Capítulo LXXXVI
LA COLA
Otros poetas han gorjeado las alabanzas de los
suaves ojos del antílope, y del delicioso plumaje del pájaro que nunca se posa:
yo, menos celestial, celebro una cola.
Calculando que la cola del mayor cachalote
empiece en ese punto del tronco donde se reduce hasta cerca de la
circunferencia de un hombre, sólo en la superficie de encima comprende un área
por lo menos de cincuenta pies cuadrados. El compacto cuerpo redondo de su raíz
se expansiona en dos anchas palmas o aletas, anchas, firmes y planas, que se
adelgazan poco a poco hasta tener menos de una pulgada de espesor. En la
horquilla o juntura, esas aletas se superponen ligeramente, luego se apartan
lateralmente una de otra como alas, dejando entre ambas un ancho vacío. No hay
cosa viviente en que se definan más exquisitamente las líneas de la belleza que
en los bordes en media luna de esas aletas. En su máxima expansión, en un
cetáceo adulto, la cola excede mucho los veinte pies de anchura.
Ese miembro entero parece un denso cauce
tejido de tendones soldados; pero si dais un corte en él, encontraréis que se compone de
tres estratos diferentes: superior, medio e inferior. Las fibras de las capas
superior e inferior son largas y horizontales; las de la capa media son muy
cortas y corren transversalmente entre las capas exteriores. Esta estructura
una y trina es, más que nada, lo que confiere potencia a la cola. Para el estudioso
de los antiguos muros romanos, la capa central ofrece un paralelo curioso con la
delgada fila de losetas que siempre alternan con la piedra en esos notables
restos de la antigüedad y que sin duda contribuyen tanto a la gran robustez de
la construcción. Pero como si no fuera bastante esa enorme potencia local en la
cola, la entera mole del leviatán está tejida con una urdimbre y una trama de
fibras musculares y filamentos, que, pasando a ambos lados del lomo y corriendo
abajo hasta la cola, se mezclan insensiblemente con la cola, y contribuyen en
buena medida a su poderío, de modo que la ilimitada fuerza concluyente del
cetáceo entero parece concentrarse en un solo punto en la cola. Si pudiese
haber aniquilación para la materia, éste sería el medio de producirla.
Por eso, su sorprendente fuerza, no contribuye
en absoluto a dañar la graciosa flexibilidad de sus movimientos, en que una
gracia infantil ondula a través de una fuerza titánica. Al contrario, esos
movimientos son los que le dan su más horrenda belleza. La auténtica fuerza
jamás daña a la belleza ni a la armonía, sino que a menudo la produce; y en
todo lo que tiene una hermosura imponente, la fuerza tiene mucho que ver con su
magia. Quitad los tendones ligados que parecen saltar por todas partes del
mármol en el Hércules esculpido, y desaparecerá su encanto. Cuando el devoto
Eckermann levantó el sudario de lino del cadáver desnudo de Goethe, quedó
abrumado por el macizo pecho de aquel hombre, que parecía un arco romano de
triunfo. Cuando Miguel Ángel pinta a Dios Padre en forma humana, observad qué
robustez hay ahí. Y por más que puedan revelar algo del amor divino en el Hijo
las imágenes italianas, blandas, rizadas y hermafrodíticas, en que su idea se
haya incorporado con más éxito, esas imágenes, privadas como están de toda
robustez, no sugieren nada de ninguna fuerza, sino la mera fuerza, negativa y
femenina, de la sumisión y la paciencia que quepa hallar por todas partes entre
las virtudes prácticas peculiares de su enseñanza.
Tal es la sutil elasticidad del órgano de que
trato que, bien sea que se mueva en juego, o en serio, o con ira, cualquiera
que sea su humor, sus flexiones están siempre caracterizadas por su mucha
gracia En eso ningún brazo de hada le aventaja.
Cinco grandes movimientos le son propios:
primero, al usarse como aleta para el avance; segundo, al usarse como maza en el combate;
tercero, al barrer; cuarto, al azotar; quinto, al levantarse.
Primero: al tener posición horizontal, la cola
del leviatán actúa de modo diferente que las colas de todos los demás animales
matutinos. No se retuerce nunca. En el hombre o el pez, retorcerse es signo de
inferioridad. Para la ballena, la cola es el único medio de propulsión.
Encogiéndose hacia delante como un rollo bajo
el cuerpo, y luego disparándose rápidamente hacia atrás, es lo que da al
monstruo ese singular movimiento de disparo y brinco, al nadar furiosamente.
Sus aletas laterales sólo le sirven para gobernarse.
Segundo: tiene cierta importancia que el
cachalote, mientras que contra otro cachalote sólo lucha con la cabeza y la mandíbula, en
cambio, en sus choques con el hombre usa, de modo principal y despectivo, la
cola. Al golpear a una lancha, retira vivamente de ella su cola en una curva, y
el golpe sólo es infligido al extenderse. Si se ''hace en el aire y sin
obstáculos, y sobre todo, cuando cae sobre el blanco, el golpe es entonces
sencillamente irresistible. No hay costillas de hombre ni de lancha que puedan
aguantarlo. La única salvación reside en eludirlo; pero si llega de lado a
través del agua, entonces, en parte por la ligera flotabilidad de la lancha ballenera
y por la elasticidad de sus materiales, lo más serio que suele ocurrir es una
cuaderna rota, y una tabla partida, o dos, o alguna herida en el costado. Esos
golpes sumergidos se reciben tan a menudo en la pesca de ballenas, que se
consideran como mero juego de niños. Alguien se quita una blusa, y el agujero
queda tapado.
Tercero: no puedo demostrarlo, pero me parece
que en el cetáceo el sentido del tacto está concentrado en la cola, pues, en ese aspecto,
hay allí una delicadeza sólo igualada por la exquisitez de la trompa del elefante. Esa
delicadeza se evidencia principalmente en la acción de barrer, cuando, con
virginal amabilidad, la ballena, con, blanda lentitud, mueve su inmensa cola de
lado a lado por la superficie del mar, y si nota solamente la patilla de un
marinero ¡ay de aquel marinero, con patillas y todo! ¡Qué ternura hay en ese
toque preliminar! Si su cola tuviera alguna capacidad prensil, me recordaría
completamente al elefante de Darmonodes que frecuentaba el mercado de flores, y
con profundas reverencias ofrecía ramilletes a las damiselas, acariciándoles
luego la cintura. En más de un aspecto, es una lástima que la ballena no tenga
en la cola esa capacidad prensil, pues he oído hablar de otro elefante que, al
ser herido en el combate, echó atrás la trompa y se sacó el dardo.
Cuarto: al acercarse inadvertidos a la
ballena, en la imaginada seguridad en medio de los mares solitarios, la
encontraréis descargada del vasto peso de su dignidad, y, como un gatito,
jugando por el océano como si fuera el rincón de la chimenea. Pero seguís
viendo su fuerza en ese juego. Las anchas palmas de su cola se agitan, altas,
en el aire, y luego, golpeando la superficie, resuena en millas y millas el
poderoso estampido. Casi creeríais que se ha descargado un gran cañón, y si
observarais la leve guirnalda de vapor que surge de su agujero en el otro
extremo, pensaríais que era el humo del oído.
Quinto: como en la habitual postura de flotación
del leviatán la cola queda considerablemente por debajo del nivel del lomo, se
pierde por completo de vista bajo la superficie, pero cuando se va a zambullir
en las profundidades, la cola entera, así como por lo menos treinta pies de su
cuerpo, se levantan irguiéndose en el aire, y quedan así vibrando un momento,
hasta que se hunden rápidamente, perdiéndose de vista. Salvo el sublime salto
—que se describirá en otro lugar—, esta elevación de la cola de la ballena es
quizá el espectáculo más grandioso que se puede ver en toda la naturaleza
animada. Desde las profundidades insondables, la gigantesca cola parece querer
agarrarse espasmódicamente al más alto cielo. Así, en sueños, he visto al
majestuoso Satán alzando su atormentada garra colosal desde el llameante
Báltico del Infierno. Pero al observar tales escenas, todo es cuestión del
humor que tengáis: si es el dantesco, pensaréis en los demonios; si es el de
Isaías, en los arcángeles. Estando en el mastelero de mi barco durante un
amanecer que ponía carmesíes al cielo y el mar, vi una vez a oriente una gran
manada de ballenas, que se dirigían todas hacia el sol, y vibraban por un
momento en concierto con las colas erguidas. Según me pareció entonces, jamás
se ha visto tan grandiosa forma de adoración a los dioses, ni aun en Persia,
patria de los adoradores del fuego. Como lo atestiguó Ptolomeo Philopater sobre
el elefante africano, yo lo atestigüé entonces sobre la ballena, declarándola
el más devoto de los seres. Pues, según el rey Juba, los elefantes militares de
la antigüedad a menudo saludaban a la mañana con las trompas levantadas en el
más profundo silencio.
La ocasional comparación, en este capítulo,
entre la ballena y el elefante, en la medida en que se trata de la cola de la una y de la
trompa del otro, no debería tender a poner esos dos órganos opuestos en plano
de igualdad, y mucho menos a los animales a que respectivamente pertenecen.
Pues así como el más poderoso elefante es sólo un perrillo terrier al lado del
leviatán, igualmente comparada con la cola del leviatán, su trompa es sólo el
tallo de un lirio. El más horrible golpe de la trompa del elefante sería como
el golpecito juguetón de un abanico, comparado con el inconmensurable
aplastamiento y la opresión de la pesada cola del cachalote, que en frecuentes
casos ha lanzado al aire, una tras otra, enteras lanchas con todos sus remos y
tripulaciones, igual que un prestidigitador indio lanza sus bolas.
Cuanto más considero esta poderosa cola, más
deploro mi incapacidad para expresarla. A veces hay en ella gestos que, aunque
agraciarían muy bien la mano del hombre, siguen siendo por completo
inexplicables. A veces, en una manada entera, son tan notables esos gestos
misteriosos que he oído que algunos cazadores los declaraban afines a los
signos y símbolos de la francmasonería; incluso, que la ballena, por ese método,
conversaba inteligentemente con el mundo. Y no faltan otros movimientos de la ballena
en el conjunto de su cuerpo, llenos de extrañeza, e inexplicables para su más
experto asaltante. Por mucho que la diseccione, pues, no paso de la profundidad
de la piel; no la conozco, y jamás la conoceré. Pero si no conozco siquiera la
cola de esta ballena, ¿cómo comprender su cabeza? Y mucho más: ¿cómo comprender
su cara, si no tiene cara? Verás mis partes traseras, mi cola, parece decir,
pero mi cara no se verá. Pero no puedo distinguir bien sus partes traseras, y
por mucho que ella sugiera sobre su cara, vuelvo a decir que no tiene cara.
Capítulo LXXXVII
LA GRAN ARMADA
La larga y estrecha península de Malaca,
extendiéndose al sudeste de los territorios de Birmania, forma el extremo más
meridional de toda Asia. En línea continua, desde esta península, se extienden
las largas islas de Sumatra, Java, Bali y Timor, las cuales, con otras muchas,
forman una vasta mole o bastión que conecta a lo largo de Asia con Australia, y
separa el océano índico, ininterrumpido en tanta extensión, de los archipiélagos
orientales, densamente tachonados. Ese bastión está traspasado por varias surtidas, para uso de barcos y
ballenas, entre las cuales destacan los estrechos de la Sonda y de Malaca.
Principalmente, el estrecho de la Sonda es por donde los barcos que se dirigen
a China desde el oeste emergen hacia los mares de la China.
El angosto estrecho de la Sonda separa a
Sumatra de Java, y, situado a medio camino en este vasto bastión de islas, con el
contrafuerte del atrevido promontorio verde que los navegantes llaman cabo de
Java, se parece no poco a la puerta central abierta a un imperio con grandes
murallas. Y si se considera la inagotable riqueza de especias, de sedas, joyas,
oro y marfil con que se enriquecen esas mil islas del mar oriental, parece una
previsión significativa de la naturaleza que tales tesoros, por la misma
disposición de la tierra, tengan al menos el aspecto,
aunque sin eficacia, de estar guardados del rapaz mundo occidental. Las orillas
del estrecho de la Sonda carecen de esas fortalezas dominadoras que guardan las
entradas del Mediterráneo, del Báltico y de la Propóntide. A diferencia de los
daneses, esos orientales no exigen el obsequioso homenaje de que arríen las
gavias la interminable procesión de barcos que, viento en popa, a lo largo de
siglos, de noche o de día, pasan entre las islas de Sumatra y Java, cargados
con los más costosos cargamentos del oriente. Pero aunque renuncian libremente
a semejante ceremonial, no renuncian en absoluto a su exigencia de un tributo
más sólido. Desde tiempos inmemorables, las proas piratescas de los malayos,
acechando entre las bajas sombras de las calas e islotes de Sumatra, han
zarpado contra las embarcaciones que navegaban por el estrecho, y han exigido
tributo a punta de espada. Aunque los repetidos castigos sangrientos que han
recibido de manos de navegantes europeos recientemente han reprimido algo la
audacia de estos corsarios, sin embargo, aun en los días presentes, oímos
hablar de vez en cuando de barcos ingleses y americanos que en esas aguas han
sido abordados y saqueados sin remordimientos.
Con un buen viento fresco, el Pequod se
acercaba ahora a ese estrecho: Ahab tenía el propósito de pasar por él al mar de Java, y
desde allí, en travesía hacia el norte, por aguas que se sabe que de vez en
cuando frecuentan los cachalotes, pasar a lo largo de las islas Filipinas y
ganar la lejana costa del Japón, a tiempo de la gran temporada de ballenería
que allí habría. Por esos medios, el Pequod, en su circunnavegación, recorrería
casi todas las zonas de pesquería ballenera conocidas en el mundo, antes de
acercarse al ecuador en el Pacífico, donde Ahab, aunque se le escapara a su
persecución en todos los demás sitios, contaba firmemente con dar batalla a
Moby Dick en el mar que se sabía que frecuentaba más, y en una época en que
podía suponerse del modo más razonable que andaría por allí.
Pero ¿ahora qué? En esta búsqueda en círculo,
¿Ahab no toca tierra? ¿Su tripulación bebe aire? Seguramente se detendrá por agua.
No. Hace mucho tiempo ya que el sol, corriendo en su circo, va en carrera por
su feroz anillo, y no necesita más sustento sino lo que hay en sí mismo. Así
hace Ahab. Observad esto, también, en el ballenero. Mientras otros cascos van
sobrecargados de materia ajena, para ser trasladada a muelles extranjeros, el
barco ballenero, errando por el mundo, no lleva más carga que él mismo y la
tripulación, sus armas y sus cosas necesarias. Tiene todo el contenido de un
lago embotellado en su amplia sentina. Va lastrado de cosas útiles, y no, en
absoluto, de inutilizable plomo en lingotes y enjunque. Lleva en sí años de
agua; vieja y clara agua selecta de Nantucket, que, al cabo de tres años a
flote, el hombre de Nantucket, en el Pacífico, prefiere beber, mejor que el
salobre fluido, sacado el día antes en barriles, de los ríos peruanos o
chilenos. De aquí que, mientras otros barcos quizá hayan ido de China a Nueva
York, y vuelta, tocando en una veintena de puertos, el barco ballenero, en ese
intervalo, tal vez no ha avistado un solo grano de tierra, y su tripulación no
ha visto más hombres que otros navegantes a flote como
ellos mismos. Así que si les dierais la noticia de que había llegado otro
diluvio, ellos sólo contestarían: ¡Bueno, muchachos, aquí está el arca! Ahora,
como se habían capturado muchos cachalotes a lo largo de la costa occidental de
Java, en cercana vecindad al estrecho de la Sonda; y, más aún, como la mayor
parte de la zona de alrededor estaba generalmente reconocida por los pescadores
como excelente lugar para crucero, en consecuencia, al avanzar el Pequod cada
vez más hacia el cabo de Java, se gritaba repetidamente a los vigías,
amonestándoles a mantenerse bien alerta. Pero aunque pronto aparecieron a
estribor de la proa las escolleras de la tierra, con verdes palmeras, y se
olió, con complacida nariz, la fresca canela en el aire, no se señaló, sin
embargo, ni un solo chorro. Renunciando casi a toda idea de encontrar caza por
allí, el barco estaba a punto de meterse por el estrecho, cuando se oyó desde
arriba el acostumbrado grito reconfortante, y no tardó en saludarnos un
espectáculo de singular magnificencia. Pero aquí hay que advertir antes que,
debido a la infatigable actividad con que últimamente han sido perseguidos por
los cuatro océanos, los cachalotes, en vez de navegar sin falta en pequeños
grupos separados, como en tiempos anteriores, se encuentran ahora
frecuentemente en manadas extensas, que a veces abarcan tan gran multitud, que
casi parecería que una numerosa nación de ellos hubiera jurado solemne alianza
y pacto de mutua asistencia y protección. A esa congregación del cachalote en
tan inmensas caravanas podría imputarse la circunstancia de que, en las mejores
zonas de crucero, se puede, a veces, navegar durante semanas y meses seguidos
sin ser saludado por un solo chorro, y luego, de repente, ser saludado por lo
que a veces parece millares y millares. Desplegándose a ambos lados de la proa,
a la distancia de unas dos o tres millas, y formando un gran semicírculo que
abrazaba la mitad del liso horizonte, una cadena continua de chorros de
cachalote se elevaba y centelleaba en el aire de mediodía. A diferencia de los
chorros gemelos, derechos y verticales, de la ballena franca, que, separándose
en lo alto, caen en dos ramas, como la abertura de las ramas caídas de un
sauce, el chorro único del cachalote, lanzado hacia delante, presenta un denso
matorral rizado de niebla blanca, que se eleva continuamente y cae a sotavento.
Vistos, pues, desde la cubierta del Pequod, al
levantarse éste en una alta colina del mar, esa hueste de chorros vaporosos,
elevándose y rizándose por separado en el aire, y observados a través de una
atmósfera fundida de neblina azulada, parecían las mil alegres chimeneas de
alguna densa metrópoli, observada en una aromada mañana otoñal por un jinete
desde una altura.
Como unos ejércitos en marcha, al acercarse a
un hostil desfiladero en la montaña, aceleran la marcha, ansiosos todos de
dejar atrás ese peligroso paso, y después vuelven a extenderse por la llanura
con relativa seguridad, así, igualmente, esa vasta flota de cetáceos parecía
ahora apresurarse a pasar al estrecho, reduciendo poco a poco las alas de su
semicírculo, y nadando en un bloque macizo, aunque aún en forma de media luna.
Desplegadas todas las velas, el Pequod se
apresuró a perseguirles: los arponeros blandían sus armas, y daban alegres
gritos desde las proas de las lanchas aún suspendidas. Sólo con que se
mantuviera el viento, tenían escasas dudas de que la enorme hueste, perseguida
a través de ese estrecho de la Sonda, no haría más que desplegarse en los mares
orientales para presenciar la captura de no pocos de su número. Y ¿quién podría
decir si, en esa caravana reunida, no estaría nadando temporalmente el propio Moby
Dick, como el adorado elefante blanco en la procesión de coronación de los
siameses? Así, desplegando ala sobre ala, seguimos navegando, con esos
leviatanes empujados por delante de nosotros, cuando, de repente, se oyó la voz
de Tashtego, que llamaba ruidosamente la atención a algo en nuestra estela. En
correspondencia a la media luna a proa, observamos otra a popa. Parecía formada
de vapores blancos separados, elevándose y cayendo, algo así como los chorros
de los cetáceos, pero no llegaban a subir y bajar por completo, pues se cernían
constantemente sin desaparecer por fin. Apuntando su catalejo a ese
espectáculo, Ahab giró rápidamente en su agujero de pivote, gritando:
—¡Eh, arriba, a guarnir amantes, y cubos para
mojar las velas! ¡Son malayos, que nos persiguen!
Como si hubieran acechado mucho tiempo detrás
de los promontorios, hasta que el Pequod hubiese entrado del todo por el
estrecho, esos bribones de asiáticos ahora venían en ardiente persecución, para
compensar su tardanza cautelosa. Pero cuando el rápido Pequod, con fresco
viento en popa, estaba a su vez en plena persecución ¡qué amable por la parte
de esos atezados filántropos ayudarle a tomar velocidad en su propia
persecución elegida, como simples fustas y espuelas que eran para él! Una idea
semejante a ésa parecía tener Ahab con el catalejo bajo el brazo, mientras
recorría la cubierta; en la ida a proa, observando a los monstruos a los que
pretendía dar caza, y en la vuelta a los piratas, ávidos de sangre, que le
perseguían a él. Y al mirar las verdes paredes del desfiladero acuático en que
navegaba entonces el barco, y al pensar que a través de esa puerta se abría la
ruta hacia su venganza, y al ver cómo por esa misma puerta iba ahora
persiguiendo y perseguido hacia su fin mortal, y no sólo eso, sino al ver cómo
una manada de piratas salvajes y sin remordimientos y de diablos ateos e
inhumanos le iban aclamando en su marcha con maldiciones; al pasar por su
cerebro todas esas ideas, la frente de Ahab quedó mustia y arrugada, como la
playa de arena negra después que una marea tempestuosa la ha roído sin poder
arrancar lo sólido de su sitio. Pero pensamientos como éstos turbaban a muy
pocos de la temeraria tripulación, y cuando, tras dejar cada vez más atrás a
los piratas, el Pequod pasó al fin junto a la Punta de la Cacatúa, de vívido
verde, en el lado de Sumatra, y salió al fin a las anchas aguas de más allá,
entonces, los arponeros parecieron más afligidos porque las rápidas ballenas
hubieran aventajado tan victoriosamente a los malayos. Sin embargo, al
continuar en la estela de los cetáceos, por éstos parecieron disminuir su
velocidad: poco a poco el barco se les acercó, y, como el viento caía ahora, se
dio orden de arriar las lanchas. Pero en cuanto la manada, por algún supuesto
instinto admirable del cachalote, se dio cuenta de las tres quillas que les
perseguían —aunque todavía a una milla por detrás—, todos volvieron a reunirse,
y formaron en estrechas filas y batallones, de modo que sus chorros parecían completamente
líneas centelleantes de bayonetas caladas, al avanzar con redoblada velocidad.
Quedándonos en camisa y calzoncillos, saltamos
a tomar el fresno, y al cabo de varias horas de remo, casi estábamos dispuestos a
renunciar a la persecución, cuando una general conmoción de parada entre los
cetáceos dio señales estimulantes de que ahora estaban por fin bajo el influjo
de esa extraña perplejidad de irresolución inerte, que, cuando los pescadores
lo perciben en la ballena, dicen que está aterrada, gallied. Las compactas
columnas marciales en que hasta entonces habían nadado los cachalotes con rapidez y firmeza, ahora se rompían en una
desbandada sin medida, y, como los elefantes del rey Poro en la batalla con
Alejandro en la India, parecían enloquecer de consternación. Extendiéndose por todas
direcciones en vastos círculos irregulares, y nadando sin objetivo de acá para
allá, mostraban claramente su agitación de pánico. Eso lo evidenciaban aún más
extrañamente aquéllos, que como completamente paralizados, flotaban inermes
como barcos desarbolados y anegados. Si esos leviatanes no hubieran sido más
que un rebaño de sencillas ovejas, perseguidas en el prado por tres lobos feroces,
no podrían haber mostrado posiblemente tan enorme consternación. Pero esta
timidez ocasional es característica de casi todos los animales gregarios.
Aunque reunidos en decenas de millares, los bisontes del
oeste, con sus melenas de león, han huido ante un jinete solitario. Testigos,
también, todos los seres humanos, cuando, reunidos en rebaño en el redil de la
platea de un teatro, a la menor alarma de fuego se precipitan en tumulto a las
salidas, agolpándose, pisoteándose, aplastándose y dándose golpes sin piedad
uno a otro hasta la muerte. Mejor, pues, contener todo asombro ante los
cetáceos extrañamente aterrados que tengamos delante, pues no hay locura de los
animales de este mundo que no quede infinitamente superada por la locura de los
hombres. Aunque muchos de los cachalotes, como se ha dicho, estaban en violenta
agitación, ha de observarse sin embargo que, en conjunto, la manada ni avanzaba
ni retrocedía, sino que permanecía toda ella en el mismo sitio. Como es
costumbre en tales casos, las lanchas se separaron en seguida, cada cual
persiguiendo a un solo cetáceo en los bordes del rebaño. Al cabo de unos tres
minutos, Queequeg disparó el arpón; el pez herido nos lanzó cegadora espuma a
la cara, y luego, escapándose de nosotros como la luz, se fue derecho al centro
de la manada. Aunque tal movimiento, por parte del cachalote, sorprendía en
tales circunstancias, no dejaba de ningún modo de tener precedentes; incluso,
casi siempre se cuenta más o menos con él, pero constituye una de las
vicisitudes más peligrosas de la pesca. Pues cuando el rápido monstruo os
arrastra cada vez más profundamente dentro de la frenética manada, decís adiós
a la vida circunspecta y sólo existís en un latir delirante.
Mientras, ciego y sordo, el cachalote se
lanzaba adelante, como para librarse, a pura fuerza de velocidad, de la
sanguijuela de hierro que se le había pegado; mientras desgarrábamos así una
blanca abertura en el mar, amenazados por todas partes en nuestro vuelo por los
enloquecidos animales que se precipitaban de un lado a otro alrededor de
nosotros, nuestra sitiada lancha era como un barco asaltado por islas de hielo
en una tempestad, que trata de abrirse paso por sus complicados canales y
estrechos, sin saber en qué momento podrá quedar encerrado y aplastado.
Pero sin asustarse en absoluto, Queequeg nos
gobernó valientemente, unas veces desviándose de un monstruo que se nos cruzaba
por delante en nuestra ruta, otras veces apartándose de otro cuya colosal cola se
suspendía sobre nuestras cabezas, mientras, durante todo el tiempo, Starbuck se
erguía en la proa, lanza en mano, apartando del camino con sus lanzadas a todos
los cachalotes a los que podía alcanzar con disparos cortos, pues no había
tiempo para hacerlos largos. Y no estaban nada ociosos los remeros, aunque su
obligación habitual ahora no era necesaria en absoluto: se ocupaban
principalmente de la parte de gritos del asunto.
—¡Quita de en medio, Comodoro! —gritó uno a un
gran dromedario que de repente surgió entero a la superficie y por un momento
amenazó con inundarnos.
—Baja la cola, ¡eh! —gritó otro a otro, que,
cerca de nuestra regala, parecía refrescarse tranquilamente con su extremidad en forma de
abanico.
Todas las lanchas balleneras transportan
ciertos adminículos curiosos, inventados por los indios de Nantucket, que se llaman druggs.
De gruesos cuadrados de madera de igual tamaño están sujetos sólidamente, de
modo que sus fibras se cruzan en ángulo recto; luego se amarra un cable de
considerable longitud al centro de ese bloque mientras que el otro extremo, en
un lazo, puede atarse en un momento a un arpón. Este drugg se usa
principalmente con las ballenas aterradas. Pues entonces hay cerca y alrededor
más cetáceos de los que es posible perseguir al mismo tiempo. Pero no todos los
días se encuentran cachalotes: así que, mientras se puede, hay que matar todos
los que quepa. Y si no se les puede matar a todos a la vez, es preciso meterles
el plomo en el ala, de modo que luego puedan ser muertos con tranquilidad. De
aquí que en momentos como éstos resulte útil el drugg. Nuestra lancha estaba
provista de tres. El primero y el segundo se lanzaron con éxito, y vimos a los
cachalotes escapar vacilantes, entorpecidos por la enorme resistencia lateral
del drugg a remolque. Estaban impedidos como malhechores con la cadena y la
bola. Pero, al lanzar el tercero, se pilló bajo una de las bancadas de la
lancha, y en un momento la arrancó y se la llevó, tirando al remero en el fondo
de la lancha, al escapársele el asiento de debajo. El agua entró por ambos
lados, por las tablas heridas, pero metimos dos o tres camisas y calzoncillos,
tapando así las vías de agua por el momento.
Hubiera sido casi imposible disparar esos
arpones con druggs de no ser porque, al avanzar por la manada, disminuía mucho
la marcha de nuestro cachalote; además, al alejarnos cada vez más de la agitada
periferia, los terribles desórdenes parecían extinguirse. Así que, cuando por
fin el arpón se salió con las sacudidas, y el cachalote que nos remolcaba se
desvaneció a un lado, entonces, con la fuerza decreciente del impulso de la
separación, nos deslizamos entre dos cetáceos hasta la parte más central de la
manada, como si, desde un torrente montañoso, nos hubiéramos deslizado a un sereno
lago en el valle. Allí se oían, pero no se sentían, las tormentas entre los
rugientes barracones de las ballenas de los bordes. En esa extensión central el
mar presentaba la suave superficie, como de raso, que llaman una mancha de
calma, producida por la suave lluvia que lanza el cetáceo en su estado de ánimo
más tranquilo. Sí, ahora estábamos en esa calma encantada que se dice que se
esconde en el corazón de toda agitación. Y sin embargo, en la agitada lejanía,
observábamos los tumultos de los concéntricos círculos exteriores, y veíamos
sucesivos grupos de cetáceos, con ocho o diez en cada uno que daban vueltas
rápidamente, como multiplicados tiros de caballos en una pista, y tan apretados
hombro con hombro que un titánico jinete de circo hubiera podido haberse puesto
encima de los de en medio, girando así sobre sus lomos. Debido a la densidad de
la multitud de ballenas en reposo que rodeaban más de cerca el eje cerrado de la
manada, no se nos ofrecía por el momento una ocasión posible de escape.
Debíamos acechar una grieta en la muralla viva que nos cercaba: la muralla sólo
nos había dejado paso para encerrarnos. Manteniéndose en el centro de ese lago,
de vez en cuando nos visitaban vacas y terneras, pequeñas y mansas: las mujeres
y los niños de esa hueste en tumulto.
Ahora, incluyendo los anchos intervalos
ocasionales entre los círculos culos exteriores giratorios, e incluyendo los espacios entre
las diversas manadas en cualquiera de esos círculos, el área total en esa
coyuntura, que abarcaba la entera multitud, debía contener por lo menos dos o
tres millas cuadradas. En cualquier caso—aunque, desde luego, semejante prueba
en semejante momento tal vez sería ilusoria—, se podían observar, desde nuestra
baja lancha, chorros que parecían elevarse casi desde el borde del horizonte.
Menciono esta circunstancia porque, como si las vacas y terneros hubieran quedado encerrados adrede en este redil
interior, y como si la ancha extensión de la manada les hubiera impedido hasta
entonces saber la causa exacta de su detención, o, posiblemente, por ser tan
jóvenes, tan ingenuos, y en todos sentidos tan inocentes e inexpertos, por lo
que quiera que fuese, esos cetáceos menores —que de vez en cuando venían desde
el borde del lago a visitar a nuestra lancha en calma— evidenciaban una notable
confianza y falta de miedo, o, si no, un pánico inmóvil y hechizado ante el
cual era imposible no maravillarse. Como perros domésticos, venían a olfatear a
nuestro alrededor, hasta nuestras mismas regalas, tocándolas; de modo que casi
parecía que algún encanto les había domesticado de repente. Queequeg les daba
golpecitos en la frente; Starbuck les rascaba el lomo con la lanza, pero,
temeroso de las consecuencias, por el momento se contenía de dispararla.
Pero muy por debajo de ese maravilloso mundo
de la superficie, nuestros ojos encontraron otro aún más extraño, al mirar
sobre la borda. Pues, suspendidas en esas bóvedas acuosas, flotaban las figuras
de las madres nutricias de los cetáceos, y de aquellas que, por su enorme
circunferencia, parecían próximas a ser madres. El lago, como he sugerido, era
muy transparente hasta una considerable profundidad; y, así como los lactantes
humanos, mientras maman, miran de modo tranquilo y fijo lejos del pecho, igual
que si llevaran dos vidas diferentes a un tiempo, y, a la vez que toman alimento
mortal, disfrutaran en espíritu el festín de alguna reminiscencia
supraterrenal, del mismo modo los pequeños de esos cetáceos parecían levantar
su mirada hacia nosotros, pero no hacia nosotros, como si sólo fuéramos una
brizna de alga ante su mirada recién nacida. Flotando a su lado, también las
madres parecían observarnos tranquilamente. Uno de esos pequeños lactantes, que
por ciertos curiosos signos parecía tener apenas un día de vida, podría haber
medido unos catorce pies de longitud y unos seis pies de cintura. Era bastante
travieso, aunque todavía su cuerpo parecía haberse recuperado escasamente de
esa irritante posición que había ocupado hasta hacía poco en el retículo
maternal, donde, cabeza con cola, y dispuesto para el salto final, el cetáceo
nonato yace doblado como un arco de tártaro. Las delicadas aletas laterales y
las palmetas de la cola aún conservaban fresco el aspecto arrugado y alforzado
de las orejas de un niño recién llegado de extrañas regiones.
—¡Soltad, soltad cable! —gritó Queequeg,
mirando sobre la regala—: ¡está sujeto, está sujeto! ¿Quién tirar él, quién dar él? ¡Dos
cachalotes; uno grande, uno pequeño!
—¿Qué te pasa, hombre? —gritó Starbuck.
—Mire ahí —dijo Queequeg, señalando hacia
abajo.
Como cuando la ballena herida, después de
haber desenrollado del barril cientos de brazas de cable, y después de
zambullirse profundamente, vuelve a subir a flote, y muestra el cable aflojado
subiendo ligero y en espirales hacia el aire, así vio ahora Starbuck largos
rollos del cordón umbilical de Madame Leviatán, que parecían sujetar todavía al
joven cachorro a su mamá. No es raro que, en las rápidas vicisitudes de la persecución,
ese cable natural, con su extremo maternal suelto, se enrede con el de cáñamo, de tal modo que el cachorro quede
preso. Algunos de los más sutiles secretos de los mares parecían revelársenos
en ese estanque encantado. Vimos en la profundidad juveniles amores
leviatánicos.
Y así, aunque rodeados por círculos y círculos
de consternaciones y horrores, esos inescrutables animales se entregaban en el
centro, con libertad y sin miedo, a todos los entretenimientos pacíficos: sí,
se gozaban serenamente en abrazos y deleites. Pero precisamente así, en el
ciclónico Atlántico de mi ser, yo también me complazco en mi centro en muda
calma, y mientras giran a mi alrededor pesados planetas de dolor inextinguible,
allá en lo hondo y tierra adentro, sigo bañándome en eterna suavidad de gozo.
Mientras que nosotros quedábamos en tal
éxtasis, los repentinos y ocasionales espectáculos frenéticos a distancia
evidenciaban la actividad de las otras lanchas, aún ocupadas en lanzar druggs a
los cachalotes del borde de la hueste, o posiblemente, en continuar su guerra
dentro del primer círculo, donde se le ofrecía abundancia de espacio y algunos
retiros convenientes. Pero la visión de los rabiosos cachalotes con los druggs,
disparándose de vez en cuando ciegamente a través de los círculos no era nada
al lado de lo que por fin se ofreció a nuestros ojos. A veces es costumbre
cuando se ha hecho presa en un cetáceo más poderoso y alerta de lo común tratar
de desjarretarle por decirlo así cortando o hiriendo su gigantesco tendón de
cola. Esto se hace disparando una azada de descuartizamiento de mango corto
sujeta con una cuerda para recuperarla otra vez. Un cetáceo herido en esa parte
(según supimos después) pero al parecer sin eficacia se había desprendido de la lancha llevándose
consigo la mitad del cable del arpón; y en la terrible agonía de la herida daba
golpes ahora entre los círculos giratorios como el solitario jinete desesperado
Arnold en la batalla de Saratoga llevando el terror a donde quiera que iba.
Pero, aun con todo lo angustiosa que era la herida de este cachalote y lo
terrible que era ese espectáculo, en todos los sentidos, sin embargo, el
peculiar horror que parecía inspirar al resto de la manada era debido a una
causa que al principio no nos dejó ver clara la distancia interpuesta. Pero al
fin percibimos que, por uno de los imprevisibles accidentes de la pesca, ese
cachalote se había enredado con el cable arponero que remolcaba y además se
había escapado con la azada de descuartizamiento dentro, y que, mientras el
extremo libre del cable unido a esa arma se había quedado atrapado de modo fijo
en las vueltas del cable arponero en torno a la cola, la propia azada de descuartizamiento
se había desprendido de la carne. Así que, atormentado hasta la locura,
agitando violentamente su flexible cola y lanzando la afilada azada a su
alrededor, hería y asesinaba a sus propios compañeros.
Este terrible objeto pareció hacer salir a
toda la manada de su espanto estático. Primero, los cachalotes del borde de nuestro lago
empezaron a agruparse un poco y a entrechocarse unos contra otros, como
elevados por olas medio extinguidas desde lejos; luego, el propio lago empezó
levemente a hincharse y mecerse; se desvanecieron las alcobas nupciales y los cuartos
de niño bajo el mar; en órbitas cada vez más estrechas, los cachalotes de los
círculos centrales empezaron a nadar en grupos cada vez más densos. Sí, se
acababa la larga calma. Pronto se oyó un sordo zumbido que avanzaba, y luego,
como las masas tumultuosas de hielo cuando el gran río Hudson se rompe en
primavera, la entera hueste de ballenas llegó
entrechocándose hasta su centro interior, como para amontonarse en una montaña común. Al momento, Starbuck
y Queequeg cambiaron sus sitios, y Starbuck se puso a popa.
—¡Remos, remos! —susurró con intensidad, agarrando
la caña—, empuñad los remos, y apretaos el alma, ¡venga! ¡Atención,
muchachos, por Dios! ¡Quita de ahí a ese cachalote, Queequeg! ¡Pínchale, dale!
¡Levanta, levanta y quédate así! ¡Adelante, hombres; remad, muchachos; no os preocupéis
de vuestra espalda... rascadla! ¡Despellejaos las espaldas!
La lancha quedaba ahora casi atrancada entre dos
vastas masas negras, que dejaban unos estrechos Dardanelos entre sus largas
extensiones. Pero, con desesperado esfuerzo, por fin salimos disparados a una
abertura momentánea, retirándonos entonces rápidamente, y a la vez buscando con
ansia otra salida. Tras de varias semejantes escapatorias por un pelo, nos deslizamos
al fin con rapidez a lo que acababa de ser uno de los círculos exteriores, pero
que ahora cruzaban cetáceos dispersos, todos ellos dirigiéndose violentamente
al mismo centro. Esta feliz salvación se adquirió muy barato al precio de la
pérdida del sombrero de Queequeg, a quien, de pie en la proa para pinchar a los
cachalotes fugitivos, se le había llevado limpiamente el sombrero de la cabeza
el torbellino de aire producido por el súbito lanzamiento de una ancha cola
cerca de él.
Aun tan agitada y desordenada como era ahora
la conmoción general, pronto se resolvió en lo que parecía un movimiento sistemático, pues,
congregados todos por fin en un solo cuerpo macizo, renovaron su fuga hacia delante
con aumentada ligereza. Era inútil seguir persiguiéndoles, pero las lanchas
todavía se mantuvieron en su estela para recoger a los cachalotes con druggs
que pudieran quedarse atrás, y asimismo para asegurar a uno que Flask había matado
y marcado. La marca es un palo con gallardete del cual se llevan dos o tres en
cada lancha, y cuando hay a mano caza de sobra, se insertan verticalmente en el
cuerpo flotante de una ballena muerta, tanto para marcar su posición en el mar
cuanto para señalar la posesión anterior si se acercan las lanchas de algún
otro barco.
El resultado de esa arriada de las lanchas ilustró
bastante el sagaz proverbio de la pesca:
a más ballenas, menos pesca. De todos los
cetáceos con druggs, sólo se capturó uno. Los demás se las arreglaron para
escaparse por el momento, aunque sólo para ser capturados, como se verá después, por una nave diversa del
Pequod.
Continúa leyendo esta historia en "Moby Dick - Cap LXXXVIII, LXXXIX y XC - Herman Melville"
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