El siguiente relato lo saqué de un ebook gratuito que descargué hace unos días buscando escritos de Victoria Robbins. El libro se llama "Relatos históricos - Varios Autores". En él aparecen siete relatos, uno de dicha autora (además de la introducción al libro, que también fue escrito por ella), seis de otros autores.
El primer relato del libro es "El cupido arrodillado", de Rafael Sabatini. ¿Qué "personaje" histórico toma Sabatini para su historia? Una pista, un conocidísimo pintor, arquitecto y escultor de allá como el 1500...
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El cupido arrodillado
El elegante joven cubierto de seda de la tonalidad del azufre, sonrió con una elegante indecisión. Estaba mostrando un tolerante desprecio. Al mismo tiempo, del grupo humano que componía el fondo de la estancia surgía el rumor de unas risas torpemente contenidas.
–¿Sois tan atrevido como para consideraros un artista? –pregunto el señor Gianluca, sobrino del cardenal–. ¡Ser un artista! Extraña y soberbia condición. Se requiere una gran dosis de valor para vestirse con la misma, sin haber obtenido una gran maestría en el trabajo, unido a una genial perfección. ¿No creéis que han de ser otros quienes concedan esa calificación?
Todos supieron captar la ironía que encerraban cada una de estas palabras. Por eso se cubrió de un ligero rubor la cara enflaquecida del aludido. Y era éste un mozo de unos veintitrés años, alto y fuerte, cuyas facciones, a pesar de su delgadez, debían ser consideradas hermosas, siempre teniendo en cuenta el sentido más tosco del término. Un denso pelo, negro y lustroso, dejaba caer unos rizos sobre la frente, a la vez que cubría su poderosa nuca. Sus inmensos ojos estaban excesivamente hundidos, bajo unas cejas espesas, que no hacían sombra al resplandor siempre vivo de una personalidad apasionada en todos los asuntos de la vida. Llevaba ropas negras; sin embargo, su educación evidenciaba que si se encontraba allí, en el centro de la antecámara del gran cardenal, no se sentía amedrentado, ya que había tratado con otros hombres de tan alto rango social o eclesiástico. Adornaba su ajustado jubón con una piel valiosa y, además, lo sujetaba con una cadena de plata maciza exquisitamente labrada, de la cual pendía un ancho puñal de Pistoya.
Hubo momentos en los que el joven quiso desenvainar el arma corta, sobre todo para hundir la afilada punta en el cuello del riente caballero, acaso de su misma edad, que vestía una indumentaria amarilla. Sin embargo, a pesar de su carácter apasionado había aprendido a ser prudente, sin pecar de cobarde, por eso encontró la manera de ocultar toda muestra de ferocidad. Se limitó a responder tranquilamente:
–No he sido yo quien primero me ha llamado artista, pues otras muchas personas me han concedido, generosamente, ese título al ver mis obras, señor Gianluca.
Gianluca Sforza-Riario, el bello muchacho vestido de amarillo, dejó escapar una risotada, que secuestró el interés de los asistentes. Algunos de ellos habían comenzado a caminar por la extensa galería de columnas; pero, al escuchar la burla, se quedaron inmóviles, muy atentos.
–No andaban equivocados, señor Buonarroti, aquellos que os recomendaron que acudierais a Roma. Creo que aquí obtendréis el éxito. Nadie os prohibirá que voceéis vuestros trabajos en la plaza del mercado, ya que en nuestras calles siempre vence el que tiene la voz más fuerte. Ah, tampoco dejaréis de tropezaras en Roma con un buen número de hombres que, sin mostrar ningún pudor, se enriquecen con el arte. Brindando amparo a los estúpidos consiguen un buen dinero. Espero que vos no cometáis ese error.
El joven escultor siguió conteniéndose, a pesar de que sus manos ya no dejaban de moverse.
–Quizá estéis confundiéndome con otro, señor, al desconocer mis cualidades artísticas. Hasta hoy sólo he contado con un protector, y no creo que nadie se atreviera a considerarlo un ignorante... Me estoy refiriendo a Lorenzo, el magnífico Lorenzo de Médicis. De no haber muerto yo nunca hubiese abandonado Florencia...
–Habéis mencionado a Lorenzo de Médicis –dijo Gianluca, al mismo tiempo que sus cejas se alzaban por debajo de los rubios mechones que cubrían su escasa frente–. ¿Seréis tan atrevido como para afirmar que Lorenzo de Médicis era un entendido en arte?
Miguel Ángel Buonarroti sintió que le faltaba el aire; pero, al abrir la boca, contuvo su ira con esta pregunta:
–¿He oído bien, señor?
–Espero que no seáis, además, sordo. Desearía contar con vuestra estima, aunque creo que esto resultará muy difícil si continuáis insistiendo en afirmar que el duque Lorenzo tenía capacidades artísticas. Todos saben que sus gustos eran groseros, al inclinarse por el arte prostituido... por la vulgaridad que sólo busca engañar la sensibilidad de los más simples.
Con estas palabras Gianluca dio comienzo a una disertación de lo más absurda, ante el estupor de Miguel Ángel. Mientras tanto, escuchaba cómo eran elogiados Pinturricchio y Verrocchio, dos artistas contemporáneos; no obstante, otros que eran tan grandes o más fueron despachados con insultos por haber ganado mucho dinero, ya que al parecer comerciar con el arte les restaba cualquier mérito. Y al referirse a los artistas jóvenes, únicamente consideró estimable a Leonardo da Vinci, aunque dudaba que pudiera ser un gran artista de acuerdo a las normas más académicas, ya que sentía el temor de que se dejara vencer por el beneficio económico.
Ante tal sarta de necedades, Miguel Ángel ya no pudo aguantar ni un segundo más en la galería del palacio. Mientras escapaba de allí, se dijo que acaso debía hacer lo mismo marchándose de Roma, donde se encontraba gente tan estúpida.
Es posible que todos conozcáis la adolescencia de este genio: a los catorce años fue contratado como aprendiz de Domenico Ghirlandajo, el gran pintor florentino. Mientras se adiestraba en el arte de los colores y las perspectivas, se sintió atraído por la escultura. Y después de modelar un Fauno riente que fue admirado por Lorenzo el Magnífico, éste se convirtió en su protector al asignarle un taller en el mismo palacio ducal. Y el joven Buonarroti se encargó de demostrar sus cualidades, viéndose tan bien apoyado, sobre todo dando forma a los Centauros, una de sus esculturas más prodigiosas.
Sólo había cumplido los veinte años cuando falleció Lorenzo. Le sucedió Pedro de Médicis, al que no le gustaba el arte. Así Florencia dejó de ser la gran protectora de los artistas. Miguel Ángel se quedó sin trabajo, aunque si pudo contar con una carta de recomendación de Pedro de Médicis, al solicitarla en el momento que decidió viajar a Roma, donde, al parecer, el papa Borgia estaba prestando un gran interés a todas las manifestaciones artísticas.
La carta de recomendación iba dirigida al cardenal Sforza-Riario, debido a que se conocía su afición de coleccionista y protector de las artes. Pero de nada le valió al joven escultor, pues llevaba un mes solicitando audiencia inútilmente. Para conseguir tan sólo enfriarse los pies en la antecámara cardenalicia y, lo peor, tener que soportar enfrentamientos con personajes de la catadura de Gianluca.
Se estaba dando cuenta de que se encontraba en un mundo de dilettanti cargados de petulancia, de vanidoso ingenio, para quienes los artistas no representaban nada. La auténtica grandeza, unida a la percepción creadora sólo podían establecerse, según aquel vanidoso, mediante la capacidad para juzgar la obra de los otros, y el criterio se basaba en reglas completamente equivocadas.
Mientras tanto, la falta de trabajo y el tiempo malgastado, le habían intranquilizado excesivamente. También se daba cuenta de que, en el caso de no cambiar su suerte, su escasa reserva de dinero se agotaría por completo. Necesitaba cubrir sus necesidades inmediatas con la mayor premura. Este le llevó a modelar la Ninfa danzante, una escultura dinámica y bellísima, aunque el tema no se hallara entre los que más le gustaban, pues había debido frenar el deseo de dar forma a una vigorosa anatomía lo que a él tanto le agradaba reproducir en sus obras. En este caso prefirió guiarse por la conveniencia. Hubiese querido crear algo que satisficiera la lascivia de esos romanos, cuyo sentido estético se encontraba esclavizado por una pasión desmedida hacia las estatuas antiguas especialmente las griegas. Procuró llevarla en barro, al no disponer de un taller propio donde realizar la conversión en mármol, a Baltasar de la Balza, que era el propietario de una tienda en la Ripa Vecchia, junto al Tíber.
Siempre que se dirigía a la residencia Sforza-Riario, situada en el Rione di Ponte, tenía que pasar delante de aquella tienda. Muchas veces se había detenido para examinar las estatuas allí expuestas, ya fueran antiguas o modernas y estuvieran realizadas en mármol, bronce, plomo o en barro cocido. Sin embargo, nunca se había atrevido a cruzar la puerta de un comerciante en su condición de escultor.
Recibió una buena acogida, debido a que su Ninfa actuó como la mejor recomendación ante un crítico tan astuto y sabio como Baltasar de Balza. Éste era un personaje viejo y desarreglado, que llevaba largos mechones de pelo gris y grasiento, barba abierta y una nariz ganchuda que denunciaba su origen judío; pero se había escapado de su reclusión en el ghetto al confesarse cristiano, lo que le permitió obtener el consentimiento de los Borgia para seguir comerciando en paz.
–La estatua es muy buena... Bella y proporcionada... Aquí hay mucho talento... –opinó abiertamente–. Me parece que ninguno de los escultores que he tratado puede superarla... Algo genial teniendo en cuenta lo joven que sois. No obstante, de atreverme a adquirirla... –Elevó los brazos al cielo y puso los ojos en blanco–. ¿Encontraré un comprador en los tiempos que corren?
A Miguel Ángel la pregunta le pareció de lo más absurda.
–No hay duda de que entre vuestros clientes deben haber muchos que sepan valorar la obra y quieran poseerla. De no ser así, ¿cómo podéis seguir manteniendo abierto vuestro negocio?
El anciano comerciante replicó con un cacareo burlón y, girándose, se aproximó a una estantería, de donde cogió un Hermes de mármol de casi dos pies de altura. Lo colocó en el mostrador ante el joven artista.
–¿A qué os parece hermoso? –preguntó maliciosamente–. ¿Verdad que tiene un gran mérito?
La escultura poseía una noble calidad, sus proporciones resultaban graciosas y su dinamismo tenía un algo de lo que casi está vivo. Los asombrados ojos de Miguel Ángel la miraron con fervor, a la vez que sus delicados dedos la tocaban apasionadamente.
–Magnífica –susurró–. Es uno de los mejores trabajos de un maestro al que conozco.
–No hay duda de que merece toda nuestra admiración –añadió el comerciante–. Es otro artista joven, como vos, con ganas de trabajar, provisto de ingenio y de la capacidad de dar vida a lo que ve... Un inmenso artista. Su nombre es Torrigiano. Si vive muchos años, es posible que adquiera una gran fama.
–¿Es que pone en duda que pueda seguir vivo? –inquirió Miguel Ángel.
–Podría morir de hambre. Hace unos once meses le compré esa admirable figura. Todos mis mejores clientes la han visto... Me refiero al gran cardenal Ascanio, a la princesa Esquiladle, al señor de Mirándola, que es un caballero exquisito y muy ilustrado, al joven duque de Gandia, al cardenal Sforza-Riario, que tiene a gala ser el mayor entendido en arte y posee la mejor colección de esculturas de Roma. Les supliqué que me ofreciesen un precio razonable; pero... Esta obra continúa embelleciendo mi tienda, mientras otras cien, muy inferiores, me las quitan de las manos..., porque son antigüedades desenterradas. Puedo aseguraros que no hay capacidad de entendimiento entre los coleccionistas de hoy. Las gentes han enloquecido con todo lo que sale de la tierra. Se ha perdido el sentido de los valores. Con un entusiasmo obsesivo gastan el dinero en obras del pasado, dejando a un lado el arte de los jóvenes de hoy, como vos, sin importarles que sean mejores que las antiguas... Lo mismo que el Hermes, vuestra Ninfa sería despreciada... Por eso no puedo encargaros la estatua. Debéis comprenderlo.
Miguel Ángel se marchó muy disgustado. Cada vez se sentía más furioso contra esos romanos ignorantes, y hasta contra él mismo por haber abandonado Florencia, únicamente para recibir lecciones de los estúpidos que se reunían en la antecámara del ilustre cardenal Sforza-Riario, ése que se decía protector del arte, a pesar de que pasara indiferente ante una estatua de la calidad del Hermes de Torrigiano. No había duda de que aquel personaje, con cuyo apoyo había contado, era tan ignorante como los necios orgullosos que hablaban en la misma antecámara. «¿Qué hago yo en la ingrata Roma?», se preguntó repetidamente. Para todos los que se hallaban en su situación, bien se hubiera podido inscribir en las puertas de la ciudad la sentencia que Dante situó en la entrada del Infierno: ...«Desnudaros de toda esperanza, vosotros los que entráis aquí para no salir nunca».
Sumido en tan negras reflexiones, el joven escultor se detuvo, súbitamente, en la estrecha y embaldosada calle. Acababa de asaltarle un pensamiento repentino, por eso volvió tras sus pasos y entró en la tienda de Baltasar.
–Señor –le sugirió–, mientras desempeñáis vuestros negocios, ¿no os habéis parado nunca a pensar que los necios han venido al mundo para que los hombres de ingenio obtengan un buen provecho de ellos?
El judío converso sonrió astutamente y, luego, confesó frotándose las manos regordetas:
–Más de una vez lo he pensado, y hasta he sabido obtener beneficio de esa máxima. ¿Tenéis algo más que decirme?
De una forma instintiva Miguel Ángel se acercó al comerciante y redujo el tono de su voz. La cólera y el desprecio moldeaban cada una de sus frases. Aunque de estas dos emociones se olvidó Baltasar, al no poderle brindar ningún beneficio. No obstante, sí que hizo caso de la propuesta del joven escultor. Al mismo tiempo que le escuchaba, no dejaba de sonreír irónicamente, frotándose las manos en un gesto afirmativo.
–¡Vaya comerciante que hubierais resultado si el Señor no os hubiese convertido en un artista! –exclamó Baltasar en el momento que se separaron. Algo que significaba el mayor elogio que podía salir de la boca del judío.
Sin embargo, como Miguel Ángel no compartía este último punto de vista, siguió visitando la antesala del cardenal, después de haber estado trabajando en su nuevo taller. No dejaba de aguardar esa entrevista que, empezaba a creerlo, nunca se le iba a conceder. Pocas veces se libró de las malignas interpretaciones del sobrino del cardenal, y de las risas de los otros elegantes oyentes. Afortunadamente, se hallaba inmunizado ya contra todo tipo de ataque. Se limitaba a sonreír y pocas veces se molestaba en replicar, ni dejaba que apareciera en sus ojos oscuros la cólera nada más que en unos breves chispazos.
Cierta tarde apareció allí un Antinoo de proporciones naturales, que acababa de comprar el cardenal. Como estaba muy orgulloso de su nueva adquisición, la dejó en la antecámara, donde podía ser vista y elogiada por un mayor número de personas de las que hubieran podido pasar por la galería reservada a su colección.
Miguel Ángel se encontraba admirándola como todos los demás; sin embargo, se mostró serio, no compartiendo el entusiasmo. Entonces maese Gianluca dejó oír una de sus conocidas disertaciones. Al finalizar, miró a Buonarroti y, sin perder su sonrisa irónica, le preguntó:
–¿Qué opináis de esta obra, señor escultor?
–Me parece muy bella –contestó el joven tranquilamente–. Aunque si tuviera que ponerle un defecto, me fijaría en su excesiva belleza.
–¿Un defecto lo muy bello? –chilló Gianluca–. ¿Estáis seguro de lo que decís?
–Cuando se supera una cualidad suprema se cae en el defecto –insistió Miguel Ángel–. El mayor de los vicios es mostrar un exceso de virtud.
–Exhibís los valores de vuestra sabiduría en forma de paradojas. Pero su interpretación supera el alcance de nuestros humildes cerebros. –Un ronroneo de aprobación vino a apoyar el sarcasmo de maese Gianluca.
–Quizá deba explicarme mejor. Considero esta estatua muy bella, pero en un concepto femenino. Todo el conjunto reúne una suavidad excesiva. La anatomía carece de fuerza. El rostro es demasiado perfecto para que llegue a resultar humano: un hombre con facciones tan exquisitas puede ser una criatura violenta o estúpida; raramente llegaría a resultar algo distinto. ¿Tenemos ante nosotros lo que se propuso expresar el escultor? Creo que no. Los brazos y las piernas se hallan faltos de fortaleza. No se aprecian los músculos, por eso la anatomía resulta femenina.
–¡Vaya, vaya! ¿Le habéis escuchado? ¡Os pido que no olvidéis ni una sola de sus palabras! –exigió Gianluca–. Hemos asistido a la sentencia de un David del arte. Y su decisión es, según parece, que lo artístico sólo se representa con energía y tendones.
Un estallido de carcajadas contuvo la réplica de Miguel Ángel, para terminar decidiéndole a abandonar el palacio dominado por la ira. Todo lo que quedaba del día lo pasó rumiando su venganza, tocando el puño de su daga y recreándose en imaginar cómo la clavaba en la garganta de Gianluca. Llegó a pensar que la violencia era el único medio de combatir a los estúpidos. Lejos se hallaba de imaginar que su nueva humillación iba a servirle como llave, capaz de abrir los salones del gran cardenal. Todo esto se debió a que el joven sobrino, animado por el triunfo que creía haber obtenido sobre el imprudente escultor, no lo calló ante su tío. Y dejó oír a Su Excelencia tantos reproches, con el acaloramiento propio del engreído, sobre quien se había atrevido a criticar el magnífico Antinoo, que los dos rieron con ganas. Sin embargo, al final el cardenal tomó esta sorprendente decisión:
–Voy a recibir a ese sujeto. Es posible que yo me divierta tanto como tú y, luego, gracias a mis consejos pueda salvarlo como artista.
De esta manera, el joven florentino volvió a entrar en la antecámara. Pero en esta ocasión un chambelán, vestido de terciopelo negro, acudió a recibirlo preguntándole si era maese Miguel Ángel Buonarroti, de Florencia, portador de una carta dirigida por el duque Pedro de Médicis al ilustre cardenal Sforza-Riario. Y cuando el escultor contestó con una afirmación, fue llevado a una sala de doradas paredes y techo azul ultramarino, alumbrada por una ventana única, junto a la cual aparecía una especie de púlpito-escritorio ricamente tallado. Ante el mismo se encontraba acomodado el ilustre cardenal, un personaje alto y delgado, cuya asombrosa palidez confería a su cara un tono ascético. Se contaba de él que se encontraba presente cuando fue asesinado Julián de Médicis en la catedral de Florencia, y que la palidez provocada por el terror del trágico espectáculo ya no le desapareció jamás.
Sus ojos estrechos contemplaron con falsa bondad al joven artista, que estaba doblando las rodillas en su presencia. Le ofreció una mano blanquecina y delgada, en la que destacaba el resplandeciente zafiro de su dignidad. Miguel Ángel lo besó con un gesto de humildad, al ser lo obligado.
–He sabido por mi sobrino Gianluca que habéis sido sometido a una dura prueba en esta casa –dijo con un tono inexpresivo–. Se me debiera haber comunicado antes vuestra presencia.
Sin dejar de susurrar unas frases amables, el joven presentó la carta. El cardenal le indicó con un gesto que se incorporara, rompió el sello y extendió el pergamino sobre la mesa. Seguidamente, se echó en su amplio sillón de elevado respaldo para conocer las palabras elogiosas del duque Pedro, a la vez que sus labios se fruncían ligeramente a medida que iba leyendo. Y al contemplar después al escultor por encima del papel, no dejó de mostrar en sus pupilas un relativo interés.
–Su Magnificencia os presenta como un muchacho de gran talento, al que su padre, el excelso Lorenzo, tenía en mucha estima.
–Se me concedió el honor de trabajar en el palacio ducal durante tres años, Excelencia.
El cardenal dibujó una sonrisa y se permitió suspirar.
Debéis entender que de la Florencia de Lorenzo de Médicis a la Roma pontificia hay mucha distancia, sobre todo en el terreno del arte. Lo que allí puede haberse estimado magistral, acaso aquí sólo resulte un trabajo elemental. Sobre todo ahora que las antigüedades que se están desenterrando han elevado el sentido de la belleza a límites muy superiores.
A Miguel Ángel le costó aguantar una reacción de réplica. Allí tenía una nueva muestra de la estupidez que tanto le ofendía. Ante él se hallaba uno de los máximos representantes de la moda más absurda. Se contuvo, a la espera de que el cardenal siguiera hablando.
–Me informa el duque que sois pintor y escultor.
–Como pintor acaso mis méritos no sean excesivos –contestó el joven humildemente. –En este terreno son muchos los que me superan.
–¡Oh, bendita modestia! –Una sonrisa ensanchó los labios de aquel rostro blanquecino que a Miguel Ángel cada vez le resultaba más repulsivo–. ¿Y cómo se te da la escultura?
–Nadie se ha avergonzado de mi obra y, al mismo tiempo, tengo el sentido común suficiente para realizar mi trabajo a la perfección. Por eso me atrevo a ofrecerme a Vuestra Señoría, cuyas opiniones artísticas le han hecho tan justamente famoso. Si yo pudiera trabajar en la corte de Su Santidad...
La mano blanquecina se agitó para imponer silencio.
–Acabáis de oírme decir que las exigencias de Roma son muy altas. Vuestra corta edad no puede ir unida a la experiencia.
–Todos los artistas, señor, hemos sido creados por Dios, nunca por la suma de los años que vayamos cumpliendo. Me atrevo a recordar que el artista lo es desde la cuna.
Frente a aquella valiente respuesta los ojos del cardenal brillaron esporádicamente, aunque su enojo duró muy poco. Pero le quedó un tono frío:
–No sois el primero que se atreve a repetir esa afirmación de Poeta nascitur, non fit. Seguro que vos no lo habéis olvidado. Pero acompañadme. –Aquel alto personaje, vestido por completo de escarlata, dejó el asiento y comenzó a andar–: A pesar de no haber decidido si os daré empleo, creo que vuestra visita os resultará muy provechosa. Primero he de mostraros mi colección de esculturas. Está considerada como la más perfecta y abundante de Roma, lo que puede considerarse de todo el mundo. Miradla atentamente, ya que os servirá de lección. Seguidme.
Con ademanes familiares, cogió al joven por un brazo y le llevó a una puerta situada en el otro extremo de la estancia, donde se encontraba un ujier, que la abrió. Así entraron en la galería amplia, iluminada en cada una de sus partes por unos altos ventanales que daban al patio interior del palacio. En las paredes se encontraban alineadas, de uno a otro extremo, las valiosas esculturas que Sforza-Riario había reunido pagando varias fortunas de príncipe. Pero allí se exhibían pocas obras modernas, al dominar las traídas de Grecia o desenterradas en Roma, siempre con una acusada influencia helénica.
Muy despacio fueron recorriendo la galería, mientras el cardenal cumplía el papel de cicerone, sin ahorrarse unas largas exposiciones sobre la belleza de las esculturas, y queriendo destacar esos detalles de ejecución que sólo captan los entendidos. Una vez eran los pliegues de una túnica, otras la potencia de una anatomía, cuando no el modelado de una cara, o la expresión auténtica de una figura. Mientras tanto, Miguel Ángel escuchaba en silencio, sin atreverse a gritar que él era capaz, de descubrir otros detalles más sutiles, por su condición de artista. Y al observar que no hablaba, el cardenal creyó que había eliminado el orgullo de aquel ignorante joven florentino.
–¿Tanto os impresionan estas esculturas que os habéis quedado sin voz, amigo?
–Me limitó a escuchar a Vuestra Magnificencia –contestó mansamente.
–Pero ocultáis algo. Reconoced que os aturde tanta belleza. Una reacción que considero lógica, pues soy de los que creo que no existe actualmente en el mundo un hombre capaz de crear cualquiera de las estatuas de mi galería.
–Es verdad que no hay muchos hombres capaces de dar forma a algo similar –admitió el escultor.
–Ningún artista vivo podría imitar este arte. Tengo el convencimiento de que es imposible. He dedicado toda mi vida a la contemplación y al estudio del arte. Ya que me escucháis, vos debéis considerarlo cierto.
Se encontraban en el centro de la galería, frente a la esbelta figura de un muchacho esculpida en mármol antiguo, que se veía oscurecida y manchada por las sales de la tierra, en la que pudo haber permanecido enterrada a lo largo de varios siglos. Era inferior al tamaño natural, pero sus miembros mostraban una gran virilidad y una potencia de héroe. Componía una singular posición, ya que una de sus rodillas tocaba el suelo, su cabeza se inclinaba hacia un lado, y su cerrada mano izquierda quedaba en el extremo de un brazo extendido, mientras que la derecha seguía la misma línea a la altura de la mejilla. Alrededor del bello rostro, excesivamente viril para una anatomía tan joven, se veía el cabello formando unos rizos gruesos y cortos.
Los ojos de Miguel Ángel habían adquirido un súbito interés nada más descubrir la figura, lo que al cardenal no le pasó inadvertido.
–¡Espléndido! –exclamo, sin contener las risas–. Observó que estáis obteniendo buen provecho de esta visita. Ahora halléis comprendido el significado de la perfección artística.
El joven escultor se giró para mirar a su importante anfitrión con pupilas resplandecientes y la cara ruborizada. Porque consideraba absurdas las reacciones de aquel simple aficionado.
–¿Qué... puede representar?–preguntó con un hilo de voz.
–La respuesta es muy sencilla: Cupido. Un Cupido de rodillas. Nunca una figura como sería modelada por los artistas de hoy, ya que lo mostrarían gordito, rechoncho y tan informe como un crío. Éste es un Cupido de proporciones exactas, dinámico, al representar el prodigio de la gracia y la fuerza, pues eso se halla ante vuestros ojos. Comprobad que está arrodillado, porque quiere asegurarse la mayor puntería. Es cierto que falta el arco..., el tiempo lo ha perdido. Sin embargo, el observador lo suple, se puede contemplar fácilmente: lo indican a la perfección la colocación de los brazos y las manos.
–¿Ha dicho Vuestra Excelencia que esta escultura es... antigua? –preguntó Miguel Ángel con un tono sosegado, acaso un poco asustado.
El cardenal le observó con cierto desprecio, ofendido ante tanta estupidez. Y su rostro blanquecino se transformó con una sonrisa despreciativa.
–Fijaros bien en ella –exigió–. La escultura os proporciona la respuesta. Según los años os vayan dando experiencia, reconoceréis, que no ha habido escultor, desde Fidias, capaz de reproducir una obra tan prodigiosa. Estudiadla a fondo: fijaros atentamente en cada uno de sus detalles. Puedo asegurar que aguantará el examen más minucioso. –Suspirando colocó su mano derecha en el hombre de Miguel Ángel, para añadir con un tono firme–: En el momento que vos, mi inocente amigo, seáis capaz de esculpir algo de una calidad parecida, aunque resulte un poco inferior, os aseguro que me encargaré de situaros en el sendero de la fortuna.
Nuevamente el joven escultor se giró para mirar, detenidamente, al cardenal. Y su moreno rostro, bien tostado por el sol, palideció levemente antes de formular la pregunta:
–¿Podréis mantener la promesa, Vuestra Excelencia?
El gran personaje sonrió tolerante ante aquella muestra de ímpetu juvenil.
–Nunca me desdigo de mis promesas.
–Entonces, contando con su benigna autorización, debo marcharme a casa. Sólo de esta forma podré reclamar el inmediato cumplimiento de vuestra promesa.
El cardenal le observó como si tuviera delante a un loco; y Miguel Ángel le correspondió de la siguiente manera:
–Guardo en mi humilde taller un pedazo de barro, que deseo presentar ante Vuestra Señoría para que lo comparéis con este mármol.
Sforza-Riario no pudo evitar una ligera carcajada.
–Os movéis con la audacia de los artistas modernos, mi joven amigo, y también con el descaro de los ignorantes. Pero como os he traído aquí para divertirme, seguiré el juego que me proponéis. Traedme ese barro y sabré si su modelado merece el orgullo que mostráis al mencionarlo.
Miguel Ángel marchó con esa intención; mientras, el cardenal no dejaba de reír ante la loca presunción de aquel joven florentino, que había resultado más atrevido de como se lo pintó su sobrino.
–Estaba convencido de haberle podido corregir –se dijo, algo preocupado–. Pero las cosas han tomado otro cariz más interesante.
–Estos artistas de hoy son una manada de estúpidos –dijo Gianluca al conocer lo ocurrido–. Brutos en su trabajo y vanidosos en su forma de exhibirlo. Por eso necesitan ser humillados con dureza.
El cardenal apoyó cada una de las palabras de su sobrino con unos gestos afirmativos.
–Considero una obligación darle un escarmiento –afirmó en el papel de juez–. Y lo cumpliré sin ningún miramiento.
–Me gustaría estar presente cuando ese engreído reciba la lección que se merece –pidió Gianluca.
Sin embargo, su tío, después de analizar la situación, dijo:
–Lo considero excesivo. Será mejor que te marches; pero te tendré al corriente de lo que suceda.
Y de esta manera, en el momento que el joven escultor llegó allí, en compañía de una pareja de mozos, a los que había recurrido para que le ayudasen a trasladar el pesado barro cubierto con un pedazo de arpillera, el cardenal se encontraba solo. Y no se negó a contemplar la obra dentro de la galería, precisamente delante del Cupido, para comparar las dos esculturas.
El alto personaje sonreía convencido de que iba a aplicar una lección-castigo ejemplar. Siguió al lado del joven artista, viéndole despedir a su pareja de ayudantes. En seguida fue retirada la arpillera... ¡Entonces desapareció la sonrisa de superioridad del blanquecino rostro del cardenal! No obstante, incrédulo, estiró el cuello, juntó las cejas y recorrió con sus ojos cinco o seis veces el barro y el mármol, pasando de uno a otro sin ningún orden, convulsivamente... ¡Su asombro inicial se estaba convirtiendo en un arrebato de ira contenida! ¡Y es que las dos estatuas, sin que importara que estuvieran esculpidas con distintos materiales, eran completamente iguales, una copia exacta la una de la otra!
Los blanquecinos y hundidos pómulos de Su Excelencia se ruborizaron inusitadamente. Con una ronca voz preguntó:
–¿Qué engaño es éste?
Miguel Ángel no se dejó confundir, ya que disponía de todas las respuestas:
–El engaño imprescindible para convencer a los dilettanti de que hoy los artistas podemos imitar, y hasta superar, a los artistas de la antigüedad. Qué existen en la actualidad talentos equiparables al de Fidias. Creo que Vuestra Excelencia mencionó al genial escultor griego, para asegurar que desde que éste murió no se ha podido crear una obra tan prodigiosa. Sin embargo, mis humildes dedos han conseguido una aproximación digna.
Y rompió a reír, tendiendo sus manos potentes con la intención de que el cardenal las contemplase.
–¿Qué el Cupido lo habéis esculpido vos? –inquirió Su Excelencia, con un tono de voz que gritaba en diapasón ascendente, al mismo tiempo que con dedos temblorosos apuntaba hacia el mármol–. ¿Vos... sois el creador de esta soberbia figura...? ¡Farsante! ¡Mentiroso! ¿Cómo os atrevéis a engañarme? Esta estatua ha sido extraída de la tierra, donde permaneció enterrada durante más de mil años... ¿Podéis negarlo?
–No... Pero la enterramos en el jardín de Baltasar de la Balza, hace unas mil horas. Roma sólo compra estatuas antiguas, porque se considera que en Grecia se dio forma a la máxima belleza. Si los artistas de hoy queremos comer, estamos forzados a producir antigüedades. Y yo he aprendido a conseguirlas. Sólo necesito obtener las pinturas y las sales imprescindibles, con las cuales se pueda dar al mármol el aspecto de haber estado bajo tierra durante siglos. El arco que echasteis a faltar en el Cupido, lo arranqué yo nada más finalizar el modelado... ¿Sigue creyendo Vuestra Excelencia que miento? Fijaros en esto. –Ladeando un poco la figura de barro, dejó que se leyeran unas palabras en caracteres griegos que había en la base–. Aggelos, por Ángel; Michael-Angelo; mi firma para esta ocasión. Las mismas palabras se encuentran en la base de la estatua de mármol, lo que Vuestra Excelencia podrá comprobar si pide ayuda para que muevan la figura.
Sin embargo, el cardenal ya no necesitaba realizar más comprobaciones. Y aplastado por el bochorno, pareció haber achicado de tamaño frente a la mirada sonriente del joven artista. Luego precisó algún tiempo para volver a hablar con voz ahogada:
–Se me ha estafado... ¡Ese bribón de Baltasar me ha robado!
–Decid mejor que engañado, nunca estafado o robado, señor.
–¿Cómo se atreve a llevarme la contraria? ¿Dónele veis la diferencia?
–La diferencia es rotunda: la estafa o el robo respondería a unas falsas apariencias, que os hubieran obligado a pagar por una estatua más de su valor real. Algo que nunca hizo Vuestra Excelencia, sin que importe el dinero que se os haya cobrado. Ser engañado es dar por cierta la mentira. Y en este caso, podemos considerar el engaño bastante parcial: sólo existe en la edad de la estatua, nunca en su calidad, que ha de ser considerada, según la estimación de Vuestra Excelencia, igual a las mejores de todas las antiguas.
–¡Dios mío! –grito el cardenal, a punto de perder la respiración–. ¿Es que no conocéis la modestia?
–La verdad siempre es más importante que la modestia –afirmó Miguel Ángel–. Y vos mismo llegasteis a decir que ningún artista, desde Fidias, ha creado una obra tan prodigiosa como ésta.
Sforza-Riario le rodeó con una mirada de total aversión.
–¿Acaso os propusisteis ese judío y vos divertiros a mi costa? En el caso de que creyeseis que me habéis atrapado, debo avisaros que...
–¡Excelencia! –interrumpió el joven escultor con su noble protesta–. ¿Podíamos unos devotos cristianos planear un pecado tan indigno? ¿Qué razones nos moverían a realizarlo?
–¡Esas cosas se hacen sin razón alguna! –gritó el cardenal con una violencia tal que le costaba formar las palabras–. ¿Por qué os hacéis pasar por inocente? ¿No es bastante motivo el simple hecho de haberme engañado con esta falsa antigüedad, a mí, a una personalidad cuya fama como entendido en arte es reconocida en el mundo entero?
–Pero ¿dónde ha dejado de actuar el conocimiento artístico de Vuestra Excelencia? Nada más contemplar este Cupido considerasteis que era una escultura excelente, por lo que merecía un lugar destacado en esta importante colección. Por eso lo comprasteis. Si hasta hoy os limitabais a adquirir estatuas antiguas era, de eso estoy seguro, porque jamás habíais encontrado entre las obras modernas ninguna merecedora de ocupar un espacio entre las otras. Pero en este momento, después de localizar una estatua que, según reconoció Vuestra Señoría, ningún artista desde Fidias ha podido modelar, ¿qué mal hicisteis al comprarla? –Y se cuidó de añadir intencionadamente–: ¿No disponéis ahora, Vuestra Señoría, de una novedad que aumentará el prestigio que os merecéis, con justicia, como entendido en arte?
Sforza-Riario se sorprendió ante esa puerta de salida que se le estaba abriendo, lo que le permitiría evitar el ridículo. Entonces comprendió que podía obtener un triunfo de aquella derrota. Sin embargo, al darse cuenta de que el triunfo suponía otro superior para el osado joven florentino que había sabido embaucarle, dedicó a éste otra de sus miradas maliciosas.
Poco más tarde, al volver a prestar atención a la estatua de Cupido, compuso un aire reflexivo.
–Creo que habéis dicho la verdad. No he fallado en mi valoración de la obra, aunque sobraba lo del engaño. –Su rostro comenzó a ruborizarse, y su voz adquirió una súbita vehemencia–. Lo que me va costar disculparos es que en lugar de traerme el Cupido directamente, como actúa todo hombre honesto, recurrieseis a esa farsa para llamar mi atención sobre vuestra obra. Algo que significa, señor, una indignante falta de confianza en mi famosa cualidad de crítico de arte y de mecenas de los artistas.
–Vuestra Señoría me da un trato que estoy lejos de merecer. No fui yo, sino Baltasar, quien os vendió la estatua. Yo la realicé para un cliente cualquiera, sin pensar en vos. ¡Lo lamento, señor! Llevaba tres lamentables meses en Roma, aguardando desesperadamente conseguir audiencia en este palacio, por eso me vi obligado a elegir entre el trabajo por encargo o morir de hambre. Esto me llevó a realizar una estatua para Baltasar, pensando en la que mejor se vendería. Si Vuestra Señoría estima que mi único camino era el hambre, os niego que tengáis la caridad de alejar de mi persona la acusación de estafador, así como no debéis consentir que el mundo se entere de lo que hice arrastrado por la pobreza.
La mirada profunda del cardenal se había apagado, a la vez que su pálida cara se estaba quedando sin expresión.
–Estaríais recibiendo lo merecido –afirmó.
–Es posible, señor, aunque considero excesivamente severas las consecuencias de esta condena, ya que rebasarían de largo la promesa que me hizo Vuestra Excelencia.
–¿Una promesa? ¿De qué promesa estáis hablando, mozo atrevido?
–¿Debo creer que Vuestra Excelencia la ha olvidado? Recordad esas esperanzadoras palabras de que si yo era capaz de esculpir una obra comparable a este Cupido arrodillado os encargaríais de ponerme en el sendero de la fortuna.
–¿Y tenéis la audacia de recordarlo como si yo estuviera obligado a cumplirlo? –protestó el cardenal.
–No me atrevería a tanto, en el caso de que las gentes conocieran que yo he sido cómplice con Baltasar del engaño. Por eso os estoy suplicando que el hecho se mantenga en secreto. Esto impediría, por ejemplo, que Vuestra Señoría me recomendase ante el Sumo Pontífice.
–¡Se está refiriendo vos al mismo Papa! –exclamó, retorciendo los labios y frunciendo las cejas–. Me proponéis que pague vuestro silencio; ¿no es cierto?
Los ojos oscuros de Miguel Ángel se dilataron al máximo, a la vez que componía la más sumisa expresión.
–¿Cómo habláis de precio, señor? ¿Qué cosa podía yo atreverme a cobraros?
–¡Mi silencio! ¡Oh, Dios! ¿No me llevaría a la ruina el hecho de que se conociera que he sido engañado?
El cardenal se quedó callado, para sopesar lenta y seriamente la situación. Reconocía que se hallaba ante un chantaje hábilmente presentado, que le debía llevar a condenar al joven escultor florentino. Claro que esto le causaría a él un daño superior, al quedar en ridículo a ojos de todo el mundo.
Al final sus apretados labios se abrieron en una sonrisa artificial.
–¡De acuerdo! –aceptó, señalando con sus delicados dedos al Cupido arrodillado–. Reconozco que habéis cubierto todas las exigencias de mi promesa. –Hizo una pausa para liberar un suspiro y, luego, prosiguió–: Mañana me encargaré personalmente de presentaros a Su Santidad.
Miguel Ángel se inclinó en una reverencia sincera, muy respetuosa.
–Contando con el apoyo de un juez tan justo –susurró–, estoy convencido de que el Papa me proporcionará un trabajo digno de mis habilidades.
–Dadlo por seguro, caballero.
–¿Me concedéis la autorización para ausentarme, señor? –preguntó el escultor florentino, volviéndose a inclinar.
–Marchad con Dios –permitió el cardenal con un movimiento de la mano; pero en un gesto similar al que acompaña a esa especie de maldición: «¡Qué el diablo os acoja!».
Aunque se hallaba atrapado, luego no podía negarse a brindar protección al osado joven. Y al mismo tiempo que éste cubría la estatua de barro con la arpillera, se volvió para decir:
–He de suplicaros un segundo favor, señor: ¿puedo conocer lo que pagasteis a Baltasar por ese mármol?
La cantidad que el cardenal mencionó provocó un juramento del escultor imposible de contener, el cual sirvió para que Sforza-Riario recuperase parte de su perdido sentido del humor.
–Adivino por vuestras expresiones de protesta –comentó ácidamente– que no he sido el único estafado por Baltasar en este enojoso asunto.
–Tenéis razón –admitió Miguel Ángel–. Pero muy astuto y valiente ha de ser la persona que logre enriquecerse continuamente a costa de mi trabajo.
–Yo mismo he tenido la prueba de vuestra tenacidad –añadió el gran personaje volviendo a suspirar.
Y con estas frases decidieron separarse, hasta la mañana siguiente. No quedaron como unos amigos, aunque sí como dos cómplices.
Aquella misma tarde el escultor florentino entró en la tienda del comerciante judío, allí en la Ripa Vecchia.
–¡Saludos, Baltasar, el más grande de los sinvergüenzas! ¡Te he atrapado! He sabido que el cardenal Sforza-Riario te pagó cinco mil ducados por el Cupido arrodillado. No te atrevas a negarlo, ladrón. Lo he oído de los labios de Su Excelencia. Tampoco me interrumpas. Lo acordado era que dividiésemos la cantidad a partes iguales, y tú me juraste por tus muertos que sólo habías obtenido mil ducados. Merecerías que yo te estrangulase, saqueador. Pero he decidido cambiar tu condena: tendrás que abonarme los dos mil ducados que me corresponden, juntos a otros mil para resarcir tu estafa.
Baltasar se enfureció, ya que hubiese preferido entregar antes la mitad de su sangre que el dinero, por eso gritó:
–¡Qué te arroje al infierno tu descaro florentino! ¿Me estás proponiendo que haga mis negocios por nada?
–Lo que exijo es que realices tus negocios en base a la palabra dada: convenimos repartir por la mitad la suma obtenida. Esto supone que me debes dos mil ducados, ¡y otros mil para que te convenzas de que has de ser honrado de aquí en adelante!
–¡Oh, vas a ser mi ruina! Ya veo que no hay forma de hacerte entrar en razón, pues seguirás entonando la misma cancioncilla todo el día y toda la noche, incansablemente... ¿Y si me negara a pagarte?
–Te desafío a que lo hagas. Porque darías pie a que yo acudiese al cardenal Sforza-Riario, para contarle el engaño que le hicimos juntos al venderle una falsa estatua antigua. Entonces serían los alguaciles quienes te obligarían a soltar el dinero, que alcanzaría una cantidad superior a la que yo te exijo. Además, irías a la cárcel, perderías esta tienda y, entra en lo posible, que te empujasen hacia lo alto... ¡donde te esperaría la horca!
Baltasar era uno de los comerciantes más astutos de Roma; sin embargo, había cometido el error de menospreciar la vanidad humana, lo que no le sucedió a Miguel Ángel. Porque al mantener el secreto estaba disponiendo de un escudo perfecto ante los ataques del mundo. Y de esta manera, después de aguantarlos ronroneos de protesta del judío, terminó recibiendo los tres mil ducados, contantes y sonantes, justo precio al ingenio que le había ayudado a plantar los pies, de la forma más sólida, en la Roma pontificia que iba a gozar de su arte excepcional. Por algo el escultor florentino es considerado el mayor de los genios en la sublime habilidad de convertir el mármol en una obra divina.
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