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viernes, 28 de diciembre de 2012

Moby Dick - CXXIV, CXXV, CXXVI, CXXVII y CXXVIII - Herman Melville

Viene de "Moby Dick - CXVII, CXVIII, CXIX, CXX, CXXI, CXXII y CXXIII - Herman Melville"




Capítulo CXXIV


LA AGUJA

A la mañana siguiente, el mar, aún no sosegado, se agitaba en largas y lentas olas de poderosa mole, y, agolpándose en el gorgoteante rastro de Pequod, lo empujaba como las manos extendidas de un gigante. La fuerte brisa sin vacilación era tan abundante que el cielo y el aire parecían vastas velas panzudas: el mundo entero corría viento en popa. Velado en la plena luz matinal, el invisible sol se daba a conocer sólo por la difusa intensidad de su sitio, de donde las bayonetas de sus rayos salían en haces. Por encima de todo reinaban blasones como de coronados reyes y reinas babilónicos. El mar era un crisol de oro fundido, que saltaba en burbujas con luz y calor.

Observando largamente un silencio encantado, Ahab se mantenía aparte, y cada vez que el barco balanceante hacía bajar el bauprés, volvía a mirar los claros rayos del sol lanzados por delante; y cuando se agachaba profundamente por la popa, se volvía atrás, y veía el lugar del sol a retaguardia, y cómo los mismos rayos amarillos se fundían con su estela sin desvío.

—¡Ah, ah, barco mío! Se te podría tomar muy bien por el carro marino del sol. ¡Oh, oh, vosotras, todas las naciones ante mi proa, os llevo el sol! Enyugad aquellas olas: ¡hola! Conduzco el mar como un tiro de caballos.

Pero de repente se refrenó por algún pensamiento contrario, se apresuró al timón, preguntando roncamente qué rumbo llevaba el barco.

—Este-Sud-Este, capitán —dijo el asustado timonel.
—¡Mientes! —golpeándole con el puño cerrado—. ¿Rumbo al este a estas horas de la mañana y con el sol a popa?

Ante esto, todo el mundo quedó confundido, pues el fenómeno recién observado de Ahab se les había escapado inexplicablemente a todos los demás, aunque la causa debía ser la misma palpabilidad cegadora.

Metiendo la mitad de la cabeza en la bitácora, Ahab lanzó una ojeada a las brújulas; su brazo levantado cayó lentamente, y por un momento pareció casi tambalearse. Detrás de él, Starbuck miró y ¡ved! las dos brújulas señalaban este, mientras que el Pequod, sin duda, iba al oeste.

Pero antes que se pudiera extender entre la tripulación la primera alarma loca, el viejo exclamó, con rígida risa:

—¡Ya lo tengo! Ha ocurrido otras veces. Starbuck, los rayos de anoche, han invertido nuestras brújulas... eso es todo. Creo que otras veces habrás oído hablar de tal cosa.
—Sí, capitán, pero no me había ocurrido nunca —dijo sombríamente el pálido oficial. Aquí es preciso decir que accidentes como éste, en más de un caso, han ocurrido a barcos en violentas tempestades. La energía magnética que se despliega en la aguja de navegar es, como todos saben, esencialmente la misma que la electricidad observada en el cielo, por lo que no hay que asombrarse mucho de que pasen tales cosas. En casos en que el rayo ha caído efectivamente sobre el barco, destruyendo algunas de las vergas y jarcias, el efecto en la aguja ha sido a veces aún más pernicioso: toda su virtud magnética ha quedado aniquilada, de modo que el acero, antes magnetizado, ya no servía más que la aguja de zurcir de una vieja comadre. Pero en un caso y en otro, la aguja nunca vuelve, por sí misma, a recobrar la virtud original así estropeada o perdida; y si son afectadas
las brújulas de la bitácora, la misma suerte alcanza a todas las demás que pueda haber en el barco, aun la más profunda, inserta en la sobrequilla. Plantado deliberadamente ante la bitácora, y observando las agujas invertidas, el viejo, con la punta de la mano extendida, tomó entonces la posición exacta del sol, y se cercioró de que las agujas estaban exactamente invertidas, gritando sus órdenes para que se cambiara en consecuencia el rumbo del barco. Las vergas se pusieron a barlovento, y una vez más, el Pequod lanzó su impertérrita proa al viento opuesto, pues el que se supuso propicio no había hecho más que burlarse de él.

Mientras tanto, cualesquiera que fueran sus secretos pensamientos, Starbuck no decía nada, sino que daba tranquilamente las órdenes necesarias, mientras Stubb y Flask —que en pequeña medida parecían compartir sus sentimientos— asentían igualmente sin murmurar. En cuanto a los marineros, aunque algunos de ellos gruñían sordamente, su miedo a Ahab era mayor que su miedo al destino. Pero, como siempre, los arponeros paganos permanecieron casi totalmente sin impresionar, o si se impresionaron, fue sólo con un cierto magnetismo metido en sus corazones afines por el inflexible Ahab.

Durante algún tiempo, el viejo recorrió la cubierta en ensueños vacilantes. Pero al resbalar por casualidad con su talón de marfil, vio los aplastados tubos de cobre del cuadrante que el día antes había aplastado contra la cubierta.

—¡Tú, pobre y soberbio observador del cielo y piloto del sol! Ayer te destrocé, y hoy las brújulas querían haberme destrozado a mí. Eso, eso. Pero Ahab todavía es señor del plano imán. Starbuck, una lanza sin palo, una mandarria y la más pequeña de las agujas del velero. ¡Pronto!

Añadiéndose, quizá, al impulso que dictaba lo que iba a hacer, había ciertos motivos de prudencia cuyo objeto podría haber sido reanimar los ánimos de los tripulantes con un golpe de su sutil habilidad, en un asunto tan prodigioso como el de las brújulas invertidas. Además, el viejo sabía muy bien que seguir el rumbo con agujas invertidas, no era cosa, aunque toscamente practicable, que hubiera de ser admitida por marineros supersticiosos sin algunos estremecimientos y malos presagios.

—Muchachos —dijo, volviéndose firmemente hacia la tripulación, cuando el oficial le entregó las cosas que había perdido—: muchachos, el rayo ha cambiado las agujas del viejo Ahab; pero, con este trozo de acero, Ahab puede hacerse una que señalará tan segura como cualquiera.

Al decir esto, entre los marineros se cambiaron miradas avergonzadas de asombro servil, y con ojos fascinados aguardaron la magia que viniera a continuación. Pero Starbuck apartó la mirada.

Con un golpe de martillo, Ahab sacó de la lanza la punta de acero y luego, dándole al oficial la larga vara de hierro que quedaba, le mandó que la sostuviera derecha sin que tocara la cubierta. Entonces, con el martillo, tras de golpear repetidamente la parte superior de esa vara de hierro, colocó la aguja despuntada en su extremo, y la martilló varias veces, con menos fuerza, mientras el oficial seguía sosteniendo la vara como antes. Luego, realizando varios extraños movimientos con ello —no es seguro si eran indispensables a la magnetización de la aguja, o si estaban simplemente destinados a
aumentar la reverencia de los tripulantes— pidió hilo de lino, y, acercándose a la bitácora, sacó las dos agujas invertidas y suspendió horizontalmente la aguja de vela por la mitad sobre una de las rosas de los vientos. Al principio, el acero dio vueltas y vueltas, temblando y vibrando por los dos extremos, pero al fin se fijó en su sitio; entonces Ahab, que había observado atentamente el resultado, se echó atrás decididamente de la bitácora, y señalando a ella con su brazo extendido, exclamó:

—¡Mirad vosotros mismos si Ahab no es señor de la piedra imán! El sol está al este, y esta brújula lo jura.

Uno tras otro se asomaron, pues sólo sus propios ojos podían convencer a una ignorancia como la suya, y uno tras otro se marcharon. Entonces se vio a Ahab en todo su fatal orgullo, con sus fieros ojos de desprecio y triunfo.

Capítulo CXXV


LA CORREDERA Y EL CORDEL


En tanto tiempo como el predestinado Pequod llevaba navegando en este viaje, la corredera y el cordel se habían usado muy rara vez. Debido a una confianza tranquila en otros medios de determinar la situación de la nave, algunos barcos mercantes y muchos balleneros, especialmente en crucero, desdeñan por completo echar la corredera, aunque al mismo tiempo, y a menudo más por cubrir las formas que por otra cosa, anotan regularmente en la habitual pizarra el rumbo mantenido por el barco, así como la presunta media de avance en cada hora. Así había pasado con el Pequod. El carretel de madera, con la angular corredera, pendían, sin tocar desde hace mucho, debajo mismo del pasamanos de las batayolas de popa. Lluvias y salpicaduras los habían humedecido; el sol y el viento los habían torcido: todos los elementos se habían conjurado para pudrir una cosa que colgaba tan ociosa. Pero sin prestar atención a nada de esto, Ahab fue invadido por su humor, al mirar por casualidad el carretel, pocas horas después de la escena de la brújula, y recordó que ya no había cuadrante, y rememoró su frenético juramento sobre la corredera y el cordel. El barco navegaba a zambullidas; a popa, las olas se mecían amotinadas.

—¡Eh, a proa! ¡Echad la corredera! Vinieron dos marineros: el tahitiano de tez dorada y el de la isla de Man, con su pelo gris.
—Tomad el carretel, uno de vosotros; yo la echo.

Fueron al extremo de la popa, en el lado de sotavento, donde la cubierta, con la energía oblicua del viento, ahora casi se metía en el cremoso mar que huía de lado.

El de Man tomó el carretel, y sosteniéndolo en alto por los extremos salientes del mango del huso, en torno al cual se enrollaba el ovillo de cordel, se quedó así, con la corredera angular colgando, hasta que Ahab se adelantó hacia él.

Ahab se le puso delante, y ya desenrollaba ligeramente treinta o cuarenta vueltas para hacer un rollo preliminar en la mano y tirarlo por la borda, cuando el viejo de Man, que le observaba atentamente a él y al cordel, se atrevió a hablar.

—Capitán, no me fío de ello; este cordel parece muy pasado; el largo calor y la humedad lo han estropeado.
—Aguantará, señor mío. El largo calor y la humedad ¿acaso te han estropeado a ti? Pareces aguantar. O quizás es más verdad que la vida te aguanta a ti; no tú a ella.
—Yo aguanto el ovillo. Pero como quiera mi capitán. Con este pelo gris que tengo, no vale la pena discutir, sobre todo con un superior, que nunca se dará por vencido.
—¿Qué es eso? Aquí tenemos un catedrático remendado del Colegio de la Reina Naturaleza, de cimientos de granito; pero me parece que es demasiado sumiso. ¿Dónde has nacido?
—En la pequeña y rocosa isla de Man.
—¡Estupendo! Con eso has acertado en el blanco del mundo.
—Yo sólo sé, capitán, que he nacido allí.
—En la isla de Man, ¿eh? Bueno, de la otra manera, está bien. Aquí hay un hombre de Man; un hombre nacido en la antaño independiente Man, y ahora sin nada de Man; que es absorbido por... ¿por qué? ¡Arriba con el carrete! La pared cerrada y ciega, al fin choca con todas las cabezas que preguntan. ¡Arriba con él! Así.

Se echó la corredera. Los rollos sueltos se extendieron deprisa en un cordel arrastrado largamente a popa, y luego, al momento, el carretel empezó a girar. A su vez, levantada y bajada en sacudidas por las olas mecidas, la resistencia de la corredera a remolque hacía vacilar extrañamente al viejo del carretel.

—¡Sujeta fuerte!

¡Chac! El cordel, con el exceso de tensión, se extendió en largo festón: la corredera a remolque desapareció.

—Aplasto el cuadrante, el rayo invierte las agujas, y ahora el loco mar se lleva la corredera. Pero Ahab lo puede arreglar todo. Iza acá, tahitiano; tú, el de Man, enrolla. Y mirad que el carpintero haga otra corredera, y arregla tú el cordel. Ocúpate de eso.
—Ahí va ya; para él no ha pasado nada, pero para mí parece que se está saliendo el asador del eje del mundo. ¡Iza, iza, tahitiano! Esos cordeles corren enteros y en un momento: vuelven rotos y arrastrándose despacio. ¿Eh, Pip? Vienes a ayudar, ¿eh, Pip?
—¿Pip? ¿A quién llama usted Pip? Pip saltó de la lancha, Pip ha desaparecido. Vamos a ver ahora si todavía no le habéis pescado, pescador. Es duro de arrastrar; me parece que se ha agarrado.¡Sacúdele, tahitiano! Aquí no izamos cobardes a bordo. ¡Oh! Ahí está el brazo, saliendo a flor de agua. ¡Un hacha, un hacha! ¡Córtaselo...! Aquí no izamos cobardes a bordo. ¡Capitán Ahab, capitán!, ahí está Pip, tratando de subir otra vez a bordo. ¡Silencio, loco lunático! —gritó el de Man, agarrándole por el brazo—: ¡Fuera del alcázar!
—El mayor idiota siempre riñe al menor — murmuró Ahab, avanzando—: ¡Quita las manos de esa santidad! ¿Dónde decías que estaba Pip, muchacho?
—¡A popa, ahí, a popa, capitán! ¡Vea, vea!
—¿Y quién eres tú, muchacho? ¡No veo mi reflejo en las pupilas vacías de tus ojos! ¡Oh, Dios!, ¡que el hombre sea una cosa para que le pasen a través de las almas inmortales como por un cedazo! ¿Quién eres, muchacho?
—El campanero, capitán, el pregonero del barco: ¡tin, tan, tin! ¡Pip, Pip, Pip! Cien libras de tierra de recompensa por Pip: cinco pies de altura, aspecto cobarde: ¡se le conoce en seguida por eso! ¡Tin, tan, tin! ¿Quién ha visto a Pip el cobarde?
—No puede haber corazones por encima de la línea de las nieves. ¡Ah, helados cielos, inclinad aquí vuestra mirada! Vosotros engendrasteis a este desventurado niño, y le habéis abandonado, oh creativos libertinos. Aquí, muchacho; la cabina de Ahab será el hogar de Pip en lo sucesivo, mientras viva Ahab. Tú me tocas lo más hondo de las entrañas, muchacho; estás atado a mí por cuerdas tejidas con las fibras de mi corazón. Ven, vamos abajo.
—¿Qué es eso? Aquí hay piel de tiburón aterciopelada —observando atentamente la mano de Ahab, y tocándola—. ¡Ah, ya, si el pobre Pip hubiera tocado sólo una cosa tan cariñosa como ésta, quizá no se habría perdido nunca! Esto me parece, capitán, un guardamancebo: algo a que se pueden agarrar las almas débiles. Ah capitán, haga venir al viejo Perth y que remache juntas estas dos manos, la blanca y la negra, porque no la voy a soltar.
—¡Ah, muchacho, yo tampoco te soltaré, a no ser que con eso te vaya a arrastrar a peores horrores que los de aquí! Ven, entonces, a mi cabina. ¡Ved! los que creéis que en los dioses está toda la bondad, y en el hombre toda la maldad, ¡ved!, ved a los omniscientes dioses olvidados del hombre que sufre; y al hombre, aunque idiota y sin saber lo que hace, lleno de dulces cosas de cariño y gratitud. ¡Vamos! ¡Me siento más orgulloso llevándote de tu negra mano que si estrechara la de un emperador!
—Ahí van ahora dos chiflados —murmuró el viejo de Man—: uno chiflado de energía, el otro chiflado de debilidad. Pero aquí está el extremo del cordel podrido... todo goteante, además. ¿Arreglarlo, eh? Creo que sería mejor que pusiéramos otro cordel nuevo. Ya hablaré de eso con el señor Stubb.

Capítulo CXXVI

LA BOYA DE SALVAMENTO


Tomando ahora rumbo a sudeste, según el acero en vilo de Ahab, y con el avance solamente determinado por la corredera de Ahab, el Pequod continuaba su camino hacia el ecuador. En tan larga travesía, a través de aguas tan poco frecuentadas, sin señalar barcos, y antes de mucho tiempo, impelido por alisios constantes, sobre olas monótonamente benignas, todas estas cosas parecían las cosas extrañamente sosegadas que preludian a alguna escena amotinada y desesperada.

Al fin, cuando el barco se acercó al borde, por decirlo así, de la zona ecuatorial de pesca, y en la profunda oscuridad que precede al alba, navegando junto a un grupo de islotes rocosos, la guardia, mandada entonces por Flask— se sobresaltó con un grito tan plañideramente salvaje y sobrenatural —como los gemidos medio articulados de los fantasmas de todos los inocentes asesinados por Herodes— que, como un solo hombre, se sobresaltaron de sus ensueños, y quedaron, durante unos momentos, de pie, sentados o tendidos, todos escuchando en trance, como aquel esclavo romano de la escultura, mientras el loco grito seguía oyéndose. La parte cristiana o civilizada de los tripulantes
dijo que eran sirenas, y se estremecieron, pero los arponeros paganos permanecieron impertérritos. Sin embargo, el encanecido hombre de Man —el más viejo de todos los marineros—declaró que los locos ruidos estremecedores que se oían eran las voces de hombres recién ahogados en el mar.

Abajo, en su hamaca, Ahab no oyó nada de esto hasta el gris amanecer, cuando subió a cubierta; entonces se lo contó Flask, no sin acompañarlo de sombrías sugerencias. Él se rió con risa hueca, y explicó así el prodigio: esas islas rocosas que había pasado el barco eran refugio de grandes números de focas, y algunas focas jóvenes que habrían perdido a sus madres, o algunas madres que habrían perdido a sus cachorros, debían haberse acercado al barco, acompañándole, con gritos y gemidos de los suyos, que parecen humanos.

Pero esto no hizo sino afectarles aún más a algunos de ellos, porque la mayor parte de los marineros abrigan un sentimiento muy supersticioso sobre las focas, no sólo por sus peculiares ruidos cuando están en apuros, sino también por el aspecto humano de sus cabezas redondas y seminteligentes, al verse asomando a atisbar, en las aguas junto al barco. En ciertas circunstancias, en el mar, se han tomado más de una vez las focas por hombres.

Pero los presentimientos de los tripulantes estaban destinados a recibir una confirmación muy plausible con uno de ellos mismos, aquella mañana. Ese marinero, al salir el sol, se levantó de su hamaca para ir a su cofa en el trinquete, y ahora no es posible saber si fue porque todavía no se había despertado del todo de su sueño (pues los marineros a veces suben en estado de transición), pero, fuera como fuera, no llevaba mucho tiempo en su percha cuando se oyó un grito —un grito y una caída— y, al mirar a lo alto, vieron un fantasma que caía por el aire; y mirando abajo, un montoncito de burbujas acumuladas en el azul del mar.

La boya de salvamento —un largo y estrecho barrilete— fue lanzada desde la popa, donde colgaba siempre, obedeciendo a un hábil resorte: pero no hubo una mano que subiera a agarrarla, y el barrilete quedó tanto tiempo al sol que se encogió de tal modo que se llenó por todos los poros, hasta que el barrilete, claveteado y con aros de hierro, siguió al marinero al fondo, como para darle almohada, aunque bien dura en verdad.

Y así el primer hombre del Pequod que subió al palo a otear en busca de la ballena blanca, en la zona propia y peculiar de la ballena blanca, fue tragado por la profundidad. Pero quizá pocos pensaron en ello en ese momento. En efecto, no se sabe por qué, no se afligieron ante este suceso, al menos como cosa portentosa, pues lo consideraron no como presagio de un mal en el futuro, sino como cumplimiento de un mal ya presagiado. Declararon que ahora ya sabían el motivo de esos locos aullidos que habían oído la noche anterior. Pero una vez más, el viejo de Man dijo que no.

Había que reemplazar ahora la boya de salvamento perdida: se dieron instrucciones a Starbuck para que se ocupara de ello, pero como no se encontró un barril de suficiente ligereza, y, con la febril ansiedad de lo que parecía la crisis inminente del viaje, todos los marineros se impacientaban con cualquier trabajo que no estuviera en relación directa con su objetivo final, cualquiera que resultara ser, por todo ello, se iba a dejar la popa del barco desprovista de boya, cuando, con ciertos extraños signos e insinuaciones, Queequeg insinuó algo sobre su ataúd.

—¡Un ataúd por boya de salvamento! —gritó Starbuck, sobresaltado.
—Un poco extraño, yo diría —dijo Stubb.
—Servirá bastante bien —dijo Flask—, el carpintero puede arreglarlo fácilmente.
—Súbelo; no hay otra cosa que sirva —dijo Starbuck, después de una pausa melancólica—. Arréglalo, carpintero, no me mires así... el ataúd, quiero decir. ¿Me oyes? Arréglalo.
—¿Tengo que clavar la tapa, señor Starbuck? —moviendo la mano como un martillo.
—Sí.
—¿Y tengo que calafatear las junturas? — moviendo la mano como con un hierro de calafate.
—Sí.
—¿Y tengo que darle pez por encima? — moviendo la mano como con una olla de pez.
—¡Fuera! ¿Qué te ha entrado para ponerte así? ¡Haz una boya salvavidas con el ataúd, y basta! Señor Stubb, señor Flask; vengan a proa conmigo.
—Se marcha enfurecido. El conjunto, lo puede aguantar; pero las partes le hacen echarse
atrás. Ahora, no me gusta esto. Yo le hago una pierna al capitán Ahab, y la lleva como un caballero, pero le hago una caja a Queequeg, y no quiere meter la cabeza dentro. ¿Se van a perder todas mis molestias con este ataúd? Y ahora me mandan que lo convierta en una boya salvavidas. Es como volver un gabán viejo: poner la carne del otro lado, ahora. No me gusta esta tarea de remendón... no me gusta nada; es poco digna; no es mi sitio. Que los muchachos de los lañadores pongan lañas; nosotros estamos por encima de ellos. No me gusta poner manos sino en trabajos limpios, vírgenes, claros y rectos, matemáticos; algo que empieza como es debido por el principio, y está en la mitad cuando se llega a medio camino, y se acaba en la conclusión, no un trabajo de remendón, que se acaba por en medio, y empieza por, el final. Es un truco de vieja, dar trabajos de remendón. ¡Señor! qué cariño tienen todas las viejas a los lañadores. Conozco una vieja de sesenta y cinco años que se escapó una vez con un joven lañador calvo. Y ésa es la razón por la que nunca quería yo trabajar para las viejas viudas solitarias de tierra adentro, cuando tenía mi taller en el Vineyard, se les podría haber metido en sus viejas cabezas solitarias escaparse conmigo. Pero ¡ahí va! En el mar no hay más cofias que la espuma de las olas. Vamos a ver. Clavar la tapa, calafatear las junturas, darle pez por encima, ponerle los listones en las costillas, bien cerrados, y colgarlo con el resorte de disparo en la popa del barco. ¿Se han hecho nunca tales cosas con un ataúd? Pues algunos viejos carpinteros supersticiosos se dejarían colgar atados de las jarcias, antes que hacer este trabajo. Pero yo soy de abeto nudoso de Aroostook, yo no me agito. ¡Con un ataúd por baticola! ¡Navegando por ahí con una bandeja de cementerio! Pero no importa. Los que trabajamos la madera, hacemos camas de matrimonio y mesas de juego, igual que ataúdes y coches fúnebres. Trabajamos por la mesada, o por encargo o a destajo; y no es cosa nuestra preguntar el por qué y para qué de nuestro trabajo, a no ser que sea una cosa de remendón demasiado condenada, y entonces si podemos nos lo quitamos de encima. ¡Ejem! Ahora haré este trabajo con cariño. Pondré... vamos a ver... ¿cuántos hay en la tripulación del barco, en total? Pero se me ha olvidado. De cualquier modo, haré treinta cables salvavidas separados, con nudos de cabeza de turco, cada cual de tres pies de largo, cabalgando alrededor del ataúd. Entonces, si el casco se va a pique, habrá treinta tipos animados peleando por un solo ataúd, ¡un espectáculo que no se ve a menudo bajo el sol! ¡Vengan martillo, hierro de calafate, olla de pez y pasador! Vamos a ello.

Capítulo CXXVII


EN CUBIERTA


El ataúd, puesto sobre dos barriletes de cable, entre el banco de los tornillos y la escotilla abierta; el carpintero, calafateando las junturas, con la ristra de estopa retorcida saliendo lentamente de un gran rollo metido en el pecho de la blusa. AHAB sale lentamente por la porta de la cabina, y oye a Pip que le sigue.

—¡Atrás, muchacho! En seguida vuelvo contigo. ¡Allá va! Ni esta mano obedece a mi humor más dócilmente que ese muchacho. ¡La nave central de una iglesia! ¿Qué hay ahí?
—Boya de salvamento, capitán. Órdenes del señor Starbuck. ¡Eh, mire, capitán! Cuidado con la escotilla.
—Gracias, hombre. Tu ataúd está muy cerca de la fosa.
—¿Capitán? ¿La escotilla? ¡Ah, así es, capitán, así es!
—¿No eres tú el fabricante de piernas? Mira, ¿este muñón no procede de tu taller?
—Creo que sí, capitán: ¿aguanta bien el zuncho?
—Bastante bien. Pero ¿no eres también el enterrador?
—Sí, señor; yo arreglé esta cosa de aquí como ataúd para Queequeg, pero ahora me han puesto a convertirla en otra cosa.
—Entonces, dime: ¿no eres un redomado entremetido intruso, un monopolizador pícaro impío, para estar un día haciendo piernas y al otro día ataúdes para encerrarlas, y luego boyas salvavidas con esos mismos ataúdes? Tienes la misma falta de principios que los dioses, y eres un enredador para todo, igual que ellos.
—Pero yo no lo hago con intención, capitán. Lo hago por hacer.
—Como los dioses, también. Escucha, ¿no cantas siempre, cuando trabajas en un ataúd? Los titanes, según dicen, canturreaban melodías cuando hacían astillas los cráteres para convertirlos en volcanes, y el sepulturero de la función canta azada en mano. ¿No lo haces tú?
—¿Cantar, capitán? ¿Canto yo? Ah, en eso soy bastante mediano; pero el motivo por el que el sepulturero hacía música debe ser porque su azada no la tenía. Pero el mazo de calafate está lleno de música. Escúchelo.
—Sí, y eso es porque la tapa hace de caja de resonancia, y lo que convierte todas las cosas en caja de resonancia es esto... que no hay — nada debajo. Y sin embargo, un ataúd con un cuerpo dentro suena poco más o menos lo mismo, carpintero. ¿Alguna vez has ayudado a llevar un féretro, y has oído el ataúd chocando con la verja del cementerio, al entrar?
—A fe, capitán, yo...
—¿Fe? ¿Eso qué es?
—Bueno, pues eso de a fe, es sólo una especie de exclamación... eso es todo, capitán.
—Hum, hum; sigue.
—Iba a decir que...
—¿Eres un gusano de seda? ¿Tejes tu propio sudario sacándotelo de ti mismo? ¡Mírate el pecho! ¡Despáchate! Y haz desaparecer estos trastos...
—Se va a popa. Ha sido repentino, esta vez; pero en las latitudes cálidas, los chubascos vienen de repente. He oído decir que la isla de Albemarle, una de los Galápagos, está cortada por la mitad por el ecuador. Me parece que a ese viejo le corta una especie de ecuador, también, por la mitad. Siempre está en la línea... ferozmente cálido, os lo aseguro. Mira para acá... vamos, estopa; deprisa. Ya vamos otra vez. Este mazo de madera es el tapón, y yo soy el profesor de vasos musicales... ¡tac, tac!

AHAB, para sí mismo

—¡Qué espectáculo! ¡Qué ruido! ¡El encanecido pájaro carpintero golpeando en el árbol hueco! Los ciegos y los mudos pueden ser ahora bien envidiados. ¡Ved! esa cosa descansa en dos barriletes de cabo, llenos de cabos balleneros. Un tipo muy maligno, ese hombre. ¡Tac, tac! ¡Así es el tictac de los segundos del hombre! ¡Ah, qué inmateriales son todos los materiales! ¿Qué cosas reales hay, sino los pensamientos imponderables? Aquí está ahora el mismísimo símbolo temido de la muerte terrible, que, por puro azar, se convierte en el signo expresivo de la ayuda y la esperanza de la vida más en peligro. ¡Una boya salvavidas hecha de un ataúd! ¿Va aún más allá? ¿Podrá ocurrir que, en algún sentido espiritual, el ataúd sea, después de todo, el preservador de la inmortalidad? Pensaré sobre esto. Pero no. Tanto he avanzado por el lado oscuro de la tierra, que su otro lado, el claro y teórico, me parece sólo un crepúsculo incierto. ¿No acabarás nunca, carpintero, con ese ruido maldito? Me voy abajo; que no vea aquí esto cuando vuelva. Ahora, Pip, hablaremos de esto: de ti absorbo maravillosas filosofías. ¡Algunos desconocidos conductos de los mundos desconocidos deben vaciarse en ti!

Capítulo CXXVIII


EL PEQUOD ENCUENTRA AL RAQUEL


Al día siguiente se avistó un gran barco, el Raquel, que se dirigía derecho hacia el Pequod, con toda la arboladura densamente cuajada de marineros. Entonces, el Pequod marchaba a buena velocidad por el agua, pero al acercársele a contraviento el visitante con las alas extendidas, sus jactanciosas velas cayeron todas a la vez como vejigas vacías que estallan, y toda la vida huyó del casco herido.

—Malas noticias, trae malas noticias — murmuró el viejo de Man.

Pero antes que su capitán, altavoz en boca, se irguiera en la lancha, y antes que pudiera saludar esperanzado, se oyó la voz de Ahab.

—¿Habéis visto a la ballena blanca?
—Sí, ayer. ¿Habéis visto una lancha ballenera a la deriva?

Sofocando su alegría, Ahab contestó negativamente a esa pregunta inesperada, y habría querido ir a bordo del recién llegado, cuando se vio al propio capitán visitante, una vez detenido su barco, descender por su costado. Unas pocas remadas vigorosas, y el bichero pronto se enganchó en los cadenotes del Pequod, y él saltó a cubierta. Inmediatamente Ahab lo reconoció como uno de Nantucket, conocido suyo. Pero no se intercambiaron saludos formales.

—¿Dónde estaba? ¡No la han matado, no la han matado! —gritó Ahab, avanzando de cerca—. ¿Cómo fue?

Pareció ser que hacia media tarde del día anterior, mientras tres de las lanchas del recién llegado estaban ocupadas con una manada de ballenas, que les habían llevado a unas cuatro o cinco millas del barco, y cuando estaban en rápida persecución a barlovento, de repente emergieron del agua, a sotavento, la joroba y la cabeza blanca de Moby Dick, no muy lejos; con lo cual la cuarta lancha preparada —de reserva— se había arriado al momento en persecución. Tras navegar rápidamente a vela viento en popa, esa cuarta lancha —la más rápida de todas— parecía haber logrado hacer presa: al menos, por lo que podía decir de ello el marinero de la cofa. En lontananza vio a la lancha como un punto en disminución, y luego un vivo fulgor de agua blanca y con burbujas; y después de eso, nada más; por lo que se decidió que la ballena herida debía haberse escapado sin fin con sus perseguidores, como ocurre a menudo. Había algún temor, pero no alarma decidida, por entonces. Se pusieron en las jarcias las señales de llamada; sobrevino la oscuridad; y obligado a recoger sus tres lanchas muy a barlovento, antes de ir en busca de la cuarta, en la dirección exactamente opuesta, el barco no sólo se había visto obligado a dejar aquella lancha a su suerte hasta cerca de medianoche, sino, por el momento, a aumentar su distancia de ella. Pero cuando por fin estuvo a bordo y a salvo el resto de su tripulación, hizo fuerza de velas, ala sobre ala, en busca de la lancha en falta, encendiendo un fuego en sus marmitas de destilería a modo de faro, y mandando arriba a la mitad de sus hombres como vigías. Pero aun cuando navegó así una distancia suficiente como para alcanzar el lugar presunto de los ausentes, cuando les vieron por última vez, y aun cuando entonces se detuvo a arriar las lanchas de reserva para que remaran a su alrededor, y al no encontrar nada, siguió adelante, deteniéndose otra vez y volviendo a arriar las lanchas; y aunque había seguido haciéndolo así hasta el amanecer, sin embargo, no se había visto el menor rastro de la embarcación desaparecida.

Contada la historia, el capitán visitante pasó inmediatamente a revelar su objetivo al subir a bordo del Pequod. Deseaba que este barco se uniera al suyo en la búsqueda, recorriendo el mar a unas cuatro o cinco millas de distancia, en líneas paralelas, para dominar, por decirlo así, un horizonte doble.

—Ahora apostaré algo —susurró Stubb a Flask— a que alguno de esa lancha desaparecida se fue llevándose la mejor chaqueta de este capitán; o quizá su reloj: está condenadamente ansioso de recobrarlo. ¿Quién ha oído jamás hablar de dos piadosos balleneros emprendiendo un crucero en busca de una sola lancha, en plena temporada de pesca? Mire, Flask, vea sólo qué pálido está: pálido hasta las niñas de los ojos: mire... no era la chaqueta... debía ser el...
—¡Mi hijo, mi hijo está entre ellos! ¡Por Dios, se lo pido, se lo conjuro! — exclamó entonces el capitán visitante a Ahab, que hasta entonces había recibido gélidamente su petición—. Durante cuarenta y ocho horas, permítame alquilarle el barco... se lo pagaré de buena gana, y le pagaré bien... si no hay otro modo... sólo por cuarenta y ocho horas... sólo eso... tiene, tiene que hacerlo, y lo hará.
—¡Su hijo! —gritó Stubb—: ¡Ah, es su hijo lo que ha perdido! Retiro lo de la chaqueta y el reloj... ¿Qué dice Ahab? Tenemos que salvar a ese chico.
—Se ahogó con todos los demás, anoche — dijo el viejo marinero de Man, que estaba entre ellos—: lo oí, todos vosotros oísteis a sus espíritus. Ahora, como resultó al poco tiempo, lo que hacía más triste este incidente del Raquel era la circunstancia de que no sólo estaba uno de los hijos del capitán entre el número de los tripulantes de la lancha desaparecida, sino que entre las tripulaciones de las otras lanchas, al mismo tiempo, pero, por otro lado, separado del barco durante las sombrías visicitudes de la persecución, había estado otro hijo más, de modo que, durante algún tiempo, el desgraciado padre había quedado sumergido en el fondo de la más cruel perplejidad, que sólo le resolvió el que su primer oficial adoptara instintivamente la medida ordinaria de un ballenero en tales circunstancias, esto es, al encontrarse entre lanchas separadas en peligro, recoger siempre al mayor número. Pero el capitán, por alguna desconocida razón temperamental, había evitado decir todo esto, y hasta que no le obligó a ello la frialdad de Ahab, no aludió al hijo que todavía faltaba: un muchachito, sólo de doce años, cuyo padre, con la seria, pero inconsciente osadía de un cariño paternal de Nantucket, había tratado tan tempranamente de iniciarle en los peligros y prodigios de un oficio que de modo casi inmemorial era el destino de toda su raza. Y no es raro que ocurra que los capitanes de Nantucket envíen lejos de sí a un hijo de tan tierna edad, durante un viaje que se prolonga tres o cuatro años en un barco que no es el suyo, para que su primer conocimiento de la carrera de un ballenero no pierda fuerza por alguna ocasional muestra de la natural, pero inoportuna parcialidad de un padre, o por aprensión o miedo indebidos.

Mientras tanto, el recién llegado seguía implorando de Ahab su pobre don, y Ahab seguía como un yunque, recibiendo todos los golpes, pero sin el menor temblor por su parte.

—No me iré —dijo el visitante— hasta que me diga que sí. Haga conmigo como querría que yo hiciera con usted en caso semejante. Pues usted también tiene un hijo, capitán Ahab... aunque sólo sea un niño, y esté ahora en casa, a salvo en su nido... un hijo de su vejez, además... Sí, sí, se ablanda... corred, corred, marineros, y preparaos a poner brazas a barlovento.
—Alto —gritó Ahab—: no toquéis una filástica —y luego, con una voz que, prolongándose, modelaba cada palabra—: capitán Gardiner, no lo haré. Ahora mismo, pierdo tiempo. Adiós, adiós. Dios le proteja, hombre, y ojalá me perdone a mí, pero me tengo que ir. Señor Starbuck, mire el reloj de bitácora, y dentro de tres minutos a partir de este preciso instante, haga salir a todos los visitantes: luego vuelva a bracear a proa, y que el barco siga navegando como antes.

Volviéndose deprisa, con la cara apartada, bajó a su cabina, dejando al capitán visitante pasmado ante el absoluto y total rechazo de su ansiosa pretensión. Pero Gardiner, saliendo de su trance con un sobresalto, se apresuró en silencio a la borda; cayó, más que entró, en su lancha, y volvió a su barco.

Pronto los barcos separaron sus estelas, y mientras estuvo a la vista el barco visitante, se le vio dar guiñadas acá y allá, a cada punto oscuro, por pequeño que fuera, en el mar. Sus vergas giraban a un lado y a otro; a babor y a estribor, continuaba virando; unas veces encontraba olas de proa, y otras veces le empujaban por la popa, mientras que, durante todo el tiempo, sus mástiles y vergas estaban densamente poblados de marineros, como tres altos cerezos, cuando los muchachos van a coger cerezas entre las ramas.

Pero por su triste manera de detenerse y seguir, se veía claramente que esa nave tan llorosa de espuma seguía sin consuelo. Era Raquel, llorando por sus hijos, porque ya no están.


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