta suerte de pasividad en su conducta, él seguía su propio designio (al menos hasta que pasara todo) en cuanto a su propia venganza particular contra el hombre que le había herido en los ventrículos del corazón. Pertenecía a la guardia de Radney el primer oficial; y como si este infatúo hombre tratara de correr más que a mitad de camino al encuentro de su destino, después de la escena del latigazo se empeñó, contra el consejo expreso del capitán, en volver a tomar el mando de su guardia nocturna. Sobre esto, y una o dos circunstancias más, Steelkilt construyó sistemáticamente el plan de su venganza.

»Durante la noche, Radney tenía un modo nada marinero de sentarse en las amuradas del alcázar y apoyar el brazo en la borda de la lancha que estaba allí izada, un poco por encima del costado del barco. En esa postura se sabía que a veces se quedaba adormecido. Había un hueco considerable entre la lancha y el barco, y debajo quedaba el mar. Steelkilt calculó su hora, y encontró que su próximo turno en el timón tocaría hacia las dos, en la madrugada del tercer día después de aquel en que fue traicionado. Con tranquilidad, empleó el intervalo en trenzar algo muy cuidadosamente, en sus guardias francas.

»—¿Qué haces ahí? —dijo un compañero.
»—¿Qué crees?, ¿qué parece?
»—Como un rebenque para tu saco, pero es muy raro, me parece.
»—Sí, bastante raro —dijo el de los lagos, sosteniéndolo ante él con el brazo extendido—: pero creo que servirá. Compañero, no tengo bastante hilo: ¿tienes algo?

»Pero no lo había en el castillo de proa.

»—Entonces tendré que pedirle algo al viejo Rad —y se levantó para ir a popa.
»—¡No querías decir que le vas a pedir algo a él! —dijo un marinero.
»—¿Por qué no? ¿Crees que no me va a hacer un favor, si es para servirle a él al final, compañero?

»Y acercándose al oficial, le miró tranquilamente y le pidió un poco de hilo de vela para arreglar la hamaca. Se lo dio; no se volvieron a ver ni hilo ni rebenque, pero a la noche siguiente, una bola de hierro, apretadamente envuelta, casi se salió del bolsillo del chaquetón del hombre de los lagos, cuando mullía la chaqueta en la hamaca para que le sirviera de almohada. Veinticuatro horas después, había de llegar su turno en el timón, cerca del hombre capaz de dormirse sobre la tumba siempre abierta y dispuesta para el marinero; había de llegar la hora fatal, y, en el alma preordenadora de Steelkilt, el oficial ya estaba rígido y extendido como un cadáver, con la frente aplastada.

»Pero, caballeros, un tonto salvó al aspirante a asesino del sangriento hecho que había planeado. Y sin embargo, tuvo completa venganza, pero sin ser él el vengador. Pues, por una misteriosa fatalidad, el mismo cielo pareció intervenir para quitarle de sus manos, con las suyas, esa cosa de condenación que iba a hacer.

»Era precisamente entre el alba y la salida del sol del segundo día, mientras baldeaban las cubiertas, cuando un estúpido marinero de Tenerife, sacando agua en la mesa de guarnición mayor, gritó de repente:

»—¡Ahí va, ahí va nadando!

»Jesús, qué ballena! Era Moby Dick.

»—¡Moby Dick! —gritó don Sebastián—: ¡Por Santo Domingo! Señor marinero, pero ¿las ballenas tienen nombre de pila? ¿A quién llamáis Moby Dick?
»—A un monstruo muy blanco, y famoso, y mortalmente inmortal, don Sebastián...; pero eso sería una historia muy larga.
»—¿Cómo, cómo? —gritaron todos los jóvenes españoles, agolpándose.
»—No, señores, señores... ¡No, no! No puedo repetirlo ahora. Déjenme un poco más de aire, señores.
»—¡La chicha, la chicha! —gritó don Pedro—: nuestro vigoroso amigo parece que se va a desmayar: ¡llenadle el vaso vacío!
»—No hace falta, señores; un momento, y sigo. Entonces, señores, al percibir tan de repente la ballena nívea a cincuenta yardas del barco —olvidándose de lo conjurado entre la tripulación—, en la excitación del momento, el marinero de Tenerife había elevado su voz, de modo instintivo e involuntario, por el monstruo, aunque hacía ya algún tiempo que lo habían observado claramente los tres huraños vigías. Todo entró entonces en frenesí. "¡La ballena blanca, la ballena blanca!", era el grito de capitanes, oficiales y arponeros, que, sin asustarse por los temibles rumores, estaban afanosos de capturar un pez tan famoso y precioso, mientras la terca tripulación miraba de medio lado y con maldiciones la horrible belleza de la vasta masa lechosa que, iluminada por un sol en bandas horizontales, centelleaba y oscilaba como un ópalo vivo en el azul mar de la mañana. Caballeros, una extraña fatalidad domina el entero transcurso de estos acontecimientos, como si estuvieran trazados completamente antes que el mismo mundo se dibujara en un mapa. El cabecilla del motín era el que iba en la proa de la lancha del primer oficial, y cuando acosaban a una ballena, su deber era sentarse a su lado, mientras Radney se erguía con su lanza en la proa, y halar o soltar la estacha, a la voz de mando. Además, cuando se arriaron las cuatro lanchas, el primer oficial fue por delante, y nadie aulló con más feroz deleite que Steelkilt al poner en tensión el remo. Tras de remar violentamente, su arponero hizo presa, y, lanza en mano, Radney saltó a proa. Siempre era, al parecer, un hombre furioso en la lancha. Y ahora su grito, entre las vendas, fue que le hicieran abordar lo alto del lomo del cachalote. Sin hacerse rogar, su marinero de proa le izó cada vez más, a través de una cegadora espuma que fundía juntas dos blancuras: hasta que, de repente, la lancha chocó como contra un escollo hundido y, escorándose, dejó caer fuera al oficial, que iba de pie. En ese momento, cuando él cayó en el resbaladizo lomo del cetáceo, la lancha se enderezó, y fue echada a un lado por la oleada, mientras Radney era lanzado al mar al otro lado del cachalote. Salió disparado por las salpicaduras y, por un momento, se le vio vagamente a través de ese velo, tratando locamente de apartarse del ojo de Moby Dick. Pero el cachalote se dio la vuelta en repentino torbellino: agarró al nadador entre las mandíbulas y, encabritándose con él, volvió a sumergirse de cabeza y desapareció.

»Mientras tanto, al primer golpe del fondo de la lancha, el hombre de los lagos había aflojado la estacha, para echarse a popa alejándose del torbellino: sin dejar de mirar tranquilamente, pensaba sus propios pensamientos. Pero una súbita y terrorífica sacudida de la lancha hacia abajo llevó rápidamente su cuchillo a la estacha. La cortó, y el cachalote quedó libre. Pero, a cierta distancia, Moby Dick volvió a subir, llevando unos jirones de la camisa de lana roja de Radney, entre los dientes que le habían destrozado. Los cuatro botes volvieron a emprender la persecución, pero el cetáceo los eludió, y al fin desapareció por completo.

»En su momento, el Town-Ho alcanzó el puerto, un lugar salvaje y solitario donde no residía ninguna criatura civilizada. Allí, con el hombre de los lagos a la cabeza, todos los marineros rasos, menos cinco o seis, desertaron deliberadamente entre las palmeras; y al fin, según resultó, se apoderaron de una gran canoa doble de guerra, de los salvajes, y se hicieron a la vela para algún otro puerto.

»Como la tripulación del barco quedó reducida a un puñado, el capitán apeló a los isleños para que le ayudaran en el laborioso asunto de poner la quilla del barco al aire para tapar la vía de agua. Pero esta pequeña banda de blancos se vio obligada a tan incesante vigilancia contra sus peligrosos aliados, de día y de noche, y tan extremado fue el duro trabajo a que se sometieron, que cuando el barco volvió a estar dispuesto para navegar, estaban de tal modo debilitados que el capitán no se atrevió a zarpar con ellos en un barco tan pesado. Después de celebrar el consejo con sus oficiales, ancló el barco todo lo lejos de la orilla que pudo; cargó y trasladó los dos cañones desde la proa; amontonó los fusiles a popa, y, avisando a los isleños que no se acercaran al barco porque era peligroso, tomó consigo un solo marinero e, izando la vela de su mejor lancha ballenera, se dirigió viento en popa a Tahití, a quinientas millas, en busca de refuerzos para su tripulación.

»Al cuarto día de navegación, se observó una gran canoa, que parecía haber tocado en una baja isla de coral. Él viró para evitarla, pero la embarcación salvaje se dirigió hacia él, y pronto la voz de Steelkilt le llamó gritándole que se pusiera al pairo, o le echaría a pique. El capitán sacó una pistola. Con un pie en cada proa de las enyugadas canoas de guerra, el hombre de los lagos se rió de él despectivamente, asegurándole que sólo con que chascara la llave, él le sepultaría en burbujas y espuma.

»—¿Qué me quiere? —gritó el capitán.
»—¿Adónde va, y para qué va? —preguntó Steelkilt—. Sin mentiras.
»—Voy a Tahití en busca de más hombres.
»—Muy bien. Déjeme que suba a bordo un momento: voy en paz.

»Y entonces saltó de la canoa, nadó hacia el bote, y, trepando por la borda, se enfrentó con el capitán.

»—Cruce los brazos, capitán: eche atrás la cabeza. Ahora, repita conmigo: "Tan pronto como Steelkilt me deje, juro varar la lancha en esa isla, y quedarme ahí seis días: ¡Y si no, que me parta un rayo!". ¡Buen estudiante! —rió el de los lagos—. ¡Adiós, Señor! —y, saltando al mar, volvió a nado con sus compañeros.

»Observando hasta que la lancha quedó bien varada y sacada a tierra junto a las raíces de los cocoteros, Steelkilt se hizo a la vela a su vez, y llegó en su momento a Tahití, su destino. Allí la suerte le fue propicia; dos barcos estaban a punto de zarpar para Francia, y providencialmente, necesitaban tantos marineros como encabezaba Steelkilt. Se embarcaron, y así le sacaron ventaja definitiva a su antiguo capitán, por si había tenido en algún momento intención de procurarles algún castigo legal.

»Unos diez días después de que zarparon los barcos franceses, llegó la lancha ballenera, y el capitán se vio obligado a alistar algunos de los tahitianos más civilizados, que estaban algo acostumbrados al mar. Contratando una pequeña goleta indígena, regresó con ellos a su barco, y encontrándolo allí todo en orden, volvió a continuar sus travesías.

»Dónde estará ahora Steelkilt, caballeros, nadie lo sabe, pero en la isla de Nantucket, la vida de Radney sigue dirigiéndose al mar que rehúsa entregar sus muertos y sigue viendo en sueños la terrible ballena blanca que le destrozó.

»—¿Habéis terminado? —dijo don Sebastián, sosegadamente.
»—He terminado, don Sebastián.
»—Entonces os ruego que me digáis, según vuestras convicciones más sinceras: ¿esa historia es auténticamente verdadera en sustancia? ¡Es tan prodigiosa! ¿La habéis recibido de fuente indiscutible? Perdonadme si parece que insisto mucho.
»—Perdonadnos entonces a todos nosotros, pues acompañamos a don Sebastián en su ruego —exclamaron los reunidos, con enorme interés.
»—¿Hay en la Posada de Oro unos Santos Evangelios, caballeros?
»—No —dijo don Sebastián—, pero conozco un digno sacerdote de aquí cerca que rápidamente me procurará unos. Iré a buscarlos, pero ¿lo habéis pensado bien? Esto puede ponerse demasiado serio.
»—¿Tendréis la bondad de traer también al sacerdote, don Sebastián? Aunque ahora no hay en Lima autos de fe —dijo uno del grupo a otro—, me temo que nuestro amigo marinero corre peligro con el arzobispado. Vamos a apartarnos más de la luz de la luna. No veo la necesidad de esto.
»—Perdonadme que corra en vuestra busca, don Sebastián, pero querría rogar también que insistáis en procuraros los Evangelios de mayor tamaño que podáis.

*******

»—Éste es el sacerdote que os trae los Evangelios —dijo gravemente don Sebastián, volviendo con una figura alta y solemne.
»—Me quitaré el sombrero. Ahora, venerable sacerdote, venid más a la luz, y presentadme el Libro Sagrado para que pueda tocarlo. Y así me salve Dios, y por mi honor, que la historia que os he contado, caballeros, es verdadera en sustancia y en sus principales puntos. Sé que es verdadera: ha ocurrido en esta esfera; yo estuve en el barco; conocí a la tripulación, y he visto y he hablado con Steelkilt después de la muerte de Radney.»

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