Capítulo CI
EL FRASCO
Antes de que
se pierda de vista el barco inglés, quede aquí anotado que había zarpado de
Londres, y que llevaba el nombre del difunto Samuel Enderby, comerciante de esa
ciudad, fundador de la famosa casa ballenera de Enderby & Hijos, casa que,
en mi pobre opinión de ballenero, no queda muy por detrás de las casas reales
reunidas de los Tudor y los Borbón, en punto a autentico interés histórico. Mis
numerosos documentos pesqueros no dejan en claro cuántos años llevaba
existiendo esta gran casa ballenera antes del año 1775 de Nuestro Señor; pero
en ese año, 1775, armó los primeros barcos ingleses dedicados a la pesca del
cachalote; aunque durante unas décadas antes (desde 1726), nuestros valientes
Coffin y Macey, de Nantucket y del Vineyard, habían perseguido al leviatán en
grandes flotas, pero sólo en el Atlántico Norte y Sur, y no en otro lugar.
Conste aquí claramente que los de Nantucket fueron los primeros de la humanidad
en arponear con civilizado acero al gran cachalote, y que durante medio siglo
fueron la única gente del globo entero que así le arponeaba.
En 1778, un
hermoso barco, el Amelia, armado con ese propósito preciso, y a cargo exclusivo
de los vigorosos Enderby, dio la vuelta valerosamente al cabo de Hornos, y fue
el primero, entre las naciones, en arriar una lancha ballenera de cualquier
especie en el gran mar del Sur. El viaje fue hábil y con éxito; y como volvió a
su puerto con la sentina llena del precioso aceite de esperma, el ejemplo del
Amelia fue seguido pronto por otros barcos, ingleses y americanos, y así se
abrieron de par en par las vastas zonas de pesca del cachalote en el Pacífico.
Pero no contenta con esta buena acción, la infatigable casa se puso en
movimiento otra vez: Samuel y todos sus hijos —cuántos, sólo su madre lo sabe—;
y, bajo sus auspicios inmediatos, y en parte, creo, a sus expensas, el gobierno
británico fue inducido a enviar la corbeta Rattler en viaje de exploración
ballenera al mar del Sur. Mandada por un oficial nombrado capitán de la Armada,
la Rattler hizo un viaje resonante, y fue de alguna utilidad: no consta cuánta.
Pero eso no es todo. En 1819, la misma casa armó un barco ballenero propio para
exploración, para ir en viaje de prueba a las remotas aguas del Japón. El barco
—bien llamado el Sirena— hizo un magnífico crucero experimental, y así fue como
por primera vez se conoció universalmente la gran zona ballenera del Japón. El
Sirena, en ese famoso viaje, iba mandado por un tal capitán Coffin, de
Nantucket. Todo honor a los Enderby, pues, cuya casa, creo, sigue existiendo
hasta hoy, aunque sin duda el primer Samuel debe haber soltado amarras hace
mucho tiempo rumbo al gran mar del Sur del otro mundo.
El barco
cuyo nombre llevaba, era digno de ese honor, siendo un velero muy rápido y una
noble embarcación en todos los sentidos. Una vez yo subí a bordo de él, a
medianoche, en algún punto a lo largo de la costa de Patagonia, y bebí buen
flip en el castillo de proa. Fue un estupendo gam, y todos, nos emborrachamos,
hasta el último a bordo. Vida breve, para ellos, y muerte alegre. Y aquel
estupendo gam que tuve —mucho, mucho después que el viejo Ahab tocase sus
tablas con su pierna de marfil— me recuerda la noble y sólida hospitalidad
sajona de ese barco; y que mi párroco me olvide y el demonio me recuerde si
alguna vez lo pierdo de vista. ¿Flip? ¿Dije que tomamos flip? Sí, y lo tomamos
a razón de diez galones por hora, y cuando vino el chubasco (pues aquello es
muy chubascoso, a lo largo de Patagonia), y todos los hombres —visitantes
incluidos—fuimos llamados a rizar gavias, estábamos tan pesados de cabeza que
nos tuvimos que atar arriba unos a otros con bolinas; y sin darnos cuenta,
aferramos los faldones de nuestros capotes a las velas, de modo que allí
quedamos colgados, rizados y sujetos en la galerna aullante, como ejemplo
admonitorio para todos los lobos de mar borrachos. Sin embargo, los mástiles no
saltaron por la borda, y poco a poco nos revolvimos para bajar, tan despejados,
que tuvimos que volver a pasar el flip, aunque las salvajes salpicaduras
saladas que entraban por el portillo del castillo lo habían diluido demasiado,
dándole demasiado sabor a salmuera, para mi gusto.
La carne
estuvo muy bien; dura, pero con mucho cuerpo. Dijeron que era carne de toro;
otros, que era de dromedario; pero yo no sé exactamente lo que era. Tenían
también albóndigas; albóndigas pequeñas, pero sustanciosas, simétricamente
globulares, e indestructibles. Me pareció que se podían sentir rodando por
dentro después de habérselas tragado. Si uno se inclinaba mucho hacia delante,
había peligro de que se salieran fuera como bolas de billar. El pan..., pero
eso no se podía remediar: además era antiescorbútico; en resumen, el pan
contenía el único alimento fresco que tenían. Pero el castillo no estaba muy
iluminado, y era muy fácil meterse en un rincón oscuro al comerlo. No obstante,
en conjunto, tomándolo de la galleta a la caña, y considerando las dimensiones
de las calderas del cocinero, incluida su propia marmita viva de pergamino, a
popa y a proa, digo, el Samuel Enderby era un hermoso barco, de buen alimento
en abundancia, con buen flip fuerte, todos muchachos dispuestos y estupendos
desde los tacones de las botas a la cinta del sombrero.
Pero ¿cómo
es, pensaréis, que el Samuel Enderby y otros balleneros ingleses que conozco
—aunque no son todos— eran barcos tan célebres y hospitalarios, que pasaban a
la redonda la carne, el pan y la broma, y no se cansaban tan pronto de comer,
beber y reír? Os lo diré. El rebosante buen alimento de estos balleneros
ingleses es asunto para la investigación histórica. Y yo no he escatimado la
investigación histórica ballenera cuando ha parecido necesario.
Los ingleses
fueron precedidos en la pesca de la ballena por los holandeses, zelandeses y
daneses, de los que tomaron muchos términos aún existentes en la pesca, y lo
que es más, sus antiguas costumbres de abundancia en cuanto al comer y beber.
Pues, en general, el barco mercante inglés es tacaño con su tripulación; pero
no así el barco ballenero inglés. De aquí que, para los ingleses, ese buen
trato en la balleneras no es normal y natural, sino incidental y particular, y
por tanto, debe tener algún origen especial, que aquí se señala y se elucidará
después.
En mis
investigaciones sobre las historias leviatánicas, me tropecé con un antiguo
volumen holandés, que, por su mohoso olor ballenáceo, comprendí que debía
tratar de balleneros. Su título era Dan Coopman, por lo que deduje que debían
ser las inestimables memorias de algún tonelero de Amsterdam en la pesca de
ballenas, ya que todo ballenero debe llevar su tonelero. Me reforzó en esa
opinión ver que era obra de un tal Fitz Swackhammer. Pero mi amigo el doctor
Snodhead, hombre muy docto, profesor de bajo holandés y alto alemán en el
colegio de Santa Claus y San Pott, a quien entregué la obra para su traducción,
dándole una caja de velas de esperma por su molestia, este doctor Snodhead, tan
pronto como vio el libro, me aseguró que Dan Coopman no significaba The Cooper,
el tonelero, sino «el mercader». En resumen, ese antiguo y docto libro en bajo
holandés trataba del comercio de Holanda, y, entre otros temas, contenía un
informe muy interesante sobre la pesca de la ballena. Y en el capítulo «Smee»,
o sea, «grasa», encontré una lista larga y detallada de las provisiones para
las despensas y bodegas de 120 naves balleneras holandesas; de cuya lista,
traducida por el doctor Snodhead, copio lo siguiente:
400.000
libras de buey.
60. 000
libras de cerdo de Frisia.
150. 000
libras de bacalao.
550. 000
libras de galleta.
72.000
libras de pan tierno.
2.800 libras
de barriletes de mantequilla.
20. 000
libras de queso de Texel & Leyden.
144. 000
libras de queso (probablemente un artículo inferior).
550 ankers
de ginebra.
10. 800
barriles de cerveza.
La mayor
parte de las tablas estadísticas son agotadoramente secas de leer; no así en el
caso presente, sin embargo, en que el lector es inundado por enteros toneles,
barriles, cuartos y gills de ginebra y buen alimento. Por entonces, dediqué
tres días a la estudiosa digestión de toda esta cerveza, carne y pan, durante la
cual se me ocurrieron incidentalmente muchos profundos pensamientos, capaces de
aplicación trascendental y platónica, y más aún, redacté mis propias tablas
suplementarias en cuanto a la probable cantidad de bacalao, etc., consumida por
cada arponero bajo-holandés en aquella antigua pesquería ballenera de
Groenlandia y Spitzberg. En primer lugar, parece sorprendente la cantidad
consumida de mantequilla y queso de Texol y Leyden. Pero yo lo atribuyo a sus
condiciones naturalmente untuosas, que se hacen aún más untuosas por la
naturaleza del oficio, y especialmente por perseguir la presa en esos frígidos
mares polares, en las mismas costas del país esquimal, donde los nativos en sus
convites brindan unos por otros con jarros de aceite de ballena.
También es
muy grande la cantidad de cerveza: 10.800 barriles. Ahora, como esas pesquerías
polares sólo podrían realizarse en el breve verano de ese clima, de modo que
todo el crucero de uno de esos balleneros holandeses, incluido el corto viaje
hacia y desde el mar de Spitzberg, no excedía mucho de tres meses, digamos, y
calculando 30 hombres por cada uno de los 120 barcos de su flota, tenemos en
total 5.400 marineros bajo-holandeses; por tanto, digo, salen precisamente dos
barriles de cerveza por hombre, para una ración de doce semanas, aparte de su
porción de esos 550 ankers de ginebra. Y esos arponeros de cerveza y ginebra,
tan cargados como uno se puede imaginar que estarían, es un tanto dudoso que
fueran la clase más apropiada de hombres para ponerse en la proa de una lancha
y apuntar bien a las ballenas fugitivas. Sin embargo, las apuntaban, y les
daban también. Pero esto era muy al norte, recuérdese, donde la cerveza sienta
bien al cuerpo: en el ecuador, en nuestra pesquería sureña, la cerveza serviría
para dar sueño al arponero en la cofa y para embriagarle en la lancha, lo que
acarrearía lamentables pérdidas para Nantucket y New Bedford. Pero basta ya; ya
se ha dicho bastante para mostrar que los antiguos balleneros holandeses de
hace dos o tres siglos se daban la gran vida; y que los balleneros ingleses no
han desperdiciado tan excelente ejemplo. Pues, dicen ellos, cuando se navega en
un barco vacío, si no se puede sacar cosa mejor de este mundo, saquemos de él
por lo menos una buena comida. Y con esto se vacía el frasco.
Capítulo CII
UNA GLORIETA ENTRE LOS ARSÁCIDAS
Hasta aquí,
al tratar descriptivamente del cachalote, me he demorado sobre todo en las
maravillas de su aspecto exterior; o, por separado y en detalle, en unos pocos
rasgos estructurales internos. Pero para una amplia comprensión, totalmente
completa, me conviene seguir desabotonándole, y, desatacándole las agujetas de
sus calzones, deshebillándole las ligas y soltando los corchetes de las
junturas de sus huesos más íntimos, presentarle ante vosotros en su ultimidad,
es decir, en su esqueleto definitivo.
Pero ¿cómo
es eso, Ismael? ¿Cómo es que tú, simple remero en la pesca, pretendes saber
algo de las partes subterráneas del pez? ¿Acaso el erudito Stubb, subido en
vuestro cabrestante, pronunciaba conferencias sobre la anatomía de los
cetáceos, y, con ayuda del molinete, levantaba una costilla de muestra para que
se viera? Explícate, Ismael. ¿Puedes colocar un cetáceo adulto en cubierta para
examinarlo, igual que un cocinero asa un cochinillo? Seguro que no. Hasta ahora
has sido un testigo fidedigno, Ismael, pero ten cuidado de cómo te apoderas del
privilegio exclusivo de Jonás; el privilegio de discurrir sobre las viguetas y
maderos, las vigas, los arquitrabes, los travesaños, los puntales, que
constituyen la armazón del 'leviatán; e igualmente, los toneles de sebo, las
lecherías, las mantequerías y queserías de sus tropas. Confieso que, de Jonás
acá, pocos balleneros han penetrado muy por debajo de la piel de la ballena
adulta; no obstante, yo he sido agraciado con una oportunidad de diseccionarla
en miniatura. En un barco al que pertenecí, una vez se izó entero a cubierta un
pequeño cachorro de cachalote, para quitarle el saco o bolsa, y hacer vainas
para los filos de los arpones y las puntas de las lanzas. ¿Creéis que dejé
escapar esa oportunidad sin usar mi hacha de lancha y mi navaja, y sin romper
el sello y leer todos los contenidos de ese joven cachorro? Y en cuanto a mi
conocimiento exacto de los huesos del leviatán en todo su gigantesco desarrollo
adulto, debo ese raro conocimiento a mi difunto amigo regio Tranquo, rey de
Tranque, uno de los Arsácidas. Pues estando hace años en Tranque, cuando
formaba parte del barco mercante Dey de Argel, fui invitado a pasar parte de
las fiestas arsacidanas con el señor de Tranque, en su retirada villa de
palmeras en Pupella, un vallecito costero no muy lejano de lo que nuestros
marineros llaman Villa-Bambú, su capital.
Mi real
amigo Tranquo, dotado de un devoto amor por todas las cuestiones de virtuosismo
bárbaro, había reunido en Pupella todas las cosas raras que pudieron inventar
los más ingeniosos de su pueblo; sobre todo, maderas esculpidas de maravillosas
formas, conchas cinceladas, lanzas incrustadas, remos preciosos, canoas
aromáticas; todas ellas distribuidas entre cuantos prodigios naturales habían
arrojado a sus orillas las olas cargadas de maravillas y otorgadoras de
tributos.
Entre estos
últimos prodigios, destacaba un gran cachalote, que, después de una galerna
insólitamente larga, se había hallado muerto y encallado, con la cabeza contra
un cocotero, cuyas espesas ramas, colgantes como plumajes, parecían su chorro
verdeante. Cuando el enorme cuerpo quedó por fin despojado de sus envoltorios,
de varias brazas de espesor, y los huesos se desecaron como polvo al sol,
entonces se transportó cuidadosamente el esqueleto al valle de Pupella, donde
ahora lo cobijaba un grandioso templo de palmas señoriales. Las costillas
estaban engalanadas de trofeos; las vértebras tenían esculpidos los anales arsacidanos,
en extraños jeroglíficos; en la calavera, los sacerdotes mantenían una
inextinguida llama aromática, de modo que la mística cabeza volvía a lanzar su
chorro vaporoso; mientras que, colgada de una rama, la terrorífica mandíbula
inferior vibraba sobre todos los devotos como la espada colgada de un pelo que
tanto espantó a Damocles.
Era un
espectáculo prodigioso. El bosque estaba verde como los musgos del Valle
Helado; los árboles se elevaban altos y altaneros, sintiendo su savia vital;
abajo, la industriosa tierra era como un telar de tejedor, con una espléndida
alfombra en ella, en que los zarcillos de las plantas trepadoras formaban la
urdimbre y la trama, y las flores vivas las figuras. Todos los árboles, con sus
ramas cargadas; todos los matorrales, los helechos y céspedes; el aire,
llevando mensajes; todos ellos estaban activos sin cesar. A través de los
entrelazados de las hojas, el gran sol parecía una lanzadera volante tejiendo
el verdor sin decadencia. ¡Oh, atareado tejedor, tejedor invisible!, ¡alto!,
¡una palabra!, ¿adónde fluye el tejido?, ¿qué palacio puede cubrirlo?, ¿para
qué todas estas fatigas incesantes? ¡Habla, tejedor!, ¡detén tu mano!, ¡una
sola palabra contigo! No; la lanzadera vuela; las figuras surgen del telar; la
alfombra, con rapidez de torrente, se desliza marchándose para siempre. El dios
tejedor va tejiendo, y ese tejer le ensordece tanto que no oye voces mortales;
y con ese zumbido también nos ensordecemos los que miramos el telar; y sólo
cuando escapemos de él, oiremos las mil voces que hablan por él. Pues siempre
es así en todas las fábricas materiales. Las palabras habladas, que son
inaudibles entre los husos volantes; esas mismas palabras, se oyen claramente
desde fuera, saliendo por las ventanas abiertas. Así se han detectado delitos.
¡Ah, mortal, está atento, pues! Porque sí, en todo ese estrépito del gran telar
del mundo, se pueden escuchar desde lejos tus más sutiles pensamientos.
Ahora, entre
el verde telar, agitado de vida, de ese bosque arsacidano, está tendido ocioso
el gran esqueleto blanco, objeto de adoración: ¡gigantesco holgazán! Pero,
mientras la trama y urdimbre verdeantes, siempre entretejidas, se
entremezclaban y zumbaban a su alrededor, el enorme holgazán parecía ser el
vigilante tejedor, envuelto él mismo por encima con el tejido de plantas
trepadoras, y cada mes tomando más verde y fresca vegetación, aunque
permaneciendo él mismo como esqueleto. La Vida envolvía a la Muerte; la Muerte
enrejaba a la Vida; la sombría diosa mortal se casaba con el juvenil genio de
la Vida, y le paría glorias de cabeza rizada.
Ahora,
cuando, con el regio Tranquo, visité ese prodigioso cetáceo y vi al cráneo
hecho altar, y el humo artificial subiendo de donde había salido el chorro
real, me maravilló que el rey considerara una capilla como objeto de
virtuosismo. Él se rió. Pero más me maravilló que los sacerdotes juraran que
ese chorro humoso suyo era genuino. Anduve de un lado para otro ante este
esqueleto —echando a un lado las plantas trepadoras—; me abrí paso entre las
costillas, y, con un ovillo de bramante arsacidano, vagué y di vueltas
largamente entre sus muchas columnatas y alamedas, retorcidas y sombreadas.
Pero pronto se me acabó la cuerda; y retrocediendo por ella, salí a la abertura
por donde entré. No vi dentro cosa viva; no había dentro sino huesos.
Cortándome
una vara de medir verde, volví a zambullirme en el esqueleto. Por su aspillera
en el cráneo, los sacerdotes me vieron tomar medidas de la última costilla.
—¡EA, cómo!
—gritaron—. ¿Te atreves a medir a nuestro dios? Eso es cosa nuestra.
—Sí,
sacerdotes; bueno, ¿qué largo decís que es, entonces?
Pero con
esto surgió entre ellos una feroz disputa sobre pies y pulgadas; se golpearon
las molleras con sus varas de medir —el gran cráneo les hizo eco— y yo, aprovechando
esa feliz oportunidad, terminé rápidamente mis propias mediciones.
Ahora me
propongo presentaros esas mediciones. Pero ante todo conste que, en este
asunto, no soy libre para decir cualquier medida fantástica que se me antoje.
Porque hay autoridades esqueletales a que os podéis remitir para comprobar mi
exactitud. Hay un Museo Leviatánico, según he oído decir, en Hull, Inglaterra,
uno de los puertos balleneros de ese país, donde tienen algunas hermosas
muestras de ballenas de aleta dorsal y otros cetáceos. Igualmente, he oído
decir que en el museo de Manchester, en New Hampshire, tienen lo que los
propietarios llaman «la única muestra perfecta de ballena de Groenlandia, o de
Río, que hay en Estados Unidos». Además, en un lugar de Yorkshire, Inglaterra,
llamado Burton Contable, un tal sir Clifford Constable tiene en su posesión el
esqueleto de un cachalote, pero de tamaño mediano, y en absoluto de la magnitud
adulta del de mi amigo el rey Tranquo. En ambos casos, los peces encallados a
que pertenecieron esos dos esqueletos fueron reclamados en principio por sus
propietarios según motivos análogos. El rey Tranquo se apoderó del suyo porque
quiso; y sir Clifford, porque era señor de los dominios de aquellas partes. La
ballena de sir Clifford está completamente articulada, de modo que, como un
gran armario con cajones, se puede cerrar y abrir, en todas sus cavidades
óseas, extendiendo sus costillas como un abanico gigantesco, y meciéndose todo
el día en su mandíbula inferior. Habrán de ponerse cerraduras en algunas de sus
trampillas y postigos, y un lacayo guiará a futuros visitantes con un manojo de
llaves al costado. Sir Clifford piensa cobrar dos peniques por una ojeada a la
galería de los susurros de la columna espinal; tres peniques por oír el eco en
el hueco del cerebelo, y seis peniques por la vista sin rival desde la frente.
Las
dimensiones del esqueleto que ahora voy a anotar están copiadas literalmente de
mi brazo derecho, donde me las hice tatuar; ya que, en mis locos vagabundeos de
ese período, no había otro modo seguro de conservar tan valiosas estadísticas.
Pero como andaba escaso de espacio, y deseaba que las demás partes de mi cuerpo
continuasen como páginas en blanco para un poema que entonces estaba
componiendo —al menos, las partes no tatuadas que me quedaban—, no me molesté
en las pulgadas fraccionarias, y desde luego, tampoco deben entrar en absoluto
pulgadas en una medición adecuada del cetáceo.
Capítulo CIII
MEDIDAS DEL ESQUELETO DEL CACHALOTE
En primer
lugar, querría presentaros una declaración detallada y sencilla respecto a la
mole viviente de este leviatán, cuyo esqueleto vamos a describir brevemente.
Tal declaración podrá ser útil aquí.
Conforme a
un cálculo cuidadoso que he hecho, y que baso en parte sobre la estimación del
capitán Scoresby, de setenta toneladas para la mayor ballena de Groenlandia, de
sesenta pies de longitud; conforme, digo, a mi cálculo cuidadoso, un cachalote
de la máxima magnitud, entre ochenta y cinco y noventa pies de largo, y de algo
menos de cuarenta pies en su más amplia circunferencia, pesará, semejante
cetáceo, noventa toneladas por lo menos; de modo que, calculando trece hombres
por tonelada, él pesa considerablemente más que una aldea entera de mil cien
habitantes. ¿Pensais, entonces, que a este leviatán habría que ponerle unos
sesos como bueyes enyugados para hacer que se moviera, según la imaginación de
cualquier hombre de tierra adentro? Como ya he puesto ante vosotros, de modos
diversos, su cráneo, su agujero del chorro, su mandíbula, sus dientes, su
frente, sus aletas y otras diferentes partes, ahora señalaré simplemente lo que
es más interesante en la mole total de sus huesos más extensos. Pero como el
colosal cráneo abarca tan gran proporción de todo el alcance del esqueleto;
como es, con mucho, su parte más complicada, y como no se va a repetir nada
sobre él en este capítulo, no debéis dejar de llevarlo en la memoria, bajo el
brazo, mientras continuamos, pues de otro modo no obtendréis una noción completa
de la estructura de conjunto que vamos a observar. En longitud, el esqueleto
del cachalote que había en Tranque cedía sesenta y dos pies, de modo que, en
vida, completamente revestido y extendido, debía haber tenido noventa pies de
largo, pues un cetáceo el esqueleto pierde cerca de un quinto de su longitud
respecto al cuerpo vivo. De esos setenta y dos pies, el cráneo y la mandíbula
comprendían unos veinte pies, dejando unos cincuenta pies de vértebras simples.
Unido al espinazo, durante menos de tercera parte de su longitud, estaba el
poderoso cesto circular de ostillas que antes encerró sus entrañas.
Para mí, ese
enorme pecho de costillas marfileñas, con el largo espinazo sin relieve,
extendiéndose a lo lejos en línea recta, se parecía no poco al casco de un gran
barco recién colocado sobre la grada, cuando sólo se han insertado una veintena
de sus desnudas cuadernas de proa, y la quilla, por su parte, no es por
entonces sino un irgo madero mal empalmado. Las costillas eran diez por cada
lado. La primera, empezando por el cuello, tenía casi seis pies de largo; la
segunda, tercera y cuarta tan cada cual más larga que la anterior, hasta que se
llegaba al clímax de la quinta, o costilla central, que medía ocho pies y unas
pulgadas. Desde ahí, las siguientes costillas disminuían, hasta que la décima y
última sólo alcanzaba cinco pies y unas pulgadas. En espesor general, todas
ellas mostraban una evidente correspondencia con la longitud. Las costillas
centrales eran las más arqueadas. Entre algunos de los arsácidas, se usan como
vigas en que apoyar puentes cara caminantes, sobre pequeños arroyos. Al
considerar estas costillas, no podía dejar de impresionarme otra vez la
circunstancia, tan variadamente repetida en este libro, de que el esqueleto del
cetáceo no es en absoluto el reflejo de su forma revestida. Las mayores
costillas del de Tranque, una de las centrales, ¡ocupaba esa parte del pez que,
en vida, es mayor en profundidad ahora, la mayor profundidad del cuerpo
revestido, en esa determinada ballena, debía ser al menos de dieciséis pies, en
tanto que esa ostilla daba sólo la mitad de la noción verdadera del tamaño vivo
de esa parte. Además en otro aspecto, donde ahora yo sólo veía un espinazo
desnudo, todo eso había estado antaño envuelto en más toneladas de masa de
carne, músculo, sangre y tripas. Y aún más en las grandes aletas: allí sólo
veían unas pocas coyunturas desordenadas; ¡y en lugar de la pesada y majestuosa
cola, aunque sin huesos, un absoluto vacío!
¡Qué vano y
necio, pues, pensé, para el hombre tímido e inexperto, intentar comprender bien
a este prodigioso cetáceo, sólo meditando su muerto esqueleto disminuido,
tendido en este pacífico bosque! No. Sólo en el corazón de los más vivos
peligros; sólo cuando se está metido en los remolinos de su iracunda cola; sólo
en el profundo mar sin límites puede ser examinado, de modo vivo y verdadero,
el cetáceo plenamente revestido.
Pero ¿y el
espinazo? En cuanto a éste, el mejor modo de considerarlo es amontonar sus
huesos, uno sobre otro, con una grúa. No es una empresa rápida. Pero una vez
hecha, se parece mucho a la Columna de Pompeyo. Hay cuarenta y tantas vértebras
en total, que no están pegadas juntas en el esqueleto. La mayor parte se
encuentra como los grandes bloques nudosos en un chapitel gótico, formando
sólidas hileras de pesada albañilería. La mayor, una central, tiene algo menos
de tres pies de anchura, y más de cuatro de profundidad. La más pequeña, en que
el espinazo empieza a menguar desapareciendo hacia la cola, tiene sólo dos
pulgadas de ancho, y parece algo así como una bola de billar blanca. Me han
dicho que había aún otras más pequeñas, pero las han perdido unos pequeños
caníbales traviesos, los niños del sacerdote, que las robaron para jugar a las
canicas con ellas. Así vemos cómo incluso el espinazo de las más enormes cosas
vivas va disminuyendo al fin hasta ser simple juego de niños.
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