Capítulo VII
LA CAPILLA
En la misma New Bedford se yergue una
capilla de los Balleneros, y pocos son los malhumorados pescadores, con rumbo al océano índico o al
Pacífico, que dejan de hacer una visita dominical a ese lugar.
Al regresar de mi primer paseo mañanero, volví
a salir para ese especial destino. El cielo había cambiado de un frío soleado y
claro, a niebla y aguanieve con viento. Envolviéndome en mi áspero chaquetón,
del tejido llamado «piel de oso», luché por abrirme paso contra la terca tempestad.
Al entrar, encontré una pequeña y desparramada feligresía de marineros y de mujeres
y viudas de marineros. Reinaba un silencio ahogado, sólo roto a veces por los aullidos
de la tempestad. Cada silencioso adorador parecía haberse sentado a propósito aparte
de los demás, como si cada dolor
silencioso fuera insular e incomunicable. El capellán no había llegado todavía;
y allí, aquellas calladas islas de hombres y mujeres se habían sentado mirando
fijamente varias lápidas de mármol, con bordes negros, incrustadas en la pared
a ambos lados del púlpito. Tres de ellas rezaban algo así como lo que sigue,
aunque no pretendo citar:
CONSAGRADA A LA MEMORIA DE JOHN TALBOT
Que, a la edad de dieciocho años,
Se perdió en el mar,
Cerca de la Isla de la Desolación,
A la altura de Patagonia,
El 1 de noviembre de 1836
SU HERMANA
Dedica a su memoria
ESTA LÁPIDA
EN MEMORIA DE ROBERT LONG, WILLIS ELLERY, NATHAN
COLEMAN, WALTER CANNY, SETH MACY Y SAMUEL GLEIG,
Que formaban la tripulación de una de las
lanchas DEL BARCO ELIZA
Arrastrados por una ballena hasta perderse
de vista
En las pesquerías del Pacífico,
El 31 de diciembre de 1839
Ponen esta lápida
Sus compañeros supervivientes.
EN MEMORIA del difunto CAPITÁN EZEKIEL
HARDY,
Que, en la proa de su lancha,
Fue muerto por un cachalote
En la costa del Japón,
El 3 de agosto de 1833,
DEDICA
ESTA LAPIDA a su recuerdo SU VIUDA
Sacudiéndome el aguanieve de mi sombrero y
mi chaquetón helados, me senté junto a la puerta, y al volverme a un lado me
sorprendió ver a Queequeg cerca de mí. Afectado por la solemnidad de la escena,
en su rostro había una mirada interrogativa de curiosidad incrédula. El salvaje
fue la única persona presente que pareció darse cuenta de mi entrada, porque
era el único que no sabía leer, y, por lo tanto, no leía esas frígidas
inscripciones de la pared. No sabía yo si entre los asistentes había ahora algún
pariente de los marineros cuyos nombres aparecían allí; pero son tantos los
accidentes de la pesca que no se anotan, y tan claramente llevaban varias
mujeres de las presentes el rostro, si no el hábito, de algún dolor incesante, que
sentí con seguridad que allí delante de mí estaban reunidos aquellos en cuyos corazones
incurables la vista de aquellas desoladas lápidas hacía que sangraran por
simpatía las viejas heridas.
¡Ah, vosotros, cuyos muertos yacen
sepultados bajo la verde hierba; que, en medio de las flores podéis decir: aquí,
aquí yace mi ser amado; vosotros no conocéis la desolación que se cobija en pechos
como éstos! ¡Qué amargos vacíos en esos mármoles bordeados de negro que no cubren
cenizas! ¡Qué mortales huecos y qué infidelidades forzosas en las líneas que parecen
roer toda fe, rehusando resurrecciones a
los seres que han perecido sin sitio y sin tumba! Estas lápidas podrían estar lo
mismo en la cueva del Elephanta que aquí.
¿En qué censo de criaturas se incluyen los
muertos de la humanidad? ¿Por qué dice de ellos un proverbio universal que no
contarán historias, aunque contengan más secretos que las Arenas de Goodwin?
¿Cómo es que a ese nombre que ayer partió para el otro mundo le anteponemos una
palabra tan significativa y traidora, y sin embargo, no le damos ese título,
aunque se embarque para las remotas Indias de esta tierra de los vivos? ¿Por
qué las compañías de seguros de vida pagan indemnizaciones de muerte a cuenta
de inmortales? ¿En qué eterna e inmóvil parálisis, en qué trance mortal y sin esperanza
yace todavía el antiguo Adán que murió hace sesenta siglos, en números
redondos? ¿Cómo es que todavía rehusamos consolarnos por aquellos que, sin embargo, afirmamos que residen
en inefable bienaventuranza?
¿Por qué los vivos se empeñan tanto en
silenciar a los muertos, de tal modo que el rumor de un golpe en una tumba
aterroriza a una ciudad entera? Todas estas cosas no carecen de sus significados.
Pero la fe, como un chacal, se alimenta entre las tumbas, e incluso de esas dudas
mortales extrae su esperanza más vital. Apenas
hace falta decir con qué sentimientos, en vísperas de mi viaje a Nantucket, consideré
esas lápidas de mármol, y, a la lóbrega luz de aquel día oscurecido y
lastimero, leí el destino de los balleneros que habían partido por delante de
mí.
Sí, Ismael, ese mismo destino puede ser el
tuyo.
Pero, no sé cómo, volví a sentirme alegre.
Deliciosos incentivos para embarcar, buenas probabilidades de ascender, al parecer:
sí, un bote desfondado me hará inmortal por diploma. Sí, hay muerte en este
asunto de las ballenas; el caótico y rápido embalar a un hombre sin palabras hacia la Eternidad. Pero ¿y qué? Me
parece que hemos confundido mucho esta cuestión de la Vida y la Muerte. Me parece
que lo que llaman mi sombra aquí en la tierra es mi sustancia auténtica. Me parece
que, al mirar las cosas espirituales, somos demasiado como ostras que observan el
sol a través del agua y piensan que la densa agua es la más fina de las atmósferas.
Me parece que mi cuerpo no es más que las
heces de mi mejor ser. De hecho, que se lleve mi cuerpo quien quiera, que se lo
lleve, digo: no es yo. Y por consiguiente, tres hurras por Nantucket, y que vengan
cuando quieran el bote desfondado y el cuerpo desfondado, porque ni el propio
Júpiter es capaz de desfondarme el alma.
Capítulo VIII
EL PÚLPITO
No llevaba mucho tiempo sentado cuando
entró un hombre de una peculiar robustez venerable: inmediatamente, en cuanto la puerta golpeada
por la tempestad volvió a cerrarse tras su paso, el modo vivo y respetuoso como
le miró la feligresía atestiguó suficientemente que aquel noble anciano era el capellán.
Sí, era el famoso Padre Mapple, llamado así por los balleneros, entre los
cuales era muy popular. Había sido marinero y arponero en su juventud, pero desde
hacía ya muchos años dedicaba su vida al ministerio
religioso.
En la época de que ahora escribo, el Padre
Mapple estaba en el duro invierno de una sana vejez; esa clase de vejez que parece fundirse en una
segunda juventud florida, pues entre las hendiduras de sus arrugas, lucían ciertos
suaves fulgores de una floración de nuevo desarrollada; el verdor de primavera asomando
incluso bajo la nieve de febrero. Nadie que con anterioridad hubiera conocido
su historia podía observar por primera vez al Padre Mapple sin el mayor interés, porque había en él
ciertas peculiaridades injertadas en lo clerical, atribuibles a la vida de aventuras marítimas que había
llevado.
Cuando entró, observé que no llevaba paraguas,
y ciertamente, no había venido en coche, pues su sombrero de lona alquitranada
chorreaba aguanieve fundida, y su gran chaquetón de piloto parecía casi
arrastrarle al suelo con el peso del agua que había absorbido. Sin embargo, sombrero, chaquetón y chanclos fueron extraídos
uno tras otro, y colgados en un pequeño espacio de un rincón adyacente: entonces,
revestido de modo decente, se acercó silenciosamente al púlpito.
Como muchos púlpitos a la antigua usanza, era
muy alto, y, puesto que unas escaleras normales hasta tal altura menguarían seriamente
el terreno ya pequeño de la capilla, por su amplio ángulo en el suelo, parecía
que el arquitecto había obrado bajo sugestión del Padre Mapple, terminando el
púlpito sin escalera y sustituyéndolas por una escalera vertical a un lado, como
las escalas de gato que se usan en el mar para subir de un bote a un barco. La esposa
de un capitán ballenero había provisto la capilla de un bonito par de
guardamancebos de estambre rojo para la escala de gato, que, teniendo por sí
una bonita cabecera, y teñida de color caoba, hacía que todo el dispositivo no pareciera
de ningún modo de mal gusto, si se tiene en cuenta la clase de capilla que era. Deteniéndose un
instante al pie de la escala de gato y agarrando con ambas manos los nudos ornamentales
de los guardamancebos, el Padre Mapple lanzó una mirada a lo alto, y luego, con
una destreza verdaderamente marinera, pero reverencial, sin embargo, subió, mano tras mano los flechastes
como si ascendiera a la cofa mayor de su navío. Las partes perpendiculares de
esta escala de gato lateral, como suele ser el caso en las suspendidas, eran de
jarcia cubierta de tela, sólo que los flechastes eran de madera, así que en
cada peldaño había una articulación.
Al echar mi primera ojeada al púlpito no me
había pasado por alto que, por más que fueran convenientes para un barco, esas
articulaciones parecían superfluas en el caso presente. Pues no estaba
preparado para ver al Padre Mapple, después de ganar la altura, dar media
vuelta lentamente, e inclinándose sobre e1 púlpito, retirar hacia arriba
cuidadosamente la escalerilla, flechaste tras flechaste, hasta que toda ella
estuvo depositada dentro, dejándole inexpugnable en su pequeña Quebec.
Cavilé un rato sin comprender del todo la razón
de esto. El Padre Mapple disfrutaba de tan amplia reputación de sinceridad y
santidad, que no podía sospechar que persiguiera la notoriedad por ningún simple
truco de escenografía. No, pensé; debe haber alguna razón sensata para esto; además,
debe simbolizar algo invisible. ¿Podrá ser entonces que por ese acto de aislamiento
físico simboliza su retirada espiritual desde el tiempo, desde todas las ataduras
y conexiones externas de este mundo?
Sí, pues reconfortado con la carne y el
vino de la Palabra, para este fiel hombre de Dios, el púlpito, como veo, es una
fortaleza de autocontención; una altanera Ehrenbreitstein, con una perenne
fuente de agua entre sus muros. Pero la escala de gato no era en aquel lugar el
único rasgo extraño tomado de las anteriores navegaciones del capellán. Entre
los cenotafios de mármol a ambos lados del púlpito, la pared que le daba
respaldo estaba adornada con una amplia pintura representando un valiente
navío en lucha con una terrible tempestad a lo largo de una costa a sotavento, toda
rocas negras y níveas rompientes.
Pero arriba, por encima de la turbonada volante
y las oscuras nubes fugitivas, flotaba una pequeña isla de luz del sol, desde
la cual irradiaba un rostro de ángel; y ese claro rostro lanzaba una visible mancha de radiosidad sobre
la desarbolada cubierta del barco, algo así como aquella placa de plata que ahora está
inserta entre las tablas del Victory donde cayó Nelson.
«Ah, noble navío —parecía decir el ángel—:
sigue luchando, sigue luchando, oh, tú, noble navío, y mantén firme el
gobernalle; pues, ¡mira!, el sol irrumpe, y las nubes se disipan: está cerca el
más sereno azur.»
Tampoco el propio púlpito carecía de
huellas de ese mismo gusto marinero que había dado lugar a la escala de gato y la
pintura. Su frontal con paneles era a semejanza de un buque de proa muy llena, y
la Santa Biblia descansaba en una pieza prominente en voluta, configurada como el
pico de una proa, en forma de cabeza de violín.
¿Podía haber algo más lleno de
significado? Pues el púlpito es siempre la parte más a proa de la tierra, y
todo lo demás queda atrás; el púlpito precede al mundo. Desde allí, se da el primer
grito de alarma ante la tormenta de la rápida ira de Dios, y la proa debe
aguantar el primer enviste. Desde allí se invoca por primera vez al Dios de las
brisas buenas o malas para que dé vientos favorables.
Sí, el mundo es un barco en su viaje de
ida, y es un viaje sin vuelta, y el púlpito es su proa.
Continúa leyendo esta historia en "Moby Dick - Cap IX y X - Herman Melville"
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