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domingo, 16 de diciembre de 2012

Moby Dick - Cap LXXXVI y LXXXVII - Herman Melville

Viene de "Moby Dick - Cap LXXXII, LXXXIII, LXXXIV y LXXXV - Herman Melville"


Capítulo LXXXVI


LA COLA


Otros poetas han gorjeado las alabanzas de los suaves ojos del antílope, y del delicioso plumaje del pájaro que nunca se posa: yo, menos celestial, celebro una cola.

Calculando que la cola del mayor cachalote empiece en ese punto del tronco donde se reduce hasta cerca de la circunferencia de un hombre, sólo en la superficie de encima comprende un área por lo menos de cincuenta pies cuadrados. El compacto cuerpo redondo de su raíz se expansiona en dos anchas palmas o aletas, anchas, firmes y planas, que se adelgazan poco a poco hasta tener menos de una pulgada de espesor. En la horquilla o juntura, esas aletas se superponen ligeramente, luego se apartan lateralmente una de otra como alas, dejando entre ambas un ancho vacío. No hay cosa viviente en que se definan más exquisitamente las líneas de la belleza que en los bordes en media luna de esas aletas. En su máxima expansión, en un cetáceo adulto, la cola excede mucho los veinte pies de anchura.

Ese miembro entero parece un denso cauce tejido de tendones soldados; pero si dais un corte en él, encontraréis que se compone de tres estratos diferentes: superior, medio e inferior. Las fibras de las capas superior e inferior son largas y horizontales; las de la capa media son muy cortas y corren transversalmente entre las capas exteriores. Esta estructura una y trina es, más que nada, lo que confiere potencia a la cola. Para el estudioso de los antiguos muros romanos, la capa central ofrece un paralelo curioso con la delgada fila de losetas que siempre alternan con la piedra en esos notables restos de la antigüedad y que sin duda contribuyen tanto a la gran robustez de la construcción. Pero como si no fuera bastante esa enorme potencia local en la cola, la entera mole del leviatán está tejida con una urdimbre y una trama de fibras musculares y filamentos, que, pasando a ambos lados del lomo y corriendo abajo hasta la cola, se mezclan insensiblemente con la cola, y contribuyen en buena medida a su poderío, de modo que la ilimitada fuerza concluyente del cetáceo entero parece concentrarse en un solo punto en la cola. Si pudiese haber aniquilación para la materia, éste sería el medio de producirla.

Por eso, su sorprendente fuerza, no contribuye en absoluto a dañar la graciosa flexibilidad de sus movimientos, en que una gracia infantil ondula a través de una fuerza titánica. Al contrario, esos movimientos son los que le dan su más horrenda belleza. La auténtica fuerza jamás daña a la belleza ni a la armonía, sino que a menudo la produce; y en todo lo que tiene una hermosura imponente, la fuerza tiene mucho que ver con su magia. Quitad los tendones ligados que parecen saltar por todas partes del mármol en el Hércules esculpido, y desaparecerá su encanto. Cuando el devoto Eckermann levantó el sudario de lino del cadáver desnudo de Goethe, quedó abrumado por el macizo pecho de aquel hombre, que parecía un arco romano de triunfo. Cuando Miguel Ángel pinta a Dios Padre en forma humana, observad qué robustez hay ahí. Y por más que puedan revelar algo del amor divino en el Hijo las imágenes italianas, blandas, rizadas y hermafrodíticas, en que su idea se haya incorporado con más éxito, esas imágenes, privadas como están de toda robustez, no sugieren nada de ninguna fuerza, sino la mera fuerza, negativa y femenina, de la sumisión y la paciencia que quepa hallar por todas partes entre las virtudes prácticas peculiares de su enseñanza.

Tal es la sutil elasticidad del órgano de que trato que, bien sea que se mueva en juego, o en serio, o con ira, cualquiera que sea su humor, sus flexiones están siempre caracterizadas por su mucha gracia En eso ningún brazo de hada le aventaja.

Cinco grandes movimientos le son propios: primero, al usarse como aleta para el avance; segundo, al usarse como maza en el combate; tercero, al barrer; cuarto, al azotar; quinto, al levantarse.

Primero: al tener posición horizontal, la cola del leviatán actúa de modo diferente que las colas de todos los demás animales matutinos. No se retuerce nunca. En el hombre o el pez, retorcerse es signo de inferioridad. Para la ballena, la cola es el único medio de propulsión.

Encogiéndose hacia delante como un rollo bajo el cuerpo, y luego disparándose rápidamente hacia atrás, es lo que da al monstruo ese singular movimiento de disparo y brinco, al nadar furiosamente. Sus aletas laterales sólo le sirven para gobernarse.

Segundo: tiene cierta importancia que el cachalote, mientras que contra otro cachalote sólo lucha con la cabeza y la mandíbula, en cambio, en sus choques con el hombre usa, de modo principal y despectivo, la cola. Al golpear a una lancha, retira vivamente de ella su cola en una curva, y el golpe sólo es infligido al extenderse. Si se ''hace en el aire y sin obstáculos, y sobre todo, cuando cae sobre el blanco, el golpe es entonces sencillamente irresistible. No hay costillas de hombre ni de lancha que puedan aguantarlo. La única salvación reside en eludirlo; pero si llega de lado a través del agua, entonces, en parte por la ligera flotabilidad de la lancha ballenera y por la elasticidad de sus materiales, lo más serio que suele ocurrir es una cuaderna rota, y una tabla partida, o dos, o alguna herida en el costado. Esos golpes sumergidos se reciben tan a menudo en la pesca de ballenas, que se consideran como mero juego de niños. Alguien se quita una blusa, y el agujero queda tapado.

Tercero: no puedo demostrarlo, pero me parece que en el cetáceo el sentido del tacto está concentrado en la cola, pues, en ese aspecto, hay allí una delicadeza sólo igualada por la exquisitez de la trompa del elefante. Esa delicadeza se evidencia principalmente en la acción de barrer, cuando, con virginal amabilidad, la ballena, con, blanda lentitud, mueve su inmensa cola de lado a lado por la superficie del mar, y si nota solamente la patilla de un marinero ¡ay de aquel marinero, con patillas y todo! ¡Qué ternura hay en ese toque preliminar! Si su cola tuviera alguna capacidad prensil, me recordaría completamente al elefante de Darmonodes que frecuentaba el mercado de flores, y con profundas reverencias ofrecía ramilletes a las damiselas, acariciándoles luego la cintura. En más de un aspecto, es una lástima que la ballena no tenga en la cola esa capacidad prensil, pues he oído hablar de otro elefante que, al ser herido en el combate, echó atrás la trompa y se sacó el dardo.

Cuarto: al acercarse inadvertidos a la ballena, en la imaginada seguridad en medio de los mares solitarios, la encontraréis descargada del vasto peso de su dignidad, y, como un gatito, jugando por el océano como si fuera el rincón de la chimenea. Pero seguís viendo su fuerza en ese juego. Las anchas palmas de su cola se agitan, altas, en el aire, y luego, golpeando la superficie, resuena en millas y millas el poderoso estampido. Casi creeríais que se ha descargado un gran cañón, y si observarais la leve guirnalda de vapor que surge de su agujero en el otro extremo, pensaríais que era el humo del oído.

Quinto: como en la habitual postura de flotación del leviatán la cola queda considerablemente por debajo del nivel del lomo, se pierde por completo de vista bajo la superficie, pero cuando se va a zambullir en las profundidades, la cola entera, así como por lo menos treinta pies de su cuerpo, se levantan irguiéndose en el aire, y quedan así vibrando un momento, hasta que se hunden rápidamente, perdiéndose de vista. Salvo el sublime salto —que se describirá en otro lugar—, esta elevación de la cola de la ballena es quizá el espectáculo más grandioso que se puede ver en toda la naturaleza animada. Desde las profundidades insondables, la gigantesca cola parece querer agarrarse espasmódicamente al más alto cielo. Así, en sueños, he visto al majestuoso Satán alzando su atormentada garra colosal desde el llameante Báltico del Infierno. Pero al observar tales escenas, todo es cuestión del humor que tengáis: si es el dantesco, pensaréis en los demonios; si es el de Isaías, en los arcángeles. Estando en el mastelero de mi barco durante un amanecer que ponía carmesíes al cielo y el mar, vi una vez a oriente una gran manada de ballenas, que se dirigían todas hacia el sol, y vibraban por un momento en concierto con las colas erguidas. Según me pareció entonces, jamás se ha visto tan grandiosa forma de adoración a los dioses, ni aun en Persia, patria de los adoradores del fuego. Como lo atestiguó Ptolomeo Philopater sobre el elefante africano, yo lo atestigüé entonces sobre la ballena, declarándola el más devoto de los seres. Pues, según el rey Juba, los elefantes militares de la antigüedad a menudo saludaban a la mañana con las trompas levantadas en el más profundo silencio.

La ocasional comparación, en este capítulo, entre la ballena y el elefante, en la medida en que se trata de la cola de la una y de la trompa del otro, no debería tender a poner esos dos órganos opuestos en plano de igualdad, y mucho menos a los animales a que respectivamente pertenecen. Pues así como el más poderoso elefante es sólo un perrillo terrier al lado del leviatán, igualmente comparada con la cola del leviatán, su trompa es sólo el tallo de un lirio. El más horrible golpe de la trompa del elefante sería como el golpecito juguetón de un abanico, comparado con el inconmensurable aplastamiento y la opresión de la pesada cola del cachalote, que en frecuentes casos ha lanzado al aire, una tras otra, enteras lanchas con todos sus remos y tripulaciones, igual que un prestidigitador indio lanza sus bolas.

Cuanto más considero esta poderosa cola, más deploro mi incapacidad para expresarla. A veces hay en ella gestos que, aunque agraciarían muy bien la mano del hombre, siguen siendo por completo inexplicables. A veces, en una manada entera, son tan notables esos gestos misteriosos que he oído que algunos cazadores los declaraban afines a los signos y símbolos de la francmasonería; incluso, que la ballena, por ese método, conversaba inteligentemente con el mundo. Y no faltan otros movimientos de la ballena en el conjunto de su cuerpo, llenos de extrañeza, e inexplicables para su más experto asaltante. Por mucho que la diseccione, pues, no paso de la profundidad de la piel; no la conozco, y jamás la conoceré. Pero si no conozco siquiera la cola de esta ballena, ¿cómo comprender su cabeza? Y mucho más: ¿cómo comprender su cara, si no tiene cara? Verás mis partes traseras, mi cola, parece decir, pero mi cara no se verá. Pero no puedo distinguir bien sus partes traseras, y por mucho que ella sugiera sobre su cara, vuelvo a decir que no tiene cara.

Capítulo LXXXVII


LA GRAN ARMADA


La larga y estrecha península de Malaca, extendiéndose al sudeste de los territorios de Birmania, forma el extremo más meridional de toda Asia. En línea continua, desde esta península, se extienden las largas islas de Sumatra, Java, Bali y Timor, las cuales, con otras muchas, forman una vasta mole o bastión que conecta a lo largo de Asia con Australia, y separa el océano índico, ininterrumpido en tanta extensión, de los archipiélagos orientales, densamente tachonados. Ese bastión está traspasado por varias surtidas, para uso de barcos y ballenas, entre las cuales destacan los estrechos de la Sonda y de Malaca. Principalmente, el estrecho de la Sonda es por donde los barcos que se dirigen a China desde el oeste emergen hacia los mares de la China.

El angosto estrecho de la Sonda separa a Sumatra de Java, y, situado a medio camino en este vasto bastión de islas, con el contrafuerte del atrevido promontorio verde que los navegantes llaman cabo de Java, se parece no poco a la puerta central abierta a un imperio con grandes murallas. Y si se considera la inagotable riqueza de especias, de sedas, joyas, oro y marfil con que se enriquecen esas mil islas del mar oriental, parece una previsión significativa de la naturaleza que tales tesoros, por la misma disposición de la tierra, tengan al menos el aspecto, aunque sin eficacia, de estar guardados del rapaz mundo occidental. Las orillas del estrecho de la Sonda carecen de esas fortalezas dominadoras que guardan las entradas del Mediterráneo, del Báltico y de la Propóntide. A diferencia de los daneses, esos orientales no exigen el obsequioso homenaje de que arríen las gavias la interminable procesión de barcos que, viento en popa, a lo largo de siglos, de noche o de día, pasan entre las islas de Sumatra y Java, cargados con los más costosos cargamentos del oriente. Pero aunque renuncian libremente a semejante ceremonial, no renuncian en absoluto a su exigencia de un tributo más sólido. Desde tiempos inmemorables, las proas piratescas de los malayos, acechando entre las bajas sombras de las calas e islotes de Sumatra, han zarpado contra las embarcaciones que navegaban por el estrecho, y han exigido tributo a punta de espada. Aunque los repetidos castigos sangrientos que han recibido de manos de navegantes europeos recientemente han reprimido algo la audacia de estos corsarios, sin embargo, aun en los días presentes, oímos hablar de vez en cuando de barcos ingleses y americanos que en esas aguas han sido abordados y saqueados sin remordimientos.

Con un buen viento fresco, el Pequod se acercaba ahora a ese estrecho: Ahab tenía el propósito de pasar por él al mar de Java, y desde allí, en travesía hacia el norte, por aguas que se sabe que de vez en cuando frecuentan los cachalotes, pasar a lo largo de las islas Filipinas y ganar la lejana costa del Japón, a tiempo de la gran temporada de ballenería que allí habría. Por esos medios, el Pequod, en su circunnavegación, recorrería casi todas las zonas de pesquería ballenera conocidas en el mundo, antes de acercarse al ecuador en el Pacífico, donde Ahab, aunque se le escapara a su persecución en todos los demás sitios, contaba firmemente con dar batalla a Moby Dick en el mar que se sabía que frecuentaba más, y en una época en que podía suponerse del modo más razonable que andaría por allí.

Pero ¿ahora qué? En esta búsqueda en círculo, ¿Ahab no toca tierra? ¿Su tripulación bebe aire? Seguramente se detendrá por agua. No. Hace mucho tiempo ya que el sol, corriendo en su circo, va en carrera por su feroz anillo, y no necesita más sustento sino lo que hay en sí mismo. Así hace Ahab. Observad esto, también, en el ballenero. Mientras otros cascos van sobrecargados de materia ajena, para ser trasladada a muelles extranjeros, el barco ballenero, errando por el mundo, no lleva más carga que él mismo y la tripulación, sus armas y sus cosas necesarias. Tiene todo el contenido de un lago embotellado en su amplia sentina. Va lastrado de cosas útiles, y no, en absoluto, de inutilizable plomo en lingotes y enjunque. Lleva en sí años de agua; vieja y clara agua selecta de Nantucket, que, al cabo de tres años a flote, el hombre de Nantucket, en el Pacífico, prefiere beber, mejor que el salobre fluido, sacado el día antes en barriles, de los ríos peruanos o chilenos. De aquí que, mientras otros barcos quizá hayan ido de China a Nueva York, y vuelta, tocando en una veintena de puertos, el barco ballenero, en ese intervalo, tal vez no ha avistado un solo grano de tierra, y su tripulación no ha visto más hombres que otros navegantes a flote como ellos mismos. Así que si les dierais la noticia de que había llegado otro diluvio, ellos sólo contestarían: ¡Bueno, muchachos, aquí está el arca! Ahora, como se habían capturado muchos cachalotes a lo largo de la costa occidental de Java, en cercana vecindad al estrecho de la Sonda; y, más aún, como la mayor parte de la zona de alrededor estaba generalmente reconocida por los pescadores como excelente lugar para crucero, en consecuencia, al avanzar el Pequod cada vez más hacia el cabo de Java, se gritaba repetidamente a los vigías, amonestándoles a mantenerse bien alerta. Pero aunque pronto aparecieron a estribor de la proa las escolleras de la tierra, con verdes palmeras, y se olió, con complacida nariz, la fresca canela en el aire, no se señaló, sin embargo, ni un solo chorro. Renunciando casi a toda idea de encontrar caza por allí, el barco estaba a punto de meterse por el estrecho, cuando se oyó desde arriba el acostumbrado grito reconfortante, y no tardó en saludarnos un espectáculo de singular magnificencia. Pero aquí hay que advertir antes que, debido a la infatigable actividad con que últimamente han sido perseguidos por los cuatro océanos, los cachalotes, en vez de navegar sin falta en pequeños grupos separados, como en tiempos anteriores, se encuentran ahora frecuentemente en manadas extensas, que a veces abarcan tan gran multitud, que casi parecería que una numerosa nación de ellos hubiera jurado solemne alianza y pacto de mutua asistencia y protección. A esa congregación del cachalote en tan inmensas caravanas podría imputarse la circunstancia de que, en las mejores zonas de crucero, se puede, a veces, navegar durante semanas y meses seguidos sin ser saludado por un solo chorro, y luego, de repente, ser saludado por lo que a veces parece millares y millares. Desplegándose a ambos lados de la proa, a la distancia de unas dos o tres millas, y formando un gran semicírculo que abrazaba la mitad del liso horizonte, una cadena continua de chorros de cachalote se elevaba y centelleaba en el aire de mediodía. A diferencia de los chorros gemelos, derechos y verticales, de la ballena franca, que, separándose en lo alto, caen en dos ramas, como la abertura de las ramas caídas de un sauce, el chorro único del cachalote, lanzado hacia delante, presenta un denso matorral rizado de niebla blanca, que se eleva continuamente y cae a sotavento.

Vistos, pues, desde la cubierta del Pequod, al levantarse éste en una alta colina del mar, esa hueste de chorros vaporosos, elevándose y rizándose por separado en el aire, y observados a través de una atmósfera fundida de neblina azulada, parecían las mil alegres chimeneas de alguna densa metrópoli, observada en una aromada mañana otoñal por un jinete desde una altura.

Como unos ejércitos en marcha, al acercarse a un hostil desfiladero en la montaña, aceleran la marcha, ansiosos todos de dejar atrás ese peligroso paso, y después vuelven a extenderse por la llanura con relativa seguridad, así, igualmente, esa vasta flota de cetáceos parecía ahora apresurarse a pasar al estrecho, reduciendo poco a poco las alas de su semicírculo, y nadando en un bloque macizo, aunque aún en forma de media luna.

Desplegadas todas las velas, el Pequod se apresuró a perseguirles: los arponeros blandían sus armas, y daban alegres gritos desde las proas de las lanchas aún suspendidas. Sólo con que se mantuviera el viento, tenían escasas dudas de que la enorme hueste, perseguida a través de ese estrecho de la Sonda, no haría más que desplegarse en los mares orientales para presenciar la captura de no pocos de su número. Y ¿quién podría decir si, en esa caravana reunida, no estaría nadando temporalmente el propio Moby Dick, como el adorado elefante blanco en la procesión de coronación de los siameses? Así, desplegando ala sobre ala, seguimos navegando, con esos leviatanes empujados por delante de nosotros, cuando, de repente, se oyó la voz de Tashtego, que llamaba ruidosamente la atención a algo en nuestra estela. En correspondencia a la media luna a proa, observamos otra a popa. Parecía formada de vapores blancos separados, elevándose y cayendo, algo así como los chorros de los cetáceos, pero no llegaban a subir y bajar por completo, pues se cernían constantemente sin desaparecer por fin. Apuntando su catalejo a ese espectáculo, Ahab giró rápidamente en su agujero de pivote, gritando:

—¡Eh, arriba, a guarnir amantes, y cubos para mojar las velas! ¡Son malayos, que nos persiguen!

Como si hubieran acechado mucho tiempo detrás de los promontorios, hasta que el Pequod hubiese entrado del todo por el estrecho, esos bribones de asiáticos ahora venían en ardiente persecución, para compensar su tardanza cautelosa. Pero cuando el rápido Pequod, con fresco viento en popa, estaba a su vez en plena persecución ¡qué amable por la parte de esos atezados filántropos ayudarle a tomar velocidad en su propia persecución elegida, como simples fustas y espuelas que eran para él! Una idea semejante a ésa parecía tener Ahab con el catalejo bajo el brazo, mientras recorría la cubierta; en la ida a proa, observando a los monstruos a los que pretendía dar caza, y en la vuelta a los piratas, ávidos de sangre, que le perseguían a él. Y al mirar las verdes paredes del desfiladero acuático en que navegaba entonces el barco, y al pensar que a través de esa puerta se abría la ruta hacia su venganza, y al ver cómo por esa misma puerta iba ahora persiguiendo y perseguido hacia su fin mortal, y no sólo eso, sino al ver cómo una manada de piratas salvajes y sin remordimientos y de diablos ateos e inhumanos le iban aclamando en su marcha con maldiciones; al pasar por su cerebro todas esas ideas, la frente de Ahab quedó mustia y arrugada, como la playa de arena negra después que una marea tempestuosa la ha roído sin poder arrancar lo sólido de su sitio. Pero pensamientos como éstos turbaban a muy pocos de la temeraria tripulación, y cuando, tras dejar cada vez más atrás a los piratas, el Pequod pasó al fin junto a la Punta de la Cacatúa, de vívido verde, en el lado de Sumatra, y salió al fin a las anchas aguas de más allá, entonces, los arponeros parecieron más afligidos porque las rápidas ballenas hubieran aventajado tan victoriosamente a los malayos. Sin embargo, al continuar en la estela de los cetáceos, por éstos parecieron disminuir su velocidad: poco a poco el barco se les acercó, y, como el viento caía ahora, se dio orden de arriar las lanchas. Pero en cuanto la manada, por algún supuesto instinto admirable del cachalote, se dio cuenta de las tres quillas que les perseguían —aunque todavía a una milla por detrás—, todos volvieron a reunirse, y formaron en estrechas filas y batallones, de modo que sus chorros parecían completamente líneas centelleantes de bayonetas caladas, al avanzar con redoblada velocidad.

Quedándonos en camisa y calzoncillos, saltamos a tomar el fresno, y al cabo de varias horas de remo, casi estábamos dispuestos a renunciar a la persecución, cuando una general conmoción de parada entre los cetáceos dio señales estimulantes de que ahora estaban por fin bajo el influjo de esa extraña perplejidad de irresolución inerte, que, cuando los pescadores lo perciben en la ballena, dicen que está aterrada, gallied. Las compactas columnas marciales en que hasta entonces habían nadado los cachalotes con rapidez y firmeza, ahora se rompían en una desbandada sin medida, y, como los elefantes del rey Poro en la batalla con Alejandro en la India, parecían enloquecer de consternación. Extendiéndose por todas direcciones en vastos círculos irregulares, y nadando sin objetivo de acá para allá, mostraban claramente su agitación de pánico. Eso lo evidenciaban aún más extrañamente aquéllos, que como completamente paralizados, flotaban inermes como barcos desarbolados y anegados. Si esos leviatanes no hubieran sido más que un rebaño de sencillas ovejas, perseguidas en el prado por tres lobos feroces, no podrían haber mostrado posiblemente tan enorme consternación. Pero esta timidez ocasional es característica de casi todos los animales gregarios. Aunque reunidos en decenas de millares, los bisontes del oeste, con sus melenas de león, han huido ante un jinete solitario. Testigos, también, todos los seres humanos, cuando, reunidos en rebaño en el redil de la platea de un teatro, a la menor alarma de fuego se precipitan en tumulto a las salidas, agolpándose, pisoteándose, aplastándose y dándose golpes sin piedad uno a otro hasta la muerte. Mejor, pues, contener todo asombro ante los cetáceos extrañamente aterrados que tengamos delante, pues no hay locura de los animales de este mundo que no quede infinitamente superada por la locura de los hombres. Aunque muchos de los cachalotes, como se ha dicho, estaban en violenta agitación, ha de observarse sin embargo que, en conjunto, la manada ni avanzaba ni retrocedía, sino que permanecía toda ella en el mismo sitio. Como es costumbre en tales casos, las lanchas se separaron en seguida, cada cual persiguiendo a un solo cetáceo en los bordes del rebaño. Al cabo de unos tres minutos, Queequeg disparó el arpón; el pez herido nos lanzó cegadora espuma a la cara, y luego, escapándose de nosotros como la luz, se fue derecho al centro de la manada. Aunque tal movimiento, por parte del cachalote, sorprendía en tales circunstancias, no dejaba de ningún modo de tener precedentes; incluso, casi siempre se cuenta más o menos con él, pero constituye una de las vicisitudes más peligrosas de la pesca. Pues cuando el rápido monstruo os arrastra cada vez más profundamente dentro de la frenética manada, decís adiós a la vida circunspecta y sólo existís en un latir delirante.

Mientras, ciego y sordo, el cachalote se lanzaba adelante, como para librarse, a pura fuerza de velocidad, de la sanguijuela de hierro que se le había pegado; mientras desgarrábamos así una blanca abertura en el mar, amenazados por todas partes en nuestro vuelo por los enloquecidos animales que se precipitaban de un lado a otro alrededor de nosotros, nuestra sitiada lancha era como un barco asaltado por islas de hielo en una tempestad, que trata de abrirse paso por sus complicados canales y estrechos, sin saber en qué momento podrá quedar encerrado y aplastado.

Pero sin asustarse en absoluto, Queequeg nos gobernó valientemente, unas veces desviándose de un monstruo que se nos cruzaba por delante en nuestra ruta, otras veces apartándose de otro cuya colosal cola se suspendía sobre nuestras cabezas, mientras, durante todo el tiempo, Starbuck se erguía en la proa, lanza en mano, apartando del camino con sus lanzadas a todos los cachalotes a los que podía alcanzar con disparos cortos, pues no había tiempo para hacerlos largos. Y no estaban nada ociosos los remeros, aunque su obligación habitual ahora no era necesaria en absoluto: se ocupaban principalmente de la parte de gritos del asunto.

—¡Quita de en medio, Comodoro! —gritó uno a un gran dromedario que de repente surgió entero a la superficie y por un momento amenazó con inundarnos.
—Baja la cola, ¡eh! —gritó otro a otro, que, cerca de nuestra regala, parecía refrescarse tranquilamente con su extremidad en forma de abanico.

Todas las lanchas balleneras transportan ciertos adminículos curiosos, inventados por los indios de Nantucket, que se llaman druggs. De gruesos cuadrados de madera de igual tamaño están sujetos sólidamente, de modo que sus fibras se cruzan en ángulo recto; luego se amarra un cable de considerable longitud al centro de ese bloque mientras que el otro extremo, en un lazo, puede atarse en un momento a un arpón. Este drugg se usa principalmente con las ballenas aterradas. Pues entonces hay cerca y alrededor más cetáceos de los que es posible perseguir al mismo tiempo. Pero no todos los días se encuentran cachalotes: así que, mientras se puede, hay que matar todos los que quepa. Y si no se les puede matar a todos a la vez, es preciso meterles el plomo en el ala, de modo que luego puedan ser muertos con tranquilidad. De aquí que en momentos como éstos resulte útil el drugg. Nuestra lancha estaba provista de tres. El primero y el segundo se lanzaron con éxito, y vimos a los cachalotes escapar vacilantes, entorpecidos por la enorme resistencia lateral del drugg a remolque. Estaban impedidos como malhechores con la cadena y la bola. Pero, al lanzar el tercero, se pilló bajo una de las bancadas de la lancha, y en un momento la arrancó y se la llevó, tirando al remero en el fondo de la lancha, al escapársele el asiento de debajo. El agua entró por ambos lados, por las tablas heridas, pero metimos dos o tres camisas y calzoncillos, tapando así las vías de agua por el momento.

Hubiera sido casi imposible disparar esos arpones con druggs de no ser porque, al avanzar por la manada, disminuía mucho la marcha de nuestro cachalote; además, al alejarnos cada vez más de la agitada periferia, los terribles desórdenes parecían extinguirse. Así que, cuando por fin el arpón se salió con las sacudidas, y el cachalote que nos remolcaba se desvaneció a un lado, entonces, con la fuerza decreciente del impulso de la separación, nos deslizamos entre dos cetáceos hasta la parte más central de la manada, como si, desde un torrente montañoso, nos hubiéramos deslizado a un sereno lago en el valle. Allí se oían, pero no se sentían, las tormentas entre los rugientes barracones de las ballenas de los bordes. En esa extensión central el mar presentaba la suave superficie, como de raso, que llaman una mancha de calma, producida por la suave lluvia que lanza el cetáceo en su estado de ánimo más tranquilo. Sí, ahora estábamos en esa calma encantada que se dice que se esconde en el corazón de toda agitación. Y sin embargo, en la agitada lejanía, observábamos los tumultos de los concéntricos círculos exteriores, y veíamos sucesivos grupos de cetáceos, con ocho o diez en cada uno que daban vueltas rápidamente, como multiplicados tiros de caballos en una pista, y tan apretados hombro con hombro que un titánico jinete de circo hubiera podido haberse puesto encima de los de en medio, girando así sobre sus lomos. Debido a la densidad de la multitud de ballenas en reposo que rodeaban más de cerca el eje cerrado de la manada, no se nos ofrecía por el momento una ocasión posible de escape. Debíamos acechar una grieta en la muralla viva que nos cercaba: la muralla sólo nos había dejado paso para encerrarnos. Manteniéndose en el centro de ese lago, de vez en cuando nos visitaban vacas y terneras, pequeñas y mansas: las mujeres y los niños de esa hueste en tumulto.

Ahora, incluyendo los anchos intervalos ocasionales entre los círculos culos exteriores giratorios, e incluyendo los espacios entre las diversas manadas en cualquiera de esos círculos, el área total en esa coyuntura, que abarcaba la entera multitud, debía contener por lo menos dos o tres millas cuadradas. En cualquier caso—aunque, desde luego, semejante prueba en semejante momento tal vez sería ilusoria—, se podían observar, desde nuestra baja lancha, chorros que parecían elevarse casi desde el borde del horizonte. Menciono esta circunstancia porque, como si las vacas y terneros hubieran quedado encerrados adrede en este redil interior, y como si la ancha extensión de la manada les hubiera impedido hasta entonces saber la causa exacta de su detención, o, posiblemente, por ser tan jóvenes, tan ingenuos, y en todos sentidos tan inocentes e inexpertos, por lo que quiera que fuese, esos cetáceos menores —que de vez en cuando venían desde el borde del lago a visitar a nuestra lancha en calma— evidenciaban una notable confianza y falta de miedo, o, si no, un pánico inmóvil y hechizado ante el cual era imposible no maravillarse. Como perros domésticos, venían a olfatear a nuestro alrededor, hasta nuestras mismas regalas, tocándolas; de modo que casi parecía que algún encanto les había domesticado de repente. Queequeg les daba golpecitos en la frente; Starbuck les rascaba el lomo con la lanza, pero, temeroso de las consecuencias, por el momento se contenía de dispararla.

Pero muy por debajo de ese maravilloso mundo de la superficie, nuestros ojos encontraron otro aún más extraño, al mirar sobre la borda. Pues, suspendidas en esas bóvedas acuosas, flotaban las figuras de las madres nutricias de los cetáceos, y de aquellas que, por su enorme circunferencia, parecían próximas a ser madres. El lago, como he sugerido, era muy transparente hasta una considerable profundidad; y, así como los lactantes humanos, mientras maman, miran de modo tranquilo y fijo lejos del pecho, igual que si llevaran dos vidas diferentes a un tiempo, y, a la vez que toman alimento mortal, disfrutaran en espíritu el festín de alguna reminiscencia supraterrenal, del mismo modo los pequeños de esos cetáceos parecían levantar su mirada hacia nosotros, pero no hacia nosotros, como si sólo fuéramos una brizna de alga ante su mirada recién nacida. Flotando a su lado, también las madres parecían observarnos tranquilamente. Uno de esos pequeños lactantes, que por ciertos curiosos signos parecía tener apenas un día de vida, podría haber medido unos catorce pies de longitud y unos seis pies de cintura. Era bastante travieso, aunque todavía su cuerpo parecía haberse recuperado escasamente de esa irritante posición que había ocupado hasta hacía poco en el retículo maternal, donde, cabeza con cola, y dispuesto para el salto final, el cetáceo nonato yace doblado como un arco de tártaro. Las delicadas aletas laterales y las palmetas de la cola aún conservaban fresco el aspecto arrugado y alforzado de las orejas de un niño recién llegado de extrañas regiones.

—¡Soltad, soltad cable! —gritó Queequeg, mirando sobre la regala—: ¡está sujeto, está sujeto! ¿Quién tirar él, quién dar él? ¡Dos cachalotes; uno grande, uno pequeño!
—¿Qué te pasa, hombre? —gritó Starbuck.
—Mire ahí —dijo Queequeg, señalando hacia abajo.

Como cuando la ballena herida, después de haber desenrollado del barril cientos de brazas de cable, y después de zambullirse profundamente, vuelve a subir a flote, y muestra el cable aflojado subiendo ligero y en espirales hacia el aire, así vio ahora Starbuck largos rollos del cordón umbilical de Madame Leviatán, que parecían sujetar todavía al joven cachorro a su mamá. No es raro que, en las rápidas vicisitudes de la persecución, ese cable natural, con su extremo maternal suelto, se enrede con el de cáñamo, de tal modo que el cachorro quede preso. Algunos de los más sutiles secretos de los mares parecían revelársenos en ese estanque encantado. Vimos en la profundidad juveniles amores leviatánicos.

Y así, aunque rodeados por círculos y círculos de consternaciones y horrores, esos inescrutables animales se entregaban en el centro, con libertad y sin miedo, a todos los entretenimientos pacíficos: sí, se gozaban serenamente en abrazos y deleites. Pero precisamente así, en el ciclónico Atlántico de mi ser, yo también me complazco en mi centro en muda calma, y mientras giran a mi alrededor pesados planetas de dolor inextinguible, allá en lo hondo y tierra adentro, sigo bañándome en eterna suavidad de gozo.

Mientras que nosotros quedábamos en tal éxtasis, los repentinos y ocasionales espectáculos frenéticos a distancia evidenciaban la actividad de las otras lanchas, aún ocupadas en lanzar druggs a los cachalotes del borde de la hueste, o posiblemente, en continuar su guerra dentro del primer círculo, donde se le ofrecía abundancia de espacio y algunos retiros convenientes. Pero la visión de los rabiosos cachalotes con los druggs, disparándose de vez en cuando ciegamente a través de los círculos no era nada al lado de lo que por fin se ofreció a nuestros ojos. A veces es costumbre cuando se ha hecho presa en un cetáceo más poderoso y alerta de lo común tratar de desjarretarle por decirlo así cortando o hiriendo su gigantesco tendón de cola. Esto se hace disparando una azada de descuartizamiento de mango corto sujeta con una cuerda para recuperarla otra vez. Un cetáceo herido en esa parte (según supimos después) pero al parecer sin eficacia se había desprendido de la lancha llevándose consigo la mitad del cable del arpón; y en la terrible agonía de la herida daba golpes ahora entre los círculos giratorios como el solitario jinete desesperado Arnold en la batalla de Saratoga llevando el terror a donde quiera que iba. Pero, aun con todo lo angustiosa que era la herida de este cachalote y lo terrible que era ese espectáculo, en todos los sentidos, sin embargo, el peculiar horror que parecía inspirar al resto de la manada era debido a una causa que al principio no nos dejó ver clara la distancia interpuesta. Pero al fin percibimos que, por uno de los imprevisibles accidentes de la pesca, ese cachalote se había enredado con el cable arponero que remolcaba y además se había escapado con la azada de descuartizamiento dentro, y que, mientras el extremo libre del cable unido a esa arma se había quedado atrapado de modo fijo en las vueltas del cable arponero en torno a la cola, la propia azada de descuartizamiento se había desprendido de la carne. Así que, atormentado hasta la locura, agitando violentamente su flexible cola y lanzando la afilada azada a su alrededor, hería y asesinaba a sus propios compañeros.

Este terrible objeto pareció hacer salir a toda la manada de su espanto estático. Primero, los cachalotes del borde de nuestro lago empezaron a agruparse un poco y a entrechocarse unos contra otros, como elevados por olas medio extinguidas desde lejos; luego, el propio lago empezó levemente a hincharse y mecerse; se desvanecieron las alcobas nupciales y los cuartos de niño bajo el mar; en órbitas cada vez más estrechas, los cachalotes de los círculos centrales empezaron a nadar en grupos cada vez más densos. Sí, se acababa la larga calma. Pronto se oyó un sordo zumbido que avanzaba, y luego, como las masas tumultuosas de hielo cuando el gran río Hudson se rompe en primavera, la entera hueste de ballenas llegó entrechocándose hasta su centro interior, como para amontonarse en una montaña común. Al momento, Starbuck y Queequeg cambiaron sus sitios, y Starbuck se puso a popa.

—¡Remos, remos! —susurró con intensidad, agarrando la caña—, empuñad los remos, y apretaos el alma, ¡venga! ¡Atención, muchachos, por Dios! ¡Quita de ahí a ese cachalote, Queequeg! ¡Pínchale, dale! ¡Levanta, levanta y quédate así! ¡Adelante, hombres; remad, muchachos; no os preocupéis de vuestra espalda... rascadla! ¡Despellejaos las espaldas!

La lancha quedaba ahora casi atrancada entre dos vastas masas negras, que dejaban unos estrechos Dardanelos entre sus largas extensiones. Pero, con desesperado esfuerzo, por fin salimos disparados a una abertura momentánea, retirándonos entonces rápidamente, y a la vez buscando con ansia otra salida. Tras de varias semejantes escapatorias por un pelo, nos deslizamos al fin con rapidez a lo que acababa de ser uno de los círculos exteriores, pero que ahora cruzaban cetáceos dispersos, todos ellos dirigiéndose violentamente al mismo centro. Esta feliz salvación se adquirió muy barato al precio de la pérdida del sombrero de Queequeg, a quien, de pie en la proa para pinchar a los cachalotes fugitivos, se le había llevado limpiamente el sombrero de la cabeza el torbellino de aire producido por el súbito lanzamiento de una ancha cola cerca de él.

Aun tan agitada y desordenada como era ahora la conmoción general, pronto se resolvió en lo que parecía un movimiento sistemático, pues, congregados todos por fin en un solo cuerpo macizo, renovaron su fuga hacia delante con aumentada ligereza. Era inútil seguir persiguiéndoles, pero las lanchas todavía se mantuvieron en su estela para recoger a los cachalotes con druggs que pudieran quedarse atrás, y asimismo para asegurar a uno que Flask había matado y marcado. La marca es un palo con gallardete del cual se llevan dos o tres en cada lancha, y cuando hay a mano caza de sobra, se insertan verticalmente en el cuerpo flotante de una ballena muerta, tanto para marcar su posición en el mar cuanto para señalar la posesión anterior si se acercan las lanchas de algún otro barco.

El resultado de esa arriada de las lanchas ilustró bastante el sagaz proverbio de la pesca:
a más ballenas, menos pesca. De todos los cetáceos con druggs, sólo se capturó uno. Los demás se las arreglaron para escaparse por el momento, aunque sólo para ser capturados, como se verá después, por una nave diversa del Pequod.




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