Capítulo XCIII
EL NÁUFRAGO
Sólo pocos días después de encontrar al barco
francés, ocurrió un hecho muy significativo al más insignificante de los
tripulantes del Pequod; un suceso muy lamentable y que terminó por ofrecer a
esa nave predestinada, a veces locamente alegre, una profecía viva y siempre
presente de cualquier porvenir de desastres que pudiera estarle reservado.
Bien: en un barco ballenero no todos bajan a
las lanchas. Se reservan algunos marineros, llamados guardianes, cuya jurisdicción es
manejar el barco mientras las lanchas persiguen a la ballena. Por lo regular,
esos guardianes son gente tan dispuesta como los hombres que forman las
tripulaciones de las lanchas. Pero si por casualidad hay en el barco un tipo
indebidamente enclenque, torpe o temeroso, es seguro que se le hará guardián.
Eso ocurría en el Pequod con el negrito apodado Pippin; Pip por abreviatura.
¡Pobre Pip! Ya habéis oído antes hablar de él; debéis recordar su pandereta en
aquella noche dramática, tan sombríamente loca.
En aspecto exterior, Pip y Dough-Boy hacían
pareja, como un potro negro y uno blanco, de igual tamaño, pero de color
diverso, uncidos en un excéntrico tiro. Pero mientras el desgraciado Dough-Boy
era por naturaleza oscuro y lento de inteligencia, Pip, aunque demasiado tierno
de corazón, era en el fondo muy listo, con esa listeza grata, jovial y alegre,
peculiar de su raza; raza que siempre disfruta todas las vacaciones y
festividades con más hermoso y libre deleite que cualquier otra raza. Para los
negros, el calendario del año debería mostrar nada más que trescientos sesenta
y cinco Cuatro de julio y días de Año Nuevo. Y no sonriáis así cuando digo que
ese negrito era brillante, pues incluso la negrura tiene su brillante: observad
ese ébano lustroso, puesto en paneles en los gabinetes de los reyes. Pero Pip
amaba la vida, y todas las pacíficas seguridades de la vida, de modo que
aquella tarea infundidora de pánico en que, sin saber por qué, se había
enredado inexplicablemente, había empañado su brillantez del modo más
lamentable; aunque, como no tardará en verse, lo que así había quedado
temporalmente apagado en él, al final estaba destinado a ser lúgubremente
iluminado por extraños fuegos locos, que de modo ficticio, le harían relucir
con un brillo diez veces superior al brillo natural con que en su nativo
Tolland County; en Connecticut, había animado más de una fiesta de violines en
el prado, y, en el crepúsculo melodioso, con su alegre ¡ah, ah! había
transformado el redondo horizonte en una pandereta con sonajas de estrellas.
Así, en el claro aire del día, suspendida sobre un
cuello de venas azules, brilla saludable la gota de diamante de puras aguas;
pero cuando el astuto joyero quiere mostraros el diamante en su fulgor más
impresionante, lo pone sobre un fondo oscuro, y luego lo ilumina no con el sol,
sino con algún gas poco natural. Entonces surgen esas fieras refulgencias,
infernalmente soberbias; entonces el diamante de perverso brillo parece alguna
gema de la corona robada al rey del infierno. Pero volvamos al relato. Ocurrió
por casualidad que, en el asunto del ámbar gris, el remero de popa de Stubb se
dislocó una mano de tal modo que quedó inútil durante algún tiempo, y,
temporalmente, pusieron a Pip en su lugar.
La primera vez que Stubb bajó a la lancha con
él, Pip mostró mucho nerviosismo, pero, por fortuna, escapó por esa vez de entrar en
contacto cercano con la ballena, y por consiguiente no salió desacreditado,
aunque Stubb, observándole, se cuidó después de exhortarle a que estimulase su
valentía hasta el máximo, pues podría resultarle necesario a menudo. Ahora, la
segunda vez que bajaron, la lancha llegó remando hasta la ballena, y al recibir
el pez el férreo dardo, dio su acostumbrado golpe, que en ese caso, por
casualidad, fue precisamente bajo la bancada del pobre Pip. La involuntaria
consternación del momento le hizo dar un brinco, remo en mano, fuera de la
lancha, y de tal modo que, por tener ante el pecho parte de la estacha
aflojada, se la llevó consigo por la borda, quedando enredado en ella al
zambullirse por fin en el agua. En ese instante, la ballena herida emprendió
feroz carrera y la estacha se tensó en seguida: inmediatamente el pobre Pip
subió todo espumeante hasta los «choques» de la lancha, arrastrado
inexorablemente por la estacha, que le había dado varias vueltas al pecho y al
cuello.
Tashtego estaba de pie en la proa. El fuego de
la persecución le llenaba. Odiaba a Pip por poltrón. Sacando de su vaina el cuchillo de la
lancha, acercó su borde afilado a la estacha, y volviéndose a Stubb, exclamó
interrogativamente:
—¿Corto?
Mientras tanto, la cara azul y sofocada de Pip
parecía decir claramente: « ¡Sí, por Dios!». Todo pasó en un instante. En menos de medio
minuto ocurrió el asunto entero.
—¡Maldito sea; corta! —rugió Stubb, y así se
perdió la ballena y se salvó Pip.
Tan pronto como se recobró, el negrito fue
asaltado por aullidos e insultos de la tripulación. Dejando tranquilamente que
se desahogaran esas injurias desbordadas, Stubb, en tono sencillo, como de
negocios, pero medio humorísticamente, maldijo a Pip en forma oficial; y hecho
esto, en forma extraoficial le dio consejos muy saludables. Su sustancia era:
«Nunca saltes de una lancha, Pip, a no ser...». Pero todo lo demás era algo
indefinido, como lo es siempre el más sano consejo. Ahora, en general, pegarse
a la lancha es el lema auténtico de la pesca de la ballena, pero a veces se dan
casos en que es aún mejor saltar de la lancha. Además, como si advirtiera al
fin que si le daba a Pip un consejo concienzudo y sin diluir le dejaría un
margen demasiado amplio para saltar en el futuro, Stubb abandonó de repente
todos los consejos y concluyó con una orden perentoria:
—¡Pégate a la lancha, Pip, o por Dios que no
te voy a recoger si saltas; acuérdate de eso! No podemos permitirnos perder
ballenas por gente como tú; una ballena se vendería por treinta veces más que tú, Pip, en Alabama.
Acuérdate de eso, y no vuelvas a saltar.
Quizá con ello Stubb sugería indirectamente
que, aunque el hombre ame a su semejante, el hombre, sin embargo, es un animal
que hace dinero, propensión que a menudo interfiere con su benevolencia. Pero
todos estamos en manos de los dioses, y Pip volvió a saltar. Fue en
circunstancias muy semejantes a su primera actuación, pero esta vez no se llevó
la estacha con el pecho, de modo que, cuando la ballena empezó a correr, Pip
quedó atrás en el mar, como el baúl de un viajero apresurado. ¡Ay!, Stubb fue
demasiado fiel a su palabra. Era un día hermoso, generoso y
azul; el mar chispeante estaba tranquilo y fresco y se extendía, plano,
alrededor, hasta el horizonte, como el pan de oro del batihoja martillado hasta
lo más extremo. Subiendo y bajando en ese mar, la cabeza de ébano de Pip
aparecía como una cabeza de ajos. No hubo un cuchillo de lancha que se
levantara cuando él cayó tan rápidamente a popa. Stubb le volvió la espalda
inexorablemente, y la ballena fue alcanzada. En tres minutos, toda una milla de
océano sin orillas se interpuso entre Pip y Stubb. Desde el centro del mar, el
pobre Pip volvía su cabeza negra, encrespada y rizada, hacia el sol, otro
náufrago solitario, aunque el más alto y brillante.
Ahora, en tiempo de calma, nadar en el mar
abierto es tan fácil para el nadador experto como lo es en tierra montar en un coche con
buenos muelles. Pero la terrible soledad es intolerable. ¡Dios mío! ¿Quién
puede decir la intensa concentración del yo en tan despiadada inmensidad?
Observad cuando los marineros en calma chicha se bañan en alta mar; observad
cómo se aprietan de cerca a su barco y sólo se mueven junto a sus flancos.
Pero ¿realmente Stubb había abandonado al
pobre negrito a su destino? No; al menos, no tenía esa intención. Porque había dos lanchas
detrás de él, y suponía, sin duda, que acudirían por supuesto a Pip, muy
deprisa, y le recogerían; aunque, desde luego, no siempre los cazadores de
ballenas muestran estas consideraciones hacia los remeros en peligro, en tales
casos, y tales casos ocurren con cierta frecuencia: casi siempre, en la pesca,
el llamado cobarde queda marcado por ese odio inexorable peculiar de la marina
militar y los ejércitos.
Pero ocurrió por casualidad que esas lanchas,
sin ver a Pip, al observar de repente unas ballenas cercanas por un lado, viraron y
emprendieron la persecución, y la lancha de Stubb ya estaba tan lejos, y él y
sus tripulantes tan atentos a su pez, que el anillo del horizonte de Pip empezó
a ensancharse a su alrededor de modo lamentable. Por puro azar, el propio barco
le salvó por fin; pero desde aquella hora el negrito anduvo por la cubierta
como un idiota; o al menos así dijeron que estaba. El mar, burlonamente, había
conservado su cuerpo finito, pero había ahogado el infinito de su alma. No la
había dejado ahogada del todo, sin embargo. Más bien se la había llevado viva
allá abajo, a maravillosas profundidades, donde extrañas
formas del intacto mundo prístino se deslizaban de un lado para otro ante sus
ojos pasivos; y donde la avara sirena Sabiduría revelaba sus tesoros
amontonados; y entre las eternidades alegres, sin corazón y siempre juveniles,
Pip veía esos animalillos, como los del coral, multitudinarios y divinamente
omnipresentes, que elevaban las colosales esferas desde el firmamento de las
aguas. Veía el pie de Dios en la cárcola del telar, y lo decía; y por eso sus
compañeros le llamaban loco. Así, la locura del hombre es la cordura del cielo;
y, alejándose de toda razón mortal, el hombre llega al fin a ese pensamiento
celeste que para la razón es absurdo y frenético; y, para bien o para mal, se
siente entonces libre de compromiso e indiferente como su Dios.
Por lo demás, no juzguéis a Stubb con
demasiada dureza. Este asunto es corriente en tal clase de pesca; y, en la continuación del
relato, ya se verá qué parecido abandono me tocó a mí mismo.
Capítulo XCIV
UN APRETÓN DE MANOS
Esa ballena de Stubb, adquirida tan cara, se
trasladó debidamente al costado del Pequod, donde se llevaron a cabo de modo normal todas
esas operaciones de izado y descuartizamiento antes descritas, hasta el vaciado
del Tonel de Heidelberg, o caja.
Mientras algunos estaban ocupados en esta
última tarea, otros estaban empleados en arrastrar los toneles mayores, tan
pronto como se llenaban de esperma, y, llegado el momento adecuado, esa misma
esperma se manipulaba con cuidado antes de ir a las destilerías de que trataré
en seguida.
Se había enfriado y cristalizado en tal medida
que cuando, con otros varios, me senté ante una amplia bañera constantiniana de
esperma, la encontré extremadamente condensada en bultos que flotaban acá y
allá por la parte líquida. Nuestra tarea era volver a hacer fluidos esos bultos
a fuerza de apretarlos. ¡Dulce y untuoso deber! No es extraño que en tiempos
antiguos el aceite de esperma fuera un cosmético tan estimado. ¡Qué
clarificador! ¡Qué endulzador! ¡Qué suavizador! ¡Qué delicioso reblandecedor!
Después de tener las manos en él unos pocos minutos, notaba los dedos como
anguilas y empezando, por decirlo así, a volverse serpentinos y espirales.
Yo, sentado allí bien cómodo, con las piernas
cruzadas, en cubierta; tras el duro ejercicio del cabrestante; bajo un tranquilo cielo azul;
con el barco navegando indolentemente y deslizándose con serenidad; yo,
mientras me bañaba las manos en esos suaves y amables glóbulos de tejidos infiltrados, tejidos casi
en esa misma hora, para romperse sustanciosamente entre mis dedos y descargar
toda su opulencia, como las uvas plenamente maduras sueltan su vino, y mientras
aspiraba ese aroma incontaminado, literal y verdaderamente como aroma de
violetas en primavera, os aseguro que viví aquel rato como en un prado
almizclado, y me olvidé totalmente de nuestro terrible juramento, lavándome de él las manos y el corazón en ese
inefable aceite de esperma, y casi empecé a dar crédito a la vieja superstición de
Paracelso de que el aceite de esperma es de rara eficacia para mitigar el calor
de la ira, al mismo tiempo que, bañándome en ese baño, me sentía divinamente
libre de toda mala voluntad, o petulancia, o malicia de ninguna clase.
¡Apretar, apretar, apretar, durante toda la
mañana! Apreté aquel aceite de esperma hasta que casi me fundí en él: apreté ese aceite de
esperma hasta que me invadió una extraña suerte de locura, y me encontré, sin darme
cuenta, apretando en él las manos de los que trabajaban conmigo, confundiéndolas con suaves
glóbulos. Tal sentimiento desbordante, afectuoso, amistoso, cariñoso producía esta
labor, que por fin acabé por apretarles continuamente las manos, y por mirarles
a los ojos sentimentalmente, como para decir: «¡Oh, mis queridos semejantes!,
¿por qué vamos a seguir abrigando resentimientos sociales, o conocer el más
leve malhumor o envidia? Vamos; apretémonos todos las manos; mejor dicho,
apretémonos universalmente en la mismísima leche y esperma de la benevolencia».
¡Ojalá pudiera seguir apretando ese aceite de
esperma para siempre! Pues ahora, una vez que, por muchas experiencias prolongadas y
repetidas, he percibido que en todos los casos el hombre debe acabar por
rebajar, o al menos desplazar, su concepto de la felicidad inalcanzable, sin
ponerlo en parte ninguna del intelecto ni de la fantasía, sino en la esposa, el
corazón, la cama, la mesa, la silla de montar, el rincón del fuego, el campo,
ahora que he percibido todo esto, estoy dispuesto a apretar la tina
eternamente. En pensamientos de las visiones nocturnas, he visto largas filas
de ángeles en el paraíso, cada cual con las manos en una orza de aceite de
esperma.
Bien, mientras se habla de aceite de esperma,
es oportuno hablar de otras cosas afines a él, en la tarea de preparar al cachalote para
las refinerías.
Primero viene el llamado caballo-blanco, que
se obtiene de la parte menguante del pez, y también de las porciones más gruesas de la
cola. Está duro de tendones solidificados —una almohada de músculo—, pero
todavía contiene aceite. Después de separarse de la ballena, el caballo-blanco
se corta ante todo en trozos alargados transportables, para pasar luego al
trinchador. Parecen bloques de mármol de Berkshire.
Pastel de ciruelas es el término dado a
ciertas partes fragmentarias de la carne de la ballena, que se adhieren acá y
allá a la manta de grasa, y a menudo participan en considerable medida de su
untuosidad. Es un objeto muy reconfortable, apetitoso y hermoso de mirar. Como
implica su nombre, es de un color enormemente rico y moteado, con un fondo de
vetas níveas y doradas, punteado de manchas del más oscuro carmesí o púrpura.
Son ciruelas de rubíes en figura de limón. Pese a la sensatez, es difícil
contenerse para no comerlo. Confieso que una vez me escondí detrás del
trinquete
para probarlo. Sabía algo así como supongo que
podría haber sabido una real chuleta del muslo de Louis le Gros, imaginando que le
hubieran matado el primer día después de la temporada de caza mayor, y que esa determinada
época de caza mayor hubiera coincidido con una vendimia extraordinariamente buena de
las viñas de Champagne.
Hay otra sustancia, y muy singular, que
aparece en el desarrollo de este asunto, pero que entiendo que es muy difícil describir
adecuadamente. Se llama slobgollion, nombre original de los balleneros, como
también lo es la naturaleza de la sustancia. Es un asunto inefablemente
legamoso y fibroso, que suele encontrarse en los barriles de esperma después de
mucho apretar y decantar a continuación. Entiendo que son las membranas de la
caja, notablemente sutiles, que se han roto y se adhieren. El llamado gurry es
un término que pertenece en propiedad a los cazadores de ballenas francas, pero
que a veces usan ocasionalmente los pescadores de cachalotes. Designa la oscura
sustancia glutinosa que se rasca del lomo de la ballena franca o de
Groenlandia, y que cubre en abundancia las cubiertas de esos seres inferiores
que persiguen a tan innoble leviatán.
Las pinzas: estrictamente, esta palabra no es
autóctona del vocabulario ballenero, pero llega a pertenecer a él, por usarlo los
balleneros. Las pinzas del ballenero son una corta y firme tira de materia
tendinosa cortada de la parte decreciente de la cola del leviatán: tiene, por
término medio, una pulgada de espesor, y en cuanto al resto, cerca del tamaño
de la parte de hierro de una azada. Moviéndola como un filo por la cubierta
aceitosa, actúa como un raspador de cuero y, con inexpresables incitaciones,
como por magia, atrae consigo todas las impurezas. Pero para saberlo todo sobre
esos asuntos recónditos, el mejor modo que tenéis es bajar en seguida al cuarto
de la grasa, y tener una larga charla con sus residentes. Ese lugar se ha
descrito antes como el receptáculo para los trozos de la «manta», una vez
arrancada ésta de la ballena, e izada a cubierta. Cuando llega el momento
adecuado de descuartizar su contenido, ese local es una escena de terror para
todos los novicios, especialmente de noche. A un lado, alumbrado por una
linterna pálida, se ha dejado un espacio libre para los trabajadores. Éstos
suelen ir en parejas: uno con pica y garfio, y otro con azada. La pica
ballenera es semejante al arma de abordaje de la fragata que tiene ese mismo
nombre. El garfio es algo así como un bichero de bote. Con su garfio, el hombre
del garfio engancha una lámina de grasa y trata de impedir que resbale,
mientras el barco se mece y cabecea.
Mientras tanto, el hombre de la azada se pone
de pie en esa lámina, cortándolo verticalmente en rebanadas que entran en los
caballetes portátiles. Esta azada está tan tajante como puede dejarla la piedra
de afilar: los pies del hombre de la azada están descalzos, la cosa en que se
yergue se le resbala irresistiblemente como un trineo. Si se corta uno de los
dedos de sus propios pies, o de su ayudante, ¿os extrañaría mucho? Los dedos de
los pies andan escasos entre los veteranos del cuarto de la grasa.
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