Capítulo XI
CAMISÓN DE DORMIR
Así habíamos
estado tumbados en la cama, charlando y dormitando a breves intervalos, y Queequeg,
de vez en cuando, echándome afectuosamente sus oscuras piernas tatuadas sobre
las mías, y retirándolas luego, de tan absolutamente sociables, libres y
cómodos como estábamos, cuando, por fin, a causa de nuestros conciliábulos, nos
abandonó por completo el escaso sopor que quedaba en nosotros y tuvimos gana de
levantarnos otra vez aunque el romper del día todavía estaba a cierto trecho
por el futuro adelante.
Sí, nos
pusimos muy despejados, tanto que nuestra posición reclinada empezó a hacerse fatigosa,
y poco a poco nos encontramos sentados en la cama, con las mantas bien remetidas
alrededor, apoyados contra la cabecera, con las cuatro rodillas encogidas y
juntas, y las dos narices inclinadas sobre ellas, como si nuestras rótulas
fueran unos calentadores. Nos encontrábamos muy cómodos y a gusto, sobre todo
porque fuera hacía tanto frío, incluso, fuera de las mantas, dado que no había
fuego en el cuarto. Mas por eso, digo, porque para disfrutar verdaderamente del
calor corporal, debe haber alguna pequeña parte nuestra que esté fría, pues no
hay cualidad en este mundo que no sea lo que es por mero contraste. Nada existe
en sí mismo. Si nos lisonjeamos de que estamos a gusto por entero, y llevamos
así mucho tiempo, entonces no podemos decir que estemos ya a gusto. Pero si,
como Queequeg y yo en la cama, tenemos la punta de la nariz o la coronilla
ligeramente aterida, en fin, entonces claro está que en la sensación general
uno se siente caliente del modo más delicioso e inconfundible. Por esta razón,
un local para dormir nunca debería estar provisto de fuego, que es una de las
incomodidades lujosas de los ricos. Pues la cima de esta suerte de delicia es
no tener nada sino las mantas entre uno mismo, con su comodidad, y el frío del
aire exterior. Entonces uno yace como la chispa caliente en el corazón de un
cristal ártico.
Llevábamos
algún tiempo sentados en esa postura acurrucada, cuando de repente pensé que
iba a abrir los ojos; pues entre sábanas, sea de día o de noche, dormido o
despierto, tengo costumbre de mantener siempre cerrados los ojos, para
concentrar más el deleite de estar en la cama. Porque ningún hombre puede
sentir bien su propia identidad si no es con los ojos cerrados; como si la
tiniebla fuera efectivamente el elemento adecuado de nuestras esencias, aunque
la luz sea más afín a nuestra parte arcillosa. Al abrir los ojos entonces, y salir
de mi propia tiniebla, grata y adoptada, hacia la obligada y ruda sombra de las
doce de la noche sin iluminación, experimenté una desagradable revulsión. No
objeté a la sugerencia de Queequeg de que quizá sería mejor encender una luz,
en vista de que estábamos tan completamente despiertos; y además, sentía un fuerte
deseo de fumar unas cuantas bocanadas en su hacha india. Hay que decir que,
aunque había sentido tan fuerte repugnancia a que él fumara en la cama la noche
antes, sin embargo, ya se ve qué elásticos se vuelven nuestros rígidos prejuicios
una vez que viene a plegarlos el amor, pues ahora nada me gustaba tanto como tener
a Queequeg fumando a mi lado, incluso en la cama, porque entonces parecía tan
lleno de sereno gozo doméstico. Ya no me sentía indebidamente preocupado por la
póliza de seguros del posadero. Sólo vivía para la comodidad condensada y
confidencial de compartir una pipa y una manta con un verdadero amigo.
Con nuestros
ásperos chaquetones echados alrededor de los hombros, nos pasamos entonces el
hacha india de uno a otro, hasta que lentamente creció sobre nosotros un dosel
azul de humo, iluminado por la llama de la lámpara recién encendida. Si fue que
ese dosel ondulante arrastró al salvaje hasta escenas muy remotas, no lo sé, pero
ahora habló de su isla natal; y, ávido de oír su historia, le rogué que
siguiera adelante y me la contara. Él lo hizo así de buena gana. Aunque por
entonces yo comprendía mal no pocas de sus palabras, sin embargo, posteriores revelaciones,
cuando me hice más familiar con su rota fraseología, me permiten ahora
presentar la historia entera tal como puede echarse de ver en el simple
esqueleto que aquí doy.
Capítulo XII
BIOGRÁFICO
Queequeg era
nativo de Rokovoko, una isla muy lejana hacia el oeste y el sur. No está
marcada en ningún mapa: los sitios de verdad no lo están nunca.
Cuando era
un salvaje recién salido del cascarón, corriendo locamente por sus bosques natales,
con un andrajo de hierba, y seguido por los machos cabríos mordisqueantes como
si fuera un retoño verde, ya entonces, en el alma ambiciosa de Queequeg se
abrigaba un fuerte deseo de ver algo más de la Cristiandad que un ballenero o
dos de muestra. Su padre era un alto
jefe, un rey; su tío, un sumo sacerdote; y por parte de madre se gloriaba de
tías que eran esposas de invencibles guerreros. Había en sus venas excelente
sangre, materia real, aunque me temo que tristemente viciada por la propensidad
al canibalismo que había tenido en su juventud sin educador.
Un barco de
Sag Harbour visitó la bahía de su padre, y Queequeg buscó un pasaje para países
cristianos. Pero el barco, teniendo completas sus necesidades de marineros,
despreció su pretensión, y no sirvió toda la influencia del rey su padre. Pero
Queequeg hizo un voto. Solo en su canoa, salió remando hasta un lejano
estrecho, por donde sabía que debía pasar el barco al abandonar la isla. A un
lado había un arrecife de coral; al otro, una baja lengua de tierra, cubierta
de espesuras de mangles que se extendían por encima del agua. Ocultando la canoa,
todavía a flote, entre esas espesuras, con la proa hacia el mar, se sentó en la
popa, con el remo bajo, entre las manos; y cuando el barco pasaba deslizándose
se disparó como una centella, alcanzó su costado, con una patada hacia atrás
volcó y hundió su canoa, trepó por las cadenas, y echándose todo lo largo que
era en cubierta, se agarró a un perno con argolla y juró no soltarlo aunque lo
hicieran pedazos.
En vano el
capitán amenazó con tirarle por la borda y blandió un machete sobre sus muñecas
desnudas: Queequeg era hijo de rey, y Queequeg no se arredró. Impresionado por
su desesperada temeridad y su loco deseo de visitar la Cristiandad, el capitán
se ablandó por fin, y le dijo que podía acomodarse. Pero este joven salvaje
admirable, este Príncipe de Gales de los mares, jamás vio la cabina del
capitán. Le pusieron entre los marineros, haciendo de él un ballenero. Pero,
como el zar Pedro, contento de trabajar en los astilleros de ciudades del
extranjero.
Queequeg no
desdeñó ninguna aparente ignominia, si con ella conseguía felizmente la capacidad
de iluminar a sus incultos paisanos. Pues en el fondo —me dijo— estaba movido por
un profundo deseo de aprender entre los cristianos las artes con que pudiera
hacer a los suyos más felices de lo que eran; y, más aún, mejores de lo que
eran. Pero ¡ay! la conducta de los balleneros le convenció pronto de que hasta los
cristianos podían ser tan perversos como miserables; infinitamente más que
todos los paganos de su padre. Al llegar por fin al viejo Sag Harbour, y ver lo
que hacían allí los marineros, y luego al ir a Nantucket y ver cómo gastaban también
sus ganancias en aquel sitio, el pobre Queequeg lo dio por perdido. Pensó: «El mundo
es malo en cualquier meridiano: moriré pagano». Y así, viejo idólatra de
corazón, vivía sin embargo entre esos cristianos, vestía sus ropas, y trataba
de hablar su jerga. De ahí sus maneras extrañas, aunque ya llevaba algún tiempo
lejos de su patria.
Por señas le
pregunté si no se proponía volver para ser coronado; ya que ahora podía considerar
fallecido a su padre, que estaba muy viejo y débil en sus últimas noticias.
Contestó que no, todavía no; y añadió que temía que la Cristiandad, o mejor
dicho los cristianos, le hubieran incapacitado para ascender al puro e impoluto
trono de treinta reyes paganos anteriores a él. Pero, un día u otro, dijo,
volvería: en cuanto se sintiese bautizado de nuevo. Por ahora, sin embargo, se
proponía andar navegando y desahogándose por los cuatro océanos. Le habían
hecho arponero, y ese hierro afilado ahora le hacía las veces de cetro.
Le pregunté
cuál podría ser su propósito inmediato, respecto a sus futuros movimientos. Contestó que
hacerse otra vez a la mar, en su antigua profesión. A esto le dije que mi
propio designio era la pesca de la ballena, y le informé de mi intención de embarcarme
en Nantucket, como el puerto más prometedor en que podía embarcarse un
ballenero amigo de aventuras.
En seguida
decidió acompañarme a esa isla, subir al mismo barco, entrar en la misma
guardia, en el mismo bote, en el mismo rancho conmigo: en una palabra,
compartir toda mi suerte, y con mis manos en la suya, sondear atrevidamente en
la Olla de la Suerte de ambos mundos. A todo eso yo asentí gozosamente, pues,
además del afecto que ahora sentía por Queequeg, él era un arponero experto, y
como tal, no podía dejar de ser de gran utilidad para quien, como yo, era
totalmente ignorante de los misterios de la pesca de la ballena, aunque
familiar con el mar, tal como lo conoce un marino mercante.
Terminada su
historia con la última bocanada moribunda de su pipa, Queequeg me abrazó,
apretó su frente contra la mía, y apagando la luz de un soplo, rodamos uno
sobre otro, de acá para allá, y muy pronto nos quedamos dormidos.
Capítulo XIII
CARRETILLA
A la mañana
siguiente, lunes, después de deshacerme de la cabeza embalsamada dándosela a un
barbero como maniquí para pelucas, arreglé mi cuenta y la de mi compañero, si
bien usando el dinero de mi compañero. El sonriente posadero, así como los
huéspedes, parecían sorprendentemente divertidos por la repentina amistad que
había surgido entre Queequeg y yo; sobre todo, dado que las historias exageradas
de Peter Coffin sobre él me habían alarmado tanto previamente sobre la misma persona
que ahora era mi compañero.
Pedimos
prestada una carretilla, y embarcando nuestras cosas, incluido mi pobre saco de
viaje, y el saco de lona y la hamaca de Queequeg, bajamos al Musgo, la pequeña
goleta de línea amarrada en el muelle. A nuestro paso, la gente se quedaba
mirando; no tanto por Queequeg —pues estaban acostumbrados a ver caníbales como
él en sus calles—, cuanto por vernos a él y a mí en términos de tanta
confianza. Pero no les hicimos caso y seguimos adelante empujando la carretilla
por turno, mientras Queequeg se paraba de vez en cuando a ajustar la vaina en
la punta del arpón. Le pregunté por qué bajaba a tierra consigo una cosa de
tanto estorbo, y si todos los barcos con balleneros no se buscaban sus propios
arpones. A eso contestó, en sustancia, que aunque lo que yo sugería era
bastante cierto, sin embargo, él tenía un afecto particular a su propio arpón, porque
era de material seguro, bien probado en muchos combates a muerte, y en profunda
intimidad con los corazones de las ballenas. En resumen, como muchos segadores
y recolectores que entran en los prados del granjero armados con sus propias
guadañas, aunque no están en absoluto obligados a proporcionarlas, también
Queequeg, por sus motivos particulares, prefería su propio arpón.
Cambiando la
carretilla de mis manos a las suyas, me contó una divertida historia sobre la primera
carretilla que había visto. Fue en Sag Harbour. Los propietarios de su barco,
al parecer, le habían prestado una para llevar su pesado baúl a la posada. Para
no parecer ignorante sobre la cosa, aunque en realidad lo era por completo en
cuando al modo exacto en que manejar la carretilla, Queequeg puso el baúl
encima, lo ató sólidamente, y luego se echó al hombro la carretilla y se fue
por el muelle arriba.
—Vaya —dije
yo—, Queequeg, podrías haberlo entendido mejor, cualquiera diría. ¿No se rió la
gente?
Con esto, me
contó otra historia. La gente de su isla de Rokovoko, al parecer, en sus
fiestas de boda exprimen la fragante agua de los cocos tiernos en una gran
calabaza pintada, como una ponchera; y esta ponchera siempre forma el gran
ornamento central en la estera trenzada donde se tiene la fiesta. Ahora bien, cierto
grandioso barco mercante tocó una vez en Rokovoko, y su capitán —según todas
las noticias, un caballero muy solemne y puntilloso, al menos para ser capitán
de marina— fue invitado a la fiesta de boda de la hermana de Queequeg, una
bonita y joven princesa que acababa de cumplir los diez años. Bueno, cuando todos
los invitados estuvieron reunidos en la cabaña de bambú de la novia, entra el
capitán, y al serie asignado el puesto de honor, se coloca frente a la ponchera
y entre el Sumo Sacerdote y su majestad el Rey, el padre de Queequeg.
Dichas las
bendiciones —pues esa gente tiene sus bendiciones, igual que nosotros, si bien
Queequeg me dijo que, al contrario que nosotros, que en tales momentos bajamos
la vista a los platos, ellos, imitando a los patos, levantan la mirada al Gran
Dador de todas las fiestas—, dichas las bendiciones, pues, el Sumo Sacerdote
comienza el banquete con la ceremonia inmemorial de la isla; esto es, metiendo
sus consagrados y consagradotes dedos en la ponchera, antes que circule el
bendito brebaje. Al verse colocado junto al Sacerdote, y notando la ceremonia,
y considerándose —como capitán de barco— en franca precedencia sobre un mero rey
isleño, sobre todo en la propia casa del rey, el capitán empezó fríamente a
lavarse las manos en la ponchera, tomándola, supongo, por un gran aguamanil.
—Entonces
—dijo Queequeg—, ¿qué pensar ahora? ¿No se rió nuestra gente?
Al fin,
pagado el pasaje, y en seguridad el equipaje, estuvimos a bordo de la goleta,
que, izando vela, se deslizó por el río Acushnet abajo. Por un lado, New
Bedford se elevaba en calles escalonadas, con sus árboles cubiertos de nieve
destellando todos en el aire claro y frío.
Grandes
cerros y montañas de barriles sobre barriles se apilaban en los muelles, y los
barcos balleneros, que recorrían el mundo, estaban uno junto a otro silenciosos
por fin y amarrados con seguridad, mientras de otros salía un ruido de forjas y
carpinteros y toneleros, con mezcla de ruido de forjas y fuegos para fundir la
pez, todo ello anunciando que se preparaban nuevos cruceros; terminado un
peligrosísimo y largo viaje, sólo empieza otro, y terminado éste, sólo empieza
un tercero, y así sucesivamente, para siempre amén. Eso es, en efecto, lo
intolerable de todo esfuerzo terrenal.
Alcanzando
aguas más abiertas, la reconfortante brisa refrescó; el pequeño Musgo rechazaba
la viva espuma de la proa, como un joven potro lanza sus resoplidos. ¡Cómo
aspiraba yo aquel aire exótico! ¡Cómo despreciaba la tierra con sus barreras,
esa carretera común toda ella mellada con las marcas de botas y pezuñas
serviles! Y me volvía a admirar la magnanimidad del mar, que no permite dejar nada
inscrito.
En la misma
fuente de espuma, Queequeg parecía beber y mecerse conmigo. Sus sombrías narices
se ensanchaban; mostraba sus dientes afilados y puntiagudos. Adelante, adelante
volábamos; y alcanzando altamar, el Musgo rindió homenaje a las ráfagas, y se
agachó y sumergió la frente, como un esclavo ante el Sultán. Inclinándose a un
lado, nos disparamos a un lado; con todas las jarcias vibrando como alambres;
los dos palos mayores doblándose como cañas de bambú en un ciclón. Tan llenos estábamos
de esta escena estremecida, de pie junto al bauprés que se sumergía, que
durante algún tiempo no notamos las miradas burlonas de los pasajeros, una
reunión de bobos, que se maravillaban de que dos seres humanos estuvieran en
tan buena compañía, como si un blanco fuera algo más digno que un negro
enjalbegado. Pero había allí algunos imbéciles e idiotas que, por su intenso
verdor, debían haber salido del corazón y centro de toda verdura.
Queequeg
sorprendió a uno de esos tiernos retoños remedándole a sus espaldas. Creí que
había llegado la hora del juicio de aquel imbécil. Dejando caer el arpón, el
robusto salvaje le apretó entre los brazos, y con fuerza y destreza casi
milagrosas, le envió por los aires a gran altura; luego, golpeándole
ligeramente la popa a mitad de su cabriola, hizo llegar a aquel tipo al suelo
de pie, con los pulmones estallando, mientras Queequeg, volviéndole la espalda,
encendió su pipa-hacha y me la pasó para darle una chupada.
—¡Capitán,
capitán! —aulló el imbécil, corriendo hacia ese oficial—: capitán, capitán,
aquí está el
demonio.
—¡Eh, usted,
señor! —exclamó el capitán, enjuta costilla marina, dando zancadas hacia Queequeg—:
¿qué rayos pretende con eso? ¿No sabe que podía haber matado a este tipo?
—¿Qué decir
él? —dijo Queequeg, volviéndose suavemente hacia mí.
—Dice que
casi mataste a ese hombre — dije yo, señalando al novato que todavía temblaba.
—¡Matar él!
—gritó Queequeg, retorciendo su cara tatuada en una sobreterrenal expresión de
desprecio—: ¡ah, el banco peces pequeños! Queequeg no matar peces pequeños
tanto: ¡Queequeg matar ballena grande!
—¡Mira!
—rugió el capitán—: yo matar tú, caníbal, como vuelvas a probar aquí a bordo otro
de tus trucos: así que anda con ojo.
Pero ocurrió
precisamente entonces que era hora de que el capitán anduviera con ojo. La
extraordinaria tensión en la cangreja había partido la escota a barlovento, y
la tremenda botavara ahora volaba de un lado para otro, barriendo completamente
toda la parte de popa de la cubierta.
El pobre
hombre a quien Queequeg había tratado tan mal fue barrido por encima de la borda;
hubo pánico entre todos los marineros, y parecía locura intentar agarrar la
botavara para amarrarla. Volaba de derecha a izquierda, y otra vez atrás, casi
en lo que tarda un tictac del reloj, y a cada momento parecía a punto de
partirse en astillas. Nada se hacía, y nada parecía poderse hacer; los de
cubierta se precipitaron hacia la proa, y se quedaron mirando la botavara como
si fuera la mandíbula inferior de una ballena exasperada. En medio de esta
consternación, Queequeg se dejó caer de rodillas, y gateando bajo el recorrido
de la botavara, agarró un cabo que restallaba, amarró un extremo a la amurada,
y luego, lanzando el otro como un lazo, lo prendió en torno a la botavara cuando
pasaba sobre su cabeza, y a la siguiente sacudida, la verga quedó capturada de
ese modo, y todo estuvo seguro. Se puso la goleta al viento, y mientras todos
los marineros desamarraban el bote de popa, Queequeg se desnudó hasta la
cintura y saltó disparado desde la borda con un brinco en vivo arco largo.
Durante tres
minutos o más se le vio nadar como un perro, lanzando los largos brazos por delante,
y de vez en cuando mostrando sus robustos hombros a través de la espuma heladora.
Miré buscando a aquel tipo presumido y grandioso, pero no vi nadie que salvar.
El novato se había hundido. Disparándose verticalmente desde el agua, Queequeg
lanzó una mirada instantánea a su alrededor, y pareciendo ver cómo estaba el
asunto, se zambulló y desapareció.
Pocos
minutos después volvió a subir, con un brazo moviéndose, y con el otro arrastrando
una forma exánime. El bote los recogió pronto. El pobre imbécil fue reanimado. Todos los marineros declararon que
Queequeg era un héroe admirable: el capitán le pidió perdón. Desde aquel
momento me pegué a Queequeg como una lapa; sí, hasta que el pobre Queequeg se dio
su larga zambullida final.
¿Hubo jamás
tal inconsciencia? No parecía pensar que mereciera en absoluto una medalla de
las Sociedades Humanitarias y Magnánimas. Sólo pidió agua, agua dulce, algo con
que quitarse la sal: hecho esto, se puso ropa seca, encendió la pipa, e
inclinándose contra la amurada y mirando benignamente a los que le rodeaban,
parecía decirse: «Este mundo es algo mutuo y en comandita, en todos los meridianos.
Los caníbales tenemos que ayudar a estos cristianos».
Continúa
leyendo esta historia en "Moby Dick - Cap XIV y XV - Herman Melville"
es una porqueria yo queria el capitulo 8
ResponderEliminarpor que no lo buscas tu solo en vez de quejarte del trabajo de otras personas
EliminarPues, el capítulo VIII está en la entrada correspondiente...
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