Capítulo XVI
EL BARCO
En la cama
preparamos nuestros planes para el día siguiente.
Pero, para mi
sorpresa y o escasa preocupación, Queequeg
me dio a entender entonces que había consultado diligentemente a Yojo — nombre de su
diosecillo negro— y Yojo le había dicho dos o tres veces seguidas, insistiendo
en ello por todos los medios, que, en vez de ir juntos entre la flota ballenera
surta en el puerto y elegir de acuerdo nuestra embarcación, en vez de eso,
digo, Yojo había indicado con empeño que la elección del barco debería recaer
entera mente en mí, dado que Yojo se proponía sernos propicio, y, para hacerlo
así, ya había puesto sus miras en una nave que yo, Ismael, si me dejaban solo, infaliblemente
elegiría, igual en todo como si hubiera salido por casualidad; y que debía
embarcarme inmediatamente en esa nave, sin ocuparme por el momento de Queequeg.
He olvidado
señalar que, en muchas cosas, Queequeg ponía gran confianza en la excelencia del
juicio de Yojo y en su sorprendente previsión sobre las cosas, y que apreciaba
a Yojo con estima considerable, como un tipo de dios bastante bueno, que quizá tenía intenciones suficientemente
propicias en conjunto, pero que no conseguía en todos los casos sus designios benévolos.
Ahora, en cuanto
al plan de Queequeg, o mejor dicho de Yojo, respecto a la elección de nuestro
barco, ese plan no me gustaba en absoluto. Yo había confiado no poco en la
sagacidad de Queequeg para indicar el ballenero más adecuado para
transportarnos con seguridad a nosotros y nuestros destinos. Pero como todas mis
protestas no produjeron efecto en Queequeg, me vi obligado a asentir, y en
consecuencia, me dispuse a ocuparme de este asunto con un vigor y una energía
decidida y un tanto precipitada, que rápidamente arreglaría ese insignificante asuntillo.
Al día siguiente por la mañana, dejando a Queequeg encerrado con Yojo en
nuestra pequeña alcoba (pues parecía que ese día era para Queequeg y Yojo una
especie de Cuaresma o Ramadán, o día de ayuno, humillación y oración; de qué
modo, jamás lo pude averiguar, pues, aunque me puse a ello varias veces, nunca
pude dominar su liturgia y sus Treinta y Nueve Artículos); dejando, pues, a
Queequeg en ayuno con su pipa-hacha, y a Yojo al calor de su fuego sacrificial
de virutas, salí a dar una vuelta entre los barcos. Tras de mucho y prolongado
rondar y muchas preguntas al azar, supe que había tres barcos que salían para
viajes de tres años: La Diablesa, El Bocadito y el Pequod. No sé el origen de
lo de Diablesa; de Bocadito, es evidente; Pequod sin duda se recordará que era
el nombre de una célebre tribu de indios de Massachusetts, ahora tan
extinguidos como los antiguos medas. Observé y aceché en torno al Diablesa;
desde éste pasé de un salto al Bocadito; y finalmente, entrando a bordo del
Pequod, miré un momento alrededor y decidí que éste era el barco que nos hacía
falta.
Por mi parte,
podréis haber visto muchas embarcaciones extrañas; lugares de pie cuadrados; montañosos
juncos japoneses; galeotas como cajas de manteca, y cualquier cosa; pero creedme
bajo mi palabra que nunca habréis visto una extraña vieja embarcación como esta
misma extraña y vieja Pequod Era un barco de antigua escuela, más bien pequeño
si acaso, todo él y con un anticuado aire de patas de garra. Curtido y
coloreado por los climas, en los ciclones y las calmas de los cuatro océanos, la
tez del viejo casco se había oscurecido como un granadero francés que ha
combatido tanto en Egipto como en Siberia. Su venerable proa tenía aspecto
barbudo. Sus palos —cortados en algún punto de la costa del Japón, donde los palos
originarios habían salido por la borda en una galerna—, sus palos se erguían
rígidamente como los espinazos de los tres antiguos Reyes en Colonia. Sus
antiguas cubiertas estaban desgastadas y arrugadas como la losa, venerada por los peregrinos de
la catedral de Canterbury donde se desangró Beckett. Pero a todas esas sus
viejas antigüedades, se añadían nuevos rasgos maravillosos, correspondientes a la
loca ocupación que había seguido desde hacía más de medio siglo. El viejo
capitán Peleg, durante muchos años segundo de a bordo, antes de mandar otro
barco suyo, y ahora marino jubilado, y uno de los principales propietarios del
Pequod; ese viejo Peleg, durante el tiempo en que fue segundo, había construido
sobre su grotesco ser original, y esculpido en él, con rareza de material y de
invención sólo comparable a la del escudo esculpido o la cabecera de
Thorkill-Hake. El barco estaba engalanado como cualquier bárbaro emperador etiópico
con el cuello cargado de colgajos de marfil pulido. Era un ser hecho de
trofeos; un barco caníbal, embellecido
con los vencidos huesos de sus enemigos. A su alrededor, sus amuradas abiertas
y sin paneles estaban guarnecidas como una quijada continua, con largos dientes
aguzados de cachalote insertos allí como toletes en que sujetar sus viejos
tendones y ligamentos de cáñamo. Esos tendones no corrían a través de vulgares
trozos de madera de tierra, sino que cruzaban hábilmente por vainas de marfil
de mar. Desdeñando tener una rueda como de barrera de camino para su reverendo
timón, ostentaba allí una caña; y esa caña era de una sola pieza, curiosamente esculpida
en la larga y estrecha mandíbula inferior de su enemigo hereditario. El timonel
que gobernara con esa caña en la tempestad, se sentiría como el tártaro que
refrena su feroz corcel apretándole la mandíbula. ¡Noble embarcación, pero muy
melancólica! Todas las cosas nobles están tocadas de eso mismo.
Entonces, al mirar
a mí alrededor en el alcázar de popa, buscando alguien con autoridad a quien
proponerme como candidato para el viaje, al principio no vi a nadie, pero no pude pasar por alto una extraña especie de
tienda, o más bien cabaña, erigida un poco detrás del palo mayor. Parecía sólo
una construcción temporal usada en el puerto. Era de forma cónica, de unos diez
pies de alto, construida con las largas y anchas tiras de blando hueso negro
sacado de la parte media y más alta de las mandíbulas de la ballena de
Groenlandia, plantadas con los extremos más anchos en cubierta, con un círculo
de esas tiras atadas juntas, inclinadas mutuamente una contra otra, y la cima
unida en una punta con penacho, donde las sueltas fibras peludas oscilaban de un
lado a otro como el copete en la cabeza de un viejo sachem de los Potawatomi.
Una abertura triangular miraba hacia la proa del barco, de modo que quien
estuviera dentro dominaba una vista completa hacia delante.
Y medio escondido
en esta extraña construcción, encontré por fin a uno que por su aspecto parecía
tener autoridad; y que, siendo mediodía, y estando suspendido el trabajo del barco,
ahora disfrutaba su descanso de la carga del mando. Estaba sentado en una silla
de roble a la antigua usanza, enroscada toda ella en curiosas tallas, y cuyo
asiento estaba formado por un recio entrelazado de la misma materia elástica de
que estaba construida la cabaña.
Quizá no había
nada igualmente curioso en el aspecto del viejo que vi: era robusto y tostado,
como la mayoría de la gente de mar, y reciamente envuelto en un azul capote de piloto,
cortado al estilo cuáquero; solamente tenía una red sutil y casi microscópica
de los más menudos, pliegues entrelazados en torno a sus ojos, que debía
proceder de sus continuas travesías a través de muchas duras galernas, siempre
mirando a barlovento; por tales motivos llegan a apretarse los músculos en torno
a los ojos. Tales arrugas de los ojos son de gran efecto para mirar ceñudo.
—¿Es el capitán
del Pequod? —dije, avanzando hacia la puerta de la tienda.
—Suponiendo que
sea el capitán del Pequod, ¿qué le quiere? —preguntó.
—Pensaba
embarcarme.
—Ah, ¿conque
pensaba? Ya veo que no es de Nantucket: ¿ha estado alguna vez en un bote desfondado?
—No, señor, nunca.
—¿Y no sabe nada
en absoluto de la pesca de la ballena, supongo?
—Nada, señor, pero
no tengo duda de que pronto aprenderé. He hecho varios viajes en la marina
mercante, y creo que...
—El diablo se
lleve a la marina mercante. No me hable esa jerga. ¿Ve esta pierna? Se la arranco
de la popa si me vuelve a hablar de la marina mercante. ¡Marina mercante, sí,
sí! Supongo que ahora se sentirá muy orgulloso de haber servido en esos barcos
mercantes. Pero ¡colas de ballena!, hombre; ¿por qué se empeña en ir a pescar
ballenas, eh? Parece un poco sospechoso, ¿no? No habrá sido pirata, ¿eh? No ha robado
a su último capitán, ¿eh? ¿No piensa asesinar a los oficiales una vez en el
mar?
Protesté mi
inocencia en esas cosas. Vi que bajo la máscara de esas insinuaciones medio en broma,
aquel viejo navegante, como aislado natural de Nantucket y dado a lo cuáquero, estaba lleno de prejuicios
insulares, y más bien desconfiado de todos los forasteros, a no ser que
salieran de Cabo Cod o del Vineyard.
—Pero ¿por qué se
mete a pescar ballenas? Quiero saberlo antes de embarcarle.
—Bueno, señor,
quiero ver qué es la pesca de la ballena. Quiero ver el mundo.
—¿Conque quiere
ver qué es la pesca de la ballena? ¿Ha echado el ojo alguna vez al capitán Ahab?
—¿Quién es el
capitán Ahab?
—Claro, claro, ya
me lo suponía. El capitán Ahab es el capitán de este barco.
—Entonces estoy
equivocado. Creí que hablaba con el capitán en persona.
—Habla con el
capitán Peleg: con ése es con quien habla. A mí y al capitán Bildad nos
corresponde cuidar que el Pequod tenga de todo para el viaje, y esté provisto
de todo lo necesario, incluyendo la tripulación. Somos copropietarios y
agentes. Pero, como iba a decir, si quiere saber qué es la pesca de la ballena,
como decía que quería, puedo darle la manera de averiguarlo antes de
comprometerse sin poderse volver atrás. Ponga los ojos en el capitán Ahab, y
encontrará que no tiene más que una pierna.
—¿Qué quiere
decir? ¿Ha perdido la otra con una ballena?
—¡Que si la ha
perdido con una ballena! Joven, acérquese más: la devoró, la masticó, la
aplastó el más monstruoso cachalote que jamás hizo astillas un bote, ¡ah, ah! Me
alarmé un poco ante su energía, y quizá también me conmoví un poco ante el
sincero dolor de su exclamación final, pero dije tan tranquilamente como pude:
—Lo que dice sin
duda es verdad, capitán; pero ¿cómo iba a saber yo que había alguna ferocidad
peculiar en esa determinada ballena? Aunque, desde luego, podría haberlo
inferido por el simple hecho del accidente.
—Mire, joven,
tiene unos pulmones un poco débiles, ya ve. No habla como un buen tiburón. Pero
vamos a entendernos. ¿Seguro que ha estado alguna vez en el mar antes de ahora,
seguro?
—Capitán —dije—:
creía haberle dicho que he hecho cuatro viajes en la marina mercante...
—¡Fuera con eso!
¡No olvide lo que le he dicho de la marina mercante! No me irrite: no lo voy a
consentir. Pero vamos a entendernos. Le he hecho una sugerencia sobre lo que es
la pesca de la ballena: ¿sigue sintiéndose inclinado a ella?
—Sí, señor.
—Muy bien. Bueno,
¿es usted hombre como para meter un arpón por la garganta de una ballena viva,
y saltar detrás de él? ¡Conteste, deprisa!
—Sí que soy, si es
decididamente indispensable hacerlo: quiero decir, si no se puede remediar, que supongo que no ocurrirá.
—Está bien
también. Bueno, entonces, ¿no solamente quiere ir a pescar ballenas, para saber
por experiencia qué es eso, sino que también quiere ir para ver mundo? ¿No es
eso lo que ha dicho? Ya me lo suponía. Bueno, entonces, vaya adelante, y eche
una ojeada por la proa a barlovento, y luego vuelva a contarme qué es lo que
ve.
Por un momento, me
quedé un poco desconcertado por su curiosa petición, sin saber exactamente cómo
tomarla, si en broma o en serio. Pero concentrando todas sus patas de gallo en
un solo gesto ceñudo, el capitán Peleg me echó a andar con el encargo.
Adelantándome a
mirar por la proa a barlovento, me di cuenta de que el barco, balanceándose sobre el ancla con la marea
alta, ahora apuntaba oblicuamente hacia el mar abierto. La perspectiva era ilimitada,
pero enormemente monótona e impresionante; ni la menor variedad que pudiera yo
ver.
—Bueno, ¿cuál es
el parte? —dijo Peleg cuando volví—; ¿qué ha visto?
—No mucho
—contesté—, nada más que agua; aunque hay un considerable horizonte, y se
prepara un chubasco, me parece.
—Bueno, ¿qué
piensa entonces de ver el mundo? Quiere doblar el cabo de Hornos para ver algo
más de él, ¿eh? ¿No puede ver el mundo donde está ahora?
Me quedé un poco
vacilante, pero debía y quería ir a pescar ballenas; y el Pequod era tan buen
barco como cualquiera —yo pensaba que el mejor—, y todo eso se lo repetí entonces a Peleg. Al verme tan decidido,
expresó que estaba dispuesto a enrolarme.
—Y sería mejor que
firmara los papeles ahora mismo —añadió—: le acompaño. —Y así diciendo, me
precedió a la cabina, bajo cubierta. Sentado en el yugo estaba alguien que me pareció
una figura muy extraordinaria y sorprendente.
Resultó ser el
capitán Bildad, que, junto con el capitán Peleg, era uno de los principales propietarios
del barco, mientras que las demás partes, como a veces ocurre en esos puestos,
las tenían multitudes de viejos rentistas, viudas, niños sin padre y tutores
judiciales, cada cual dueño de cerca del valor de una cabeza de cuaderna, un
pie de tabla, o un clavo o dos del barco. La gente de Nantucket invierte el dinero
en barcos balleneros, del mismo modo que vosotros invertís el vuestro en
títulos del Estado que producen buenos intereses.
Ahora, Bildad,
como Peleg, y, desde luego, muchos otros de Nantucket, era cuáquero, por haber
sido la isla colonizada originariamente por esta secta; y hasta hoy día sus
habitantes en general conservan en grado insólito las peculiaridades de los
cuáqueros sólo que modificadas de modo variado y anómalo por cosas
absolutamente extrañas y heterogéneas. Pues algunos de esos mismos cuáqueros
son los más sanguinarios de todos los marineros y cazadores de ballenas. Son
cuáqueros belicosos, son cuáqueros con saña.
Así que hay entre
ellos ejemplos de hombres que, teniendo nombres bíblicos — costumbre muy común
en la isla—, y habiendo absorbido en su infancia el solemne modo de tratamiento
del habla cuáquera, sin embargo, por las aventuras audaces, atrevidas y
desenfrenadas de sus posteriores vidas, mezclan extrañamente con esas
particularidades nunca abandonadas mil rasgos atrevidos de carácter, nada
indignos de un rey marino escandinavo, o de un poético romano pagano. Y cuando
esas cosas se unen, en un hombre de fuerza natural grandemente superior, de
cerebro bien desarrollado y corazón de mucho peso, y que por la calma y soledad
de muchas largas guardias nocturnas en las aguas más remotas, y bajo constelaciones
nunca vistas en el norte, se ha visto llevado a pensar de modo independiente y
poco tradicional, recibiendo todas las impresiones de la naturaleza, dulces o
salvajes, recién salidas de su pecho virginal, voluntarioso y confidente, y
que, sobre todo con eso, pero también con alguna ayuda de ventajas
accidentales, ha aprendido un lenguaje altanero, atrevido y nervioso, ese
hombre, que cuenta por uno solo en el censo de una entera nación, es una
poderosa criatura de exhibición, formada para nobles tragedias. Y no le
disminuye en absoluto, considerado desde el punto de vista dramático, que, por
nacimiento o por otras circunstancias,
tenga lo que parece una morbosidad predominante y medio arbitraria en el fondo
de su naturaleza. Ten la seguridad de esto, oh, joven ambición: toda grandeza mortal
no es sino enfermedad. Pero por ahora no tenemos que habérnoslas con uno así,
sino con otro muy diferente; y sin embargo, un hombre que, si bien peculiar,
resulta a su vez de otra fase del cuáquero, modificado por circunstancias
individuales.
Como el capitán
Peleg, el capitán Bildad era un ballenero retirado, de buena posición. Pero a diferencia
del capitán Peleg, que no se preocupaba un rábano de lo que se llama cosas serias,
y, de hecho, consideraba esas mismísimas cosas serias como las mayores trivialidades,
el capitán Bildad no sólo hablase educado originariamente conforme a las más estrictas
reglas del cuaquerismo de Nantucket, sino que ni toda su posterior vida
oceánica, ni la contemplación de muchas deliciosas criaturas isleñas sin
vestir, al otro lado del cabo de Hornos, habían movido ni jota su temple cuáquero
de nacimiento, ni habían alterado un solo pliegue de su chaleco. No obstante, a
pesar de toda esa inmutabilidad, había alguna vulgar falta de coherencia en el
digno capitán Bildad. Aunque rehusando, por escrúpulos de conciencia, ponerse
en armas contra los invasores terrestres, él mismo, sin embargo, había invadido
inconteniblemente el Atlántico y el Pacífico; y aunque enemigo jurado de
derramar sangre humana, sin embargo, en su capote ajustado, había vertido
toneladas de sangre del leviatán. No sé cómo reconciliaría ahora esas cosas el
piadoso Bildad, en el contemplativo atardecer de sus días, pero no parecía
importarle mucho, y muy probablemente había llegado hacía mucho tiempo a la
sabia y sensata conclusión de que una cosa es la religión de un hombre, y otra
cosa este mundo práctico. Este mundo paga dividendos. Ascendiendo desde pequeño
mozo de cabina, en pantalones cortos del pardo más pardo, hasta arponero con
ancho chaleco en forma de pez: pasando de ahí a jefe de ballenera, primer
oficial, capitán, y finalmente propietario de barco, Bildad, como he sugerido
antes, había concluido su carrera aventurera retirándose por completo de la
vida activa a la excelente edad de sesenta años, y dedicando el resto de sus
días a recibir sosegadamente su bien ganada renta.
Ahora, lamento
decir que Bildad tenía reputación de ser un incorregible viejo tacaño, y, en
sus tiempos de navegación, un patrón duro y agrio. Me dijeron en Nantucket,
aunque ciertamente parece una historia curiosa, que cuando mandó el viejo
ballenero Categut, la mayor parte de la tripulación, al volver al puerto,
desembarcó para ser llevada al hospital,
dolorosamente exhausta y agotada. Para ser un hombre piadoso, especialmente
para un cuáquero, era desde luego bastante terco, para decirlo de un modo
suave. Sin embargo, decían que no solía echar juramentos a sus hombres, pero,
de un modo o de otro, les sacaba una desordenada cantidad de trabajo duro, cruel
y sin mitigación.
Cuando Bildad era
primer oficial, tener sus ojos de color grisáceo mirándole atentamente a uno,
hacía que uno se sintiera completamente nervioso, hasta poder agarrar algo
—martillo o pasador— e irse a trabajar como loco, en cualquier cosa, no
importaba qué. La indolencia y la ociosidad perecían ante él. Su propia persona
era la encarnación exacta de su carácter utilitario. En su largo cuerpo magro,
no llevaba carne de sobra, ni barba superflua, ya que su barbilla ostentaba una
blanda y económica pelusa, como la pelusa gastada de su sombrero de ala ancha.
Tal, pues, era la
persona que vi sentada en el yugo cuando seguí al capitán Peleg bajando a la
cabina. El espacio entre puentes era escaso; y allí, erguido tiesamente, estaba
sentado el viejo Bildad, que siempre se sentaba así, sin inclinarse, y ello
para ahorrar faldones de la casaca. El sombrero de ala ancha estaba a su lado:
tenía las piernas rígidamente cruzadas, el traje grisáceo abotonado hasta la
barbilla, y con los lentes en la nariz, parecía absorto en la lectura de un pesado
volumen.
—Bildad —gritó el
capitán Peleg—, ¿otra vez con eso, eh, Bildad? Llevas ya treinta años estudiando
esas Escrituras, que yo sepa con seguridad. ¿Hasta dónde has llegado, Bildad?
Como acostumbrado largamente
a tan profanas palabras por parte de su antiguo compañero de navegación,
Bildad, sin advertir su actual irreverencia, levantó tranquilamente los ojos, y al verme, volvió a
lanzar una ojeada inquisitiva hacia Peleg.
—Dice que es
nuestro hombre, Bildad —dijo Peleg—: quiere embarcarse.
—¿Eso quieres tú?
—dijo Bildad, con acento hueco y volviéndose a mirarme.
—Quiero yo —dije
sin darme cuenta, de tan intensamente cuáquero como era él.
—¿Qué piensas de
él, Bildad? —dijo Peleg.
—Servirá —dijo
Bildad, echándome una ojeada, y luego siguió murmurando en su libro en un tono
de murmullo muy audible.
Le consideré el
más raro cuáquero viejo que había visto jamás, especialmente dado que Peleg, su amigo y
antiguo compañero de navegación, parecía tan fanfarrón. Pero no dije nada, sino
que sólo miré a mi alrededor con toda atención. Peleg entonces abrió un cofre
y, sacando el contrato del barco, le puso pluma y tinta delante, y se sentó
ante una mesita. Yo empecé a pensar que era sobradamente hora de decidir conmigo
mismo en qué condiciones estaría dispuesto a comprometerme para el viaje. Ya me
daba cuenta de que en el negocio de la pesca de la ballena no pagaban
remuneración, sino que todos los tripulantes, incluido el capitán, recibían
ciertas porciones de los beneficios llamadas «partes», y esas partes estaban en proporción
al grado de importancia correspondiente a los deberes respectivos en la
tripulación del barco. También me daba cuenta de que, siendo novato en la pesca de la ballena, mi parte
no sería muy grande, pero, considerando que
estaba acostumbrado al mar, y sabía gobernar un barco, empalmar un cabo, y todo
eso, no tuve dudas, por todo lo que había oído, de que me ofrecerían al menos
la doscientos setenta y cincoava parte; esto es, la doscientos setenta y
cincoava parte del beneficio neto del viaje, ascendiese a lo que ascendiese. Y
aunque la doscientos setenta y cincoava parte era más bien lo que llaman una
«parte a la larga», sin embargo, era mejor que nada; y si teníamos un viaje con
suerte, podría compensar muy bien la ropa que desgastaría en él, para no hablar
del sustento y alojamiento de tres años, por los que no tendría que pagar un
ardite.
Podría pensarse
que ésa era una pobre manera de acumular una fortuna principesca; y así era,
una manera muy pobre. Pero soy de los que nunca se ocupan de fortunas principescas,
y estoy bien contento si el mundo está dispuesto a alojarme y mantenerme,
mientras me hospedo bajo la fea muestra de «A la Nube Tronadora ». En conjunto,
pensé que la doscientos setenta y cincoava parte vendría a ser lo decente, pero
no me habría sorprendido que me ofrecieran la doscientosava, considerando que
era tan ancho de hombros.
Pero una cosa, sin
embargo, que me hizo sentir un poco desconfiado de recibir tan generosa porción
de los beneficios fue ésta: en tierra había oído algo, tanto sobre el capitán
Peleg como sobre su inexplicable viejo compadre Bildad, y de cómo, por ser
ellos los principales propietarios del Pequoca los demás propietarios, menos
considerables y más desparramados, les dejaban a ellos dos casi todo el manejo de
los asuntos del barco. Y no podía menos de saber que el viejo avaro de Bildad
quizá tendría mucho que decir en cuanto a enrolar tripulantes, sobre todo dado
que yo le había encontrado a bordo del Pequod muy en su casa en la cabina, y
leyendo la Biblia como si estuviera junto a su chimenea. Ahora, mientras Peleg
intentaba vanamente cortar una pluma con su navaja, el viejo Bildad, con no
poca sorpresa mía, visto que era parte tan interesada en estos asuntos, no nos
prestaba la menor atención, sino que seguía mascullando para sí mismo en su
libro:
—«No os hagáis
tesoros en la tierra, donde la polilla...»
—Bueno, capitán
Bildad — interrumpió Peleg—, ¿qué dices, qué parte le damos a este joven?
—Tú lo sabes mejor
—fue la sepulcral respuesta—: la setecientas setenta y sieteava no sería
demasiado, ¿no?..., «donde la polilla y el gusano devoran...».
« ¡Qué parte, sí
—pensé yo—, la setecientas setenta y sieteava! Bueno, viejo Bildad, estás decidido
a que yo, por mi parte, no tenga mucha parte en esta parte donde la polilla y
el gusano devoran.» Era una parte demasiado «a la larga», y aunque por la
magnitud de su cifra podría a primera vista engañar a uno de tierra adentro,
sin embargo, el más ligero examen mostrará que, aunque setecientos setenta y
siete sea un número bastante grande, con todo, cuando se trata de dividir por
él, se verá entonces, digo yo, que la parte setecientas setenta y sieteava de
un penique es mucho menos que setecientos setenta y siete doblones; y eso pensé
entonces.
—¡Vaya, ya puedes
reventar! —gritó Peleg—: no querrás estafar a este joven: tiene que
recibir más que
eso.
—Setecientos
setenta y siete —volvió a decir Bildad, sin levantar los ojos, y luego siguió mascullando—:
«pues donde está vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón».
—Le voy a poner
por la trescientosava — dijo Peleg—: ¿me oyes, Bildad? La parte trescientosava, digo.
Bildad dejó el
libro, y volviéndose solemnemente hacia él, dijo:
—Capitán Peleg,
tienes un corazón generoso; pero debes considerar tus obligaciones respecto a
los demás propietarios del barco, viudas y huérfanos muchos de ellos, y que si
compensamos en exceso las fatigas de este joven, quizá les quitaremos el pan a
esas viudas y a esos huérfanos. La parte setecientas setenta y sieteava,
capitán Peleg.
—¡Tú, Bildad!
—rugió Peleg, incorporándose de un salto y armando ruido por la cabina—: ¡Maldita
sea, capitán Bildad, si hubiera seguido tu consejo en estos asuntos, ahora tendría
que halar una conciencia tan pesada como para hundir el mayor barco que jamás navegó
doblando el cabo de Hornos!
—Capitán Peleg
—dijo Bildad, con firmeza—: tu conciencia quizá hará diez pulgadas de agua, o
diez brazas, no sé decir; pero como sigues siendo un hombre impertinente, capitán
Peleg, me temo mucho que tu conciencia hace agua, y acabará por sumergirte a
ti, hundiéndote en el abismo de los horrores, capitán Peleg.
—¡El abismo de los
horrores, el abismo de los horrores! Me insultas, hombre, más de lo que se
puede aguantar por naturaleza: me insultas. Es un ultraje infernal decirle a
ninguna criatura humana que está destinada al infierno. ¡Colas de ballenas y
llamas! Bildad, vuelve a decirlo y me abres los pernos del alma, pero yo...
yo... sí, yo me tragaré un macho cabrío vivo, con cuernos y pelo. ¡Fuera de la
cabina, hipócrita, grisáceo hijo de un cañón de madera..., sal derecho!
Tronando así, se
lanzó contra Bildad, pero Bildad, con maravillosa celeridad oblicua y resbalosa,
le eludió por esta vez. Alarmado ante esa terrible explosión entre los dos
principales propietarios responsables del barco, y sintiéndome casi inclinado a
abandonar toda idea de navegar en un
barco de tan discutible propiedad y tan efímero mando, me aparté a un lado de
la puerta para dar salida a Bildad, quien, sin duda, estaba muy dispuesto a desaparecer
ante la despertada cólera de Peleg.
Pero con asombro
mío, volvió a sentarse en el yugo con mucha tranquilidad, por lo visto sin tener
la más leve intención de retirarse. Parecía muy acostumbrado al impenitente
Peleg y sus maneras. En cuanto a Peleg, después de disparar la cólera como lo
había hecho, parecía que no quedaba más en él, y también se sentó como un
cordero, aunque convulsionándose un poco, como todavía con agitación nerviosa.
—¡Uf! —silbó por fin—:
el chubasco ha pasado a sotavento, me parece. Bildad, tú solías servir para
afilar un arpón: córtame esa pluma. Mi navaja necesita piedra de afilar: eso
es, gracias, Bildad. Bueno, entonces, joven; tu nombre es Ismael, ¿no decías?
Bueno, entonces, aquí te pongo Ismael, con la parte trescientosava.
—Capitán Peleg
—dije—, tengo conmigo un amigo que también quiere embarcarse: ¿le
traigo mañana?
—Claro —dijo
Peleg—. Tráele contigo, y le echaremos una mirada.
—¿Qué parte
quiere? —gruñó Bildad, levantando la mirada del libro en que se había
vuelto a sepultar.
—¡Ah, no te
preocupes de eso, Bildad! —dijo Peleg—. ¿Ha ido alguna vez a la pesca de
la ballena? —y se
volvió hacia mí.
—Ha matado más
ballenas de las que puedo contar, capitán Peleg.
—Bueno, tráele entonces.
Y, después de
firmar los papeles, me marché, sin dudar de que había aprovechado muy bien la
mañana, y de que el Pequod era el mismísimo barco que Yojo había proporcionado para
que nos llevara, a Queequeg y a mí, más allá del Cabo. Pero no había llegado muy lejos, cuando empecé a
considerar que el capitán con quien iba a navegar todavía había permanecido invisible para
mí, aunque, desde luego, en muchos casos, un ballenero queda completamente acondicionado
y recibe a bordo toda su tripulación antes
que el capitán se deje ver llegando a tomar el mando: pues a veces esos viajes
son tan prolongados, y los intervalos en tierra, en el puerto de origen, son
tan desmesuradamente cortos, que si el capitán tiene familia, o algún interés
absorbente de esta especie, no se preocupa demasiado por su barco en el puerto,
sino que se lo deja a los propietarios hasta que está dispuesto para hacerse a
la mar. Sin embargo, siempre está bien echarle una mirada antes de entregarse
irremediablemente en sus manos. Volví atrás y me acerqué al capitán Peleg, para
preguntarle dónde se encontraría el capitán Ahab.
—¿Y qué quieres
con el capitán Ahab? Ya está de sobra bien: ya estás enrolado.
—Sí, pero me
gustaría verle.
—Pues no creo que
puedas verle por ahora. No sé exactamente qué le pasa, pero está encerrado dentro
de casa, como si estuviera enfermo, aunque no tiene cara de ello. En realidad, no
está enfermo, pero no, tampoco está bien. De cualquier modo, joven, no siempre
me quiere ver, así que supongo que no te querrá ver. Es un hombre raro, el
capitán Ahab, eso dicen algunos, pero bueno. Ah, te gustará mucho: no tengas
miedo, no tengas miedo. Es un hombre grandioso, blasfemo, pero como un dios, el
capitán Ahab; no habla mucho, pero cuando habla, le puedes escuchar muy bien. Fíjate, te lo aviso: Ahab
está por encima de lo común; Ahab ha estado en colegios lo mismo que entre los caníbales;
está acostumbrado a maravillas más profundas que las olas. ¡Su arpón! ¡Sí, el
más agudo y seguro de toda nuestra isla! ¡Ah, no es el capitán Bildad; no,
tampoco es el capitán Peleg: es Ahab, muchacho; y el antiguo Ahab, como sabes,
era un rey coronado!
—Y muy vil. Cuando
mataron a aquel perverso rey, ¿no lamieron su sangre los perros?
—Ven acá: conmigo,
acá, acá —dijo Peleg, con un aire significativo en la mirada que casi me
sobresaltó—. Mira bien, muchacho: nunca digas eso a bordo del Pequod Nunca lo
digas en ningún sitio. El capitán Ahab no se ha puesto el nombre a sí mismo. Fue
una estúpida e ignorante manía de su madre, loca y viuda, que murió cuando él
tenía sólo un año. Y sin embargo, la vieja india Tistig, en Gay-Head, dijo que
el nombre resultaría profético de un modo u otro. Y quizá otros locos como ella
te dirán lo mismo. Quiero avisarte. Es mentira. Conozco muy bien al capitán Ahab;
he navegado de oficial con él hace años; sé lo que es, un buen hombre, no un
hombre piadoso y bueno como Bildad, sino un hombre bueno que jura, algo así como
yo, sólo que con mucho más. Sí, sí, ya sé que nunca ha estado muy alegre; y sé
que, en la travesía de vuelta, estuvo algún tiempo fuera de quicio, pero eran
los dolores agudos y disparados de su muñón sangriento lo que le produjo eso,
como cualquiera puede ver. Yo sé también que desde que perdió la pierna en el último
viaje, por esa maldita ballena, está un poco raro, con humor desesperado, y a veces como loco; pero todo
eso se pasará. Y de una vez para todas, permíteme decirte y asegurarte, joven,
que vale más navegar con un buen capitán de humor raro que con uno malo y
risueño. Así que adiós, y no ofendas al capitán Ahab porque da la casualidad de
que tiene un nombre maldito. Además, muchacho, tiene mujer; no hace tres viajes
que se ha casado; una muchacha dulce y resignada. Piensa en eso: con esa dulce
muchacha, ese viejo ha tenido un hijo: ¿piensas entonces que puede haber en él
algún mal decidido y sin esperanza? No, no, muchacho; herido, fulminado o como
sea, Ahab tiene su humanidad.
Al marcharme, iba
lleno de vacilaciones; lo que incidentalmente se me había revelado sobre el
capitán Ahab me llenaba de un cierto loco y vago dolor respecto a él. Y al mismo
tiempo, no sé cómo, sentía simpatía y pena por él, pero no sé por qué, a no ser
por la cruel pérdida de su pierna. Y sin embargo, también sentía un extraño
temor de él, pero esa clase de temor, que no puedo describir en absoluto, no era
exactamente temor; no sé lo que era. Pero lo sentía, y no me hacía tener desvío
respecto a él, aunque sentía impaciencia ante lo que parecía en él como un
misterio, a pesar de lo imperfectamente que entonces le conocía. Sin embargo, mis
pensamientos acabaron por ser llevados en otras direcciones, de modo que por el
momento Ahab resbaló de mi mente.
Continúa leyendo esta historia en "Moby Dick - Cap XVII y XVIII- Herman Melville"
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