Capítulo LXXXII
EL HONOR Y LA GLORIA DE LA CAZA DE LA BALLENA
Hay algunas empresas en que el método adecuado
es un desorden cuidadoso. Cuanto más me sumerjo en este asunto de la caza de la
ballena y hago avanzar mis investigaciones hasta su misma fuente, mucho más me
impresionan su gran honorabilidad y su antigüedad; y, sobre todo, cuando
encuentro tantos grandes semidioses y héroes, y profetas de todas clases, que
de un modo o de otro le han conferido distinción, me siento transportado al
reflexionar que yo mismo pertenezco, aunque sólo de modo subordinado, a una
hermandad de tales blasones.
El valiente Perseo, un hijo de Júpiter, fue el
primer ballenero, y ha de decirse, para eterno honor de nuestra profesión, que
la primera ballena atacada por nuestra cofradía no fue muerta con ninguna
intención sórdida. Aquéllos eran los días caballerescos de nuestra profesión,
cuando sólo tomábamos las armas para socorrer a los que estaban en apuros, y no
para llenar las alcuzas de los hombres. Todos saben la hermosa historia de
Perseo y Andrómeda: como la deliciosa Andrómeda, hija de un rey, fue atada a
una roca en la costa, y cuando el leviatán se disponía a llevársela, Perseo, el
príncipe de los balleneros, avanzando intrépidamente, arponeó al monstruo,
libró a la doncella y se casó con ella. Fue una admirable gesta artística,
raramente lograda por los mejores arponeros de nuestros días, ya que este
leviatán quedó muerto al primer arponazo. Y que nadie dude de esta historia
arcaica, pues en la antigua Joppa, hoy Jaffa, en la costa Siria, en un templo
pagano, estuvo durante muchos siglos el vasto esqueleto de una ballena, que las
leyendas de la ciudad y todos sus habitantes afirmaban que era la mismísima
osamenta del monstruo que mató Perseo. Cuando los romanos tomaron Joppa, ese
esqueleto fue llevado a Italia en triunfo. Lo que parece más singular y
sugestivamente importante de esta historia es que fue desde Joppa desde donde
zarpó Jonás.
Afín a la aventura de Perseo y Andrómeda
—incluso, algunos suponen que deriva indirectamente de ella —es la famosa
historia de San Jorge y el dragón, el cual dragón yo sostengo que fue una
ballena, pues en muchas antiguas crónicas las ballenas y los dragones se
entremezclaban extrañamente, y a menudo se sustituían unos a otros. «Eres como
un león de las aguas, y como un dragón del mar», dice Ezequiel, en lo cual
alude claramente a una ballena; en realidad, algunas versiones de la Biblia
usan esa misma palabra. Además, menguaría mucho la gloria de la gesta que San
Jorge sólo hubiera afrontado a un reptil de los que se arrastran por la tierra,
en vez de entablar batalla con el gran monstruo de las profundidades. Cualquier
hombre puede matar una serpiente, pero sólo un Perseo, un San Jorge o un Coffin
tienen bastantes agallas como para avanzar valientemente contra una ballena.
Que no nos desorienten las modernas pinturas
de esa escena; pues aunque el animal afrontado por ese valiente ballenero de antaño
está representado vagamente en forma semejante a un grifo, y aunque la batalla
se pinta en tierra, con el santo a caballo, sin embargo, considerando la gran
ignorancia de aquellos tiempos, cuando los artistas desconocían la verdadera
forma de la ballena, y considerando que, en el caso de Perseo, la ballena de
San Jorge podía haber subido reptando desde el mar a la playa, y considerando
que el animal cabalgado por San Jorge podía ser sólo una gran foca o caballo marino, entonces, el tener en cuenta
todo esto, no parecerá in compatible con la sagrada leyenda y con los más
antiguos esbozos, de la escena, afirmar que ese llamado dragón no fue otro que
el propio gran leviatán. En realidad, al ponerse ante la estricta y penetrante
verdad, toda esta historia se comportará como aquel ídolo pescado-carne-y-ave
de los filisteos llamado Dagón, al cual, al ser colocado ante el Arca de
Israel, se le cayeron la cabeza de caballo y las palmas de las manos, quedando
sólo su muñón o parte pisciforme. Así pues, uno de nuestra noble estirpe,
precisamente un ballenero, es el guardián tutelar de Inglaterra, y, con buen
derecho, nosotros los arponeros de Nantucket deberíamos estar alistados en la
nobilísima Orden de San Jorge. Y por consiguiente, que los caballeros de esa
honorable cofradía (ninguno de los cuales, me atrevo a decir, habrá tenido que
ver jamás con una ballena, como su gran patrón) no miren nunca con desprecio a
los de Nantucket, ya que, aun con nuestros blusones de lana y nuestros
pantalones alquitranados, tenemos mejores títulos para la condecoración de San
Jorge que ellos.
Mucho tiempo he estado dudando si admitir o no
a Hércules entre nosotros, pues aunque, según las mitologías griegas, aquel
Crockett y Kit Carson de la antigüedad, aquel robusto realizador de excelentes
gestas entusiasmadoras, fue tragado y vomitado por una ballena, con todo,
podría discutirse si eso, estrictamente, le hace ser ballenero. Por ninguna
parte consta que jamás arponeara a tal pez, a no ser, claro está, desde dentro.
Con todo, puede considerársele como una suerte de ballenero involuntario; en
cualquier caso, la ballena le cazó a él, si no a él la ballena. Le reclamo para
nuestro clan.
Pero, según las mejores autoridades
contradictorias, esa historia griega de Hércules y la ballena ha de considerarse derivada de la aún
más antigua historia hebrea de Jonás y la ballena, o viceversa: ciertamente,
son muy semejantes. Entonces, si reclamo al semidiós, ¿por qué no al profeta?
Y tampoco los héroes, santos, semidioses y
profetas son los únicos en componer toda la lista de nuestra orden. Nuestro gran maestro
todavía no ha sido nombrado, pues nosotros, como los solemnes reyes de antaño,
encontramos nuestro manantial nada menos que en los mismísimos grandes dioses.
Ahora ha de repetirse aquí aquella maravillosa historia oriental del Shastra,
que nos presenta al temible Visnú, una de las tres personas que hay en la
divinidad de los hindúes, y nos da al propio divino Visnú como señor nuestro; a
Visnú, que, con la primera de sus diez encarnaciones terrenales, ha dejado
aparte y santificado para siempre a la ballena. Cuando Brahma, o el dios de los
dioses, dice el Shastra, decidió volver a crear el mundo después de una de sus
disoluciones periódicas, dio nacimiento a Visnú, para presidir el trabajo; pero
los Vedas, o libros místicos, cuya lectura parecería haber sido indispensable a
Visnú antes de empezar la creación, y que, por tanto, debían contener algo en
forma de sugerencias prácticas para jóvenes arquitectos, esos Vedas, digo,
yacían en el fondo de las aguas, de modo que Visnú, encarnándose en una
ballena, se zambulló a las últimas profundidades y salvó los sagrados
volúmenes. ¿No fue entonces un ballenero este Visnú, del mismo modo que un
hombre que va a caballo se llama caballero?
¡Perseo, San Jorge, Hércules, Jonás y Visnú!,
¡Vaya lista que tenemos! ¿Qué club, sino el de los balleneros, puede
encabezarse de modo semejante?
Capítulo LXXXIII
JONÁS, CONSIDERADO HISTÓRICAMENTE
En el capítulo precedente se hizo referencia
al relato histórico de Jonás y la ballena. Ahora bien, algunos de Nantucket
desconfían de ese relato histórico de Jonás y la ballena. Pero, asimismo, había
algunos griegos y romanos escépticos, que, separándose de los paganos ortodoxos
de su época, dudaban igualmente del relato de Hércules y la ballena, y Arión y
el delfín; y sin embargo, el hecho de que dudaran de esas tradiciones no las
hizo menos reales ni en un ápice.
La principal razón que un viejo ballenero de
Sag-Harbour tenía para poner en duda el relato hebreo era ésta: él tenía una de
esas extrañas Biblias a la antigua usanza, embellecida con grabados curiosos y
nada científicos, uno de los cuales representaba la ballena de Jonás con dos chorros en la cabeza,
peculiaridad sólo verdadera respecto a una especie del leviatán (la ballena
franca y las variedades de esta orden), sobre la cual los balleneros tienen
este proverbio: «Se ahogaría con un panecillo de a penique», ya que sus
tragaderas son muy pequeñas. Pero para eso está dispuesta la respuesta
anticipada del obispo Jebb. No es necesario, sugiere el obispo, que
consideremos a Jonás emparedado en la panza de la ballena, sino temporalmente
alojado en alguna parte de la boca. Y eso parece suficientemente razonable al
buen obispo. Pues, realmente, en la boca de la ballena franca podrían
instalarse un par de mesas de juego, sentando cómodamente a todos los
jugadores. Es posible, también, que Jonás se hubiera escondido en un diente
hueco; pero, pensándolo mejor, la ballena franca no tiene dientes.
Otra razón por la que el Sag-Harbour (así le
llamaban) insistía en su falta de fe en ese asunto del profeta, era algo
oscuramente referente al cuerpo encarcelado del profeta y a los jugos gástricos
de la ballena. Pero esa objeción cae igualmente por tierra, porque un exegeta
alemán supone que Jonás debió refugiarse en el cuerpo flotante de una ballena muerta,
del mismo modo que los soldados franceses, en la campaña en Rusia, convirtieron
en tiendas a sus caballos muertos y se metieron a gatas en ellas. Además, otros
comentadores continentales han supuesto que, cuando Jonás fue lanzado por la
borda del barco de Joppa, él se escapó derecho a otra embarcación cercana,
alguna embarcación con una ballena por mascarón de proa y, yo añadiría,
posiblemente llamada La Ballena, igual que ciertos navíos se bautizan hoy día
como El Tiburón, La Gaviota, El Águila. Y tampoco han faltado doctores exegetas
que han opinado que la ballena mencionada en el libro de Jonás quería indicar
meramente un salvavidas —un pellejo inflado de viento— al que se acercó nadando
el profeta en peligro, salvándose así de la condena acuática. Por consiguiente,
el pobre de Sag-Harbour parece derrotado por todas partes. Pero todavía tenía
otra razón para su falta de fe. Era ésta, si no recuerdo mal: Jonás fue tragado
por la ballena en el mar Mediterráneo, y al cabo de tres días fue vomitado en algún
lugar a unos tres días de viaje de Nínive, una ciudad junto al Tigris, a mucho más de tres días de viaje del punto más
cercano de la costa mediterránea. ¿Cómo es eso?
Pero ¿no había otro modo de que la ballena
dejara en tierra al profeta a tan corta distancia de Nínive? Sí. Podía haberle
llevado dando la vuelta al cabo de Buena Esperanza. Pero, para no hablar de la
travesía a todo lo largo del Mediterráneo, y otra travesía por el golfo Pérsico
y el mar Rojo, tal suposición implicaría la completa circunnavegación de
África, en tres días, para no hablar de que las aguas del Tigris, junto a
Nínive, son demasiado superficiales para que nade en ellas una ballena. Además,
la idea de que Jonás doblara el cabo de Buena Esperanza en tiempos tan antiguos
le quitaría el honor del descubrimiento de ese gran promontorio a Bartolomé
Díaz, y daría así un mentís a la historia moderna.
Pero todos esos necios argumentos del viejo de
Sag-Harbour evidenciaban sólo el necio orgullo de su razón: cosa más reprensible en
él, visto que tenía pocos conocimientos, salvo lo que había ido sacando del sol
y del mar. Digo que sólo muestra su necio e impío orgullo, y su abominable y
diabólica rebelión contra la reverenda clerecía. Pues un sacerdote católico
portugués presentó esa misma idea, de que Jonás hubiera ido a Nínive vía cabo
de Buena Esperanza, como manifestación y presagio del milagro general. Y así
fue. Además, en nuestros días, los ilustradísimos turcos creen en el relato
histórico de Jonás. Y hace unos tres siglos, un viajero inglés, en los antiguos
Viajes de Harris, hablaba de una mezquita turca construida en honor de Jonás,
en la que había una lámpara milagrosa que ardía sin aceite.
Capítulo LXXXIV
EL MARCADO
Para hacerlos correr con facilidad y rapidez,
se untan los ejes de los carros; y con propósito muy semejante, algunos
cazadores de ballenas realizan análoga operación en su lancha: engrasan el
fondo. Y no hay que dudar que tal medida, así como no puede causar perjuicio,
es posible que produzca una ventaja nada despreciable, si se piensa que el
aceite y el agua son hostiles, que el aceite es una sustancia resbaladiza, y
que el objetivo que se pretende es hacer que la lancha resbale bravamente.
Queequeg tenía gran fe en untar la lancha, y una mañana, no mucho después de que
desapareciera el barco alemán Jungfrau, se tomó mayores molestias que de
costumbre en esa ocupación, gateando bajo el fondo, donde colgaba sobre el
costado del barco, y frotándolo con el unto como si tratara diligentemente de
lograr que le saliera una mata de pelo a la calva quilla de la embarcación.
Parecía trabajar obedeciendo a algún presentimiento particular, que no dejó de
ser confirmado por los acontecimientos. A mediodía, se señalaron ballenas; pero
tan pronto como el barco se dirigió hacia ellas, se volvieron y huyeron con
rápida precipitación; una huida desordenada, como los lanchones de Cleopatra
huyendo de Actium.
No obstante, las lanchas prosiguieron, y la de
Stubb tomó la delantera. Con gran esfuerzo, Tashtego logró por fin clavar un
hierro, pero la ballena herida, sin zambullirse en absoluto, continuó su huida
horizontal, con mayor velocidad. Tan ininterrumpida tensión en el arpón clavado
debía, antes o después, arrancarlo inevitablemente. Se hizo imperativo alancear
a la ballena fugitiva, o contentarse con perderla. Pero halar el bote hasta su
flanco era imposible, de tan rápida y furiosa como nadaba. ¿Qué quedaba
entonces? De todos los admirables recursos y destrezas, juegos de mano e
incontables sutilezas a que se ve obligado a menudo el ballenero veterano, nada
supera a la hermosa maniobra con la lanza llamada «el marcado». Ni el florete
ni el sable, con todos sus ejercicios, pueden presumir de nada así. Sólo es
indispensable con una ballena que no se canse de correr; su principal característica
y hecho es la notable distancia a que se dispara con exactitud la larga lanza
desde una lancha que se mece y agita violentamente, bajo una fuerte arrancada.
Incluyendo hierro y madera, toda la jabalina tiene unos diez o doce pies de
longitud: la vara es mucho más ligera que la del arpón, y también de un
material más ligero: pino. Está provista de un delgado cabo, llamado pernada,
de considerable longitud, el cual puede recuperarse una vez lanzado.
Pero antes de seguir adelante, es importante
señalar aquí que, aunque el arpón puede ser lanzado a gran distancia, igual que
la lanza, esto se hace rara vez; y cuando se hace, tiene éxito con menos
frecuencia, a causa de su gran peso e inferior longitud, en comparación con la
lanza, que se convierten en serios inconvenientes. En general, por tanto, hay
que aferrar primero una ballena con el arpón antes que entre en «juego el
marcado».
Mirad ahora a Stubb, un hombre que, por su
frialdad y ecuanimidad, bienhumoradas y deliberadas, en las peores emergencias, estaba
especialmente cualificado para sobresalir en el marcado. Miradle; está erguido
en la agitada proa de la lancha voladora, envuelto en espuma vellonosa,
mientras la ballena que les remolca va a cuarenta pies por delante. Tomando
ligeramente la larga lanza, echando dos o tres ojeadas a lo largo, para ver si
es exactamente recta, Stubb, mientras silba, recoge en una mano el rollo de
cabo, para asegurar el extremo libre, dejando lo demás sin obstáculos. Luego,
levanta la lanza todo por delante de la cintura y apunta a la ballena;
entonces, sin dejar de apuntarla, aprieta firmemente el extremo del mango en la
mano, elevando así la punta hasta que el arma queda en equilibrio sobre la
palma, a quince pies en el aire. Hace pensar algo en un titiritero que lleva
una larga vara en equilibrio en la barbilla. Un momento después, con un impulso
rápido y sin nombre, en soberbio arco elevado, el acero brillante cruza la
distancia espumosa y vibra en el punto vital de la ballena. En vez de agua
centelleante, ahora chorrea sangre roja.
—¡Eso le ha hecho saltar el tapón! —grita
Stubb—. ¡Es el inmortal Cuatro de Julio; todas las fuentes deben manar hoy vino! ¡Me gustaría
que fuera whisky añejo de Nueva Orleáns, o del viejo Ohio, o del inefable viejo
Monongahela! ¡Entonces, Tashtego, muchacho, haría que acercaras el vaso al
chorro, y beberíamos una ronda! Sí, de veras, mis valientes; haríamos un ponche
selecto en la abertura del agujero del chorro, y de esa ponchera viva
engulliríamos la bebida viva.
Una vez y otra, con tales palabras de broma,
se repite el diestro disparo, y la jabalina vuelve a su amo como un lebrel
sujeto en hábil correa. La ballena agonizante se entrega a su furor; se afloja
el cabo de remolque, y el lanzador, pasando a popa, cruza las manos y observa en
silencio cómo muere el monstruo.
Capítulo LXXXV
LA FUENTE
Que durante seis mil años —y nadie sabe
cuántos millones de siglos antes— las grandes ballenas hayan ido lanzando sus chorros por
todo el mar, y salpicando y nebulizando los jardines de las profundidades como regaderas y
vaporizadores; y que durante varios siglos pasados miles de cazadores se hayan
acercado a la fuente de la ballena, observando esos chorreos y salpicaduras;
que todo eso haya ocurrido así, y, sin embargo, hasta este mismo bendito minuto
(quince minutos y cuarto después de la una de la tarde del 16 de diciembre del
año del Señor 1851), siga siendo un problema si esos chorreos son, después de
todo, agua de veras, o nada más que vapor; esto, sin duda, es cosa notable.
Miremos, pues, este asunto, junto con algunos
interesantes anejos correspondientes. Todos saben que, con el peculiar
artificio de las branquias, las tribus escamosas en general respiran el aire
que en todo momento está combinado con el elemento en que nadan; por tanto, un
arenque o un bacalao podrían vivir un siglo, sin sacar una sola vez la cabeza
fuera de la superficie. Pero, debido a su diversa estructura interna, que le da
unos pulmones normales, como los de un ser humano, la ballena sólo puede vivir
inhalando el aire desprendido que hay en la atmósfera abierta. De ahí la
necesidad de sus visitas periódicas al mundo de arriba. Pero no puede en
absoluto respirar por la boca, pues, en su posición ordinaria, en el caso del
cachalote, la boca está sepultada al menos a ocho pies por debajo de la
superficie; y lo que es más, su tráquea no tiene conexión con la boca. No,
respira sólo por su orificio, que está en lo alto de la cabeza.
Si digo que en cualquier criatura el respirar
es sólo una función indispensable para la vitalidad en cuanto que retira del
aire cierto elemento que, al ser puesto luego en contacto con la sangre, da a
la sangre su principio vivificador, me parece que no me equivoco, aunque quizá
use algunas palabras científicas superfluas. Supuesto así, se deduce que si
toda la sangre de un hombre pudiera airearse con una sola inspiración, podría
entonces taparse las narices y no volver a inhalar en un tiempo considerable. Es decir, viviría entonces sin respirar. Por
anómalo que parezca, éste es el caso exactamente de la ballena, que vive
sistemáticamente con intervalos de una hora entera y más (cuando está
sumergida) sin inhalar un solo respiro, ni absorber de ningún modo una
partícula de aire, pues recordemos que no tiene branquias. ¿Cómo es eso? Entre
las costillas y a cada lado del espinazo, está provista de un laberinto
cretense, notablemente enredado, de conductos como macarrones, los cuales,
cuando abandona la superficie, están completamente hinchados de sangre
oxigenada. Así que, durante una hora o más, a mil brazas, en el mar,
transportas una reserva sobrada de vitalidad, igual que el camello que cruza el
seco desierto lleva una reserva sobrada de bebida para su uso futuro, en cuatro
estómagos suplementarios. Es indiscutible el hecho anatómico de ese laberinto;
y que la suposición fundada en él sea razonable y verdadera me parece más
probable si se considera la obstinación, de otro modo inexplicable, de ese
leviatán por echar fuera los chorros, como dicen los pescadores. Esto es lo que
quiero decir: el cachalote, si no se le molesta al subir a la superficie,
continúa allí por un período de tiempo exactamente igual al de sus demás
subidas sin molestias. Digamos que permanece once minutos, y echa el chorro
setenta veces, esto es, hace setenta inspiraciones; entonces, cuando vuelve a
subir, es seguro que volverá a inspirar sus setenta veces, hasta el final. Pues
bien, si después que da unos cuantos respiros le asustáis de modo que se
zambulla, volverá a empeñarse siempre en subir para completar su dosis normal de
aire. Y mientras no se cuenten esos setenta respiros, no descenderá finalmente
para pasar abajo todo su período. Observad, sin embargo, que en diversos
individuos esas proporciones son diversas; pero en cada uno son semejantes.
Ahora ¿para qué iba la ballena a empeñarse tanto en echar fuera los chorros, si
no es para volver a llenar su reserva de aire antes de bajar definitivamente?
¡Qué evidente es, también, que esa necesidad de subir expone a la ballena a
todos los fatales azares de la persecución! Pues ni con anzuelo ni con red
podría atraparse a este enorme leviatán, navegando a mil brazas bajo la luz del
sol. ¡No es tanto, pues, oh cazador, tu habilidad, sino las grandes necesidades
lo que te otorga la victoria!
En el hombre, la respiración se mantiene
incesantemente, y cada respiro sirve sólo para dos o tres pulsaciones, de modo
que, aun con cualquier otro asunto de que tenga que ocuparse, dormido o
despierto, debe respirar, o se muere. Pero el cachalote sólo respira cerca de
la séptima parte, el domingo de su tiempo. Ya se ha dicho que la ballena sólo
respira por su orificio del chorro; si se pudiera añadir con verdad que sus
chorros están mezclados con agua, entonces opino que tendríamos la razón por la
cual su sentido del olfato parece borrado, pues la única cosa que en ella
responda a la nariz es ese mismo agujero del chorro, que, estando tan atrancado
con dos elementos, no se podría esperar que tuviera la capacidad de oler. Pero
debido al misterio del chorro —si es agua o si es vapor—, no se puede llegar a
ninguna certidumbre absoluta en este apartado. Es seguro, sin embargo, que el
cachalote no tiene olfatividad propiamente dicha. Pero ¿para qué le hace falta?
En el mar no hay rosas, no hay violetas, no hay agua de colonia. Además, como
su tráquea se abre sólo al tubo de su canal del chorro, y como este largo canal
—igual que el gran Canal del Eire— está provisto de una especie de llaves (que
se abren y se cierran) para retener abajo el aire o impedir el paso por arriba
al agua, en consecuencia, la ballena no tiene voz, a no ser que la ofendáis
diciendo que cuando hace sus rumores extraños está hablando por la nariz. Pero
también ¿qué tiene que decir la ballena? Rara vez he conocido ningún ser
profundo que tuviera algo que decir a este mundo, a no ser que se viera
obligado a tartamudear algo como manera de ganarse la vida. ¡Ah, suerte que el
mundo es tan excelente oyente!
Ahora bien, el canal del chorro del cachalote,
estando destinado principalmente a la transmisión del aire, y situado horizontalmente
a lo largo de varios pies debajo mismo de la superficie superior de la cabeza,
y un poco a un lado; ese curioso canal se parece mucho a una tubería de gas de
una ciudad, puesta a un lado de la calle. Pero vuelve a plantearse la cuestión
de si esa tubería de gas es también una tubería de agua; dicho de otro modo, si
el chorro del cachalote es el mero vapor del aliento exhalado, o si ese aliento
exhalado se mezcla con agua tomada por la boca y descargada por ese orificio.
Es cierto que la boca comunica indirectamente
con el canal del chorro; pero no se puede demostrar que sea con el propósito de
descargar agua por ese orificio. Porque la mayor necesidad de hacerlo así sería
cuando al alimentarse le entrara agua accidentalmente. Pero el alimento del
cachalote está muy por debajo de la superficie, y allí no puede echar chorros
aunque quiera. Además, si se le observa de cerca, contando el tiempo con el
reloj, se encontrará que, mientras no le molesten, hay un ritmo fijo entre los
períodos de sus chorros y los períodos ordinarios de su respiración.
Pero ¿para qué fastidiarle a uno con todos
estos razonamientos sobre el tema? ¡Desembuche usted! La ha visto echar el
chorro; entonces diga lo que es el chorro; ¿no es usted capaz de distinguir el
agua del aire? Mi distinguido señor, en este mundo no es tan fácil poner en
claro estas cosas evidentes. Siempre he encontrado que estas cosas evidentes
son las más enredadas de todas. Y en cuanto a este chorro de ballena, podríais
casi poneros de pie sobre él y sin embargo seguir sin decidiros sobre lo que es
exactamente.
Su parte central está oculta en la niebla
nívea y resplandeciente que la envuelve, y ¿cómo podéis decir con seguridad si cae de
ella alguna agua, cuando, siempre que estáis lo bastante cerca de una ballena como
para observar de cerca el chorro, la ballena está en tremenda conmoción y a su
alrededor caen cascadas de agua? Y si en esos momentos creéis percibir
realmente gotas de lluvia en el chorro, ¿cómo sabéis que no son simples
condensaciones de su vapor, o cómo sabéis que no son las gotas que se alojan superficialmente
en la rendija del agujero, que está remetido en la cabeza de la ballena?
Pues aun cuando nada tranquilamente por el mar
en calma, en pleno día, con su elevada joroba secada por el sol como la de un
dromedario en el desierto, aun entonces, la ballena lleva siempre un pequeño
estanque de agua en la cabeza, igual que, bajo un sol abrasador, a veces veis
una cavidad de la roca que se ha llenado de lluvia.
Y no es muy prudente para el cazador ser demasiado
curioso en cuanto a la naturaleza exacta del chorro de la ballena. No está bien
que se ponga a escudriñarlo, ni que meta la cara dentro. No se puede ir con el cántaro a
esta fuente, y llenarlo y marcharse. Pues aun al entrar en ligero contacto con
la zona exterior y vaporosa del chorro, como ocurre a menudo, la piel arde
febrilmente por la acidez de la sustancia que la toca. Y sé de uno al que, al
ponerse en contacto más cercano con el chorro, no puedo decir si con algún
objetivo científico o no, se le peló la piel de las mejillas y el brazo. Por
tanto, entre los balleneros, el chorro se considera venenoso; ellos tratan de
eludirlo. Otra cosa; he oído decir, y no lo dudo mucho, que si el chorro da de
frente en los ojos, uno se queda ciego. Entonces, lo más prudente que puede hacer el
investigador es dejar en paz ese mortal chorro. Sin embargo, podemos hacer
hipótesis, aunque no las podamos demostrar y afianzar. Mi hipótesis es ésta:
que el chorro no es más que niebla. Entre otras razones, me veo llevado a esta
conclusión por consideraciones referentes a la gran dignidad y sublimidad del
cachalote; no le considero ningún ser corriente y superficial, en cuanto que es
un hecho indiscutido que jamás se le encuentra en fondos bajos ni cerca de las
orillas, mientras que las demás ballenas se encuentran ahí a veces. Y estoy
convencido que de las cabezas de todos los seres graves y
profundos, tales como Platón, Pirrón, el Demonio, Júpiter, Dante, etc., siempre
sube un cierto vapor semivisible, mientras piensan profundos pensamientos. Yo,
mientras componía un pequeño tratado sobre la eternidad, tuve la curiosidad de
poner un espejo delante de mí, y no tardé en ver reflejada una ondulación
curiosamente enroscada y enredada en la atmósfera sobre mi cabeza. La inevitable
humedad de mi cabeza, cuando me sumerjo
en profundos pensamientos, después de tomar seis tazas de té caliente en mi
buhardilla de sutil tejado en una tarde de agosto parece un argumento adicional
a favor de la mencionada suposición.
¡Y qué noblemente eleva nuestra idea del
poderoso monstruo nebuloso observarle navegando solemnemente por un tranquilo
mar tropical, con su enorme cabeza benévola por sus incomunicables
contemplaciones, y con ese vapor —según se le ve algunas veces— glorificado por
un arco iris, como si el mismo cielo hubiera puesto su sello sobre sus
pensamientos! Pues, ya veis, los arcos iris no se presentan en cielo claro;
sólo irradian vapores. Y así, a través de todas las densas nieblas de las
penumbrosas dudas de mi mente, de vez en cuando surgen divinas intuiciones,
encendiendo mi niebla con un rayo celeste. Y doy gracias a Dios por ello, pues
todos tienen dudas; muchos lo niegan; pero, con dudas o negaciones, pocos
tienen también intuiciones con ellas. Dudas de todas las cosas terrenales e
intuiciones de algunas cosas celestiales: esta combinación no produce ni un
creyente ni un incrédulo, sino que produce un hombre que las considera a ambas
con iguales ojos.
Continúa leyendo esta historia en "Moby Dick - Cap LXXXVI y LXXXVII - Herman Melville"
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