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sábado, 15 de diciembre de 2012

Moby Dick - Cap LXXXII, LXXXIII, LXXXIV y LXXXV - Herman Melville

Viene de "Moby Dick - Cap LXXX y LXXXI - Herman Melville"


Capítulo LXXXII

EL HONOR Y LA GLORIA DE LA CAZA DE LA BALLENA


Hay algunas empresas en que el método adecuado es un desorden cuidadoso. Cuanto más me sumerjo en este asunto de la caza de la ballena y hago avanzar mis investigaciones hasta su misma fuente, mucho más me impresionan su gran honorabilidad y su antigüedad; y, sobre todo, cuando encuentro tantos grandes semidioses y héroes, y profetas de todas clases, que de un modo o de otro le han conferido distinción, me siento transportado al reflexionar que yo mismo pertenezco, aunque sólo de modo subordinado, a una hermandad de tales blasones.

El valiente Perseo, un hijo de Júpiter, fue el primer ballenero, y ha de decirse, para eterno honor de nuestra profesión, que la primera ballena atacada por nuestra cofradía no fue muerta con ninguna intención sórdida. Aquéllos eran los días caballerescos de nuestra profesión, cuando sólo tomábamos las armas para socorrer a los que estaban en apuros, y no para llenar las alcuzas de los hombres. Todos saben la hermosa historia de Perseo y Andrómeda: como la deliciosa Andrómeda, hija de un rey, fue atada a una roca en la costa, y cuando el leviatán se disponía a llevársela, Perseo, el príncipe de los balleneros, avanzando intrépidamente, arponeó al monstruo, libró a la doncella y se casó con ella. Fue una admirable gesta artística, raramente lograda por los mejores arponeros de nuestros días, ya que este leviatán quedó muerto al primer arponazo. Y que nadie dude de esta historia arcaica, pues en la antigua Joppa, hoy Jaffa, en la costa Siria, en un templo pagano, estuvo durante muchos siglos el vasto esqueleto de una ballena, que las leyendas de la ciudad y todos sus habitantes afirmaban que era la mismísima osamenta del monstruo que mató Perseo. Cuando los romanos tomaron Joppa, ese esqueleto fue llevado a Italia en triunfo. Lo que parece más singular y sugestivamente importante de esta historia es que fue desde Joppa desde donde zarpó Jonás.

Afín a la aventura de Perseo y Andrómeda —incluso, algunos suponen que deriva indirectamente de ella —es la famosa historia de San Jorge y el dragón, el cual dragón yo sostengo que fue una ballena, pues en muchas antiguas crónicas las ballenas y los dragones se entremezclaban extrañamente, y a menudo se sustituían unos a otros. «Eres como un león de las aguas, y como un dragón del mar», dice Ezequiel, en lo cual alude claramente a una ballena; en realidad, algunas versiones de la Biblia usan esa misma palabra. Además, menguaría mucho la gloria de la gesta que San Jorge sólo hubiera afrontado a un reptil de los que se arrastran por la tierra, en vez de entablar batalla con el gran monstruo de las profundidades. Cualquier hombre puede matar una serpiente, pero sólo un Perseo, un San Jorge o un Coffin tienen bastantes agallas como para avanzar valientemente contra una ballena.

Que no nos desorienten las modernas pinturas de esa escena; pues aunque el animal afrontado por ese valiente ballenero de antaño está representado vagamente en forma semejante a un grifo, y aunque la batalla se pinta en tierra, con el santo a caballo, sin embargo, considerando la gran ignorancia de aquellos tiempos, cuando los artistas desconocían la verdadera forma de la ballena, y considerando que, en el caso de Perseo, la ballena de San Jorge podía haber subido reptando desde el mar a la playa, y considerando que el animal cabalgado por San Jorge podía ser sólo una gran foca o caballo marino, entonces, el tener en cuenta todo esto, no parecerá in compatible con la sagrada leyenda y con los más antiguos esbozos, de la escena, afirmar que ese llamado dragón no fue otro que el propio gran leviatán. En realidad, al ponerse ante la estricta y penetrante verdad, toda esta historia se comportará como aquel ídolo pescado-carne-y-ave de los filisteos llamado Dagón, al cual, al ser colocado ante el Arca de Israel, se le cayeron la cabeza de caballo y las palmas de las manos, quedando sólo su muñón o parte pisciforme. Así pues, uno de nuestra noble estirpe, precisamente un ballenero, es el guardián tutelar de Inglaterra, y, con buen derecho, nosotros los arponeros de Nantucket deberíamos estar alistados en la nobilísima Orden de San Jorge. Y por consiguiente, que los caballeros de esa honorable cofradía (ninguno de los cuales, me atrevo a decir, habrá tenido que ver jamás con una ballena, como su gran patrón) no miren nunca con desprecio a los de Nantucket, ya que, aun con nuestros blusones de lana y nuestros pantalones alquitranados, tenemos mejores títulos para la condecoración de San Jorge que ellos.

Mucho tiempo he estado dudando si admitir o no a Hércules entre nosotros, pues aunque, según las mitologías griegas, aquel Crockett y Kit Carson de la antigüedad, aquel robusto realizador de excelentes gestas entusiasmadoras, fue tragado y vomitado por una ballena, con todo, podría discutirse si eso, estrictamente, le hace ser ballenero. Por ninguna parte consta que jamás arponeara a tal pez, a no ser, claro está, desde dentro. Con todo, puede considerársele como una suerte de ballenero involuntario; en cualquier caso, la ballena le cazó a él, si no a él la ballena. Le reclamo para nuestro clan.

Pero, según las mejores autoridades contradictorias, esa historia griega de Hércules y la ballena ha de considerarse derivada de la aún más antigua historia hebrea de Jonás y la ballena, o viceversa: ciertamente, son muy semejantes. Entonces, si reclamo al semidiós, ¿por qué no al profeta?

Y tampoco los héroes, santos, semidioses y profetas son los únicos en componer toda la lista de nuestra orden. Nuestro gran maestro todavía no ha sido nombrado, pues nosotros, como los solemnes reyes de antaño, encontramos nuestro manantial nada menos que en los mismísimos grandes dioses. Ahora ha de repetirse aquí aquella maravillosa historia oriental del Shastra, que nos presenta al temible Visnú, una de las tres personas que hay en la divinidad de los hindúes, y nos da al propio divino Visnú como señor nuestro; a Visnú, que, con la primera de sus diez encarnaciones terrenales, ha dejado aparte y santificado para siempre a la ballena. Cuando Brahma, o el dios de los dioses, dice el Shastra, decidió volver a crear el mundo después de una de sus disoluciones periódicas, dio nacimiento a Visnú, para presidir el trabajo; pero los Vedas, o libros místicos, cuya lectura parecería haber sido indispensable a Visnú antes de empezar la creación, y que, por tanto, debían contener algo en forma de sugerencias prácticas para jóvenes arquitectos, esos Vedas, digo, yacían en el fondo de las aguas, de modo que Visnú, encarnándose en una ballena, se zambulló a las últimas profundidades y salvó los sagrados volúmenes. ¿No fue entonces un ballenero este Visnú, del mismo modo que un hombre que va a caballo se llama caballero?

¡Perseo, San Jorge, Hércules, Jonás y Visnú!, ¡Vaya lista que tenemos! ¿Qué club, sino el de los balleneros, puede encabezarse de modo semejante?

Capítulo LXXXIII

JONÁS, CONSIDERADO HISTÓRICAMENTE


En el capítulo precedente se hizo referencia al relato histórico de Jonás y la ballena. Ahora bien, algunos de Nantucket desconfían de ese relato histórico de Jonás y la ballena. Pero, asimismo, había algunos griegos y romanos escépticos, que, separándose de los paganos ortodoxos de su época, dudaban igualmente del relato de Hércules y la ballena, y Arión y el delfín; y sin embargo, el hecho de que dudaran de esas tradiciones no las hizo menos reales ni en un ápice.

La principal razón que un viejo ballenero de Sag-Harbour tenía para poner en duda el relato hebreo era ésta: él tenía una de esas extrañas Biblias a la antigua usanza, embellecida con grabados curiosos y nada científicos, uno de los cuales representaba la ballena de Jonás con dos chorros en la cabeza, peculiaridad sólo verdadera respecto a una especie del leviatán (la ballena franca y las variedades de esta orden), sobre la cual los balleneros tienen este proverbio: «Se ahogaría con un panecillo de a penique», ya que sus tragaderas son muy pequeñas. Pero para eso está dispuesta la respuesta anticipada del obispo Jebb. No es necesario, sugiere el obispo, que consideremos a Jonás emparedado en la panza de la ballena, sino temporalmente alojado en alguna parte de la boca. Y eso parece suficientemente razonable al buen obispo. Pues, realmente, en la boca de la ballena franca podrían instalarse un par de mesas de juego, sentando cómodamente a todos los jugadores. Es posible, también, que Jonás se hubiera escondido en un diente hueco; pero, pensándolo mejor, la ballena franca no tiene dientes.

Otra razón por la que el Sag-Harbour (así le llamaban) insistía en su falta de fe en ese asunto del profeta, era algo oscuramente referente al cuerpo encarcelado del profeta y a los jugos gástricos de la ballena. Pero esa objeción cae igualmente por tierra, porque un exegeta alemán supone que Jonás debió refugiarse en el cuerpo flotante de una ballena muerta, del mismo modo que los soldados franceses, en la campaña en Rusia, convirtieron en tiendas a sus caballos muertos y se metieron a gatas en ellas. Además, otros comentadores continentales han supuesto que, cuando Jonás fue lanzado por la borda del barco de Joppa, él se escapó derecho a otra embarcación cercana, alguna embarcación con una ballena por mascarón de proa y, yo añadiría, posiblemente llamada La Ballena, igual que ciertos navíos se bautizan hoy día como El Tiburón, La Gaviota, El Águila. Y tampoco han faltado doctores exegetas que han opinado que la ballena mencionada en el libro de Jonás quería indicar meramente un salvavidas —un pellejo inflado de viento— al que se acercó nadando el profeta en peligro, salvándose así de la condena acuática. Por consiguiente, el pobre de Sag-Harbour parece derrotado por todas partes. Pero todavía tenía otra razón para su falta de fe. Era ésta, si no recuerdo mal: Jonás fue tragado por la ballena en el mar Mediterráneo, y al cabo de tres días fue vomitado en algún lugar a unos tres días de viaje de Nínive, una ciudad junto al Tigris, a mucho más de tres días de viaje del punto más cercano de la costa mediterránea. ¿Cómo es eso?

Pero ¿no había otro modo de que la ballena dejara en tierra al profeta a tan corta distancia de Nínive? Sí. Podía haberle llevado dando la vuelta al cabo de Buena Esperanza. Pero, para no hablar de la travesía a todo lo largo del Mediterráneo, y otra travesía por el golfo Pérsico y el mar Rojo, tal suposición implicaría la completa circunnavegación de África, en tres días, para no hablar de que las aguas del Tigris, junto a Nínive, son demasiado superficiales para que nade en ellas una ballena. Además, la idea de que Jonás doblara el cabo de Buena Esperanza en tiempos tan antiguos le quitaría el honor del descubrimiento de ese gran promontorio a Bartolomé Díaz, y daría así un mentís a la historia moderna.

Pero todos esos necios argumentos del viejo de Sag-Harbour evidenciaban sólo el necio orgullo de su razón: cosa más reprensible en él, visto que tenía pocos conocimientos, salvo lo que había ido sacando del sol y del mar. Digo que sólo muestra su necio e impío orgullo, y su abominable y diabólica rebelión contra la reverenda clerecía. Pues un sacerdote católico portugués presentó esa misma idea, de que Jonás hubiera ido a Nínive vía cabo de Buena Esperanza, como manifestación y presagio del milagro general. Y así fue. Además, en nuestros días, los ilustradísimos turcos creen en el relato histórico de Jonás. Y hace unos tres siglos, un viajero inglés, en los antiguos Viajes de Harris, hablaba de una mezquita turca construida en honor de Jonás, en la que había una lámpara milagrosa que ardía sin aceite.

Capítulo LXXXIV

EL MARCADO


Para hacerlos correr con facilidad y rapidez, se untan los ejes de los carros; y con propósito muy semejante, algunos cazadores de ballenas realizan análoga operación en su lancha: engrasan el fondo. Y no hay que dudar que tal medida, así como no puede causar perjuicio, es posible que produzca una ventaja nada despreciable, si se piensa que el aceite y el agua son hostiles, que el aceite es una sustancia resbaladiza, y que el objetivo que se pretende es hacer que la lancha resbale bravamente. Queequeg tenía gran fe en untar la lancha, y una mañana, no mucho después de que desapareciera el barco alemán Jungfrau, se tomó mayores molestias que de costumbre en esa ocupación, gateando bajo el fondo, donde colgaba sobre el costado del barco, y frotándolo con el unto como si tratara diligentemente de lograr que le saliera una mata de pelo a la calva quilla de la embarcación. Parecía trabajar obedeciendo a algún presentimiento particular, que no dejó de ser confirmado por los acontecimientos. A mediodía, se señalaron ballenas; pero tan pronto como el barco se dirigió hacia ellas, se volvieron y huyeron con rápida precipitación; una huida desordenada, como los lanchones de Cleopatra huyendo de Actium.

No obstante, las lanchas prosiguieron, y la de Stubb tomó la delantera. Con gran esfuerzo, Tashtego logró por fin clavar un hierro, pero la ballena herida, sin zambullirse en absoluto, continuó su huida horizontal, con mayor velocidad. Tan ininterrumpida tensión en el arpón clavado debía, antes o después, arrancarlo inevitablemente. Se hizo imperativo alancear a la ballena fugitiva, o contentarse con perderla. Pero halar el bote hasta su flanco era imposible, de tan rápida y furiosa como nadaba. ¿Qué quedaba entonces? De todos los admirables recursos y destrezas, juegos de mano e incontables sutilezas a que se ve obligado a menudo el ballenero veterano, nada supera a la hermosa maniobra con la lanza llamada «el marcado». Ni el florete ni el sable, con todos sus ejercicios, pueden presumir de nada así. Sólo es indispensable con una ballena que no se canse de correr; su principal característica y hecho es la notable distancia a que se dispara con exactitud la larga lanza desde una lancha que se mece y agita violentamente, bajo una fuerte arrancada. Incluyendo hierro y madera, toda la jabalina tiene unos diez o doce pies de longitud: la vara es mucho más ligera que la del arpón, y también de un material más ligero: pino. Está provista de un delgado cabo, llamado pernada, de considerable longitud, el cual puede recuperarse una vez lanzado.

Pero antes de seguir adelante, es importante señalar aquí que, aunque el arpón puede ser lanzado a gran distancia, igual que la lanza, esto se hace rara vez; y cuando se hace, tiene éxito con menos frecuencia, a causa de su gran peso e inferior longitud, en comparación con la lanza, que se convierten en serios inconvenientes. En general, por tanto, hay que aferrar primero una ballena con el arpón antes que entre en «juego el marcado».

Mirad ahora a Stubb, un hombre que, por su frialdad y ecuanimidad, bienhumoradas y deliberadas, en las peores emergencias, estaba especialmente cualificado para sobresalir en el marcado. Miradle; está erguido en la agitada proa de la lancha voladora, envuelto en espuma vellonosa, mientras la ballena que les remolca va a cuarenta pies por delante. Tomando ligeramente la larga lanza, echando dos o tres ojeadas a lo largo, para ver si es exactamente recta, Stubb, mientras silba, recoge en una mano el rollo de cabo, para asegurar el extremo libre, dejando lo demás sin obstáculos. Luego, levanta la lanza todo por delante de la cintura y apunta a la ballena; entonces, sin dejar de apuntarla, aprieta firmemente el extremo del mango en la mano, elevando así la punta hasta que el arma queda en equilibrio sobre la palma, a quince pies en el aire. Hace pensar algo en un titiritero que lleva una larga vara en equilibrio en la barbilla. Un momento después, con un impulso rápido y sin nombre, en soberbio arco elevado, el acero brillante cruza la distancia espumosa y vibra en el punto vital de la ballena. En vez de agua centelleante, ahora chorrea sangre roja.

—¡Eso le ha hecho saltar el tapón! —grita Stubb—. ¡Es el inmortal Cuatro de Julio; todas las fuentes deben manar hoy vino! ¡Me gustaría que fuera whisky añejo de Nueva Orleáns, o del viejo Ohio, o del inefable viejo Monongahela! ¡Entonces, Tashtego, muchacho, haría que acercaras el vaso al chorro, y beberíamos una ronda! Sí, de veras, mis valientes; haríamos un ponche selecto en la abertura del agujero del chorro, y de esa ponchera viva engulliríamos la bebida viva.

Una vez y otra, con tales palabras de broma, se repite el diestro disparo, y la jabalina vuelve a su amo como un lebrel sujeto en hábil correa. La ballena agonizante se entrega a su furor; se afloja el cabo de remolque, y el lanzador, pasando a popa, cruza las manos y observa en silencio cómo muere el monstruo.

Capítulo LXXXV

LA FUENTE


Que durante seis mil años —y nadie sabe cuántos millones de siglos antes— las grandes ballenas hayan ido lanzando sus chorros por todo el mar, y salpicando y nebulizando los jardines de las profundidades como regaderas y vaporizadores; y que durante varios siglos pasados miles de cazadores se hayan acercado a la fuente de la ballena, observando esos chorreos y salpicaduras; que todo eso haya ocurrido así, y, sin embargo, hasta este mismo bendito minuto (quince minutos y cuarto después de la una de la tarde del 16 de diciembre del año del Señor 1851), siga siendo un problema si esos chorreos son, después de todo, agua de veras, o nada más que vapor; esto, sin duda, es cosa notable.

Miremos, pues, este asunto, junto con algunos interesantes anejos correspondientes. Todos saben que, con el peculiar artificio de las branquias, las tribus escamosas en general respiran el aire que en todo momento está combinado con el elemento en que nadan; por tanto, un arenque o un bacalao podrían vivir un siglo, sin sacar una sola vez la cabeza fuera de la superficie. Pero, debido a su diversa estructura interna, que le da unos pulmones normales, como los de un ser humano, la ballena sólo puede vivir inhalando el aire desprendido que hay en la atmósfera abierta. De ahí la necesidad de sus visitas periódicas al mundo de arriba. Pero no puede en absoluto respirar por la boca, pues, en su posición ordinaria, en el caso del cachalote, la boca está sepultada al menos a ocho pies por debajo de la superficie; y lo que es más, su tráquea no tiene conexión con la boca. No, respira sólo por su orificio, que está en lo alto de la cabeza.

Si digo que en cualquier criatura el respirar es sólo una función indispensable para la vitalidad en cuanto que retira del aire cierto elemento que, al ser puesto luego en contacto con la sangre, da a la sangre su principio vivificador, me parece que no me equivoco, aunque quizá use algunas palabras científicas superfluas. Supuesto así, se deduce que si toda la sangre de un hombre pudiera airearse con una sola inspiración, podría entonces taparse las narices y no volver a inhalar en un tiempo considerable. Es decir, viviría entonces sin respirar. Por anómalo que parezca, éste es el caso exactamente de la ballena, que vive sistemáticamente con intervalos de una hora entera y más (cuando está sumergida) sin inhalar un solo respiro, ni absorber de ningún modo una partícula de aire, pues recordemos que no tiene branquias. ¿Cómo es eso? Entre las costillas y a cada lado del espinazo, está provista de un laberinto cretense, notablemente enredado, de conductos como macarrones, los cuales, cuando abandona la superficie, están completamente hinchados de sangre oxigenada. Así que, durante una hora o más, a mil brazas, en el mar, transportas una reserva sobrada de vitalidad, igual que el camello que cruza el seco desierto lleva una reserva sobrada de bebida para su uso futuro, en cuatro estómagos suplementarios. Es indiscutible el hecho anatómico de ese laberinto; y que la suposición fundada en él sea razonable y verdadera me parece más probable si se considera la obstinación, de otro modo inexplicable, de ese leviatán por echar fuera los chorros, como dicen los pescadores. Esto es lo que quiero decir: el cachalote, si no se le molesta al subir a la superficie, continúa allí por un período de tiempo exactamente igual al de sus demás subidas sin molestias. Digamos que permanece once minutos, y echa el chorro setenta veces, esto es, hace setenta inspiraciones; entonces, cuando vuelve a subir, es seguro que volverá a inspirar sus setenta veces, hasta el final. Pues bien, si después que da unos cuantos respiros le asustáis de modo que se zambulla, volverá a empeñarse siempre en subir para completar su dosis normal de aire. Y mientras no se cuenten esos setenta respiros, no descenderá finalmente para pasar abajo todo su período. Observad, sin embargo, que en diversos individuos esas proporciones son diversas; pero en cada uno son semejantes. Ahora ¿para qué iba la ballena a empeñarse tanto en echar fuera los chorros, si no es para volver a llenar su reserva de aire antes de bajar definitivamente? ¡Qué evidente es, también, que esa necesidad de subir expone a la ballena a todos los fatales azares de la persecución! Pues ni con anzuelo ni con red podría atraparse a este enorme leviatán, navegando a mil brazas bajo la luz del sol. ¡No es tanto, pues, oh cazador, tu habilidad, sino las grandes necesidades lo que te otorga la victoria!

En el hombre, la respiración se mantiene incesantemente, y cada respiro sirve sólo para dos o tres pulsaciones, de modo que, aun con cualquier otro asunto de que tenga que ocuparse, dormido o despierto, debe respirar, o se muere. Pero el cachalote sólo respira cerca de la séptima parte, el domingo de su tiempo. Ya se ha dicho que la ballena sólo respira por su orificio del chorro; si se pudiera añadir con verdad que sus chorros están mezclados con agua, entonces opino que tendríamos la razón por la cual su sentido del olfato parece borrado, pues la única cosa que en ella responda a la nariz es ese mismo agujero del chorro, que, estando tan atrancado con dos elementos, no se podría esperar que tuviera la capacidad de oler. Pero debido al misterio del chorro —si es agua o si es vapor—, no se puede llegar a ninguna certidumbre absoluta en este apartado. Es seguro, sin embargo, que el cachalote no tiene olfatividad propiamente dicha. Pero ¿para qué le hace falta? En el mar no hay rosas, no hay violetas, no hay agua de colonia. Además, como su tráquea se abre sólo al tubo de su canal del chorro, y como este largo canal —igual que el gran Canal del Eire— está provisto de una especie de llaves (que se abren y se cierran) para retener abajo el aire o impedir el paso por arriba al agua, en consecuencia, la ballena no tiene voz, a no ser que la ofendáis diciendo que cuando hace sus rumores extraños está hablando por la nariz. Pero también ¿qué tiene que decir la ballena? Rara vez he conocido ningún ser profundo que tuviera algo que decir a este mundo, a no ser que se viera obligado a tartamudear algo como manera de ganarse la vida. ¡Ah, suerte que el mundo es tan excelente oyente!

Ahora bien, el canal del chorro del cachalote, estando destinado principalmente a la transmisión del aire, y situado horizontalmente a lo largo de varios pies debajo mismo de la superficie superior de la cabeza, y un poco a un lado; ese curioso canal se parece mucho a una tubería de gas de una ciudad, puesta a un lado de la calle. Pero vuelve a plantearse la cuestión de si esa tubería de gas es también una tubería de agua; dicho de otro modo, si el chorro del cachalote es el mero vapor del aliento exhalado, o si ese aliento exhalado se mezcla con agua tomada por la boca y descargada por ese orificio.
Es cierto que la boca comunica indirectamente con el canal del chorro; pero no se puede demostrar que sea con el propósito de descargar agua por ese orificio. Porque la mayor necesidad de hacerlo así sería cuando al alimentarse le entrara agua accidentalmente. Pero el alimento del cachalote está muy por debajo de la superficie, y allí no puede echar chorros aunque quiera. Además, si se le observa de cerca, contando el tiempo con el reloj, se encontrará que, mientras no le molesten, hay un ritmo fijo entre los períodos de sus chorros y los períodos ordinarios de su respiración.

Pero ¿para qué fastidiarle a uno con todos estos razonamientos sobre el tema? ¡Desembuche usted! La ha visto echar el chorro; entonces diga lo que es el chorro; ¿no es usted capaz de distinguir el agua del aire? Mi distinguido señor, en este mundo no es tan fácil poner en claro estas cosas evidentes. Siempre he encontrado que estas cosas evidentes son las más enredadas de todas. Y en cuanto a este chorro de ballena, podríais casi poneros de pie sobre él y sin embargo seguir sin decidiros sobre lo que es exactamente.

Su parte central está oculta en la niebla nívea y resplandeciente que la envuelve, y ¿cómo podéis decir con seguridad si cae de ella alguna agua, cuando, siempre que estáis lo bastante cerca de una ballena como para observar de cerca el chorro, la ballena está en tremenda conmoción y a su alrededor caen cascadas de agua? Y si en esos momentos creéis percibir realmente gotas de lluvia en el chorro, ¿cómo sabéis que no son simples condensaciones de su vapor, o cómo sabéis que no son las gotas que se alojan superficialmente en la rendija del agujero, que está remetido en la cabeza de la ballena?
Pues aun cuando nada tranquilamente por el mar en calma, en pleno día, con su elevada joroba secada por el sol como la de un dromedario en el desierto, aun entonces, la ballena lleva siempre un pequeño estanque de agua en la cabeza, igual que, bajo un sol abrasador, a veces veis una cavidad de la roca que se ha llenado de lluvia.

Y no es muy prudente para el cazador ser demasiado curioso en cuanto a la naturaleza exacta del chorro de la ballena. No está bien que se ponga a escudriñarlo, ni que meta la cara dentro. No se puede ir con el cántaro a esta fuente, y llenarlo y marcharse. Pues aun al entrar en ligero contacto con la zona exterior y vaporosa del chorro, como ocurre a menudo, la piel arde febrilmente por la acidez de la sustancia que la toca. Y sé de uno al que, al ponerse en contacto más cercano con el chorro, no puedo decir si con algún objetivo científico o no, se le peló la piel de las mejillas y el brazo. Por tanto, entre los balleneros, el chorro se considera venenoso; ellos tratan de eludirlo. Otra cosa; he oído decir, y no lo dudo mucho, que si el chorro da de frente en los ojos, uno se queda ciego. Entonces, lo más prudente que puede hacer el investigador es dejar en paz ese mortal chorro. Sin embargo, podemos hacer hipótesis, aunque no las podamos demostrar y afianzar. Mi hipótesis es ésta: que el chorro no es más que niebla. Entre otras razones, me veo llevado a esta conclusión por consideraciones referentes a la gran dignidad y sublimidad del cachalote; no le considero ningún ser corriente y superficial, en cuanto que es un hecho indiscutido que jamás se le encuentra en fondos bajos ni cerca de las orillas, mientras que las demás ballenas se encuentran ahí a veces. Y estoy convencido que de las cabezas de todos los seres graves y profundos, tales como Platón, Pirrón, el Demonio, Júpiter, Dante, etc., siempre sube un cierto vapor semivisible, mientras piensan profundos pensamientos. Yo, mientras componía un pequeño tratado sobre la eternidad, tuve la curiosidad de poner un espejo delante de mí, y no tardé en ver reflejada una ondulación curiosamente enroscada y enredada en la atmósfera sobre mi cabeza. La inevitable humedad de mi  cabeza, cuando me sumerjo en profundos pensamientos, después de tomar seis tazas de té caliente en mi buhardilla de sutil tejado en una tarde de agosto parece un argumento adicional a favor de la mencionada suposición.

¡Y qué noblemente eleva nuestra idea del poderoso monstruo nebuloso observarle navegando solemnemente por un tranquilo mar tropical, con su enorme cabeza benévola por sus incomunicables contemplaciones, y con ese vapor —según se le ve algunas veces— glorificado por un arco iris, como si el mismo cielo hubiera puesto su sello sobre sus pensamientos! Pues, ya veis, los arcos iris no se presentan en cielo claro; sólo irradian vapores. Y así, a través de todas las densas nieblas de las penumbrosas dudas de mi mente, de vez en cuando surgen divinas intuiciones, encendiendo mi niebla con un rayo celeste. Y doy gracias a Dios por ello, pues todos tienen dudas; muchos lo niegan; pero, con dudas o negaciones, pocos tienen también intuiciones con ellas. Dudas de todas las cosas terrenales e intuiciones de algunas cosas celestiales: esta combinación no produce ni un creyente ni un incrédulo, sino que produce un hombre que las considera a ambas con iguales ojos.

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