Capítulo L
LA LANCHA Y LA TRIPULACIÓN DE AHAB. FEDALLAH
—¡Quién lo habría pensado, Flask! —gritó Stubb—: si yo no tuviera más que una pierna, no me sorprenderían en una lancha, a no ser, quizá, para tapar el agujero del tapón con mi dedo gordo de palo. ¡Ah, es un viejo admirable!
—Yo no lo creo tan extraño, después de todo, en ese aspecto —dijo Flask—. Si la pierna estuviera montada hasta la cadera, entonces sería cosa diferente. Eso le incapacitaría; pero le queda una rodilla, y buena parte de la otra, ya sabe.
—No lo sé, amiguito; nunca le he visto arrodillarse.
Entre los que entienden de ballenas, se ha discutido a menudo si, considerando la suprema importancia de su vida para el éxito del viaje, el capitán de un barco ballenero hace bien en poner en riesgo esa vida en los peligros activos de la persecución. Así, los soldados de Tamerlán muchas veces discutían, con lágrimas en los ojos, si esa inapreciable vida suya debía ser llevada a lo más espeso de la pelea. Pero con Ahab la cuestión tomaba un aspecto modificado. Considerando que, aun con dos piernas, el hombre no es más que un ser renqueante en todos los tiempos de peligro; considerando que la persecución de las ballenas siempre tiene grandes y extraordinarias dificultades, y que cada momento concreto, en efecto, comprende un peligro, en tales circunstancias, ¿es sensato que un hombre mutilado entre en una lancha ballenera para la persecución? En general, los copropietarios del Pequod debían haber pensado francamente que no.
Ahab sabía muy bien que, aunque a sus amigos de la patria no les importaría mucho que entrase en una lancha en ciertas vicisitudes relativamente inocuas de la persecución, con el fin de estar cerca de la escena y dar en persona las órdenes, sin embargo, en cuanto a que el capitán Ahab tuviera una lancha efectivamente reservada para él, como uno de los jefes normales en la persecución —y sobre todo, en cuanto a que el capitán Ahab estuviera provisto de cinco hombres extra, como tripulación de dicha lancha—, él sabía muy bien que tan generosos conceptos jamás habían entrado en las cabezas de los propietarios del Pequod. Por consiguiente, no les había pedido una tripulación de lancha, ni había sugerido de ningún modo sus deseos en ese aspecto. No obstante, había tomado sus propias medidas particulares respecto a todo ese asunto. Hasta que se divulgó el descubrimiento de Cabaco, los marineros lo habían previsto muy poco, aunque, desde luego, al estar un tanto fuera del puerto, y al concluir todos los hombres la acostumbrada ocupación de preparar las lanchas balleneras para el servicio, cuando algún tiempo después se encontró de vez en cuando a Ahab afanándose en la cuestión de hacer toletes con sus propias manos para lo que se creía que era una de las lanchas de repuesto, e incluso cortando solícitamente las pequeñas puntas de madera que, cuando corre la estacha, se clavan en la ranura de proa; cuando se observó todo eso en él, y especialmente su solicitud por que se pusiera una capa más de revestimiento en el fondo de la lancha, como para hacer que resistiera mejor la presión puntiaguda de su pierna de marfil, y asimismo la ansiedad que evidenciaba al dar forma exacta a la tabla para el muslo, o castañuela, o galápago, como se llama a veces a esa pieza horizontal en la proa de la lancha para apoyar la rodilla al disparar el arpón o dar tajos a la ballena; cuando se observó que a menudo estaba en ese bote con su rodilla única fija en la depresión semicircular de la castañuela, o arrancando, con el formón del carpintero, un poco de allí y alisando un poco de aquí; todas esas cosas, digo, habían despertado entonces mucho interés y curiosidad. Pero casi todo el mundo supuso que esa particular atención de Ahab en los preparativos debía ser sólo con vistas a la persecución definitiva de Moby Dick, pues ya había revelado su intención de dar caza en persona a ese monstruo mortal. Pero tal suposición, no implicaba en absoluto la más remota sospecha de que hubiera ninguna tripulación asignada a aquella lancha.
Ahora, con sus fantasmas subordinados, lo que quedaba de asombro se disipó pronto, pues en un barco ballenero los asombros se desvanecen pronto. Además, de vez en cuando se presentan tan inexplicables restos y sobras de naciones raras, saliendo de desconocidos rincones y agujeros de ceniza de la tierra, para tripular a esos proscritos flotantes que son los barcos balleneros; y los barcos mismos a menudo recogen tan extrañas criaturas de desecho, que se encuentran flotando en alta mar sobre tablas, restos de remos rotos, lanchas balleneras, canoas, juncos japoneses asolados por el huracán, y cualquier otra cosa, que el propio Belcebú podría trepar por el costado y bajar a la cabina a charlar con el capitán sin crear en el castillo de proa ninguna excitación irreprimible.
Pero, sea como sea todo esto, lo cierto es que mientras los fantasmas subordinados pronto encontraron su lugar entre la tripulación, por más que como si fueran algo, no se sabe cómo, distinto de ellos, sin embargo, aquel Fedallah del pelo en turbante siguió siendo hasta el fin un misterio. Nadie sabía de dónde venía a un mundo bien educado como el nuestro, ni por qué clase de vínculo inexplicable pronto evidenció estar unido a la suerte personal de Ahab; más aún, hasta el punto de tener una suerte de influencia medio sugerida, o, el cielo lo sabe, quizá hasta con autoridad sobre él; pero nadie podía asumir aire de indiferencia respecto a Fedallah. Era una criatura tal como la gente civilizada y doméstica de la zona templada sólo ve en sus sueños, y aun eso vagamente; pero cuyos semejantes se deslizan de vez en cuando entre las inmutables comunidades asiáticas, especialmente en las islas orientales, al este del continente esos países aislados, inmemoriales, inalterables, que, aun en los días actuales, conservan mucho de la espectral condición aborigen de las generaciones prístinas de la tierra, cuando la memoria del primer hombre era un recuerdo claro, y todos los hombres, descendientes suyos, no sabiendo de dónde había venido él, se miraban unos a otros como auténticos fantasmas, y preguntaban al sol y a la luna por qué habían sido creados y para qué fin: cuando, además de que, según el Génesis, los ángeles mismos se casaron con las hijas de los hombres, también los demonios, según añaden los rabinos no canónicos, se permitieron amoríos mundanales.
Pero, sea como sea todo esto, lo cierto es que mientras los fantasmas subordinados pronto encontraron su lugar entre la tripulación, por más que como si fueran algo, no se sabe cómo, distinto de ellos, sin embargo, aquel Fedallah del pelo en turbante siguió siendo hasta el fin un misterio. Nadie sabía de dónde venía a un mundo bien educado como el nuestro, ni por qué clase de vínculo inexplicable pronto evidenció estar unido a la suerte personal de Ahab; más aún, hasta el punto de tener una suerte de influencia medio sugerida, o, el cielo lo sabe, quizá hasta con autoridad sobre él; pero nadie podía asumir aire de indiferencia respecto a Fedallah. Era una criatura tal como la gente civilizada y doméstica de la zona templada sólo ve en sus sueños, y aun eso vagamente; pero cuyos semejantes se deslizan de vez en cuando entre las inmutables comunidades asiáticas, especialmente en las islas orientales, al este del continente esos países aislados, inmemoriales, inalterables, que, aun en los días actuales, conservan mucho de la espectral condición aborigen de las generaciones prístinas de la tierra, cuando la memoria del primer hombre era un recuerdo claro, y todos los hombres, descendientes suyos, no sabiendo de dónde había venido él, se miraban unos a otros como auténticos fantasmas, y preguntaban al sol y a la luna por qué habían sido creados y para qué fin: cuando, además de que, según el Génesis, los ángeles mismos se casaron con las hijas de los hombres, también los demonios, según añaden los rabinos no canónicos, se permitieron amoríos mundanales.
Capítulo LI
EL CHORRO FANTASMA
Pasaron días y semanas, y marchando a poca vela, el ebúrneo Pequod había cruzado lentamente a través de cuatro diversos parajes de pesquería: el situado a lo largo de las Azores; el de a lo largo de Cabo Verde; el de la Plata, así llamado por estar a la altura de la desembocadura del río de la Plata; y el Carrol Ground, un abierto coto marino al sur de Santa Elena.
Al deslizarse por estas últimas aguas, una noche serena y con mucha luna, en que todas las olas pasaban como rodillos de plata, y con sus suaves hervores difundidos formaban algo que parecía un silencio plateado, y no una soledad; en tal noche callada, se vio un chorro plateado muy por delante de las burbujas blancas de la proa. Iluminado por la luna, parecía celestial; parecía un dios emplumado y centelleante que se alzara del mar. Fedallah fue el primero en señalar ese chorro. Pues, en esas noches de luna, tenía costumbre de subir a la cofa del palo mayor y hacer allí de vigía, con la misma precisión que si hubiera sido de día. Y sin embargo, aunque se habían visto de noche manadas de ballenas, ni un cazador de cada cien se habría arriesgado a arriar a los botes por ellas. Podéis imaginar, entonces, con qué emociones observaban los marineros a ese viejo oriental encaramado en lo alto a tan insólitas horas, con su turbante y la luna hechos compañeros en un mismo cielo. Pero cuando, tras de pasar allí su período uniforme durante varias noches sucesivas sin lanzar un solo sonido; cuando, después de todo ese silencio, se oyó su voz de otro mundo anunciando aquel chorro plateado, alumbrado por la luna, todos los marineros acostados se pusieron de pie de un salto, como si algún espíritu alado se hubiera posado en las jarcias y saludara a la tripulación mortal.
—¡Allí sopla!
Si hubiera soplado la trompeta del Juicio, no se habrían estremecido más, y sin embargo no sentían terror, sino más bien placer. Pues aunque era una hora muy insólita, fue tan impresionante el grito y tan delirantemente excitante, que casi todas las almas de a bordo desearon instintivamente que se bajaran los botes. Recorriendo la cubierta con rápidas zancadas que acometían de medio lado, Ahab mandó que se largaran las velas de juanete y sobrejuanete, y todas las alas. El mejor marinero del barco debía tomar el timón. Entonces, con hombres en todas las cofas, la recargada nave empezó a avanzar meciéndose ante el viento. La extraña tendencia a levantar y alzar que tenía la brisa llegada del coronamiento de popa, al llenar los vacíos de tantas velas, hacía que la suspensa y ondeante cubierta pareciese aire bajo los pies, mientras echaba a correr como si lucharan en el barco dos tendencias antagónicas; una, para subir directamente al cielo; la otra, para avanzar dando guiñadas hacia algún objetivo horizontal. Y si hubierais observado aquella noche la cara de Ahab, habríais pensado que también en él guerreaban dos cosas diferentes. Mientras su única pierna viva despertaba vivaces ecos por la cubierta, cada golpe de su miembro muerto sonaba como un golpe en un ataúd. Ese hombre andaba sobre la vida y la muerte. Pero aunque el barco avanzaba con tanta rapidez, y aunque todos los ojos disparaban miradas ansiosas como flechas, sin embargo, el chorro plateado no volvió a verse esa noche. Todos los marineros juraron haberlo visto una vez, pero no por segunda vez.
Ese chorro de medianoche casi se había convertido en cosa olvidada cuando, varios días después, he aquí que, a la misma hora silenciosa, volvió a ser anunciado: otra vez fue gritado por todos; pero al extender velas para alcanzarlo, desapareció una vez más como si jamás hubiera existido. Y así se nos presentó noche tras noche hasta que nadie le prestó atención sino para sorprenderse él. Disparándose misteriosamente a la clara luz de la luna, o de las estrellas, según fuera el caso; desapareciendo otra vez por un día entero, o dos, o tres; y, no se sabe cómo, a cada repetición clara, pareciendo avanzar más y más en nuestra delantera, ese solitario chorro parecía hechizarnos siempre para seguir avanzando.
Con la inmemorial superstición de su especie, y de acuerdo con el carácter preternatural que parecía revestir en muchas cosas al Pequod no faltaron algunos de los marineros que juraban que siempre y dondequiera que se señalaba, por remotos que fueran los momentos, o por separadas que estuvieran las latitudes y longitudes, aquel insoportable chorro era lanzado por una mismísima ballena, y esa ballena era Moby Dick. Durante algún tiempo también reinó una sensación de terror peculiar ante esa fugitiva aparición, como si nos hiciera traidoramente señal de avanzar más y más, para que el monstruo pudiera volverse contra nosotros, y despedazarnos por fin en los mares más remotos y salvajes.
Esos temores temporales, tan vagos, pero tan espantosos, cobraban prodigiosa potencia con el contraste de la serenidad del tiempo, en que, por debajo de su azul suavidad, algunos pensaban que se escondía un hechizo diabólico, mientras seguíamos viajando días y días a través de mares tan fatigosa y solitariamente benignos, que todo el espacio, por repugnancia a nuestra expedición vengativa, parecía vaciarse de vida ante nuestra proa de urna funeraria.
Pero al fin, al volvernos al este, los vientos del Cabo empezaron a aullar alrededor de nosotros, y subimos y bajamos por las largas y agitadas olas que hay allí; entonces el Pequod de colmillos de marfil se inclinó fuertemente ante las ráfagas, y acorneó las sombrías ondas en su locura, hasta que, como chaparrones de astillas de plata, los copos de espuma volaron sobre sus amuras; desde ahí desapareció toda esa desolada vaciedad de vida, pero para dejar lugar a espectáculos más lúgubres que nunca. Cerca de nuestra proa, extrañas formas se disparaban por el agua, acá y allá, por delante de nosotros, mientras que, pegados a nuestra retaguardia, volaban los inescrutables cuervos del mar. Y todas las mañanas se veían filas de esos pájaros posados en nuestros estais; y a pesar de nuestros aullidos, se aferraban obstinadamente durante largo tiempo al cáñamo, como si consideraran nuestro barco una nave deshabitada y a la deriva; una cosa destinada a la desolación, y por tanto, apropiado criadero para esas criaturas sin hogar. Y se hinchaba, se hinchaba, seguía hinchándose inexorablemente el negro mar, como si sus vastas mareas fueran una conciencia, y la gran alma del mundo tuviera angustia y remordimiento por el largo pecado y el sufrimiento que había engendrado. ¿Y te llaman cabo de Buena Esperanza?
Más bien cabo de las Tormentas, como te llamaban antaño; pues, largamente incitados por los pérfidos silencios que antes nos habían acompañado, nos hallamos lanzados a ese mar atormentado, donde seres culpables, transformados en esos pájaros y esos peces, parecían condenados a seguir nadando eternamente sin puerto en perspectiva, o a seguir agitando el negro aire sin horizonte alguno. Pero de vez en cuando, tranquilo, níveo e invariable, dirigiendo siempre su fuente de plumas hacia el cielo, siempre incitándonos desde delante, se avistaba el chorro solitario.
Durante toda esta negrura de los elementos, Ahab, aunque asumiendo entonces casi sin interrupción el mando de la cubierta, empapada y peligrosa, manifestaba la reserva más sombría, y se dirigía a sus oficiales más raramente que nunca. En períodos tempestuosos como ésos, después que se ha amarrado todo, en cubierta y en la arboladura, no se puede hacer más que esperar pasivamente la conclusión de la galerna. Entonces el capitán y la tripulación se vuelven fatalistas prácticos. Así, con su pierna de marfil inserta en su acostumbrado agujero, y agarrando firmemente un obenque con una mano, Ahab se quedaba durante horas y horas mirando fijo a barlovento; mientras que alguna descarga ocasional de nieve o aguanieve casi le pegaba los párpados congelándoselos. Mientras tanto, la tripulación, arrojada de la parte de proa del barco por los mares peligrosos que irrumpían explosivamente, por delante, se alineaba en el combés a lo largo de las amuradas; y para defenderse mejor contra las olas que saltaban, cada hombre se había metido en una especie de bolina atada a la borda, en que se movía como en un cinturón aflojado. Pocas palabras, o ninguna, se decían; y el silencioso barco, como tripulado por marineros de cera pintada, seguía avanzando día tras día a través de la rápida locura alegre de las olas demoníacas. De noche continuaba la misma mudez humana ante los gritos del océano; los hombres seguían en silencio moviéndose en sus bolinas; Ahab, siempre sin palabras, hacía frente al huracán. Aun cuando la fatigada naturaleza parecía pedir reposo, él no buscaba ese reposo en su hamaca. Nunca pudo olvidar Starbuck el aspecto del viejo, cuando una noche, al bajar a la cabina para observar cómo estaba el barómetro, le vio sentado y con los ojos cerrados, muy derecho en su sillón atornillado al suelo, mientras todavía goteaban del sombrero y chaquetón, sin quitárselos, la lluvia y la nevisca medio fundidas de la tempestad de que había salido algún tiempo antes. En la mesa, a su lado, estaba desenrollado uno de esos mapas de mareas y corrientes de que se ha hablado antes. La linterna se balanceaba en su mano, apretada firmemente. Aunque el cuerpo estaba erguido, la cabeza estaba echada atrás, de modo que los ojos cerrados quedaban dirigidos hacia la aguja del «soplón», que colgaba de una viga del techo.
«¡Terrible viejo! —pensó Starbuck con un estremecimiento—; dormido en esta galerna, todavía sigues mirando firmemente tu propósito.»
Esos temores temporales, tan vagos, pero tan espantosos, cobraban prodigiosa potencia con el contraste de la serenidad del tiempo, en que, por debajo de su azul suavidad, algunos pensaban que se escondía un hechizo diabólico, mientras seguíamos viajando días y días a través de mares tan fatigosa y solitariamente benignos, que todo el espacio, por repugnancia a nuestra expedición vengativa, parecía vaciarse de vida ante nuestra proa de urna funeraria.
Pero al fin, al volvernos al este, los vientos del Cabo empezaron a aullar alrededor de nosotros, y subimos y bajamos por las largas y agitadas olas que hay allí; entonces el Pequod de colmillos de marfil se inclinó fuertemente ante las ráfagas, y acorneó las sombrías ondas en su locura, hasta que, como chaparrones de astillas de plata, los copos de espuma volaron sobre sus amuras; desde ahí desapareció toda esa desolada vaciedad de vida, pero para dejar lugar a espectáculos más lúgubres que nunca. Cerca de nuestra proa, extrañas formas se disparaban por el agua, acá y allá, por delante de nosotros, mientras que, pegados a nuestra retaguardia, volaban los inescrutables cuervos del mar. Y todas las mañanas se veían filas de esos pájaros posados en nuestros estais; y a pesar de nuestros aullidos, se aferraban obstinadamente durante largo tiempo al cáñamo, como si consideraran nuestro barco una nave deshabitada y a la deriva; una cosa destinada a la desolación, y por tanto, apropiado criadero para esas criaturas sin hogar. Y se hinchaba, se hinchaba, seguía hinchándose inexorablemente el negro mar, como si sus vastas mareas fueran una conciencia, y la gran alma del mundo tuviera angustia y remordimiento por el largo pecado y el sufrimiento que había engendrado. ¿Y te llaman cabo de Buena Esperanza?
Más bien cabo de las Tormentas, como te llamaban antaño; pues, largamente incitados por los pérfidos silencios que antes nos habían acompañado, nos hallamos lanzados a ese mar atormentado, donde seres culpables, transformados en esos pájaros y esos peces, parecían condenados a seguir nadando eternamente sin puerto en perspectiva, o a seguir agitando el negro aire sin horizonte alguno. Pero de vez en cuando, tranquilo, níveo e invariable, dirigiendo siempre su fuente de plumas hacia el cielo, siempre incitándonos desde delante, se avistaba el chorro solitario.
Durante toda esta negrura de los elementos, Ahab, aunque asumiendo entonces casi sin interrupción el mando de la cubierta, empapada y peligrosa, manifestaba la reserva más sombría, y se dirigía a sus oficiales más raramente que nunca. En períodos tempestuosos como ésos, después que se ha amarrado todo, en cubierta y en la arboladura, no se puede hacer más que esperar pasivamente la conclusión de la galerna. Entonces el capitán y la tripulación se vuelven fatalistas prácticos. Así, con su pierna de marfil inserta en su acostumbrado agujero, y agarrando firmemente un obenque con una mano, Ahab se quedaba durante horas y horas mirando fijo a barlovento; mientras que alguna descarga ocasional de nieve o aguanieve casi le pegaba los párpados congelándoselos. Mientras tanto, la tripulación, arrojada de la parte de proa del barco por los mares peligrosos que irrumpían explosivamente, por delante, se alineaba en el combés a lo largo de las amuradas; y para defenderse mejor contra las olas que saltaban, cada hombre se había metido en una especie de bolina atada a la borda, en que se movía como en un cinturón aflojado. Pocas palabras, o ninguna, se decían; y el silencioso barco, como tripulado por marineros de cera pintada, seguía avanzando día tras día a través de la rápida locura alegre de las olas demoníacas. De noche continuaba la misma mudez humana ante los gritos del océano; los hombres seguían en silencio moviéndose en sus bolinas; Ahab, siempre sin palabras, hacía frente al huracán. Aun cuando la fatigada naturaleza parecía pedir reposo, él no buscaba ese reposo en su hamaca. Nunca pudo olvidar Starbuck el aspecto del viejo, cuando una noche, al bajar a la cabina para observar cómo estaba el barómetro, le vio sentado y con los ojos cerrados, muy derecho en su sillón atornillado al suelo, mientras todavía goteaban del sombrero y chaquetón, sin quitárselos, la lluvia y la nevisca medio fundidas de la tempestad de que había salido algún tiempo antes. En la mesa, a su lado, estaba desenrollado uno de esos mapas de mareas y corrientes de que se ha hablado antes. La linterna se balanceaba en su mano, apretada firmemente. Aunque el cuerpo estaba erguido, la cabeza estaba echada atrás, de modo que los ojos cerrados quedaban dirigidos hacia la aguja del «soplón», que colgaba de una viga del techo.
«¡Terrible viejo! —pensó Starbuck con un estremecimiento—; dormido en esta galerna, todavía sigues mirando firmemente tu propósito.»
Capítulo LII
EL ALBATROS
Al sudeste del cabo, a lo largo de las lejanas Crozett, en una buena zona de pesca de ballenas, apareció por la proa una vela; un barco llamado el Goney («Albatros»). Al acercarse despacio, desde mi alto observatorio en la cofa del palo trinquete, obtuve una buena vista de aquel espectáculo tan notable para un novato en las lejanas pesquerías oceánicas: un barco ballenero en el mar, ausente del puerto desde hacía mucho.
Como si las olas hubieran sido de lejía, la embarcación estaba blanqueada como el esqueleto de una morsa encallada. Bajando por los costados, esta aparición espectral estaba marcada con largos canales de óxido enrojecido, mientras que todas las vergas y jarcias eran igual que espesas ramas de árboles revestidas de escarcha como de pieles. Sólo llevaba puestas las velas mayores. Era un espectáculo extraño ver sus barbudos vigías en esas tres cofas. Parecían vestidos de pieles de animales; tan desgarradas y remendadas estaban las ropas que sobrevivían a casi cuatro años de crucero. De pie, en aros de hierro clavados al mástil, se ladeaban y balanceaban sobre un mar insondable; y aunque, cuando el barco se deslizó lentamente cerca de nuestra popa, los seis que estábamos en el aire nos acercamos tanto que casi podríamos haber saltado de los masteleros de un barco a los del otro; sin embargo, esos balleneros de aspecto desolado, mirándonos mansamente al pasar, no dijeron una palabra a nuestros vigías, mientras se oía desde abajo la llamada del alcázar:
—¡Ah del barco! ¿Habéis visto a la ballena blanca?
Pero cuando el extraño capitán, inclinándose sobre las pálidas amuradas, se disponía a llevarse el altavoz a la boca, no se sabe cómo, se le cayó de la mano al mar, y, con el viento levantándose ahora en banda, fue en vano que se esforzara por hacerse oír sin él. Entretanto, su barco aumentaba aún la distancia. Mientras que, de diversos modos silenciosos, los marineros del Pequod evidenciaban que habían observado este fatídico incidente apenas mencionado por primera vez el nombre de la ballena blanca a otro barco, Ahab se detuvo por un momento; casi pareció que habría arriado una lancha para ir a bordo del desconocido, si no lo hubiera impedido el viento amenazador. Pero, aprovechando su posición a barlovento, agarró a su vez su altavoz y, conociendo por el aspecto del barco recién llegado que era de Nantucket y que iba derecho rumbo a la patria, gritó ruidosamente:
—¡Eh, ahí! ¡Éste es el Pequod, que va a dar la vuelta al mundo!¡Decidles que dirijan todas las cartas sucesivas al océano Pacífico! Y si dentro de tres años no estoy en casa, decidles que las dirijan a...
En ese momento las dos estelas se cruzaron del todo, y al instante, siguiendo sus singulares costumbres, bandadas de pececillos inofensivos, que desde hacía varios días nadaban plácidamente a nuestro lado, se alejaron disparados con aletas que parecían estremecerse, y se dispusieron, de proa a popa, a los lados del barco desconocido. Aunque en el transcurso de sus continuos viajes Ahab debía haber observado a menudo un espectáculo semejante, sin embargo, para cualquier hombre monomaniático, las más pequeñas trivialidades llevan significados caprichosos.
—Os alejáis de mí nadando, ¿eh? — murmuró Ahab, observando el agua. No parecían decir mucho esas palabras, pero su tono mostraba una tristeza más profunda y sin remedio que cuanta había mostrado jamás el demente anciano. Pero volviéndose al timonel, que hasta entonces había mantenido la nave contra el viento para disminuir su arrancada, gritó con su voz de viejo león: —¡Caña a barlovento! ¡A dar la vuelta al mundo!
¡La vuelta al mundo! Hay mucho en ese sonido que inspira sentimientos de orgullo: pero ¿adónde lleva toda esa circunnavegación? Sólo a través de peligros innumerables, al mismo punto de donde partimos, donde los que dejamos atrás a salvo, han estado todo el tiempo antes que nosotros.
Si este mundo fuera una llanura infinita y navegando hacia el este pudiéramos alcanzar siempre nuevas distancias y descubrir visiones más dulces y extrañas que ninguna Cícladas o islas del Rey Salomón, entonces habría promesa en el viaje. Pero en la persecución de esos misterios de que soñamos, o en el acoso atormentado de ese fantasma demoníaco que, una vez u otra, nada ante todo corazón humano, lo uno o lo otro, en tal seguimiento por este globo redondo, o nos lleva a laberintos yermos o nos deja sumergidos a medio camino.
—¡Eh, ahí! ¡Éste es el Pequod, que va a dar la vuelta al mundo!¡Decidles que dirijan todas las cartas sucesivas al océano Pacífico! Y si dentro de tres años no estoy en casa, decidles que las dirijan a...
En ese momento las dos estelas se cruzaron del todo, y al instante, siguiendo sus singulares costumbres, bandadas de pececillos inofensivos, que desde hacía varios días nadaban plácidamente a nuestro lado, se alejaron disparados con aletas que parecían estremecerse, y se dispusieron, de proa a popa, a los lados del barco desconocido. Aunque en el transcurso de sus continuos viajes Ahab debía haber observado a menudo un espectáculo semejante, sin embargo, para cualquier hombre monomaniático, las más pequeñas trivialidades llevan significados caprichosos.
—Os alejáis de mí nadando, ¿eh? — murmuró Ahab, observando el agua. No parecían decir mucho esas palabras, pero su tono mostraba una tristeza más profunda y sin remedio que cuanta había mostrado jamás el demente anciano. Pero volviéndose al timonel, que hasta entonces había mantenido la nave contra el viento para disminuir su arrancada, gritó con su voz de viejo león: —¡Caña a barlovento! ¡A dar la vuelta al mundo!
¡La vuelta al mundo! Hay mucho en ese sonido que inspira sentimientos de orgullo: pero ¿adónde lleva toda esa circunnavegación? Sólo a través de peligros innumerables, al mismo punto de donde partimos, donde los que dejamos atrás a salvo, han estado todo el tiempo antes que nosotros.
Si este mundo fuera una llanura infinita y navegando hacia el este pudiéramos alcanzar siempre nuevas distancias y descubrir visiones más dulces y extrañas que ninguna Cícladas o islas del Rey Salomón, entonces habría promesa en el viaje. Pero en la persecución de esos misterios de que soñamos, o en el acoso atormentado de ese fantasma demoníaco que, una vez u otra, nada ante todo corazón humano, lo uno o lo otro, en tal seguimiento por este globo redondo, o nos lleva a laberintos yermos o nos deja sumergidos a medio camino.
Capítulo LIII
EL GAM
La razón ostensible por la cual Ahab no pasó a bordo del ballenero con que habíamos hablado era ésta: el viento y el mar anunciaban tormenta. Pero aunque no hubiera sido así, quizá tampoco habría ido a bordo de é1, después de todo —a juzgar por su conducta posterior en ocasiones semejantes—, si, después de gritar, hubiera obtenido respuesta negativa a la pregunta que hacía. Pues, según se echó de ver en definitiva, no tenía ganas de reunirse ni cinco minutos con ningún capitán desconocido, a no ser que le pudiera ofrecer algo de la información que tan absorbentemente deseaba. Pero todo esto podría no ser adecuadamente valorado, si no se dijera aquí algo de las peculiares costumbres de los barcos balleneros al encontrarse en mares remotos, y especialmente en una zona común de pesquería. Si dos desconocidos, al cruzar los Desiertos de los Pinos, en el estado de Nueva York, o la igualmente desolada llanura de Salisbury, en Inglaterra, y al encontrarse por casualidad en esas inhospitalarias soledades, no pueden evitar los dos un saludo mutuo, aunque les vaya en ello la vida, deteniéndose un momento a intercambiar noticias y quizá sentándose un rato a descansar de acuerdo, entonces, ¡cuánto más natural que, en los ilimitados Desiertos de los Pinos y llanuras de Salisbury del mar, dos barcos balleneros que se avistan mutuamente en el extremo de la tierra —a lo largo de la solitaria isla Fanning, o en los remotos King's Mills—, cuánto más natural, digo, que en estas circunstancias los barcos no sólo intercambien saludos, sino que entren en el contacto más cercano, más amistoso y sociable! Y especialmente, esto parecería ser algo obvio en el caso de barcos matriculados en el mismo puerto, y cuyos capitanes, oficiales y no pocos de los marineros se conocen personalmente, y en consecuencia tienen toda clase de cosas familiares y queridas de que hablar.
Para el barco que lleva mucho tiempo ausente, el que va en viaje de ida quizá lleva cartas a bordo; en cualquier caso, es seguro que tendrá algunos periódicos de fecha posterior en un año o dos a la del último que haya en su borroso y desgastado archivo. Y en correspondencia a tal cortesía, el barco en viaje de ida recibirá las últimas noticias balleneras de la zona de pesca a donde quizá va destinado, cosa de la mayor importancia para él. Y en proporción, todo esto seguirá siendo cierto respecto a los barcos balleneros que entrecruzan su camino en la propia zona de pesca, aunque estén igual tiempo ausentes del puerto. Pues uno de ellos puede haber recibido una transferencia de cartas de un tercer barco ahora remoto, y algunas de esas cartas pueden ser para la gente del barco con que ahora se encuentra. Además, intercambiarán noticias sobre las ballenas, y tendrán una charla agradable. Pues no sólo encontrarán todas las simpatías mutuas de los marineros, sino, igualmente, todas las peculiaridades congeniales procedentes de una búsqueda común y de privaciones y peligros compartidos juntos.
Y la diferencia de país tampoco representa una diferencia muy especial; es decir, con tal que ambas partes hablen un mismo idioma, como ocurre con americanos e ingleses. Aunque, por supuesto, dado el pequeño número de balleneros ingleses, tales encuentros no ocurren con mucha frecuencia, y cuando ocurren es demasiado probable que haya entre ellos una especie de cohibición, pues vuestros ingleses son más bien reservados, y a vuestros yanquis no les gusta cierta clase de cosas sino en ellos mismos. Además, los balleneros ingleses a veces afectan una especie de superioridad metropolitana sobre los balleneros americanos, considerando que el largo y flaco hombre de Nantucket, con su provincialismo informe, es una especie de labriego del mar. Pero sería difícil decir en qué consiste esta superioridad del ballenero inglés, visto que los yanquis, en conjunto, matan en un solo día más ballenas que todos los ingleses, en conjunto, en diez años. Pero ésta es una pequeña debilidad inocua de los balleneros ingleses, que los de Nantucket no toman muy a pecho, probablemente porque saben que ellos también tienen unas pocas debilidades. Así entonces, vemos que, entre todos los diversos barcos que navegan por el mar, los balleneros tienen las mayores razones para ser sociales, y lo son. Mientras algunos barcos mercantes, al cruzar sus estelas en pleno Atlántico, muchas veces pasan adelante sin una palabra, siquiera, de reconocimiento, fingiendo no verse mutuamente en alta mar, igual que un par de elegantes en Broadway, y quizá durante todo este tiempo permitiéndose críticas remilgadas sobre el aparejo del otro. En cuanto a los barcos de guerra, cuando por casualidad se encuentran en el mar, primero pasan por tal ristra de estúpidas reverencias y zalemas, y tal sacar y zambullir banderas, que no parece haber en absoluto mucha buena voluntad sincera y cariño fraternal en todo ello. En lo que toca al encuentro de barcos negreros, bueno, tienen tan extraordinaria prisa, que huyen uno de otro en cuanto pueden. En cuanto a los piratas, cuando por casualidad se entrecruzan sus huesos entrecruzados, el primer grito de saludo es «¿Cuántos cráneos?», del mismo modo que los balleneros gritan: «¿Cuántos barriles?». Y una vez contestada esta pregunta, los piratas se desvían inmediatamente, pues son unos infernales villanos por los dos lados, y, les gusta ver demasiado los villanos rostros de los otros.
Pero ¡mirad al pío, al honrado, al modesto, al hospitalario, al sociable, al tranquilo barco ballenero! ¿Qué hace el barco ballenero cuando encuentra a otro barco ballenero en cualquier clase de tiempo decente? Establece un Gam, una cosa tan absolutamente desconocida para todos los demás barcos, que ni siquiera han oído su nombre, y si por casualidad lo oyeran, no harían más que sonreírse de él y repetir chistes sobre «los del chorro» y los «hervidores de aceite», y semejantes hermosos epítetos. Es cuestión que sería difícil de contestar por qué todos los marinos mercantes, y también todos los piratas y marineros de guerra, y marineros de barcos negreros, abrigan sentimientos tan despectivos hacia los barcos balleneros. Porque, en el caso de los piratas, digamos, me gustaría saber si esa profesión suya tiene alguna gloria peculiar. A veces acaba en una elevación extraordinaria, desde luego, pero sólo en la horca. Y además, cuando un hombre está elevado en esa extraña forma, no tiene fundamento adecuado para su sublime altura. De aquí deduzco que, al jactarse de estar por encima de un ballenero, el pirata no tiene base sólida en que apoyarse. Pero ¿qué es un Gam? Podríais gastaros el índice subiendo y bajando por las columnas de los diccionarios sin encontrar jamás la palabra. El doctor Johnson no alcanzó jamás tal erudición; el arca de Noah Webster no la contiene.
No obstante, esta misma palabra expresiva lleva ya muchos años en uso constante entre unos quince mil yanquis auténticamente nativos. Ciertamente, necesita definición, y debería incorporarse al léxico. Con esa intención, permítaseme definirla doctamente:
«GAM, S. Reunión sociable de dos (o más) barcos balleneros, generalmente en zona de pesquería; en la que, tras intercambiar gritos de saludo, intercambian visitas, por tripulaciones de lanchas, quedándose durante ese tiempo los dos capitanes a bordo de un mismo barco, y los dos primeros oficiales a bordo del otro.» Hay otro pequeño punto sobre el Gam que no se debe olvidar aquí. Todas las profesiones tienen sus pequeñas peculiaridades de detalle; igualmente la pesca de la ballena. En un barco pirata, de guerra o negrero, cuando llevan al capitán en la lancha, remando, siempre va sentado en las planchas de popa, sobre un cómodo asiento, a veces almohadillado, y a menudo gobierna con una linda cañita como de modista, decorada con alegres cordones y cintas. Pero la lancha ballenera no tiene asiento a popa, ni sofá ninguno de esa especie, ni cañita en absoluto. Sería cosa inaudita, desde luego, que a los capitanes balleneros les llevaran por el agua sobre pieles, como viejos concejales gotosos en sillones de ruedas. En cuanto a la cañita, el barco ballenero jamás admite tal afeminamiento; y por consiguiente, en el Gam, como la tripulación completa de una lancha debe abandonar el barco, y como, por tanto, en ella va incluido el jefe o el arponero de la lancha, ese subordinado es el que gobierna en dicha ocasión, y al capitán, por no tener lugar en que sentarse, le llevan remando a su visita de pie todo el tiempo, como un pino. Y a menudo se advertirá que al tener conciencia de que los ojos de todo el mundo visible se posan en él desde los costados de los dos barcos, ese capitán erguido es muy sensible a la importancia de sustentar su dignidad a fuerza de sostener sus piernas. Y no es cosa nada fácil, pues a su retaguardia el inmenso remo de gobernalle se proyecta y le golpea de vez en cuando en la base de la espalda, a lo que corresponde el remo de popa machacándole las rodillas por delante. Así va completamente calzado por delante y por detrás, y sólo se puede expansionar a los lados apoyándose en las piernas extendidas, pero una sacudida súbita y violenta de la lancha a menudo es capaz de volcarle, porque la longitud de unos fundamentos no es nada sin una anchura en proporción. Haced simplemente un ángulo extendido con dos palos, y no los podréis poner de pie. Entonces, por su parte, no estaría nunca bien, a plena vista de los ojos del mundo bien clavados, no estaría nunca bien, digo, que se viera a ese despatarrado capitán apoyándose en la más mínima partícula al agarrarse a algo con las manos; más aún, como signo de su completo y ágil dominio de sí mismo, generalmente lleva las manos metidas en los bolsillos de los pantalones; aunque quizá, siendo por lo regular unas manos muy grandes y pesadas, las lleva allí como lastre. No obstante, se han dado casos, también muy bien certificados, en que se ha sabido que un capitán, en algún que otro momento extraordinariamente crítico, digamos en un huracán repentino..., ha echado mano al pelo del remero más cercano, y se ha agarrado a él como la muerte oscura.
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