Capítulo IX
EL SERMÓN
El Padre
Mapple se irguió, y con suave voz de autoridad sin arrogancia, ordenó a la
gente dispersa que se apretara:
—¡Trozo de
estribor, allí! ¡Fuera de babor! ¡Trozo de babor, a estribor! ¡A crujía, a crujía!
Hubo un
sordo ruido de pesadas botas marinas entre los bancos, y un roce más ligero de zapatos
de mujer, y todo volvió a quedar en silencio, y todas las miradas en el
predicador. Él se detuvo un momento; luego, arrodillándose en la proa del
púlpito, plegó sus grandes manos morenas
sobre el pecho, levantó los ojos cerrados, y ofreció una oración tan hondamente
devota que parecía estar arrodillado y rezando en el fondo del mar.
Acabado
esto, con prolongados tonos solemnes, como el continuo doblar de una campana en
un barco que se hunde en alta mar en la niebla, comenzó a leer así el siguiente
himno, pero, hacia las estrofas finales, cambió de acento e interrumpió en una
repiqueteante exultación gozosa:
Las costillas
de horror de la ballena
alzaban
sobre mí su arco funesto;
la ola de
Dios, con claro sol, pasaba
y me llevaba
a lo hondo, a ser juzgado.
Vi abrirse
las quijadas del infierno,
con penas y
dolores que no acaban;
sólo puede
contarlo quien lo sufre:
oh, en
desesperación me sumergía.
Entre el
espanto negro, clamé a Dios,
al que
apenas podía creer mío;
él inclinó
su oído a mis querellas,
Y la enorme
ballena me soltó.
En mi
auxilio voló deprisa, como
cabalgando
en un fúlgido delfín;
claro y
terrible igual que los relámpagos
brilló el
rostro de Dios mí salvador.
Mi canto
para siempre contará
esa hora de
miedo y de alegría;
yo doy toda
la gloria a mi Señor;
suya es toda
la gracia y el poder.
Casi todos
se unieron al himno, que creció y subió por encima del aullar de la tormenta. Sucedió
una breve pausa; el predicador pasó lentamente las hojas de la Biblia, y por
fin, plegando la mano sobre la página buscada, dijo:
—Amados
compañeros de tripulación, remachemos el último versículo del capítulo primero de
Jonás... «Y Dios había preparado un gran pez para que se tragara a Jonás.»
»Compañeros,
este libro, que contiene sólo cuatro capítulos —cuatro filásticas—; es uno de los
cordones más pequeños en el poderoso cable de las Escrituras. Y sin embargo
¡qué profundidades del alma sondea el profundo escandallo de Jonás! ¡Qué
lección más fecunda es para nosotros este profeta! ¡Qué cosa más noble es ese
cántico en el vientre del pez! ¡Qué grandiosidad y qué estruendo de ola!
Sentimos el flujo que nos cubre, lo sondeamos hasta el fondo algoso de las
aguas; nos rodean las algas y la broza marina. Pero, ¿qué es esa lección que enseña
el libro de Jonás? Compañeros, esta lección es un cabo de dos cordones; una
lección para todos nosotros como hombres pecadores, y una lección para mí como
piloto del Dios vivo. Como hombres pecadores, es una lección para todos, porque
es un relato del pecado, de la dureza del corazón, de los terrores repentinos, del
rápido castigo, el arrepentimiento, las oraciones y finalmente la liberación gozosa
de Jonás. Como pasa con todos los pecadores de este mundo, el pecado de este
hijo de Amittai estuvo en su deliberada
desobediencia al mandato de Dios —no importa ahora cuál fuera ese mandato, ni
cómo se lo transmitiera—, que él encontró duro mandato. Pero todas las cosas
que Dios quiere que hagamos nos resultan duras de hacer —recordadlo— y, por tanto, más a menudo nos manda, que intenta
persuadirnos. Y si obedecemos a Dios, debemos desobedecernos a nosotros mismos,
y en este desobedecernos a nosotros mismos consiste la dureza de obedecer a
Dios.
»Con este
pecado de desobediencia en él, Jonás sigue ofendiendo aún a Dios, al tratar de huir
de Él. Cree que un barco hecho por hombres le va a llevar a países donde no
reine Dios, sino sólo los Capitanes de este mundo. Merodea por los muelles de
Joppe, y busca un barco rumbo a Tarsis. Aquí nos acecha, quizás, un significado
que hasta ahora no se ha advertido. Según toda explicación, Tarsis no podía ser
otra ciudad que la moderna Cádiz. Ésa es la opinión de los doctos. ¿Y dónde
está Cádiz, compañeros? Cádiz está en España; a tanta distancia por mar, desde
Joppe, como podía haber navegado Jonás en aquellos días antiguos, cuando el Atlántico
era un mar casi desconocido. Porque Joppe, la moderna Jaffa, compañeros, está
en la costa más oriental del Mediterráneo, en la costa siria; y Tarsis o Cádiz,
a más de dos mil millas de allí, en la misma salida del Estrecho de Gibraltar. ¿No
veis, pues, compañeros, que Jonás trataba de huir de Dios a todo lo ancho del mundo?
¡Hombre miserable! ¡Oh, el más vergonzoso y digno de todo desprecio; con
sombrero gacho y mirada culpable, escapándose de su Dios; rondando entre las embarcaciones
como un vil ladrón que tiene prisa de cruzar los mares! Tan desordenado e
inquietante es su aspecto, que si en aquellos días hubiera habido policía,
Jonás, sólo por la sospecha de algo malo, habría sido detenido antes de tocar
cubierta. ¡Qué claramente es un fugitivo! Sin equipaje ni sombrerera ni maleta
ni saco de lona; sin amigos que le acompañen hasta el muelle para despedirle.
Al fin, después de mucho buscar vacilando, encuentra la nave para Tarsis, que recibe
lo último de su cargamento; y al subir a bordo para ver al capitán de la
cabina, todos los marineros dejan un momento de izar las mercancías para
observar las perversas miradas del desconocido. Jonás lo ve, y en vano trata de
tener aspecto de tranquilidad y confianza; en vano ensaya su miserable sonrisa.
Fuertes intuiciones sobre ese hombre aseguran a los marineros que no puede ser
inocente. A su manera, juguetona, pero seria, uno susurra al otro: "Jack,
ha robado a una viuda", o: "Joe, fíjate en ése; es un bígamo",
o: "Harry, muchacho, me parece que es el adúltero que se escapó de la
cárcel en la vieja Gomorra, o uno de los asesinos desaparecidos de Sodomá”.
Otro corre a leer el cartel pegado a la empalizada del muelle en que está amarrado
el barco, ofreciendo quinientas monedas de oro por la captura de un parricida,
y conteniendo la descripción de su persona. Lo lee, y mira a Jonás después de
leer el cartel, mientras que todos sus comprensivos compañeros se agolpan ya en
torno a Jonás, preparados a echarle una mano. Jonás, asustado, tiembla, y,
reuniendo en la cara toda su valentía, no hace sino tener más aspecto de
cobarde. No quiere confesar que se sospecha de él; pero eso mismo ya es muy
sospechoso. Así que se las arregla como puede, y, cuando los marineros
encuentran que no es el hombre que se anuncia, le dejan pasar, y él baja a la
cabina.
»"—¿Quién
va? —exclamó el capitán, en su mesa atareada, preparando apresuradamente sus
papeles para la Aduana—: ¿Quién va?" ¡Ah, cómo destroza a Jonás esa
inofensiva pregunta! Por un momento, casi se vuelve para escapar otra vez. Pero
se domina. "Quiero un pasaje para Tarsis en este barco; ¿cuándo
zarpa?" Hasta entonces, el afanado capitán no había levantado los ojos hacia
Jonás, aunque lo tiene delante; pero en cuanto oye su hueca voz, dispara una
mirada de escrutinio. "Zarparemos con la próxima marea", contesta por
fin con lentitud, sin dejar de mirarle atentamente. "¿Antes no?", "Ya
es bastante pronto para cualquier hombre honrado que vaya como pasajero."
¡Ah, Jonás! Ahí tienes otra punzada. Pero rápidamente hace que el capitán se
aparte de esa pista. "Zarparé con usted —dice—. ¿Cuánto cuesta el pasaje? Pagaré
ahora." Pues estaba escrito precisamente, compañeros, como si fuera una
cosa para no pasarlo por alto en esta historia, "que pagó su pasaje"
antes que la nave se hiciera a la vela. Y tomándolo con el contexto, esto está lleno
de significado.
»Ahora bien,
compañeros, el capitán de Jonás era uno de esos cuyo discernimiento descubre el
delito en cualquiera, pero cuya codicia lo denuncia sólo en los pobres. En este
mundo, compañeros, el Pecado, si paga el viaje, puede ir libremente, y sin
pasaporte, mientras que la Virtud, si es pobre, es detenida en todas las fronteras.
Así que el capitán de Jonás se prepara a poner a prueba su bolsa, antes de
juzgarle abiertamente. Le cobra tres veces más de lo acostumbrado, y él lo
acepta también. Entonces el capitán sabe que Jonás es un fugitivo, pero al mismo
tiempo decide ayudar una huida que cubre de oro su retaguardia. Sin embargo, cuando
Jonás saca la bolsa tranquilamente, prudentes sospechas molestan todavía al
capitán. Hace sonar cada moneda para encontrar si hay alguna falsa. No es un
falsificador, en todo caso, murmura; y Jonás queda acomodado para el viaje.
"Señáleme mi camarote, capitán — dice entonces Jonás—: Estoy cansado de
viajar y necesito dormir." "Tienes cara de ello —dice el capitán—:
aquí está el sitio." Jonás entra y querría encerrarse, pero la puerta no
tiene llave. Al oírle que palpa aturdido allí, el capitán se ríe en voz baja
para sí, y murmura algo de que las puertas de las celdas de los prisioneros no
se permite nunca que se cierren por dentro. Vestido y polvoriento como está,
Jonás se echa en la cama, y encuentra que el techo del pequeño camarote casi
descansa en su frente. El aire está denso, y Jonás jadea. Luego, en ese
oprimido agujero, hundido además por debajo de la línea de flotación, Jonás
siente como un heraldo el presentimiento de la hora sofocante en que la ballena
le encerrará en la más pequeña de las divisiones de sus tripas.
»Atornillada
en su eje contra la pared, una lámpara balanceante oscila levemente en el camarote
de Jonás, y el barco, escorándose hacia el muelle por el peso de los últimos
fardos recibidos, y la lámpara, con su llama y todo, siguen manteniendo una
oblicuidad permanente respecto al camarote; aunque, en verdad, infaliblemente
derecha, la propia lámpara no hace sino evidenciar los falsos niveles
embusteros entre los que se encuentra. La lámpara alarma y asusta a Jonás;
tendido en su litera, sus ojos atormentados dan vueltas al sitio, y este
fugitivo hasta ahora con éxito, no encuentra refugio para su mirada inquieta.
Pero esa contradicción en la lámpara cada vez le espanta más. El suelo, el
techo y las paredes están todos ladeados. "¡Ah, así pende en mí mi
conciencia! —gruñe—; vertical, ardiendo así; ¡pero los cuartos de mi alma están
todos torcidos!"
»Como uno
que después de una noche de borrachera se apresura a la cama, pero con la conciencia
aún remordiéndole, del mismo modo que los saltos de los caballos de carreras romanos
no hacían sino clavarles cada vez más los salientes de acero; como uno que en
esa miserable situación da vueltas y vueltas en aturdida angustia, rogando a
Dios que le aniquile, hasta que se le pasa el acceso, y por fin, en medio del
torbellino de dolor que siente, le envuelve un profundo estupor; como al hombre
que muere desangrado, pues la conciencia es la herida y no hay nada que la
restañe; así, tras dolorosos retorcimientos en la litera, el prodigioso peso de
miseria de Jonás le arrastra a ahogarse en sueño.
»Y ahora
llega el momento de la marea; el barco suelta amarras; y desde el abandonado muelle,
el barco para Tarsis, sin gritos de despedida, carenado todo él, se desliza
hacia el mar. Ese barco, amigos míos, fue el primer barco contrabandista que se
registra: el contrabando era Jonás. Pero el mar se rebela: no quiere sostener
la carga maldita. Se acerca una terrible tempestad, y el barco está a punto de deshacerse.
Pero entonces, cuando el contramaestre llama a toda la tripulación a descargar;
cuando cajas, fardos y tinajas salen con estrépito por la borda; cuando el
viento aúlla, y los hombres gritan, y todas las tablas truenan de pies que
corren por encima de la cabeza de Jonás; entre todo ese enfurecido tumulto,
Jonás duerme su horrible sueño. No ve el cielo negro y el mar encolerizado, no
nota las tablas agitadas, y bien poco escucha ni atiende al lejano rumor de la
poderosa ballena, que ya, con la boca abierta, surca el mar persiguiéndole. Sí,
compañeros, Jonás había bajado a lo hondo del barco, a una litera en su cabina,
como digo, y estaba completamente dormido. Pero se le acerca el dueño,
espantado, y aúlla en sus muertos oídos: "¿Qué haces durmiendo?
¡Despierta!". Saliendo sobresaltado de su letargo con ese fatídico grito,
Jonás se pone de pie tambaleándose, y saliendo con tropezones a la cubierta, se
agarra a un obenque para ver al mar. Pero en ese momento salta sobre él como
una pantera una ola que salva la amurada. Olas tras olas entran así en el
barco, y al no encontrar rápido desagüe, rugen de proa a popa, hasta que todos
los marineros están a punto de ahogarse todavía a flote. Y Siempre, mientras la
blanca luna asoma su cara espantada por los abruptos barrancos de la negrura de
arriba, Jonás, horrorizado, ve el bauprés alzándose a señalar a lo alto, pero
luego volviendo a bajar hacia la atormentada profundidad.
»Terrores y
terrores corren gritando por su alma. En todas sus actitudes pavorosas, el
fugitivo de Dios queda ahora demasiado en evidencia. Los marineros le señalan;
sus sospechas sobre él se hacen cada vez más ciertas, y por fin, para dar plena
prueba de la verdad remitiendo todo el asunto a los altos Cielos, se ponen a
echar a suertes, para ver de quién es la culpa de que tengan encima la gran
tempestad. Le toca a Jonás; descubierto esto, le abruman furiosamente con sus
preguntas. "¿Cuál es tu ocupación? ¿De dónde vienes? ¿De qué país? ¿De qué
gente?" Pero observad ahora, compañeros, la conducta del pobre Jonás. Los
afanosos marineros únicamente le preguntan quién es y de dónde viene, pero no
sólo reciben respuesta a esas preguntas, sino asimismo otra respuesta a una pregunta
que no han hecho ellos; esa respuesta no pedida se la saca a Jonás por fuerza
la dura mano de Dios que está encima de él.
»"Soy
hebreo —exclama, y luego—: Temo al Señor, Dios del Cielo que ha hecho el mar y la
tierra firme." ¿Temerle, Jonás? Sí, ¡bien podías entonces temer al señor
Dios! Derechamente, pasa entonces a hacer una confesión completa, con lo cual
los marineros quedan cada vez más horrorizados, aunque todavía tienen
compasión. Pues cuando Jonás —no suplicando todavía la misericordia de Dios,
porque conocía de sobra la oscuridad de sus desiertos—, cuando el miserable
Jonás le grita que se le lleven y le tiren al agua; pues sabe que la gran
tempestad estaba encima de ellos por culpa suya, ellos, compasivamente, se
apartan de él y tratan de salvar el barco por otros medios. Pero todo en vano;
la furiosa galerna aúlla más fuerte; y entonces, con una mano elevada en
invocación a Dios, echan la otra mano a Jonás, no sin reluctancia, para
apoderarse de él.
»Y ahora ved
a Jonás izado como un ancla y dejado caer en el mar; entonces, al momento, una
calma de aceite cubre la superficie desde el este, y el mar queda tranquilo,
mientras Jonás se lleva consigo la tempestad, dejando atrás aguas plácidas.
Desciende al corazón arremolinado de una agitación tan incontenible que apenas
se da cuenta del momento en que cae bullendo en las mandíbulas bostezantes que
le aguardan; y la ballena dispara todos sus dientes marfileños, como otros
tantos cerrojos, sobre su prisión. Entonces Jonás rezó al Señor desde el
vientre del pez. Pero observad su oración y aprended una importante lección.
Pues, pecador como es, Jonás no llora y gime por la liberación directa. Siente
que ese terrible castigo es justo. Deja a Dios toda su liberación,
contentándose con esto, con que a pesar de todos sus dolores y penas, todavía
seguirá mirando hacia Su Sagrado Templo. Y aquí, compañeros, está el
arrepentimiento sincero y verdadero; sin clamar por el perdón, sino
agradeciendo el castigo. Y cuánto agradó al Señor esta conducta de Jonás, se
muestra en su liberación final, del mar y de la ballena. Compañeros, no pongo a
Jonás ante vosotros para que le copiéis en su pecado, sino que le pongo ante
vosotros como modelo de arrepentimiento. No pequéis, pero, si lo hacéis cuidad
de arrepentiros de ello como Jonás.»
Mientras él
decía estas palabras, afuera, el aullido de la tempestad rugiente en quiebros parecía
añadir nueva fuerza al predicador, que, al describir la tormenta marina de
Jonás, se hubiera dicho agitado él mismo por una tormenta. Su hondo pecho se
hinchaba como con mar de fondo; sus brazos agitados parecían los elementos en
guerra actuando; y los truenos que salían rodando a la altura de su atezada frente,
y la luz que se disparaba de sus ojos, hacían que todos sus sencillos oyentes
le miraran con un vivo espanto que les era desconocido.
Apareció entonces
una calma en su aspecto, al volverse en silencio una vez más sobre las hojas
del Libro; y por fin, irguiéndose inmóvil, con los ojos cerrados, pareció por
el momento que comulgaba con Dios y consigo mismo. Pero de nuevo se inclinó
hacia el pueblo, y agachando profundamente la cabeza, con el aspecto de la
humildad más profunda, pero más viril, dijo así:
—Compañeros,
Dios no ha puesto sobre vosotros más que una mano: a mí me aprieta con las dos.
Os he leído, con las pobres luces que puedo tener, qué lección enseña Jonás a todos
los pecadores; y por tanto, a vosotros, y aún más a mí, pues soy mayor pecador
que vosotros. Y ahora ¡con qué alegría bajaría de esta cofa y me sentaría en
las escotillas donde os sentáis, y escucharía como escucháis, mientras alguno
de vosotros me leyera esa otra más terrible lección que Jonás me enseña a mí,
como piloto del Dios vivo. Cómo, siendo un piloto profeta ungido, un
proclamador de verdades, y mandado por el Señor a que hiciera sonar esas ingratas
verdades en los oídos de la corrompida Nínive, Jonás, aterrado ante la
hostilidad que iba a provocar, huyó de su misión, ¡y trató de escapar a su
deber y a su Dios tomando una nave en Joppe! Pero Dios está en todas partes; jamás
alcanzó Tarsis. Como hemos visto, Dios vino sobre él en la ballena, y se lo
tragó bajándole a abismos vivos de condenación, y con veloces quiebros le llevó
«al centro de los mares», donde las profundidades arremolinadas le absorbieron hasta
diez mil braza; de hondo, y «las algas estaban enredadas en torno a su cabeza»,
y todo el mundo acuático de la aflicción rodó sobre él. Pero aun entonces, más
allá del alcance de ninguna sonda —«desde el vientre del infierno»—, cuando la
ballena se posó en los últimos huesos del océano, aun entonces, Dios oyó al profeta
sumergido y arrepentido cuando clamó. Entonces Dios habló al pez; y desde el
estremecido frío y la negrura del mar, la ballena subió coleando hacia el sol
caliente y grato, y hacia todos los deleites del aire y la tierra; y «vomitó a
Jonás en tierra firme»; y entonces la palabra del Señor vino por segunda vez, y
Jonás, herido y magullado —con los oídos, como dos caracolas, todavía
murmurándole el tumulto del océano—, hizo lo que le mandaba el Todopoderoso. ¿Y
qué era ello, compañeros? ¡Predicar la Verdad frente a la Falsedad! ¡Eso era!
ȃsta,
compañeros, es la otra lección; y ¡ay de aquel piloto del Dios vivo que la desprecie!
¡Ay de aquel a quien el mundo con sus encantos le aparte del deber evangélico!
¡Ay de aquel que trate de echar aceite en las aguas cuando Dios las ha hecho hervir
en una galerna! ¡Ay de aquel que trate más de agradar que de horrorizar! ¡Ay de
aquel que, en este mundo, no pretenda deshonor! ¡Ay de aquel que no sea sincero
cuando ser falso sea la salvación! ¡Sí, ay de aquel que, como dijo el gran
Piloto Pablo, mientras predica a los demás es él mismo un réprobo!
Se desplomó
y se hundió en sí mismo por un momento; luego, volviendo a alzar la cara hacia
ellos, mostró en sus ojos un gozo profundo, y exclamó con entusiasmo celeste:
— Pero ¡oh,
compañeros!, a estribor de toda aflicción, hay un gozo seguro; y la cofa de ese
gozo es más alta de lo que es de profundo el fondo de la aflicción. La altura
de la perilla, ¿no es mayor que la profundidad de la sobrequilla? El gozo —un
gozo muy alto, muy alto y muy entrañable— es para aquel que, frente a los orgullosos
dioses y comodoros de esta tierra, siempre mantiene su propia persona
inexorable. El gozo es para aquel cuyos recios brazos todavía le sostienen
cuando el navío de este vil y traidor mundo se ha hundido bajo sus pies. El gozo
es para aquel que no da cuartel en la verdad, y mata, quema y destruye todo
pecado, aunque tenga que sacarlo de debajo de las togas de senadores y jueces.
El gozo, gozo hasta el tope del mástil, es para aquel que no reconoce ley ni
señor sino al Señor su Dios, y que sólo es patriota del Cielo. El gozo es para
aquel a quien todas las olas de los mares de la multitud estrepitosa jamás
pueden arrancar de su segura Quilla de las Edades. Y tendrá eterno gozo y
delicia, aquel que cuando repose pueda decir con su último aliento: « ¡Oh,
Padre! a quien reconozco sobre todo, por tu vara; mortal o inmortal, aquí muero.
Me he esforzado por ser tuyo, más que por ser de este mundo, o por ser mío.
Pero eso no es nada, te dejo a ti la eternidad; pues ¿qué es el hombre para que
viva toda la edad de Dios?».
No dijo más,
sino que, lanzando lentamente una bendición, se cubrió la cara con las manos, y
permaneció así arrodillado, hasta que todos se hubieron marchado y él quedó
solo en aquel sitio.
Capítulo X
UN AMIGO ENTRAÑABLE
Volviendo de
la capilla a la Posada del Chorro, encontré allí a Queequeg completamente solo,
pues había dejado la capilla un rato antes de la bendición. Estaba sentado en
un banco junto al fuego, con los pies en el hogar de la estufa, y con una mano
se había acercado mucho a la cara su idolillo negro, mirándole fijamente la
cara, y afilándole la nariz suavemente con una navaja de muelles, mientras canturreaba
al mismo tiempo a su manera pagana. Pero al ser entonces interrumpido, dejó la imagen,
y muy pronto, acercándose a la mesa, tomó un gran libro que había allí, y
colocándolo en el regazo, empezó a contar las páginas con deliberada
regularidad; a cada cincuenta páginas —me pareció— se detenía un momento, mirando
con aire vacío a su alrededor y lanzando un silbido de asombro, largamente
sostenido y gorjeante. Luego volvía a empezar con las cincuenta siguientes,
pareciendo empezar por el número uno cada vez, como si no supiera contar más de
cincuenta, y como si el encontrar juntas tal número de cincuentenas le produjese
su asombro por la muchedumbre de páginas.
Yo me senté
a mirarle con mucho interés. Aun siendo salvaje, y tan horriblemente deformado en
la cara —al menos para mi gusto—, su rostro, sin embargo, tenía algo que no era
en absoluto desagradable. No se puede ocultar el alma. A través de todos sus
fantasmagóricos tatuajes, yo creía ver las huellas de un corazón sencillo y
honrado; y en sus grandes ojos profundos, ferozmente negros y valientes,
parecía haber muestras de un espíritu que se atrevería contra mil diablos. Y
además de todo eso, había en ese pagano cierto aire altanero que no malograba siquiera
su torpeza. Tenía aspecto de hombre que nunca se ha rebajado y nunca ha tenido
un acreedor. No me atreveré a decidir si también era por el hecho de que, por
tener afeitada la cabeza, la frente resaltaba con relieve más libre y claro y
parecía más amplia que de otro modo: lo cierto es que su cabeza era excelente desde
el punto de vista frenológico. Quizá parecerá ridículo, pero me recordaba la
cabeza del general Washington, tal como se ve en esos bustos populares suyos.
Tenía el mismo largo declive, retirándose en grados regulares desde encima de
las cejas, que eran asimismo muy prominentes, como dos amplios promontorios con
espesa vegetación por encima. Queequeg era George Washington desarrollado a lo
caníbal.
Mientras yo
le examinaba con tal atención, medio fingiendo mientras tanto que miraba la tormenta
por la ventana, él jamás hizo caso de mi presencia, y jamás se molestó en lanzarme
una sola mirada, sino que pareció totalmente ocupado en contar las páginas del
maravilloso libro.
Considerando
de qué modo tan sociable habíamos dormido juntos la noche anterior, y, sobre
todo, considerando el afectuoso brazo que yo había encontrado echado sobre mí
al despertar por la mañana, me pareció muy extraña esa indiferencia. Pero los
salvajes son seres extraños: a veces uno no sabe exactamente cómo tomarlos. Al
principio, imponen respeto: su tranquilo dominio, concentrado y sencillo, parece
una sabiduría socrática. Yo había notado también que Queequeg no se trataba en
absoluto, o muy poco, con los otros marineros de la posada. No hacía ningún
intento: parecía no tener deseos de ampliar el círculo de sus conocimientos. Todo
esto me chocó como muy singular, pero, pensándolo mejor, había algo casi sublime
en ello. Allí estaba un hombre, a unas veinte mil millas de su patria, esto es,
por la ruta del cabo de Hornos —que era el único modo de poder llegar allí—,
lanzado entre gente tan extraña para él como si estuviera en el planeta
Júpiter; y sin embargo parecía enteramente a su gusto, conservando la mayor
serenidad, contento con su propia compañía, y siempre a la altura de sí mismo.
Seguramente esto era un toque de buena filosofía, aunque sin duda él jamás
había oído que existiera semejante cosa. Pero quizá para ser verdaderos
filósofos, los mortales no habríamos de ser conscientes de vivir y esforzarnos
de esta manera. Tan pronto como oigo que éste o aquel hombre se presenta como
filósofo, concluyo que, como a la vieja dispéptica, se le debe haber «roto
alguna tripa».
Al sentarme
allí en aquel cuarto entonces solo, con el fuego ardiendo lentamente, en esa fase
suave en que, después que su primera intensidad ha calentado el aire, sólo
refulge para que se le mire; con las sombras y fantasmas del atardecer
congregándose en torno a los huecos de las ventanas y observándonos fijamente a
nosotros, la silenciosa pareja solitaria, mientras la tormenta mugía fuera en
solemnes crecidas, yo empecé a percibir extrañas sensaciones. Sentía en mí algo
que se fundía. Mi corazón astillado y mi mano enloquecida ya no se volvían contra
este mundo de lobos. Este salvaje suavizador lo había redimido. Allí estaba
sentado, con su misma indiferencia proclamando una naturaleza en que no
acechaban hipocresías civilizadas ni blandos engaños. Sí que era salvaje: un
auténtico espectáculo para verle, y sin embargo empecé a sentirme misteriosamente
atraído hacia él. Y las mismas cosas que habrían repelido a casi todos los
demás, eran los imanes que así me atraían.
«Probaré con
un amigo pagano —pensé—, puesto que la amabilidad cristiana se ha demostrado
sólo hueca cortesía.»
Acerqué a él
mi banco, e hice algunas señales e indicaciones amistosas, esforzándome lo
posible para hablar con él mientras tanto. Al principio, notó muy poco esos
intentos, pero al fin, al aludir yo a la hospitalidad de la última noche, se
decidió a preguntarme si íbamos a volver a ser compañeros de cama. Le dije que sí,
ante lo cual me pareció que ponía cara de contento, quizá sintiéndose un poco
cumplimentado.
Luego
volvimos juntos al libro, y yo intenté exponerle la utilidad de la letra
impresa y el significado de las pocas imágenes que había en él. Así capté
pronto su interés; y de ahí pasamos a charlar lo mejor que pudimos sobre otras diversas
vistas que se podían observar en esa famosa ciudad. Pronto propuse fumar en
compañía; y él, sacando la bolsa y el hacha india, me ofreció silenciosamente
una bocanada. Y entonces nos pusimos a intercambiar bocanadas de aquella
extraña pipa suya, sin dejar de pasarla regularmente de uno a otro.
Si todavía
quedaba algún hielo de indiferencia hacia mí en el pecho del pagano, con grata
fumada pronto lo derretimos, y quedamos como compadres. Pareció aceptarme de
modo tan natural y espontáneo como yo a él, y cuando acabamos de fumar, apretó
la frente contra la mía, me abrazó por la cintura, y dijo que desde entonces estábamos
casados, queriendo decir, con esa frase de su país, que éramos amigos entrañables,
y que moriría alegremente por mí si hiciera falta. En un compatriota, esa
súbita llamarada de amistad hubiera resultado demasiado prematura, pero esas
viejas reglas no se pueden aplicar a tan simple salvaje.
Después de
cenar, y de charlar y fumar otra vez en compañía, nos fuimos juntos a nuestro cuarto.
Me regaló su cabeza embalsamada; sacó su enorme bolsa de tabaco, y, escarbando
debajo de él, extrajo unos treinta dólares en plata; luego, esparciéndolos por
la mesa, y dividiéndolos en dos porciones iguales, empujó una parte hacia mí, y
dijo que era mía. Yo iba a protestar, pero él me hizo callar vertiéndola en los
bolsillos de mis pantalones. Yo lo dejé estar. Luego empezó sus oraciones, sacó
el ídolo y quitó la pantalla de papel. Por ciertos
signos, creí que parecía empeñado en que yo me uniera a él pero sabiendo muy
bien lo que iba a venir luego, deliberé un momento si, en caso de que me
invitara, obedecería o no.
Yo era un
buen cristiano, nacido y criado en el seno de la infalible Iglesia presbiteriana. ¿Cómo,
entonces, me podía unir a este salvaje idólatra en la adoración de este trozo
de madera?
«Pero ¿qué
es adoración? —pensé—. ¿Vas ahora a suponer, Ismael, que el magnánimo Dios del
cielo y la tierra —incluidos todos los paganos— puede estar celoso de un
insignificante trozo de madera negra? ¡Imposible! Pero, ¿qué es adoración?
¿Hacer la voluntad de Dios? Eso es adoración. ¿Y cuál es la voluntad de Dios?
Hacer con mi prójimo lo que yo quisiera que mi prójimo hiciera conmigo: ésa es
la voluntad de Dios. Ahora, Queequeg es mi prójimo. Y ¿qué deseo yo que
Queequeg haga conmigo? Pues unirse a mí en mi particular forma presbiteriana de
adoración. En consecuencia, debo unirme a él en la suya: ergo, debo volverme idólatra.»
De modo que
encendí las virutas, ayudé a enderezar el inocente idolillo, le ofrecí galleta
quemada con Queequeg, hice dos o tres zalemas ante él, le besé la nariz, y
hecho esto, nos desnudamos y acostamos en paz con nuestras propias conciencias
y con todo el mundo. Pero no nos dormimos sin un poco de conversación.
No sé cómo
es eso, pero no hay sitio como una cama para las comunicaciones confidenciales entre
amigos. Marido y mujer, según dicen, se abren allí mutuamente el fondo de las
almas, y algunos matrimonios viejos muchas veces se tienden a charlar sobre los
tiempos viejos hasta que casi amanece. Así, pues, en nuestra luna de miel de corazones,
yacíamos yo y Queequeg — pareja a gusto y cariñosa.
Continúa leyendo esta historia en "Moby Dick - Cap XI, XII y XIII - Herman Melville"
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