"El misterio del jarrón azul" es uno de los relatos que forman parte del libro "El podenco de la muerte y otras historias" publicado en 1933, aunque algunos años más tarde, se incluyó en la recopilación "El testigo de cargo y otras historias".
Espero que les guste :D
El Misterio del Jarrón Azul
Jack
Hartington contempló con pesar el empinado camino recorrido y de pie junto a la
pelota, volvió a mirar el hoyo calculando la distancia. Su rostro era una
muestra elocuente del disgusto que sentía. Con un suspiro, extrajo uno de los
palos de golf, y tras ensayar con él un par de tiradas que aniquilaron por
turno un diente de león y una buena zona de hierba, dirigióse por fin hacia la
pelota.
Resulta
duro, cuando se tienen veinticuatro años y la única ambición en la vida es
reducir el número de tiradas en el juego de golf, verse obligado a dedicar el
tiempo y la atención al problema de ganarse el pan. Durante cinco días y medio
de los siete que tiene la semana, Jack vivía encerrado en una especie de tumba
de caoba en la ciudad. Los sábados por la tarde y los domingos los dedicaba
religiosamente a lo importante de verdad y llevado de su entusiasmo había
tomado una pequeña habitación
en un pequeño hotel cerca de las pistas de Golf Stourton Heath y se levantaba
diariamente a las seis de la mañana, para poder practicar una hora antes de
coger el tren de las ocho cuarenta y seis que le llevaba a la ciudad.
La
única desventaja de aquel plan era que a aquellas horas de la mañana era
incapaz de acertar una sola tirada. Cuando no erraba el tiro, se le escapaba la
pelota, que corría alegremente por el césped, y le eran necesarias un mínimo de
cuatro tiradas para cada hoyo.
Jack
suspiró, y asiendo el palo con fuerza se repitió las palabras mágicas: «El
brazo izquierdo bien estirado y no alzar la vista.»
Giró
en redondo... y se detuvo petrificado al oír un grito que rompió el silencio de
aquella mañana de verano.
—¡Asesino!
¡Socorro! ¡Asesino!
Era
una voz de mujer que se ahogó en una especie de gemido.
Jack
dejó caer el palo de golf y echó a correr en dirección a la voz, que le había
parecido muy cercana. Aquella zona de pistas se encontraba en pleno campo y
veíanse muy pocas casas por allí. En realidad sólo había una, muy pintoresca, y
en la que Jack siempre se fijaba por su aspecto pulcro y anticuado. Fue hacia
la casita a todo correr. Quedaba oculta por una ladera cubierta de brezos que
bajó en menos de un minuto y se detuvo ante la cerca.
En
el jardín había una muchacha y por un momento Jack supuso que habría sido la
que gritaba en demanda de auxilio.
Mas
no tardó en cambiar de opinión.
La
joven llevaba una cestita en la mano casi llena de malas hierbas que al parecer
había estado arrancando de un amplio parterre de pensamientos.
Jack
observó que sus ojos eran también dos pensamientos, suaves, oscuros y
aterciopelados, y más violeta que azules. Y parecía toda ella una flor con su
vestido de algodón rojo.
La
joven le miraba entre contrariada y sorprendida.
—Perdóneme
—le dijo Jack—. Pero, ¿no acaba de oír un grito?
—¿Yo?
No.
Su
sorpresa parecía tan verdadera que Jack sintióse confundido. Su voz era dulce y
bonita, con un ligerísimo acento extranjero.
—Pero
tiene usted que haberlo oído —exclamó—. Sonó muy cerca de aquí.
—Yo
no he oído nada —replicó la muchacha con los ojos muy abiertos.
Jack
fue ahora el sorprendido. Era increíble que no hubiese oído aquella desesperada
llamada de auxilio, y sin embargo, su calma era tan evidente que no pudo creer
que le mintiera.
—Se
oyó muy cerca de aquí —insistió.
Ahora
ella le miró con recelo.
—¿Y
qué es lo que han gritado? —preguntó.
—¡Asesino!
¡Socorro! ¡Asesino!
—Asesino...
socorro, asesino —repitió la joven—. Alguien debe haberle gastado una broma,
monsieur, ¿quién podría ser asesinado aquí?
Jack
miró confundido a su alrededor esperando ver un cadáver por el jardín. Nada. Y
sin embargo, estaba completamente seguro de que el grito fue real y no un
producto de su imaginación. Miró hacia las ventanas de la casita. Todo parecía
tranquilo y en paz.
—¿Quiere
usted registrar nuestra casa? —preguntó la jovencita en tono seco.
Se
mostraba tan escéptica, que la confusión de Jack fue en aumento, y se dispuso a
marchar.
—Lo
siento —dijo—. Debe haber sido en el bosque.
Y
quitándose la gorra se alejó y al volverse para mirar por encima de su hombro,
vio que la joven había vuelto a reemprender tranquilamente su tarea.
Durante
algún tiempo vagó por los bosques, sin poder encontrar el menor rastro de que
hubiera ocurrido algo anormal. No obstante, estaba más seguro que nunca de
haber oído aquel grito. Al final, abandonando la búsqueda, regresó
apresuradamente al hotel para desayunar y coger el tren de las ocho cuarenta y
seis con el margen acostumbrado de un par de segundos. La conciencia le
remordió un poco al sentarse en el tren. ¿No debiera haber dado parte
inmediatamente a la policía de lo que oyera? El no haberlo hecho obedecía tan
sólo a la incredulidad de la joven-flor. Era evidente que le había considerado
un soñador... y la policía hubiera pensado lo mismo. ¿Estaba bien seguro de
haber oído el grito?
Pero
ahora no estaba tan convencido como antes... resultado natural al intentar
revivir una sensación perdida. ¿Fue tal vez el grito de un pájaro en la
distancia y que le pareció la voz de una mujer?
Pero
rechazó la sugerencia con enojo. Era una voz de mujer, y la había oído muy
bien.
Recordaba
haber mirado el reloj un momento antes de que sonara el grito. Debían ser las
siete y veinticinco minutos cuando lo oyó. Pudiera ser un detalle importante
para la policía si... si se descubriera algo.
Al
regresar al hotel aquella noche, revisó los periódicos ansiosamente por ver si
hacían mención de algún crimen. Pero no encontró nada en dicho aspecto y no
supo si alegrarse o lamentarlo.
La
mañana siguiente amaneció tan húmeda..., tanto que incluso el más ardiente
entusiasta del golf hubiera visto empañado su afán. Jack se levantó en el
último momento, engullendo a toda prisa su desayuno, y una vez en el tren,
volvió a examinar los periódicos. No publicaban ningún suceso sangriento, y le
ocurrió lo mismo con los periódicos de la noche.
—Es
extraño —díjose Jack—, pero así es.
A la
mañana siguiente salió muy temprano, y al pasar ante la casita, observó por el
rabillo del ojo que la joven estaba otra vez en el jardín arrancando hierba.
Por lo visto era una manía. Lanzó un buen tiro para aproximarse esperando que
ella lo hubiera notado. Al ir a introducir la pelota en el hoyo siguiente, miró
su reloj.
—Exactamente
las siete y veinticinco —murmuró—. Quisiera saber si...
Mas
las palabras se le helaron en los labios. A sus espaldas había sonado el mismo
grito que le sobresaltaba la otra mañana. La voz de una mujer desesperada.
—¡Asesino!
¡Socorro! ¡Asesino!
Jack
echó a correr. La joven-flor que estaba de pie junto a la cerca parecía
sobresaltada, y Jackcorría triunfalmente hacia ella gritando:
—Esta
vez sí que lo ha oído.
Sus
ojos se abrieron bajo una emoción que no supo adivinar, pero observó que
retrocedía al acercarse a él, y que incluso miraba hacia la casa como si fuera
a correr hacia ella en busca de refugio.
Al
fin meneó la cabeza sin dejar de mirarle.
—No
he oído nada —replicó con aire ausente.
Fue
como si le hubieran dado un mazazo en mitad de la frente. Su sinceridad era tal
que no pudo por menos que creerla. Sin embargo, no era posible que lo hubiera
imaginado... imposible... imposible...
Oyó
su voz diciéndole en tono amable... casi con simpatía:
—¿Sufre
usted la neurosis producida por los bombardeos?
En
un instante comprendió la mirada de temor, y sus deseos de echar a correr hacia
la casa.
Pensaba
que sufría alucinaciones.
Y
luego, como una ducha de agua fría vino aquel terrible pensamiento: ¿Estaría en
lo cierto?
¿Sufriría
alucinaciones? Obsesionado por aquella idea espantosa, se alejó tambaleándose
sin pronunciar palabra. La muchacha le miró marchar meneando la cabeza, e
inclinándose de nuevo continuó arrancando las malas hierbas.
Jack
procuró razonar a solas consigo mismo.
—Si
oigo otra vez ese condenado grito a las siete y veinticinco —se dijo—, es que
sufro alguna alucinación.
Estuvo
todo el día nervioso y se acostó temprano decidido a hacer la prueba a la
mañana siguiente.
Y
como es natural en estos casos, pasó media noche despierto, y por la mañana
durmió más de lo debido. Eran ya las siete y veinte cuando salió del hotel en
dirección a las pistas, comprendiendo que no lograría llegar al lugar fatídico
a las siete y veinticinco, pero sin duda, si la voz era una alucinación habría
de oírla en cualquier parte. Corrió cuanto pudo con los ojos puestos en las
manecillas del reloj.
Las
siete y veinticinco. Desde lejos le llegó el eco de una voz de mujer gritando.
No pudo entender las palabras, pero estaba convencido de que era la misma
llamada de socorro que oyera antes, y que venía del mismo punto... de las
cercanías de la casita.
Por
extraño que parezca, aquello le tranquilizó. Al fin y al cabo tal vez se
tratase de una broma.
Aunque
le extrañase, quizá la propia muchacha le estuviese engañando. Irguió los
hombros y sacando el palo de su saco de golf se dispuso a jugar unos cuantos
hoyos hasta acercarse a la casa.
La
joven estaba en el jardín como de costumbre; la saludó con la gorra en la mano
y cuando ella le dio tímidamente los buenos días le pareció más bonita que
nunca.
—Hermoso
día, ¿verdad? —le gritó Jack alegremente, lamentando lo vulgar de su
comentario.
—Sí;
hace un día espléndido.
—Y
bueno para el jardín, supongo.
La
joven sonrió, descubriendo un hoyuelo fascinador.
—¡No
por cierto! Lo que necesitan mis flores es agua. Vea qué secas están.
Jack,
aceptando su invitación, se aproximó a la cerca que separaba el jardín del
camino.
—A
mí me parece que están perfectamente —comentó Jack bajo la mirada compasiva de
la muchacha.
—El
sol es bueno, ¿verdad? —dijo ella—. A las flores se las puede regar siempre,
pero el sol les da fortaleza y es muy bueno para la salud. Ya veo que monsieur
está hoy muchísimo mejor.
Su tono
alentador contrarió a Jack.
«Maldita
sea —pensó—. Me parece que trata de curarme por sugestión.»
En
tono irritado contestó:
—Estoy
perfectamente bien.
—Eso
es bueno —repuso ella tratando de consolarle.
Jack
tuvo la irritante sensación de que no le creía.
Estuvo
jugando al golf un rato más y luego corrió a desayunar. Mientras comía se dio
cuenta, y no por primera vez, de que era observado fijamente por un hombre que
ocupaba la mesa contigua a la suya. Era un caballero de mediana edad y rostro
enérgico. Llevaba una pequeña barba oscura y sus ojos grises y penetrantes y
sus ademanes seguros le colocaban en las primeras filas de las clases
profesionales. Jack sabía que su nombre era Lavington, y había oído rumores de
que se trataba de un médico especialista muy conocido, pero como Jack no
frecuentaba la calle Harley, el nombre no le decía nada.
Mas
aquella mañana tuvo plena conciencia de la profunda observación a que era
sometido, y se asustó. ¿Es que llevaba escrito en el rostro su secreto y todos
podían verlo? ¿Acaso aquel hombre, gracias a su profesión, sabía lo que estaba
sucediendo a su materia gris?
Jack
estremecióse al pensarlo. ¿Era cierto? ¿Se estaría volviendo realmente loco?
¿Era una alucinación o una broma pesada?
Y de
pronto se le ocurrió un medio muy sencillo para probar la solución. Hasta
entonces había ido siempre solo a los campos de golf. ¿Y si alguien le
acompañara? Entonces podrían ocurrir tres cosas:
Que
la voz no se oyera. Que la escucharan los dos, o... sólo él.
Aquella
noche se dispuso a poner en práctica su plan. Lavington era el hombre que
necesitaba.
Trabaron
conversación fácilmente..., tal vez el médico esperaba aquella oportunidad, ya
que era evidente que por una u otra razón, Jack le interesaba. Lavington se
avino con naturalidad a acompañarle para jugar una partida de golf antes del
desayuno, y quedaron de acuerdo para la mañana siguiente.
Salieron
un poco antes de las siete. El día era perfecto, sin una nube, pero no
demasiado caluroso. El doctor jugó bien, Jack pésimamente. Tenía el pensamiento
puesto en la crisis que se avecinaba, y no cesaba de mirar el reloj. Llegaron
al hoyo siete, el más próximo a la casita, cerca de las siete y veinte.
Cuando
pasaron ante ella, la joven se encontraba en el jardín, como siempre, y no alzó
la vista del suelo.
Las
dos pelotas estaban sobre el césped. La de Jack cerca del hoyo y la del doctor
algo más alejada.
—Una
tirada difícil —dijo Lavington—. Pero supongo que he de intentarlo.
Y se
inclinó para calcular la trayectoria. Jack permaneció rígido con los ojos fijos
en su reloj. Eran exactamente las siete y veinticinco.
La
pelota rodó suavemente sobre la hierba deteniéndose en el borde del hoyo,
vaciló, y se introdujo en él.
—Buena
puntería —dijo Jack con voz ronca y dejando de mirar su reloj con un suspiro de
alivio.
No
había ocurrido nada. El encanto estaba roto.
—Si
no le importa esperar un poco —dijo— voy a llenar mi pipa.
Descansaron
un poco antes del hoyo ocho. Jack preparó y encendió su pipa con dedos
temblorosos. Parecía haberse quitado un gran peso de encima.
—Vaya,
qué día tan hermoso hace —observó contemplando el panorama con gran
satisfacción —.
Continúe, Lavington, dele con fuerza.
Y
entonces ocurrió: en el preciso instante en que tiraba el doctor se oyó la voz
de una mujer desesperada.
—¡Asesino!
¡Socorro! ¡Asesino!
La
pipa cayó de la temblorosa mano de Jack, que se volvió en redondo hacia la
dirección en que sonaba la voz y luego miró a su compañero conteniendo el
aliento.
Lavington
estaba mirando hacia las pistas haciendo visera con la mano sobre los ojos.
—Un
tiro corto, pero creo que he pasado la arena.
No
había oído nada.
Todo
empezó a dar vueltas alrededor de Jack, que avanzó un par de pasos
tambaleándose pesadamente. Cuando se recobró estaba tendido en el césped y
Lavington inclinado sobre él.
—Vaya,
calma, calma.
—¿Qué
me ha pasado?
—Que
se desmayó usted, jovencito... o por lo menos estuvo muy cerca de ello.
—¡Dios
mío! —exclamó Jack con un gemido.
—¿Qué
le ocurre? ¿Tiene alguna preocupación?
—Se
lo explicaré todo dentro de unos instantes, pero primero quisiera preguntarle
una cosa.
El
doctor encendió su pipa acomodándose en su banco.
—Pregunte
lo que quiera —dijo.
—Usted
me ha estado observando estos últimos días. ¿Por qué?
Lavington
parpadeó:
—Ésa
es una pregunta bastante delicada. Un gato puede mirar a un rey, ya sabe...
—No
disimule. Estoy muy nervioso. ¿Por qué me observaba? Tengo una razón de peso
para preguntárselo.
Lavington
se puso serio.
—Le
contestaré con toda sinceridad. Reconocí en usted todos los síntomas de un
hombre acuciado por una fuerte tensión, y me intrigó cuál podría ser.
—Eso
puedo decírselo fácilmente —dijo Jack con amargura—. Me estoy volviendo loco.
Se
detuvo con gesto dramático, pero su declaración no pareció despertar el interés
y la consternación que esperaba y la repitió.
—Le
digo que me estoy volviendo loco.
—Muy
curioso —murmuró Lavington—. Sí, muy curioso.
Jack
se indignó.
—Supongo
que a usted debe parecérselo. Ustedes los médicos están encallecidos.
—Vamos,
vamos, amigo mío, habla usted por hablar. Para empezar, aunque tengo el título
de médico, yo no practico la medicina. Estrictamente hablando, no soy médico...
de los que curan el cuerpo quiero decir.
Jack
le miró de hito en hito.
—¿Se
dedica a enfermedades mentales?
—Sí,
en cierto sentido, pero más bien soy médico del espíritu.
—¡Oh!
—Percibo
cierto menosprecio en su tono, y no obstante hemos de emplear alguna palabra
para designar al principio activo que puede separarse y existe
independientemente de su albergue carnal: el cuerpo. Tiene usted que admitir la
existencia del alma, jovencito; no es un término religioso inventado por el
clero. Pero le llamaremos consciente, o el yo inconsciente, o como más le
parezca. Usted se ha ofendido
por mi tono no hace mucho, pero puedo asegurarle que me pareció muy curioso que
un joven tan normal y equilibrado como usted sufriera el engaño de creer que
estaba perdiendo la razón.
—Estoy
perdiéndola, esto es lo cierto. Estoy completamente loco.
—Usted
me perdonará, pero no lo creo.
—Sufro
alucinaciones.
—¿Después
de las comidas?
—No,
por las mañanas.
—No
es posible —dijo el doctor volviendo a encender su pipa que se había apagado.
—Le
aseguro, que oigo cosas que no oye nadie.
—Sólo
un hombre entre mil es capaz de ver los satélites de Júpiter. Porque los otros
novecientos noventa y nueve no lo vean no hay razón para dudar de su
existencia, ni tampoco para llamar lunático a ese uno.
—Los
satélites de Júpiter son un hecho científico comprobado.
—Es
posible que sus alucinaciones de hoy puedan ser hechos científicos comprobados
el día de mañana.
A
pesar suyo el tono seguro y reposado de Lavington iba causando su efecto en
Jack, que se sintió consolado y animado. El doctor le estuvo mirando
atentamente unos instantes, y luego asintió.
—Así
está mejor —le dijo—. Lo malo de ustedes, los jóvenes, es que están tan
convencidos de que no existe nada aparte de su filosofía propia, que ponen el
grito en el cielo cuando sucede algo contrario a su opinión. Oigamos qué
motivos tiene para pensar que está loco, y luego decidiremos si hemos de
encerrarle.
Con
toda la fidelidad que le fue posible, Jack le refirió la serie completa de
sucesos.
—Pero
lo que no comprendo —terminó— es por qué esta mañana lo oí a las siete y
media..., o sea, cinco minutos más tarde.
Lavington
reflexionó unos instantes y luego preguntó:
—¿Qué
hora marca su reloj?
—Las
ocho menos cuarto —replicó Jack consultándolo.
—Entonces,
es bien sencillo. El mío marca las ocho menos veinte. El suyo va cinco minutos
adelantado. Ése es punto muy interesante e importante para mí... En realidad,
es de un valor incalculable.
—¿En
qué sentido?
Jack
empezaba a interesarse.
—Pues
bien, la explicación evidente es que la primera mañana que usted oyó ese
grito... pudo ser una broma... o puede ser que no lo fuera. Y los días
siguientes, usted se sugestionó de tal manera que lo oía exactamente a la misma
hora.
—Estoy
seguro de que no.
—Conscientemente
no, desde luego, pero ya sabe que el subconsciente gasta bromas muy curiosas.
Pero de todas maneras esa explicación no basta. Si se tratara de un caso de
sugestión, usted habría oído el grito a las siete y veinticinco de su reloj, y
no cuando creyó que ya había pasado esa hora...
—¿Pues
entonces?
—¿Bien...
es evidente..., ¿no? Ese grito de socorro ocupa un lugar perfectamente definido
y un tiempo preciso. El lugar es la proximidad de esa casita, y el tiempo las
siete y veinticinco.
—Sí,
pero, ¿por qué habría de ser yo quien lo oyera? Yo no creo en fantasmas y todas
esas tonterías... almas en pena y demás. ¿Por qué habría de ser yo quien lo
oyera?
—¡Ah!
De momento no podemos saberlo. Es curioso que muchos de los mejores médiums
sean redomados escépticos. No son precisamente las personas que se interesan
por los fenómenos ocultos los que consiguen las manifestaciones. Algunas personas
ven y oyen cosas que otros no ven ni oyen...
ignoramos
por qué, y nueve de cada diez no desean verlas ni oírlas y están convencidos de
que sufren alucinación... como usted. Es como la electricidad. Algunos
materiales son buenos conductores, aunque nosotros hayamos estado mucho tiempo
sin saberlo, teniendo que contentarnos con aceptar el hecho. Hoy
en día ya lo sabemos. Y sin embargo, algún día sabremos por qué oyó usted el
grito y la joven no. Todavía
está sujeto a una ley natural, ya sabe... realmente no existe lo sobrenatural.
El descubrir las leyes que gobiernan los llamados fenómenos psíquicos va a ser
una ardua tarea..., pero estas pequeñeces ayudan.
—Pero,
¿qué voy a hacer yo? —preguntó Jack.
Lavington
rió entre dientes.
—Ya
veo que es usted práctico. Bien, amigo mío, ahora va usted a desayunar y luego
irá a la ciudad sin preocuparse más por cosas que no entiende. Yo, por mi
parte, voy a echar un vistazo para ver lo que descubro con respecto a esa
casita. Juraría que es ahí donde se centra el misterio.
Jack
se puso en pie.
—Cierto,
señor. Ya me voy, pero le aseguro...
—Siga...
Jack
enrojeció violentamente.
—...que
la muchacha no miente —musitó.
Lavington
parecía divertido.
—¡No
me diga que era bonita! Bueno, anímese. Creo que el misterio empezó mucho antes
de que ella naciera.
Jack
llegó aquella noche al hotel enfermo de curiosidad. Ahora confiaba ciegamente
en Lavington. El médico había aceptado el caso sin la menor extrañeza y con tal
naturalidad que Jack quedó impresionado.
Cuando
bajó a cenar encontró a su nuevo amigo aguardándole en el vestíbulo y le
sugirió que compartieran la misma mesa.
—¿Alguna
noticia? —-le preguntó Jack con ansiedad.
—He
averiguado toda la historia de la Casa de los Brezos. Primero fue alquilada por
un viejo jardinero y su esposa. Él murió y su esposa fue a vivir con su hija.
Luego la ocupó un constructor que la modernizó con gran éxito, vendiéndola a un
caballero de la ciudad que solía ocuparla los fines de semana. Hará cosa de un
año fue vendida a un matrimonio llamado Turner. Por lo que parece, una pareja
bastante curiosa, y muy hermosa y exótica. Llevaban una vida muy tranquila, sin
ver a nadie y apenas salían al jardín. El rumor que circulaba por aquí es que
tenían miedo de algo... pero no creo que debamos darle crédito. Y de pronto un
buen día se marcharon a primeras horas de la mañana y no volvieron a verles.
Sus agentes recibieron una carta del señor Turner escrita desde Londres, en la
que les daba instrucciones para que vendieran la casita
lo más rápidamente posible. Vendieron los muebles, y la casa pasó a ser
propiedad de un tal señor Mauleverer, que solo vivió en ella quince días... y
luego puso un anuncio alquilándola amueblada. Las personas que ahora la habitan
son un profesor de francés tuberculoso y su hija. Llevan en ella sólo diez
días.
Jack
recibió estas noticias en silencio.
—No
creo que con eso adelantemos mucho —dijo al fin—. ¿Qué opina usted?
—Quiero
que sepa alguna cosa más de los Turner —continuó Lavington sin inmutarse—. Se
marcharon una mañana muy temprano, recuerde. Y por lo que he podido averiguar
nadie les vio marchar.
Al
señor Turner le han vuelto a ver... pero no he conseguido todavía encontrar a
nadie que haya visto a la señora Turner.
Jack
palideció.
—No
es posible... no querrá usted insinuar...
—No
se excite, jovencito. La influencia de cualquier persona en peligro de
muerte... y
especialmente
de muerte violenta... es muy fuerte en el ambiente que la rodea. Estos
alrededores pudieran haber absorbido esa influencia transmitiéndola por turno a
un receptor conveniente... en este caso, usted.
—Pero,
¿por qué yo? —murmuró Jack rebelándose—. ¿Por qué no a otro que pudiera hacer
algún bien?
—Usted
considera esa fuerza inteligente e intencionada, en vez de ciega y mecánica. Yo
no creo en las almas en pena buscando un punto con un propósito especial. Pero
lo que sí he visto, una vez y otra, tantas que apenas puedo considerarlo pura
coincidencia, es una especie de tentativa ciega a que se haga
justicia... un movimiento subterráneo de fuerzas ciegas trabajando siempre y
oscuramente hacia el fin.
Se
irguió... como para apartar alguna obsesión que le preocupara, y luego volvióse
a Jack con una sonrisa.
—Dejemos
este tema... por lo menos por esta noche —le sugirió.
Jack
se avino a ello con prontitud, pero no consiguió apartarlo de su memoria.
Durante
el fin de semana estuvo haciendo averiguaciones por su cuenta, sin descubrir
más que lo que ya sabía por el doctor. Definitivamente había dejado de jugar al
golf antes del desayuno.
El
siguiente eslabón de la cadena tomó forma inesperadamente. Al regresar al hotel
uno de aquellos días, Jack fue advertido de que le esperaba una joven, y ante
su enorme sorpresa resultó ser la del jardín... la joven-flor, como la llamaba
él interiormente. Estaba muy nerviosa y aturdida.
—Usted
me perdonará, monsieur, por venir a verle de esta manera. Pero hay algo que
debo decirle... yo...
Miró
indecisa a su alrededor.
—Entremos
aquí —dijo Jack con presteza acompañándola al salón del hotel que entonces
estaba desierto—. Ahora siéntese, señorita... señorita...
—Marchaud,
monsieur. Felisa Marchaud.
—Siéntese,
mademoiselle Marchaud y cuéntemelo todo.
Felisa
tomó asiento. Vestía de verde oscuro y la hermosura y donaire de su pequeño
rostro era más evidente que nunca. El corazón de Jack latió más de prisa al
sentarse junto a ella.
—Es
lo siguiente —explicó Felisa—. Llevamos aquí poco tiempo, y desde el principio
nos dimos cuenta de que nuestra casa... nuestra encantadora casita... está
encantada. Ninguna criada quiere quedarse en ella. Eso no me importa mucho, sé
hacer las labores de la casa y guiso bastante bien.
«Qué
ángel», pensó el enamorado joven. «Eres maravillosa.» Pero procuró conservar un
aire atento y grave.
—Esas
historias de fantasmas creo que son tonterías... mejor dicho, lo creí hasta
hace cuatro días. Monsieur, desde hace cuatro noches tengo el mismo sueño. Se
me aparece una dama... hermosa, alta y muy rubia... con un jarrón azul de
porcelana entre las manos. Está triste... muy triste y continuamente tiende el
jarrón hacia mí como implorándome que haga algo con él. ¡Pero cielos! No
habla... y yo... yo no sé lo que me pide. Ése fue mi sueño las dos primeras
noches..., pero la noche antepasada hubo algo más. La dama y el jarro
desaparecieron de pronto y oí su voz que gritaba... Yo sé que es su voz,
¿comprende? Y ¡oh!, monsieur, sus palabras fueron las mismas que usted
pronunció aquella mañana: «¡Asesino! ¡Socorro! ¡Asesino!» Me desperté
aterrorizada, diciéndome a mí misma... es una pesadilla, esas palabras que has
oído son una casualidad. Pero anoche volví a oírlas. Monsieur, ¿qué es esto?
Usted también las ha oído. ¿Qué vamos hacer?
Felisa
estaba aterrorizada y sus manitas se entrelazaron mientras miraba a Jack con
ojos suplicantes. El joven procuró aparentar una indiferencia que no sentía.
—Está
bien, mademoiselle Marchaud. No debe preocuparse. Yo le diré lo que me gustaría
que hiciese, si no le importa. Repetir toda esa historia a un amigo mío que se
hospeda aquí, el doctor Lavington.
Felisa
se mostró dispuesta a seguir el consejo y Jack fue a buscar a Lavington
volviendo con él a los pocos minutos.
Lavington
dirigió una mirada escrutadora a la joven, mientras Jack se apresuraba a
efectuar las presentaciones. La tranquilizó con pocas palabras y escuchó con
toda atención su relato.
—Muy
curioso —dijo cuando hubo terminado—. ¿Se lo ha contado a su padre?
—No
he querido preocuparle. Todavía está muy enfermo... —Sus ojos se llenaron de
lágrimas—.
Y
procuro ocultarle todo lo que pudiera excitarle e inquietarle.
—Comprendo
—dijo Lavington amablemente—. Y celebro que haya acudido a nosotros. El amigo
Hartington, aquí presente, tuvo una experiencia muy similar. Creo que ahora
estamos sobre la pista. ¿No recuerda nada más?
—¡Pues
claro! Qué tonta soy. Es la base de toda la historia. Mire, monsieur, lo que
encontré en uno los armarios, caído detrás de un estante.
Y le
alargó un pedazo de papel de dibujo ya sucio, en el que aparecía pintado a la
acuarela el boceto de una figura de mujer. Estaba muy mal hecho, pero el
parecido era bastante bueno.
Representaba
una mujer alta y rubia de rostro extranjero, de pie junto a una mesa en la que
había un jarro azul.
—Lo
encontré esta mañana —explicó Felisa—. Monsieur le docteur, ésta es la mujer
que vi en sueños, y el jarrón azul era idéntico a éste.
—Extraordinario
—comentó
Lavington—. La clave de este misterio es evidentemente el jarrón azul.
Parece de porcelana china, y muy antiguo. Tiene un dibujo muy curioso.
—Es
chino —declaró Jack—. He visto uno exactamente igual en la colección de mi
tío..., ¿sabe?, es un gran coleccionista de porcelanas chinas, y recuerdo haber
visto un jarrón igual a éste no hace mucho.
—El
jarrón chino —repitió Lavington quedando por unos instantes perdido en sus
pensamientos,
Al
fin alzó la cabeza con una extraña luz en su mirada—. Hartington, ¿cuánto
tiempo hace que su tío tiene ese jarrón?
—¿Cuánto
tiempo? Pues no lo sé.
—Piense.
¿Lo ha adquirido últimamente?
—No
sé... sí, ahora que lo pienso, creo que sí. A mí no me interesan las
porcelanas, pero recuerdo que cuando me enseñó sus recientes adquisiciones este
jarrón estaba entre ellas.
—¿Hará
menos de dos meses? Los Turner abandonaron la Casa de los Brezos hace sólo un
par de meses.
—Sí,
creo que sí.
—¿Su
tío asiste a las subastas locales?
—Siempre
acude a todas.
—Entonces,
no es improbable suponer que adquiriera esa pieza en la subasta de los Turner.
Una coincidencia curiosa... o tal vez lo que yo llamo la fuerza ciega de la
justicia. Hartington, debe usted averiguar en seguida dónde adquirió su tío ese
jarrón.
—Me
temo que sea imposible —replicó Jack—. Tío Jorge ha marchado al Continente y ni
siquiera sé dónde escribirle.
—¿Cuánto
tiempo estará ausente?
—De
tres semanas a un mes, por lo menos.
Hubo
un silencio durante el cual Felisa miró ingenua a los hombres.
—¿Es
que no vamos a poder hacer nada? —preguntó tímidamente.
—Sí,
hay una cosa —dijo Lavington conteniendo su excitación—. Quizá sea poco
corriente, pero creo que dará resultado. Hartington, tiene usted que conseguir
ese jarrón. Tráigalo aquí, y si mademoiselle lo permite, pasaremos una noche en
la Casa de los Brezos con el jarrón.
Jack
se estremeció.
—¿Qué
cree usted que ocurrirá? —preguntó intranquilo.
—No
tengo la menor idea..., pero creo sinceramente que el misterio quedará aclarado
y el fantasma descansará. Es muy posible que ese jarrón tenga un doble fondo en
el que se oculte algo. Si no ocurriera nada, deberemos hacer uso de nuestro
ingenio.
Felisa
entrelazó las manos.
—Es
una idea estupenda —exclamó.
Sus
ojos brillaban de entusiasmo. Jack no sentía lo mismo... en realidad estaba
acobardado, aunque por nada del mundo lo hubiera admitido ante Felisa. El
médico actuaba como si su sugerencia fuera la cosa más natural del mundo.
—¿Cuándo
podrá conseguir el jarrón? —preguntóle Felisa volviéndose hacia él.
—Mañana
—replicó el joven de mala gana.
Tenía
que acabar de una vez con aquello, pues aquel agonizante gritó de socorro que
oyera cada mañana, era algo que había que desterrar para siempre y no volver a
pensar en ello más de lo que fuese preciso.
Al
día siguiente por la tarde fue a casa de su tío para llevarse el jarrón en
cuestión. Estaba más convencido que nunca al verlo de nuevo, que era
exactamente igual al de la acuarela, pero por más que lo miró no pudo descubrir
que ocultara algún secreto.
Eran
las once de la noche cuando él y Lavington llegaron a la Casa de los Brezos.
Felisa les estaba esperando y les abrió la puerta antes de que llamaran.
—Pasen
—les susurró—. Mi padre está durmiendo arriba y no debemos despertarle. Les he
preparado un poco de café.
Les
condujo a una pequeña salita muy coquetona, donde les sirvió unas tazas de café
muy oloroso.
Luego
Jack desenvolvió el jarrón azul y Felisa contuvo el aliento al verlo.
—Pues
sí, pues sí —exclamó excitada—. Éste es..., lo reconocería en cualquier parte.
Mientras
tanto, Lavington estaba haciendo sus preparativos. Quitó todos los adornos de
una pequeña mesita que colocó en el centro de la habitación y a su alrededor
puso tres sillas. Luego, cogiendo el jarrón azul de manos de Jack, lo situó en
medio de la mesita.
Los
otros le obedecieron, y la voz de Lavington volvió a oírse en la oscuridad.
—No
piensen en nada... o en todo. No fuercen el cerebro. Es posible que uno de
nosotros tenga facultades de médium. De ser así, entrará en trance. Recuerden
que no hay nada que temer. Alejen todo el temor de sus corazones y déjense
llevar..., déjense llevar.
Su
voz se fue apagando y se hizo el silencio. Minuto a minuto aquel silencio
parecía más cargado de posibilidades. Era muy fácil decir: «Alejen sus
temores». No era miedo lo que sentía Jack... sino pánico. Y estaba seguro de
que a Felisa le ocurría lo mismo.
De
pronto oyó su voz diciendo aterrada:
—Va
a ocurrir algo terrible. Lo presiento.
—Aleje
su miedo —dijo Lavington—. No luche contra la influencia.
La
oscuridad pareció hacerse más densa y el silencio más absoluto mientras se
percibía cada vez más, una indefinible sensación de amenaza.
Jack
sintió que se ahogaba... que le faltaba la respiración... que lo que fuera
estaba muy cerca.
Y
luego el momento de apuro pasó. Sintió que era arrastrado por una corriente...
y sus párpados se cerraron... sólo había paz... y oscuridad...
Jack
removióse inquieto. La cabeza le pesaba como si fuera de plomo. ¿Dónde estaba?
Luz
de sol..., pájaro... Estaba tendido de cara al cielo.
Y de
pronto le recordó todo. La salita. Felisa y el médico. ¿Qué había ocurrido?
Se
incorporó, la cabeza le dolía terriblemente y miró a su alrededor. Estaba
tendido en la pendiente no lejos de la casita. No vio a nadie. Extrajo su reloj
viendo con sorpresa que eran las once y media. Jack se puso en pie echando a
correr hacia la casita, tan de prisa como le fue posible. Debieron alarmarse
por su tardanza en volver del trance y le habrían sacado al aire libre.
Al
llegar a la pequeña casa llamó a la puerta, pero nadie respondió ni vio señales
de vida. Debían haber ido en busca de ayuda. O de otro modo... Jack sintió que
le invadía un nuevo temor. ¿Qué habría ocurrido la noche pasada?
Apresuróse
a regresar al hotel y se disponía a realizar algunos averiguaciones en la administración,
cuando le propinaron un terrible puñetazo en los ríñones que casi le hace caer
al suelo. Al volverse, indignado, tropezó con un anciano de cabellos blancos
que le contemplaba sumamente regocijado.
—¿No
me esperabas, muchacho? No me esperabas, ¿eh? —dijo aquel individuo.
—Vaya,
tío Jorge. Te creía a muchos kilómetros de distancia... en cualquier lugar de
Italia.
—¡Ah!,
pero no lo estaba. Desembarqué en Dover anoche, y pensé que podía ir en coche
hasta la ciudad y de paso verte. Y lo he descubierto. ¿Toda la noche de juerga,
eh? Bonito comportamiento.
—Tío
Jorge —Jack le detuvo con firmeza—. Tengo que contarte una historia
extraordinaria. Y me atrevo a asegurar que no vas a creerme.
Y le
relató todo lo sucedido.
—
Dios sabe lo que ha sido de ellos —terminó.
Su
tío parecía a punto de sufrir un ataque de apoplejía.
—El
jarrón —consiguió decir al fin—. ¡El jarrón azul! ¿Qué ha sido de él?
Jack
le miró sin comprender, pero al oír el torrente de palabras que siguieron,
empezó a atar cabos.
—Ming...
único... la perla de mi colección... por lo menos vale diez mil libras... las
ofrecía Hoggenheimer, el millonario americano... el único en su especie en todo
el mundo... Pero dime de una vez, muchacho, ¿qué has hecho del jarrón azul?
Jack
corrió a la administración. Tenía que encontrar a Lavington. La encargada le
recibió fríamente.
—El
doctor Lavington se marchó a última hora de la noche... en automóvil. Dejó una
nota para usted.
Jack
rasgó el sobre. Su contenido era breve y conciso:
Mi
querido y joven amigo: ¿Ha pasado ya la época de lo sobrenatural? No del
todo... especialmente
cuando se presenta con cierto lenguaje científico. Muchos recuerdos de Felisa,
su padre inválido y míos. Tenemos doce horas de ventaja, que son más que
suficientes. Suyo siempre, Ambrosio Lavington, Médico del Espíritu.
No hay comentarios:
Publicar un comentario