Capítulo CXXIV
LA AGUJA
A la mañana
siguiente, el mar, aún no sosegado, se agitaba en largas y lentas olas de poderosa
mole, y, agolpándose en el gorgoteante rastro de Pequod, lo empujaba como las
manos extendidas de un gigante. La fuerte brisa sin vacilación era tan
abundante que el cielo y el aire parecían vastas velas panzudas: el mundo entero
corría viento en popa. Velado en la plena luz matinal, el invisible sol se daba
a conocer sólo por la difusa intensidad de su sitio, de donde las bayonetas de
sus rayos salían en haces. Por encima de todo reinaban blasones como de
coronados reyes y reinas babilónicos. El mar era un crisol de oro fundido, que
saltaba en burbujas con luz y calor.
Observando
largamente un silencio encantado, Ahab se mantenía aparte, y cada vez que el barco
balanceante hacía bajar el bauprés, volvía a mirar los claros rayos del sol
lanzados por delante; y cuando se agachaba profundamente por la popa, se volvía
atrás, y veía el lugar del sol a retaguardia, y cómo los mismos rayos amarillos
se fundían con su estela sin desvío.
—¡Ah, ah,
barco mío! Se te podría tomar muy bien por el carro marino del sol. ¡Oh, oh, vosotras,
todas las naciones ante mi proa, os llevo el sol! Enyugad aquellas olas: ¡hola!
Conduzco el mar como un tiro de caballos.
Pero de
repente se refrenó por algún pensamiento contrario, se apresuró al timón,
preguntando roncamente qué rumbo llevaba el barco.
—Este-Sud-Este,
capitán —dijo el asustado timonel.
—¡Mientes!
—golpeándole con el puño cerrado—. ¿Rumbo al este a estas horas de la mañana y
con el sol a popa?
Ante esto,
todo el mundo quedó confundido, pues el fenómeno recién observado de Ahab se
les había escapado inexplicablemente a todos los demás, aunque la causa debía
ser la misma palpabilidad
cegadora.
Metiendo la
mitad de la cabeza en la bitácora, Ahab lanzó una ojeada a las brújulas; su brazo
levantado cayó lentamente, y por un momento pareció casi tambalearse. Detrás de él, Starbuck
miró y ¡ved! las dos brújulas señalaban este, mientras que el Pequod, sin duda,
iba al oeste.
Pero antes
que se pudiera extender entre la tripulación la primera alarma loca, el viejo
exclamó, con rígida risa:
—¡Ya lo
tengo! Ha ocurrido otras veces. Starbuck, los rayos de anoche, han invertido nuestras brújulas...
eso es todo. Creo que otras veces habrás oído hablar de tal cosa.
—Sí,
capitán, pero no me había ocurrido nunca —dijo sombríamente el pálido oficial. Aquí es
preciso decir que accidentes como éste, en más de un caso, han ocurrido a
barcos en violentas
tempestades. La energía magnética que se despliega en la aguja de navegar es,
como todos saben, esencialmente la misma que la electricidad observada en el
cielo, por lo que no hay que asombrarse mucho de que pasen tales cosas. En
casos en que el rayo ha caído efectivamente sobre el barco, destruyendo algunas
de las vergas y jarcias, el efecto en la aguja ha sido a veces aún más
pernicioso: toda su virtud magnética ha quedado aniquilada, de modo que el
acero, antes magnetizado, ya no servía más que la aguja de zurcir de una vieja
comadre. Pero en un caso y en otro, la aguja nunca vuelve, por sí misma, a
recobrar la virtud original así estropeada o perdida; y si son afectadas
las brújulas
de la bitácora, la misma suerte alcanza a todas las demás que pueda haber en el
barco, aun la más profunda, inserta en la sobrequilla. Plantado deliberadamente
ante la bitácora, y observando las agujas invertidas, el viejo, con la punta de
la mano extendida, tomó entonces la posición exacta del sol, y se cercioró de
que las agujas estaban exactamente invertidas, gritando sus órdenes para que se
cambiara en consecuencia el rumbo del barco. Las vergas se pusieron a
barlovento, y una vez más, el Pequod lanzó su impertérrita proa al viento opuesto,
pues el que se supuso propicio no había hecho más que burlarse de él.
Mientras
tanto, cualesquiera que fueran sus secretos pensamientos, Starbuck no decía
nada, sino que daba tranquilamente las órdenes necesarias, mientras Stubb y
Flask —que en pequeña medida parecían compartir sus sentimientos— asentían
igualmente sin murmurar. En cuanto a los marineros, aunque algunos de ellos
gruñían sordamente, su miedo a Ahab era mayor que su miedo al destino. Pero,
como siempre, los arponeros paganos permanecieron casi totalmente sin impresionar,
o si se impresionaron, fue sólo con un cierto magnetismo metido en sus
corazones afines por el inflexible Ahab.
Durante
algún tiempo, el viejo recorrió la cubierta en ensueños vacilantes. Pero al
resbalar por casualidad con su talón de marfil, vio los aplastados tubos de
cobre del cuadrante que el día antes había aplastado contra la cubierta.
—¡Tú, pobre
y soberbio observador del cielo y piloto del sol! Ayer te destrocé, y hoy las brújulas
querían haberme destrozado a mí. Eso, eso. Pero Ahab todavía es señor del plano imán.
Starbuck, una lanza sin palo, una mandarria y la más pequeña de las agujas del velero.
¡Pronto!
Añadiéndose,
quizá, al impulso que dictaba lo que iba a hacer, había ciertos motivos de prudencia
cuyo objeto podría haber sido reanimar los ánimos de los tripulantes con un golpe de su
sutil habilidad, en un asunto tan prodigioso como el de las brújulas
invertidas. Además, el
viejo sabía muy bien que seguir el rumbo con agujas invertidas, no era cosa,
aunque toscamente practicable, que hubiera de ser admitida por marineros
supersticiosos sin algunos estremecimientos y malos presagios.
—Muchachos
—dijo, volviéndose firmemente hacia la tripulación, cuando el oficial le entregó las
cosas que había perdido—: muchachos, el rayo ha cambiado las agujas del viejo Ahab;
pero, con este trozo de acero, Ahab puede hacerse una que señalará tan segura
como cualquiera.
Al decir
esto, entre los marineros se cambiaron miradas avergonzadas de asombro servil, y con ojos
fascinados aguardaron la magia que viniera a continuación. Pero Starbuck apartó la
mirada.
Con un golpe
de martillo, Ahab sacó de la lanza la punta de acero y luego, dándole al
oficial la larga vara de hierro que quedaba, le mandó que la sostuviera derecha
sin que tocara la cubierta. Entonces, con el martillo, tras de golpear
repetidamente la parte superior de esa vara de hierro, colocó la aguja
despuntada en su extremo, y la martilló varias veces, con menos fuerza,
mientras el oficial seguía sosteniendo la vara como antes. Luego, realizando
varios extraños movimientos con ello —no es seguro si eran indispensables a la
magnetización de la aguja, o si estaban simplemente destinados a
aumentar la
reverencia de los tripulantes— pidió hilo de lino, y, acercándose a la
bitácora, sacó las dos agujas invertidas y suspendió horizontalmente la aguja
de vela por la mitad sobre una de las rosas de los vientos. Al principio, el acero
dio vueltas y vueltas, temblando y vibrando por los dos extremos, pero al fin
se fijó en su sitio; entonces Ahab, que había observado atentamente el
resultado, se echó atrás decididamente de la bitácora, y señalando a ella con su
brazo extendido, exclamó:
—¡Mirad
vosotros mismos si Ahab no es señor de la piedra imán! El sol está al este, y esta brújula
lo jura.
Uno tras otro
se asomaron, pues sólo sus propios ojos podían convencer a una ignorancia como la
suya, y uno tras otro se marcharon. Entonces se vio a Ahab en todo su fatal
orgullo, con sus fieros ojos de desprecio y triunfo.
Capítulo CXXV
LA CORREDERA Y EL CORDEL
En tanto
tiempo como el predestinado Pequod llevaba navegando en este viaje, la
corredera y el cordel se habían usado muy rara vez. Debido a una confianza
tranquila en otros medios de determinar la situación de la nave, algunos barcos
mercantes y muchos balleneros, especialmente en crucero, desdeñan por completo echar
la corredera, aunque al mismo tiempo, y a menudo más por cubrir las formas que
por otra cosa, anotan regularmente en la habitual pizarra el rumbo mantenido
por el barco, así como la presunta media de avance en cada hora. Así había
pasado con el Pequod. El carretel de madera, con la angular corredera, pendían,
sin tocar desde hace mucho, debajo mismo del pasamanos de las batayolas de
popa. Lluvias y salpicaduras los habían humedecido; el sol y el viento los
habían torcido: todos los elementos se habían conjurado para pudrir una cosa
que colgaba tan ociosa. Pero sin prestar atención a nada de esto, Ahab fue
invadido por su
humor, al mirar por casualidad el carretel, pocas horas después de la escena de
la brújula, y
recordó que ya no había cuadrante, y rememoró su frenético juramento sobre la
corredera y el cordel. El barco navegaba a zambullidas; a popa, las olas se
mecían amotinadas.
—¡Eh, a
proa! ¡Echad la corredera! Vinieron dos marineros: el tahitiano de tez dorada y el
de la isla de Man, con su pelo gris.
—Tomad el
carretel, uno de vosotros; yo la echo.
Fueron al
extremo de la popa, en el lado de sotavento, donde la cubierta, con la energía oblicua del
viento, ahora casi se metía en el cremoso mar que huía de lado.
El de Man
tomó el carretel, y sosteniéndolo en alto por los extremos salientes del mango del huso, en
torno al cual se enrollaba el ovillo de cordel, se quedó así, con la corredera
angular colgando, hasta que Ahab se adelantó hacia él.
Ahab se le
puso delante, y ya desenrollaba ligeramente treinta o cuarenta vueltas para hacer un
rollo preliminar en la mano y tirarlo por la borda, cuando el viejo de Man, que
le observaba
atentamente a él y al cordel, se atrevió a hablar.
—Capitán, no
me fío de ello; este cordel parece muy pasado; el largo calor y la humedad lo han
estropeado.
—Aguantará,
señor mío. El largo calor y la humedad ¿acaso te han estropeado a ti? Pareces aguantar.
O quizás es más verdad que la vida te aguanta a ti; no tú a ella.
—Yo aguanto
el ovillo. Pero como quiera mi capitán. Con este pelo gris que tengo, no vale la pena
discutir, sobre todo con un superior, que nunca se dará por vencido.
—¿Qué es
eso? Aquí tenemos un catedrático remendado del Colegio de la Reina Naturaleza, de
cimientos de granito; pero me parece que es demasiado sumiso. ¿Dónde has
nacido?
—En la
pequeña y rocosa isla de Man.
—¡Estupendo!
Con eso has acertado en el blanco del mundo.
—Yo sólo sé,
capitán, que he nacido allí.
—En la isla
de Man, ¿eh? Bueno, de la otra manera, está bien. Aquí hay un hombre de Man; un
hombre nacido en la antaño independiente Man, y ahora sin nada de Man; que es absorbido
por... ¿por qué? ¡Arriba con el carrete! La pared cerrada y ciega, al fin choca
con todas las cabezas que preguntan. ¡Arriba con él! Así.
Se echó la
corredera. Los rollos sueltos se extendieron deprisa en un cordel arrastrado largamente
a popa, y luego, al momento, el carretel empezó a girar. A su vez, levantada y bajada en
sacudidas por las olas mecidas, la resistencia de la corredera a remolque hacía vacilar
extrañamente al viejo del carretel.
—¡Sujeta
fuerte!
¡Chac! El
cordel, con el exceso de tensión, se extendió en largo festón: la corredera a
remolque desapareció.
—Aplasto el
cuadrante, el rayo invierte las agujas, y ahora el loco mar se lleva la
corredera. Pero Ahab lo puede arreglar todo. Iza acá, tahitiano; tú, el de Man,
enrolla. Y mirad que el carpintero haga otra corredera, y arregla tú el cordel.
Ocúpate de eso.
—Ahí va ya;
para él no ha pasado nada, pero para mí parece que se está saliendo el asador del
eje del mundo. ¡Iza, iza, tahitiano! Esos cordeles corren enteros y en un
momento: vuelven rotos y arrastrándose despacio. ¿Eh, Pip? Vienes a ayudar,
¿eh, Pip?
—¿Pip? ¿A
quién llama usted Pip? Pip saltó de la lancha, Pip ha desaparecido. Vamos a ver
ahora si todavía no le habéis pescado, pescador. Es duro de arrastrar; me
parece que se ha agarrado.¡Sacúdele, tahitiano! Aquí no izamos cobardes a
bordo. ¡Oh! Ahí está el brazo, saliendo a flor de agua. ¡Un hacha, un hacha! ¡Córtaselo...!
Aquí no izamos cobardes a bordo. ¡Capitán Ahab, capitán!, ahí está Pip,
tratando de subir otra vez a bordo. ¡Silencio, loco lunático! —gritó el de Man,
agarrándole por el brazo—: ¡Fuera del alcázar!
—El mayor
idiota siempre riñe al menor — murmuró Ahab, avanzando—: ¡Quita las manos de
esa santidad! ¿Dónde decías que estaba Pip, muchacho?
—¡A popa,
ahí, a popa, capitán! ¡Vea, vea!
—¿Y quién
eres tú, muchacho? ¡No veo mi reflejo en las pupilas vacías de tus ojos! ¡Oh, Dios!, ¡que
el hombre sea una cosa para que le pasen a través de las almas inmortales como por
un cedazo! ¿Quién eres, muchacho?
—El
campanero, capitán, el pregonero del barco: ¡tin, tan, tin! ¡Pip, Pip, Pip!
Cien libras de tierra de recompensa por Pip: cinco pies de altura, aspecto
cobarde: ¡se le conoce en seguida por eso! ¡Tin, tan, tin! ¿Quién ha visto a
Pip el cobarde?
—No puede
haber corazones por encima de la línea de las nieves. ¡Ah, helados cielos, inclinad
aquí vuestra mirada! Vosotros engendrasteis a este desventurado niño, y le
habéis abandonado, oh creativos libertinos. Aquí, muchacho; la cabina de Ahab
será el hogar de Pip en lo sucesivo, mientras viva Ahab. Tú me tocas lo más
hondo de las entrañas, muchacho; estás atado a mí por cuerdas tejidas con las
fibras de mi corazón. Ven, vamos abajo.
—¿Qué es
eso? Aquí hay piel de tiburón aterciopelada —observando atentamente la mano de
Ahab, y tocándola—. ¡Ah, ya, si el pobre Pip hubiera tocado sólo una cosa tan cariñosa
como ésta, quizá no se habría perdido nunca! Esto me parece, capitán, un
guardamancebo: algo a que se pueden agarrar las almas débiles. Ah capitán, haga
venir al viejo Perth y que remache juntas estas dos manos, la blanca y la
negra, porque no la voy a soltar.
—¡Ah,
muchacho, yo tampoco te soltaré, a no ser que con eso te vaya a arrastrar a
peores horrores que
los de aquí! Ven, entonces, a mi cabina. ¡Ved! los que creéis que en los dioses
está toda la bondad, y en el hombre toda la maldad, ¡ved!, ved a los
omniscientes dioses olvidados del hombre que sufre; y al hombre, aunque idiota
y sin saber lo que hace, lleno de dulces cosas de cariño y gratitud. ¡Vamos!
¡Me siento más orgulloso llevándote de tu negra mano que si estrechara la de un
emperador!
—Ahí van
ahora dos chiflados —murmuró el viejo de Man—: uno chiflado de energía, el otro
chiflado de debilidad. Pero aquí está el extremo del cordel podrido... todo
goteante, además.
¿Arreglarlo, eh? Creo que sería mejor que pusiéramos otro cordel nuevo. Ya
hablaré de eso con el señor Stubb.
Capítulo CXXVI
LA BOYA DE SALVAMENTO
Tomando
ahora rumbo a sudeste, según el acero en vilo de Ahab, y con el avance solamente determinado por la corredera de Ahab, el Pequod continuaba su camino hacia el
ecuador. En tan larga travesía, a través de aguas tan poco frecuentadas, sin
señalar barcos, y antes de mucho tiempo, impelido por alisios constantes, sobre
olas monótonamente benignas, todas estas cosas parecían las cosas extrañamente sosegadas
que preludian a alguna escena amotinada y desesperada.
Al fin, cuando
el barco se acercó al borde, por decirlo así, de la zona ecuatorial de pesca, y
en la profunda oscuridad que precede al alba, navegando junto a un grupo de
islotes rocosos, la guardia, mandada entonces por Flask— se sobresaltó con un
grito tan plañideramente salvaje y sobrenatural —como los gemidos medio articulados
de los fantasmas de todos los inocentes asesinados por Herodes— que, como un
solo hombre, se sobresaltaron de sus ensueños, y quedaron, durante unos
momentos, de pie, sentados o tendidos, todos escuchando en trance, como aquel
esclavo romano de la escultura, mientras el loco grito seguía oyéndose. La parte
cristiana o civilizada de los tripulantes
dijo que
eran sirenas, y se estremecieron, pero los arponeros paganos permanecieron
impertérritos. Sin embargo, el encanecido hombre de Man —el más viejo de todos
los marineros—declaró que los locos ruidos estremecedores que se oían eran las
voces de hombres recién ahogados en el mar.
Abajo, en su
hamaca, Ahab no oyó nada de esto hasta el gris amanecer, cuando subió a cubierta;
entonces se lo contó Flask, no sin acompañarlo de sombrías sugerencias. Él se
rió con risa hueca, y explicó así el prodigio: esas islas rocosas que había
pasado el barco eran refugio de grandes números de focas, y algunas focas
jóvenes que habrían perdido a sus madres, o algunas madres que habrían perdido
a sus cachorros, debían haberse acercado al barco, acompañándole, con gritos y
gemidos de los suyos, que parecen humanos.
Pero esto no
hizo sino afectarles aún más a algunos de ellos, porque la mayor parte de los marineros
abrigan un sentimiento muy supersticioso sobre las focas, no sólo por sus
peculiares ruidos cuando están en apuros, sino también por el aspecto humano de
sus cabezas redondas y seminteligentes, al verse asomando a atisbar, en las
aguas junto al barco. En ciertas circunstancias, en el mar, se han tomado más de
una vez las focas por hombres.
Pero los
presentimientos de los tripulantes estaban destinados a recibir una
confirmación muy
plausible con uno de ellos mismos, aquella mañana. Ese marinero, al salir el
sol, se levantó de su hamaca para ir a su cofa en el trinquete, y ahora no es
posible saber si fue porque todavía no se había despertado del todo de su sueño
(pues los marineros a veces suben en estado de transición), pero, fuera como
fuera, no llevaba mucho tiempo en su percha cuando se oyó un grito —un grito y
una caída— y, al mirar a lo alto, vieron un fantasma que caía por el aire; y mirando
abajo, un montoncito de burbujas acumuladas en el azul del mar.
La boya de
salvamento —un largo y estrecho barrilete— fue lanzada desde la popa, donde colgaba
siempre, obedeciendo a un hábil resorte: pero no hubo una mano que subiera a agarrarla,
y el barrilete quedó tanto tiempo al sol que se encogió de tal modo que se
llenó por todos los poros, hasta que el barrilete, claveteado y con aros de
hierro, siguió al marinero al fondo, como para darle almohada, aunque bien dura
en verdad.
Y así el
primer hombre del Pequod que subió al palo a otear en busca de la ballena
blanca, en la zona propia y peculiar de la ballena blanca, fue tragado por la
profundidad. Pero quizá pocos pensaron en ello en ese momento. En efecto, no se
sabe por qué, no se afligieron ante este suceso, al menos como cosa portentosa,
pues lo consideraron no como presagio de un mal en el futuro, sino como cumplimiento de un mal ya presagiado. Declararon que ahora ya sabían el motivo
de esos locos aullidos que habían oído la noche anterior. Pero una vez más, el viejo
de Man dijo que no.
Había que
reemplazar ahora la boya de salvamento perdida: se dieron instrucciones a Starbuck
para que se ocupara de ello, pero como no se encontró un barril de suficiente
ligereza, y, con la febril ansiedad de lo que parecía la crisis inminente del
viaje, todos los marineros se impacientaban con cualquier trabajo que no
estuviera en relación directa con su objetivo final, cualquiera que resultara
ser, por todo ello, se iba a dejar la popa del barco desprovista de boya,
cuando, con ciertos extraños signos e insinuaciones, Queequeg insinuó algo
sobre su ataúd.
—¡Un ataúd
por boya de salvamento! —gritó Starbuck, sobresaltado.
—Un poco
extraño, yo diría —dijo Stubb.
—Servirá
bastante bien —dijo Flask—, el carpintero puede arreglarlo fácilmente.
—Súbelo; no
hay otra cosa que sirva —dijo Starbuck, después de una pausa melancólica—. Arréglalo,
carpintero, no me mires así... el ataúd, quiero decir. ¿Me oyes? Arréglalo.
—¿Tengo que
clavar la tapa, señor Starbuck? —moviendo la mano como un martillo.
—Sí.
—¿Y tengo
que calafatear las junturas? — moviendo la mano como con un hierro de calafate.
—Sí.
—¿Y tengo
que darle pez por encima? — moviendo la mano como con una olla de pez.
—¡Fuera!
¿Qué te ha entrado para ponerte así? ¡Haz una boya salvavidas con el ataúd, y basta! Señor
Stubb, señor Flask; vengan a proa conmigo.
—Se marcha
enfurecido. El conjunto, lo puede aguantar; pero las partes le hacen echarse
atrás.
Ahora, no me gusta esto. Yo le hago una pierna al capitán Ahab, y la lleva como
un caballero,
pero le hago una caja a Queequeg, y no quiere meter la cabeza dentro. ¿Se van a
perder todas mis molestias con este ataúd? Y ahora me mandan que lo convierta
en una boya salvavidas. Es como volver un gabán viejo: poner la carne del otro
lado, ahora. No me gusta esta tarea de remendón... no me gusta nada; es poco
digna; no es mi sitio. Que los muchachos de los lañadores pongan lañas;
nosotros estamos por encima de ellos. No me gusta poner manos sino en trabajos
limpios, vírgenes, claros y rectos, matemáticos; algo que empieza como es debido
por el principio, y está en la mitad cuando se llega a medio camino, y se acaba
en la conclusión, no un trabajo de remendón, que se acaba por en medio, y
empieza por, el final. Es un truco de vieja, dar trabajos de remendón. ¡Señor!
qué cariño tienen todas las viejas a los lañadores. Conozco una vieja de
sesenta y cinco años que se
escapó una vez con un joven lañador calvo. Y ésa es la razón por la que nunca quería
yo trabajar para las viejas viudas solitarias de tierra adentro, cuando tenía
mi taller en el Vineyard, se les podría haber metido en sus viejas cabezas
solitarias escaparse conmigo. Pero ¡ahí va! En el mar no hay más cofias que la espuma
de las olas. Vamos a ver. Clavar la tapa, calafatear las junturas, darle pez
por encima, ponerle los listones en las costillas, bien cerrados, y colgarlo
con el resorte de disparo en la popa del barco. ¿Se han hecho nunca tales cosas
con un ataúd? Pues algunos viejos carpinteros supersticiosos se dejarían colgar
atados de las jarcias, antes que hacer este trabajo. Pero yo soy de abeto
nudoso de Aroostook, yo no me agito. ¡Con un ataúd por baticola! ¡Navegando por
ahí con una bandeja de cementerio! Pero no importa. Los que trabajamos la
madera, hacemos camas de matrimonio y mesas de juego, igual que ataúdes y coches
fúnebres. Trabajamos por la mesada, o por encargo o a destajo; y no es cosa
nuestra preguntar el por qué y para qué de nuestro trabajo, a no ser que sea
una cosa de remendón demasiado condenada, y entonces si podemos nos lo quitamos
de encima. ¡Ejem! Ahora haré este trabajo con cariño. Pondré... vamos a ver...
¿cuántos hay en la tripulación del barco, en total? Pero se me ha olvidado. De
cualquier modo, haré treinta cables salvavidas separados, con nudos de cabeza
de turco, cada cual de tres pies de largo, cabalgando alrededor del ataúd.
Entonces, si el casco se va a pique, habrá treinta tipos animados peleando por
un solo ataúd, ¡un espectáculo que no se ve a menudo bajo el sol! ¡Vengan
martillo, hierro de calafate, olla de pez y pasador! Vamos a ello.
Capítulo CXXVII
EN CUBIERTA
El ataúd,
puesto sobre dos barriletes de cable, entre el banco de los tornillos y la
escotilla abierta; el
carpintero, calafateando las junturas, con la ristra de estopa retorcida
saliendo lentamente de un gran rollo metido en el pecho de la blusa. AHAB sale
lentamente por la porta de la cabina, y oye a Pip que le sigue.
—¡Atrás,
muchacho! En seguida vuelvo contigo. ¡Allá va! Ni esta mano obedece a mi humor más
dócilmente que ese muchacho. ¡La nave central de una iglesia! ¿Qué hay ahí?
—Boya de
salvamento, capitán. Órdenes del señor Starbuck. ¡Eh, mire, capitán! Cuidado
con la escotilla.
—Gracias,
hombre. Tu ataúd está muy cerca de la fosa.
—¿Capitán?
¿La escotilla? ¡Ah, así es, capitán, así es!
—¿No eres tú
el fabricante de piernas? Mira, ¿este muñón no procede de tu taller?
—Creo que
sí, capitán: ¿aguanta bien el zuncho?
—Bastante
bien. Pero ¿no eres también el enterrador?
—Sí, señor;
yo arreglé esta cosa de aquí como ataúd para Queequeg, pero ahora me han puesto
a convertirla en otra cosa.
—Entonces, dime:
¿no eres un redomado entremetido intruso, un monopolizador pícaro impío, para
estar un día haciendo piernas y al otro día ataúdes para encerrarlas, y luego
boyas salvavidas con esos mismos ataúdes? Tienes la misma falta de principios
que los dioses, y eres un enredador para todo, igual que ellos.
—Pero yo no
lo hago con intención, capitán. Lo hago por hacer.
—Como los
dioses, también. Escucha, ¿no cantas siempre, cuando trabajas en un ataúd? Los
titanes, según dicen, canturreaban melodías cuando hacían astillas los cráteres
para convertirlos en volcanes, y el sepulturero de la función canta azada en
mano. ¿No lo haces tú?
—¿Cantar,
capitán? ¿Canto yo? Ah, en eso soy bastante mediano; pero el motivo por el que el
sepulturero hacía música debe ser porque su azada no la tenía. Pero el mazo de calafate
está lleno de música. Escúchelo.
—Sí, y eso
es porque la tapa hace de caja de resonancia, y lo que convierte todas las
cosas en caja de resonancia es esto... que no hay — nada debajo. Y sin embargo,
un ataúd con un cuerpo dentro suena poco más o menos lo mismo, carpintero. ¿Alguna
vez has ayudado a llevar un féretro, y has oído el ataúd chocando con la verja
del cementerio, al entrar?
—A fe,
capitán, yo...
—¿Fe? ¿Eso
qué es?
—Bueno, pues
eso de a fe, es sólo una especie de exclamación... eso es todo, capitán.
—Hum, hum;
sigue.
—Iba a decir
que...
—¿Eres un
gusano de seda? ¿Tejes tu propio sudario sacándotelo de ti mismo? ¡Mírate el pecho!
¡Despáchate! Y haz desaparecer estos trastos...
—Se va a
popa. Ha sido repentino, esta vez; pero en las latitudes cálidas, los chubascos
vienen de repente. He oído decir que la isla de Albemarle, una de los
Galápagos, está cortada por la mitad por el ecuador. Me parece que a ese viejo
le corta una especie de ecuador, también, por la mitad. Siempre está en la
línea... ferozmente cálido, os lo aseguro. Mira para acá... vamos, estopa;
deprisa. Ya vamos otra vez. Este mazo de madera es el tapón, y yo soy el
profesor de vasos musicales... ¡tac, tac!
AHAB, para
sí mismo
—¡Qué
espectáculo! ¡Qué ruido! ¡El encanecido pájaro carpintero golpeando en el árbol hueco! Los
ciegos y los mudos pueden ser ahora bien envidiados. ¡Ved! esa cosa descansa en
dos barriletes de cabo, llenos de cabos balleneros. Un tipo muy maligno, ese
hombre. ¡Tac, tac! ¡Así es el tictac de los segundos del hombre! ¡Ah, qué
inmateriales son todos los materiales! ¿Qué cosas reales hay, sino los
pensamientos imponderables? Aquí está ahora el mismísimo símbolo temido de la
muerte terrible, que, por puro azar, se convierte en el signo expresivo de la
ayuda y la esperanza de la vida más en peligro. ¡Una boya salvavidas hecha de un
ataúd! ¿Va aún más allá? ¿Podrá ocurrir que, en algún sentido espiritual, el
ataúd sea, después de todo, el preservador de la inmortalidad? Pensaré sobre
esto. Pero no. Tanto he avanzado por el lado oscuro de la tierra, que su otro
lado, el claro y teórico, me parece sólo un crepúsculo incierto. ¿No acabarás
nunca, carpintero, con ese ruido maldito? Me voy abajo; que no vea aquí esto
cuando vuelva. Ahora, Pip, hablaremos de esto: de ti absorbo maravillosas
filosofías. ¡Algunos desconocidos conductos de los mundos desconocidos deben
vaciarse en ti!
Capítulo CXXVIII
EL PEQUOD ENCUENTRA AL RAQUEL
Al día
siguiente se avistó un gran barco, el Raquel, que se dirigía derecho hacia el
Pequod, con toda la arboladura densamente cuajada de marineros. Entonces, el
Pequod marchaba a buena velocidad por el agua, pero al acercársele a
contraviento el visitante con las alas extendidas, sus jactanciosas velas
cayeron todas a la vez como vejigas vacías que estallan, y toda la vida huyó
del casco herido.
—Malas noticias, trae malas noticias — murmuró el viejo de Man.
Pero antes
que su capitán, altavoz en boca, se irguiera en la lancha, y antes que pudiera saludar
esperanzado, se oyó la voz de Ahab.
—¿Habéis
visto a la ballena blanca?
—Sí, ayer.
¿Habéis visto una lancha ballenera a la deriva?
Sofocando su
alegría, Ahab contestó negativamente a esa pregunta inesperada, y habría querido ir a
bordo del recién llegado, cuando se vio al propio capitán visitante, una vez
detenido su barco, descender por su costado. Unas pocas remadas vigorosas, y el
bichero pronto se enganchó en los cadenotes del Pequod, y él saltó a cubierta.
Inmediatamente Ahab lo reconoció como uno de Nantucket, conocido suyo. Pero no
se intercambiaron saludos formales.
—¿Dónde
estaba? ¡No la han matado, no la han matado! —gritó Ahab, avanzando de cerca—. ¿Cómo
fue?
Pareció ser
que hacia media tarde del día anterior, mientras tres de las lanchas del recién llegado
estaban ocupadas con una manada de ballenas, que les habían llevado a unas
cuatro o cinco millas del barco, y cuando estaban en rápida persecución a
barlovento, de repente emergieron del agua, a sotavento, la joroba y la cabeza
blanca de Moby Dick, no muy lejos; con lo cual la cuarta lancha preparada —de
reserva— se había arriado al momento en persecución. Tras navegar rápidamente a
vela viento en popa, esa cuarta lancha —la más rápida de todas— parecía haber
logrado hacer presa: al menos, por lo que podía decir de ello el marinero de la
cofa. En lontananza vio a la lancha como un punto en disminución, y luego un vivo
fulgor de agua blanca y con burbujas; y después de eso, nada más; por lo que se
decidió que la ballena herida debía haberse escapado sin fin con sus
perseguidores, como ocurre a menudo. Había algún temor, pero no alarma decidida,
por entonces. Se pusieron en las jarcias las señales de llamada; sobrevino la
oscuridad; y obligado a recoger sus tres lanchas muy a barlovento, antes de ir
en busca de la cuarta, en la dirección exactamente opuesta, el barco no sólo se
había visto obligado a dejar aquella lancha a su suerte hasta cerca de
medianoche, sino, por el momento, a aumentar su distancia de ella. Pero cuando
por fin estuvo a bordo y a salvo el resto de su tripulación, hizo fuerza de
velas, ala sobre ala, en busca de la lancha en falta, encendiendo un fuego en
sus marmitas de destilería a modo de faro, y mandando arriba a la mitad de sus
hombres como vigías. Pero aun cuando navegó así una distancia suficiente como
para alcanzar el lugar presunto de los ausentes, cuando les vieron por última vez,
y aun cuando entonces se detuvo a arriar las lanchas de reserva para que
remaran a su alrededor, y al no encontrar nada, siguió adelante, deteniéndose
otra vez y volviendo a arriar las lanchas; y aunque había seguido haciéndolo
así hasta el amanecer, sin embargo, no se había visto el menor rastro de la
embarcación desaparecida.
Contada la
historia, el capitán visitante pasó inmediatamente a revelar su objetivo al subir a
bordo del Pequod. Deseaba que este barco se uniera al suyo en la búsqueda,
recorriendo el mar a unas cuatro o cinco millas de distancia, en líneas
paralelas, para dominar, por decirlo así, un horizonte doble.
—Ahora
apostaré algo —susurró Stubb a Flask— a que alguno de esa lancha desaparecida se
fue llevándose la mejor chaqueta de este capitán; o quizá su reloj: está
condenadamente ansioso de recobrarlo. ¿Quién ha oído jamás hablar de dos
piadosos balleneros emprendiendo un crucero en busca de una sola lancha, en
plena temporada de pesca? Mire, Flask, vea sólo qué pálido está: pálido hasta
las niñas de los ojos: mire... no era la chaqueta... debía ser el...
—¡Mi hijo,
mi hijo está entre ellos! ¡Por Dios, se lo pido, se lo conjuro! — exclamó entonces
el capitán visitante a Ahab, que hasta entonces había recibido gélidamente su
petición—. Durante cuarenta y ocho horas, permítame alquilarle el barco... se
lo pagaré de buena gana, y le pagaré bien... si no hay otro modo... sólo por
cuarenta y ocho horas... sólo eso... tiene, tiene que hacerlo, y lo hará.
—¡Su hijo!
—gritó Stubb—: ¡Ah, es su hijo lo que ha perdido! Retiro lo de la chaqueta y el
reloj... ¿Qué dice Ahab? Tenemos que salvar a ese chico.
—Se ahogó
con todos los demás, anoche — dijo el viejo marinero de Man, que estaba entre ellos—:
lo oí, todos vosotros oísteis a sus espíritus. Ahora, como resultó al poco
tiempo, lo que hacía más triste este incidente del Raquel era la circunstancia
de que no sólo estaba uno de los hijos del capitán entre el número de los
tripulantes de la lancha desaparecida, sino que entre las tripulaciones de las
otras lanchas, al mismo tiempo, pero, por otro lado, separado del barco durante
las sombrías visicitudes de la persecución, había estado
otro hijo más, de modo que, durante algún tiempo, el desgraciado padre había
quedado sumergido en el fondo de la más cruel perplejidad, que sólo le resolvió
el que su
primer oficial adoptara instintivamente la medida ordinaria de un ballenero en
tales circunstancias, esto es, al encontrarse entre lanchas separadas en
peligro, recoger siempre al mayor número. Pero el capitán, por alguna desconocida
razón temperamental, había evitado decir todo esto, y hasta que no le obligó a ello
la frialdad de Ahab, no aludió al hijo que todavía faltaba: un muchachito, sólo
de doce años, cuyo padre, con la seria, pero inconsciente osadía de un cariño
paternal de Nantucket, había tratado tan tempranamente de iniciarle en los
peligros y prodigios de un oficio que de modo casi inmemorial era el destino de
toda su raza. Y no es raro que ocurra que los capitanes de Nantucket
envíen lejos de sí a un hijo de tan tierna edad, durante un viaje que se prolonga tres o cuatro años en un barco que no es el suyo, para que su primer conocimiento
de la carrera de un ballenero no pierda fuerza por alguna ocasional muestra de
la natural, pero inoportuna parcialidad de un padre, o por aprensión o miedo
indebidos.
Mientras
tanto, el recién llegado seguía implorando de Ahab su pobre don, y Ahab seguía como un
yunque, recibiendo todos los golpes, pero sin el menor temblor por su parte.
—No me iré
—dijo el visitante— hasta que me diga que sí. Haga conmigo como querría que yo
hiciera con usted en caso semejante. Pues usted también tiene un hijo, capitán Ahab...
aunque sólo sea un niño, y esté ahora en casa, a salvo en su nido... un hijo de
su vejez, además... Sí, sí, se ablanda... corred, corred, marineros, y
preparaos a poner brazas a barlovento.
—Alto —gritó
Ahab—: no toquéis una filástica —y luego, con una voz que, prolongándose, modelaba
cada palabra—: capitán Gardiner, no lo haré. Ahora mismo, pierdo tiempo. Adiós,
adiós. Dios le proteja, hombre, y ojalá me perdone a mí, pero me tengo que ir. Señor
Starbuck, mire el reloj de bitácora, y dentro de tres minutos a partir de este
preciso instante, haga salir a todos los visitantes: luego vuelva a bracear a
proa, y que el barco siga navegando como antes.
Volviéndose
deprisa, con la cara apartada, bajó a su cabina, dejando al capitán visitante pasmado ante
el absoluto y total rechazo de su ansiosa pretensión. Pero Gardiner, saliendo
de su trance con un sobresalto, se apresuró en silencio a la borda; cayó, más
que entró, en su lancha, y volvió a su barco.
Pronto los
barcos separaron sus estelas, y mientras estuvo a la vista el barco visitante,
se le vio dar
guiñadas acá y allá, a cada punto oscuro, por pequeño que fuera, en el mar. Sus vergas
giraban a un lado y a otro; a babor y a estribor, continuaba virando; unas
veces encontraba olas de proa, y otras veces le empujaban por la popa, mientras
que, durante todo el tiempo, sus mástiles y vergas estaban densamente poblados
de marineros, como tres altos cerezos, cuando los muchachos van a coger cerezas
entre las ramas.
Continúa leyendo esta historia en "Moby Dick - CXXIX, CXXX, CXXXI y CXXXII - Herman Melville"
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