Capítulo III
La posada del chorro
Al entrar en esta Posada del Chorro, coronada
de buhardillas, uno se encontraba en un ancho vestíbulo, bajo e irregular, lleno de
entablamentos pasados de moda, que recordaban las amuradas de alguna vieja
embarcación desechada. A un lado colgaba un enorme cuadro al óleo tan enteramente
ahumado y tan borrado por todos los medios, que, con las desiguales luces entrecruzadas
con que uno lo miraba, sólo a fuerza de diligente estudio y de una serie de visitas
sistemáticas y de averiguaciones cuidadosas
entre los vecinos, se podía llegar de algún modo a entender su significado.
Había tan inexplicables masas de sombras y
claroscuros, que al principio casi se pensaba que algún joven artista ambicioso,
en los tiempos de las brujas de New England, había intentado delinear el caos
embrujado. Pero a fuerza de mucho contemplar con empeño, y de abrir del todo la ventanita al fondo del vestíbulo, se llegaba
por fin a la conclusión de que tal idea, por descabellada que fuera, podría no carecer completamente
de fundamento.
Pero lo que más desconcertaba y confundía era
una masa negra, larga, blanda, prodigiosa, de algo que flotaba en el centro del
cuadro, sobre tres líneas azules, borrosas y verticales, en medio de una
fermentación innominada. Ciertamente, un cuadro aguanoso, empapado, pútrido,
capaz de sacar de quicio a un hombre nervioso. Pero había en él una suerte de
sublimidad indefinida, medio lograda e inimaginable, que le
pegaba a uno por completo al cuadro, hasta que involuntariamente se juramentaba uno consigo mismo
para descubrir qué quería decir esa maravillosa pintura.
De vez en cuando, cruzaba como una flecha alguna
idea brillante, pero ¡ay!, engañosa:
«Es el mar Negro en noche de galerna»,
«Es el combate antinatural de los cuatro elementos
primitivos»,
«Es un matorral maldito»,
«Es una escena invernal hiperbórea»,
«Es la irrupción de la corriente del
Tiempo, rompiendo el hielo».
Pero todas esas fantasías cedían ante
aquel portentoso no sé qué había en el centro del cuadro. Una vez averiguado aquello,
lo demás estaría claro. Pero, alto ahí: ¿no muestra un leve parecido con un gigantesco pez? ¿Incluso, con el propio
gran Leviatán? Efectivamente, la intención del artista parecía ésa: conclusiva opinión mía, basada
en parte sobre las opiniones reunidas de diversas personas ancianas con quienes
conversé sobre el tema. El cuadro representa un navío del Pacífico, en un gran huracán;
el barco, medio sumergido, se revuelve allí en las aguas, con sus tres mástiles
desmantelados solamente visibles; y una ballena exasperada, al intentar dar un salto
limpiamente sobre la embarcación, se ha empalado en los tres mastelerillos.
La pared de enfrente, en este zaguán, se había
decorado toda ella con una pagana ostentación de monstruosos dardos y rompecabezas. Algunos
estaban densamente incrustados de dientes brillantes, pareciendo sierras de
marfil; otros estaban coronados con mechones de pelo humano; uno tenía forma de
guadaña, con un amplio mango que barría en torno como el sector que deja en la
hierba recién segada un segador de largos brazos. Uno se estremecía al mirar, preguntándose
qué monstruoso caníbal salvaje podría haber ido jamás a cosechar muerte con tan
horrible herramienta tajadora. Mezclados con esto, había viejos y enmohecidos arpones balleneros, deformados y rotos. Algunos eran
armas con mucha historia. Con aquella vieja lanza, ahora brutalmente torcida, cincuenta
años antes, Nathan Swain mató quince ballenas de sol a sol. Y ese arpón —ahora tan parecido
a un sacacorchos— se lanzó en mares de Java, y lo arrastró una ballena que años después fue
muerta a la altura del cabo del Blanco.
El hierro primitivo había entrado junto a
la cola, y como una aguja móvil dentro del cuerpo de un hombre, había viajado sus buenos cuarenta
pies, hasta que por fin se encontró incrustada en la joroba.
Cruzando este sombrío vestíbulo, y a lo largo
de ese pasadizo de arcos bajos abierto a través de lo que en tiempos antiguos
debió ser una gran chimenea central con hogares alrededor), se entra en la sala común. Ésta es un lugar aún más
sombrío, con tan pesadas vigas por encima, y tan agrietadas tablas viejas por debajo,
que uno casi se imaginaría que pisa la enfermería de alguna vieja embarcación, sobre
todo en tal noche ululante, cuando esa vieja Arca, anclada en su esquina, se balanceaba
tan furiosamente.
A un lado había una mesa, larga y baja, a
modo de estantería, cubierta de recipientes de cristal resquebrajado, llenos de
polvorientas rarezas reunidas desde los más remotos rincones del ancho mundo. Asomando desde el ángulo más apartado
de la sala, queda una guarida de aspecto
sombrío, el bar; tosco intento de semejanza de una cabeza de ballena.
Sea como sea, allí está el vasto hueso en arco
de la mandíbula de la ballena, tan amplio que casi podría pasar un coche por debajo. Dentro
hay sucios estantes, con filas, alrededor, de viejos frascos, botellas y
garrafas; y en esas mandíbulas de fulminante aniquilación, como otro maldito Jonás (nombre por el que, efectivamente,
le llaman), se atarea un hombrecillo viejo y marchito, que vende a los marineros, a cambio de sus
dineros, delirios y muerte.
Abominables son los vasos en que escancia su
ponzoña. Aunque por fuera son cilindros verdes, por dentro esos villanos
vidrios verdes, como ojos pasmados, se van ahusando engañosamente hacia abajo, hasta un fondo tramposo. Líneas
geográficas de paralelos, groseramente grabadas en el cristal, rodean esos cuencos de salteadores
de caminos. Llenando hasta esta señal, no hay que pagar más que un penique; hasta
aquí, un penique más; y así sucesivamente, hasta el vaso lleno, la medida total, como pasando el
cabo de Hornos, que se puede ingurgitar por un chelín.
Al entrar en aquel sitio, encontré cierto número
de marineros jóvenes reunidos alrededor de
una mesa, examinando, a una luz mortecina,
diversas muestras de skrimshander. Busqué al patrón, y al decirle que deseaba
que me hiciera el favor de un cuarto, recibí como respuesta que su casa estaba
llena: ni una cama sin ocupar.
—Pero espere —añadió, dándose un golpe en
la frente—; ¿no tendrá inconveniente en compartir la manta con un arponero, eh?
Supongo que va a ir a las ballenas, de modo que es mejor que se acostumbre a esas
cosas.
Le dije que no me había gustado nunca dormir
de dos en dos; que si lo hacía alguna vez, dependería de quién pudiera ser el
arponero, y que si él (el patrón) no tenía de veras otro sitio para mí, y el
arponero no era decididamente objetable, en fin, mejor que seguir vagabundeando
por una ciudad desconocida en una noche tan dura, me las arreglaría con la mitad
de la manta de cualquier hombre decente.
—Ya lo suponía. Muy bien: siéntese. ¿Va a cenar?,
¿quiere cenar? La cena estará en seguida.
Me senté en un viejo banco de madera, todo
tallado como un banco de Battery. En un extremo, un meditativo lobo de mar seguía
adornándolo con su navaja de muelles, inclinado y despachando diligentemente el trabajo en el espacio
entre las piernas. Estaba probando su habilidad en un barco a toda vela, pero me
pareció que no adelantaba gran cosa.
Por lo menos cuatro o cinco de nosotros fuimos
convocados a comer en el cuarto adyacente. Estaba tan frío como Islandia; no
había fuego en absoluto: el patrón decía que no se lo podía permitir. Nada más que
dos lúgubres candelas de sebo, cada cual
envuelta en un papel. Nos apresuramos a abotonarnos nuestros chaquetones, y a llevarnos
a los labios talas de té abrasador, con
nuestros dedos medio helados. Pero la comida fue del género más sustancioso; no
sólo carne con patatas, sino albóndigas: ¡Santo Cielo!, ¡albóndigas de cena! Un
tipo joven de gabán verde se dirigió a estas albóndigas del modo más
amenazador.
—Muchacho —dijo el patrón—, como que me
tengo que morir, que vas a tener pesadillas.
—Patrón —susurré yo—, no es éste el
arponero, ¿no?
—Oh, no —dijo, con cara diabólicamente divertida—,
el arponero es un mozo de color oscuro. Nunca come albóndigas, no; no come más
que filetes, y le gustan crudos.
—Demonio de gusto —dije—. ¿Dónde está ese
arponero? ¿Está aquí?
—Estará antes de mucho —fue la respuesta.
No pude remediarlo; empezaba a sentir sospechas
sobre ese arponero «de color oscuro». En
cualquier caso, decidí que si resultaba que
teníamos que dormir juntos, él debería desnudarse y meterse en la cama antes
que yo.
Terminada la cena, el grupo volvió a la
sala del bar, donde, no sabiendo qué hacer de mí mismo, decidí pasar el resto
de la velada como observador. Pero después se oyó fuera un ruido de motín.
Levantándose sobresaltado, el patrón exclamó:
—Es la tripulación del Grampus. Lo he
visto anunciado a lo largo de esta mañana; un viaje de tres años, con el barco lleno.
¡Hurra, muchachos; ahora tendremos las últimas noticias de las Fidji!
Se oyó en el vestíbulo un pisoteo de botas
de mar; se abrid la puerta de par en par, y entró en tropel un grupo salvaje de
marineros. Envueltos en sus ásperos capotes de guardia, y con las cabezas abrigadas
con pasamontañas de lana, remendados y harapientos, y con la barba rígida de carámbanos, parecían una erupción de osos
del Labrador. Acababan de desembarcar, y ésta era la primera casa en que
entraban. No es extraño, pues, que se lanzaran derechos a la boca de la
ballena, el bar, donde el pequeño, viejo y arrugado Jonás que allí oficiaba,
pronto les escanció vasos llenos a todos a la redonda. Uno se quejaba de un
fuerte resfriado de cabeza, para el cual Jonás le mezcló una poción de ginebra y
melaza que parecía pez, y juró que era una cura soberana para todos los resfriados
y catarros, cualesquiera que fueran, sin importar su antigüedad, ni si se habían contraído a la altura
de la costa del Labrador, o al socaire de urja isla de hielo.
La bebida pronto se les subió a la cabeza,
como suele ocurrir con los más curtidos bebedores recién desembarcados del mar,
y empezaron a hacer cabriolas alrededor, del modo más estrepitoso.
Observé, sin embargo, que uno de ellos se mantenía
un tanto apartado, y aunque parecía deseoso de no estropear el buen humor de
sus compañeros de tripulación con su cara sobria, no obstante, en conjunto
evitaba hacer tanto ruido como el resto. Este hombre me interesó en seguida; y como los dioses marinos habían dispuesto
que pronto se convirtiera en compañero mío de tripulación (aunque sólo compañero de
dormir, por lo que se refiere a esta narración), me atreveré aquí a una pequeña
descripción de él. Tenía sus buenos seis pies de alto, con nobles hombros, y un pecho como una ataguía. Rara
vez he visto tanto músculo en un hombre. Tenía la cara muy morena y tostada, haciendo
resplandecer por contraste sus blancos dientes, mientras que en las profundas sombras
de sus ojos flotaban algunas reminiscencias que no parecían darle mucha alegría.
Su voz anunciaba en seguida que era un
sueño y, por su buena estatura, pensé que debía ser uno de esos altos montañeses
del Alleghenian Ridge, en Virginia. Cuando la disipación de sus compañeros llegó
a su cumbre, el hombre se deslizó fuera, inadvertido, y no le volví a ver hasta que fue
mi camarada en el mar.
Al cabo de pocos minutos, sin embargo, sus
compañeros le echaron de menos, y como al parecer no se sabe por qué, era su gran predilecto, empezaron
a gritar: ¡Bulkington! ¡Bulkington!, ¿dónde está Bulkington? —y salieron de la casa
como flechas en su seguimiento.
Eran entonces alrededor de las nueve, y como
la sala parecía casi sobrenaturalmente callada tras de esas orgías, empecé a felicitarme por un
pequeño plan que se me había ocurrido antes mismo de que entraran los
marineros. A ningún hombre le gusta dormir con otro en una cama. En realidad, uno preferiría con mucho no dormir
ni con su propio hermano. No sé por qué, pero a la gente le gusta el
aislamiento para dormir. Y cuando se trata de dormir con un desconocido extraño,
en una posada extraña, y ese desconocido es un arponero, entonces las objeciones
se multiplican indefinidamente. Y no es que haya razón en este mundo por la
cual un marinero tenga que dormir con otro en una cama, más que cualquier otra persona;
pues los marineros no duermen de dos en dos en los barcos más que los reyes
solteros en tierra firme. Por supuesto, duermen todos juntos en un solo local, pero
cada cual tiene su propia hamaca, y se cubre con su propia manta, y duerme en
su propia piel.
Cuanto más cavilaba sobre ese arponero, más
aborrecía la idea de dormir con él. Era lícito presumir que, siendo arponero, sus
lanas o linos, según fuera el caso, no serían de lo más limpio, ni, desde luego,
de lo más delicado.
Empecé a sentir picores por todas partes.
Además, se iba haciendo tarde, y mi decente arponero debería estar en casa y yendo rumbo a
la cama. Supongamos ahora que cayera sobre mí a medianoche, ¿cómo podría yo
decir de qué vil agujero venía?
—¡Patrón! He cambiado de idea sobre ese arponero.
No voy a dormir con él. Probaré este banco. —Como quiera; siento no poder
dejarle un mantel como colchón, y esta tabla de aquí es muy áspera y molesta...
—tocando los nudos y bultos—. Pero espere un poco, Skrimshander; tengo un cepillo de carpintero ahí en el bar; espere,
digo, y le pondré bastante a gusto.
Diciendo así, buscó el cepillo, y con su
viejo pañuelo de seda desempolvó primero el banco, y se puso vigorosamente a
alisarme la cama, haciendo muecas mientras tanto como un mono. Las virutas volaban
a derecha e izquierda, hasta que, por fin, el filo del cepillo chocó contra un nudo indestructible.
El patrón estuvo a punto de dislocarse la
muñeca, y yo le dije que lo dejara, por lo más sagrado; la cama ya estaba bastante
blanda para mí, y no sabía cómo ningún acepillado del mundo podía convertir en edredón
una tabla de pino. Así que, reuniendo las virutas con otra mueca, y echándolas a
la gran estufa de en medio de la sala, se marchó a sus asuntos, y me dejó en
negras reflexiones.
Tomé entonces medidas al banco, y encontré
que le faltaba un pie de largo, aunque eso se podía arreglar con una silla. Pero
también le faltaba un pie de ancho, y el otro banco del cuarto era unas cuatro pulgadas
más alto que el cepillado, de modo que no se podían emparejar. Entonces puse el
primer banco a lo largo del único espacio
libre contra la pared, dejando un pequeño intervalo en medio para poder acomodar la espalda. Pero pronto encontré
que venía hacia mí tal corriente de aire
frío, desde el hueco de la ventana, que ese plan no iba a servir en absoluto,
sobre todo, dado que otra corriente, desde la desvencijada puerta, salía al
encuentro de la de la ventana, y ambas juntas
formaban una serie de pequeños torbellinos en inmediata proximidad al lugar donde
había pensado pasar la noche.
«El demonio se lleve a ese arponero — pensé—,
pero, un momento, ¿no podría sacarle una ventaja? ¿Cerrar su puerta por dentro, y meterme
en su cama sin dejarme despertar por los golpes más violentos?» No parecía mala
idea; pero, pensándolo mejor, lo deseché. Pues ¿quién podría decir que a la
mañana siguiente, tan pronto como yo saliera del cuarto corriendo, el, arponero no iba a estar plantado en la
entrada, dispuesto a derribarme de un golpe?
Sin embargo, volviendo a mirar a mi
alrededor, y no viendo ocasión posible de pasar una noche tolerable a no ser en
la cama de otra persona, empecé a pensar que, después de todo, podía estar abrigando
prejuicios injustificados contra ese desconocido arponero. Pensé: «Voy a esperar
mientras tanto; no tardará en dejarse caer por aquí. Entonces le miraré bien, y
quizá lleguemos a ser alegres compañeros de cama; no puede saberse».
Pero aunque los otros huéspedes iban
viniendo, sueltos, o en grupos de dos o de tres, para costarse, no había todavía
señales de mi arponero.
—¡Patrón! —dije—: ¿qué clase de muchacho es
éste? ¿Siempre vuelve a tan altas horas? —Ya eran casi las doce.
El patrón volvió a risotear con su
mezquina risita, y pareció enormemente divertido por algo que escapaba a mi
comprensión.
—No —contestó—, generalmente es pájaro madrugador:
se acuesta pronto y se levanta pronto; sí, es un pájaro de los que cogen el
gusano. Pero esta noche ha ido a vender, ya ve, y no comprendo qué demonios le hace
retrasarse tanto, a no ser, quizá, que no pueda vender su cabeza.
—¿Que no puede vender su cabeza? ¿Qué clase
de embauco me cuenta? —Y me entró una furia creciente—. ¿Intenta decirme,
patrón, que ese arponero se dedica realmente, esta bendita noche de sábado, o
mejor dicho, esta mañana de domingo, a vender su cabeza por la ciudad?
—Eso es, exactamente —dijo el patrón—, y ya
le dije que no la podría vender aquí; que hay demasiadas existencias en el
mercado.
—¿De qué? —grité.
—De cabezas, claro; ¿no hay demasiadas cabezas
en este mundo?
—Escuche lo que le digo, patrón —dije, con
toda calma—: sería mejor que dejase de contarme esos cuentos; no estoy tan verde.
—Es posible —y sacó un palo y se puso a
afilarlo en mondadientes—, pero me imagino que ese arponero le dejaría negro si
lo oyera hablar mal de su cabeza.
—Yo se la romperé —dije, volviendo a
encolerizarme ante esa inexplicable cháchara del patrón.
—Ya está rota —dijo.
—Rota —dije yo—; ¿quiere decir que está
rota?
—Claro, y ésa es la razón por la que no
puede venderla, me parece.
—Patrón —dije, levantándome hacia él, tan frío como el monte Hecla en una tormenta de nieve—:
patrón, deje de afilar. Tenemos que entendernos usted y yo, y sin perder un
momento. Llego a su casa y quiero una cama, y usted me dice que sólo puede
darme media, y que la otra media pertenece a cierto arponero. Y sobre ese
arponero, a quien todavía no he visto, se empeña en contarme las historias más
mistificadoras y desesperantes, para dar lugar a que yo tenga una sensación incómoda hacia el hombre que me señala
como compañero de cama; un tipo de relación, patrón, que es íntima y confidencial
hasta el mayor extremo. Ahora le pido que me explique y me diga quién y qué es ese arponero,
y si no hay ningún peligro en pasar la noche con él. Y, para empezar, tendrá la
bondad de retirar esa historia de que vende su cabeza, que, si es verdad, entiendo que es suficiente evidencia
de que el arponero está loco de atar, y no pienso dormir con un loco; y usted, patrón,
a usted le digo, usted, señor, tratando de hacerlo así con todo conocimiento, se
haría merecedor de ser perseguido por lo criminal.
—Bueno —dijo el patrón, dando un amplio respiro—,
es un sermón bastante largo para un compadre que de vez en cuando gasta un poco
de broma. Pero esté tranquilo, esté tranquilo, este arponero que le digo acaba
de llegar de los mares del Sur, donde ha comprado un lote de cabezas embalsamadas de Nueva Zelanda
(estupendas curiosidades, ya sabe) y las ha vendido todas menos una, que es la que trata de vender
esta noche, porque mañana es domingo, y no estaría bien vender cabezas humanas por
las calles cuando la gente va a las iglesias. Lo quería hacer el domingo pasado,
pero yo se lo impedí en el momento en que salía por la puerta con cuatro cabezas
en ristra, que parecían completamente una ristra de cebollas.
Esta explicación aclaró el misterio,
inexplicable de otro modo, y demostró que el patrón, después de todo, no había tenido intención de
burlarse de mí; pero, al mismo tiempo, ¿qué podía pensar yo de un arponero que se
quedaba fuera un sábado por la noche, hasta el mismísimo santo día del Señor,
ocupado en un asunto tan canibalesco como vender las cabezas de unos idólatras
muertos?
—Tenga la seguridad, patrón, de que ese arponero
es hombre peligroso.
—Paga con toda puntualidad —fue la réplica—.
Pero vamos, se está haciendo terriblemente tarde, y sería mejor que volviera la
aleta de cola: es una buena cama. Sally yo dormimos en esa cama la noche que nos juntamos. Hay sitio de
sobra para que dos den patadas por esa
cama; es una cama grande y todopoderosa. Bueno, antes de que la dejáramos, Sally
solía poner a nuestro Sam y al pequeño Johnny a los pies. Pero una noche tuve una
pesadilla y di patadas y golpes, y, no sé cómo, Sam cayó al suelo y casi se rompió
el brazo. Después de eso, Sally dijo que no estaba bien. Venga por aquí, le daré
luz en un periquete. —Y diciendo así encendió una vela y me la alargó, disponiéndose a mostrarme el
camino. Pero yo me detuve indeciso, hasta que él exclamó, mirando el reloj del rincón—: Ya veo
que es domingo; esta noche no verá al arponero: habrá echado el ancla en cualquier
sitio; vamos allá, entonces: vamos, ¿no quiere?
Consideré el asunto un momento, y luego subimos
las escaleras, y me hizo entrar en un cuartito, frío como una almeja, y amueblado, desde
luego, con una prodigiosa cama, casi lo bastante grande como para que durmieran cuatro arponeros
en fila.
—Ahí —dijo el patrón, poniendo la vela en un
absurdo cofre de marinero que hacía doble servicio como lavabo y mesa de
centro—: ahí tiene; póngase cómodo, y tenga buenas noches.
Aparté los ojos de la cama para mirarle,
pero había desaparecido.
Echando atrás la colcha, me incliné sobre
la cama. Aunque no de lo más elegante, resistía bastante bien la inspección.
Luego miré el cuarto alrededor; y además de la cama y la mesa del centro, no pude
ver más mobiliario en aquel sitio si no una vasta estantería, las cuatro paredes,
y una pantalla de chimenea forrada de papel, representando a un hombre que
arponeaba una ballena.
De cosas que no pertenecieran propiamente al
lugar, había una hamaca amarrada y tirada en un rincón por el suelo; y asimismo
un gran saco de marinero, que contenía el guardarropa del arponero, en lugar de baúl de los de tierra
adentro. Igualmente, había un paquete de anzuelos exóticos, de hueso de pez, en
la estantería sobre la chimenea, y un largo arpón erguido a la cabecera de la
cama.
Pero ¿qué es eso que hay sobre el cofre?
Lo levanté, lo acerqué a la luz, lo toqué, lo olí, y probé todos los modos
posibles de llegar a alguna conclusión satisfactoria referente a ello. No puedo
compararlo más que con un amplio felpudo de puerta, adornado en los bordes con pequeños colgajos tintineantes, algo así como las púas teñidas de puerco espín alrededor de
un mocasín indio. En medio de esa estera había un agujero o hendidura, como se ve
en los ponchos sudamericanos.
Pero ¿sería posible que ningún arponero
sobrio se metiese en una estera de puerta, y desfilase con esa clase de disfraz
por las calles de una ciudad cristiana? Me lo puse para probármelo, y me pesó como un cuévano, por ser extraordinariamente
erizado y espeso, y me pareció que también un poco mojado, como si el
misterioso arponero lo hubiera llevado puesto un día de lluvia. Me acerqué con él a un pedazo de espejo
pegado a la pared, y nunca vi tal
espectáculo en mi vida. Me despojé de él con tanta prisa que me disloqué el cuello.
Sentado en el borde de la cama, empecé a pensar
en ese arponero vendedor de cabezas y en su estera de puerta. Después de pensar
un rato en el borde de la cama, me incorporé, me quité el chaquetón, y me quedé
entonces parado en medio del cuarto, pensando. Luego me quité la chaqueta, y volví a pensar un poco más en mangas
de camisa. Pero como ya empezaba a sentir mucho frío, medio desnudo como estaba, y recordando
lo que había dicho el patrón de que el arponero no volvería a casa en toda la noche
por ser tan tarde, no enredé más, sino que me salí de un salto de los
pantalones y las botas, y luego, soplando la vela, me eché de un tumbo en la
cama, encomendándome al cuidado del cielo.
No es posible saber si ese colchón estaba
relleno de panochas de maíz o de vajilla rota, pero di vueltas un buen rato sin
poder dormir durante mucho tiempo. Por fin, resbalé a un sopor ligero, y ya había navegado un buen trecho hacia la
tierra de Duermes, cuando oí unos pesados pasos en el corredor, y vi un
destello de luz que entraba en el cuarto por debajo de la puerta.
«¡Válgame Dios! —pensé—, ése debe ser el arponero,
el infernal vendedor de cabezas.»
Pero me quedé completamente quieto,
decidido a no decir una palabra hasta que me dijeran
algo. Con una luz en una mano, y la
mismísima cabeza de Nueva Zelanda en la otra, el recién llegado entró en el cuarto y, sin mirar a
la cama, puso la vela muy lejos de mí en el suelo de un rincón, y luego empezó
a desatar las cuerdas anudadas del gran saco que antes dije que había en el cuarto.
Yo estaba ansioso de verle la cara, pero
él la mantuvo apartada un rato mientras se ocupaba de desatar la boca del saco. Logrado esto, sin embargo,
se volvió y... ¡Santo cielo!, ¡qué visión!
¡Qué cara! Era de color oscuro, purpúreo y amarillo, incrustada acá y allá de amplios
cuadrados de aspecto negruzco. Sí; es como pensaba, es un temible compañero de cama;
ha tenido una pelea, le han hecho unos cortes horribles, y aquí está, recién salido
del médico. Pero en ese momento dio la casualidad de que se volvió hacia la
luz, y vi claramente que no podían ser en absoluto parches de heridas esos cuadrados negros de
sus mejillas. Eran manchas de alguna otra especie.
Al principio, no supe cómo tomarlo, pero
pronto se me ocurrió un asomo de la verdad. Recordéun relato sobre un blanco —también ballenero—
que, al caer entre caníbales, había sido tatuado por éstos. Deduje que este arponero, en el
transcurso de sus largos viajes, debía haber pasado por una aventura semejante.
¡Y qué es eso, pensé, después de todo! Es sólo su exterior; un hombre puede ser
honrado en cualquier clase de piel. Pero entonces, ¿cómo entender ese color
extraterrenal, esa parte suya, quiero decir, que queda a su alrededor, y que es
completamente independiente de los cuadrados del
tatuaje? Desde luego, no puede ser sino una buena capa de curtido tropical, pero nunca he oído decir
que el curtido de un sol caliente convierta
a un hombre blanco en amarillento y purpúreo.
Sin embargo, yo nunca había estado en los
mares del Sur, y quizá el sol de allá produjera
esos extraordinarios efectos en la piel.
Ahora, mientras todas esas ideas cruzaban por mí como un relámpago, el arponero
no me observó en absoluto. Pero, después de hallar alguna dificultad para abrir
el saco, empezó a hurgar a tientas en él, y por fin sacó una especie de hacha india
y una bolsa de piel de foca con pelo y todo. Colocándolas en el viejo cofre de en medio del
cuarto, tomó la cabeza de Nueva Zelanda — cosa sobradamente horrenda— y la
encajó en el fondo del saco. Luego se quitó el sombrero —un sombrero nuevo de
castor— y yo estuve a punto de gritar de sorpresa. No había pelo en su cabeza; al menos, no se podía hablar de él; nada
sino un pequeño nudo retorcido en la frente. Su purpúrea cabeza calva ahora
parecía completamente una calavera mohosa. Si el recién llegado no hubiera estado
entre la puerta y yo, me habría lanzado por ella con más prisa que nunca me he lanzado sobre una comida.
Aun así, pensé un momento en escurrirme fuera
por la ventana, pero era un segundo piso. No soy cobarde, pero superaba en
absoluto mi comprensión cómo entender a aquel granuja purpúreo que vendía
cabezas. La ignorancia engendra al miedo, y yo, completamente abrumado y
confundido sobre el recién llegado, confieso que le tenía ahora tanto miedo
como si fuera el propio diablo que se hubiera
metido así en mi cuarto en plena noche. Efectivamente, le tenía tanto miedo que
no fui capaz de dirigirle la palabra para pedirle una respuesta satisfactoria respecto a lo que me parecía inexplicable
en él.
Mientras tanto, él siguió el asunto de
desnudarse, y por fin mostró el pecho y los brazos. Como que me tengo que morir, esas partes cubiertas
suyas estaban salpicadas de los mismos cuadrados que su cara; la espalda, también, estaba cubierta de los mismos cuadrados oscuros;
parecía haber estado en una Guerra de los Treinta Años, y acabarse de escapar por
ella con una camisa de parches de heridas.
Aún más, hasta sus piernas estaban marcadas, como si un montón de oscuras ranas verdes subieran
corriendo por unos troncos de palmeras jóvenes.
Ahora estaba bien claro que debía ser algún
abominable salvaje, o algo parecido, embarcado a bordo de un ballenero en los mares
del Sur, y desembarcado así en este país cristiano. Me estremecí al pensarlo. ¡Un
vendedor de cabezas, además; quizá las cabezas de sus propios hermanos! Se le
podría antojar la mía. ¡Cielos!, ¡mira aquella hacha india!
Pero no hubo tiempo de temblar, porque ahora
el salvaje se dedicó a algo que fascinó por completo mi atención, y me
convenció de que debía de ser, en efecto, un pagano. Acercándose a su pesado chaquetón con capucha, el
Sobretodo o dreadnaught, que antes había colgado en una silla, hurgó en los bolsillos,
y sacó al cabo de un rato una pequeña imagen, extraña y deformada, con una joroba
en la espalda, y exactamente del color de un niño congoleño de tres días. Recordando la cabeza embalsamada, al
principio creí que ese maniquí negro fuera un niño de verdad, conservado de algún
modo semejante. Pero al ver que no era en absoluto blando, y que brillaba mucho,
como ébano pulido, deduje que no debía de ser sino un ídolo de madera, como efectivamente
resultó ser. Pues ahora el salvaje se acerca al vacío hogar y, apartando la pantalla empapelada, pone esa pequeña imagen
jorobada, de pie como un bolo, entre los moribundos. Las jambas de la chimenea y todos los
ladrillos de dentro estaban llenos de hollín, de modo que pensé que ese hogar resultaba
un pequeño nicho o capilla muy apropiada para su congoleño ídolo.
Fijé entonces atentamente los ojos en la imagen
medio oculta, sintiéndome a la vez muy incómodo, para ver qué pasaba después.
Primero saca un par de puñados de virutas del bolsillo del chaquetón, y los coloca cuidadosamente
ante el ídolo; luego, poniendo encima un poco de galleta de barco, y aplicándole la
llama de la lámpara, enciende las virutas en una llamarada sacrificial.
Al fin, después de varias metidas apresuradas entre las llamas, retirando los dedos aún más apresuradamente (con lo que
parecía quemárselos de mala manera), consiguió por fin retirar la galleta; y entonces, soplándola para enfriarla
y para quitarle las cenizas, se la ofreció cortésmente al negrito.
Pero no pareció que al pequeño demonio le apeteciera
tan seco alimento: no movió en absoluto los labios. Todas esas extrañas gesticulaciones
iban acompañadas de sonidos guturales, aún más extraños, por parte del devoto, que parecía
rezar en una cantinela, o cantar alguna salmodia pagana, durante la cual contraía
espasmódicamente la cara del modo menos natural. Finalmente, apagando el fuego,
recogió el ídolo con muy poca ceremonia, y se lo volvió a embolsar en el bolsillo
del chaquetón como si fuera un cazador echando al zurrón una becada muerta.
Todas esas raras actividades aumentaron mi
incomodidad, y, al ver que ahora mostraba fuertes síntomas de que acababa las
operaciones de su asunto, y que se metería de un salto en la cama conmigo, pensé
que era más que hora, ahora o nunca, antes
que se apagara la luz, de romper la fascinación
en que yo había quedado tanto tiempo sujeto. Pero el intervalo que empleé en deliberar
qué decir fue fatal. Tomando de la mesa el hacha india, examinó un momento la cabeza,
y luego, acercándola a la luz, sopló grandes nubes de humo de tabaco.
Un momento después, la luz estaba apagada,
y ese salvaje caníbal, con el hacha entre los dientes, saltaba a la cama conmigo.
Lancé un grito, sin poderlo remediar; y él, con un súbito gruñido de asombro, empezó
a tocarme.
Tartamudeando no sé qué, me escapé de él hacia
la pared, y luego le conjuré, quienquiera o
cualquier cosa que fuera, a estarse quieto
y dejarme levantar y encender la luz otra vez. Pero
sus respuestas guturales me convencieron en
seguida de que comprendía muy poco lo que yo quería decir.
—¿Quién demonio usté? —dijo por fin—; usté
no hablar, maldito, yo matarle.
Y diciendo así, el hacha brillante empezó
a gritar a mi alrededor en la sombra.
—¡Patrón, por Dios, Peter Coffin! —grité—.
¡Patrón, despierte! ¡Coffin! ¡Ángeles, salvadme!
—¡Hablar! ¡Decirme quién ser, o, maldito, matarte!
—volvió a rezongar el caníbal, mientras
que, al blandir horriblemente su hacha india,
desparramaba calientes cenizas de tabaco sobre mí, hasta que creí que se me iba
a incendiar la ropa. Pero, gracias a Dios, en ese momento entró el patrón en el cuarto, vela en mano, y yo,
saliendo de un brinco de la cama, corrí hacia él.
—No tenga miedo ahora —dijo, volviendo a
sonreír—. Este Queequeg no le va a tocar un pelo de la cabeza.
—Deje de sonreír —grité—: ¿por qué no me dijo
que ese infernal arponero era un caníbal?
—Pensé que lo sabía: ¿no le dije que iba vendiendo
cabezas por la ciudad? Pero vuélvale la cola y échese a dormir. Queequeg, ea; tú entender
mí, yo entender tú; este hombre dormir tú; ¿entender tú?
—Yo entender mucho —gruñó Queequeg, soplando
por la pipa y sentado en la cama—. Usted meterse —añadió, haciéndome un ademán
con el hacha india, y abriendo las mantas a un lado.
Realmente, lo hizo de un modo no sólo cortés,
sino benévolo y caritativo. Me quedé quieto un
momento mirándole. Con todos sus tatuajes, en conjunto era un caníbal limpio
y de aspecto decente.
«¿A qué viene todo este estrépito que he
hecho? —pensé para mí mismo—. Este hombre es un ser humano lo mismo que yo: tiene tantos
motivos para tener miedo de mí, como yo para tener miedo de él. Más vale dormir con un
caníbal despejado que con un cristiano borracho.»
—Patrón —dije—; dígale que deje el hacha india,
o la pipa, o como lo llame; en una palabra, dígale que deje de fumar, y yo me pondré
con él. Porque no me hace gracia tener conmigo en la cama a un hombre que fuma. Es peligroso.
Además, no estoy asegurado.
Al decir esto a Queequeg, inmediatamente se
avino, y volvió a hacerme un cortés ademán de que me metiera en la cama,
enrollándome hacia una orilla, como si dijera: No le voy a tocar ni una pierna.
—Buenas noches, patrón —dije—: se puede ir.
Me metí en la cama, y nunca en mi vida he dormido
mejor.
Continúa
leyendo esta historia en "Moby Dick - Cap IV, V y VI - Herman Melville"
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