Capítulo XXV
APÉNDICE
En sustento de la
dignidad de la pesca de la ballena, no querría aducir más que hechos comprobados.
Pero después de hacer entrar en combate sus hechos, ¿no sería digno de censura un
abogado defensor que suprimiera por entero una hipótesis nada irrazonable que
podría hablar elocuentemente a favor de su casa?
Es bien sabido que
en la coronación de los reyes y reinas, incluso de nuestro tiempo, se realiza
cierto curioso proceso de sazonarlos para sus funciones. Hay un salero real,
así llamado, y es posible que haya unas vinagreras reales. ¿Cómo usan
exactamente la sal; quién lo sabe? Pero estoy seguro de que la cabeza de un rey
es solemnemente aceitada en su coronación, igual que una lechuga en ensalada.
¿Será posible, sin embargo, que la unjan con vistas a que su interior corra
bien, igual que se unge la maquinaria? Mucho se podría rumiar aquí, en cuanto a
la dignidad esencial de este proceso real, porque en la vida corriente
consideramos bajo y despreciable al tipo que se unge el pelo y huele
perceptiblemente a ese ungüento. En realidad, un hombre maduro que use aceite
para el pelo, a no ser en forma medicinal, probablemente tiene algún punto
débil en algún sitio. Por regla general, no puede valer mucho en su integridad.
Pero la única cosa
a considerar aquí es ésta: ¿qué clase de aceite se usa en las coronaciones? Ciertamente
que no puede ser aceite de oliva, ni aceite de ricino, ni aceite de oso, ni
aceite de pescado, ni aceite de hígado de bacalao. ¿Cuál es posible que sea entonces,
sino el aceite de ballena en su estado natural y sin purificar, el más grato de
todos los aceites?
¡Pensad en eso,
oh, leales británicos! ¡Nosotros, los balleneros, proporcionamos a vuestros reyes
y reinas la materia de la coronación!
Capítulo XXVI
CABALLEROS Y ESCUDEROS
El primer oficial
del Pequod era Starbuck, natural de Nantucket, y cuáquero por descendencia. Era
un hombre largo y serio, y, aunque nacido en una costa gélida, parecía muy
apropiado para soportar latitudes cálidas, por ser tan dura su carne como la
galleta bizcocha. Transportado a las Indias, su sangre viva no se estropearía
como la cerveza embotellada. Debía haber nacido en alguna época de sequía y hambre general, o en uno de esos días de ayuno por los que es tan famoso su Estado. Sólo había visto treinta áridos veranos: esos veranos habían desecado toda su superficie física. Pero eso, su flacura, por así decir, no parecía ya señal de ansiedades y cuidados agostadores, ni tampoco indicación de ningún desgaste corporal. Era simplemente la condensación de aquel hombre. No tenía en absoluto mal aspecto; al contrario. Su pura y tensa
piel se le ajustaba de modo excelente, y apretadamente envuelto en ella, y embalsamado
en fuerza íntima y en salud, como un egipcio revivido, este Starbuck parecía preparado
a soportar largas épocas venideras, y a soportarlas siempre como ahora; pues,
con nieve polar o sol tórrido, como un cronómetro patentado, su vitalidad
interior estaba garantizada para salir adelante en todos los climas. Mirándole
a los ojos, a uno le parecía ver en ellos las imágenes demoradas de aquellos múltiples
peligros que había afrontado con calma en toda su vida: hombre firme y sólido, cuya
vida, en su mayor parte, había sido una elocuente pantomima de acción, y no un
manso capítulo de palabras. Sin embargo, con toda su curtida fortaleza y
sobriedad, había en él ciertas cualidades que algunas veces afectaban, y aun en
ciertas ocasiones parecían casi contrapesar a todo el resto. insólitamente
concienzudo para ser un marinero, y dotado de honda reverencia natural, la
soledad salvaje y acuática de su vida le inclinaba fuertemente, por tanto, a la
superstición, pero a esa suerte de superstición que en ciertos caracteres
parece proceder más bien de la inteligencia que de la ignorancia. Lo suyo eran
portentos exteriores y presentimientos interiores. Y si a veces esas cosas
doblaban el hierro soldado de su alma, los lejanos recuerdos domésticos de su
joven mujer y su hijo, en el Cabo, tendían mucho más a desviarle de la rudeza
originaria de su naturaleza, y abrirle aún más a esas influencias latentes que,
en algunos hombres de corazón honrado, refrenan el empuje de la temeridad
diabólica tan a menudo evidenciada por otros en las vicisitudes más peligrosas
de la pesca de la ballena.
—No quiero en mi
bote a ninguno —decía Starbuck— que no tenga miedo de la ballena.
Con eso parecía
querer decir no solamente que el valor más útil y digno de confianza es el que
surge de la estimación realista del peligro encontrado, sino que un hombre totalmente sin miedo es un compañero mucho más
peligroso que un cobarde.
—Sí, sí —decía
Stubb, el segundo oficial—: este Starbuck es un hombre tan cuidadoso como pueda
encontrarse en cualquier lado en la pesca de la ballena.
Pero no tardaremos
en ver lo que significa exactamente esa palabra «cuidadoso» cuando la usa un
hombre como Stubb o casi cualquier otro cazador de ballenas.
Starbuck no iba en una cruzada en busca de peligros;
en él, el valor no era un sentimiento, sino una cosa simplemente útil para él,
y siempre a mano para todas las ocasiones prácticas de la vida. Además pensaba,
quizá, que en este asunto de la pesca de la ballena el valor era una de las
grandes provisiones necesarias para el barco, como la carne y la galleta, que
no se podían derrochar locamente. Por lo tanto, no tenía ganas de arriar las
lanchas en busca de ballenas después de la puesta del sol, ni se empeñaba en cazar
un pez que se obstinase en luchar contra
él. Pues Starbuck pensaba: «Aquí estoy en este crítico océano para ganarme la
vida matando ballenas, y no para que ellas me maten ganándose la suya»; y
Starbuck sabía muy bien que centenares de hombres habían muerto así. ¿Cuál
había sido el destino de su propio padre? ¿Dónde, en qué profundidades
insondables, podría encontrar los miembros despedazados de su hermano?
Con recuerdos como
éstos en él, y además, dado a cierta superstición, como se ha dicho, el valor
de este Starbuck, si a pesar de todo podía mostrarse, debía ser extremado. Pero
en un hombre así constituido, y con experiencias y recuerdos tan terribles como
él tenía, no entraba en lo natural que esas cosas dejaran de engendrar ocultamente
en él un elemento que, en circunstancias adecuadas, irrumpiera saliendo de su
encierro y quemara todo su valor. Y por valiente que fuera, era principalmente
de esa clase de valentía, visible en ciertos hombres intrépidos, que, aunque
suelen mantenerse firmes en el combate con los mares, o los vientos, o las
ballenas, o cual quiera de los acostumbrados horrores irracionales de este mundo,
no pueden, sin embargo, resistir esos terrores, más espantosos por ser más
espirituales, que a veces le amenazan a uno en el ceño fruncido de un hombre
colérico y poderoso.
Pero si la
narración siguiente hubiera de revelar en algún caso el desplome completo de la fortaleza del
pobre Starbuck, apenas habría tenido yo ánimo para escribirla, pues es cosa lamentable,
e incluso desagradable, mostrar el hundimiento del valor de un alma. Los
hombres pueden parecer detestables en cuanto sociedades anónimas y naciones;
podrá haber seres serviles, locos y asesinos; pero el hombre, en su ideal, es
tan noble y resplandeciente, tan grandiosa y refulgente criatura, que todos sus
semejantes deberían correr a echar sus vestiduras más preciosas sobre cualquier
mancha ignominiosa que haya en él. Esa virilidad inmaculada que sentimos dentro
de nosotros, tan en lo hondo que permanece intacta aun cuando parezca perdido
todo el carácter exterior, sangra con la más penetrante angustia ante el
espectáculo desnudo de un hombre hundido en su valor. Ni aun la propia piedad, ante
una visión tan vergonzosa, puede ahogar del todo sus reproches hacia las
estrellas que lo consienten. Pero la augusta dignidad de que trato no es la
dignidad de los reyes y los mantos, sino esa dignidad sobreabundante que no se
reviste de ningún ropaje. La veréis resplandecer en el brazo que blande una
pica o que clava un clavo; es esa dignidad democrática que, en todas las manos,
irradia sin fin desde Dios, desde Él mismo, el gran Dios absoluto, el centro y circunferencia
de toda democracia; ¡Su omnipresencia, nuestra divina igualdad!
Entonces, si en lo
sucesivo atribuyo cualidades elevadas, aunque oscuras, a los más bajos marineros,
renegados y proscritos; si en torno de ellos urdo gracias trágicas; sí aun el más
lúgubre, y acaso el más rebajado de ellos, a veces se eleva hasta las montañas
sublimes; si pongo un poco de luz etérea en el brazo de ese trabajador; si
extiendo un arco iris sobre su desastroso ocaso; entonces, contra todos los críticos
mortales, ¡sosténme en eso, oh Tú, justo Espíritu de la Igualdad, que has
extendido un único manto real de humanidad sobre toda mi especie! ¡Sosténme, oh
Tú, gran Dios democrático, que no rehusaste la pálida perla poética al negro
prisionero, Bunyan; Tú que envolviste, con hojas doblemente martilladas del más
fino oro, el brazo mutilado y empobrecido del viejo Cervantes; Tú, que elegiste
a Andrew Jackson de entre los guijarros, que lo lanzaste sobre un caballo de
guerra, y que le hiciste tronar más alto que en un trono! ¡Tú, que en todos tus
poderosos recorridos por la tierra siempre escoges a tus campeones más selectos
entre la realeza de los sencillos; sosténme en esto, oh Dios!
Capítulo XXVII
CABALLEROS Y ESCUDEROS
El segundo oficial
era Stubbs. Era natural de Cabo Cod, y por ello, según el uso local, se le
llamaba un «cabocodense». Despreocupado, ni cobarde ni valiente, tomando los peligros
según venían, con aire indiferente, y, mientras se ocupaba en las crisis más
apremiantes de la persecución, despachando el trabajo, tranquilo y concentrado
como un carpintero ambulante contratado para el año. Bienhumorado, tranquilo y descuidado,
presidía su barco ballenero como si el encuentro más peligroso no fuera más que
una cena, y la tripulación, sus comensales invitados. Era tan meticuloso en
cuanto a los arreglos de comodidad de su parte de embarcación como un viejo
cochero de diligencia en cuanto a lo confortable de su pescante.
Al acercarse a la
ballena, en el mismísimo apretón mortal de la pelea, manejaba su inexorable arpón
con frialdad y al desgaire, como un hojalatero que silba mientras martilla.
Canturreaba sus viejas melodías de rigodón mientras estaba flanco a flanco del
más furioso monstruo.
La larga
costumbre, para este Stubbs, había convertido las fauces de la muerte en una butaca.
No hay modo de saber qué pensaba de la muerte misma. Podría preguntarse si
alguna vez pensaba en ella, en absoluto, pero si alguna vez inclinaba su mente
hacia ese lado, después de una grata comida, no hay duda de que, como buen marinero,
la consideraba como una especie de llamada de guardia para salir a cubierta y
ocuparse allí en algo que ya vería qué era cuando obedeciera la orden, pero no
antes. Lo que quizá, con otras cosas, hacía de Stubbs un hombre tan tranquilo y
sin miedo, tan alegre al llevar adelante la carga de la vida por un mundo lleno
de serios vendedores ambulantes, curvados todos ellos hacia el suelo con sus
fardos; lo que ayudaba a producir aquel buen humor suyo, casi impío, debía de ser
su pipa. Pues, igual que su nariz, su pequeña pipa, corta y negra, era uno de
los rasgos habituales de su cara. Casi habría sido más fácil esperar que
saliera de su litera sin nariz antes que sin pipa. Tenía allí, dispuestas y
cargadas, toda una fila de pipas, metidas en una espetera, al fácil alcance de
la mano; y siempre que se acostaba, las fumaba todas seguidas, encendiendo una
con otra hasta el fin de la serie, y luego volviéndolas a cargar para que
estuvieran de nuevo dispuestas. Pues cuando se vestía, Stubbs se ponía la pipa
en la boca antes de meter las piernas en los pantalones.
Digo que este modo
continuo de fumar debía de ser, por lo menos, una causa de su disposición
peculiar, pues todos saben que este aire terrenal, en tierra o a flote, está
terriblemente infectado de las miserias sin nombre de los innumerables mortales
que han muerto respirándolo; y del mismo modo que, en épocas de cólera, algunos
andan con un pañuelo alcanforado en la boca, igualmente el tabaco de Stubbs
podría actuar como una especie de agente desinfectante contra todas las
tribulaciones mortales.
El tercer oficial
era Flask, natural de Tisbury, en Martha's Vineyard. Un joven rechoncho, robusto y
rubicundo, muy belicoso en cuanto a las ballenas, que parecía pensar, no sé por qué, que los
grandes leviatanes le habían afrentado de modo personal y hereditario; y por
consiguiente, para él era punto de honor destruirlos siempre que los
encontrara. Tan absolutamente perdido estaba para todo sentido de reverencia
hacia las muchas maravillas de su majestuosa mole y sus místicas maneras, y tan
insensible a nada parecido a la conciencia de ningún peligro posible en su
encuentro, que, en su pobre opinión, la prodigiosa ballena era sólo una especie
de ratón o, por lo menos, de rata de agua vista con aumento, que requería sólo
un pequeño rodeo y alguna ligera aplicación de tiempo y molestia para matarla y
cocerla. Esta falta de temor, inconsciente e ignorante, le hacía un poco jocoso
en cuestión de ballenas: perseguía a estos peces por divertirse, y un viaje de
tres años doblando el cabo de Hornos era sólo una broma divertida que duraba
todo ese tiempo. Así como los clavos del carpintero se dividen en forjados y cortados,
la humanidad se puede dividir de modo semejante. El pequeño Flask era de los forjados,
hecho para apretar bien y durar mucho. Le llamaban «Puntal» a bordo del Pequod,
porque en su forma se le podía comparar muy bien a esa pieza de proa, corta y
cuadrada, conocida por tal nombre en los balleneros árticos y que, por medio de
numerosas tablas laterales que irradian insertas en ella, sirve para reforzar el barco contra
los hielos que golpean en aquellos agitados mares.
Así pues, estos
tres oficiales, Starbuck, Stubbs y Flask, eran hombres de peso. Eran ellos
quienes, por disposición general, mandaban tres de las lanchas del Pequod. En
el gran orden de batalla en que probablemente desplegaría sus fuerzas el
capitán Ahab para atacar a las ballenas, esos tres jefes de bote eran como capitanes
de compañías.
O, estando armados con sus largas y agudas picas
balleneras, eran como un selecto trío de lanceros, igual
que los arponeros eran los lanzadores de jabalinas.
Y dado que en esa
famosa pesca cada oficial o jefe de bote, como los antiguos caballeros godos,
siempre va acompañado de su piloto o arponero, que en determinadas ocasiones le
provee de una nueva lanza cuando la primera se ha torcido de mala manera, o se
ha doblado en el asalto, y, además, dado que generalmente se establece entre
ambos una estrecha intimidad amistosa, no está de más que en este punto anotemos
quiénes eran los arponeros del Pequod, y a qué jefe de bote correspondía cada cual.
El primero de
todos era Queequeg, a quien había elegido de escudero Starbuck, el primer oficial.
Queequeg ya es conocido.
Después venía
Tashtego, un indio puro de Gay-Head, el promontorio más occidental de Martha's
Vineyard, donde todavía queda un pequeño resto de una aldea de pieles rojas que
desde hace mucho ha suministrado a la vecina isla de Nantucket sus más
atrevidos arponeros. En la pesca de la ballena, se les suele conocer por el
nombre genérico de Gay-Headers. El pelo largo, lacio y negro de Tashtego, sus
altos pómulos huesudos, y sus ojos negros y redondos —para un indio, orientales
en su tamaño, pero antárticos en su expresión chispeante—, todo ello le
proclamaba de sobra como heredero de la sangre sin adulterar de aquellos
orgullosos y bélicos cazadores que, en busca del gran alce de New England,
habían explorado, arco en mano, los bosques aborígenes de la costa. Pero sin
olfatear ya el rastro de los animales salvajes del bosque, Tashtego cazaba
ahora en la estela de las grandes ballenas del mar; y el certero arpón del hijo
sustituía adecuadamente a la infalible flecha de los progenitores. Al mirar la
atezada robustez de sus ágiles miembros de serpiente, casi se habría dado
crédito a las supersticiones de algunos de los primitivos puritanos, medio
creyendo que este salvaje indio sería hijo del Príncipe de las Potestades del
Aire. Tashtego era el escudero de Stubb,
el segundo oficial.
El tercero de los arponeros
era Daggoo, un gigantesco salvaje negro como el carbón, con ademanes de león;
un Ahasvero en su aspecto. Suspendidos de las orejas llevaba dos aros de oro,
tan grandes que los marineros les llamaban pernos de anillo, y hablaban de
amarrar a ellos las drizas de gavia. En su juventud, Daggoo se había embarcado
voluntariamente a bordo de un ballenero que estaba anclado en una bahía solitaria
de su costa natal. Y como nunca había estado en otra parte del mundo sino en
África, en Nantucket y en los puertos paganos más frecuentados por los
balleneros, y como durante muchos años había llevado la valiente vida de la
pesca de la ballena en barcos de propietarios insólitamente atentos a la clase
de gente que embarcaban, Daggoo conservaba todas sus virtudes bárbaras, y,
erguido como una jirafa, daba vueltas por la cubierta con toda la pompa de sus
seis pies y cinco pulgadas, sin calzado.
Había una
humillación corporal en levantar la vista hacia él, y un blanco ante él parecía
una bandera blanca acudiendo a pedir tregua a una fortaleza. Es curioso decir
que este negro imperial, Ahasvero Daggoo, era el escudero del pequeño Flask,
que parecía un peón de ajedrez a su lado. En cuanto al resto de la gente del
Pequod hay que decir que, en el día de hoy, ni la mitad de los varios millares
de hombres ante el mástil en las pesquerías de ballenas de América son
americanos de nacimiento, aunque casi todos los oficiales lo son. En esto, pasa
lo mismo en las pesquerías de ballenas de América que en el ejército americano,
y en las flotas militar y mercante, y en las fuerzas de ingeniería empleadas en
la construcción de los canales y líneas ferroviarias de América. Lo mismo,
digo, porque en todos estos casos los americanos de nacimiento proporcionan el
cerebro, y el resto del mundo suministra los músculos con igual generosidad. No
escaso número de estos marineros balleneros pertenecen a las Azores, donde tocan
frecuentemente los barcos de Nantucket en su viaje de ida para aumentar sus
tripulaciones con los curtidos campesinos de aquellas rocosas orillas. De
manera análoga, los balleneros de Groenlandia,
zarpando de Hull o de Londres, tocan en las islas Shetland para recibir el
pleno complemento de su tripulación. En el viaje de regreso, los vuelven a
dejar allí. No es posible saber por qué, pero los isleños parecen resultar los
mejores balleneros. En el Pequod casi todos eran isleños; «aislados» también
llamo yo a los que no reconocen el continente común de los hombres, sino que
cada «aislado» vive en un continente propio por separado. Pero ahora, federados
a lo largo de una sola quilla, ¡qué grupo eran esos «aislados»! Una representación,
a lo Anacarsis Clootz, de todas las islas del mar y todos los confines de la
tierra, acompañando al viejo Ahab a presentar las querellas del mundo ante ese
tribunal del cual no volverían Jamás muchos de ellos. El pequeño Pip, el negro,
ése no volvió jamás; ¡ah, no!, ése se fue por delante. ¡Pobre muchacho de Alabama
En el sombrío alcázar de proa del Pequod le veremos dentro de poco golpeando su
tamboril, preludio del momento eterno en que le mandaron subir al gran alcázar
de las alturas para unirse en su
música a los ángeles, tocando su tamboril en la gloria: ¡aquí, llamado cobarde,
y allí, saludado como héroe!
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