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jueves, 20 de diciembre de 2012

Moby Dick - Cap XCIII y XCIV - Herman Melville

Viene de "Moby Dick - Cap XCI y XCII - Herman Melville"



Capítulo XCIII



EL NÁUFRAGO


Sólo pocos días después de encontrar al barco francés, ocurrió un hecho muy significativo al más insignificante de los tripulantes del Pequod; un suceso muy lamentable y que terminó por ofrecer a esa nave predestinada, a veces locamente alegre, una profecía viva y siempre presente de cualquier porvenir de desastres que pudiera estarle reservado.

Bien: en un barco ballenero no todos bajan a las lanchas. Se reservan algunos marineros, llamados guardianes, cuya jurisdicción es manejar el barco mientras las lanchas persiguen a la ballena. Por lo regular, esos guardianes son gente tan dispuesta como los hombres que forman las tripulaciones de las lanchas. Pero si por casualidad hay en el barco un tipo indebidamente enclenque, torpe o temeroso, es seguro que se le hará guardián. Eso ocurría en el Pequod con el negrito apodado Pippin; Pip por abreviatura. ¡Pobre Pip! Ya habéis oído antes hablar de él; debéis recordar su pandereta en aquella noche dramática, tan sombríamente loca.

En aspecto exterior, Pip y Dough-Boy hacían pareja, como un potro negro y uno blanco, de igual tamaño, pero de color diverso, uncidos en un excéntrico tiro. Pero mientras el desgraciado Dough-Boy era por naturaleza oscuro y lento de inteligencia, Pip, aunque demasiado tierno de corazón, era en el fondo muy listo, con esa listeza grata, jovial y alegre, peculiar de su raza; raza que siempre disfruta todas las vacaciones y festividades con más hermoso y libre deleite que cualquier otra raza. Para los negros, el calendario del año debería mostrar nada más que trescientos sesenta y cinco Cuatro de julio y días de Año Nuevo. Y no sonriáis así cuando digo que ese negrito era brillante, pues incluso la negrura tiene su brillante: observad ese ébano lustroso, puesto en paneles en los gabinetes de los reyes. Pero Pip amaba la vida, y todas las pacíficas seguridades de la vida, de modo que aquella tarea infundidora de pánico en que, sin saber por qué, se había enredado inexplicablemente, había empañado su brillantez del modo más lamentable; aunque, como no tardará en verse, lo que así había quedado temporalmente apagado en él, al final estaba destinado a ser lúgubremente iluminado por extraños fuegos locos, que de modo ficticio, le harían relucir con un brillo diez veces superior al brillo natural con que en su nativo Tolland County; en Connecticut, había animado más de una fiesta de violines en el prado, y, en el crepúsculo melodioso, con su alegre ¡ah, ah! había transformado el redondo horizonte en una pandereta con sonajas de estrellas. Así, en el claro aire del día, suspendida sobre un cuello de venas azules, brilla saludable la gota de diamante de puras aguas; pero cuando el astuto joyero quiere mostraros el diamante en su fulgor más impresionante, lo pone sobre un fondo oscuro, y luego lo ilumina no con el sol, sino con algún gas poco natural. Entonces surgen esas fieras refulgencias, infernalmente soberbias; entonces el diamante de perverso brillo parece alguna gema de la corona robada al rey del infierno. Pero volvamos al relato. Ocurrió por casualidad que, en el asunto del ámbar gris, el remero de popa de Stubb se dislocó una mano de tal modo que quedó inútil durante algún tiempo, y, temporalmente, pusieron a Pip en su lugar.

La primera vez que Stubb bajó a la lancha con él, Pip mostró mucho nerviosismo, pero, por fortuna, escapó por esa vez de entrar en contacto cercano con la ballena, y por consiguiente no salió desacreditado, aunque Stubb, observándole, se cuidó después de exhortarle a que estimulase su valentía hasta el máximo, pues podría resultarle necesario a menudo. Ahora, la segunda vez que bajaron, la lancha llegó remando hasta la ballena, y al recibir el pez el férreo dardo, dio su acostumbrado golpe, que en ese caso, por casualidad, fue precisamente bajo la bancada del pobre Pip. La involuntaria consternación del momento le hizo dar un brinco, remo en mano, fuera de la lancha, y de tal modo que, por tener ante el pecho parte de la estacha aflojada, se la llevó consigo por la borda, quedando enredado en ella al zambullirse por fin en el agua. En ese instante, la ballena herida emprendió feroz carrera y la estacha se tensó en seguida: inmediatamente el pobre Pip subió todo espumeante hasta los «choques» de la lancha, arrastrado inexorablemente por la estacha, que le había dado varias vueltas al pecho y al cuello.

Tashtego estaba de pie en la proa. El fuego de la persecución le llenaba. Odiaba a Pip por poltrón. Sacando de su vaina el cuchillo de la lancha, acercó su borde afilado a la estacha, y volviéndose a Stubb, exclamó interrogativamente:

—¿Corto?

Mientras tanto, la cara azul y sofocada de Pip parecía decir claramente: « ¡Sí, por Dios!». Todo pasó en un instante. En menos de medio minuto ocurrió el asunto entero.

—¡Maldito sea; corta! —rugió Stubb, y así se perdió la ballena y se salvó Pip.

Tan pronto como se recobró, el negrito fue asaltado por aullidos e insultos de la tripulación. Dejando tranquilamente que se desahogaran esas injurias desbordadas, Stubb, en tono sencillo, como de negocios, pero medio humorísticamente, maldijo a Pip en forma oficial; y hecho esto, en forma extraoficial le dio consejos muy saludables. Su sustancia era: «Nunca saltes de una lancha, Pip, a no ser...». Pero todo lo demás era algo indefinido, como lo es siempre el más sano consejo. Ahora, en general, pegarse a la lancha es el lema auténtico de la pesca de la ballena, pero a veces se dan casos en que es aún mejor saltar de la lancha. Además, como si advirtiera al fin que si le daba a Pip un consejo concienzudo y sin diluir le dejaría un margen demasiado amplio para saltar en el futuro, Stubb abandonó de repente todos los consejos y concluyó con una orden perentoria:

—¡Pégate a la lancha, Pip, o por Dios que no te voy a recoger si saltas; acuérdate de eso! No podemos permitirnos perder ballenas por gente como tú; una ballena se vendería por treinta veces más que tú, Pip, en Alabama. Acuérdate de eso, y no vuelvas a saltar.

Quizá con ello Stubb sugería indirectamente que, aunque el hombre ame a su semejante, el hombre, sin embargo, es un animal que hace dinero, propensión que a menudo interfiere con su benevolencia. Pero todos estamos en manos de los dioses, y Pip volvió a saltar. Fue en circunstancias muy semejantes a su primera actuación, pero esta vez no se llevó la estacha con el pecho, de modo que, cuando la ballena empezó a correr, Pip quedó atrás en el mar, como el baúl de un viajero apresurado. ¡Ay!, Stubb fue demasiado fiel a su palabra. Era un día hermoso, generoso y azul; el mar chispeante estaba tranquilo y fresco y se extendía, plano, alrededor, hasta el horizonte, como el pan de oro del batihoja martillado hasta lo más extremo. Subiendo y bajando en ese mar, la cabeza de ébano de Pip aparecía como una cabeza de ajos. No hubo un cuchillo de lancha que se levantara cuando él cayó tan rápidamente a popa. Stubb le volvió la espalda inexorablemente, y la ballena fue alcanzada. En tres minutos, toda una milla de océano sin orillas se interpuso entre Pip y Stubb. Desde el centro del mar, el pobre Pip volvía su cabeza negra, encrespada y rizada, hacia el sol, otro náufrago solitario, aunque el más alto y brillante.

Ahora, en tiempo de calma, nadar en el mar abierto es tan fácil para el nadador experto como lo es en tierra montar en un coche con buenos muelles. Pero la terrible soledad es intolerable. ¡Dios mío! ¿Quién puede decir la intensa concentración del yo en tan despiadada inmensidad? Observad cuando los marineros en calma chicha se bañan en alta mar; observad cómo se aprietan de cerca a su barco y sólo se mueven junto a sus flancos.

Pero ¿realmente Stubb había abandonado al pobre negrito a su destino? No; al menos, no tenía esa intención. Porque había dos lanchas detrás de él, y suponía, sin duda, que acudirían por supuesto a Pip, muy deprisa, y le recogerían; aunque, desde luego, no siempre los cazadores de ballenas muestran estas consideraciones hacia los remeros en peligro, en tales casos, y tales casos ocurren con cierta frecuencia: casi siempre, en la pesca, el llamado cobarde queda marcado por ese odio inexorable peculiar de la marina militar y los ejércitos.

Pero ocurrió por casualidad que esas lanchas, sin ver a Pip, al observar de repente unas ballenas cercanas por un lado, viraron y emprendieron la persecución, y la lancha de Stubb ya estaba tan lejos, y él y sus tripulantes tan atentos a su pez, que el anillo del horizonte de Pip empezó a ensancharse a su alrededor de modo lamentable. Por puro azar, el propio barco le salvó por fin; pero desde aquella hora el negrito anduvo por la cubierta como un idiota; o al menos así dijeron que estaba. El mar, burlonamente, había conservado su cuerpo finito, pero había ahogado el infinito de su alma. No la había dejado ahogada del todo, sin embargo. Más bien se la había llevado viva allá abajo, a maravillosas profundidades, donde extrañas formas del intacto mundo prístino se deslizaban de un lado para otro ante sus ojos pasivos; y donde la avara sirena Sabiduría revelaba sus tesoros amontonados; y entre las eternidades alegres, sin corazón y siempre juveniles, Pip veía esos animalillos, como los del coral, multitudinarios y divinamente omnipresentes, que elevaban las colosales esferas desde el firmamento de las aguas. Veía el pie de Dios en la cárcola del telar, y lo decía; y por eso sus compañeros le llamaban loco. Así, la locura del hombre es la cordura del cielo; y, alejándose de toda razón mortal, el hombre llega al fin a ese pensamiento celeste que para la razón es absurdo y frenético; y, para bien o para mal, se siente entonces libre de compromiso e indiferente como su Dios.

Por lo demás, no juzguéis a Stubb con demasiada dureza. Este asunto es corriente en tal clase de pesca; y, en la continuación del relato, ya se verá qué parecido abandono me tocó a mí mismo.

Capítulo XCIV



UN APRETÓN DE MANOS


Esa ballena de Stubb, adquirida tan cara, se trasladó debidamente al costado del Pequod, donde se llevaron a cabo de modo normal todas esas operaciones de izado y descuartizamiento antes descritas, hasta el vaciado del Tonel de Heidelberg, o caja.

Mientras algunos estaban ocupados en esta última tarea, otros estaban empleados en arrastrar los toneles mayores, tan pronto como se llenaban de esperma, y, llegado el momento adecuado, esa misma esperma se manipulaba con cuidado antes de ir a las destilerías de que trataré en seguida.

Se había enfriado y cristalizado en tal medida que cuando, con otros varios, me senté ante una amplia bañera constantiniana de esperma, la encontré extremadamente condensada en bultos que flotaban acá y allá por la parte líquida. Nuestra tarea era volver a hacer fluidos esos bultos a fuerza de apretarlos. ¡Dulce y untuoso deber! No es extraño que en tiempos antiguos el aceite de esperma fuera un cosmético tan estimado. ¡Qué clarificador! ¡Qué endulzador! ¡Qué suavizador! ¡Qué delicioso reblandecedor! Después de tener las manos en él unos pocos minutos, notaba los dedos como anguilas y empezando, por decirlo así, a volverse serpentinos y espirales.

Yo, sentado allí bien cómodo, con las piernas cruzadas, en cubierta; tras el duro ejercicio del cabrestante; bajo un tranquilo cielo azul; con el barco navegando indolentemente y deslizándose con serenidad; yo, mientras me bañaba las manos en esos suaves y amables glóbulos de tejidos infiltrados, tejidos casi en esa misma hora, para romperse sustanciosamente entre mis dedos y descargar toda su opulencia, como las uvas plenamente maduras sueltan su vino, y mientras aspiraba ese aroma incontaminado, literal y verdaderamente como aroma de violetas en primavera, os aseguro que viví aquel rato como en un prado almizclado, y me olvidé totalmente de nuestro terrible juramento, lavándome de él las manos y el corazón en ese inefable aceite de esperma, y casi empecé a dar crédito a la vieja superstición de Paracelso de que el aceite de esperma es de rara eficacia para mitigar el calor de la ira, al mismo tiempo que, bañándome en ese baño, me sentía divinamente libre de toda mala voluntad, o petulancia, o malicia de ninguna clase.

¡Apretar, apretar, apretar, durante toda la mañana! Apreté aquel aceite de esperma hasta que casi me fundí en él: apreté ese aceite de esperma hasta que me invadió una extraña suerte de locura, y me encontré, sin darme cuenta, apretando en él las manos de los que trabajaban conmigo, confundiéndolas con suaves glóbulos. Tal sentimiento desbordante, afectuoso, amistoso, cariñoso producía esta labor, que por fin acabé por apretarles continuamente las manos, y por mirarles a los ojos sentimentalmente, como para decir: «¡Oh, mis queridos semejantes!, ¿por qué vamos a seguir abrigando resentimientos sociales, o conocer el más leve malhumor o envidia? Vamos; apretémonos todos las manos; mejor dicho, apretémonos universalmente en la mismísima leche y esperma de la benevolencia».

¡Ojalá pudiera seguir apretando ese aceite de esperma para siempre! Pues ahora, una vez que, por muchas experiencias prolongadas y repetidas, he percibido que en todos los casos el hombre debe acabar por rebajar, o al menos desplazar, su concepto de la felicidad inalcanzable, sin ponerlo en parte ninguna del intelecto ni de la fantasía, sino en la esposa, el corazón, la cama, la mesa, la silla de montar, el rincón del fuego, el campo, ahora que he percibido todo esto, estoy dispuesto a apretar la tina eternamente. En pensamientos de las visiones nocturnas, he visto largas filas de ángeles en el paraíso, cada cual con las manos en una orza de aceite de esperma.

Bien, mientras se habla de aceite de esperma, es oportuno hablar de otras cosas afines a él, en la tarea de preparar al cachalote para las refinerías.

Primero viene el llamado caballo-blanco, que se obtiene de la parte menguante del pez, y también de las porciones más gruesas de la cola. Está duro de tendones solidificados —una almohada de músculo—, pero todavía contiene aceite. Después de separarse de la ballena, el caballo-blanco se corta ante todo en trozos alargados transportables, para pasar luego al trinchador. Parecen bloques de mármol de Berkshire.

Pastel de ciruelas es el término dado a ciertas partes fragmentarias de la carne de la ballena, que se adhieren acá y allá a la manta de grasa, y a menudo participan en considerable medida de su untuosidad. Es un objeto muy reconfortable, apetitoso y hermoso de mirar. Como implica su nombre, es de un color enormemente rico y moteado, con un fondo de vetas níveas y doradas, punteado de manchas del más oscuro carmesí o púrpura. Son ciruelas de rubíes en figura de limón. Pese a la sensatez, es difícil contenerse para no comerlo. Confieso que una vez me escondí detrás del trinquete
para probarlo. Sabía algo así como supongo que podría haber sabido una real chuleta del muslo de Louis le Gros, imaginando que le hubieran matado el primer día después de la temporada de caza mayor, y que esa determinada época de caza mayor hubiera coincidido con una vendimia extraordinariamente buena de las viñas de Champagne.

Hay otra sustancia, y muy singular, que aparece en el desarrollo de este asunto, pero que entiendo que es muy difícil describir adecuadamente. Se llama slobgollion, nombre original de los balleneros, como también lo es la naturaleza de la sustancia. Es un asunto inefablemente legamoso y fibroso, que suele encontrarse en los barriles de esperma después de mucho apretar y decantar a continuación. Entiendo que son las membranas de la caja, notablemente sutiles, que se han roto y se adhieren. El llamado gurry es un término que pertenece en propiedad a los cazadores de ballenas francas, pero que a veces usan ocasionalmente los pescadores de cachalotes. Designa la oscura sustancia glutinosa que se rasca del lomo de la ballena franca o de Groenlandia, y que cubre en abundancia las cubiertas de esos seres inferiores que persiguen a tan innoble leviatán.

Las pinzas: estrictamente, esta palabra no es autóctona del vocabulario ballenero, pero llega a pertenecer a él, por usarlo los balleneros. Las pinzas del ballenero son una corta y firme tira de materia tendinosa cortada de la parte decreciente de la cola del leviatán: tiene, por término medio, una pulgada de espesor, y en cuanto al resto, cerca del tamaño de la parte de hierro de una azada. Moviéndola como un filo por la cubierta aceitosa, actúa como un raspador de cuero y, con inexpresables incitaciones, como por magia, atrae consigo todas las impurezas. Pero para saberlo todo sobre esos asuntos recónditos, el mejor modo que tenéis es bajar en seguida al cuarto de la grasa, y tener una larga charla con sus residentes. Ese lugar se ha descrito antes como el receptáculo para los trozos de la «manta», una vez arrancada ésta de la ballena, e izada a cubierta. Cuando llega el momento adecuado de descuartizar su contenido, ese local es una escena de terror para todos los novicios, especialmente de noche. A un lado, alumbrado por una linterna pálida, se ha dejado un espacio libre para los trabajadores. Éstos suelen ir en parejas: uno con pica y garfio, y otro con azada. La pica ballenera es semejante al arma de abordaje de la fragata que tiene ese mismo nombre. El garfio es algo así como un bichero de bote. Con su garfio, el hombre del garfio engancha una lámina de grasa y trata de impedir que resbale, mientras el barco se mece y cabecea.

Mientras tanto, el hombre de la azada se pone de pie en esa lámina, cortándolo verticalmente en rebanadas que entran en los caballetes portátiles. Esta azada está tan tajante como puede dejarla la piedra de afilar: los pies del hombre de la azada están descalzos, la cosa en que se yergue se le resbala irresistiblemente como un trineo. Si se corta uno de los dedos de sus propios pies, o de su ayudante, ¿os extrañaría mucho? Los dedos de los pies andan escasos entre los veteranos del cuarto de la grasa.



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