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domingo, 9 de diciembre de 2012

Moby Dick - Cap LXVI, LXVII, LXVIII, LXVIX y LXX- Herman Melville

Viene de "Moby Dick - Cap LXIII, LXIV, LXI y LXV - Herman Melville"





Capítulo LXVI

LA MATANZA DE LOS TIBURONES


Cuando en las pesquerías de los mares del Sur se atraca junto al barco un cachalote capturado a altas horas de la noche, tras un largo y fatigoso trabajo, no es costumbre, al menos en general, pasar inmediatamente a la tarea de descuartizarlo. Pues esta tarea es enormemente laboriosa, no se termina muy pronto, y requiere que todos los hombres se pongan a ella. Por tanto, la costumbre corriente es arriar todas las velas; asegurar el timón a sotavento, y luego mandar bajar a dos a sus hamacas hasta que amanezca, con la reserva de que, hasta entonces, hay que poner guardia de anclas, esto es, que de dos en dos, una hora cada pareja, la tripulación por turno irá subiendo a cubierta para ver si todo va bien.

Pero a veces, sobre todo junto al Ecuador, en el Pacífico, este plan no responde en absoluto, porque se acumulan tan incalculables huestes de tiburones junto al cadáver amarrado, que si se le dejara, digamos, seis horas seguidas, por la mañana quedaría visible poco más que el esqueleto. Sin embargo, en muchas otras partes del océano, donde no abundan tanto estos peces, puede disminuirse a veces considerablemente su voracidad atacándoles vigorosamente con afiladas azadas balleneras, procedimiento, no obstante, que en algunos casos sólo parece cosquillearles incitándoles aún a mayor actividad. Pero no fue así, en el caso presente de los tiburones del Pequod, aunque, desde luego, cualquiera poco acostumbrado a tales espectáculos que hubiera mirado por encima de la borda aquella noche, casi habría pensado que todo el mar alrededor era un enorme queso, y los tiburones eran sus gusanos.

Con todo, cuando Stubb montó la guardia de ancla después de terminar su cena, y, cuando, en consecuencia, Queequeg y un marinero del castillo de proa subieron a cubierta, se produjo no poca agitación entre los tiburones, pues colgando inmediatamente los andamios de descuartizar por encima de la borda, y bajando tres faroles, de modo que lanzaran largos fulgores de luz sobre el turbio mar, esos dos marineros, disparando sus largas azadas balleneras, comenzaron un ininterrumpido asesinato de los tiburones,' metiéndoles el agudo acero bien hondo en el cráneo, que al parecer era su única parte vital. Pero en la espumosa confusión de sus mezcladas huestes combativas, no siempre daban en el blanco, y ello daba lugar a nuevas revelaciones de la increíble ferocidad de su enemigo. Cruelmente se daban mordiscos no sólo unos a otros, a las tripas que se les salían, sino que, como arcos flexibles, se doblaban para morderse sus propias tripas, hasta que esas entrañas parecían tragadas una vez y otra por la misma boca, para ser evacuadas a su vez por la herida abierta. Y no era eso todo. Era peligroso mezclarse con los cadáveres y espíritus de esas criaturas. Una especie de vitalidad genérica o panteísta parecía conservarse en sus mismas coyunturas y huesos, después de haberse ausentado lo que podría llamarse la vida individual. Matado e izado a cubierta para conservar su pie, uno de esos tiburones casi le arrancó la mano al pobre Queequeg cuando trataba de cerrar la tapa muerta de su mandíbula asesina.

—Queequeg no querer —dios que hizo tiburón —dijo el salvaje, agitando de arriba abajo la mano dolorida—: igual dios Fidji o dios de Nantucket; pero el dios que hizo tiburón debe ser indio maldito.

Capítulo LXVII

DESCUARTIZANDO


Era noche de sábado, y ¡qué día del Señor le siguió! Todos los balleneros son, ex officio, profesionales del quebrantamiento del día festivo. El ebúrneo Pequod se convirtió en lo que parecía un matadero, y cada marinero en un matarife. Habríais creído que ofrendábamos diez mil bueyes rojos a los dioses marinos. En primer lugar, los enormes aparejos de descuartizar, que, entre otras cosas pesadas, comprende un haz de motones generalmente pintados de verde, y que ningún hombre puede levantar por sí solo —ese enorme racimo de uvas—, fue guindado a la cofa del palo mayor y amarrado firmemente al tamborete del palo macho, el punto más sólido que hay por encima de la cubierta de un barco. La extremidad del cabo, que, como una guindaleza, serpenteaba a través de estos enredos, fue llevado luego al torno, y la enorme polea inferior de los aparejos quedó pendiendo sobre el cachalote; a esta polea se ató el gran gancho de la grasa, que pesa unas cien libras. Y entonces, suspendidos en pisos sobre los costados, Starbuck y Stubb, los oficiales, armados de sus largas azadas, empezaron a excavar un agujero en el cuerpo para insertar el gancho, encima mismo de la más próxima de las dos aletas laterales. Hecho esto, se corta una ancha línea semicircular en torno al agujero; se inserta el gancho, y la mayor parte de los tripulantes, entonando un salvaje coro, empiezan a izar, densamente agolpados en el cabrestante. Al momento, entonces, el barco entero se escora de costado, con todos sus pernos estremecidos como las cabezas de los clavos de una casa vieja en tiempo de escarcha: tiembla, vacila, y sus asustados mástiles hacen saludos al cielo. Cada vez más se inclina hacia el cetáceo, mientras que a cada jadeante tirón del cabrestante responde un tirón auxiliar de las olas; hasta que por fin se oye un rápido chasquido sobresaltador: con un gran golpe de agua, el barco se mece acercándose y alejándose del cetáceo, y el triunfante aparejo sube a la vista arrastrando tras sí el desprendido extremo semicircular de la primera tira de grasa. Ahora, dado que la grasa envuelve a la ballena exactamente igual que la cáscara a una naranja, se arranca del cuerpo exactamente igual que a veces se pelan las naranjas, mondándolas en espiral. Pues la tensión mantenida continuamente por el torno hace que el cetáceo siga dando vueltas y vueltas en el agua, y como la grasa, en una sola tira, se va pelando uniformemente a lo largo de la línea llamada «la bufanda», excavada a la vez por las azadas de Starbuck y Stubb, los oficiales; tan deprisa como se va pelando así, y precisamente por ese mismo acto, va siendo izada todo el tiempo cada vez más alto hasta que su extremo superior roza la cofa del palo mayor; entonces, los hombres del torno cesan de tirar, y por unos momentos, la prodigiosa masa, goteando sangre, se mece de un lado para otro como si colgara del cielo, y cada cual de los presentes debe tener buen cuidado de esquivarla en su balanceo, pues de otro modo le puede dar una bofetada y tirarle de cabeza por la borda.

Uno de los arponeros presentes avanza entonces con una larga y aguda arma llamada sable de abordaje, y acechando una buena oportunidad, rebana diestramente un considerable agujero en la parte inferior de la masa balanceante. En ese agujero se inserta entonces el extremo del segundo gran aparejo, en uso alternativo, para hacer presa en la grasa y prepararla para la continuación. Tras de ello, ese hábil esgrimidor, avisando a todos los hombres que se aparten, da una vez más un tajo científico a la masa, y, con unos pocos tajos laterales, desesperados y a fondo, la corta completamente en dos, de modo que, mientras la breve porción inferior todavía está sujeta, la larga tira superior, llamada «el cobertor», se balancea desprendida, y queda dispuesta para ser arriada. Los que izan a proa vuelven a reanudar su canto, y mientras un aparejo pela e iza una segunda tira de la ballena, el otro se afloja lentamente, y la primera tira baja derecha por la escotilla mayor, a un local sin mobiliario llamado el cuarto de la grasa. En ese recinto en penumbra, varios hombres ágiles van enrollando el largo cobertor como si fuera una gran masa viva de serpientes trenzadas. Y así se desarrolla la tarea; los dos aparejos izan y bajan a la vez; la ballena y el torno dan tirones; los del cabrestante cantan; los caballeros del cuarto de la grasa van enrollando; los oficiales trazan el surco de «la bufanda»; el barco hace fuerza y todos los hombres juran de vez en cuando, como manera de aliviar el rozamiento general.

Capítulo LXVIII

EL COBERTOR


He prestado no poca atención a ese tema tan traído y llevado que es la piel de la ballena. He tenido controversias sobre él con expertos balleneros en el mar y con doctos naturalistas en tierra. Mi opinión primitiva permanece inalterada, pero es sólo una opinión. La cuestión es: ¿qué es y dónde está la piel de la ballena? Ya sabéis lo que es su grasa. Esa grasa es algo de consistencia de carne de buey, firme y de fibra apretada, pero más dura, más elástica, más compacta, alcanzando en espesor desde ocho o diez a doce o quince pulgadas.

Ahora, por absurdo que parezca a primera vista hablar de la piel de un animal como de algo que tenga tal suerte de consistencia y espesor, sin embargo, de hecho no hay argumentos contra tal suposición, porque no se puede arrancar ninguna otra capa densa que envuelva el cuerpo de la ballena sino esa misma grasa; y la capa externa que envuelve a un animal, si es razonablemente consistente, ¿qué puede ser sino la piel? Verdad es que del cuerpo muerto e intacto de la ballena se puede rascar con la mano una sustancia infinitamente sutil y transparente, algo parecido a las más sutiles escamas de la colapez, sólo que casi tan flexible y blanda como el raso; esto es, antes que se seque, pues entonces no sólo se contrae y espesa, sino que se vuelve dura y quebradiza. Tengo varios trozos secos así, que uso como señales en mis libros balleneros. Es transparente, como antes dije; y al ponerla sobre la página impresa, a veces me he complacido imaginando que hacía efecto de lente de aumento. En cualquier caso, es grato leer sobre las ballenas a través de sus propias gafas, como quien dice. Pero adonde quiero ir es a esto: esa misma sustancia infinitamente sutil y como colapez que, según reconozco, reviste todo el cuerpo de la ballena, no se considera tanto como la piel del animal, cuanto, por decirlo así, como la piel de la piel, pues sería sencillamente ridículo decir que la verdadera piel de la enorme ballena es más sutil y tierna que la piel de un niño recién nacido. Pero basta de esto.

Suponiendo que la grasa sea la piel de la ballena, entonces, si esa piel, como ocurre en el caso de un cachalote muy grande, produce la cantidad de cien barriles de aceite, y si se considera que en cantidad, o mejor dicho, en peso, este aceite, en su estado exprimido, es sólo tres cuartas partes y no la entera sustancia de su revestimiento, se puede sacar por aquí alguna idea de lo enorme de esta masa animada, si una mera parte de su mero tegumento proporciona un lago de líquido como ése. Calculando diez barriles por tonelada, se obtienen diez toneladas como peso neto de solamente tres cuartas partes de la materia de la piel de la ballena. En vida, la superficie visible del cachalote no es la menor entre las maravillas que presenta. Casi sin falta, está toda ella cruzada y recruzada oblicuamente por innumerables marcas rectas en denso orden, algo así como los de los más finos grabados italianos de línea. Pero esas señales no parecen estar grabadas en la sustancia de colapez antes mencionada, sino que parecen verse a través de ella, como si estuvieran grabadas en el cuerpo mismo. Y no es eso todo. En algunos casos, para una mirada viva y observadora, esas marcas lineales, como en un auténtico grabado, no constituyen más que el fondo para otras delineaciones. Estas son jeroglíficas, esto es, si llamáis jeroglíficos a esas misteriosas cifras en las paredes de las pirámides, entonces ésta es la palabra adecuada para situar en el presente contexto. Por mi memoria retentiva de los jeroglíficos de un determinado cachalote, quedé muy impresionado con una placa que reproducía los antiguos caracteres indios cincelados en las famosas murallas con jeroglíficos que hay en las orillas del Alto Mississippi. Como esas místicas rocas, también, la ballena místicamente marcada sigue siendo indescifrable. Esa alusión a las rocas indias me recuerda otra cosa. Además de todos los demás fenómenos que presenta el exterior del cachalote, no es raro que muestre el lomo, y sobre todo los flancos, con su aspecto lineal regular, borrado en gran parte debido a numerosos arañazos violentos, de aspecto por completo irregular y azaroso. Yo diría que esas rocas de la costa de New England, que Agassiz imagina que ostentan las señales de violento contacto y rozamiento con grandes icebergs a la deriva; a mi juicio, esas rocas deben parecerse no poco al cachalote en ese aspecto. También me parece que tales arañazos del cachalote probablemente están hechos por el contacto hostil con otras ballenas, pues los he notado sobre todo en los grandes toros adultos de esta especie.

Una palabra o dos sobre este asunto de la piel o grasa de la ballena. Ya se ha dicho que se le arranca en largas piezas, llamadas «piezas de cobertor». Como muchos términos marítimos, éste es muy afortunado y significativo. Pues la ballena, en efecto, está arropada en su grasa como en una auténtica manta o colcha; o, mejor aún, como en un poncho indio echado por la cabeza y que le rodea como una falda su extremidad. Por causa de este caliente arropamiento de su cuerpo, la ballena es capaz de mantenerse a gusto en todos los climas, en todos los mares, tiempos y mareas. ¿Qué sería de una ballena de Groenlandia, digamos, en esos mares helados y estremecedores del norte, si no estuviera provista de su caliente sobretodo? Verdad es que se encuentran otros peces muy vivaces en esas aguas hiperbóreas, pero ésos, ha de observarse, son los otros peces, de sangre fría y sin pulmones, cuyas mismísimas barrigas son refrigeradores; criaturas que se calientan al socaire de un iceberg, como un viajero invernal que se calentara ante el fuego de una posada; mientras que la ballena, como el hombre, tiene pulmones y sangre caliente. Heladle la sangre, y se muere. Qué maravilloso es entonces —salvo después de la explicación— que ese gran monstruo, para quien el calor corporal es tan indispensable como para el hombre; qué maravilloso es, digo, que se encuentre en su casa sumergido hasta los labios en esas aguas árticas, donde, cuando los marineros caen por la borda se les encuentra a veces, meses después, congelados verticalmente en el corazón de campos de hielo, igual que se encuentra una mosca presa en el ámbar. Pero más sorprendente es saber, como se ha probado por experiencia, que la sangre de una ballena polar es más caliente que la de un negro de Borneo en verano.

A mí me parece que aquí vemos la rara virtud de una fuerte vitalidad individual, y la rara virtud de unas paredes gruesas, y la rara virtud de la espaciosidad interior. ¡Oh, hombre, admira a la ballena y tómala por modelo! Permanece también tú caliente entre el hielo. Tú también vives en este mundo sin ser de él. Quédate frío en el ecuador; mantén fluida tu sangre en el Polo. Como la gran cúpula de San Pedro, y como la gran ballena, conserva, ¡oh, hombre!, en todas las estaciones una temperatura propia. Pero ¡qué fácil y qué desesperanzado enseñar estas cosas tan hermosas! De las construcciones, ¡qué pocas tienen cúpulas como la de San Pedro! De las criaturas, ¡qué pocas son tan vastas como la ballena!


Capítulo LXIX

EL FUNERAL



¡Halad las cadenas! ¡Soltad la carcasa a popa! Los enormes aparejos han cumplido ya su deber. El desollado cuerpo blanco del cachalote decapitado resplandece como una sepultura de mármol; aunque cambiado de color, no ha perdido nada perceptible en tamaño. Sigue siendo colosal. Lentamente se aleja flotando, mientras el agua a su alrededor es quebrada y salpicada por los insaciados tiburones, y el aire, por encima, es violado por rapaces vuelos de aves chillonas, cuyos picos son como puñales que atacan al cetáceo. El vasto fantasma blanco y decapitado sigue alejándose del barco, y a cada vara que deriva así flotando, se aumenta el criminal estrépito con lo que parece varas cuadradas de tiburones y varas cúbicas de aves. Durante horas y horas, se ve ese horrible espectáculo desde el barco casi inmóvil. Bajo el cielo sin nubes, de suave azur, sobre el hermoso rostro del grato mar, ventilado por las jubilosas brisas, la gran masa de muerte sigue derivando, hasta que se pierde en perspectivas infinitas. ¡Son unos funerales tristísimos y burlones! Los buitres de mar, todos ellos de piadoso luto; los tiburones del aire, todos ceremoniosamente de negro o de lunares. Imagino que bien pocos de ellos habrían ayudado al cetáceo en vida, si por casualidad les hubiera necesitado; pero se precipitan muy piadosamente al banquete de sus funerales. ¡Ah, horrible buitrismo de la tierra, del que no está libre ni aun la más poderosa ballena!

Y no es ése el fin. Profanado el cuerpo como está, un vengativo espectro sobrevive y se cierne sobre él para asustar. Descubierto desde lejos por algún tímido barco de guerra, o por alguna equivocada nave de exploración, cuando la distancia que oscurece el enjambre de aves sigue mostrando sin embargo la blanca masa que flota al sol, y la blanca espuma que rompe bien alto contra ella, inmediatamente se anota el inofensivo cadáver del cetáceo, con dedos temblorosos, en el cuaderno de bitácora: Bajío, rocas y rompientes por aquí:¡cuidado! Y durante años después, quizá, los barcos esquivan ese sitio, dando un salto sobre él como las ovejas tontas saltan sobre un vacío porque su guía, al principio, saltó allí, cuando alguien sostenía un palo. ¡Ahí está vuestra ley de los precedentes; ahí está vuestra utilidad de las tradiciones; ahí está la historia de vuestra supervivencia obstinada de viejas creencias jamás cimentadas en la tierra, y que ahora ni siquiera se ciernen en el aire! ¡Ahí está la ortodoxia! Así, mientras en vida el gran cuerpo de la ballena puede haber sido un auténtico terror para sus enemigos, en su muerte, su espectro se convierte en un impotente pánico para el mundo. ¿Crees en espectros, amigo mío? Hay otros espectros que no son el de Cock-Lane, y hay hombres, más profundos que el doctor Johnson que creen en ellos.

Capítulo LXX

LA ESFINGE


No habría debido omitir que, antes de desollar por completo el cuerpo del leviatán, había sido decapitado. Ahora, decapitar al cachalote es una hazaña anatómica de que se enorgullecen muchos expertos cirujanos balleneros, y no sin razón. Considerad que el cachalote no tiene nada que pueda ser llamado cuello; al contrario, en el mismísimo lugar donde parecen unirse su cabeza y su cuerpo es donde se encuentra su parte más gruesa. Recordad, asimismo, que el cirujano debe operar desde arriba, a unos ocho o diez pies de su paciente, y que ese paciente está casi oculto en un mar opaco, agitado, y a menudo tumultuoso y explosivo. Tened en cuenta, también, que en esas circunstancias poco propicias tiene que cortar en la carne hasta varios pies de profundidad; y en esa forma subterránea, sin poder siquiera obtener un atisbo de la incisión siempre contraída que ha hecho así, debe evitar hábilmente el contacto con todas las prohibidas partes adyacentes, y cortar exactamente el espinazo en un punto crítico a su inserción en el cráneo. ¿No os maravilla, entonces, la jactancia de Stubb, que sólo pedía diez minutos para decapitar a un cachalote? Apenas cortada, se larga la cabeza a popa, sujetándola allí con un cable hasta que el cuerpo está desollado. Hecho esto, si pertenece a una ballena pequeña, es izada a cubierta para disponer de ella con tranquilidad. Pero con un leviatán adulto eso es imposible; pues la cabeza de un cachalote alcanza casi un tercio de su masa total, y sería tan vano intentar suspender del todo tal carga, aun con los inmensos aparejos del ballenero, sería cosa tan vana como intentar pesar un granero holandés con la balanza de un joyero.

Una vez decapitado el cetáceo del Pequod y desollado el cuerpo, se izó la cabeza contra el costado del barco, medio salida del mar, para que todavía la mantuviera en gran parte a flote su elemento nativo. Y allí, con la tensa embarcación inclinándose abruptamente sobre ella, a causa del enorme tirón hacia abajo desde el tamborete del palo macho, y con todos los penoles de ese lado asomando como grúas sobre las olas; allí, esa cabeza goteando sangre colgaba de la cintura del Pequod como el gigante Holofernes del cinturón de Judit. Cuando se acabó esta última tarea era mediodía, y los marineros bajaron a comer. Reinó el silencio sobre la cubierta, antes tumultuosa pero ahora abandonada. Una intensa calma de cobre, como un loto amarillo universal, desplegaba
cada vez más sus callados pétalos sobre el mar.

Transcurrió un corto intervalo, y Ahab subió desde su cabina a esta quietud. Dando unas pocas vueltas por el alcázar, se detuvo a mirar por encima de la borda, y luego, acercándose lentamente a los cadenotes, tomó la larga azada de Stubb —que seguía todavía allí después de la decapitación de la ballena— y, clavándola en la parte inferior de la masa medio suspendida, se colocó el otro extremo bajo el brazo, como una muleta, y se quedó así asomado, con los ojos atentamente fijos en esa cabeza. Era una cabeza negra y encapuchada, y colgada allí, en medio de una calma tan intensa, parecía la Esfinge en el desierto.

—Habla, enorme y venerable cabeza — murmuró Ahab—, que, aunque privada de
barba, te muestras acá y allá encanecida de moho; habla, poderosa cabeza, y dinos el secreto que hay en ti. De todos los buceadores, tú eres quien más hondo se ha sumergido. Esta cabeza sobre la que brilla ahora el sol, se ha movido entre los cimientos del mundo. Donde se oxidan nombres y armadas sin anotar, y se pudren esperanzas y áncoras nunca dichas; donde en su criminal sentina, esta fragata que es la tierra, está lastrada de huesos de millones de ahogados; allí, en esa terrible tierra de agua, allí estaba tu hogar más familiar. Tú has estado donde jamás llegó campana o buzo; has dormido al lado de muchos marineros, donde insomnes madres darían sus vidas por acostarles. Tú viste a los amantes abrazados saltar del barco en llamas; pecho contra pecho se hundieron bajo la ola jubilosa; fieles uno a otro, cuando el cielo parecía serles falso. Tú viste al oficial asesinado cuando los piratas le tiraron de la cubierta a medianoche; para todas las horas ha caído en la más profunda medianoche de este estómago insaciable; y sus asesinos siguieron navegando incólumes, mientras que raudos rayos estremecían al barco vecino que iba a llevar a un honrado marido a los brazos extendidos que le ansiaban. ¡Oh cabeza! ¡Tú has visto bastante para desgajar los planetas y hacer infiel a Abraham, y no dices una sílaba!

—¡Vela a proa! —gritó una voz triunfante desde la cofa del palo mayor.
—¿Ah, sí? Bueno, eso da gusto —gritó Ahab, incorporándose de repente, mientras enteras nubes de tormenta se apartaban de su frente—. Ese grito vivaz sobre esta calma mortal casi podría convertir a un hombre mejor. ¿Por dónde?
—Tres cuartas a proa a estribor, capitán, ¡y nos trae la brisa!
—Mejor que mejor, muchacho. ¡Ojalá viniera por ahí san Pablo y trajera su brisa a mi calma chicha! ¡Ah, naturaleza, y, oh alma del hombre!, cuánto más allá de toda expresión están tus emparejadas analogías; no se mueve ni vive el más pequeño átomo de materia sin que tenga en la mente su hábil duplicado.
 


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