El último de los espíritus
Lenta, grave y silenciosamente se acercó el fantasma. Scrooge dobló la
rodilla ante él, impresionado, porque hasta su entorno parecía irradiar
tristeza y misterio.
Iba cubierto de una especie de negro sudario que ocultaba cuerpo y
cabeza, dejando sólo visible una mano. A no ser por ésta hubiera sido difícil
percibirlo de entre las sombras que lo rodeaban. A Scrooge le pareció que era
alto y majestuoso, y sintió en su presencia un extraño terror. El Espíritu ni
hablaba ni se movía.
-¿Estoy en presencia del Espíritu de las Navidades Futuras? - preguntó
Scrooge.
Sin contestar el Espíritu señaló con la mano extendida.
-¿Vas a hacerme ver las sombras de las cosas que no han ocurrido pero
que ocurrirán?
Por un instante, la parte superior del sudario se inclinó como si el
Espíritu hubiera asentido con la cabeza. Ésta fue su única respuesta.
A pesar de estar ya acostumbrado a tratar con Espíritus, Scrooge sentía
temblar todos sus miembors. El fantasma lo notó e hizo una pausa para permitir
que se recuperara.
El efecto en Scrooge fue contraproducente, porque le causó inexplicable
horror el pensar que, tras el sombrío sudario, ojos espectrales lo contemplaba
fijamente, mientras que todos sus esfuerzos para atravesar las tinieblas sólo
le permitían distinguir una mano y una gran masa negra.
-¡Espíritu del Porvenir!-exclamó-. ¡De cuantos he conocido, eres el más
temible!, pero sé que tus intenciones hacia mí son benévolas. Siento en mi alma
un ansia de regeneración, estoy dispuesto a seguirte y a aprovechar tus
enseñanzas lleno de gratitud. ¿No me dirigirás la palabra?
No obtuvo respuesta. La mano señalaba rígidamente al frente.
-¡Enséñame el camino! - prosiguió Scrooge -. ¡Enséñame el camino, que
la noche es breve y sus minutos son preciosos para mí! ¡Enséñame el camino,
Espíritu!.
El fantasma se apartó de él en la misma forma en que se aproximara.
Scrooge sintió a la sombra de su vestidura, que pareció arrastrarlo consigo.
Fue como si en vez de entrar ellos en la ciudad, ésta saliese a su
encuentro. Se hallaron en su centro, en la bolsa, entre los negociantes que
iban de un lado a otro, haciendo sonar las monedas en sus bolsillos,
conversando en grupos, mirando sus relojes, manoseando pensativamente las
cadenas de sus relojes, precediendo, en fin, como Scrooge los había visto
proceder infinidad de veces.
El espíritu se detuvo junto a un grupo de hombres de negocios y, viendo
que los señalaba con la mano, Scrooge se acercó al oír su conversación.
-No-decía un hombre gordinflón y de monstruosa barbilla-. No sé gran
cosa aparte de que ha muerto.
-¿Cuándo murió-preguntó otro.
-Según creo, anoche.
-Pero, ¿cuál fue su enfermedad? -inquirió un tercero, tomando una
prodigiosa porción de rapé -, yo creía que no moriría nunca.
-¡Dios sabe!-dijo bostezando el primero.
-¿Qué ha hecho con su dinero?-indagó un caballero rubicundo con un
grano colgante en la punta de la nariz.
-No sé nada-contestó el de la barbilla-, a mi no me lo ha dejado, de
eso estoy seguro.
La broma fue acogida con grandes carcajadas.
-Será un entierro económico -prosiguió el mismo-, porque, ¡palabra de
honor!, no sé de nadie que haya de acompañarlo. ¿Y si nos ofreciéramos
nosotros?
-No tengo inconveniente, si después me dan de almorzar-observó el
caballero del grano en la nariz-; si quieren contar conmigo tendrán que
alimentarme.
Nuevas carcajadas.
-Después de todo, soy el más desinteresado - dijo el que había hablado
primero -. Porque ni llevo guantes negros ni almuerzo, pero estoy dispuesto a
ir si alguien me acompaña. Bien pensado, creo poder decir que yo era su más
íntimo amigo porque siempre que nos encontrábamos charlábamos un rato. ¡Hasta
luego!
Se dispersó el grupo, mezclándose sus componentes a otros. Scrooge los
conocía a todos y miró al Espíritu como en demanda de una explicación. El
fantasma, deslizándose por una callejuela, señaló con la mano a dos personas
que acababan de encontrarse. Scrooge, pensando que acaso su conversación le
daría la clave del enigma, se acercó a oírla.
Ambos le eran familiares. Negociantes, hombres de gran fortuna e
importancia social cuya estimación había procurado siempre conservar.
-¿Cómo estás?-preguntó uno.
-¿y tú? -replicó el otro.
-¡Bien! Según parece el viejo las ha pagado por fin todas juntas.
-Eso dicen. ¿Hace frío, verdad?
-Es natural en esta época de Navidad. ¿No patinas?
-No, no. Tengo otras cosas en que pensar. ¡Buenos días!
Ni una palabra más. Tal fue su encuentro, tales sus palabras y tal su
despedida.
En ese momento Scrooge se extrañó de que el Espíritu concediese
importancia a conversaciones al parecer tan insignificantes pero seguro de que
encerraban algún sentido oculto, reflexionó en cuál sería su propósito. No
podían referirse a la muerte de Jacobo, su socio, porque ésta pertenecía al
pasado y la esfera de acción del espíritu era el porvenir. Por otra parte, no
se le ocurría a quien podían referirse que estuviese relacionado con él, pero
convencido de que, en todo caso, contenían cierta moraleja para su propio
beneficio, resolvió no olvidar palabra o acción alguna de las que presenciara y
sobre todo observarse a sí mismo cuando apareciera su encarnación del porvenir,
ya que sospechaba que la conducta de esa encarnación le daría la clave que
buscaba, facilitando la solución del misterio.
Miró a su alrededor, buscándose, pero en el lugar donde acostumbraba a
situarse vio a otro hombre y aunque el reloj marcaba la hora en la que
generalmente concurría a la reunión, no pudo encontrarse entre la gente. esto
no le sorprendió, sin embargo, porque hacía algún tiempo que pensaba cambiar de
vida y supuso que era simplemente porque había cumplido su propósito.
Callado y sombrío, el espíritu seguía a su lado con la mano extendida.
Cuando salió de su ensimismamiento, Scrooge imaginó por la dirección de esa
mano y su posición con respecto a él que ojos invisibles lo miraban fijamente;
un escalofrío de terror lo hizo estremecer, sintiéndose invadido por un frío
glacial.
Abandonaron aquel lugar trasportándose a una parte de la ciudad que
Scrooge reconoció, recordando haberlo oído mencionar como de mala reputación.
Las calles eran estrechas y pútridas, casas y comercios miserables, los habitantes
semidesnudos, ebrios, de aspecto repulsivo. De callejones y pasadizos afluía a
la arteria principal un torrente de humanidad sucia y degradada. El barrio
entero rebosaba crimen, abandono y miseria.
En el centro de aquel antro de sordidez, alzábase un tenducho bajísimo
de techo, dedicado al tráfico de trapos viejos, botellas, huesos y
desperdicios. En el suelo se amontonaban llaves, clavos, cadenas y en general
hierro viejo de todas clases. Entre aquel informe amasijo de pútridas grasas y
de andrajos, bullía y se desarrollaba una vida misteriosa que nadie hubiera
investigado con gusto. El propietario de tanta hediondez, un granuja setentón
de pelo cano, sentábase junto a un brasero, resguardándose del aire exterior
con una especie de cortina formada por trapos multicolores, pendientes de un
cordel, fumando su pipa con el deleite del que disfruta de un plácido reposo
bien ganado.
Scrooge y el fantasma llegaron ante el triste individuo en el preciso
momento en que entraba en la tienda una mujer cargada con un pesado fardo,
seguida muy de cerca por otra, portadora también de un envoltorio, y por un
hombre vestido de negro cuyo sobresalto al reconocerlas fue casi tan grande
como el de las dos primeras al reconocerse mutuamente.
Tras un breve instante de atónita sorpresa general (pues el anciano de
la pipa no estaba menos sorprendido), soltaron los tres la carcajada.
-Que pase la asistente sola -gritó la que había entrado primero- y
después que pase la lavandera. El criado de la funeraria será el último. ¿Qué
te parece, Joe? ¡Habernos encontrado aquí los tres sin pensarlo!
-¿Y dónde mejor?-dijo el viejo Joe, quitándose la pipa de entre los
dientes-. Vengan a la sala. Ya la conocen todos. Pero... esperen primero a que
cierre la tienda. ¡Cómo rechina la condenada puerta! No hay en el local de
hierro más viejo que el de sus goznes, ni huesos más secos que los míos. ¡Ah!
¡Ah! ¡Somos tal para cual! ¡Vamos a la sala!
La sala era el espacio libre tras la cortina. El viejo removió tizones
del brasero y avivó la lámpara con la boquilla de su pipa, antes de volver a
ponérsela en la boca.
Mientras efectuaba estas operaciones, la mujer que había llevado la voz
cantante dejó su envoltorio en el suelo, sentándose en un taburete con los
codos apoyados en las rodillas y mirando descaradamente a los otros dos.
-¿Qué pasa?¿eh? ¿qué tienen que decir? ¿Eh, señora Dilber?-dijo-. La
caridad bien entendida empieza por uno mismo. Así pensó él siempre.
-Es verdad-dijo la lavandera.
-Entonces, ¿por qué ponen esa cara de espanto? ¿De qué tienes miedo,
mujer? ¿Quién puede saber nada? Supongo que no vamos a delatarnos mutuamente.
-¡Nada de eso!-dijeron simultáneamente la señora Dilber y el hombre-.
¡Ni pensarlo siquiera!
-¡Basta,pues! ¿A quién puede perjudicar el extravío de estas cosillas?
Al muerto seguro que no.
-Eso es cierto -dijo riendo la señora Dilber.
-Si quería conservarlas después de morir, el muy roñoso, ¿por qué no
fue más espléndido en vida? Así habría tenido alguien a su lado cuando cayó
herido de muerte, en vez de acabar solo como un perro.
-Jamás se dijo verdad mayo!- asintió la señora Dilber-. Ahora lo paga.
-Y más le habría costado- dijo la mujer- si yo hubiera podido echarle
el guante a cosas de mayor importancia. Abre el paquete, Joe, y dime cuánto
das. Habla claro. No me importa ser la primera ni que los demás lo vean. Me
figuro que todos sabíamos lo que hacíamos antes de encontrarnos aquí. No es
ningún pecado. Abre el envoltorio, Joe.
Pero la cortesía de sus amigos no podía permitirlo y el hombre
enlutado, lanzándose al asalto, se anticipó, exhibiendo su botín, que no era
gran cosa. Un par de estampillas, un lapicero, unos gemelos de camisa, un broce
de escaso valor. El viejo lo examinó concienzudamente tasándolo y apuntando las
cantidades parciales que ofrecía en la pared, sumándolas al ver que no había
nada más que justipreciar.
-Ésa es vuestra cuenta -dijo -, y no daría seis peniques más aunque me
fuera en ello la vida. ¿A quien le toca ahora?
La señora Dilber entró en turno. Sábanas y toallas, alguna ropa
interior, dos cucharas viejas de plata, unas pinzas para azúcar y varios pares
de botas. La tasación quedó apuntada en la pared, junto a la del enlutado.
-Con las mujeres pierdo dinero -comentó el viejo - Tengo la debilidad
de tasar por alto. Será mi ruina. Ahí tienen la cuenta. Si me piden un penique
más me arrepiento de haber sido tan generoso y les rebajo media corona.
-Y ahora abre mi envoltorio -dijo la mujer.
Joe se arrodilló para proceder con más comodidad y, después de bregar
con los múltiples nudos, sacó una pesada pieza de tejido oscuro.
-¿Qué es esto?-preguntó-. ¿Doseles?
-¡Ah!- asintió la mujer riendo, con los codos aún apoyados en las
rodillas-. ¡Doseles!
-¿Los descolgaste, con anillas y todo, estando él aún en el lecho?
-¡Claro! ¿Por qué no?- replicó ella.
-Mereces alcanzar una fortuna - observó Joe-, y seguramente la
alcanzarás.
-Si de mí depende, puedo afirmar que no me privaré de echar mano a
cuanto pueda, sobre todo tratándose de personas como él- aseguró la mujer
-.¡Cuidado! ¡No derrames aceite sobre las mantas!
-¿Sus mantas?
-¿De quién quieres que sean? Ya no las necesita.
-Supongo que no moriría de nada contagioso. ¿eh?- preguntó el viejo,
interrumpiendo la tasación.
-No tengas miedo. De haber sido así, no me habría entretenido a su lado
ni para recoger estas cosillas. ¡Ah! ¡Bien puedes mirar esa camisa por los
cuatro costados! ¡No encontrarás ni un agujero! es la mejor que tenía. Si no
llego a tiempo, la echan a perder.
-¿A qué le llamas echarla a
perder?
-A ponérsela para enterrarlo - repuso riendo la mujer-. ¡Suerte que
pude quitársela! ¡Con una de algodón, tiene más que bastante!
Scrooge escuchaba horrorizado el macabro diálogo. Miraba al grupo
formado por los cuatro miserables, con repugnancia y disgusto.
-¡Ah! ¡ah!- exclamó la mujer recibiendo de manos de Joe las monedas que
le correspondían -. ¡Así acaba todo! ¡Apartó de su lado a las gentes en vida, para
beneficiarnos a nosotros a su muerte! ¡Ah!¡ah!¡ah!
-¡Espíritu!- dijo Scrooge, estremeciéndose de pies a cabeza-.¡Ahora
comprendo! ¡Ese desgraciado pude ser yo mismo! ¡Mi vida podría tener un fin
semejante! ¡Dios del Cielo! ¿Qué es esto?
Retrocedió lleno de espanto, porque había cambiado la escena y ahora
estaba casi tocando un lecho, un lecho desmantelado, sin dosel, en el que, bajo
una raída sábana yacía algo que, sin movimiento alguno, revelaba su condición
con horrible claridad.
Continúa leyendo esta historia en "Una canción de Navidad - Capítulo IV (parte 2) - Charles Dickens"
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