Capítulo XL
MEDIANOCHE. CASTILLO
DE PROA
ARPONEROS Y
MARINEROS. — Se levanta la vela de trinquete y se ve a la guardia de pie, o
dando vueltas, o recostada o tendida, en diversas actitudes, todos cantando a
coro.
¡Adiós para
siempre, damas españolas!
Oh damas de
España, para siempre adiós,
manda el
capitán!...
PRIMERO DE
NANTUCKET.— ¡Eh, muchachos, no seáis sentimentales es malo para la digestión! ¡Tomad
un tónico, seguidme! (Canta y todos le siguen.)
El capitán estaba
en la cubierta,
el catalejo en
mano;
mirando las
ballenas valerosas que a lo lejos soplaban.
Eh muchachos, los
cubos a las lanchas,
cada cual su
aparejo,
y una hermosa
ballena cazaremos
si a los remos
dais bien.
¡Ánimo, pues,
muchachos, sin desmayo,
que el arponero
hiere a la ballena!
VOZ DEI. OFICIAL
DESDE EL ALCÁZAR.— ¡Eh, en la proa, dad las ocho!
SEGUNDO MARINERO
DE NANTUCKET.— ¡Basta de coro! ¡Eh, ocho toques!, ¿oyes, campanero? ¡Pica
ocho veces a la campana, tú, Pip!; ¡tú, negro! Y yo voy a llamar a la guardia. Tengo
la boca especial para eso... boca de tonel. Así, así (mete la cabeza por el
portillo abajo). ¡Guardia de estri-i-i-ibo-o-o-or, a cubierta-a-a-a! ¡Ocho campanadas,
ahí abajo! ¡A moverse para arriba!
MARINERO
HOLANDÉS.—Mucho dormitar esta noche, compañero; noche sustanciosa para eso. Noto en
el vino de nuestro viejo mongol, que a unos les mata tanto como les anima a otros.
Nosotros cantamos, y éstos duermen; sí, están ahí tumbados, como barriles de
fondo de bodega. ¡A ellos otra vez, vamos, toma esta bomba de cobre, y llámales
por ella! Diles que basta de soñar con sus chicas. Diles que es la resurrección,
que deben dar el beso de despedida, y acudir al juicio. Por aquí, así se hace:
no tienes la garganta estropeada de comer manteca de Ámsterdam.
MARINERO FRANCÉS.—
¡Oíd, muchachos! Vamos a bailar un poco antes de echar el ancla en la Bahía
de las Mantas. ¿Qué decís? Ahí viene la otra guardia. ¡Preparadas las piernas! ¡Pip,
pequeño Pip!, ¡hurra por tu pandereta!
PIP (de mal humor
y soñoliento). — No sé dónde está.
MARINERO FRANCÉS.—
¡Date en la barriga, entonces, y aguza las orejas! Bailad una jiga, muchachos,
os digo; alegres como hace falta, ¡hurra! Maldita sea, ¿no queréis bailar? A formar,
entonces, en fila india, y galopar en una doble jiga. ¡Echad adelante! ¡Piernas,
las piernas!
MARINERO
ISLANDÉS.—No me gusta este escenario, compañero; rebota demasiado para mi gusto.
Estoy acostumbrado a suelos de hielo. Lamento echar agua fría sobre el asunto, pero
me excusarás.
MARINERO
MALTÉS.—Lo mismo digo: ¿Dónde están vuestras chicas? ¿Quién, sino un loco, se va a
agarrar la mano izquierda con la derecha, y decirse a sí mismo: «Qué tal
estás»? ¡Parejas! ¡Tengo que tener parejas!
MARINERO
SICILIANO.—Eso, chicas y un prado verde, y entonces brincaré con vosotros; ¡sí,
me volveré saltamontes!
MARINERO DE
LONG-ISLAND.—Bueno, bueno, gruñones; nosotros somos muchos más. Recoge el grano
cuando puedas, digo yo. Todas las piernas tendrán pronto su cosecha. ¡Ah, ahí viene
la música; vamos a ello!
MARINERO DE LAS
AZORES (subiendo y tirando la pandereta por el escotillón arriba).— ¡Ya estás,
Pip; y ahí tienes las bitas del molinete; ve arriba! ¡Vamos, muchachos!
La mitad de ellos
baila con la pandereta; unos bajan; otros duermen o se tumban entrelas adujas
de cabo. Juramentos en abundancia.
MARINERO DE LAS
ATORES (bailando).— ¡Vamos, allá, Pip! ¡Dale, campanero! ¡Repica, redobla,
resuena, remacha, campanero! ¡Saca chispas, rompe los badajos!
PIP.—¿Badajos
dices? Ahí va otro, que se cae; le he pegado fuerte.
MARINERO CHINO.— Castañetea
los dientes, entonces, y sigue soñando: hazte una pagoda.
MARINERO
FRANCÉS.—¡Loco de contento! ¡Sosténme el aro, Pip, hasta que salte por él! ¡Partid
los foques, rompeos vosotros mismos!
TASHTEGO (fumando
tranquilamente). — Eso es un blanco: a eso llama divertirse: ¡bah! Yo me ahorro el
sudor.
VIEJO MARINERO DE
LA ISLA DE MAN.—No sé si esos alegres muchachos se dan cuenta de sobre
qué están bailando. «Bailaré sobre tu tumba, ya verás»: ésa es la más cruel amenaza
de vuestras mujeres de por la noche, que afrontan vientos contrarios por las
esquinas. ¡Ah, Cristo!, ¡pensar en las armadas verdes y las tripulaciones de
calavera verde! Bueno, bueno, probablemente el mundo entero es una pelota, como
dicen ustedes los sabios; y así está bien convertido en un solo salón de baile.
Seguid bailando, muchachos, sois jóvenes; yo lo fui antaño.
TERCER MARINERO DE
NANTUCKET.—¡Alto, eh!, ¡uf!, esto es peor que remar persiguiendo ballenas en
una calma; danos una chupada, Tash. Dejan de bailar y se reúnen en grupos. Mientras
tanto, el cielo se oscurece y refresca el viento.
MARINEROS LASCAR.—
¡Por Brahma, muchachos! Pronto habrá que zambullir las velas. ¡El Ganges,
nacido de los cielos, en marea alta, se ha vuelto viento! ¡Muestras tu frente negra,
Shiva!
MARINERO MALTÉS
(recostándose y sacudiendo el gorro).—Son las olas, esos gorritos de nieve, que
ahora bailan la jiga. Pronto agitarán las bolas. ¡Ahora me gustaría que todas las
olas fueran mujeres, y entonces me ahogaría y correría con ellas para siempre!
No hay nada tan dulce en la tierra, el cielo no puede igualarlo, como esas
ojeadas rápidas a pechos salvajes y calientes en el baile, cuando los brazos
levantados esconden maduros racimos que estallan.
MARINERO SICILIANO
(recostándose).—¡No me hables de eso! Escucha, muchacho; rápidos
entrelazamientos de los miembros; flexibles ladeos; rubores; palpitaciones;
¡labios!, ¡corazón!, ¡cadera! Rozarlo todo; incesante tocar y dejar, pero sin
probar, fíjate, porque si no, viene la saciedad. ¿Eh, pagano? (Dándole un codazo.)
MARINERO TAHITIANO
(recostándose en una estera).—¡Salve, sagrada desnudez de nuestras muchachas
bailando! ¡La Hiva-Hiva! ¡Ah, Tahití, con velos bajos y altas palmeras! Todavía
descanso en tu estera, pero el suave suelo se ha escapado. Te vi entrelazada en
el bosque, ¡oh, mi estera!, verde el primer día que te traje de allí, y ahora
gastada y marchita. ¡Ay de mí!, ¡ni tú ni yo podemos soportar el cambio! ¿Cómo
entonces, que así sea trasplantado a ese cielo? ¿Oigo los rugientes torrentes
desde Pirohaiti, la cima de dardos, cuando brincan bajando por las rocas y
sumergiendo las aldeas? ¡El huracán, el huracán! ¡Arriba, firmeza, y a su encuentro!
(Se pone en pie de un brinco.)
MARINERO
PORTUGUÉS.—¡Cómo se mece el mar chocando con el costado! ¡Preparados a tomar rizos, queridos míos! ¡Los
vientos empiezan a cruzar las espadas; pronto se tirarán a fondo
entremezclados!
MARINERO
DANÉS.—¡Cruje, cruje, viejo barco!; ¡mientras crujes, aguantas! ¡Bien hecho! Aquel
oficial te mantiene firmemente en ello. No tiene más miedo que el fuerte de la
isla en el Cattegat, puesto allí para luchar contra el Báltico con cañones
azotados por la tormenta y en que se cuaja la sal marina.
CUARTO MARINERO DE
NANTUCKET.— E1 tiene sus órdenes, acuérdate de eso. He oído al viejo
Ahab decirle que siempre debe romper los chubascos, algo así como se rompe un
chorro de agua con una pistola: ¡disparando el barco derecho contra ellos!
MARINERO INGLÉS.
Sangre! ¡Pero ese viejo es un tío estupendo! ¡Nosotros somos hombres como para
cazarle la ballena!
TODOS.— ¡Eso, eso!
VIEJO MARINERO DE
LA ISLA DE MAN.— ¡Cómo se sacuden los tres pinos! Los pinos son la
especie más dura de árbol para vivir cuando los trasplantan a otro suelo, y
aquí no hay más que la maldita arcilla de la tripulación. ¡Vía, timoneles, vía!
En esta clase de tiempo es cuando los corazones valientes se parten en tierra,
y los cascos con quilla se parten en el mar. Nuestro capitán tiene su señal de
nacimiento: mirad allá, muchachos, en el cielo hay otra, de color lívido, ya lo
veis, y todo lo demás, negro como la pez.
DAGGOO.— ¿Qué es
eso? ¡Quien tiene miedo al negro me tiene miedo a mí! ¡Yo estoy cortado de ello!
MARINERO ESPAÑOL.—
(Aparte.) Quiere chulearse, ¡ah!..., ese viejo gruñón me pone nervioso.
(Avanzando.) Sí, arponero, tu raza está en el indudable lado de sombra de la humanidad:
diabólicamente sombrío, en esto. Sin ofensa.
DAGGOO
(torvamente). No hay de qué.
MARINERO DE
SANTIAGO.—Este español está loco o borracho. Pero no puede ser, o si no, en su caso
únicamente, las aguas de fuego de nuestro viejo mongol son bastante largas de efecto.
QUINTO MARINERO DE
NANTUCKET— ¿Qué es lo que he visto? ¿Un relámpago? Sí.
MARINERO
ESPAÑOL.—No; es Daggoo que enseña los dientes.
DAGGOO
(levantándose de un salto).—¡Enseña los tuyos, pelele! ¡Piel blanca, hígado
blanco!
MARINERO ESPAÑOL
(haciéndole frente).—¡Te acuchillo de buena gana! ¡Mucho cuerpo y poco
ánimo!
TODOS.— ¡Una
pelea, una pelea, una pelea!
TASHTEGO (lanzando
una bocanada).—¡Una pelea abajo, y una pelea en lo alto! ¡Dioses y hombres, todos peleadores!
¡Uf!
MARINERO DE
BELFAST.—¡Una pelea!, ¡viva la pelea! ¡Bendita sea la Virgen, una pelea!
¡Adelante con vosotros!
MARINERO
INGLÉS.—Juego limpio! ¡Quitadle el cuchillo al español! ¡Un corro, un corro!
VIEJO MARINERO DE
LA ISLA DE MAN.—En seguida está hecho. ¡Ea! El horizonte en corro. En ese
corro Caín hirió a Abel. ¡Dulce trabajo, buen trabajo! ¿No? ¿Por qué entonces, oh,
Dios, hiciste tú el corro?
VOZ DEL OFICIAL
DESDE EL ALCÁZAR.— ¡Hombres a las drizas! ¡A las velas de juanete!
¡Preparados a rizar las gavias!
TODOS.— ¡El
huracán, el huracán! ¡Saltad, alegres muchachos! (Se dispersan.)
PIP (encogiéndose
bajo el molinete).— ¿Alegres? ¡Dios valga a esos alegres! ¡Cric, cras!, ¡allá va el
nervio de foque! ¡Pam, pam!¡Dios mío! Agáchate más. ¡Pip, allá va la verga de
sobrejuanete! Es peor que estar en los bosques azotados el último día del año.
¿Quién iría ahora a trepar en busca de castañas? Pero allá van, todos
maldiciendo, y yo me estoy aquí. Bonitas perspectivas para ellos; están en
camino para el cielo. ¡Agarra fuerte! ¡Demonios, qué huracán! Pero esos
muchachos están peor todavía; ésos son los chubascos blancos. ¿Chubascos blancos?,
¡ballena blanca!, ¡brrr, brrr! Aquí acabo de oírles toda su cháchara ahora mismo,
y la ballena blanca... ¡Brrr, brrr! Pero han hablado de ella una vez, y sólo
esta tarde, y me hace tintinear todo entero como mi pandereta: esa anaconda de
viejo les hizo jurar que la cazarían. ¡Ah, tú, gran Dios blanco, que estás allá en lo alto,
no sé dónde, en esa tiniebla, ten piedad de este muchachito negro de aquí
abajo; sálvale de todos los hombres que no tienen entrañas para sentir miedo!
Capítulo XLI
MOBY DICK
Yo, Ismael, era
uno de esa tripulación; mis gritos se habían elevado con los de los demás, mi juramento se
había fundido con los suyos, y gritaba más fuerte y remachacaba y martilleaba mi
juramento aún más fuerte a causa del terror que había en mi alma. Había en mí
un loco sentimiento místico de compenetración: el inextinguible agravio de Ahab
parecía mío. Con ávidos oídos supe la historia de aquel monstruo asesino contra
el cual habíamos prestado, yo y todos los demás, nuestros juramentos de
violencia y venganza.
Desde hacía algún
tiempo, aunque sólo a intervalos, aquella ballena blanca, solitaria y sin compañía,
había sembrado el terror por esos mares sin civilizar, frecuentados sobre todo
por los cazadores de cachalotes. Pero no todos aquellos sabían de su
existencia; sólo unos pocos de ellos, en comparación, la habían visto conscientemente,
mientras que era muy pequeño el número de los que hasta ahora le habían dado
batalla realmente y a sabiendas. Pues, debido al gran número de buques
balleneros, y al modo irregular como estaban dispersos por el entero círculo de
las aguas, algunos de ellos extendiendo valientemente su búsqueda por latitudes
solitarias, de tal manera que en un año entero o más no encontraban apenas un
barco de cualquier clase que les contara noticias; debido a la desmesurada
duración de cada viaje, por su parte, y debido a la irregularidad de las líneas que
procedían del puerto de salida; debido a todas estas circunstancias, y otras
más, directas o indirectas, se había retardado durante mucho tiempo la
difusión, a través de la flota ballenera dispersa por el mundo entero, de las noticias
especiales e individuales respecto a Moby Dick. Difícilmente cabía dudar de que
varios barcos informaban haber encontrado, en tal o cual momento, o en tal o
cual meridiano, un cachalote de extraordinaria magnitud y malignidad, el cual
cetáceo, tras de causar gran daño a sus
atacantes, se les había escapado por completo; y para algunas mentes no era
presunción ilícita, digo, que el cetáceo en cuestión no debía ser otro que Moby
Dick. Con todo, dado que recientemente la pesquería de cachalotes se había
señalado por diversos ejemplos nada infrecuentes de gran ferocidad, astucia y malicia
en el monstruo atacado, ocurría así que los cazadores que por casualidad daban
batalla ignorantemente a Moby Dick, quizá se contentaban en su mayor parte con
atribuir el peculiar terror que producía, más bien, por decirlo así, a los
peligros generales de la pesca del cachalote que a esa causa
individual. De tal modo, en la mayor parte de los casos, se había considerado entre
la gente el desastroso encuentro de Ahab con la ballena.
Y para aquellos
que, antes de oír hablar de la ballena blanca, por casualidad la habían
avistado, al comienzo de estos asuntos habían arriado las lanchas, sin
excepción, con tanto valor y ánimo como antes cualquier otra clase de ballena.
Pero a la larga, ocurrieron tales calamidades en esos asaltos —no limitadas a
tobillos y muñecas dislocadas, a miembros rotos ni a mutilaciones voraces, sino
fatales hasta el último grado de fatalidad—, y se repitieron tanto esos
rechazos desastrosos, acumulando y amontonando sus
terrores sobre Moby Dick, que esas cosas llegaron a hacer vacilar la fortaleza de
muchos valientes cazadores a quienes había llegado por fin la historia de la
ballena blanca.
Y tampoco faltaron
desorbitados rumores de todas clases que exageraran e hicieran aún más horribles las
historias auténticas de esos encuentros mortales. Pues no sólo crecen por naturaleza
rumores fabulosos del cuerpo mismo de todos los acontecimientos terribles y sorprendentes
—igual que del árbol herido nacen hongos—, sino que en la vida marítima abundasen
los rumores desatados mucho más que en tierra firme, dondequiera que haya cualquier
realidad apropiada para adherirse. Y lo mismo que el mar sobrepasa a la tierra
en este asunto, así la pesca de ballenas sobrepasa a cualquier otra clase de
vida marítima en lo prodigioso y terrible de los rumores que a veces circulan
por ella. Pues no sólo están sometidos también los balleneros, en su conjunto,
a esa ignorancia, superstición hereditaria de todos los marineros, sino que,
entre todos los marineros, ellos son en cualquier sentido los que más directamente
entran en contacto con todo lo que haya de asombro y horrible en el mar: no sólo
observan cara a cara sus mayores maravillas, sino que, mano contra mandíbula,
les dan batalla. Solo, en aguas tan remotas que aunque se naveguen mil millas y
se pase ante mil costas, no se llega a ver una piedra de hogar tallada, ni nada
hospitalario bajo esa parte del sol; en tales longitudes y latitudes, dedicado
a una profesión como la suya, el ballenero está envuelto en influjos que
tienden a preñar su fantasía de muchos poderosos engendros.
No es extraño,
pues, que tomando cada vez más volumen, solamente a fuerza de pasar por los más
desiertos espacios de agua, los hinchados rumores sobre la ballena blanca acabaran
por llevar consigo toda clase de alusiones morbosas y de semiformadas
sugestiones fetales de poderes sobrenaturales, que al fin revistieron a Moby
Dick de nuevos terrores que no procedían de nada que tuviera aspecto visible;
de tal modo que, en muchos casos, acabó por producir tal pánico, que, de los
cazadores que con esos rumores habían oído hablar de la ballena blanca, pocos
estaban dispuestos a salir al encuentro de los peligros de su mandíbula.
Pero también
actuaban otros influjos, aún más vitalmente prácticos. Ni hasta los días
presentes se ha extinguido, en las mentes de los balleneros en corporación, el
prestigio original del cachalote, como temerosamente distinto de las demás
especies de leviatanes. En nuestros días, hay algunos entre ellos, aunque de
sobra inteligentes y valerosos para ofrecer batalla a la ballena de
Groenlandia, o ballena franca, que quizá rehusarían —por inexperiencia
profesional, o por incompetencia, o por timidez— un combate con el cachalote;
en todo caso, hay muchos balleneros, especialmente entre las naciones pesqueras
que no navegasen bajo pabellón americano, que nunca se han encontrado en hostilidades
con el cachalote, y cuyo único conocimiento del leviatán se limita al innoble monstruo
originalmente perseguido en el norte: sentados en las escotillas, esos hombres
escuchan con interés y terror pueril, como junto al fuego, los salvajes y
extraños relatos de la pesca de la ballena en el sur. Y la preeminente
enormidad del gran cachalote no es comprendida con más sentimientos en ningún
otro sitio sino a bordo de esas proas que navegan contra él. Y como si la
realidad, ahora puesta a prueba, de su energía hubiera proyectado en tiempos anteriores
su sombra sobre él, encontramos a algunos
naturalistas librescos —Olassen y Povelson— que declaran que el cachalote no sólo es el horror
de todas las demás criaturas del mar, sino que también es tan increíblemente feroz
que siempre tiene sed de sangre humana. Impresiones como éstas, o semejantes,
no se habían borrado ni aun en un tiempo tan reciente como el de Cuvier. Pues
en su Historia Natural, el propio Barón afirma que, a la vista del cachalote,
todos los peces (incluidos los tiburones) quedan abrumados por «los más vivos terrores»,
y «a menudo, en la precipitación de su fuga, se lanzan contra las rocas con tal
violencia que se produce la muerte instantánea». Y de cualquier modo como la
experiencia general de la pesca de la ballena pueda enmendar, informes como
éste, sin embargo, en algunas vicisitudes de su ofició: los cazadores reviven
en su mente esa creencia supersticiosa en todo su pleno terror, incluso en el
punto de la sed de sangre de que habla Povelson.
Así que, abrumados
por los rumores y portentos que la envolvían, no pocos de los pescadores, recordaban,
en referencia a Moby Dick, los días primitivos de la pesca de cachalotes, cuando
a menudo era difícil convencer a expertos cazadores de ballenas de Groenlandia
para que se embarcaran en los peligros de esta nueva y osada campaña;
protestando dichos hombres que, aunque se podía perseguir con esperanzas a
otros leviatanes, acosar y dirigir lanzas a una aparición como el cachalote no
era cosa para hombres mortales, y que intentarlo sería inevitablemente ser
despedazado en rápida eternidad. En este
punto, hay algunos notables documentos que pueden ser consultados.
Con todo, —había
algunos que, aun frente a tales cosas, estaban dispuestos a perseguir a Moby Dick, y un
número aún mayor de quienes, habiendo tenido ocasión solamente de oír hablar de
Moby Dick de modo distante y vago, sin los detalles específicos de una
calamidad segura, y sin acompañamientos supersticiosos, eran lo bastante
valientes como; para no escapar de la batalla si se les presentaba.
Una de las
desorbitadas sugerencias a que se ha aludido entre las que acabaron por unirse a
la ballena blanca en las mentes propensas a la superstición, era la convicción
sobrenatural de que Moby Dick era ubicuo, y que se le había encontrado de hecho
en latitudes opuestas en, un mismo instante de tiempo. Y, por más crédulas que
debían ser tales mentes, esa convicción no carecía por completo de alguna leve vislumbre
de probabilidad supersticiosa. Pues, así como no se han dado a conocer todavía
los secretos de las corrientes de los mares, ni aun con las más eruditas
investigaciones, igualmente, los ocultos
caminos del cachalote bajo la superficie siguen siendo, en gran parte, inexplicables
para sus perseguidores, y de vez en cuando han dado origen a las especulaciones
más curiosas y contradictorias, sobre todo en cuanto a los misteriosos modos
como, tras de sondear a gran profundidad, se desplaza con tan enorme rapidez a
los puntos más distantes. Es cosa bien sabida, tanto de los barcos balleneros americanos
como de los ingleses, y bien fundamentada en informes autorizados, hace años, por
Scoresby, que se han capturado muy al norte del Pacífico algunas ballenas en cuyos
cuerpos se han hallado puntas de arpones disparados en los mares de
Groenlandia. Ni se puede
contradecir que en algunos de esos ejemplos se ha declarado que el intervalo de
tiempo entre los dos ataques no podía haber sido de muchos días. De aquí, por
inducción, han creído algunos balleneros que el Paso del Noroeste, problema tan
antiguo para el hombre, nunca ha sido problema para la ballena. De modo que
aquí, en la real experiencia vivida de hombres vivos, narraciones fabulosas
como los prodigios relatados antiguamente sobre la sierra de la Estrella en
Portugal, tierra adentro (junto a cuya cima se decía que había un lago en que
salían flotando a la superficie restos de naves), y la aún
más prodigiosa historia de la fuente de Aretusa (junto a Siracusa cuyas aguas se
creía que llegaban de Tierra Santa por un conducto subterráneo), quedaban
plenamente alcanzadas por las realidades del ballenero. Obligados a
familiarizarse, pues, con prodigios tales como éstos, y sabiendo que, después de
repetidos asaltos intrépidos, la ballena blanca había escapado con vida, no
puede sorprender mucho que algunos balleneros fueran aún más allá en sus
supersticiones, declarando a Moby Dick no sólo ubicuo, sino inmortal (pues la
inmortalidad no es sino la ubicuidad en el tiempo), y que aunque se clavaran en
sus costados selvas de lanzas, seguiría nadando sin recibir daño, o que si
alguna vez se la llegaba a hacer verter densa sangre, el verla sería sólo un espectral
engaño, pues, una vez más, en olas sin enrojecer, a cientos de leguas, se
volvería a observar su chorro impoluto.
Pero, aun
despojándolo de estas hipótesis sobrenaturales, había bastante en la figura
terrenal y el carácter indiscutible del monstruo como para herir la imaginación
con energía insólita. Pues no era tanto su extraordinario tamaño lo que le
distinguía de los demás cachalotes, sino, como se manifestó en otro lugar, una
peculiar frente blanca y con arrugas, y una alta joroba blanca en pirámide.
Esos eran sus rasgos descollantes, los signos por los cuales, aun en los mares
sin límites y sin mapas, revelaba su identidad a larga distancia a aquellos que
la conocían.
El resto de su
cuerpo estaba tan surcado, manchado y jaspeado, en el mismo color de sudario, que, al
fin, había ganado su denominación distintiva de «ballena blanca», un nombre, desde
luego, justificado a la letra por su aspecto vívido, al verla deslizarse a
mediodía por un oscuro mar azul, dejando una estela en vía láctea, de espuma
creemos salpicada de centelleos dorados.
Y no era tanto su
insólito tamaño, ni su sorprendente color, ni tampoco su deformada mandíbula inferior
lo que revestía a la ballena de terror natural, cuanto esa inteligente
malignidad sin ejemplo, que, según los informes detallados, había evidenciado
una vez y otra en sus ataques. Más que nada, sus traidoras retiradas producían
mayor consternación, quizá, que cualquier otra cosa. Pues después de nadar ante
sus jubilosos perseguidores, al parecer con todos los síntomas de la alarma, se
había sabido que varias veces había dado media vuelta de repente y, lanzándose
sobre ellos, les había desfondado la lancha en astillas, o les había rechazado consternados
hacia el barco.
Su persecución ya
había ido acompañada varias veces por desgracias. Pero aunque semejantes desastres,
por poco que se hablase de ellos en tierra, no eran desacostumbrados en la pesca
de ballenas, con todo, parecía tal la infernal premeditación de ferocidad de la
ballena blanca, que cualquier mutilación o muerte que causara no se
consideraba del todo como producida por un elemento sin inteligencia.
Júzguese,
entonces, a qué niveles de furia inflamada y consternada se verían impulsadas las mentes de sus
más desesperados perseguidores, cuando, entre las astillas de las lanchas masticadas
y los miembros, hundiéndose, de sus compañeros destrozados, salían a nado entre
los blancos coágulos de la terrible cólera de la ballena, para hallarse bajo la
exasperante serenidad de la luz del sol, que seguía sonriendo, como ante un
nacimiento o una boda.
Con sus tres
lanchas desfondadas en torno a él, y los remos y los marineros absorbidos por los
remolinos, un capitán, agarrando de su proa rota el cuchillo de la estacha, se
había lanzado contra la ballena, como un duelista de Arkansas contra su
enemigo, tratando ciegamente de alcanzar con su hoja de seis pulgadas la vida
de la ballena, que quedaba a la profundidad de una braza. Ese capitán era Ahab.
Y entonces fue cuando, pasándole de repente por debajo su mandíbula inferior,
en forma de hoz, Moby Dick había segado la pierna de Ahab, como corta un
segador una brizna de hierba en el campo. Ningún turco de turbante, ningún
veneciano o malayo a sueldo le habría herido con más aspecto de malicia. Pocas
razones había para dudar, pues, que desde aquel encuentro casi fatal Ahab había
abrigado un loco deseo de venganza contra la ballena, cayendo aún más en su
frenesí morboso porque acabó por identificar con la ballena no sólo todos sus
males corporales, sino todas sus exasperaciones intelectuales y espirituales.
La ballena blanca nadaba ante él como encarnación monomaníaca de todos esos
elementos maliciosos que algunos hombres profundos sienten que les devoran en su
interior, hasta que quedan con medio corazón y medio pulmón para seguir
viviendo.
Esa intangible
malignidad que ha existido desde el comienzo, a cuyo dominio los cristianos modernos
atribuyen la mitad de los mundos, y que los ancianos ofitas de Oriente
reverenciaban en su diabólica estatua, Ahab no se prosternó para adorarla, como
ellos, sino que, trasladando en delirio su idea a la ballena blanca, se lanzó
contra ella, aunque tan mutilado. Todo lo que mas enloquece y atormenta; todo
lo que remueve la hez de las cosas, toda verdad que contiene malicia, todo lo
que resquebraja los nervios y endurece el cerebro, todos los sutiles demonismos
de vida y pensamiento, todos los males, para el
demente Ahab, estaban personificados visiblemente, y se podían alcanzar prácticamente en
Moby Dick. Sobre la blanca joroba de la ballena amontonaba la suma universal del
odio y la cólera que había sentado toda su raza desde Adán para acá, y luego,
como si su pecho fuera un mortero, le disparaba encima la ardiente granada de
su corazón.
No es probable que
esta monotonía suya surgiera instantáneamente en el momento preciso de su
desmembración corporal. Entonces, al dispararse hacia el monstruo, cuchillo en mano,
no había hecho más que dar rienda, suelta a una repentina y apasionada
animosidad corporal; y cuando recibió el golpe que le desgarró, probablemente
sólo sintió la angustiosa laceración física, pero nada más. Sin embargo, obligado por ese
choque a volver a puerto, y, durante largos meses, de muchos días y semanas, tendido
Ahab con su angustia en la misma hamaca, y doblando en pleno invierno aquel temible
y ululante cabo patagónico, fue entonces cuando su cuerpo roto y su alma herida
sangraron uno en otro, y al entremezclarse le volvieron loco. Que fue sólo
entonces, en el viaje de vuelta, tras el encuentro, cuando le invadió su
monomanía definitiva, parece comprobado por el hecho de que, en algunos
períodos de la travesía, estuvo loco furioso y aunque desprovisto de una
pierna, quedaba aún tanta fuerza vital en su pecho egipcio, intensificada además
por su delirio, que sus oficiales se vieron obligados a atarle
fuerte allí mismo, mientras navegaba, furioso, en su hamaca. En su camisa de fuerza,
se mecía al loco balanceo de las galernas. Y cuando, al llegar a latitudes más soportables,
el barco, extendiendo levemente las «alas», atravesó los trópicos tranquilos,
y, según todas las apariencias, el delirio del viejo parecía haber quedado
atrás, con las marejadas del cabo de Hornos, y salió de su oscura madriguera a tomar la luz
bendita y el aire; aún entonces, al presentar ese rostro firme y concentrado, aunque pálido, y dar otra vez sus
órdenes tranquilas, mientras sus oficiales daban gracias a Dios de que ya había
pasado la terrible locura, aún entonces, Ahab, en su intimidad escondida,
seguía siendo un loco furioso. La locura humana es a menudo una cosa astuta y felina.
Cuando se piensa que ha huido, quizá no ha hecho sino transfigurarse en alguna
forma silenciosa y más sutil. La demencia total de Ahab no menguó, sino que se
contrajo profundizándose; como el indómito río Hudson, cuando, noble nórdico,
fluye angosto, pero insondable, a través de la garganta de la Highland. Pero en esa
monomanía de corriente angosta, no había quedado atrás una jota de la ancha
locura de Ahab; y de igual modo, en esa ancha locura, no había perecido una
jota de su gran intelecto natural. Éste, antes ente vivo, se convirtió ahora en
instrumento vivo. Si puede mantenerse en pie una figura retórica tan demente, su
particular locura tomó al asalto su cordura general, y pudo con ella, y dirigió
toda su artillería concentrándola en su propio blanco loco; de modo que, lejos
de haber perdido su fuerza, Ahab, para ese único objetivo, poseía ahora mil
veces mayor potencia que la que en su cordura había dirigido jamás hacia ningún
objetivo razonable.
Esto ya es mucho,
y sin embargo, la parte mayor, más oscura y más profunda de Ahab, permanece sin
aludir. Pero vano es popularizar profundidades, y toda verdad es profunda. Bajando
en espiral desde dentro del mismo corazón de este erizado Hotel de Cluny donde estamos
—abandonémoslo ahora, por grandioso y maravilloso que sea—; tomad vuestro
camino, almas nobles y tristes, a esas vastas salas de termas romanas, donde,
allá lejos, bajo las fantásticas torres de la parte superior de la tierra del
hombre, se sienta en barbado esplendor la raíz de su grandeza, su entera y
abrumadora esencia; ¡resto antiguo sepultado entre antigüedades, y entronizado
sobre torsos! Así, con un trono roto, los
grandes dioses se burlan de ese rey cautivo; y él está sentado, paciente como una
cariátide, sosteniendo en su helada frente los acumulados entablamentos de las
edades. ¡Bajad hasta aquí, almas orgullosas y tristes! ¡Qué parecido de
familia! Sí, él os engendró, jóvenes realezas exiliadas, y sólo de vuestro tétrico
progenitor saldrá el antiguo secreto de Estado.
Ahora, en su
corazón, Ahab entreveía algo de esto, a saber: «Todos mis medios son cuerdos; mi
motivo y mi objetivo es demente». Pero sin tener poder para matar, o cambiar, o
esquivar el hecho; sabía igualmente que para la humanidad había fingido largo
tiempo, y en cierto modo, seguía haciéndolo. Pero eso de que fingiera estaba
sujeto sólo a su percepción, no a su voluntad determinada. No obstante, tanto
éxito tuvo en su fingimiento, que, cuando por fin saltó a tierra con su pierna
de marfil, ninguno de Nantucket le consideró más que naturalmente herido hasta
lo vivo con la terrible desgracia que le había caído.
La noticia de su
innegable delirio en el mar se atribuyó también popularmente a una causa análoga.
Y lo mismo, también, toda la melancolía añadida que en lo sucesivo, y hasta el mismo
día de embarcar en el Pequod para el presente viaje, había estado anidando en
su frente. Y no es poco probable que, lejos de desconfiar en su capacidad para
otro viaje de pesca de ballenas, a causa de esos sombríos síntomas, la
calculadora gente de aquella prudente isla se inclinara a abrigar la idea de
que por esas mismas razones estaba más
calificado y preparado para una persecución tan llena de cólera y rabia como la
sangrienta caza de las ballenas. Roído por dentro y abrasado por fuera por las
inexorables garras clavadas de alguna idea incurable, un hombre así, si se
podía encontrar, parecería el hombre más adecuado para disparar el arpón y
levantar la lanza contra el más aterrador de los brutos. O, si por alguna razón
se le consideraba físicamente incapacitado para ello, sin embargo, tal hombre
parecería superlativamente competente para
animar y jalear a sus subordinados en el ataque. Pero, sea como sea, lo cierto es que, con
el loco secreto de su cólera sin tregua bien encerrado en él bajo llave y
cerrojo, Ahab se había embarcado adrede en este viaje con el único y absorbente
objetivo de cazar a la ballena blanca. Si algunos de sus antiguos conocidos en
tierra hubieran sólo medio imaginado lo que entonces se escondía en él, ¡qué pronto
sus justas almas horrorizadas habrían arrebatado el barco a un hombre tan
diabólico! Les interesaba travesías beneficiosas, con un provecho que se
contara en dólares bien acuñados. Él estaba absorto
en una venganza audaz, inexorable y sobrenatural.
Ahí, entonces,
estaba ese impío anciano de cabeza cana, persiguiendo con maldiciones a una
ballena como para Job, alrededor del mundo, a la cabeza de una tripulación,
también compuesta principalmente de renegados mestizos, de proscritos y de
caníbales; también debilitada moralmente por la incompetencia de la mera virtud
y la rectitud sin otra ayuda, en Starbuck, de la invulnerable jovialidad de la indiferencia
y el descuido, en Stubb, y de la mediocridad invasora, en Flask. Tal
tripulación, con tales oficiales, parecía especialmente emergida y embarcada
por alguna fatalidad infernal para ayudarle en su venganza monomaníaca. ¿Cómo
era que respondían tan sobradamente a la ira del viejo?; ¿de qué magia perversa
estaban poseídas sus almas que a veces el odio de él parecía ser de ellos, y la
ballena blanca un enemigo tan insufrible para ellos como para él?; ¿cómo
ocurría todo esto?; ¿qué era para ellos la ballena blanca?; ¿o cómo, para su
comprensión subconsciente,
también, de algún modo en penumbra y sin sospecharlo, podía haber parecido el
gran demonio fugaz de los mares de la vida? Explicar todo esto, sería bucear
más hondo de lo que puede llegar Ismael. De ese minero subterráneo que trabaja
en todos nosotros, ¿cómo puede uno decir adónde lleva su pozo, por el sonido
desplazado y ensordecido de su piqueta? ¿Quién no siente que le arrastra el brazo
invisible? ¿Qué bote remolcado por un setenta-y-cuatro cañones puede quedarse
quieto? Por mi parte, yo me rendí al abandono del momento y el lugar; pero, al
mismo tiempo que me lanzaba apresurado al encuentro de la ballena, no podía ver
en aquel bruto nada que no fuera el más mortal de los males.
Continúa leyendo esta historia en "Moby Dick - Cap XLII, XLIII y XLIV - Herman Melville" de pronta publicación
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