Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

domingo, 18 de noviembre de 2012

Moby Dick - Cap XXVIII, XXIX, XXX y XXXI - Herman Melville

Viene de "Moby Dick - Cap XXV, XXVI y XXVII - Herman Melville"


 Capítulo XXVIII

AHAB



Durante varios días después de dejar Nantucket, no se vio nada del capitán Ahab a la altura de las escotillas. Los oficiales se relevaban con regularidad uno a otro en las guardias, y en nada que pudiera indicar lo contrario dejaban de parecer los únicos jefes del barco, salvo en que a veces salían de la cabina con órdenes tan súbitas y perentorias, que, después de todo, quedaba claro que sólo mandaban por delegación. Sí, allí estaba su supremo señor y dictador, aunque hasta ahora no había sido visto por ojos que no pudieran penetrar en el retiro ya sagrado de la cabina.

Cada vez que yo subía .a la cubierta desde mis guardias, abajo, al instante lanzaba una mirada a popa para observar si se veía alguna cara desconocida, pues ¡ni primera inquietud vaga respecto al capitán desconocido, ahora, en el encierro del mar, casi se había vuelto una locura. Esto aumentaba extrañamente a veces, cuando las  deshilvanadas incoherencias diabólicas de Elías volvían a mí contra mi voluntad, con una sutil energía que antes no habría podido suponer. Pero las podía resistir muy mal; aunque igualmente, con otros humores, casi me sentía dispuesto a sonreír de las solemnes extravagancias de aquel exótico profeta de los muelles. Pero cualquiera que fuese el temor o la incomodidad —por llamarlo así— que sentía, sin embargo, cada vez que miraba a mi alrededor en el barco, parecía que no tenía justificación conservarlos. Pues aunque los arponeros, con la mayor parte de la tripulación, fueran un grupo mucho más bárbaro, pagano y abigarrado que ninguna de las mansas tripulaciones mercantes que yo había conocido en mis experiencias previas, sin embargo, lo atribuía —y lo atribuía con razón— a la feroz singularidad de esa loca profesión escandinava en que me había embarcado con tal abandono. Pero especialmente el aspecto de los tres oficiales del barco era lo más eficazmente calculado para tranquilizar esas sospechas sin forma, e infundir confianza y ánimo en todos los presentimientos sobre el viaje. No sería fácil encontrar otros tres mejores y más apropiados hombres y oficiales de marina, cada cual a su modo diferente, y los tres eran americanos; uno de Nantucket, uno del Vineyard, otro de Cabo Cod. Entonces, siendo Navidad cuando zarpamos del puerto, durante algún tiempo tuvimos un frío polar devorador, aunque todo el tiempo corríamos huyendo hacia el sur; y a cada grado y minuto que navegábamos, poco a poco dejábamos atrás ese invierno implacable y todo su intolerable tiempo. Era una de esas mañanas de transición, menos amenazadoras, pero todavía bastante grises y sombrías, y con buen viento el barco corría por el agua con una especie de vengativa rapidez, brincadora y melancólica, cuando, al subir a cubierta a la llamada de la guardia de la mañana, tan pronto como dirigí la mirada hacia el coronamiento de popa, me invadieron escalofríos de presentimiento. La realidad dejó atrás a la aprensión: el capitán Ahab estaba en su alcázar.

No parecía haber en él señal de una común enfermedad corporal, ni de haberse recuperado de ninguna. Parecía un hombre desatado de la pira cuando el fuego ha asolado e invadido todos los miembros sin consumirlos ni llevarse una sola partícula de su compacta robustez entrada en años. Toda su figura, alta y ancha, parecía de bronce macizo, configurada en forma inalterable, como el Perseo fundido de Cellini. Abriéndose paso desde su pelo gris, y siguiendo derecha por un lado de su atezada y desollada cara, y por el cuello, hasta desaparecer por la ropa, se veía una señal delgada como una vara, lívidamente blanquecina. Parecía esa grieta vertical que a veces se hace en el alto y recto tronco de un gran árbol, cuando el rayo se dispara desde arriba y lo desgarra bajando por él, y deja el árbol aún vivo y verde, pero marcado a fuego. Nadie podía decir con seguridad si esa señal había nacido con él, o si era la cicatriz dejada por alguna herida desesperada. Por acuerdo tácito, a lo largo del viaje se hizo escasa o ninguna alusión a ella, sobre todo por parte de los oficiales. Pero una vez el compañero más antiguo de Tashtego, un viejo indio de Gay-Head, de la tripulación, afirmó supersticiosamente que Ahab no había quedado marcado así hasta después de los cuarenta años, y que no le había venido de la furia de ninguna pelea mortal, sino de una lucha con los elementos del mar. Sin embargo, esa loca sugerencia pareció negada implícitamente por lo que insinuó un canoso viejo de la isla de Man, un anciano sepulcral que, como nunca había embarcado antes en Nantucket, no había puesto los ojos hasta ahora en el extraño Ahab. Con todo, las viejas tradiciones marineras y las credulidades inmemoriales habían atribuido popularmente a ese viejo de Man unos poderes preternaturales de discernimiento, de modo que ningún marinero blanco le contradijo cuando afirmó que cuando el capitán Ahab quedase tendido en tranquilo reposo —lo cual murmuró que difícilmente ocurriría—, entonces quien cumpliera el último deber con el muerto encontraría en él una señal de nacimiento desde la coronilla a la planta de los pies.

Tan poderosamente me afectó el conjunto del sombrío aspecto de Ahab y la lívida marca que le señalaba, que durante unos breves momentos apenas noté que no poco de su abrumador aire sombrío se debía a la bárbara pierna blanca sobre la que parcialmente se apoyaba. Ya me habían dicho que esa pierna marfileña estaba hecha en el mar con el pulido hueso de la mandíbula del cachalote.

—Sí, le desarbolaron a lo largo del Japón — dijo una vez el viejo indio de Gay-Head—, pero, como su barco desarbolado, embarcó otro palo sin volver al puerto por él. Tiene una aljaba de ellos.

Me sorprendió la singular postura que mantenía. A cada lado del alcázar del Pequod, y muy cerca de los obenques de mesana, había un agujero de taladro, barrenado una pulgada o poco más en la tabla. Su pierna de hueso se apoyaba en ese agujero; con un brazo elevado, y agarrándose a un obenque, el capitán Ahab se erguía, mirando derecho, más allá de la proa del barco, siempre cabeceante. Había un sinfín de la más firme fortaleza, una voluntariosidad decidida e inexpugnable, en la entrega fija y sin miedo de esa mirada hacia delante. No decía una palabra, ni sus oficiales le decían nada, aunque en sus más menudos gestos y expresiones mostraban claramente la conciencia incómoda, y aun penosa, de que estaban bajo una turbada mirada de mando. Y no sólo esto, sino que Ahab, presa de sus humores, estaba ante ellos con una crucifixión en la cara, con toda la innombrable dignidad real y abrumadora de algún dolor poderoso.

No tardó, después de su primera salida al aire libre, en retirarse a la cabina. Pero después de esa mañana, todos los días se hizo visible a la tripulación, bien plantado en el pivote de su agujero, o sentado en un taburete de marfil que tenía, o paseando pesadamente por la cubierta. Conforme el cielo se puso menos sombrío, y, más aún, empezó a ponerse un tanto grato, él fue siendo cada vez menos un recluso, como si, cuando zarpó el barco del puerto, sólo la muerta negrura invernal del mar le hubiera retenido entonces tan encerrado Y poco a poco llegó a ocurrir que estuvo casi continuamente al aire, pero, sin embargo, aun con todo lo que decía o hacía perceptiblemente, en la cubierta por fin soleada, parecía allí tan innecesario como otro mástil. Pero el Pequod ahora sólo hacía una travesía, y no un crucero regular: casi todos los preparativos para las ballenas que necesitaban supervisión estaban bajo la plena competencia de los oficiales, de modo que había poco o nada, salvo él mismo, en que se ocupara o excitara ahora Ahab y que ahuyentara, por aquel único rato, las nubes que, capa tras capa, se amontonaban en su entrecejo, del mismo modo que todas las nubes eligen los picos más elevados para amontonarse sobre ellos.

Con todo, antes de mucho tiempo, la cálida y gorjeante persuasión del buen tiempo a que llegábamos, pareció poco a poco arrancarle con su encanto de sus humores. Pues igual que cuando esas danzarinas muchachas de mejillas rojas, abril y mayo, regresan a los bosques invernales y misantrópicos, incluso el viejo roble más desnudo, más áspero y más herido por el rayo, echa por fin unos pocos brotes verdes para dar la bienvenida a visitantes de corazón tan alegre, así Ahab, por fin, respondió un poco a las juguetonas incitaciones de la brisa doncellil. Más de una vez lanzó el débil germen de una mirada que, en cualquier otro hombre, pronto habría florecido en una sonrisa.



Capítulo XXIX

ENTRA AHAB; DESPUÉS, STUBB



Transcurrieron varios días, y dejados por completo a popa el hielo y los icebergs, el Pequod iba ahora meciéndose por la clara primavera de Quito, que, en el mar, reina casi perpetuamente en el umbral del eterno agosto del trópico. Los días tibiamente frescos, claros, vibrantes, perfumados, rebosantes, exuberantes, eran como búcaros de cristal de sorbete persa, con colmo espolvoreado de nieve de agua de rosa. Las noches, estrelladas y solemnes, parecían altivas damas en terciopelos, enjoyadas, rumiando en su casa, en orgullosa soledad, el recuerdo de sus ausentes condes, los soles de casco de oro. Para dormir, a uno le era difícil elegir entre tan incitantes días y tan seductoras noches. Pero todas las brujerías de ese tiempo sin menguante no se limitaban a prestar nuevos encantos y potencias al mundo exterior. En el interior, afectaban al alma, especialmente cuando llegaban las horas calladas y suaves del ocaso; entonces, la memoria formaba sus cristales igual que el claro hielo suele formarse de crepúsculos sin ruido.

Y todos esos sutiles agentes actuaban cada vez más sobre la contextura de Ahab.

La ancianidad siempre está desvelada, como si el hombre, cuanto más tiempo vinculado a la vida, menos quisiera tener que ver con nada que se parezca a la muerte. Entre los capitanes de marina, los viejos de barba encanecida dejan con mucha frecuencia sus literas para visitar la cubierta embozada en noche. Así le ocurría a Ahab, sólo que ahora, recientemente, parecía vivir tanto al aire libre que, para decir verdad, sus visitas eran más bien a la cabina que de la cabina a las tablas de cubierta. «Se siente como si se entrara en la propia tumba —mascullaba para sí—, cuando un viejo capitán como yo desciende por este estrecho portillo para bajar a la litera excavada como una fosa.»

Así, casi cada veinticuatro horas, cuando se montaban las guardias de la noche, y el grupo de cubierta hacía de centinela del sueño del grupo de abajo, y cuando, si había que halar un cabo por el castillo de proa, los marineros no lo tiraban violentamente, como de día, sino que lo dejaban caer en su sitio con cierta precaución, por temor de molestar a sus amodorrados compañeros; entonces, cuando empezaba a prevalecer esta especie de firme silencio, habitualmente, el callado timonel observaba el portillo de la cabina, y poco después salía el viejo, agarrándose al pasamano de hierro para ayudarse en su caminar de mutilado. Había en él cierto toque considerado de humanidad, pues
en momentos como éstos solía abstenerse de rondar por el castillo de proa, porque para sus fatigados oficiales, que buscaban descanso a seis pulgadas de su talón de marfil, el golpe y chasquido reverberante de esa pisada de hueso hubiera sido tal, que habrían soñado con los crujientes dientes de los tiburones. Pero una vez, su humor era demasiado radical para consideraciones comunes, y cuando con pesado paso sordo medía el barco desde el coronamiento de popa hasta el palo mayor, Stubb, el viejo segundo oficial, subió desde abajo y con cierta vacilante e implorante jocosidad sugirió que si al capitán Ahab le placía pasear por la cubierta, entonces nadie podía decir que no, pero que podría haber algún modo de sofocar el ruido, aludiendo a algo vago e indistinto sobre una bola de estopa y su inserción en el talón de marfil. ¡Ah, Stubb, no conocías entonces a Ahab!

—¿Soy una bala de cañón, Stubb —dijo Ahab—, para que me quieras poner taco de ese modo? Pero vete por tu lado; se me había olvidado. Baja a tu sepulcro nocturno, donde tus semejantes duermen entre sudarios para acostumbrarse a ocupar uno  definitivamente. ¡Baja, perro, a la perrera!

Sobresaltándose ante la imprevista exclamación final del anciano, tan súbitamente despectivo, Stubb se quedó sin habla un momento, y luego dijo excitado:

—No estoy acostumbrado a que me hablen de ese modo, capitán: no me gusta en absoluto.
—¡Basta! —rechinó Ahab entre los dientes apretados, apartándose violentamente, como para evitar alguna tentación apasionada.
—No, capitán, todavía no —dijo Stubb, envalentonado—: no voy a dejar mansamente que me llamen perro.
—¡Entonces te llamaré diez veces burro, y mulo, y asno; y fuera de aquí, o limpiaré el mundo de ti! Al decir esto, Ahab avanzó contra él con aspecto tan imponente y terrible, que Stubb se retiró involuntariamente.
—Nunca me han tratado así sin que yo diera a cambio un buen golpe —masculló Stubb, al encontrarse bajando por el portillo de la cabina.

Es muy raro. Alto, Stubb; no sé por qué, ahora, no sé muy bien si volver y golpearle, o... ¿qué es eso?, ¿arrodillarme y rezar por él? Sí, ésa fue la idea que me asaltó; pero sería la primera vez que rezara. Es raro, muy raro, y él también es raro; sí, tómeselo por la proa o por la popa, es el hombre más raro con que jamás ha navegado el viejo Stubb. ¡Cómo se me disparó con los ojos como polvorines!, ¿está loco? De todos modos, tiene algo en la cabeza, como es seguro que debe haber algo en una cubierta cuando cruje. No pasa tampoco en la cama más de tres horas de cada veinticuatro, y entonces no duerme. ¿No me contó ese Dough-Boy, el mayordomo, que por la mañana siempre encuentra las mantas del viejo todas arrugadas y revueltas, y las sábanas caídas a los pies, y la colcha casi atada en nudos, y la almohada terriblemente caliente, como si hubiera tenido encima un ladrillo cocido? ¡Viejo caliente! Supongo que tiene lo que la gente de tierra llama conciencia; es una especie de tic doloroso, como le llaman, peor que un dolor de muelas. Bueno, bueno; no sé lo que es, pero que el Señor me libre de tenerlo. Está lleno de enigmas; no entiendo para qué baja a la bodega todas las noches, como dice DoughBoy que sospecha: ¿para qué es eso, me gustaría saber? ¿Quién tiene citas con él en la bodega? ¿No es también raro? Pero no hay modo de saber; es el viejo juego. Vamos allá, a echar un sueñecito. Condenado de mí, vale la pena de que un hombre venga a este mundo, sólo para quedarse bien dormido. Y ahora que lo pienso, es casi lo primero que hacen los niños, y también eso es raro. Condenado de mí, pero todas las cosas son raras, si se van a pensar. Pero eso va contra mis principios. No pensar, es mi undécimo mandamiento; y duerme cuanto puedas, es el duodécimo. Así vamos ahí otra vez. Pero ¿cómo es eso?, ¿no me ha llamado perro? ¡Rayos!, ¡me ha llamado diez veces burro, y encima ha echado un montón de asnos! Igual me podría haber dado patadas, y lo habría hecho. Quizá me ha dado patadas, y yo no me he fijado; de tan asustado que estaba de su ceño, no sé cómo. Centelleaba como un hueso blanqueado. ¿Qué demonios me pasa? No me tengo derecho en las piernas. El ponerme a mal con ese viejo me ha dejado como vuelto del revés. Por Dios que debo haber soñado, sin embargo... ¿Cómo, cómo, cómo? Pero el único modo es dejarlo; vamos otra vez a la hamaca, y por la mañana ya veré cómo piensa a la luz del día ese condenado titiritero.


Capítulo XXX

LA PIPA



Cuando se marchó Stubb, Ahab se quedó algún tiempo inclinado sobre la amurada, y luego, como era su costumbre desde hacía algún tiempo, llamó a un marinero de guardia, y le mandó abajo, por su taburete de marfil y su pipa. Entonces, encendiendo la pipa en la lámpara de bitácora y plantando el taburete en el lado de barlovento de la cubierta, se sentó a fumar.

En los viejos tiempos de los vikingos, los tronos de los reyes daneses, tan amigos del mar, estaban construidos, según dice la tradición, de los colmillos de narval. ¿Cómo podía uno entonces mirar a Ahab, sentado en ese trípode de huesos, sin acordarse de la realeza que simbolizaba? Pues Ahab era un Khan de la cubierta, un rey del mar y un gran señor de los leviatanes.

Pasaron unos momentos, durante los cuales el denso vapor le salió de la boca en bocanadas rápidas y constantes, que le volvían a la cara con el viento. « ¡Cómo! Ahora —soliloquizó por fin, retirando el tubo— el fumar ya no me calma. ¡Ah, mi pipa!, ¡mal me debe ir, si tu encanto se ha acabado! Aquí he estado sufriendo sin darme cuenta, no gozando; sí, y fumando ignorantemente todo el tiempo a barlovento; a barlovento, y con tan nerviosas chupadas como si, igual.


Capítulo XXXI

LA REINA MAB



A la mañana siguiente, Stubb se acercó a Flask.

—Un sueño tan raro, «Puntal», no lo había tenido nunca. Ya conoces la pata de marfil del viejo: bueno, soñé que me daba una patada con ella y que, al tratar de devolvérsela, ¡por mi vida, muchachito, que se me desprendió la pierna del golpe! ¡Y luego, de repente, Ahab parecía una pirámide y yo, como un loco furioso, seguía dándole patadas! Pero lo más curioso, Flask (ya sabes qué curiosos son todos los sueños), es que a través de toda la cólera en que estaba, no sé cómo, parecía pensar para mí que, después de todo, no era mucha ofensa esa patada de Ahab. «En fin —pensaba yo—, ¿por qué es la riña? No es una pierna de verdad, sino solamente falsa.» Y hay mucha diferencia entre un golpe vivo y un golpe muerto. Eso es lo que hace, Flask, que el golpe de una mano sea cincuenta veces más doloroso de soportar que el golpe de un bastón. Y yo, fíjate, pensaba para mí todo el tiempo, mientras golpeaba mis estúpidos dedos de los pies contra esa maldita pirámide: aun tan condenadamente contradictorio como era todo, mientras tanto, como digo, yo pensaba para mí: « ¿Ahora, qué es su pierna, sino un bastón, un bastón de hueso de ballena? Sí —pensaba yo—, ha sido sólo una tunda en broma; en realidad, sólo me ha abalienado, no me ha dado un golpe vil. Además —pensaba yo—, míralo un momento; bueno: el extremo, la parte del pie, qué clase de extremo más pequeño tiene; mientras que si me diera una patada un campesino de pies anchos, eso sí que sería una endemoniada ofensa ancha. Pero esta ofensa está afilada hasta no acabar más que en una punta». Pero ahora viene la mayor broma del sueño, Flask. Mientras yo seguía dando contra la pirámide, una especie de viejo tritón, con pelos de tejón y con una joroba en la espalda, me agarra por los hombros y me hace dar la vuelta. « ¿Qué andas haciendo?», me dice. ¡Demonios, hombre! ¡Cómo me asusté! ¡Qué jeta! Pero, no sé cómo, un momento después había dominado el susto. « ¿Qué ando haciendo? —digo por fin— ; ¿Y a ti qué te importa? Me gustaría saberlo, señor Chepa. ¿Quieres una patada?» Por lo más santo, Flask, apenas había dicho esto cuando él me volvió la popa, se agachó, y levantándose un matojo de algas que llevaba como un harapo, ¿qué crees que vi?; bueno, pues, rayos y truenos, hombre, tenía la popa llena de pasadores, con las puntas para fuera. Digo yo, pensándolo mejor: «Me parece que no te voy a dar una patada, compadre». «Sensato Stubb —dice—, sensato Stubb»; y lo siguió mascullando todo el tiempo, igual que si se comiera sus propias encías, como una bruja de chimenea. Viendo que no iba a acabar de repetir su «sensato Stubb, sensato Stubb», pensé que igual podría volver a emprenderla con la pirámide. Pero apenas había levantado el pie para ello cuando él rugió: «¡Deja esas patadas!». «Eh —digo yo—, ¿qué ocurre ahora, compadre?» «Ven acá —dice—, vamos a discutir la ofensa. El capitán Ahab te ha dado una patada, ¿no?» «Sí que me ha dado —digo—, y fue aquí mismo...» «Muy bien —dice—: usó la pierna de marfil, ¿no?» «Sí, eso es», digo yo. «Bueno, entonces —dice—, sensato Stubb, ¿de qué tienes que quejarte? ¿No te dio la patada con la mejor voluntad? No fue una vulgar pata de palo, de pino de tea, con la que te dio el puntapié, ¿verdad? No, te dio la patada un gran hombre, y con una hermosa pierna de marfil, Stubb. Es un honor; yo lo considero un honor. Escucha, sensato Stubb. En la antigua Inglaterra, los mayores señores consideraban que era una gran gloria ser abofeteados por una reina y ser nombrados caballeros de sus ligas, pero tú por tu parte, Stubb, presumes de que te ha dado una patada el viejo Ahab, haciéndote hombre sensato. Recuerda lo que digo: déjate dar patadas por él; considera como un honor sus patadas, y por ningún motivo se las devuelvas, porque no puedes servirte a tu gusto, sensato Stubb. ¿No ves esa pirámide?» Y con esto, de repente, pareció, no sé cómo, salir nadando por el aire. ¡Yo di un ronquido, me revolví, y allí estaba en la hamaca! Ahora, ¿qué te parece ese sueño, Flask?

—No sé, pero me parece una especie de tontería.
—Quizá, quizá. Pero me ha hecho hombre sensato, Flask. ¿Viste a Ahab ahí plantado, mirando de medio lado por la popa? Bueno, lo mejor que puedes hacer, Flask, es dejar solo a ese viejo; no hablar jamás con él, diga lo que quiera. ¡Eh! ¿Qué es lo que grita? ¡Atención!
—¡A ver, el vigía! ¡Mirad bien, todos! ¡Hay ballenas por ahí! Si veis una blanca, ¡a partirse el pecho gritando!
—¿Qué piensas ahora de él, Flask? ¿No hay un toque de algo raro en esto, eh? Una ballena blanca; ¿te has fijado, hombre? Mira; hay algo especial en el aire. Puedes estar seguro de eso, Flask. Ahab tiene en la cabeza algo sangriento. Pero, a callar: viene por aquí.


  
Continúa leyendo esta historia en "Moby Dick - Cap XXXII- Herman Melville

No hay comentarios:

Publicar un comentario