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domingo, 23 de diciembre de 2012

Moby Dick - Cap CI, CII y CIII - Herman Melville





Capítulo CI


EL FRASCO


Antes de que se pierda de vista el barco inglés, quede aquí anotado que había zarpado de Londres, y que llevaba el nombre del difunto Samuel Enderby, comerciante de esa ciudad, fundador de la famosa casa ballenera de Enderby & Hijos, casa que, en mi pobre opinión de ballenero, no queda muy por detrás de las casas reales reunidas de los Tudor y los Borbón, en punto a autentico interés histórico. Mis numerosos documentos pesqueros no dejan en claro cuántos años llevaba existiendo esta gran casa ballenera antes del año 1775 de Nuestro Señor; pero en ese año, 1775, armó los primeros barcos ingleses dedicados a la pesca del cachalote; aunque durante unas décadas antes (desde 1726), nuestros valientes Coffin y Macey, de Nantucket y del Vineyard, habían perseguido al leviatán en grandes flotas, pero sólo en el Atlántico Norte y Sur, y no en otro lugar. Conste aquí claramente que los de Nantucket fueron los primeros de la humanidad en arponear con civilizado acero al gran cachalote, y que durante medio siglo fueron la única gente del globo entero que así le arponeaba.

En 1778, un hermoso barco, el Amelia, armado con ese propósito preciso, y a cargo exclusivo de los vigorosos Enderby, dio la vuelta valerosamente al cabo de Hornos, y fue el primero, entre las naciones, en arriar una lancha ballenera de cualquier especie en el gran mar del Sur. El viaje fue hábil y con éxito; y como volvió a su puerto con la sentina llena del precioso aceite de esperma, el ejemplo del Amelia fue seguido pronto por otros barcos, ingleses y americanos, y así se abrieron de par en par las vastas zonas de pesca del cachalote en el Pacífico. Pero no contenta con esta buena acción, la infatigable casa se puso en movimiento otra vez: Samuel y todos sus hijos —cuántos, sólo su madre lo sabe—; y, bajo sus auspicios inmediatos, y en parte, creo, a sus expensas, el gobierno británico fue inducido a enviar la corbeta Rattler en viaje de exploración ballenera al mar del Sur. Mandada por un oficial nombrado capitán de la Armada, la Rattler hizo un viaje resonante, y fue de alguna utilidad: no consta cuánta. Pero eso no es todo. En 1819, la misma casa armó un barco ballenero propio para exploración, para ir en viaje de prueba a las remotas aguas del Japón. El barco —bien llamado el Sirena— hizo un magnífico crucero experimental, y así fue como por primera vez se conoció universalmente la gran zona ballenera del Japón. El Sirena, en ese famoso viaje, iba mandado por un tal capitán Coffin, de Nantucket. Todo honor a los Enderby, pues, cuya casa, creo, sigue existiendo hasta hoy, aunque sin duda el primer Samuel debe haber soltado amarras hace mucho tiempo rumbo al gran mar del Sur del otro mundo.

El barco cuyo nombre llevaba, era digno de ese honor, siendo un velero muy rápido y una noble embarcación en todos los sentidos. Una vez yo subí a bordo de él, a medianoche, en algún punto a lo largo de la costa de Patagonia, y bebí buen flip en el castillo de proa. Fue un estupendo gam, y todos, nos emborrachamos, hasta el último a bordo. Vida breve, para ellos, y muerte alegre. Y aquel estupendo gam que tuve —mucho, mucho después que el viejo Ahab tocase sus tablas con su pierna de marfil— me recuerda la noble y sólida hospitalidad sajona de ese barco; y que mi párroco me olvide y el demonio me recuerde si alguna vez lo pierdo de vista. ¿Flip? ¿Dije que tomamos flip? Sí, y lo tomamos a razón de diez galones por hora, y cuando vino el chubasco (pues aquello es muy chubascoso, a lo largo de Patagonia), y todos los hombres —visitantes incluidos—fuimos llamados a rizar gavias, estábamos tan pesados de cabeza que nos tuvimos que atar arriba unos a otros con bolinas; y sin darnos cuenta, aferramos los faldones de nuestros capotes a las velas, de modo que allí quedamos colgados, rizados y sujetos en la galerna aullante, como ejemplo admonitorio para todos los lobos de mar borrachos. Sin embargo, los mástiles no saltaron por la borda, y poco a poco nos revolvimos para bajar, tan despejados, que tuvimos que volver a pasar el flip, aunque las salvajes salpicaduras saladas que entraban por el portillo del castillo lo habían diluido demasiado, dándole demasiado sabor a salmuera, para mi gusto.

La carne estuvo muy bien; dura, pero con mucho cuerpo. Dijeron que era carne de toro; otros, que era de dromedario; pero yo no sé exactamente lo que era. Tenían también albóndigas; albóndigas pequeñas, pero sustanciosas, simétricamente globulares, e indestructibles. Me pareció que se podían sentir rodando por dentro después de habérselas tragado. Si uno se inclinaba mucho hacia delante, había peligro de que se salieran fuera como bolas de billar. El pan..., pero eso no se podía remediar: además era antiescorbútico; en resumen, el pan contenía el único alimento fresco que tenían. Pero el castillo no estaba muy iluminado, y era muy fácil meterse en un rincón oscuro al comerlo. No obstante, en conjunto, tomándolo de la galleta a la caña, y considerando las dimensiones de las calderas del cocinero, incluida su propia marmita viva de pergamino, a popa y a proa, digo, el Samuel Enderby era un hermoso barco, de buen alimento en abundancia, con buen flip fuerte, todos muchachos dispuestos y estupendos desde los tacones de las botas a la cinta del sombrero.

Pero ¿cómo es, pensaréis, que el Samuel Enderby y otros balleneros ingleses que conozco —aunque no son todos— eran barcos tan célebres y hospitalarios, que pasaban a la redonda la carne, el pan y la broma, y no se cansaban tan pronto de comer, beber y reír? Os lo diré. El rebosante buen alimento de estos balleneros ingleses es asunto para la investigación histórica. Y yo no he escatimado la investigación histórica ballenera cuando ha parecido necesario.

Los ingleses fueron precedidos en la pesca de la ballena por los holandeses, zelandeses y daneses, de los que tomaron muchos términos aún existentes en la pesca, y lo que es más, sus antiguas costumbres de abundancia en cuanto al comer y beber. Pues, en general, el barco mercante inglés es tacaño con su tripulación; pero no así el barco ballenero inglés. De aquí que, para los ingleses, ese buen trato en la balleneras no es normal y natural, sino incidental y particular, y por tanto, debe tener algún origen especial, que aquí se señala y se elucidará después.

En mis investigaciones sobre las historias leviatánicas, me tropecé con un antiguo volumen holandés, que, por su mohoso olor ballenáceo, comprendí que debía tratar de balleneros. Su título era Dan Coopman, por lo que deduje que debían ser las inestimables memorias de algún tonelero de Amsterdam en la pesca de ballenas, ya que todo ballenero debe llevar su tonelero. Me reforzó en esa opinión ver que era obra de un tal Fitz Swackhammer. Pero mi amigo el doctor Snodhead, hombre muy docto, profesor de bajo holandés y alto alemán en el colegio de Santa Claus y San Pott, a quien entregué la obra para su traducción, dándole una caja de velas de esperma por su molestia, este doctor Snodhead, tan pronto como vio el libro, me aseguró que Dan Coopman no significaba The Cooper, el tonelero, sino «el mercader». En resumen, ese antiguo y docto libro en bajo holandés trataba del comercio de Holanda, y, entre otros temas, contenía un informe muy interesante sobre la pesca de la ballena. Y en el capítulo «Smee», o sea, «grasa», encontré una lista larga y detallada de las provisiones para las despensas y bodegas de 120 naves balleneras holandesas; de cuya lista, traducida por el doctor Snodhead, copio lo siguiente:

400.000 libras de buey.
60. 000 libras de cerdo de Frisia.
150. 000 libras de bacalao.
550. 000 libras de galleta.
72.000 libras de pan tierno.
2.800 libras de barriletes de mantequilla.
20. 000 libras de queso de Texel & Leyden.
144. 000 libras de queso (probablemente un artículo inferior).
550 ankers de ginebra.
10. 800 barriles de cerveza.

La mayor parte de las tablas estadísticas son agotadoramente secas de leer; no así en el caso presente, sin embargo, en que el lector es inundado por enteros toneles, barriles, cuartos y gills de ginebra y buen alimento. Por entonces, dediqué tres días a la estudiosa digestión de toda esta cerveza, carne y pan, durante la cual se me ocurrieron incidentalmente muchos profundos pensamientos, capaces de aplicación trascendental y platónica, y más aún, redacté mis propias tablas suplementarias en cuanto a la probable cantidad de bacalao, etc., consumida por cada arponero bajo-holandés en aquella antigua pesquería ballenera de Groenlandia y Spitzberg. En primer lugar, parece sorprendente la cantidad consumida de mantequilla y queso de Texol y Leyden. Pero yo lo atribuyo a sus condiciones naturalmente untuosas, que se hacen aún más untuosas por la naturaleza del oficio, y especialmente por perseguir la presa en esos frígidos mares polares, en las mismas costas del país esquimal, donde los nativos en sus convites brindan unos por otros con jarros de aceite de ballena.

También es muy grande la cantidad de cerveza: 10.800 barriles. Ahora, como esas pesquerías polares sólo podrían realizarse en el breve verano de ese clima, de modo que todo el crucero de uno de esos balleneros holandeses, incluido el corto viaje hacia y desde el mar de Spitzberg, no excedía mucho de tres meses, digamos, y calculando 30 hombres por cada uno de los 120 barcos de su flota, tenemos en total 5.400 marineros bajo-holandeses; por tanto, digo, salen precisamente dos barriles de cerveza por hombre, para una ración de doce semanas, aparte de su porción de esos 550 ankers de ginebra. Y esos arponeros de cerveza y ginebra, tan cargados como uno se puede imaginar que estarían, es un tanto dudoso que fueran la clase más apropiada de hombres para ponerse en la proa de una lancha y apuntar bien a las ballenas fugitivas. Sin embargo, las apuntaban, y les daban también. Pero esto era muy al norte, recuérdese, donde la cerveza sienta bien al cuerpo: en el ecuador, en nuestra pesquería sureña, la cerveza serviría para dar sueño al arponero en la cofa y para embriagarle en la lancha, lo que acarrearía lamentables pérdidas para Nantucket y New Bedford. Pero basta ya; ya se ha dicho bastante para mostrar que los antiguos balleneros holandeses de hace dos o tres siglos se daban la gran vida; y que los balleneros ingleses no han desperdiciado tan excelente ejemplo. Pues, dicen ellos, cuando se navega en un barco vacío, si no se puede sacar cosa mejor de este mundo, saquemos de él por lo menos una buena comida. Y con esto se vacía el frasco.

Capítulo CII


UNA GLORIETA ENTRE LOS ARSÁCIDAS


Hasta aquí, al tratar descriptivamente del cachalote, me he demorado sobre todo en las maravillas de su aspecto exterior; o, por separado y en detalle, en unos pocos rasgos estructurales internos. Pero para una amplia comprensión, totalmente completa, me conviene seguir desabotonándole, y, desatacándole las agujetas de sus calzones, deshebillándole las ligas y soltando los corchetes de las junturas de sus huesos más íntimos, presentarle ante vosotros en su ultimidad, es decir, en su esqueleto definitivo.

Pero ¿cómo es eso, Ismael? ¿Cómo es que tú, simple remero en la pesca, pretendes saber algo de las partes subterráneas del pez? ¿Acaso el erudito Stubb, subido en vuestro cabrestante, pronunciaba conferencias sobre la anatomía de los cetáceos, y, con ayuda del molinete, levantaba una costilla de muestra para que se viera? Explícate, Ismael. ¿Puedes colocar un cetáceo adulto en cubierta para examinarlo, igual que un cocinero asa un cochinillo? Seguro que no. Hasta ahora has sido un testigo fidedigno, Ismael, pero ten cuidado de cómo te apoderas del privilegio exclusivo de Jonás; el privilegio de discurrir sobre las viguetas y maderos, las vigas, los arquitrabes, los travesaños, los puntales, que constituyen la armazón del 'leviatán; e igualmente, los toneles de sebo, las lecherías, las mantequerías y queserías de sus tropas. Confieso que, de Jonás acá, pocos balleneros han penetrado muy por debajo de la piel de la ballena adulta; no obstante, yo he sido agraciado con una oportunidad de diseccionarla en miniatura. En un barco al que pertenecí, una vez se izó entero a cubierta un pequeño cachorro de cachalote, para quitarle el saco o bolsa, y hacer vainas para los filos de los arpones y las puntas de las lanzas. ¿Creéis que dejé escapar esa oportunidad sin usar mi hacha de lancha y mi navaja, y sin romper el sello y leer todos los contenidos de ese joven cachorro? Y en cuanto a mi conocimiento exacto de los huesos del leviatán en todo su gigantesco desarrollo adulto, debo ese raro conocimiento a mi difunto amigo regio Tranquo, rey de Tranque, uno de los Arsácidas. Pues estando hace años en Tranque, cuando formaba parte del barco mercante Dey de Argel, fui invitado a pasar parte de las fiestas arsacidanas con el señor de Tranque, en su retirada villa de palmeras en Pupella, un vallecito costero no muy lejano de lo que nuestros marineros llaman Villa-Bambú, su capital.

Mi real amigo Tranquo, dotado de un devoto amor por todas las cuestiones de virtuosismo bárbaro, había reunido en Pupella todas las cosas raras que pudieron inventar los más ingeniosos de su pueblo; sobre todo, maderas esculpidas de maravillosas formas, conchas cinceladas, lanzas incrustadas, remos preciosos, canoas aromáticas; todas ellas distribuidas entre cuantos prodigios naturales habían arrojado a sus orillas las olas cargadas de maravillas y otorgadoras de tributos.

Entre estos últimos prodigios, destacaba un gran cachalote, que, después de una galerna insólitamente larga, se había hallado muerto y encallado, con la cabeza contra un cocotero, cuyas espesas ramas, colgantes como plumajes, parecían su chorro verdeante. Cuando el enorme cuerpo quedó por fin despojado de sus envoltorios, de varias brazas de espesor, y los huesos se desecaron como polvo al sol, entonces se transportó cuidadosamente el esqueleto al valle de Pupella, donde ahora lo cobijaba un grandioso templo de palmas señoriales. Las costillas estaban engalanadas de trofeos; las vértebras tenían esculpidos los anales arsacidanos, en extraños jeroglíficos; en la calavera, los sacerdotes mantenían una inextinguida llama aromática, de modo que la mística cabeza volvía a lanzar su chorro vaporoso; mientras que, colgada de una rama, la terrorífica mandíbula inferior vibraba sobre todos los devotos como la espada colgada de un pelo que tanto espantó a Damocles.

Era un espectáculo prodigioso. El bosque estaba verde como los musgos del Valle Helado; los árboles se elevaban altos y altaneros, sintiendo su savia vital; abajo, la industriosa tierra era como un telar de tejedor, con una espléndida alfombra en ella, en que los zarcillos de las plantas trepadoras formaban la urdimbre y la trama, y las flores vivas las figuras. Todos los árboles, con sus ramas cargadas; todos los matorrales, los helechos y céspedes; el aire, llevando mensajes; todos ellos estaban activos sin cesar. A través de los entrelazados de las hojas, el gran sol parecía una lanzadera volante tejiendo el verdor sin decadencia. ¡Oh, atareado tejedor, tejedor invisible!, ¡alto!, ¡una palabra!, ¿adónde fluye el tejido?, ¿qué palacio puede cubrirlo?, ¿para qué todas estas fatigas incesantes? ¡Habla, tejedor!, ¡detén tu mano!, ¡una sola palabra contigo! No; la lanzadera vuela; las figuras surgen del telar; la alfombra, con rapidez de torrente, se desliza marchándose para siempre. El dios tejedor va tejiendo, y ese tejer le ensordece tanto que no oye voces mortales; y con ese zumbido también nos ensordecemos los que miramos el telar; y sólo cuando escapemos de él, oiremos las mil voces que hablan por él. Pues siempre es así en todas las fábricas materiales. Las palabras habladas, que son inaudibles entre los husos volantes; esas mismas palabras, se oyen claramente desde fuera, saliendo por las ventanas abiertas. Así se han detectado delitos. ¡Ah, mortal, está atento, pues! Porque sí, en todo ese estrépito del gran telar del mundo, se pueden escuchar desde lejos tus más sutiles pensamientos.

Ahora, entre el verde telar, agitado de vida, de ese bosque arsacidano, está tendido ocioso el gran esqueleto blanco, objeto de adoración: ¡gigantesco holgazán! Pero, mientras la trama y urdimbre verdeantes, siempre entretejidas, se entremezclaban y zumbaban a su alrededor, el enorme holgazán parecía ser el vigilante tejedor, envuelto él mismo por encima con el tejido de plantas trepadoras, y cada mes tomando más verde y fresca vegetación, aunque permaneciendo él mismo como esqueleto. La Vida envolvía a la Muerte; la Muerte enrejaba a la Vida; la sombría diosa mortal se casaba con el juvenil genio de la Vida, y le paría glorias de cabeza rizada.

Ahora, cuando, con el regio Tranquo, visité ese prodigioso cetáceo y vi al cráneo hecho altar, y el humo artificial subiendo de donde había salido el chorro real, me maravilló que el rey considerara una capilla como objeto de virtuosismo. Él se rió. Pero más me maravilló que los sacerdotes juraran que ese chorro humoso suyo era genuino. Anduve de un lado para otro ante este esqueleto —echando a un lado las plantas trepadoras—; me abrí paso entre las costillas, y, con un ovillo de bramante arsacidano, vagué y di vueltas largamente entre sus muchas columnatas y alamedas, retorcidas y sombreadas. Pero pronto se me acabó la cuerda; y retrocediendo por ella, salí a la abertura por donde entré. No vi dentro cosa viva; no había dentro sino huesos.

Cortándome una vara de medir verde, volví a zambullirme en el esqueleto. Por su aspillera en el cráneo, los sacerdotes me vieron tomar medidas de la última costilla.

—¡EA, cómo! —gritaron—. ¿Te atreves a medir a nuestro dios? Eso es cosa nuestra.
—Sí, sacerdotes; bueno, ¿qué largo decís que es, entonces?

Pero con esto surgió entre ellos una feroz disputa sobre pies y pulgadas; se golpearon las molleras con sus varas de medir —el gran cráneo les hizo eco— y yo, aprovechando esa feliz oportunidad, terminé rápidamente mis propias mediciones.

Ahora me propongo presentaros esas mediciones. Pero ante todo conste que, en este asunto, no soy libre para decir cualquier medida fantástica que se me antoje. Porque hay autoridades esqueletales a que os podéis remitir para comprobar mi exactitud. Hay un Museo Leviatánico, según he oído decir, en Hull, Inglaterra, uno de los puertos balleneros de ese país, donde tienen algunas hermosas muestras de ballenas de aleta dorsal y otros cetáceos. Igualmente, he oído decir que en el museo de Manchester, en New Hampshire, tienen lo que los propietarios llaman «la única muestra perfecta de ballena de Groenlandia, o de Río, que hay en Estados Unidos». Además, en un lugar de Yorkshire, Inglaterra, llamado Burton Contable, un tal sir Clifford Constable tiene en su posesión el esqueleto de un cachalote, pero de tamaño mediano, y en absoluto de la magnitud adulta del de mi amigo el rey Tranquo. En ambos casos, los peces encallados a que pertenecieron esos dos esqueletos fueron reclamados en principio por sus propietarios según motivos análogos. El rey Tranquo se apoderó del suyo porque quiso; y sir Clifford, porque era señor de los dominios de aquellas partes. La ballena de sir Clifford está completamente articulada, de modo que, como un gran armario con cajones, se puede cerrar y abrir, en todas sus cavidades óseas, extendiendo sus costillas como un abanico gigantesco, y meciéndose todo el día en su mandíbula inferior. Habrán de ponerse cerraduras en algunas de sus trampillas y postigos, y un lacayo guiará a futuros visitantes con un manojo de llaves al costado. Sir Clifford piensa cobrar dos peniques por una ojeada a la galería de los susurros de la columna espinal; tres peniques por oír el eco en el hueco del cerebelo, y seis peniques por la vista sin rival desde la frente.

Las dimensiones del esqueleto que ahora voy a anotar están copiadas literalmente de mi brazo derecho, donde me las hice tatuar; ya que, en mis locos vagabundeos de ese período, no había otro modo seguro de conservar tan valiosas estadísticas. Pero como andaba escaso de espacio, y deseaba que las demás partes de mi cuerpo continuasen como páginas en blanco para un poema que entonces estaba componiendo —al menos, las partes no tatuadas que me quedaban—, no me molesté en las pulgadas fraccionarias, y desde luego, tampoco deben entrar en absoluto pulgadas en una medición adecuada del cetáceo.

Capítulo CIII


MEDIDAS DEL ESQUELETO DEL CACHALOTE


En primer lugar, querría presentaros una declaración detallada y sencilla respecto a la mole viviente de este leviatán, cuyo esqueleto vamos a describir brevemente. Tal declaración podrá ser útil aquí.

Conforme a un cálculo cuidadoso que he hecho, y que baso en parte sobre la estimación del capitán Scoresby, de setenta toneladas para la mayor ballena de Groenlandia, de sesenta pies de longitud; conforme, digo, a mi cálculo cuidadoso, un cachalote de la máxima magnitud, entre ochenta y cinco y noventa pies de largo, y de algo menos de cuarenta pies en su más amplia circunferencia, pesará, semejante cetáceo, noventa toneladas por lo menos; de modo que, calculando trece hombres por tonelada, él pesa considerablemente más que una aldea entera de mil cien habitantes. ¿Pensais, entonces, que a este leviatán habría que ponerle unos sesos como bueyes enyugados para hacer que se moviera, según la imaginación de cualquier hombre de tierra adentro? Como ya he puesto ante vosotros, de modos diversos, su cráneo, su agujero del chorro, su mandíbula, sus dientes, su frente, sus aletas y otras diferentes partes, ahora señalaré simplemente lo que es más interesante en la mole total de sus huesos más extensos. Pero como el colosal cráneo abarca tan gran proporción de todo el alcance del esqueleto; como es, con mucho, su parte más complicada, y como no se va a repetir nada sobre él en este capítulo, no debéis dejar de llevarlo en la memoria, bajo el brazo, mientras continuamos, pues de otro modo no obtendréis una noción completa de la estructura de conjunto que vamos a observar. En longitud, el esqueleto del cachalote que había en Tranque cedía sesenta y dos pies, de modo que, en vida, completamente revestido y extendido, debía haber tenido noventa pies de largo, pues un cetáceo el esqueleto pierde cerca de un quinto de su longitud respecto al cuerpo vivo. De esos setenta y dos pies, el cráneo y la mandíbula comprendían unos veinte pies, dejando unos cincuenta pies de vértebras simples. Unido al espinazo, durante menos de tercera parte de su longitud, estaba el poderoso cesto circular de ostillas que antes encerró sus entrañas.

Para mí, ese enorme pecho de costillas marfileñas, con el largo espinazo sin relieve, extendiéndose a lo lejos en línea recta, se parecía no poco al casco de un gran barco recién colocado sobre la grada, cuando sólo se han insertado una veintena de sus desnudas cuadernas de proa, y la quilla, por su parte, no es por entonces sino un irgo madero mal empalmado. Las costillas eran diez por cada lado. La primera, empezando por el cuello, tenía casi seis pies de largo; la segunda, tercera y cuarta tan cada cual más larga que la anterior, hasta que se llegaba al clímax de la quinta, o costilla central, que medía ocho pies y unas pulgadas. Desde ahí, las siguientes costillas disminuían, hasta que la décima y última sólo alcanzaba cinco pies y unas pulgadas. En espesor general, todas ellas mostraban una evidente correspondencia con la longitud. Las costillas centrales eran las más arqueadas. Entre algunos de los arsácidas, se usan como vigas en que apoyar puentes cara caminantes, sobre pequeños arroyos. Al considerar estas costillas, no podía dejar de impresionarme otra vez la circunstancia, tan variadamente repetida en este libro, de que el esqueleto del cetáceo no es en absoluto el reflejo de su forma revestida. Las mayores costillas del de Tranque, una de las centrales, ¡ocupaba esa parte del pez que, en vida, es mayor en profundidad ahora, la mayor profundidad del cuerpo revestido, en esa determinada ballena, debía ser al menos de dieciséis pies, en tanto que esa ostilla daba sólo la mitad de la noción verdadera del tamaño vivo de esa parte. Además en otro aspecto, donde ahora yo sólo veía un espinazo desnudo, todo eso había estado antaño envuelto en más toneladas de masa de carne, músculo, sangre y tripas. Y aún más en las grandes aletas: allí sólo veían unas pocas coyunturas desordenadas; ¡y en lugar de la pesada y majestuosa cola, aunque sin huesos, un absoluto vacío!

¡Qué vano y necio, pues, pensé, para el hombre tímido e inexperto, intentar comprender bien a este prodigioso cetáceo, sólo meditando su muerto esqueleto disminuido, tendido en este pacífico bosque! No. Sólo en el corazón de los más vivos peligros; sólo cuando se está metido en los remolinos de su iracunda cola; sólo en el profundo mar sin límites puede ser examinado, de modo vivo y verdadero, el cetáceo plenamente revestido.

Pero ¿y el espinazo? En cuanto a éste, el mejor modo de considerarlo es amontonar sus huesos, uno sobre otro, con una grúa. No es una empresa rápida. Pero una vez hecha, se parece mucho a la Columna de Pompeyo. Hay cuarenta y tantas vértebras en total, que no están pegadas juntas en el esqueleto. La mayor parte se encuentra como los grandes bloques nudosos en un chapitel gótico, formando sólidas hileras de pesada albañilería. La mayor, una central, tiene algo menos de tres pies de anchura, y más de cuatro de profundidad. La más pequeña, en que el espinazo empieza a menguar desapareciendo hacia la cola, tiene sólo dos pulgadas de ancho, y parece algo así como una bola de billar blanca. Me han dicho que había aún otras más pequeñas, pero las han perdido unos pequeños caníbales traviesos, los niños del sacerdote, que las robaron para jugar a las canicas con ellas. Así vemos cómo incluso el espinazo de las más enormes cosas vivas va disminuyendo al fin hasta ser simple juego de niños.



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